Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
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EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Biblioteca Virtual-Cultura General :: Novelas y Libros -E-Boock-PDF
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Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
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CRIMEN Y CASTIGO DE FIÓDOR DOSTOIEVSKI
CRIMEN Y CASTIGO DE FIÓDOR DOSTOIEVSKI
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
acostumbra a vivir sin esfuerzo, a andar por el camino llano, a que le pongan la comida en la boca. Hoy cada uno se muestra como realmente es.
‑Pero la moral, las leyes...
‑¿Qué le sorprende? ‑preguntó repentinamente Raskolnikof‑. Todo esto es la aplicación de sus teorías.
‑¿De mis teorías?
‑Sí, la conclusión lógica de los principios que acaba usted de exponer es que se puede incluso asesinar.
‑Un momento, un momento... ‑exclamó Lujine.
‑No estoy de acuerdo ‑dijo Zosimof.
Raskolnikof estaba pálido y respiraba con dificultad. Su labio superior temblaba convulsivamente.
‑Todo tiene su medida ‑dijo Lujine con arrogancia‑. Una idea económica no ha sido nunca una incitación al crimen, y suponiendo...
‑¿Acaso no es cierto ‑le interrumpió Raskolnikof con voz trémula de cólera, pero llena a la vez de un júbilo hostil‑ que usted dijo a su novia, en el momento en que acababa de aceptar su petición, que lo que más le complacía de ella era su pobreza, pues lo mejor es casarse con una mujer pobre para poder dominarla y recordarle el bien que se le ha hecho?
‑Pero... ‑exclamó Lujine, trastornado por la cólera‑. ¡Oh, qué modo de desnaturalizar mi pensamiento! Perdóneme, pero puedo asegurarle que las noticias que han llegado a usted sobre este punto no tienen la menor sombra de fundamento. Ya sé dónde está el origen del mal... Por lo menos, lo supongo... Se lo diré francamente. Me pareció que su madre, pese a sus excelentes prendas, poseía un espíritu un tanto exaltado y propenso a las novelerías. Sin embargo, estaba muy lejos de creer que pudiera interpretar mis palabras con tanta inexactitud y que, al citarlas, alterase de tal modo su sentido. Además...
‑¡Óigame! ‑bramó el joven, levantando la cabeza de la almohada y fijando en Lujine una mirada ardiente‑. ¡Escuche!
‑Usted dirá.
Lujine pronunció estas palabras en un tono de reto. A ellas siguió un silencio que duró varios segundos.
‑Pues lo que quiero que sepa es que si usted se permite decir una palabra más contra mi madre, lo echo escaleras abajo.
‑¡Pero Rodia! ‑exclamó Rasumikhine.
‑¡Si, escaleras abajo!
Lujine había palidecido y se mordía los labios.
‑Óigame, señor ‑comenzó a decir, haciendo un gran esfuerzo por dominarse‑: la acogida que usted me ha dispensado me ha demostrado claramente y desde el primer momento su enemistad hacia mí, y si he prolongado la visita ha sido solamente para acabar de cerciorarme. Habría perdonado muchas cosas a un enfermo, a un pariente; pero, después de lo ocurrido, ¡ni pensarlo!
‑¡Yo no estoy enfermo! ‑exclamó Raskolnikof.
‑¡Peor que peor!
‑¡Váyase al diablo!
Lujine no había esperado esta invitación. Se deslizaba ya entre la silla y la mesa. Esta vez, Rasumikhine se levantó para dejarlo pasar. Lujine no se dignó mirarle y salió sin ni siquiera saludar a Zosimof, que desde hacía unos momentos le estaba diciendo por señas que dejara al enfermo tranquilo. Al verle alejarse con la cabeza baja, era fácil comprender que no olvidaría la terrible ofensa recibida.
‑¡Vaya un modo de conducirse! ‑dijo Rasumikhine al enfermo, sacudiendo la cabeza con un gesto de preocupación.
‑¡Déjame! ¡Dejadme todos! ‑gritó Raskolnikof en un arrebato de ira‑. ¿Me dejaréis de una vez, verdugos? No creáis que os temo. Ahora ya no temo a nadie, ¡a nadie! ¡Marchaos! ¡Quiero estar solo! ¿Lo oís? ¡Solo!
‑Vámonos ‑dijo Zosimof a Rasumikhine.
‑Pero ¿lo vamos a dejar así?
‑Vámonos.
Rasumikhine reflexionó un momento. Después siguió a Zosimof.
Cuando estuvieron en la escalera, el doctor dijo:
‑Si no le hubiésemos obedecido, habría sido peor. No hay que irritarlo.
‑Pero ¿qué tiene?
‑Le convendría una impresión fuerte que le sacara de sus pensamientos. Ahora habría sido capaz de todo... Algo le preocupa profundamente. Es una obsesión que te corroe y te exaspera. Eso es lo que más me inquieta.
‑Tal vez este señor Piotr Petrovitch tenga algo que ver con ello. De la conversación que ha sostenido con él se desprende que se va a casar con la hermana de Rodia y que nuestro amigo se ha enterado de ello poco antes de su enfermedad.
‑Sí, es el diablo el que lo ha traído, pues su visita lo ha echado todo a perder. Y ¿has observado que, aunque parece indiferente a todo, hay una cosa que le saca de su mutismo? Ese crimen... Oír hablar de él le pone fuera de sí.
‑Lo he notado en seguida ‑respondió Rasumikhine‑. Presta atención y se inquieta. Precisamente se puso enfermo el día en que oyó hablar de ese asunto en la comisaría. Incluso se desvaneció.
‑Ven esta noche a mi casa. Quiero que me cuentes detalladamente todo eso. Me interesa mucho. Yo también tengo algo que contarte. Volveré a verle dentro de media hora. Por el momento no hay que temer ningún trastorno cerebral grave.
‑Gracias por todo. Ahora voy a ver a Pachenka. Diré a Nastasia que lo vigile.
Cuando sus amigos se fueron, Raskolnikof dirigió una mirada llena de angustiosa impaciencia hasta Nastasia, pero ella no parecía dispuesta a marcharse.
‑¿Te traigo ya el té? ‑preguntó.
‑Después. Ahora quiero dormir. Vete.
Se volvió hacia la pared con un movimiento convulsivo, y Nastasia salió del aposento.
‑Pero la moral, las leyes...
‑¿Qué le sorprende? ‑preguntó repentinamente Raskolnikof‑. Todo esto es la aplicación de sus teorías.
‑¿De mis teorías?
‑Sí, la conclusión lógica de los principios que acaba usted de exponer es que se puede incluso asesinar.
‑Un momento, un momento... ‑exclamó Lujine.
‑No estoy de acuerdo ‑dijo Zosimof.
Raskolnikof estaba pálido y respiraba con dificultad. Su labio superior temblaba convulsivamente.
‑Todo tiene su medida ‑dijo Lujine con arrogancia‑. Una idea económica no ha sido nunca una incitación al crimen, y suponiendo...
‑¿Acaso no es cierto ‑le interrumpió Raskolnikof con voz trémula de cólera, pero llena a la vez de un júbilo hostil‑ que usted dijo a su novia, en el momento en que acababa de aceptar su petición, que lo que más le complacía de ella era su pobreza, pues lo mejor es casarse con una mujer pobre para poder dominarla y recordarle el bien que se le ha hecho?
‑Pero... ‑exclamó Lujine, trastornado por la cólera‑. ¡Oh, qué modo de desnaturalizar mi pensamiento! Perdóneme, pero puedo asegurarle que las noticias que han llegado a usted sobre este punto no tienen la menor sombra de fundamento. Ya sé dónde está el origen del mal... Por lo menos, lo supongo... Se lo diré francamente. Me pareció que su madre, pese a sus excelentes prendas, poseía un espíritu un tanto exaltado y propenso a las novelerías. Sin embargo, estaba muy lejos de creer que pudiera interpretar mis palabras con tanta inexactitud y que, al citarlas, alterase de tal modo su sentido. Además...
‑¡Óigame! ‑bramó el joven, levantando la cabeza de la almohada y fijando en Lujine una mirada ardiente‑. ¡Escuche!
‑Usted dirá.
Lujine pronunció estas palabras en un tono de reto. A ellas siguió un silencio que duró varios segundos.
‑Pues lo que quiero que sepa es que si usted se permite decir una palabra más contra mi madre, lo echo escaleras abajo.
‑¡Pero Rodia! ‑exclamó Rasumikhine.
‑¡Si, escaleras abajo!
Lujine había palidecido y se mordía los labios.
‑Óigame, señor ‑comenzó a decir, haciendo un gran esfuerzo por dominarse‑: la acogida que usted me ha dispensado me ha demostrado claramente y desde el primer momento su enemistad hacia mí, y si he prolongado la visita ha sido solamente para acabar de cerciorarme. Habría perdonado muchas cosas a un enfermo, a un pariente; pero, después de lo ocurrido, ¡ni pensarlo!
‑¡Yo no estoy enfermo! ‑exclamó Raskolnikof.
‑¡Peor que peor!
‑¡Váyase al diablo!
Lujine no había esperado esta invitación. Se deslizaba ya entre la silla y la mesa. Esta vez, Rasumikhine se levantó para dejarlo pasar. Lujine no se dignó mirarle y salió sin ni siquiera saludar a Zosimof, que desde hacía unos momentos le estaba diciendo por señas que dejara al enfermo tranquilo. Al verle alejarse con la cabeza baja, era fácil comprender que no olvidaría la terrible ofensa recibida.
‑¡Vaya un modo de conducirse! ‑dijo Rasumikhine al enfermo, sacudiendo la cabeza con un gesto de preocupación.
‑¡Déjame! ¡Dejadme todos! ‑gritó Raskolnikof en un arrebato de ira‑. ¿Me dejaréis de una vez, verdugos? No creáis que os temo. Ahora ya no temo a nadie, ¡a nadie! ¡Marchaos! ¡Quiero estar solo! ¿Lo oís? ¡Solo!
‑Vámonos ‑dijo Zosimof a Rasumikhine.
‑Pero ¿lo vamos a dejar así?
‑Vámonos.
Rasumikhine reflexionó un momento. Después siguió a Zosimof.
Cuando estuvieron en la escalera, el doctor dijo:
‑Si no le hubiésemos obedecido, habría sido peor. No hay que irritarlo.
‑Pero ¿qué tiene?
‑Le convendría una impresión fuerte que le sacara de sus pensamientos. Ahora habría sido capaz de todo... Algo le preocupa profundamente. Es una obsesión que te corroe y te exaspera. Eso es lo que más me inquieta.
‑Tal vez este señor Piotr Petrovitch tenga algo que ver con ello. De la conversación que ha sostenido con él se desprende que se va a casar con la hermana de Rodia y que nuestro amigo se ha enterado de ello poco antes de su enfermedad.
‑Sí, es el diablo el que lo ha traído, pues su visita lo ha echado todo a perder. Y ¿has observado que, aunque parece indiferente a todo, hay una cosa que le saca de su mutismo? Ese crimen... Oír hablar de él le pone fuera de sí.
‑Lo he notado en seguida ‑respondió Rasumikhine‑. Presta atención y se inquieta. Precisamente se puso enfermo el día en que oyó hablar de ese asunto en la comisaría. Incluso se desvaneció.
‑Ven esta noche a mi casa. Quiero que me cuentes detalladamente todo eso. Me interesa mucho. Yo también tengo algo que contarte. Volveré a verle dentro de media hora. Por el momento no hay que temer ningún trastorno cerebral grave.
‑Gracias por todo. Ahora voy a ver a Pachenka. Diré a Nastasia que lo vigile.
Cuando sus amigos se fueron, Raskolnikof dirigió una mirada llena de angustiosa impaciencia hasta Nastasia, pero ella no parecía dispuesta a marcharse.
‑¿Te traigo ya el té? ‑preguntó.
‑Después. Ahora quiero dormir. Vete.
Se volvió hacia la pared con un movimiento convulsivo, y Nastasia salió del aposento.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
Segunda Parte: Capítulo VI
Apenas se hubo marchado la sirvienta, Raskolnikof se levantó, echó el cerrojo, deshizo el paquete de las prendas de vestir comprado por Rasumikhine y empezó a ponérselas. Aunque parezca extraño, se había serenado de súbito. La frenética excitación que hacía unos momentos le dominaba y el pánico de los últimos días habían desaparecido. Era éste su primer momento de calma, de una calma extraña y repentina. Sus movimientos, seguros y precisos, revelaban una firme resolución. «Hoy, de hoy no pasa», murmuró.
Se daba cuenta de su estado de debilidad, pero la extrema tensión de ánimo a la que debía su serenidad le comunicaba una gran serenidad en sí mismo y parecía darle fuerzas. Por lo demás, no temía caerse en la calle. Cuando estuvo enteramente vestido con sus ropas nuevas, permaneció un momento contemplando el dinero que Rasumikhine había dejado en la mesa. Tras unos segundos de reflexión, se lo echó al bolsillo. La cantidad ascendía a veinticinco rublos. Cogió también lo que a su amigo le había sobrado de los diez rublos destinados a la compra de las prendas de vestir y, acto seguido, descorrió el cerrojo. Salió de la habitación y empezó a bajar la escalera. Al pasar por el piso de la patrona dirigió una mirada a la cocina, cuya puerta estaba abierta. Nastasia daba la espalda a la escalera, ocupada en avivar el fuego del samovar. No oyó nada. En lo que menos pensaba era en aquella fuga.
Momentos después ya estaba en la calle. Eran alrededor de las ocho y el sol se había puesto. La atmósfera era asfixiante, pero él aspiró ávidamente el polvoriento aire, envenenado por las emanaciones pestilentes de la ciudad. Sintió un ligero vértigo, pero sus ardientes ojos y todo su rostro, descarnado y lívido, expresaron de súbito una energía salvaje. No llevaba rumbo fijo, y ni siquiera pensaba en ello. Sólo pensaba en una cosa: que era preciso poner fin a todo aquello inmediatamente y de un modo definitivo, y que si no lo conseguía no volvería a su casa, pues no quería seguir viviendo así. Pero ¿cómo lograrlo? Del modo de «terminar», como él decía, no tenía la menor idea. Sin embargo, procuraba no pensar en ello; es más, rechazaba este pensamiento, porque le torturaba. Sólo tenía un sentimiento y una idea: que era necesario que todo cambiara, fuera como fuere y costara lo que costase. «Sí, cueste lo que cueste», repetía con una energía desesperada, con una firmeza indómita.
Dejándose llevar de una arraigada costumbre, tomó maquinalmente el camino de sus paseos habituales y se dirigió a la plaza del Mercado Central. A medio camino, ante la puerta de una tienda, en la calzada, vio a un joven que ejecutaba en un pequeño órgano una melodía sentimental. Acompañaba a una jovencita de unos quince años, que estaba de pie junto a él, en la acera, y que vestía como una damisela. Llevaba miriñaque, guantes, mantilla y un sombrero de paja con una pluma de un rojo de fuego, todo ello viejo y ajado. Estaba cantando una romanza con una voz cascada, pero fuerte y agradable, con la esperanza de que le arrojaran desde la tienda una moneda de dos kopeks. Raskolnikof se detuvo junto a los dos o tres papanatas que formaban el público, escuchó un momento, sacó del bolsillo una moneda de cinco kopeks y la puso en la mano de la muchacha. Ésta interrumpió su nota más aguda y patética como si le hubiesen cortado la voz.
‑¡Basta! ‑gritó a su compañero. Y los dos se trasladaron a la tienda siguiente.
‑¿Le gustan las canciones callejeras? ‑preguntó de súbito Raskolnikof a un transeúnte de cierta edad que había escuchado a los músicos ambulantes y tenía aspecto de paseante desocupado.
El desconocido le miró con un gesto de asombro.
‑A mí ‑continuó Raskolnikof, que parecía hablar de cualquier cosa menos de canciones‑ me gusta oír cantar al son del órgano en un atardecer otoñal, frío, sombrío y húmedo, húmedo sobre todo; uno de esos atardeceres en que todos los transeúntes tienen el rostro verdoso y triste, y especialmente cuando cae una nieve aguda y vertical que el viento no desvía. ¿Comprende? A través de la nieve se percibe la luz de los faroles de gas...
‑No sé..., no sé... Perdone ‑balbuceó el paseante, tan alarmado por las extrañas palabras de Raskolnikof como por su aspecto. Y se apresuró a pasar a la otra acera.
El joven continuó su camino y desembocó en la plaza del Mercado, precisamente por el punto donde días atrás el matrimonio de comerciantes hablaba con Lisbeth. Pero la pareja no estaba. Raskolnikof se detuvo al reconocer el lugar, miró en todas direcciones y se acercó a un joven que llevaba una camisa roja y bostezaba a la puerta de un almacén de harina.
‑En esa esquina montan su puesto un comerciante y su mujer, que tiene aspecto de campesina, ¿verdad?
‑Aquí vienen muchos comerciantes ‑respondió el joven, midiendo a Raskolnikof con una mirada de desdén.
‑¿Cómo se llama?
‑Como le pusieron al bautizarlo.
‑¿Eres tal vez de Zaraisk? ¿De qué provincia?
El mozo volvió a mirar a Raskolnikof.
‑Alteza, mi familia no es de ninguna provincia, sino de un distrito. Mi hermano, que es el que viaja, entiende de esas cosas. Pero yo, como tengo que quedarme aquí, no sé nada. Espero de la misericordia de su alteza que me perdone.
‑¿Es un figón lo que hay allí arriba?
‑Una taberna. Hay un billar e incluso algunas princesas. Es un lugar muy chic.
Raskolnikof atravesó la plaza. En uno de sus ángulos se apiñaba una multitud de mujiks. Se introdujo en lo más denso del grupo y empezó a mirar atentamente las caras de unos y otros. Pero los campesinos no le prestaban la menor atención. Todos hablaban a gritos, divididos en pequeños grupos.
Después de reflexionar un momento, prosiguió su camino en dirección al bulevar V***. Pronto dejó la plaza y se internó en una calleja que, formando un recodo, conduce a la calle de Sadovaya. Había recorrido muchas veces aquella callejuela. Desde hacía algún tiempo, una fuerza misteriosa le impulsaba a deambular por estos lugares cuando la tristeza le dominaba, con lo que se ponía más triste aún. Esta vez entró en la callejuela inconscientemente. Llegó ante un gran edificio donde todo eran figones y establecimientos de bebidas. De ellos salían continuamente mujeres destocadas y vestidas con negligencia (como quien no ha de alejarse de su casa), y formaban grupos aquí y allá, en la acera, y especialmente al borde de las escaleras que conducían a los tugurios de mala fama del subsuelo.
En uno de estos antros reinaba un estruendo ensordecedor. Se tocaba la guitarra, se cantaba y todo el mundo parecía divertirse. Ante la entrada había un nutrido grupo de mujeres. Unas estaban sentadas en los escalones, otras en la acera y otras, en fin, permanecían de pie ante la puerta, charlando. Un soldado, bebido, con el cigarrillo en la boca, erraba en torno de ellas, lanzando juramentos. Al parecer no se acordaba del sitio adonde quería dirigirse. Dos individuos desarrapados cambiaban insultos. Y, en fin, se veía un borracho tendido cuan largo era en medio de la calle.
Raskolnikof se detuvo junto al grupo principal de mujeres. Éstas platicaban con voces desgarradas. Vestían ropas de Indiana, llevaban la cabeza descubierta y calzado de cabritilla. Unas pasaban de los cuarenta; otras apenas habían cumplido los diecisiete. Todas tenían los ojos hinchados.
El canto y todos los ruidos que salían del tugurio subterráneo cautivaron a Raskolnikof. Entre las carcajadas y el alegre bullicio se oía una fina voz de falsete que entonaba una bella melodía, mientras alguien danzaba furiosamente al son de una guitarra, marcando el compás con los talones. Raskolnikof, inclinado hacia el sótano, escuchaba, con semblante triste y soñador.
Mi hombre, amor mío, no me pegues sin razón,
cantaba la voz aguda. El oyente mostraba un deseo tan ávido de captar hasta la última sílaba de esta canción, que se diría que aquello era para él cuestión de vida o muerte.
«¿Y si entrase? ‑pensó‑. Se ríen. Es la embriaguez. ¿Y si yo me embriagase también?»
‑¿No entra usted, caballero? ‑le preguntó una de las mujeres.
Su voz era clara y todavía fresca. Parecía joven y era la única del grupo que no inspiraba repugnancia.
Raskolnikof levantó la cabeza y exclamó mientras la miraba:
‑¡Qué bonita eres!
Ella sonrió. El cumplido la había emocionado.
‑Usted también es un guapo mozo ‑dijo.
‑Demasiado delgado ‑dijo otra de aquellas mujeres, con voz cavernosa‑. Seguro que acaba de salir del hospital.
‑Parecen damas de la alta sociedad, pero esto no les impide tener la nariz chata ‑dijo de súbito un alegre mujik que pasaba por allí con la blusa desabrochada y el rostro ensanchado por una sonrisa‑. ¡Esto alegra el corazón!
‑En vez de hablar tanto, entra.
‑Te obedezco, amor mío.
Dicho esto, entró..., y se fue rodando escaleras abajo.
Raskolnikof continuó su camino.
‑¡Oiga, señor! ‑le gritó la muchacha apenas vio que echaba a andar.
‑¿Qué?
Ella se turbó.
‑Me encantaría pasar unas horas con usted, caballero; pero me siento cohibida en su presencia. Déme seis kopeks para beberme un vaso, amable señor.
Raskolnikof buscó en su bolsillo y sacó todo lo que había en él: tres monedas de cinco kopeks.
‑¡Oh! ¡Qué príncipe tan generoso!
‑¿Cómo te llamas?
‑Llámame Duklida.
‑¡Es vergonzoso! ‑exclamó una de las mujeres del grupo, sacudiendo la cabeza con un gesto de desesperación‑. No comprendo cómo se puede mendigar de este modo. Sólo de pensarlo, me muero de vergüenza.
Raskolnikof miró con curiosidad a la mujer que había hablado así. Representaba unos treinta años. Estaba picada de viruelas y salpicada de equimosis. Tenía el labio superior un poco hinchado. Había expresado su desaprobación en un tono de grave serenidad.
«¿Dónde he leído yo ‑pensaba Raskolnikof al alejarse‑ que un condenado a muerte decía, una hora antes de la ejecución de la sentencia, que antes que morir preferiría pasar la vida en una cumbre, en una roca escarpada donde tuviera el espacio justo para colocar los pies, una roca rodeada de precipicios o perdida en medio del océano sin fin, en una perpetua soledad, aunque esta vida durara mil años o fuera eterna? Vivir, vivir sea como fuere. El caso es vivir... ‑y añadió al cabo de un momento‑: El hombre es cobarde, y cobarde el que le reprocha esta cobardía.»
Desembocó en otra calle.
«¡Mira, el Palacio de Cristal! Rasumikhine me hablaba de él no hace mucho. Pero ¿qué es lo que yo quería hacer? ¡Ah, sí! Leer... Zosimof ha dicho que leyó en la prensa...»
‑¿Me dará los periódicos? ‑preguntó entrando en un salón de té espacioso, bastante limpio y que estaba casi vacío.
Sólo había dos o tres clientes tomando el té y, en un departamento algo lejano, un grupo de cuatro personas que bebían champán. Raskolnikof creyó reconocer a Zamiotof entre ellas, pero la distancia le impedía asegurar que fuese él.
«¡Bah, qué importa!», pensó.
‑¿Quiere usted vodka? ‑preguntó el camarero.
‑Tráeme té y los periódicos, los atrasados, los de estos últimos cinco días. Te daré propina.
‑Gracias, señor. Aquí tiene los de hoy, de momento. ¿Quiere vodka también?
El camarero le trajo el té y los demás periódicos. Raskolnikof se sentó y empezó a leer los títulos... Izler... Izler... Los Aztecas... Izler... Bartola... Massimo... Los Aztecas... Izler. Ojeó los sucesos: un hombre que se había caído por una escalera, un comerciante ebrio que había muerto abrasado, un incendio en el barrio de las Arenas, otro incendio en el nuevo barrio de Petersburgo, otro en este mismo barrio... Izler... Izler... Massimo...
«¡Aquí está!»
Había encontrado al fin lo que buscaba, y empezó a leer. Las líneas danzaban ante sus ojos. Sin embargo, leyó el suceso hasta el fin de la información y buscó nuevas noticias sobre el hecho en los números siguientes. Sus manos temblaban de impaciencia al pasar las páginas...
De pronto, alguien se sentó a su lado y él le dirigió una mirada. Era Zamiotof, Zamiotof en persona, con la misma indumentaria que llevaba en la comisaría. Lucía sus anillos, sus cadenas, sus cabellos negros, rizados, abrillantados y partidos por una raya perfecta. Llevaba su maravilloso chaleco, su americana un tanto gastada y su camisa no del todo nueva. Parecía de excelente humor, pues sonreía afectuosamente. El champán había coloreado su cetrino rostro.
‑Pero ¿usted aquí? ‑dijo con un gesto de asombro y con el tono que habría adoptado para dirigirse a un viejo camarada‑. Pero si Rasumikhine me dijo ayer que estaba usted todavía delirando. ¡Qué cosa tan rara! ¿Sabe que estuve en su casa?
Raskolnikof había presentido que el secretario de la comisaría se acercaría a él. Dejó los periódicos y se encaró con Zamiotof. En sus labios se percibía una sonrisa irónica que dejaba traslucir cierta irritación.
‑Ya sé que vino usted ‑respondió‑; ya me lo han dicho... Usted me buscó la bota... ¿Sabe que tiene subyugado a Rasumikhine? Dice que estuvieron ustedes dos en casa de Luisa Ivanovna, aquella a la que usted intentaba defender el otro día. Ya sabe lo que quiero decir. Usted hacía señas al «teniente Pólvora» y él no lo entendía. ¿Se acuerda usted? Sin embargo, no
Apenas se hubo marchado la sirvienta, Raskolnikof se levantó, echó el cerrojo, deshizo el paquete de las prendas de vestir comprado por Rasumikhine y empezó a ponérselas. Aunque parezca extraño, se había serenado de súbito. La frenética excitación que hacía unos momentos le dominaba y el pánico de los últimos días habían desaparecido. Era éste su primer momento de calma, de una calma extraña y repentina. Sus movimientos, seguros y precisos, revelaban una firme resolución. «Hoy, de hoy no pasa», murmuró.
Se daba cuenta de su estado de debilidad, pero la extrema tensión de ánimo a la que debía su serenidad le comunicaba una gran serenidad en sí mismo y parecía darle fuerzas. Por lo demás, no temía caerse en la calle. Cuando estuvo enteramente vestido con sus ropas nuevas, permaneció un momento contemplando el dinero que Rasumikhine había dejado en la mesa. Tras unos segundos de reflexión, se lo echó al bolsillo. La cantidad ascendía a veinticinco rublos. Cogió también lo que a su amigo le había sobrado de los diez rublos destinados a la compra de las prendas de vestir y, acto seguido, descorrió el cerrojo. Salió de la habitación y empezó a bajar la escalera. Al pasar por el piso de la patrona dirigió una mirada a la cocina, cuya puerta estaba abierta. Nastasia daba la espalda a la escalera, ocupada en avivar el fuego del samovar. No oyó nada. En lo que menos pensaba era en aquella fuga.
Momentos después ya estaba en la calle. Eran alrededor de las ocho y el sol se había puesto. La atmósfera era asfixiante, pero él aspiró ávidamente el polvoriento aire, envenenado por las emanaciones pestilentes de la ciudad. Sintió un ligero vértigo, pero sus ardientes ojos y todo su rostro, descarnado y lívido, expresaron de súbito una energía salvaje. No llevaba rumbo fijo, y ni siquiera pensaba en ello. Sólo pensaba en una cosa: que era preciso poner fin a todo aquello inmediatamente y de un modo definitivo, y que si no lo conseguía no volvería a su casa, pues no quería seguir viviendo así. Pero ¿cómo lograrlo? Del modo de «terminar», como él decía, no tenía la menor idea. Sin embargo, procuraba no pensar en ello; es más, rechazaba este pensamiento, porque le torturaba. Sólo tenía un sentimiento y una idea: que era necesario que todo cambiara, fuera como fuere y costara lo que costase. «Sí, cueste lo que cueste», repetía con una energía desesperada, con una firmeza indómita.
Dejándose llevar de una arraigada costumbre, tomó maquinalmente el camino de sus paseos habituales y se dirigió a la plaza del Mercado Central. A medio camino, ante la puerta de una tienda, en la calzada, vio a un joven que ejecutaba en un pequeño órgano una melodía sentimental. Acompañaba a una jovencita de unos quince años, que estaba de pie junto a él, en la acera, y que vestía como una damisela. Llevaba miriñaque, guantes, mantilla y un sombrero de paja con una pluma de un rojo de fuego, todo ello viejo y ajado. Estaba cantando una romanza con una voz cascada, pero fuerte y agradable, con la esperanza de que le arrojaran desde la tienda una moneda de dos kopeks. Raskolnikof se detuvo junto a los dos o tres papanatas que formaban el público, escuchó un momento, sacó del bolsillo una moneda de cinco kopeks y la puso en la mano de la muchacha. Ésta interrumpió su nota más aguda y patética como si le hubiesen cortado la voz.
‑¡Basta! ‑gritó a su compañero. Y los dos se trasladaron a la tienda siguiente.
‑¿Le gustan las canciones callejeras? ‑preguntó de súbito Raskolnikof a un transeúnte de cierta edad que había escuchado a los músicos ambulantes y tenía aspecto de paseante desocupado.
El desconocido le miró con un gesto de asombro.
‑A mí ‑continuó Raskolnikof, que parecía hablar de cualquier cosa menos de canciones‑ me gusta oír cantar al son del órgano en un atardecer otoñal, frío, sombrío y húmedo, húmedo sobre todo; uno de esos atardeceres en que todos los transeúntes tienen el rostro verdoso y triste, y especialmente cuando cae una nieve aguda y vertical que el viento no desvía. ¿Comprende? A través de la nieve se percibe la luz de los faroles de gas...
‑No sé..., no sé... Perdone ‑balbuceó el paseante, tan alarmado por las extrañas palabras de Raskolnikof como por su aspecto. Y se apresuró a pasar a la otra acera.
El joven continuó su camino y desembocó en la plaza del Mercado, precisamente por el punto donde días atrás el matrimonio de comerciantes hablaba con Lisbeth. Pero la pareja no estaba. Raskolnikof se detuvo al reconocer el lugar, miró en todas direcciones y se acercó a un joven que llevaba una camisa roja y bostezaba a la puerta de un almacén de harina.
‑En esa esquina montan su puesto un comerciante y su mujer, que tiene aspecto de campesina, ¿verdad?
‑Aquí vienen muchos comerciantes ‑respondió el joven, midiendo a Raskolnikof con una mirada de desdén.
‑¿Cómo se llama?
‑Como le pusieron al bautizarlo.
‑¿Eres tal vez de Zaraisk? ¿De qué provincia?
El mozo volvió a mirar a Raskolnikof.
‑Alteza, mi familia no es de ninguna provincia, sino de un distrito. Mi hermano, que es el que viaja, entiende de esas cosas. Pero yo, como tengo que quedarme aquí, no sé nada. Espero de la misericordia de su alteza que me perdone.
‑¿Es un figón lo que hay allí arriba?
‑Una taberna. Hay un billar e incluso algunas princesas. Es un lugar muy chic.
Raskolnikof atravesó la plaza. En uno de sus ángulos se apiñaba una multitud de mujiks. Se introdujo en lo más denso del grupo y empezó a mirar atentamente las caras de unos y otros. Pero los campesinos no le prestaban la menor atención. Todos hablaban a gritos, divididos en pequeños grupos.
Después de reflexionar un momento, prosiguió su camino en dirección al bulevar V***. Pronto dejó la plaza y se internó en una calleja que, formando un recodo, conduce a la calle de Sadovaya. Había recorrido muchas veces aquella callejuela. Desde hacía algún tiempo, una fuerza misteriosa le impulsaba a deambular por estos lugares cuando la tristeza le dominaba, con lo que se ponía más triste aún. Esta vez entró en la callejuela inconscientemente. Llegó ante un gran edificio donde todo eran figones y establecimientos de bebidas. De ellos salían continuamente mujeres destocadas y vestidas con negligencia (como quien no ha de alejarse de su casa), y formaban grupos aquí y allá, en la acera, y especialmente al borde de las escaleras que conducían a los tugurios de mala fama del subsuelo.
En uno de estos antros reinaba un estruendo ensordecedor. Se tocaba la guitarra, se cantaba y todo el mundo parecía divertirse. Ante la entrada había un nutrido grupo de mujeres. Unas estaban sentadas en los escalones, otras en la acera y otras, en fin, permanecían de pie ante la puerta, charlando. Un soldado, bebido, con el cigarrillo en la boca, erraba en torno de ellas, lanzando juramentos. Al parecer no se acordaba del sitio adonde quería dirigirse. Dos individuos desarrapados cambiaban insultos. Y, en fin, se veía un borracho tendido cuan largo era en medio de la calle.
Raskolnikof se detuvo junto al grupo principal de mujeres. Éstas platicaban con voces desgarradas. Vestían ropas de Indiana, llevaban la cabeza descubierta y calzado de cabritilla. Unas pasaban de los cuarenta; otras apenas habían cumplido los diecisiete. Todas tenían los ojos hinchados.
El canto y todos los ruidos que salían del tugurio subterráneo cautivaron a Raskolnikof. Entre las carcajadas y el alegre bullicio se oía una fina voz de falsete que entonaba una bella melodía, mientras alguien danzaba furiosamente al son de una guitarra, marcando el compás con los talones. Raskolnikof, inclinado hacia el sótano, escuchaba, con semblante triste y soñador.
Mi hombre, amor mío, no me pegues sin razón,
cantaba la voz aguda. El oyente mostraba un deseo tan ávido de captar hasta la última sílaba de esta canción, que se diría que aquello era para él cuestión de vida o muerte.
«¿Y si entrase? ‑pensó‑. Se ríen. Es la embriaguez. ¿Y si yo me embriagase también?»
‑¿No entra usted, caballero? ‑le preguntó una de las mujeres.
Su voz era clara y todavía fresca. Parecía joven y era la única del grupo que no inspiraba repugnancia.
Raskolnikof levantó la cabeza y exclamó mientras la miraba:
‑¡Qué bonita eres!
Ella sonrió. El cumplido la había emocionado.
‑Usted también es un guapo mozo ‑dijo.
‑Demasiado delgado ‑dijo otra de aquellas mujeres, con voz cavernosa‑. Seguro que acaba de salir del hospital.
‑Parecen damas de la alta sociedad, pero esto no les impide tener la nariz chata ‑dijo de súbito un alegre mujik que pasaba por allí con la blusa desabrochada y el rostro ensanchado por una sonrisa‑. ¡Esto alegra el corazón!
‑En vez de hablar tanto, entra.
‑Te obedezco, amor mío.
Dicho esto, entró..., y se fue rodando escaleras abajo.
Raskolnikof continuó su camino.
‑¡Oiga, señor! ‑le gritó la muchacha apenas vio que echaba a andar.
‑¿Qué?
Ella se turbó.
‑Me encantaría pasar unas horas con usted, caballero; pero me siento cohibida en su presencia. Déme seis kopeks para beberme un vaso, amable señor.
Raskolnikof buscó en su bolsillo y sacó todo lo que había en él: tres monedas de cinco kopeks.
‑¡Oh! ¡Qué príncipe tan generoso!
‑¿Cómo te llamas?
‑Llámame Duklida.
‑¡Es vergonzoso! ‑exclamó una de las mujeres del grupo, sacudiendo la cabeza con un gesto de desesperación‑. No comprendo cómo se puede mendigar de este modo. Sólo de pensarlo, me muero de vergüenza.
Raskolnikof miró con curiosidad a la mujer que había hablado así. Representaba unos treinta años. Estaba picada de viruelas y salpicada de equimosis. Tenía el labio superior un poco hinchado. Había expresado su desaprobación en un tono de grave serenidad.
«¿Dónde he leído yo ‑pensaba Raskolnikof al alejarse‑ que un condenado a muerte decía, una hora antes de la ejecución de la sentencia, que antes que morir preferiría pasar la vida en una cumbre, en una roca escarpada donde tuviera el espacio justo para colocar los pies, una roca rodeada de precipicios o perdida en medio del océano sin fin, en una perpetua soledad, aunque esta vida durara mil años o fuera eterna? Vivir, vivir sea como fuere. El caso es vivir... ‑y añadió al cabo de un momento‑: El hombre es cobarde, y cobarde el que le reprocha esta cobardía.»
Desembocó en otra calle.
«¡Mira, el Palacio de Cristal! Rasumikhine me hablaba de él no hace mucho. Pero ¿qué es lo que yo quería hacer? ¡Ah, sí! Leer... Zosimof ha dicho que leyó en la prensa...»
‑¿Me dará los periódicos? ‑preguntó entrando en un salón de té espacioso, bastante limpio y que estaba casi vacío.
Sólo había dos o tres clientes tomando el té y, en un departamento algo lejano, un grupo de cuatro personas que bebían champán. Raskolnikof creyó reconocer a Zamiotof entre ellas, pero la distancia le impedía asegurar que fuese él.
«¡Bah, qué importa!», pensó.
‑¿Quiere usted vodka? ‑preguntó el camarero.
‑Tráeme té y los periódicos, los atrasados, los de estos últimos cinco días. Te daré propina.
‑Gracias, señor. Aquí tiene los de hoy, de momento. ¿Quiere vodka también?
El camarero le trajo el té y los demás periódicos. Raskolnikof se sentó y empezó a leer los títulos... Izler... Izler... Los Aztecas... Izler... Bartola... Massimo... Los Aztecas... Izler. Ojeó los sucesos: un hombre que se había caído por una escalera, un comerciante ebrio que había muerto abrasado, un incendio en el barrio de las Arenas, otro incendio en el nuevo barrio de Petersburgo, otro en este mismo barrio... Izler... Izler... Massimo...
«¡Aquí está!»
Había encontrado al fin lo que buscaba, y empezó a leer. Las líneas danzaban ante sus ojos. Sin embargo, leyó el suceso hasta el fin de la información y buscó nuevas noticias sobre el hecho en los números siguientes. Sus manos temblaban de impaciencia al pasar las páginas...
De pronto, alguien se sentó a su lado y él le dirigió una mirada. Era Zamiotof, Zamiotof en persona, con la misma indumentaria que llevaba en la comisaría. Lucía sus anillos, sus cadenas, sus cabellos negros, rizados, abrillantados y partidos por una raya perfecta. Llevaba su maravilloso chaleco, su americana un tanto gastada y su camisa no del todo nueva. Parecía de excelente humor, pues sonreía afectuosamente. El champán había coloreado su cetrino rostro.
‑Pero ¿usted aquí? ‑dijo con un gesto de asombro y con el tono que habría adoptado para dirigirse a un viejo camarada‑. Pero si Rasumikhine me dijo ayer que estaba usted todavía delirando. ¡Qué cosa tan rara! ¿Sabe que estuve en su casa?
Raskolnikof había presentido que el secretario de la comisaría se acercaría a él. Dejó los periódicos y se encaró con Zamiotof. En sus labios se percibía una sonrisa irónica que dejaba traslucir cierta irritación.
‑Ya sé que vino usted ‑respondió‑; ya me lo han dicho... Usted me buscó la bota... ¿Sabe que tiene subyugado a Rasumikhine? Dice que estuvieron ustedes dos en casa de Luisa Ivanovna, aquella a la que usted intentaba defender el otro día. Ya sabe lo que quiero decir. Usted hacía señas al «teniente Pólvora» y él no lo entendía. ¿Se acuerda usted? Sin embargo, no
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
hacía falta ser un lince para comprenderlo. La cosa no podía estar más clara.
‑¡Qué charlatán!
‑¿Se refiere al «teniente Pólvora»?
‑No, a su amigo Rasumikhine.
‑¡Vaya, vaya, señor Zamiotof! ¡Para usted es la vida! Usted tiene entrada libre y gratuita en lugares encantadores. ¿Quién le ha invitado a champán ahora mismo?
‑¿Invitado...? Hemos bebido champán. Pero ¿a santo de qué tenían que invitarme?
‑Para corresponder a algún favor. Ustedes sacan provecho de todo.
Raskolnikof se echó a reír.
‑No se enfade, no se enfade ‑añadió, dándole una palmada en la espalda‑. Se lo digo sin malicia alguna, amistosamente, por pura diversión, como decía de los puñetazos que dio a Mitri el pintor que detuvieron ustedes por el asunto de la vieja.
‑¿Cómo sabe usted que dijo eso?
‑Yo sé muchas cosas, tal vez más que usted, sobre ese asunto...
‑¡Qué raro está usted...! No me cabe duda de que está todavía enfermo. No debió salir de casa.
‑¿De modo que le parece que estoy raro?
‑Sí. ¿Qué estaba leyendo?
‑Los periódicos.
‑Sólo hablan de incendios.
‑Yo no leía los incendios.
Miró a Zamiotof con una expresión extraña. Una sonrisa irónica volvió a torcer sus labios.
‑No ‑repitió‑, yo no leía las noticias de los incendios ‑y añadió, guiñándole un ojo‑: Confiese, querido amigo, que arde usted en deseos de saber lo que estaba leyendo.
‑Se equivoca usted. Le he hecho esa pregunta por decir algo. ¿Es que no puede uno preguntar...? Pero ¿qué le sucede?
‑Óigame: usted es un hombre culto, ¿verdad? Usted debe de haber leído mucho.
‑He seguido seis cursos en el Instituto ‑repuso Zamiotof, un tanto orgulloso.
‑¡Seis cursos! ¡Ah, querido amigo! Lleva una raya perfecta, sortijas..., en fin, que es usted un hombre rico... ¡Y qué linda presencia!
Raskolnikof soltó una carcajada en la misma cara de su interlocutor, el cual retrocedió, no porque se sintiera ofendido, sino a causa de la sorpresa.
‑¡Qué extraño está usted! ‑dijo, muy serio, Zamiotof‑. Yo creo que aún desvaría.
‑¿Desvariar yo? Te equivocas, hijito... Así, ¿cree usted que estoy extraño? Y se pregunta usted por qué, ¿no?
‑Sí.
‑Y desea usted saber lo que he leído, lo que he buscado en estos periódicos... Mire, mire cuántos números he pedido... Esto es sospechoso, ¿verdad?
‑Pero ¿qué dice usted?
‑Usted cree que ha atrapado al pájaro en el nido.
‑¿Qué pájaro?
‑Después se lo diré. Ahora le voy a participar..., mejor dicho, a confesar..., no, tampoco..., ahora voy a prestar declaración y usted tomará nota. ¡Ésta es la expresión! Pues bien, declaro que he estado buscando y rebuscando... ‑hizo un guiño, seguido de una pausa‑ que he venido aquí a leer los detalles relacionados con la muerte de la vieja usurera.
Las últimas palabras las dijo en un susurro y acercando tanto su cara a la de Zamiotof, que casi llegó a tocarla.
El secretario se quedó mirándole fijamente, sin moverse y sin retirar la cabeza. Más tarde, al recordar este momento, Zamiotof se preguntaba, extrañado, cómo podían haber estado mirándose así, sin decirse nada, durante un minuto.
‑¿Qué me importa a mí lo que usted estuviera leyendo? ‑exclamó de pronto, desconcertado y molesto por aquella extraña actitud‑. ¿Por qué cree usted que me ha de importar? ¿Qué tiene de particular que usted estuviera leyendo ese suceso?
Pero Raskolnikof, en voz baja como antes y sin hacer caso de las exclamaciones de Zamiotof, siguió diciendo:
‑Me refiero a esa vieja de la que hablaban ustedes en la comisaría, ¿se acuerda?, cuando me desmayé... ¿Comprende usted ya?
‑Pero ¿qué he de comprender? ¿Qué quiere usted decir? ‑preguntó Zamiotof, inquieto.
El semblante grave e inmóvil de Raskolnikof cambió de expresión repentinamente, y el ex estudiante se echó a reír con la misma risa nerviosa e incontenible que le había acometido momentos antes. De súbito le pareció que volvía a vivir intensamente las escenas turbadoras del crimen... Estaba detrás de la puerta con el hacha en la mano; el cerrojo se movía ruidosamente; al otro lado de la puerta, dos hombres la sacudían, tratando de forzarla y lanzando juramentos; y él se sentía dominado por el deseo de insultarlos, de hacerles hablar, de mofarse de ellos, de echarse a reír, con risa estrepitosa a grandes carcajadas...
‑O está usted loco, o... ‑dijo Zamiotof.
Se detuvo ante la idea que de súbito le había asaltado.
‑¿O qué...? Acabe, dígalo.
‑No ‑replicó Zamiotof‑. ¡Es tan absurdo...!
Los dos guardaron silencio. Raskolnikof, tras su repentino arrebato de hilaridad, quedó triste y pensativo. Se acodó en la mesa y apoyó la cabeza en las manos. Parecía haberse olvidado de la presencia de Zamiotof. Hubo un largo silencio.
‑¿Por qué no se toma el té? ‑dijo Zamiotof‑. Se va a enfriar
‑¿Qué...? ¿El té...? ¡Ah, sí!
Raskolnikof tomó un sorbo, se echó a la boca un trozo de pan, fijó la mirada en Zamiotof y pareció ahuyentar sus preocupaciones. Su semblante recobró la expresión burlona que tenía hacía un momento. Después, Raskolnikof siguió tomándose el té.
‑Actualmente, los crímenes se multiplican ‑dijo Zamiotof‑. Hace poco leí en las Noticias de Moscú que habían detenido en esta ciudad a una banda de monederos falsos. Era una detestable organización que se dedicaba a fabricar billetes de Banco.
‑Ese asunto ya es viejo ‑repuso con toda calma Raskolnikof‑. Hace ya más de un mes que lo leí en la prensa. Así, ¿usted cree que esos falsificadores son unos bandidos?
‑A la fuerza han de serlo.
‑¡Bah! Son criaturas, chiquillos inconscientes, no verdaderos bandidos. Se reúnen cincuenta para un negocio. Esto es un disparate. Aunque no fueran más que tres, cada uno de ellos habría de tener más confianza en los otros que en si mismo, pues bastaría que cualquiera de ellos diera suelta a la lengua en un momento de embriaguez, para que todo se fuera abajo. ¡Chiquillos inconscientes, no lo dude! Envían a cualquiera a cambiar los billetes en los bancos. ¡Confiar una operación de esta importancia al primero que llega! Además, admitamos que esos muchachos hayan tenido suerte y que hayan logrado ganar un millón cada uno. ¿Y después? ¡Toda la vida dependiendo unos de otros! ¡Es preferible ahorcarse! Esa banda ni siquiera supo poner en circulación los billetes. Uno va a cambiar billetes grandes en un banco. Le entregan cinco mil rublos y él los recibe con manos temblorosas. Cuenta cuatro mil, y el quinto millar se lo echa al bolsillo tal como se lo han dado, a toda prisa, pensando solamente en huir cuanto antes. Así da lugar a que sospechen de él. Y todo el negocio se va abajo por culpa de ese imbécil. ¡Es increíble!
‑¿Increíble que sus manos temblaran? Pues yo lo comprendo perfectamente; me parece muy natural. Uno no es siempre dueño de sí mismo. Hay cosas que están por encima de las fuerzas humanas.
‑Pero ¡temblar sólo por eso!
‑¿De modo que usted se cree capaz de hacer frente con serenidad a una situación así? Pues yo no lo seria. ¡Por ganarse cien rublos ir a cambiar billetes falsos! ¿Y adónde? A un banco, cuyo personal es gente experta en el descubrimiento de toda clase de ardides. No, yo habría perdido la cabeza. ¿Usted no?
Raskolnikof volvió a sentir el deseo de tirar de la lengua al secretario de la comisaría. Una especie de escalofrió le recorría la espalda.
‑Yo habría procedido de modo distinto ‑manifestó‑. Le voy a explicar cómo me habría comportado al cambiar el dinero. Yo habría contado los mil primeros rublos lo menos cuatro veces, examinando los billetes por todas partes. Después, el segundo fajo. De éste habría contado la mitad y entonces me habría detenido. Del montón habría sacado un billete de cincuenta rublos y lo habría mirado al trasluz, y después, antes de volver a colocarlo en el fajo, lo habría vuelto a examinar de cerca, como si temiese que fuera falso. Entonces habría empezado a contar una historia. «Tengo miedo, ¿sabe? Un pariente mío ha perdido de este modo el otro día veinticinco rublos.» Ya con el tercer millar en la mano, diría: «Perdone: me parece que no he contado bien el segundo fajo, que me he equivocado al llegar a la séptima centena.» Después de haber vuelto a contar el segundo millar, contaría el tercero con la misma calma, y luego los otros dos. Cuando ya los hubiera contado todos, habría sacado un billete del segundo millar y otro del quinto, por ejemplo, y habría rogado que me los cambiasen. Habría fastidiado al empleado de tal modo, que él sólo habría pensado en librarse de mí. Finalmente, me habría dirigido a la salida. Pero, al abrir la puerta... «¡Ah, perdone!» y habría vuelto sobre mis pasos para hacer una pregunta. Así habría procedido yo.
‑¡Es usted terrible! ‑exclamó Zamiotof entre risas‑. Afortunadamente, eso no son más que palabras. Si usted se hubiera visto en el trance, habría obrado de modo muy distinto a como dice. Créame: no sólo usted o yo,
‑¡Qué charlatán!
‑¿Se refiere al «teniente Pólvora»?
‑No, a su amigo Rasumikhine.
‑¡Vaya, vaya, señor Zamiotof! ¡Para usted es la vida! Usted tiene entrada libre y gratuita en lugares encantadores. ¿Quién le ha invitado a champán ahora mismo?
‑¿Invitado...? Hemos bebido champán. Pero ¿a santo de qué tenían que invitarme?
‑Para corresponder a algún favor. Ustedes sacan provecho de todo.
Raskolnikof se echó a reír.
‑No se enfade, no se enfade ‑añadió, dándole una palmada en la espalda‑. Se lo digo sin malicia alguna, amistosamente, por pura diversión, como decía de los puñetazos que dio a Mitri el pintor que detuvieron ustedes por el asunto de la vieja.
‑¿Cómo sabe usted que dijo eso?
‑Yo sé muchas cosas, tal vez más que usted, sobre ese asunto...
‑¡Qué raro está usted...! No me cabe duda de que está todavía enfermo. No debió salir de casa.
‑¿De modo que le parece que estoy raro?
‑Sí. ¿Qué estaba leyendo?
‑Los periódicos.
‑Sólo hablan de incendios.
‑Yo no leía los incendios.
Miró a Zamiotof con una expresión extraña. Una sonrisa irónica volvió a torcer sus labios.
‑No ‑repitió‑, yo no leía las noticias de los incendios ‑y añadió, guiñándole un ojo‑: Confiese, querido amigo, que arde usted en deseos de saber lo que estaba leyendo.
‑Se equivoca usted. Le he hecho esa pregunta por decir algo. ¿Es que no puede uno preguntar...? Pero ¿qué le sucede?
‑Óigame: usted es un hombre culto, ¿verdad? Usted debe de haber leído mucho.
‑He seguido seis cursos en el Instituto ‑repuso Zamiotof, un tanto orgulloso.
‑¡Seis cursos! ¡Ah, querido amigo! Lleva una raya perfecta, sortijas..., en fin, que es usted un hombre rico... ¡Y qué linda presencia!
Raskolnikof soltó una carcajada en la misma cara de su interlocutor, el cual retrocedió, no porque se sintiera ofendido, sino a causa de la sorpresa.
‑¡Qué extraño está usted! ‑dijo, muy serio, Zamiotof‑. Yo creo que aún desvaría.
‑¿Desvariar yo? Te equivocas, hijito... Así, ¿cree usted que estoy extraño? Y se pregunta usted por qué, ¿no?
‑Sí.
‑Y desea usted saber lo que he leído, lo que he buscado en estos periódicos... Mire, mire cuántos números he pedido... Esto es sospechoso, ¿verdad?
‑Pero ¿qué dice usted?
‑Usted cree que ha atrapado al pájaro en el nido.
‑¿Qué pájaro?
‑Después se lo diré. Ahora le voy a participar..., mejor dicho, a confesar..., no, tampoco..., ahora voy a prestar declaración y usted tomará nota. ¡Ésta es la expresión! Pues bien, declaro que he estado buscando y rebuscando... ‑hizo un guiño, seguido de una pausa‑ que he venido aquí a leer los detalles relacionados con la muerte de la vieja usurera.
Las últimas palabras las dijo en un susurro y acercando tanto su cara a la de Zamiotof, que casi llegó a tocarla.
El secretario se quedó mirándole fijamente, sin moverse y sin retirar la cabeza. Más tarde, al recordar este momento, Zamiotof se preguntaba, extrañado, cómo podían haber estado mirándose así, sin decirse nada, durante un minuto.
‑¿Qué me importa a mí lo que usted estuviera leyendo? ‑exclamó de pronto, desconcertado y molesto por aquella extraña actitud‑. ¿Por qué cree usted que me ha de importar? ¿Qué tiene de particular que usted estuviera leyendo ese suceso?
Pero Raskolnikof, en voz baja como antes y sin hacer caso de las exclamaciones de Zamiotof, siguió diciendo:
‑Me refiero a esa vieja de la que hablaban ustedes en la comisaría, ¿se acuerda?, cuando me desmayé... ¿Comprende usted ya?
‑Pero ¿qué he de comprender? ¿Qué quiere usted decir? ‑preguntó Zamiotof, inquieto.
El semblante grave e inmóvil de Raskolnikof cambió de expresión repentinamente, y el ex estudiante se echó a reír con la misma risa nerviosa e incontenible que le había acometido momentos antes. De súbito le pareció que volvía a vivir intensamente las escenas turbadoras del crimen... Estaba detrás de la puerta con el hacha en la mano; el cerrojo se movía ruidosamente; al otro lado de la puerta, dos hombres la sacudían, tratando de forzarla y lanzando juramentos; y él se sentía dominado por el deseo de insultarlos, de hacerles hablar, de mofarse de ellos, de echarse a reír, con risa estrepitosa a grandes carcajadas...
‑O está usted loco, o... ‑dijo Zamiotof.
Se detuvo ante la idea que de súbito le había asaltado.
‑¿O qué...? Acabe, dígalo.
‑No ‑replicó Zamiotof‑. ¡Es tan absurdo...!
Los dos guardaron silencio. Raskolnikof, tras su repentino arrebato de hilaridad, quedó triste y pensativo. Se acodó en la mesa y apoyó la cabeza en las manos. Parecía haberse olvidado de la presencia de Zamiotof. Hubo un largo silencio.
‑¿Por qué no se toma el té? ‑dijo Zamiotof‑. Se va a enfriar
‑¿Qué...? ¿El té...? ¡Ah, sí!
Raskolnikof tomó un sorbo, se echó a la boca un trozo de pan, fijó la mirada en Zamiotof y pareció ahuyentar sus preocupaciones. Su semblante recobró la expresión burlona que tenía hacía un momento. Después, Raskolnikof siguió tomándose el té.
‑Actualmente, los crímenes se multiplican ‑dijo Zamiotof‑. Hace poco leí en las Noticias de Moscú que habían detenido en esta ciudad a una banda de monederos falsos. Era una detestable organización que se dedicaba a fabricar billetes de Banco.
‑Ese asunto ya es viejo ‑repuso con toda calma Raskolnikof‑. Hace ya más de un mes que lo leí en la prensa. Así, ¿usted cree que esos falsificadores son unos bandidos?
‑A la fuerza han de serlo.
‑¡Bah! Son criaturas, chiquillos inconscientes, no verdaderos bandidos. Se reúnen cincuenta para un negocio. Esto es un disparate. Aunque no fueran más que tres, cada uno de ellos habría de tener más confianza en los otros que en si mismo, pues bastaría que cualquiera de ellos diera suelta a la lengua en un momento de embriaguez, para que todo se fuera abajo. ¡Chiquillos inconscientes, no lo dude! Envían a cualquiera a cambiar los billetes en los bancos. ¡Confiar una operación de esta importancia al primero que llega! Además, admitamos que esos muchachos hayan tenido suerte y que hayan logrado ganar un millón cada uno. ¿Y después? ¡Toda la vida dependiendo unos de otros! ¡Es preferible ahorcarse! Esa banda ni siquiera supo poner en circulación los billetes. Uno va a cambiar billetes grandes en un banco. Le entregan cinco mil rublos y él los recibe con manos temblorosas. Cuenta cuatro mil, y el quinto millar se lo echa al bolsillo tal como se lo han dado, a toda prisa, pensando solamente en huir cuanto antes. Así da lugar a que sospechen de él. Y todo el negocio se va abajo por culpa de ese imbécil. ¡Es increíble!
‑¿Increíble que sus manos temblaran? Pues yo lo comprendo perfectamente; me parece muy natural. Uno no es siempre dueño de sí mismo. Hay cosas que están por encima de las fuerzas humanas.
‑Pero ¡temblar sólo por eso!
‑¿De modo que usted se cree capaz de hacer frente con serenidad a una situación así? Pues yo no lo seria. ¡Por ganarse cien rublos ir a cambiar billetes falsos! ¿Y adónde? A un banco, cuyo personal es gente experta en el descubrimiento de toda clase de ardides. No, yo habría perdido la cabeza. ¿Usted no?
Raskolnikof volvió a sentir el deseo de tirar de la lengua al secretario de la comisaría. Una especie de escalofrió le recorría la espalda.
‑Yo habría procedido de modo distinto ‑manifestó‑. Le voy a explicar cómo me habría comportado al cambiar el dinero. Yo habría contado los mil primeros rublos lo menos cuatro veces, examinando los billetes por todas partes. Después, el segundo fajo. De éste habría contado la mitad y entonces me habría detenido. Del montón habría sacado un billete de cincuenta rublos y lo habría mirado al trasluz, y después, antes de volver a colocarlo en el fajo, lo habría vuelto a examinar de cerca, como si temiese que fuera falso. Entonces habría empezado a contar una historia. «Tengo miedo, ¿sabe? Un pariente mío ha perdido de este modo el otro día veinticinco rublos.» Ya con el tercer millar en la mano, diría: «Perdone: me parece que no he contado bien el segundo fajo, que me he equivocado al llegar a la séptima centena.» Después de haber vuelto a contar el segundo millar, contaría el tercero con la misma calma, y luego los otros dos. Cuando ya los hubiera contado todos, habría sacado un billete del segundo millar y otro del quinto, por ejemplo, y habría rogado que me los cambiasen. Habría fastidiado al empleado de tal modo, que él sólo habría pensado en librarse de mí. Finalmente, me habría dirigido a la salida. Pero, al abrir la puerta... «¡Ah, perdone!» y habría vuelto sobre mis pasos para hacer una pregunta. Así habría procedido yo.
‑¡Es usted terrible! ‑exclamó Zamiotof entre risas‑. Afortunadamente, eso no son más que palabras. Si usted se hubiera visto en el trance, habría obrado de modo muy distinto a como dice. Créame: no sólo usted o yo,
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
sino ni el más ducho y valeroso aventurero habría sido dueño de sí en tales circunstancias. Pero no hay que ir tan lejos. Tenemos un ejemplo en el caso de la vieja asesinada en nuestro barrio. El autor del hecho ha de ser un bribón lleno de coraje, ya que ha cometido el crimen durante el día, y puede decirse que ha sido un milagro que no lo hayan detenido. Pues bien, sus manos temblaron. No pudo consumar el robo. Perdió la calma: los hechos lo demuestran.
Raskolnikof se sintió herido.
‑¿De modo que los hechos lo demuestran? Pues bien, pruebe a atraparlo -dijo con mordaz ironía.
‑No le quepa duda de que daremos con él.
‑¿Ustedes? ¿Que ustedes darán con él? ¡Ustedes qué han de dar! Ustedes sólo se preocupan de averiguar si alguien derrocha el dinero. Un hombre que no tenía un cuarto empieza de pronto a tirar el dinero por la ventana. ¿Cómo no ha de ser el culpable? Teniendo esto en cuenta, un niño podría engañarlos por poco que se lo propusiera.
‑El caso es que todos hacen lo mismo ‑repuso Zamiotof‑. Después de haber demostrado tanta destreza como astucia al cometer el crimen, se dejan coger en la taberna. Y es que no todos son tan listos como usted. Usted, naturalmente, no iría a una taberna.
Raskolnikof frunció las cejas y miró a su interlocutor fijamente.
‑¡Oh usted es insaciable! ‑dijo, malhumorado‑. Usted quiere saber cómo obraría yo si me viese en un caso así.
‑Exacto ‑repuso Zamiotof en un tono lleno de gravedad y firmeza. Desde hacía unos momentos, su semblante revelaba una profunda seriedad.
‑¿Es muy grande ese deseo?
‑Mucho.
‑Pues bien, he aquí cómo habría procedido yo.
Al decir esto, Raskolnikof acercó nuevamente su cara a la de Zamiotof y le miró tan fijamente, que esta vez el secretario no pudo evitar un estremecimiento.
‑He aquí cómo habría procedido yo. Habría cogido las joyas y el dinero y, apenas hubiera dejado la casa, me habría dirigido a un lugar apartado, cercado de muros y desierto; un solar o algo parecido. Ante todo, habría buscado una piedra de gran tamaño, de unas cuarenta libras por lo menos, una de esas piedras que, terminada la construcción de un edificio, suelen quedar en algún rincón, junto a una pared. Habría levantado la piedra y entonces habría quedado al descubierto un hoyo. En este hoyo habría depositado las joyas y el dinero; luego habría vuelto a poner la piedra en su sitio y acercado un poco de tierra con el pie en torno alrededor. Luego me habría marchado y habría estado un año, o dos, o tres, sin volver por allí... ¡Y ya podrían ustedes buscar al culpable!
‑¡Está usted loco! ‑exclamó Zamiotof.
Lo había dicho también en voz baja y se había apartado de Raskolnikof. Éste palideció horriblemente y sus ojos fulguraban. Su labio superior temblaba convulsivamente. Se acercó a Zamiotof tanto como le fue posible y empezó a mover los labios sin pronunciar palabra. Así estuvo treinta segundos. Se daba perfecta cuenta de lo que hacía, pero no podía dominarse. La terrible confesión temblaba en sus labios, como días atrás el cerrojo en la puerta, y estaba a punto de escapársele.
‑¿Y si yo fuera el asesino de la vieja y de Lisbeth? ‑preguntó, e inmediatamente volvió a la realidad.
Zamiotof le miró con ojos extraviados y se puso blanco como un lienzo. Esbozó una sonrisa.
‑¿Es posible? ‑preguntó en un imperceptible susurro.
Raskolnikof fijó en él una mirada venenosa.
‑Confiese que se lo ha creído ‑dijo en un tono frío y burlón‑. ¿Verdad que sí? ¡Confiéselo!
‑Nada de eso ‑replicó vivamente Zamiotof‑. No lo creo en absoluto. Y ahora menos que nunca.
‑¡Ha caído usted, muchacho! ¡Ya le tengo! Usted no ha dejado de creerlo, por poco que sea, puesto que dice que ahora lo cree menos que nunca.
‑No, no ‑exclamó Zamiotof, visiblemente confundido‑. Yo no lo he creído nunca. Ha sido usted, confiéselo, el que me ha atemorizado para inculcarme esta idea.
‑Entonces, ¿no lo cree usted? ¿Es que no se acuerda de lo que hablaron ustedes cuando salí de la comisaría? Además, ¿por qué el «teniente Pólvora» me interrogó cuando recobré el conocimiento?
Se levantó, cogió su gorra y gritó al camarero:
‑¡Eh! ¿Cuánto le debo?
‑Treinta kopeks ‑dijo el muchacho, que acudió a toda prisa.
‑Toma. Y veinte de propina. ¡Mire, mire cuánto dinero! ‑continuó, mostrando a Zamiotof su temblorosa mano, llena de billetes‑. Billetes rojos y azules, veinticinco rublos en billetes. ¿De dónde los he sacado? Y estas ropas nuevas, ¿cómo han llegado a mi poder? Usted sabe muy bien que yo no tenía un kopek. Lo sabe porque ha interrogado a la patrona. De esto no me cabe duda. ¿Verdad que la ha interrogado...? En fin, basta de charla... ¡Hasta más ver...! ¡Encantado!
Y salió del establecimiento, presa de una sensación nerviosa y extraña, en la que había cierto placer desesperado. Por otra parte, estaba profundamente abatido y su semblante tenía una expresión sombría. Parecía hallarse bajo los efectos de una crisis reciente. Una fatiga creciente le iba agotando. A veces recobraba de súbito las fuerzas por obra de una violenta excitación, pero las perdía inmediatamente, tan pronto como pasaba la acción de este estimulante ficticio.
Al quedarse solo, Zamiotof no se movió de su asiento. Allí estuvo largo rato, pensativo. Raskolnikof había trastornado inesperadamente todas sus ideas sobre cierto punto y fijado definitivamente su opinión.
«Ilia Petrovitch es un imbécil», se dijo.
Apenas puso los pies en la calle, Raskolnikof se dio de manos a boca con Rasumikhine, que se disponía a entrar en el salón de té. Estaban a un paso de distancia el uno del otro, y aún no se habían visto. Cuando al fin se vieron, se miraron de pies a cabeza. Rasumikhine estaba estupefacto. Pero, de súbito, la ira, una ira ciega, brilló en sus ojos.
‑¿Conque estabas aquí? ‑vociferó‑. ¡El hombre ha saltado de la cama y se ha escapado! ¡Y yo buscándote! ¡Hasta debajo del diván, hasta en el granero! He estado a punto de pegarle a Nastasia por culpa tuya... ¡Y miren ustedes de dónde sale...! Rodia, ¿qué quiere decir esto? Di la verdad.
‑Pues esto quiere decir que estoy harto de todos vosotros, que quiero estar solo ‑repuso con toda calma Raskolnikof.
‑¡Pero si apenas puedes tenerte en pie, tienes los labios blancos como la cal y ni fuerzas te quedan para respirar! ¡Estúpido! ¿Qué haces en el Palacio de Cristal? ¡Dímelo!
‑Déjame en paz ‑dijo Raskolnikof, tratando de pasar por el lado de su amigo.
Esta tentativa enfureció a Rasumikhine, que apresó por un hombro a Raskolnikof.
‑¿Que te deje después de lo que has hecho? No sé cómo te atreves a decir una cosa así. ¿Sabes lo que voy a hacer? A cogerte debajo del brazo como un paquete, llevarte a casa y encerrarte.
‑Óyeme, Rasumikhine ‑empezó a decir Raskolnikof en voz baja y con perfecta calma‑: ¿es que no te das cuenta de que tu protección me fastidia? ¿Qué interés tienes en sacrificarte por una persona a la que molestan tus sacrificios e incluso se burla de ellos? Dime: ¿por qué viniste a buscarme cuando me puse enfermo? ¡Pero si entonces la muerte habría sido una felicidad para mí! ¿No lo he demostrado ya claramente que tu ayuda es para mí un martirio, que ya estoy harto? No sé qué placer se puede sentir torturando a la gente. Y te aseguro que todo esto perjudica a mi curación, pues estoy continuamente irritado. Hace poco, Zosimof se ha marchado para no mortificarme. ¡Déjame tú también, por el amor de Dios! ¿Con qué derecho pretendes retenerme a la fuerza? ¿No ves que ya he recobrado la razón por completo? Te agradeceré que me digas cómo he de suplicarte, para que me entiendas, que me dejes tranquilo, que no te sacrifiques por mí. ¡Dime que soy un ingrato, un ser vil, pero déjame en paz, déjame, por el amor de Dios!
Había pronunciado las primeras palabras en voz baja, feliz ante la idea del veneno que iba a derramar sobre su amigo, pero acabó por expresarse con una especie de delirante frenesí. Se ahogaba como en su reciente escena con Lujine.
Rasumikhine estuvo un momento pensativo. Después soltó el brazo de su amigo.
‑¡Vete al diablo! ‑dijo con un gesto de preocupación.
Se había colmado su paciencia. Pero, apenas dio un paso Raskolnikof, le llamó, en un arranque repentino.
‑¡Espera! ¡Escucha! Quiero decirte que tú y todos los de tu calaña, desde el primero hasta el último, sois unos vanidosos y unos charlatanes. Cuando sufrís una desgracia u os acecha un peligro, lo incubáis como incuba la gallina sus huevos, y ni siquiera en este caso os encontráis a vosotros mismos. No hay un átomo de vida personal, original, en vosotros. Es agua clara, no sangre, lo que corre por vuestras venas. Ninguno de vosotros me inspiráis confianza. Lo primero que os preocupa en todas las circunstancias es no pareceros a ningún otro ser humano.
Raskolnikof se dispuso a girar sobre sus talones. Rasumikhine le gritó, más indignado todavía:
‑¡Escúchame hasta el final! Ya sabes que hoy estreno una nueva habitación. Mis invitados deben de estar ya en casa, pero he dejado allí a mi tío para que los atienda. Pues bien, si tú no fueras un imbécil, un verdadero imbécil, un idiota de marca mayor, un simple imitador de gentes extranjeras... Oye, Rodia; yo reconozco que eres una persona inteligente, pero idiota a pesar de todo... Pues, si no fueses un imbécil, vendrías a pasar la velada en nuestra compañía en vez de gastar las suelas de tus botas yendo por las calles de un lado a otro. Ya que has salido sin deber, sigue fuera de casa... Tendrás un buen sillón; se lo pediré a la patrona... Un té modesto... Compañía agradable... Si lo prefieres, podrás estar echado en el diván: no por eso dejarás de estar con nosotros. Zosimof está invitado. ¿Vendrás?
‑No.
‑¡No lo creo! ‑gritó Rasumikhine, impaciente‑. Tú no puedes saber que no irás. No puedes responder de tus actos y, además, no entiendes nada... Yo
Raskolnikof se sintió herido.
‑¿De modo que los hechos lo demuestran? Pues bien, pruebe a atraparlo -dijo con mordaz ironía.
‑No le quepa duda de que daremos con él.
‑¿Ustedes? ¿Que ustedes darán con él? ¡Ustedes qué han de dar! Ustedes sólo se preocupan de averiguar si alguien derrocha el dinero. Un hombre que no tenía un cuarto empieza de pronto a tirar el dinero por la ventana. ¿Cómo no ha de ser el culpable? Teniendo esto en cuenta, un niño podría engañarlos por poco que se lo propusiera.
‑El caso es que todos hacen lo mismo ‑repuso Zamiotof‑. Después de haber demostrado tanta destreza como astucia al cometer el crimen, se dejan coger en la taberna. Y es que no todos son tan listos como usted. Usted, naturalmente, no iría a una taberna.
Raskolnikof frunció las cejas y miró a su interlocutor fijamente.
‑¡Oh usted es insaciable! ‑dijo, malhumorado‑. Usted quiere saber cómo obraría yo si me viese en un caso así.
‑Exacto ‑repuso Zamiotof en un tono lleno de gravedad y firmeza. Desde hacía unos momentos, su semblante revelaba una profunda seriedad.
‑¿Es muy grande ese deseo?
‑Mucho.
‑Pues bien, he aquí cómo habría procedido yo.
Al decir esto, Raskolnikof acercó nuevamente su cara a la de Zamiotof y le miró tan fijamente, que esta vez el secretario no pudo evitar un estremecimiento.
‑He aquí cómo habría procedido yo. Habría cogido las joyas y el dinero y, apenas hubiera dejado la casa, me habría dirigido a un lugar apartado, cercado de muros y desierto; un solar o algo parecido. Ante todo, habría buscado una piedra de gran tamaño, de unas cuarenta libras por lo menos, una de esas piedras que, terminada la construcción de un edificio, suelen quedar en algún rincón, junto a una pared. Habría levantado la piedra y entonces habría quedado al descubierto un hoyo. En este hoyo habría depositado las joyas y el dinero; luego habría vuelto a poner la piedra en su sitio y acercado un poco de tierra con el pie en torno alrededor. Luego me habría marchado y habría estado un año, o dos, o tres, sin volver por allí... ¡Y ya podrían ustedes buscar al culpable!
‑¡Está usted loco! ‑exclamó Zamiotof.
Lo había dicho también en voz baja y se había apartado de Raskolnikof. Éste palideció horriblemente y sus ojos fulguraban. Su labio superior temblaba convulsivamente. Se acercó a Zamiotof tanto como le fue posible y empezó a mover los labios sin pronunciar palabra. Así estuvo treinta segundos. Se daba perfecta cuenta de lo que hacía, pero no podía dominarse. La terrible confesión temblaba en sus labios, como días atrás el cerrojo en la puerta, y estaba a punto de escapársele.
‑¿Y si yo fuera el asesino de la vieja y de Lisbeth? ‑preguntó, e inmediatamente volvió a la realidad.
Zamiotof le miró con ojos extraviados y se puso blanco como un lienzo. Esbozó una sonrisa.
‑¿Es posible? ‑preguntó en un imperceptible susurro.
Raskolnikof fijó en él una mirada venenosa.
‑Confiese que se lo ha creído ‑dijo en un tono frío y burlón‑. ¿Verdad que sí? ¡Confiéselo!
‑Nada de eso ‑replicó vivamente Zamiotof‑. No lo creo en absoluto. Y ahora menos que nunca.
‑¡Ha caído usted, muchacho! ¡Ya le tengo! Usted no ha dejado de creerlo, por poco que sea, puesto que dice que ahora lo cree menos que nunca.
‑No, no ‑exclamó Zamiotof, visiblemente confundido‑. Yo no lo he creído nunca. Ha sido usted, confiéselo, el que me ha atemorizado para inculcarme esta idea.
‑Entonces, ¿no lo cree usted? ¿Es que no se acuerda de lo que hablaron ustedes cuando salí de la comisaría? Además, ¿por qué el «teniente Pólvora» me interrogó cuando recobré el conocimiento?
Se levantó, cogió su gorra y gritó al camarero:
‑¡Eh! ¿Cuánto le debo?
‑Treinta kopeks ‑dijo el muchacho, que acudió a toda prisa.
‑Toma. Y veinte de propina. ¡Mire, mire cuánto dinero! ‑continuó, mostrando a Zamiotof su temblorosa mano, llena de billetes‑. Billetes rojos y azules, veinticinco rublos en billetes. ¿De dónde los he sacado? Y estas ropas nuevas, ¿cómo han llegado a mi poder? Usted sabe muy bien que yo no tenía un kopek. Lo sabe porque ha interrogado a la patrona. De esto no me cabe duda. ¿Verdad que la ha interrogado...? En fin, basta de charla... ¡Hasta más ver...! ¡Encantado!
Y salió del establecimiento, presa de una sensación nerviosa y extraña, en la que había cierto placer desesperado. Por otra parte, estaba profundamente abatido y su semblante tenía una expresión sombría. Parecía hallarse bajo los efectos de una crisis reciente. Una fatiga creciente le iba agotando. A veces recobraba de súbito las fuerzas por obra de una violenta excitación, pero las perdía inmediatamente, tan pronto como pasaba la acción de este estimulante ficticio.
Al quedarse solo, Zamiotof no se movió de su asiento. Allí estuvo largo rato, pensativo. Raskolnikof había trastornado inesperadamente todas sus ideas sobre cierto punto y fijado definitivamente su opinión.
«Ilia Petrovitch es un imbécil», se dijo.
Apenas puso los pies en la calle, Raskolnikof se dio de manos a boca con Rasumikhine, que se disponía a entrar en el salón de té. Estaban a un paso de distancia el uno del otro, y aún no se habían visto. Cuando al fin se vieron, se miraron de pies a cabeza. Rasumikhine estaba estupefacto. Pero, de súbito, la ira, una ira ciega, brilló en sus ojos.
‑¿Conque estabas aquí? ‑vociferó‑. ¡El hombre ha saltado de la cama y se ha escapado! ¡Y yo buscándote! ¡Hasta debajo del diván, hasta en el granero! He estado a punto de pegarle a Nastasia por culpa tuya... ¡Y miren ustedes de dónde sale...! Rodia, ¿qué quiere decir esto? Di la verdad.
‑Pues esto quiere decir que estoy harto de todos vosotros, que quiero estar solo ‑repuso con toda calma Raskolnikof.
‑¡Pero si apenas puedes tenerte en pie, tienes los labios blancos como la cal y ni fuerzas te quedan para respirar! ¡Estúpido! ¿Qué haces en el Palacio de Cristal? ¡Dímelo!
‑Déjame en paz ‑dijo Raskolnikof, tratando de pasar por el lado de su amigo.
Esta tentativa enfureció a Rasumikhine, que apresó por un hombro a Raskolnikof.
‑¿Que te deje después de lo que has hecho? No sé cómo te atreves a decir una cosa así. ¿Sabes lo que voy a hacer? A cogerte debajo del brazo como un paquete, llevarte a casa y encerrarte.
‑Óyeme, Rasumikhine ‑empezó a decir Raskolnikof en voz baja y con perfecta calma‑: ¿es que no te das cuenta de que tu protección me fastidia? ¿Qué interés tienes en sacrificarte por una persona a la que molestan tus sacrificios e incluso se burla de ellos? Dime: ¿por qué viniste a buscarme cuando me puse enfermo? ¡Pero si entonces la muerte habría sido una felicidad para mí! ¿No lo he demostrado ya claramente que tu ayuda es para mí un martirio, que ya estoy harto? No sé qué placer se puede sentir torturando a la gente. Y te aseguro que todo esto perjudica a mi curación, pues estoy continuamente irritado. Hace poco, Zosimof se ha marchado para no mortificarme. ¡Déjame tú también, por el amor de Dios! ¿Con qué derecho pretendes retenerme a la fuerza? ¿No ves que ya he recobrado la razón por completo? Te agradeceré que me digas cómo he de suplicarte, para que me entiendas, que me dejes tranquilo, que no te sacrifiques por mí. ¡Dime que soy un ingrato, un ser vil, pero déjame en paz, déjame, por el amor de Dios!
Había pronunciado las primeras palabras en voz baja, feliz ante la idea del veneno que iba a derramar sobre su amigo, pero acabó por expresarse con una especie de delirante frenesí. Se ahogaba como en su reciente escena con Lujine.
Rasumikhine estuvo un momento pensativo. Después soltó el brazo de su amigo.
‑¡Vete al diablo! ‑dijo con un gesto de preocupación.
Se había colmado su paciencia. Pero, apenas dio un paso Raskolnikof, le llamó, en un arranque repentino.
‑¡Espera! ¡Escucha! Quiero decirte que tú y todos los de tu calaña, desde el primero hasta el último, sois unos vanidosos y unos charlatanes. Cuando sufrís una desgracia u os acecha un peligro, lo incubáis como incuba la gallina sus huevos, y ni siquiera en este caso os encontráis a vosotros mismos. No hay un átomo de vida personal, original, en vosotros. Es agua clara, no sangre, lo que corre por vuestras venas. Ninguno de vosotros me inspiráis confianza. Lo primero que os preocupa en todas las circunstancias es no pareceros a ningún otro ser humano.
Raskolnikof se dispuso a girar sobre sus talones. Rasumikhine le gritó, más indignado todavía:
‑¡Escúchame hasta el final! Ya sabes que hoy estreno una nueva habitación. Mis invitados deben de estar ya en casa, pero he dejado allí a mi tío para que los atienda. Pues bien, si tú no fueras un imbécil, un verdadero imbécil, un idiota de marca mayor, un simple imitador de gentes extranjeras... Oye, Rodia; yo reconozco que eres una persona inteligente, pero idiota a pesar de todo... Pues, si no fueses un imbécil, vendrías a pasar la velada en nuestra compañía en vez de gastar las suelas de tus botas yendo por las calles de un lado a otro. Ya que has salido sin deber, sigue fuera de casa... Tendrás un buen sillón; se lo pediré a la patrona... Un té modesto... Compañía agradable... Si lo prefieres, podrás estar echado en el diván: no por eso dejarás de estar con nosotros. Zosimof está invitado. ¿Vendrás?
‑No.
‑¡No lo creo! ‑gritó Rasumikhine, impaciente‑. Tú no puedes saber que no irás. No puedes responder de tus actos y, además, no entiendes nada... Yo
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
he renegado de la sociedad mil veces y luego he vuelto a ella a toda prisa... Te sentirás avergonzado de tu conducta y volverás al lado de tus semejantes... Edificio Potchinkof, tercer piso. ¡No lo olvides!
‑Si continúas así, un día te dejarás azotar por pura caridad.
‑¿Yo? Le cortaré las orejas al que muestre tales intenciones. Edificio Potchinkof, número cuarenta y siete, departamento del funcionario Babuchkhine...
‑No iré, Rasumikhine.
Y Raskolnikof dio media vuelta y empezó a alejarse.
‑Pues yo creo que sí que vendrás, porque lo conozco... ¡Oye! ¿Está aquí Zamiotof?
‑Sí.
‑¿Habéis hablado?
‑Sí.
‑¿De qué...? ¡Bueno, no me lo digas si no quieres! ¡Vete al diablo! Potchinkof, cuarenta y siete, Babuchkhine. ¡No lo olvides!
Raskolnikof llegó a la Sadovaya, dobló la esquina y desapareció. Rasumikhine le había seguido con la vista. Estaba pensativo. Al fin se encogió de hombros y entró en el establecimiento. Ya en la escalera, se detuvo.
‑¡Que se vaya al diablo! ‑murmuró‑. Habla como un hombre cuerdo y, sin embargo... Pero ¡qué imbécil soy! ¿Acaso los locos no suelen hablar como personas sensatas? Esto es lo que me parece que teme Zosimof ‑y se llevó el dedo a la sien‑ ¿Y qué ocurrirá si...? No se le puede dejar solo. Es capaz de tirarse al río... He hecho una tontería: no debí dejarlo.
Echó a correr en busca de Raskolnikof. Pero éste había desaparecido sin dejar rastro. Rasumikhine regresó al Palacio de Cristal para interrogar cuanto antes a Zamiotof.
Raskolnikof se había dirigido al puente de ***. Se internó en él, se acodó en el pretil y su mirada se perdió en la lejanía. Estaba tan débil, que le había costado gran trabajo llegar hasta allí. Sentía vivos deseos de sentarse o de tenderse en medio de la calle. Inclinado sobre el pretil, miraba distraído los reflejos sonrosados del sol poniente, las hileras de casas oscurecidas por las sombras crepusculares y a la orilla izquierda del río, el tragaluz de una lejana buhardilla, incendiado por un último rayo de sol. Luego fijó la vista en las aguas negras del canal y quedó absorto, en atenta contemplación. De pronto, una serie de círculos rojos empezaron a danzar ante sus ojos; las casas, los transeúntes, los malecones, empezaron también a danzar y girar. De súbito se estremeció. Una figura insólita, horrible, que acababa de aparecer ante él, le impresionó de tal modo, que no llegó a desvanecerse. Había notado que alguien acababa de detenerse cerca de él, a su derecha. Se volvió y vio una mujer con un pañuelo en la cabeza. Su rostro, amarillento y alargado, aparecía hinchado por la embriaguez. Sus hundidos ojos le miraron fijamente, pero, sin duda, no le vieron, porque no veían nada ni a nadie. De improviso, puso en el pretil el brazo derecho, levantó la pierna del mismo lado, saltó la baranda y se arrojó al canal.
El agua sucia se agitó y cubrió el cuerpo de la suicida, pero sólo momentáneamente, pues en seguida reapareció y empezó a deslizarse al suave impulso de la corriente. Su cabeza y sus piernas estaban sumergidas: únicamente su espalda permanecía a flote, con la blusa hinchada sobre ella como una almohada.
‑¡Se ha ahogado! ¡Se ha ahogado! ‑gritaban de todas partes.
Acudía la gente; las dos orillas se llenaron de espectadores; la multitud de curiosos aumentaba en torno a Raskolnikof y le prensaba contra el pretil.
‑¡Señor, pero si es Afrosiniuchka! ‑dijo una voz quejumbrosa‑. ¡Señor, sálvala! ¡Hermanos, almas generosas, salvadla!
‑¡Una barca! ¡Una barca! ‑gritó otra voz entre la muchedumbre.
Pero no fue necesario. Un agente de la policía bajó corriendo las escaleras que conducían al canal, se quitó el uniforme y las botas y se arrojó al agua. Su tarea no fue difícil. El cuerpo de la mujer, arrastrado por la corriente, había llegado tan cerca de la escalera, que el policía pudo asir sus ropas con la mano derecha y con la izquierda aferrarse a un palo que le tendía un compañero.
Sacaron del canal a la víctima y la depositaron en las gradas de piedra. La mujer volvió muy pronto en sí. Se levantó, lanzó varios estornudos y empezó a escurrir sus ropas, con gesto estúpido y sin pronunciar palabra.
‑¡Virgen Santa! ‑gimoteó la misma voz de antes, esta vez al lado de Afrosiniuchka‑. Se ha puesto a beber, a beber... Hace poco intentó ahorcarse, pero la descolgaron a tiempo. Hoy me he ido a hacer mis cosas, encargando a mi hija de vigilarla, y ya ven ustedes lo que ha ocurrido. Es vecina nuestra, ¿saben?, vecina nuestra. Vive aquí mismo, dos casas después de la esquina...
La multitud se fue dispersando. Los agentes siguieron atendiendo a la víctima. Uno de ellos mencionó la comisaría.
Raskolnikof asistía a esta escena con una extraña sensación de indiferencia, de embrutecimiento. Hizo una mueca de desaprobación y empezó a gruñir:
‑Esto es repugnante... Arrojarse al agua no vale la pena... No pasará nada... Es tonto ir a la comisaría... Zamiotof no está allí. ¿Por qué...? Las comisarías están abiertas hasta las diez.
Se volvió de espaldas al pretil, se apoyó en él y lanzó una mirada en todas direcciones.
«¡Bueno, vayamos!», se dijo. Y, dejando el puente, se dirigió a la comisaría. Tenía la sensación de que su corazón estaba vacío, y no quería reflexionar. Ya ni siquiera sentía angustia: un estado de apatía había reemplazado a la exaltación con que había salido de casa resuelto a terminar de una vez.
«Desde luego, esto es una solución ‑se decía, mientras avanzaba lentamente por la calzada que bordeaba el canal‑. Sí, terminaré porque quiero terminar... Pero ¿es esto, realmente, una solución...? El espacio justo para poner los pies... ¡Vaya un final! Además, ¿se puede decir que esto sea un verdadero final...? ¿Debo contarlo todo o no...? ¡Demonio, qué rendido estoy! ¡Si pudiese sentarme o echarme aquí mismo...! Pero ¡qué vergüenza hacer una cosa así! ¡Se le ocurre a uno cada estupidez...!»
Para dirigirse a la comisaría tenía que avanzar derechamente y doblar a la izquierda por la segunda travesía. Inmediatamente encontraría lo que buscaba. Pero, al llegar a la primera esquina, se detuvo, reflexionó un momento y se internó en la callejuela. Luego recorrió dos calles más, sin rumbo fijo, con el deseo inconsciente de ganar unos minutos. Iba con la mirada fija en el suelo. De súbito experimentó la misma sensación que si alguien le hubiera murmurado unas palabras al oído. Levantó la cabeza y advirtió que estaba a la puerta de «aquella» casa, la casa a la que no había vuelto desde «aquella» tarde.
Un deseo enigmático e irresistible se apoderó de él. Raskolnikof cruzó la entrada y se creyó obligado a subir al cuarto piso del primer cuerpo de edificio, situado a la derecha. La escalera era estrecha, empinada y oscura. Raskolnikof se detenía en todos los rellanos y miraba con curiosidad a su alrededor. Al llegar al primero, vio que en la ventana faltaba un cristal. «Entonces estaba», se dijo. Y poco después: «Éste es el departamento del segundo donde trabajaban Nikolachka y Mitri. Ahora está cerrado y la puerta pintada. Sin duda ya está habitado.» Luego el tercer piso, y en seguida el cuarto... «¡Éste es!» Raskolnikof tuvo un gesto de estupor: la puerta del piso estaba abierta y en el interior había gente, pues se oían voces. Esto era lo que menos esperaba. El joven vaciló un momento; después subió los últimos escalones y entró en el piso.
Lo estaban remozando, como habían hecho con el segundo. En él había dos empapeladores trabajando, cosa que le sorprendió sobremanera. No podría explicar el motivo, pero se había imaginado que encontraría el piso como lo dejó aquella tarde. Incluso esperaba, aunque de un modo impreciso, encontrar los cadáveres en el entarimado. Pero, en vez de esto, veía paredes desnudas, habitaciones vacías y sin muebles... Cruzó la habitación y se sentó en la ventana.
Los dos obreros eran jóvenes, pero uno mayor que el otro. Estaban pegando en las paredes papeles nuevos, blancos y con florecillas de color malva, para sustituir al empapelado anterior, sucio, amarillento y lleno de desgarrones. Esto desagradó profundamente a Raskolnikof. Miraba los nuevos papeles con gesto hostil: era evidente que aquellos cambios le contrariaban. Al parecer, los empapeladores se habían retrasado. De aquí que se apresurasen a enrollar los restos del papel para volver a sus casas. Sin prestar apenas atención a la entrada de Raskolnikof, siguieron conversando. Él se cruzó de brazos y se dispuso a escucharlos.
El de más edad estaba diciendo:
‑Vino a mi casa al amanecer, cuando estaba clareando, ¿comprendes?, y llevaba el vestido de los domingos. «¿A qué vienen esas miradas tiernas?», le pregunté. Y ella me contestó: «Quiero estar sometida a tu voluntad desde este momento, Tite Ivanovitch...» Ya ves. Y, como te digo, iba la mar de emperifollada: parecía un grabado de revista de modas.
‑¿Y qué es una revista de modas? ‑preguntó el más joven, con el deseo de que su compañero le instruyera.
‑Pues una revista de modas, hijito, es una serie de figuras pintadas. Todas las semanas las reciben del extranjero nuestros sastres. Vienen por correo y sirven para saber cómo hay que vestir a las personas, tanto a las del sexo masculino como a las del sexo femenino. El caso es que son dibujos, ¿entiendes?
‑¡Dios mío, qué cosas se ven en este Piter! ‑exclamó el joven, entusiasmado‑. Excepto a Dios, aquí se encuentra todo.
‑Todo, excepto eso, amigo ‑terminó el mayor con acento sentencioso.
Raskolnikof se levantó y pasó a la habitación contigua, aquella en donde había estado el arca, la cama y la cómoda. Sin muebles le pareció ridículamente pequeña. El papel de las paredes era el mismo. En un rincón se veía el lugar ocupado anteriormente por las imágenes santas. Después de echar una ojeada por toda la pieza, volvió a la ventana. El obrero de más edad se quedó mirándole.
‑¿Qué desea usted? ‑le preguntó de pronto.
En vez de contestarle, Raskolnikof se levantó, pasó al vestíbulo y empezó a tirar del cordón de la campanilla. Era la misma; la reconoció por su sonido de hojalata. Tiró del cordón otra vez, y otra, aguzó el oído mientras trataba de recordar. La atroz impresión recibida el día del crimen volvió a él con intensidad creciente. Se estremecía cada vez que tiraba del cordón, y hallaba en ello un placer cuya violencia iba en aumento.
‑Pero ¿qué quiere usted? ¿Y quién es? ‑le preguntó el empapelador de más edad, yendo hacia él.
Raskolnikof volvió a la habitación.
‑Quiero alquilar este departamento ‑repuso‑, y es natural que desee verlo.
‑De noche no se miran los pisos. Además, ha de subir acompañado del portero.
‑Si continúas así, un día te dejarás azotar por pura caridad.
‑¿Yo? Le cortaré las orejas al que muestre tales intenciones. Edificio Potchinkof, número cuarenta y siete, departamento del funcionario Babuchkhine...
‑No iré, Rasumikhine.
Y Raskolnikof dio media vuelta y empezó a alejarse.
‑Pues yo creo que sí que vendrás, porque lo conozco... ¡Oye! ¿Está aquí Zamiotof?
‑Sí.
‑¿Habéis hablado?
‑Sí.
‑¿De qué...? ¡Bueno, no me lo digas si no quieres! ¡Vete al diablo! Potchinkof, cuarenta y siete, Babuchkhine. ¡No lo olvides!
Raskolnikof llegó a la Sadovaya, dobló la esquina y desapareció. Rasumikhine le había seguido con la vista. Estaba pensativo. Al fin se encogió de hombros y entró en el establecimiento. Ya en la escalera, se detuvo.
‑¡Que se vaya al diablo! ‑murmuró‑. Habla como un hombre cuerdo y, sin embargo... Pero ¡qué imbécil soy! ¿Acaso los locos no suelen hablar como personas sensatas? Esto es lo que me parece que teme Zosimof ‑y se llevó el dedo a la sien‑ ¿Y qué ocurrirá si...? No se le puede dejar solo. Es capaz de tirarse al río... He hecho una tontería: no debí dejarlo.
Echó a correr en busca de Raskolnikof. Pero éste había desaparecido sin dejar rastro. Rasumikhine regresó al Palacio de Cristal para interrogar cuanto antes a Zamiotof.
Raskolnikof se había dirigido al puente de ***. Se internó en él, se acodó en el pretil y su mirada se perdió en la lejanía. Estaba tan débil, que le había costado gran trabajo llegar hasta allí. Sentía vivos deseos de sentarse o de tenderse en medio de la calle. Inclinado sobre el pretil, miraba distraído los reflejos sonrosados del sol poniente, las hileras de casas oscurecidas por las sombras crepusculares y a la orilla izquierda del río, el tragaluz de una lejana buhardilla, incendiado por un último rayo de sol. Luego fijó la vista en las aguas negras del canal y quedó absorto, en atenta contemplación. De pronto, una serie de círculos rojos empezaron a danzar ante sus ojos; las casas, los transeúntes, los malecones, empezaron también a danzar y girar. De súbito se estremeció. Una figura insólita, horrible, que acababa de aparecer ante él, le impresionó de tal modo, que no llegó a desvanecerse. Había notado que alguien acababa de detenerse cerca de él, a su derecha. Se volvió y vio una mujer con un pañuelo en la cabeza. Su rostro, amarillento y alargado, aparecía hinchado por la embriaguez. Sus hundidos ojos le miraron fijamente, pero, sin duda, no le vieron, porque no veían nada ni a nadie. De improviso, puso en el pretil el brazo derecho, levantó la pierna del mismo lado, saltó la baranda y se arrojó al canal.
El agua sucia se agitó y cubrió el cuerpo de la suicida, pero sólo momentáneamente, pues en seguida reapareció y empezó a deslizarse al suave impulso de la corriente. Su cabeza y sus piernas estaban sumergidas: únicamente su espalda permanecía a flote, con la blusa hinchada sobre ella como una almohada.
‑¡Se ha ahogado! ¡Se ha ahogado! ‑gritaban de todas partes.
Acudía la gente; las dos orillas se llenaron de espectadores; la multitud de curiosos aumentaba en torno a Raskolnikof y le prensaba contra el pretil.
‑¡Señor, pero si es Afrosiniuchka! ‑dijo una voz quejumbrosa‑. ¡Señor, sálvala! ¡Hermanos, almas generosas, salvadla!
‑¡Una barca! ¡Una barca! ‑gritó otra voz entre la muchedumbre.
Pero no fue necesario. Un agente de la policía bajó corriendo las escaleras que conducían al canal, se quitó el uniforme y las botas y se arrojó al agua. Su tarea no fue difícil. El cuerpo de la mujer, arrastrado por la corriente, había llegado tan cerca de la escalera, que el policía pudo asir sus ropas con la mano derecha y con la izquierda aferrarse a un palo que le tendía un compañero.
Sacaron del canal a la víctima y la depositaron en las gradas de piedra. La mujer volvió muy pronto en sí. Se levantó, lanzó varios estornudos y empezó a escurrir sus ropas, con gesto estúpido y sin pronunciar palabra.
‑¡Virgen Santa! ‑gimoteó la misma voz de antes, esta vez al lado de Afrosiniuchka‑. Se ha puesto a beber, a beber... Hace poco intentó ahorcarse, pero la descolgaron a tiempo. Hoy me he ido a hacer mis cosas, encargando a mi hija de vigilarla, y ya ven ustedes lo que ha ocurrido. Es vecina nuestra, ¿saben?, vecina nuestra. Vive aquí mismo, dos casas después de la esquina...
La multitud se fue dispersando. Los agentes siguieron atendiendo a la víctima. Uno de ellos mencionó la comisaría.
Raskolnikof asistía a esta escena con una extraña sensación de indiferencia, de embrutecimiento. Hizo una mueca de desaprobación y empezó a gruñir:
‑Esto es repugnante... Arrojarse al agua no vale la pena... No pasará nada... Es tonto ir a la comisaría... Zamiotof no está allí. ¿Por qué...? Las comisarías están abiertas hasta las diez.
Se volvió de espaldas al pretil, se apoyó en él y lanzó una mirada en todas direcciones.
«¡Bueno, vayamos!», se dijo. Y, dejando el puente, se dirigió a la comisaría. Tenía la sensación de que su corazón estaba vacío, y no quería reflexionar. Ya ni siquiera sentía angustia: un estado de apatía había reemplazado a la exaltación con que había salido de casa resuelto a terminar de una vez.
«Desde luego, esto es una solución ‑se decía, mientras avanzaba lentamente por la calzada que bordeaba el canal‑. Sí, terminaré porque quiero terminar... Pero ¿es esto, realmente, una solución...? El espacio justo para poner los pies... ¡Vaya un final! Además, ¿se puede decir que esto sea un verdadero final...? ¿Debo contarlo todo o no...? ¡Demonio, qué rendido estoy! ¡Si pudiese sentarme o echarme aquí mismo...! Pero ¡qué vergüenza hacer una cosa así! ¡Se le ocurre a uno cada estupidez...!»
Para dirigirse a la comisaría tenía que avanzar derechamente y doblar a la izquierda por la segunda travesía. Inmediatamente encontraría lo que buscaba. Pero, al llegar a la primera esquina, se detuvo, reflexionó un momento y se internó en la callejuela. Luego recorrió dos calles más, sin rumbo fijo, con el deseo inconsciente de ganar unos minutos. Iba con la mirada fija en el suelo. De súbito experimentó la misma sensación que si alguien le hubiera murmurado unas palabras al oído. Levantó la cabeza y advirtió que estaba a la puerta de «aquella» casa, la casa a la que no había vuelto desde «aquella» tarde.
Un deseo enigmático e irresistible se apoderó de él. Raskolnikof cruzó la entrada y se creyó obligado a subir al cuarto piso del primer cuerpo de edificio, situado a la derecha. La escalera era estrecha, empinada y oscura. Raskolnikof se detenía en todos los rellanos y miraba con curiosidad a su alrededor. Al llegar al primero, vio que en la ventana faltaba un cristal. «Entonces estaba», se dijo. Y poco después: «Éste es el departamento del segundo donde trabajaban Nikolachka y Mitri. Ahora está cerrado y la puerta pintada. Sin duda ya está habitado.» Luego el tercer piso, y en seguida el cuarto... «¡Éste es!» Raskolnikof tuvo un gesto de estupor: la puerta del piso estaba abierta y en el interior había gente, pues se oían voces. Esto era lo que menos esperaba. El joven vaciló un momento; después subió los últimos escalones y entró en el piso.
Lo estaban remozando, como habían hecho con el segundo. En él había dos empapeladores trabajando, cosa que le sorprendió sobremanera. No podría explicar el motivo, pero se había imaginado que encontraría el piso como lo dejó aquella tarde. Incluso esperaba, aunque de un modo impreciso, encontrar los cadáveres en el entarimado. Pero, en vez de esto, veía paredes desnudas, habitaciones vacías y sin muebles... Cruzó la habitación y se sentó en la ventana.
Los dos obreros eran jóvenes, pero uno mayor que el otro. Estaban pegando en las paredes papeles nuevos, blancos y con florecillas de color malva, para sustituir al empapelado anterior, sucio, amarillento y lleno de desgarrones. Esto desagradó profundamente a Raskolnikof. Miraba los nuevos papeles con gesto hostil: era evidente que aquellos cambios le contrariaban. Al parecer, los empapeladores se habían retrasado. De aquí que se apresurasen a enrollar los restos del papel para volver a sus casas. Sin prestar apenas atención a la entrada de Raskolnikof, siguieron conversando. Él se cruzó de brazos y se dispuso a escucharlos.
El de más edad estaba diciendo:
‑Vino a mi casa al amanecer, cuando estaba clareando, ¿comprendes?, y llevaba el vestido de los domingos. «¿A qué vienen esas miradas tiernas?», le pregunté. Y ella me contestó: «Quiero estar sometida a tu voluntad desde este momento, Tite Ivanovitch...» Ya ves. Y, como te digo, iba la mar de emperifollada: parecía un grabado de revista de modas.
‑¿Y qué es una revista de modas? ‑preguntó el más joven, con el deseo de que su compañero le instruyera.
‑Pues una revista de modas, hijito, es una serie de figuras pintadas. Todas las semanas las reciben del extranjero nuestros sastres. Vienen por correo y sirven para saber cómo hay que vestir a las personas, tanto a las del sexo masculino como a las del sexo femenino. El caso es que son dibujos, ¿entiendes?
‑¡Dios mío, qué cosas se ven en este Piter! ‑exclamó el joven, entusiasmado‑. Excepto a Dios, aquí se encuentra todo.
‑Todo, excepto eso, amigo ‑terminó el mayor con acento sentencioso.
Raskolnikof se levantó y pasó a la habitación contigua, aquella en donde había estado el arca, la cama y la cómoda. Sin muebles le pareció ridículamente pequeña. El papel de las paredes era el mismo. En un rincón se veía el lugar ocupado anteriormente por las imágenes santas. Después de echar una ojeada por toda la pieza, volvió a la ventana. El obrero de más edad se quedó mirándole.
‑¿Qué desea usted? ‑le preguntó de pronto.
En vez de contestarle, Raskolnikof se levantó, pasó al vestíbulo y empezó a tirar del cordón de la campanilla. Era la misma; la reconoció por su sonido de hojalata. Tiró del cordón otra vez, y otra, aguzó el oído mientras trataba de recordar. La atroz impresión recibida el día del crimen volvió a él con intensidad creciente. Se estremecía cada vez que tiraba del cordón, y hallaba en ello un placer cuya violencia iba en aumento.
‑Pero ¿qué quiere usted? ¿Y quién es? ‑le preguntó el empapelador de más edad, yendo hacia él.
Raskolnikof volvió a la habitación.
‑Quiero alquilar este departamento ‑repuso‑, y es natural que desee verlo.
‑De noche no se miran los pisos. Además, ha de subir acompañado del portero.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
‑Veo que han lavado el suelo. ¿Van a pintarlo? ¿Queda alguna mancha de sangre?
‑¿De qué sangre?
‑Aquí mataron a la vieja y a su hermana. Allí había un charco de sangre.
‑Pero ¿quién es usted? ‑exclamó, ya inquieto, el empapelador.
‑¿Yo?
‑Sí.
‑¿Quieres saberlo? Ven conmigo a la comisaría. Allí lo diré.
Los dos trabajadores se miraron con expresión interrogante.
‑Ya es hora de que nos vayamos ‑dijo el mayor‑. Incluso nos hemos retrasado. Vámonos, Aliochka. Tenemos que cerrar.
‑Entonces, vamos ‑dijo Raskolnikof con un gesto de indiferencia.
Fue el primero en salir. Después empezó a bajar lentamente la escalera.
‑¡Hola, portero! ‑exclamó cuando llegó a la entrada.
En la puerta había varias personas mirando a la gente que pasaba: los dos porteros, una mujer, un burgués en bata y otros individuos. Raskolnikof se fue derecho a ellos.
‑¿Qué desea? ‑le preguntó uno de los porteros.
‑¿Has estado en la comisaría?
‑De allí vengo. ¿Qué desea usted?
‑¿Están todavía los empleados?
‑Sí.
‑¿Está el ayudante del comisario?
‑Hace un momento estaba. Pero ¿qué desea?
Raskolnikof no contestó; quedó pensativo.
‑Ha venido a ver el piso ‑dijo el empapelador de más edad.
‑¿Qué piso?
‑El que nosotros estamos empapelando. Ha dicho que por qué han lavado la sangre, que allí se ha cometido un crimen y que él ha venido para alquilar una habitación. Casi rompe el cordón de la campanilla a fuerza de tirones. Después ha dicho: «Vamos a la comisaría; allí lo contaré todo.» Y ha bajado con nosotros.
El portero miró atentamente a Raskolnikof. En sus ojos había una mezcla de curiosidad y recelo.
‑Bueno, pero ¿quién es usted?
‑Soy Rodion Romanovitch Raskolnikof, ex estudiante, y vivo en la calle vecina, edificio Schill, departamento catorce. Pregunta al portero: me conoce.
Raskolnikof hablaba con indiferencia y estaba pensativo. Miraba obstinadamente la oscura calle, y ni una sola vez dirigió la vista a su interlocutor.
‑Diga: ¿para qué ha subido al piso?
‑Quería verlo.
‑Pero si en él no hay nada que ver...
‑Lo más prudente sería llevarlo a la comisaría ‑dijo de pronto el burgués.
Raskolnikof le miró por encima del hombro, lo observó atentamente y dijo, sin perder la calma ni salir de su indiferencia:
‑Vamos.
‑Sí, hay que llevarlo ‑insistió el burgués con vehemencia‑. ¿A qué ha ido allá arriba? No cabe duda de que tiene algún peso en la conciencia.
‑A lo mejor dice esas cosas porque está bebido ‑dijo el empapelador en voz baja.
‑Pero ¿qué quiere usted? ‑exclamó de nuevo el portero, que empezaba a enfadarse de verdad‑. ¿Con qué derecho viene usted a molestarnos?
‑¿Es que tienes miedo de ir a la comisaría? ‑le preguntó Raskolnikof en son de burla.
‑Es un vagabundo ‑opinó la mujer.
‑¿Para qué discutir? ‑dijo el otro portero, un corpulento mujik que llevaba la blusa desabrochada y un manojo de llaves pendiente de la cintura‑. ¡Hala, fuera de aquí...! Desde luego, es un vagabundo... ¿Has oído? ¡Largo!
Y cogiendo a Raskolnikof por un hombro, lo echó a la calle.
Raskolnikof se tambaleó, pero no llegó a caer. Cuando hubo recobrado el equilibrio, los miró a todos en silencio y continuó su camino.
‑Es un bribón ‑dijo el empapelador.
‑Hoy cualquiera se puede convertir en un bribón ‑dijo la mujer.
‑Aunque no sea nada más que un granuja, debimos llevarlo a la comisaría.
‑Lo mejor es no mezclarse en estas cosas ‑opinó el corpulento mujik‑. Desde luego, es un granuja. Estos tipos le enredan a uno de modo que luego no sabe cómo salir.
«¿Voy o no voy?», se preguntó Raskolnikof deteniéndose en medio de una callejuela y mirando a un lado y a otro, como si esperase un consejo.
Pero ninguna voz turbó el profundo silencio que le rodeaba. La ciudad parecía tan muerta como las piedras que pisaba, pero muerta solamente para él, solamente para él...
De súbito, distinguió a lo lejos, a unos doscientos metros aproximadamente, al final de una calle, un grupo de gente que vociferaba. En medio de la multitud había un coche del que partía una luz mortecina.
«¿Qué será?»
Dobló a la derecha y se dirigió al grupo. Se aferraba al menor incidente que pudiera retrasar la ejecución de su propósito, y, al darse cuenta de ello, sonrió. Su decisión era irrevocable: transcurridos unos momentos, todo aquello habría terminado para él.
‑¿De qué sangre?
‑Aquí mataron a la vieja y a su hermana. Allí había un charco de sangre.
‑Pero ¿quién es usted? ‑exclamó, ya inquieto, el empapelador.
‑¿Yo?
‑Sí.
‑¿Quieres saberlo? Ven conmigo a la comisaría. Allí lo diré.
Los dos trabajadores se miraron con expresión interrogante.
‑Ya es hora de que nos vayamos ‑dijo el mayor‑. Incluso nos hemos retrasado. Vámonos, Aliochka. Tenemos que cerrar.
‑Entonces, vamos ‑dijo Raskolnikof con un gesto de indiferencia.
Fue el primero en salir. Después empezó a bajar lentamente la escalera.
‑¡Hola, portero! ‑exclamó cuando llegó a la entrada.
En la puerta había varias personas mirando a la gente que pasaba: los dos porteros, una mujer, un burgués en bata y otros individuos. Raskolnikof se fue derecho a ellos.
‑¿Qué desea? ‑le preguntó uno de los porteros.
‑¿Has estado en la comisaría?
‑De allí vengo. ¿Qué desea usted?
‑¿Están todavía los empleados?
‑Sí.
‑¿Está el ayudante del comisario?
‑Hace un momento estaba. Pero ¿qué desea?
Raskolnikof no contestó; quedó pensativo.
‑Ha venido a ver el piso ‑dijo el empapelador de más edad.
‑¿Qué piso?
‑El que nosotros estamos empapelando. Ha dicho que por qué han lavado la sangre, que allí se ha cometido un crimen y que él ha venido para alquilar una habitación. Casi rompe el cordón de la campanilla a fuerza de tirones. Después ha dicho: «Vamos a la comisaría; allí lo contaré todo.» Y ha bajado con nosotros.
El portero miró atentamente a Raskolnikof. En sus ojos había una mezcla de curiosidad y recelo.
‑Bueno, pero ¿quién es usted?
‑Soy Rodion Romanovitch Raskolnikof, ex estudiante, y vivo en la calle vecina, edificio Schill, departamento catorce. Pregunta al portero: me conoce.
Raskolnikof hablaba con indiferencia y estaba pensativo. Miraba obstinadamente la oscura calle, y ni una sola vez dirigió la vista a su interlocutor.
‑Diga: ¿para qué ha subido al piso?
‑Quería verlo.
‑Pero si en él no hay nada que ver...
‑Lo más prudente sería llevarlo a la comisaría ‑dijo de pronto el burgués.
Raskolnikof le miró por encima del hombro, lo observó atentamente y dijo, sin perder la calma ni salir de su indiferencia:
‑Vamos.
‑Sí, hay que llevarlo ‑insistió el burgués con vehemencia‑. ¿A qué ha ido allá arriba? No cabe duda de que tiene algún peso en la conciencia.
‑A lo mejor dice esas cosas porque está bebido ‑dijo el empapelador en voz baja.
‑Pero ¿qué quiere usted? ‑exclamó de nuevo el portero, que empezaba a enfadarse de verdad‑. ¿Con qué derecho viene usted a molestarnos?
‑¿Es que tienes miedo de ir a la comisaría? ‑le preguntó Raskolnikof en son de burla.
‑Es un vagabundo ‑opinó la mujer.
‑¿Para qué discutir? ‑dijo el otro portero, un corpulento mujik que llevaba la blusa desabrochada y un manojo de llaves pendiente de la cintura‑. ¡Hala, fuera de aquí...! Desde luego, es un vagabundo... ¿Has oído? ¡Largo!
Y cogiendo a Raskolnikof por un hombro, lo echó a la calle.
Raskolnikof se tambaleó, pero no llegó a caer. Cuando hubo recobrado el equilibrio, los miró a todos en silencio y continuó su camino.
‑Es un bribón ‑dijo el empapelador.
‑Hoy cualquiera se puede convertir en un bribón ‑dijo la mujer.
‑Aunque no sea nada más que un granuja, debimos llevarlo a la comisaría.
‑Lo mejor es no mezclarse en estas cosas ‑opinó el corpulento mujik‑. Desde luego, es un granuja. Estos tipos le enredan a uno de modo que luego no sabe cómo salir.
«¿Voy o no voy?», se preguntó Raskolnikof deteniéndose en medio de una callejuela y mirando a un lado y a otro, como si esperase un consejo.
Pero ninguna voz turbó el profundo silencio que le rodeaba. La ciudad parecía tan muerta como las piedras que pisaba, pero muerta solamente para él, solamente para él...
De súbito, distinguió a lo lejos, a unos doscientos metros aproximadamente, al final de una calle, un grupo de gente que vociferaba. En medio de la multitud había un coche del que partía una luz mortecina.
«¿Qué será?»
Dobló a la derecha y se dirigió al grupo. Se aferraba al menor incidente que pudiera retrasar la ejecución de su propósito, y, al darse cuenta de ello, sonrió. Su decisión era irrevocable: transcurridos unos momentos, todo aquello habría terminado para él.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
Segunda Parte: Capítulo VII
En medio de la calle había una elegante calesa con un tronco de dos vivos caballos grises de pura sangre. El carruaje estaba vacío. Incluso el cochero había dejado el pescante y estaba en pie junto al coche, sujetando a los caballos por el freno. Una nutrida multitud se apiñaba alrededor del vehículo, contenida por agentes de la policía. Uno de éstos tenía en la mano una linterna encendida y dirigía la luz hacia abajo para iluminar algo que había en el suelo, ante las ruedas. Todos hablaban a la vez. Se oían suspiros y fuertes voces. El cochero, aturdido, no cesaba de repetir:
‑¡Qué desgracia, Señor, qué desgracia!
Raskolnikof se abrió paso entre la gente, y entonces pudo ver lo que provocaba tanto alboroto y curiosidad. En la calzada yacía un hombre ensangrentado y sin conocimiento. Acababa de ser arrollado por los caballos. Aunque iba miserablemente vestido, llevaba ropas de burgués. La sangre fluía de su cabeza y de su rostro, que estaba hinchado y lleno de morados y heridas. Evidentemente, el accidente era grave.
‑¡Señor! ‑se lamentaba el cochero‑. ¡Bien sabe Dios que no he podido evitarlo! Si hubiese ido demasiado de prisa..., si no hubiese gritado... Pero iba poco a poco, a una marcha regular: todo el mundo lo ha visto. Y es que un hombre borracho no ve nada: esto lo sabemos todos. Lo veo cruzar la calle vacilando. Parece que va a caer. Le grito una vez, dos veces, tres veces. Después retengo los caballos, y él viene a caer precisamente bajo las herraduras. ¿Lo ha hecho expresamente o estaba borracho de verdad? Los caballos son jóvenes, espantadizos, y han echado a correr. Él ha empezado a gritar, y ellos se han lanzado a una carrera aún más desenfrenada. Así ha ocurrido la desgracia.
‑Es verdad que el cochero ha gritado más de una vez y muy fuerte ‑dijo una voz.
‑Tres veces exactamente ‑dijo otro‑. Todo el mundo le ha oído.
Por otra parte, el cochero no parecía muy preocupado por las consecuencias del accidente. El elegante coche pertenecía sin duda a un señor importante y rico que debía de estar esperándolo en alguna parte. Esta circunstancia había provocado la solicitud de los agentes. Era preciso conducir al herido al hospital, pero nadie sabía su nombre.
Raskolnikof consiguió situarse en primer término. Se inclinó hacia delante y su rostro se iluminó súbitamente: había reconocido a la víctima.
‑¡Yo lo conozco! ¡Yo lo conozco! ‑exclamó, abriéndose paso a codazos entre los que estaban delante de él‑. Es un antiguo funcionario: el consejero titular Marmeladof. Vive cerca de aquí, en el edificio Kozel. ¡Llamen en seguida a un médico! Yo lo pago. ¡Miren!
Sacó dinero del bolsillo y lo mostró a un agente. Era presa de una agitación extraordinaria.
Los agentes se alegraron de conocer la identidad de la víctima. Raskolnikof dio su nombre y su dirección e insistió con vehemencia en que transportaran al herido a su domicilio. No habría mostrado más interés si el atropellado hubiera sido su padre.
‑El edificio Kozel ‑dijo‑ está aquí mismo, tres casas más abajo. Kozel es un acaudalado alemán. Sin duda estaba bebido y trataba de llegar a su casa. Es un alcohólico... Tiene familia: mujer, hijos... Llevarlo al hospital sería una complicación. En el edificio Kozel debe de haber algún médico. ¡Yo lo pagaré! ¡Yo lo pagaré! En su casa le cuidarán. Si le llevan al hospital, morirá por el camino.
Incluso deslizó con disimulo unas monedas en la mano de uno de los agentes. Por otra parte, lo que él pedía era muy explicable y completamente legal. Había que proceder rápidamente. Se levantó al herido y almas caritativas se ofrecieron para transportarlo. El edificio Kozel estaba a unos treinta pasos del lugar donde se habia producido el accidente. Raskolnikof cerraba la marcha e indicaba el camino, mientras sostenía la cabeza del herido con grandes precauciones.
‑¡Por aquí! ¡Por aquí! Hay que llevar mucho cuidado cuando subamos la escalera. Hemos de procurar que su cabeza se mantenga siempre alta. Viren un poco... ¡Eso es...! ¡Yo pagaré...! No soy un ingrato...
En esos momentos, Catalina Ivanovna se entregaba a su costumbre, como siempre que disponía de un momento libre, de ir y venir por su reducida habitación, con los brazos cruzados sobre el pecho, tosiendo y hablando en voz alta.
Desde hacía algún tiempo, le gustaba cada vez más hablar con su hija mayor, Polenka, niña de diez años que, aunque incapaz de comprender muchas cosas, se daba perfecta cuenta de que su madre tenía gran necesidad de expansionarse. Por eso fijaba en ella sus grandes e inteligentes ojos y se esforzaba por aparentar que todo lo comprendía. En aquel momento, la niña se dedicaba a desnudar a su hermanito, que había estado malucho todo el día, para acostarlo. El niño estaba sentado en una silla, muy serio, esperando que le quitaran la camisa para lavarla durante la noche. Silencioso e inmóvil, había juntado y estirado sus piernecitas y, con los pies levantados, exhibiendo los talones, escuchaba lo que decían su madre y su hermana. Tenía los labios proyectados hacia fuera y los ojos muy abiertos. Su gesto de atención e inmovilidad era el propio de un niño bueno cuando se le está desnudando para acostarlo. Una niña menor que él, vestida con auténticos andrajos, esperaba su turno de pie junto al biombo. La puerta que daba a la escalera estaba abierta para dejar salir el humo de tabaco que llegaba de las habitaciones vecinas y que a cada momento provocaba en la pobre tísica largos y penosos accesos de tos. Catalina Ivanovna parecía haber adelgazado sólo en unos días, y las siniestras manchas rojas de sus mejillas parecían arder con un fuego más vivo.
‑Tal vez no me creas, Polenka ‑decía mientras medía con sus pasos la habitación‑, pero no puedes imaginarte la atmósfera de lujo y magnificencia que habia en casa de mis padres y hasta qué extremo este borracho me ha hundido en la miseria. También a vosotros os perderá. Mi padre tenía en el servicio civil un grado que correspondía al de coronel. Era ya casi gobernador; sólo tenía que dar un paso para llegar a serlo, y todo el mundo le decía: «Nosotros le consideramos ya como nuestro gobernador, Iván Mikhailovitch.» Cuando... ‑empezó a toser‑. ¡Maldita sea! ‑exclamó después de escupir y llevándose al pecho las crispadas manos‑. Pues cuando... Bueno, en el último baile ofrecido por el mariscal de la nobleza, la princesa Bezemelny, al verme... (ella fue la que me bendijo más tarde, en mi matrimonio con tu papá, Polia), pues bien, la princesa preguntó: «¿No es ésa la encantadora muchacha que bailó la danza del chal en la fiesta de clausura del Instituto...?» Hay que coser esta tela, Polenka. Mira qué boquete. Debiste coger la aguja y zurcirlo como yo te he enseñado, pues si se deja para mañana... ‑de nuevo tosió‑, mañana... ‑volvió a toser‑, ¡mañana el agujero será mayor! ‑gritó, a punto de ahogarse‑. El paje, el príncipe Chtchegolskoi, acababa de llegar de Petersburgo... Había bailado la mazurca conmigo y estaba dispuesto a pedir mi mano al día siguiente. Pero yo, después de darle las gracias en términos expresivos, le dije que mi corazón pertenecía desde hacía tiempo a otro. Este otro era tu padre, Polia. El mío estaba furioso... ¿Ya está? Dame esa camisa. ¿Y las medias...? Lida ‑dijo dirigiéndose a la niña más pequeña‑, esta noche dormirás sin camisa... Pon con ella las medias: lo lavaremos todo a la vez... ¡Y ese desharrapado, ese borracho, sin llegar! Su camisa está sucia y destrozada... Preferiría lavarlo todo junto, para no fatigarme dos noches seguidas... ¡Señor! ¿Más todavía? ‑exclamó, volviendo a toser y viendo que el vestíbulo estaba lleno de gente y que varias personas entraban en la habitación, transportando una especie de fardo‑. ¿Qué es eso, Señor? ¿Qué traen ahí?
‑¿Dónde lo ponemos? ‑preguntó el agente, dirigiendo una mirada en torno de él, cuando introdujeron en la pieza a Marmeladof, ensangrentado e inanimado.
‑En el diván; ponedlo en el diván ‑dijo Raskolnikof‑. Aquí. La cabeza a este lado.
‑¡Él ha tenido la culpa! ¡Estaba borracho! ‑gritó una voz entre la multitud.
Catalina Ivanovna estaba pálida como una muerta y respiraba con dificultad. La diminuta Lidotchka lanzó un grito, se arrojó en brazos de Polenka y se apretó contra ella con un temblor convulsivo.
Después de haber acostado a Marmeladof, Raskolnikof corrió hacia Catalina Ivanovna.
‑¡Por el amor de Dios, cálmese! ‑dijo con vehemencia‑. ¡No se asuste! Atravesaba la calle y un coche le ha atropellado. No se inquiete; pronto volverá en sí. Lo han traído aquí porque lo he dicho yo. Yo estuve ya una vez en esta casa, ¿recuerda? ¡Volverá en sí! ¡Yo lo pagaré todo!
‑¡Esto tenía que pasar! ‑exclamó Catalina Ivanovna, desesperada y abalanzándose sobre su marido.
Raskolnikof se dio cuenta en seguida de que aquella mujer no era de las que se desmayan por cualquier cosa. En un abrir y cerrar de ojos apareció una almohada debajo de la cabeza de la víctima, detalle en el que nadie había pensado. Catalina Ivanovna empezó a quitar ropa a su marido y a examinar las heridas. Sus manos se movían presurosas, pero conservaba la serenidad y se había olvidado de sí misma. Se mordía los trémulos labios para contener los gritos que pugnaban por salir de su boca.
Entre tanto, Raskolnikof envió en busca de un médico. Le habían dicho que vivía uno en la casa de al lado.
‑He enviado a buscar un médico ‑dijo a Catalina Ivanovna‑. No se inquiete usted; yo lo pago. ¿No tiene agua? Déme también una servilleta, una toalla, cualquier cosa, pero pronto. Nosotros no podemos juzgar hasta qué extremo son graves las heridas... Está herido, pero no muerto; se lo aseguro... Ya veremos qué dice el doctor.
Catalina Ivanovna corrió hacia la ventana. Allí había una silla desvencijada y, sobre ella, una cubeta de barro llena de agua. La había preparado para lavar por la noche la ropa interior de su marido y de sus hijos. Este trabajo nocturno lo hacía Catalina Ivanovna dos veces por semana cuando menos, e incluso con más frecuencia, pues la familia había llegado a tal grado de miseria, que ninguno de sus miembros tenía más de una muda. Y es que Catalina Ivanovna no podía sufrir la suciedad y, antes que verla en su casa, prefería trabajar hasta más allá del límite de sus fuerzas. Lavaba mientras todo el mundo dormía. Así podía tender la ropa y entregarla seca y limpia a la mañana siguiente a su esposo y a sus hijos.
Levantó la cubeta para llevársela a Raskolnikof, pero las fuerzas le fallaron y poco faltó para que cayera. Entre tanto, Raskolnikof había encontrado un trapo y, después de sumergirlo en el agua de la cubeta, lavó la ensangrentada cara de Marmeladof. Catalina Ivanovna permanecía de pie a su lado, respirando con dificultad. Se oprimía el pecho con las crispadas manos.
También ella tenía gran necesidad de cuidarse. Raskolnikof empezaba a decirse que tal vez había sido un error llevar al herido a su casa.
‑Polia ‑exclamó Catalina Ivanovna‑, corre a casa de Sonia y dile que a su padre le ha atropellado un coche y que venga en seguida. Si no estuviese en casa, dejas el recado a los Kapernaumof para que se lo den tan pronto como llegue. Anda, ve. Toma; ponte este pañuelo en la cabeza.
Entre tanto, la habitación se había ido llenando de curiosos de tal modo, que ya no cabía en ella ni un alfiler. Los agentes se habían marchado. Sólo había quedado uno que trataba de hacer retroceder al público hasta el rellano de la escalera. Pero, al mismo tiempo, los inquilinos de la señora Lipevechsel habían dejado sus habitaciones para aglomerarse en el umbral de la puerta interior y, al fin, irrumpieron en masa en la habitación del herido.
Catalina Ivanovna se enfureció.
‑¿Es que ni siquiera podéis dejar morir en paz a una persona? ‑gritó a la muchedumbre de curiosos‑. Esto es para vosotros un espectáculo, ¿verdad? ¡Y venís con el cigarrillo en la boca! ‑exclamó mientras empezaba a toser‑. Sólo os falta haber venido con el sombrero puesto... ¡Allí veo uno que lo lleva! ¡Respetad la muerte! ¡Es lo menos que podéis hacer!
La tos ahogó sus palabras, pero lo que ya había dicho produjo su efecto. Por lo visto, los habitantes de la casa la temían. Los vecinos se marcharon uno tras otro con ese extraño sentimiento de íntima satisfacción que ni siquiera el hombre más compasivo puede menos de experimentar ante la desgracia ajena, incluso cuando la víctima es un amigo estimado.
Una vez habían salido todos, se oyó decir a uno de ellos, tras la puerta ya cerrada, que para estos casos estaban los hospitales y que no había derecho a turbar la tranquilidad de una casa.
‑¡Pretender que no hay derecho a morir! ‑exclamó Catalina Ivanovna.
Y corrió hacia la puerta con ánimo de fulminar con su cólera a sus convecinos. Pero en el umbral se dio de manos a boca con la dueña de la casa en persona, la señora Lipevechsel, que acababa de enterarse de la desgracia y acudía para restablecer el orden en el departamento. Esta señora era una alemana que siempre andaba con enredos y chismes.
‑¡Ah, Señor! ¡Dios mío! ‑exclamó golpeando sus manos una contra otra‑. Su marido borracho. Atropellamiento por caballo. Al hospital, al hospital. Lo digo yo, la propietaria.
‑¡Óigame, Amalia Ludwigovna! Debe usted pensar las cosas antes de decirlas ‑comenzó Catalina Ivanovna con altivez (le hablaba siempre en este tono, con objeto de que aquella mujer no olvidara en ningún momento su elevada condición, y ni siquiera ahora pudo privarse de semejante placer)‑. Sí, Amalia Ludwigovna...
‑Ya le he dicho más de una vez que no me llamo Amalia Ludwigovna. Yo soy Amal Iván.
‑Usted no es Amal Iván, sino Amalia Ludwigovna, y como yo no formo parte de su corte de viles aduladores, tales como el señor Lebeziatnikof, que en este momento se está riendo detrás de la puerta ‑se oyó, en efecto, una risita socarrona detrás de la puerta y una voz que decía: «Se van a agarrar de las greñas»‑, la seguiré llamando Amalia Ludwigovna. Por otra parte, a decir verdad, no sé por qué razón le molesta que le den este nombre. Ya ve usted lo que le ha sucedido a Simón Zaharevitch. Está muriéndose. Le ruego que cierre esa puerta y no deje entrar a nadie. Que le permitan tan sólo morir en paz. De lo contrario, yo le aseguro que mañana mismo el gobernador general estará informado de su conducta. El príncipe me conoce desde casi mi infancia y se acuerda perfectamente de Simón Zaharevitch, al que ha hecho muchos favores. Todo el mundo sabe que Simón Zaharevitch ha tenido numerosos amigos y protectores. Él mismo, consciente de su debilidad y cediendo a un sentimiento de noble orgullo, se ha apartado de sus amistades. Sin embargo, hemos encontrado apoyo en este magnánimo joven ‑señalaba a Raskolnikof‑, que posee fortuna y excelentes relaciones y al que Simón Zaharevitch conocía desde su infancia. Y le aseguro a usted, Amalia Ludwigovna...
Todo esto fue dicho con precipitación creciente, pero un acceso de tos puso de pronto fin a la elocuencia de Catalina Ivanovna. En este momento, el moribundo recobró el conocimiento y lanzó un gemido. Su esposa corrió hacia él. Marmeladof había abierto los ojos y miraba con expresión inconsciente a Raskolnikof, que estaba inclinado sobre él. Su respiración era lenta y penosa; la sangre teñía las comisuras de sus labios, y su frente estaba cubierta de sudor. No reconoció al joven; sus ojos empezaron a errar febrilmente por toda la estancia. Catalina Ivanovna le dirigió una mirada triste y severa, y las lágrimas fluyeron de sus ojos.
‑¡Señor, tiene el pecho hundido! ¡Cuánta sangre! ¡Cuánta sangre! ‑exclamó en un tono de desesperación‑. Hay que quitarle las ropas. Vuélvete un poco, Simón Zaharevitch, si te es posible.
Marmeladof la reconoció.
‑Un sacerdote ‑pidió con voz ronca.
En medio de la calle había una elegante calesa con un tronco de dos vivos caballos grises de pura sangre. El carruaje estaba vacío. Incluso el cochero había dejado el pescante y estaba en pie junto al coche, sujetando a los caballos por el freno. Una nutrida multitud se apiñaba alrededor del vehículo, contenida por agentes de la policía. Uno de éstos tenía en la mano una linterna encendida y dirigía la luz hacia abajo para iluminar algo que había en el suelo, ante las ruedas. Todos hablaban a la vez. Se oían suspiros y fuertes voces. El cochero, aturdido, no cesaba de repetir:
‑¡Qué desgracia, Señor, qué desgracia!
Raskolnikof se abrió paso entre la gente, y entonces pudo ver lo que provocaba tanto alboroto y curiosidad. En la calzada yacía un hombre ensangrentado y sin conocimiento. Acababa de ser arrollado por los caballos. Aunque iba miserablemente vestido, llevaba ropas de burgués. La sangre fluía de su cabeza y de su rostro, que estaba hinchado y lleno de morados y heridas. Evidentemente, el accidente era grave.
‑¡Señor! ‑se lamentaba el cochero‑. ¡Bien sabe Dios que no he podido evitarlo! Si hubiese ido demasiado de prisa..., si no hubiese gritado... Pero iba poco a poco, a una marcha regular: todo el mundo lo ha visto. Y es que un hombre borracho no ve nada: esto lo sabemos todos. Lo veo cruzar la calle vacilando. Parece que va a caer. Le grito una vez, dos veces, tres veces. Después retengo los caballos, y él viene a caer precisamente bajo las herraduras. ¿Lo ha hecho expresamente o estaba borracho de verdad? Los caballos son jóvenes, espantadizos, y han echado a correr. Él ha empezado a gritar, y ellos se han lanzado a una carrera aún más desenfrenada. Así ha ocurrido la desgracia.
‑Es verdad que el cochero ha gritado más de una vez y muy fuerte ‑dijo una voz.
‑Tres veces exactamente ‑dijo otro‑. Todo el mundo le ha oído.
Por otra parte, el cochero no parecía muy preocupado por las consecuencias del accidente. El elegante coche pertenecía sin duda a un señor importante y rico que debía de estar esperándolo en alguna parte. Esta circunstancia había provocado la solicitud de los agentes. Era preciso conducir al herido al hospital, pero nadie sabía su nombre.
Raskolnikof consiguió situarse en primer término. Se inclinó hacia delante y su rostro se iluminó súbitamente: había reconocido a la víctima.
‑¡Yo lo conozco! ¡Yo lo conozco! ‑exclamó, abriéndose paso a codazos entre los que estaban delante de él‑. Es un antiguo funcionario: el consejero titular Marmeladof. Vive cerca de aquí, en el edificio Kozel. ¡Llamen en seguida a un médico! Yo lo pago. ¡Miren!
Sacó dinero del bolsillo y lo mostró a un agente. Era presa de una agitación extraordinaria.
Los agentes se alegraron de conocer la identidad de la víctima. Raskolnikof dio su nombre y su dirección e insistió con vehemencia en que transportaran al herido a su domicilio. No habría mostrado más interés si el atropellado hubiera sido su padre.
‑El edificio Kozel ‑dijo‑ está aquí mismo, tres casas más abajo. Kozel es un acaudalado alemán. Sin duda estaba bebido y trataba de llegar a su casa. Es un alcohólico... Tiene familia: mujer, hijos... Llevarlo al hospital sería una complicación. En el edificio Kozel debe de haber algún médico. ¡Yo lo pagaré! ¡Yo lo pagaré! En su casa le cuidarán. Si le llevan al hospital, morirá por el camino.
Incluso deslizó con disimulo unas monedas en la mano de uno de los agentes. Por otra parte, lo que él pedía era muy explicable y completamente legal. Había que proceder rápidamente. Se levantó al herido y almas caritativas se ofrecieron para transportarlo. El edificio Kozel estaba a unos treinta pasos del lugar donde se habia producido el accidente. Raskolnikof cerraba la marcha e indicaba el camino, mientras sostenía la cabeza del herido con grandes precauciones.
‑¡Por aquí! ¡Por aquí! Hay que llevar mucho cuidado cuando subamos la escalera. Hemos de procurar que su cabeza se mantenga siempre alta. Viren un poco... ¡Eso es...! ¡Yo pagaré...! No soy un ingrato...
En esos momentos, Catalina Ivanovna se entregaba a su costumbre, como siempre que disponía de un momento libre, de ir y venir por su reducida habitación, con los brazos cruzados sobre el pecho, tosiendo y hablando en voz alta.
Desde hacía algún tiempo, le gustaba cada vez más hablar con su hija mayor, Polenka, niña de diez años que, aunque incapaz de comprender muchas cosas, se daba perfecta cuenta de que su madre tenía gran necesidad de expansionarse. Por eso fijaba en ella sus grandes e inteligentes ojos y se esforzaba por aparentar que todo lo comprendía. En aquel momento, la niña se dedicaba a desnudar a su hermanito, que había estado malucho todo el día, para acostarlo. El niño estaba sentado en una silla, muy serio, esperando que le quitaran la camisa para lavarla durante la noche. Silencioso e inmóvil, había juntado y estirado sus piernecitas y, con los pies levantados, exhibiendo los talones, escuchaba lo que decían su madre y su hermana. Tenía los labios proyectados hacia fuera y los ojos muy abiertos. Su gesto de atención e inmovilidad era el propio de un niño bueno cuando se le está desnudando para acostarlo. Una niña menor que él, vestida con auténticos andrajos, esperaba su turno de pie junto al biombo. La puerta que daba a la escalera estaba abierta para dejar salir el humo de tabaco que llegaba de las habitaciones vecinas y que a cada momento provocaba en la pobre tísica largos y penosos accesos de tos. Catalina Ivanovna parecía haber adelgazado sólo en unos días, y las siniestras manchas rojas de sus mejillas parecían arder con un fuego más vivo.
‑Tal vez no me creas, Polenka ‑decía mientras medía con sus pasos la habitación‑, pero no puedes imaginarte la atmósfera de lujo y magnificencia que habia en casa de mis padres y hasta qué extremo este borracho me ha hundido en la miseria. También a vosotros os perderá. Mi padre tenía en el servicio civil un grado que correspondía al de coronel. Era ya casi gobernador; sólo tenía que dar un paso para llegar a serlo, y todo el mundo le decía: «Nosotros le consideramos ya como nuestro gobernador, Iván Mikhailovitch.» Cuando... ‑empezó a toser‑. ¡Maldita sea! ‑exclamó después de escupir y llevándose al pecho las crispadas manos‑. Pues cuando... Bueno, en el último baile ofrecido por el mariscal de la nobleza, la princesa Bezemelny, al verme... (ella fue la que me bendijo más tarde, en mi matrimonio con tu papá, Polia), pues bien, la princesa preguntó: «¿No es ésa la encantadora muchacha que bailó la danza del chal en la fiesta de clausura del Instituto...?» Hay que coser esta tela, Polenka. Mira qué boquete. Debiste coger la aguja y zurcirlo como yo te he enseñado, pues si se deja para mañana... ‑de nuevo tosió‑, mañana... ‑volvió a toser‑, ¡mañana el agujero será mayor! ‑gritó, a punto de ahogarse‑. El paje, el príncipe Chtchegolskoi, acababa de llegar de Petersburgo... Había bailado la mazurca conmigo y estaba dispuesto a pedir mi mano al día siguiente. Pero yo, después de darle las gracias en términos expresivos, le dije que mi corazón pertenecía desde hacía tiempo a otro. Este otro era tu padre, Polia. El mío estaba furioso... ¿Ya está? Dame esa camisa. ¿Y las medias...? Lida ‑dijo dirigiéndose a la niña más pequeña‑, esta noche dormirás sin camisa... Pon con ella las medias: lo lavaremos todo a la vez... ¡Y ese desharrapado, ese borracho, sin llegar! Su camisa está sucia y destrozada... Preferiría lavarlo todo junto, para no fatigarme dos noches seguidas... ¡Señor! ¿Más todavía? ‑exclamó, volviendo a toser y viendo que el vestíbulo estaba lleno de gente y que varias personas entraban en la habitación, transportando una especie de fardo‑. ¿Qué es eso, Señor? ¿Qué traen ahí?
‑¿Dónde lo ponemos? ‑preguntó el agente, dirigiendo una mirada en torno de él, cuando introdujeron en la pieza a Marmeladof, ensangrentado e inanimado.
‑En el diván; ponedlo en el diván ‑dijo Raskolnikof‑. Aquí. La cabeza a este lado.
‑¡Él ha tenido la culpa! ¡Estaba borracho! ‑gritó una voz entre la multitud.
Catalina Ivanovna estaba pálida como una muerta y respiraba con dificultad. La diminuta Lidotchka lanzó un grito, se arrojó en brazos de Polenka y se apretó contra ella con un temblor convulsivo.
Después de haber acostado a Marmeladof, Raskolnikof corrió hacia Catalina Ivanovna.
‑¡Por el amor de Dios, cálmese! ‑dijo con vehemencia‑. ¡No se asuste! Atravesaba la calle y un coche le ha atropellado. No se inquiete; pronto volverá en sí. Lo han traído aquí porque lo he dicho yo. Yo estuve ya una vez en esta casa, ¿recuerda? ¡Volverá en sí! ¡Yo lo pagaré todo!
‑¡Esto tenía que pasar! ‑exclamó Catalina Ivanovna, desesperada y abalanzándose sobre su marido.
Raskolnikof se dio cuenta en seguida de que aquella mujer no era de las que se desmayan por cualquier cosa. En un abrir y cerrar de ojos apareció una almohada debajo de la cabeza de la víctima, detalle en el que nadie había pensado. Catalina Ivanovna empezó a quitar ropa a su marido y a examinar las heridas. Sus manos se movían presurosas, pero conservaba la serenidad y se había olvidado de sí misma. Se mordía los trémulos labios para contener los gritos que pugnaban por salir de su boca.
Entre tanto, Raskolnikof envió en busca de un médico. Le habían dicho que vivía uno en la casa de al lado.
‑He enviado a buscar un médico ‑dijo a Catalina Ivanovna‑. No se inquiete usted; yo lo pago. ¿No tiene agua? Déme también una servilleta, una toalla, cualquier cosa, pero pronto. Nosotros no podemos juzgar hasta qué extremo son graves las heridas... Está herido, pero no muerto; se lo aseguro... Ya veremos qué dice el doctor.
Catalina Ivanovna corrió hacia la ventana. Allí había una silla desvencijada y, sobre ella, una cubeta de barro llena de agua. La había preparado para lavar por la noche la ropa interior de su marido y de sus hijos. Este trabajo nocturno lo hacía Catalina Ivanovna dos veces por semana cuando menos, e incluso con más frecuencia, pues la familia había llegado a tal grado de miseria, que ninguno de sus miembros tenía más de una muda. Y es que Catalina Ivanovna no podía sufrir la suciedad y, antes que verla en su casa, prefería trabajar hasta más allá del límite de sus fuerzas. Lavaba mientras todo el mundo dormía. Así podía tender la ropa y entregarla seca y limpia a la mañana siguiente a su esposo y a sus hijos.
Levantó la cubeta para llevársela a Raskolnikof, pero las fuerzas le fallaron y poco faltó para que cayera. Entre tanto, Raskolnikof había encontrado un trapo y, después de sumergirlo en el agua de la cubeta, lavó la ensangrentada cara de Marmeladof. Catalina Ivanovna permanecía de pie a su lado, respirando con dificultad. Se oprimía el pecho con las crispadas manos.
También ella tenía gran necesidad de cuidarse. Raskolnikof empezaba a decirse que tal vez había sido un error llevar al herido a su casa.
‑Polia ‑exclamó Catalina Ivanovna‑, corre a casa de Sonia y dile que a su padre le ha atropellado un coche y que venga en seguida. Si no estuviese en casa, dejas el recado a los Kapernaumof para que se lo den tan pronto como llegue. Anda, ve. Toma; ponte este pañuelo en la cabeza.
Entre tanto, la habitación se había ido llenando de curiosos de tal modo, que ya no cabía en ella ni un alfiler. Los agentes se habían marchado. Sólo había quedado uno que trataba de hacer retroceder al público hasta el rellano de la escalera. Pero, al mismo tiempo, los inquilinos de la señora Lipevechsel habían dejado sus habitaciones para aglomerarse en el umbral de la puerta interior y, al fin, irrumpieron en masa en la habitación del herido.
Catalina Ivanovna se enfureció.
‑¿Es que ni siquiera podéis dejar morir en paz a una persona? ‑gritó a la muchedumbre de curiosos‑. Esto es para vosotros un espectáculo, ¿verdad? ¡Y venís con el cigarrillo en la boca! ‑exclamó mientras empezaba a toser‑. Sólo os falta haber venido con el sombrero puesto... ¡Allí veo uno que lo lleva! ¡Respetad la muerte! ¡Es lo menos que podéis hacer!
La tos ahogó sus palabras, pero lo que ya había dicho produjo su efecto. Por lo visto, los habitantes de la casa la temían. Los vecinos se marcharon uno tras otro con ese extraño sentimiento de íntima satisfacción que ni siquiera el hombre más compasivo puede menos de experimentar ante la desgracia ajena, incluso cuando la víctima es un amigo estimado.
Una vez habían salido todos, se oyó decir a uno de ellos, tras la puerta ya cerrada, que para estos casos estaban los hospitales y que no había derecho a turbar la tranquilidad de una casa.
‑¡Pretender que no hay derecho a morir! ‑exclamó Catalina Ivanovna.
Y corrió hacia la puerta con ánimo de fulminar con su cólera a sus convecinos. Pero en el umbral se dio de manos a boca con la dueña de la casa en persona, la señora Lipevechsel, que acababa de enterarse de la desgracia y acudía para restablecer el orden en el departamento. Esta señora era una alemana que siempre andaba con enredos y chismes.
‑¡Ah, Señor! ¡Dios mío! ‑exclamó golpeando sus manos una contra otra‑. Su marido borracho. Atropellamiento por caballo. Al hospital, al hospital. Lo digo yo, la propietaria.
‑¡Óigame, Amalia Ludwigovna! Debe usted pensar las cosas antes de decirlas ‑comenzó Catalina Ivanovna con altivez (le hablaba siempre en este tono, con objeto de que aquella mujer no olvidara en ningún momento su elevada condición, y ni siquiera ahora pudo privarse de semejante placer)‑. Sí, Amalia Ludwigovna...
‑Ya le he dicho más de una vez que no me llamo Amalia Ludwigovna. Yo soy Amal Iván.
‑Usted no es Amal Iván, sino Amalia Ludwigovna, y como yo no formo parte de su corte de viles aduladores, tales como el señor Lebeziatnikof, que en este momento se está riendo detrás de la puerta ‑se oyó, en efecto, una risita socarrona detrás de la puerta y una voz que decía: «Se van a agarrar de las greñas»‑, la seguiré llamando Amalia Ludwigovna. Por otra parte, a decir verdad, no sé por qué razón le molesta que le den este nombre. Ya ve usted lo que le ha sucedido a Simón Zaharevitch. Está muriéndose. Le ruego que cierre esa puerta y no deje entrar a nadie. Que le permitan tan sólo morir en paz. De lo contrario, yo le aseguro que mañana mismo el gobernador general estará informado de su conducta. El príncipe me conoce desde casi mi infancia y se acuerda perfectamente de Simón Zaharevitch, al que ha hecho muchos favores. Todo el mundo sabe que Simón Zaharevitch ha tenido numerosos amigos y protectores. Él mismo, consciente de su debilidad y cediendo a un sentimiento de noble orgullo, se ha apartado de sus amistades. Sin embargo, hemos encontrado apoyo en este magnánimo joven ‑señalaba a Raskolnikof‑, que posee fortuna y excelentes relaciones y al que Simón Zaharevitch conocía desde su infancia. Y le aseguro a usted, Amalia Ludwigovna...
Todo esto fue dicho con precipitación creciente, pero un acceso de tos puso de pronto fin a la elocuencia de Catalina Ivanovna. En este momento, el moribundo recobró el conocimiento y lanzó un gemido. Su esposa corrió hacia él. Marmeladof había abierto los ojos y miraba con expresión inconsciente a Raskolnikof, que estaba inclinado sobre él. Su respiración era lenta y penosa; la sangre teñía las comisuras de sus labios, y su frente estaba cubierta de sudor. No reconoció al joven; sus ojos empezaron a errar febrilmente por toda la estancia. Catalina Ivanovna le dirigió una mirada triste y severa, y las lágrimas fluyeron de sus ojos.
‑¡Señor, tiene el pecho hundido! ¡Cuánta sangre! ¡Cuánta sangre! ‑exclamó en un tono de desesperación‑. Hay que quitarle las ropas. Vuélvete un poco, Simón Zaharevitch, si te es posible.
Marmeladof la reconoció.
‑Un sacerdote ‑pidió con voz ronca.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
Catalina Ivanovna se fue hacia la ventana, apoyó la frente en el cristal y exclamó, desesperada:
‑¡Ah, vida tres veces maldita!
‑Un sacerdote ‑repitió el moribundo, tras una breve pausa.
‑¡Silencio! ‑le dijo Catalina Ivanovna.
Él, obediente, se calló. Sus ojos buscaron a su mujer con una expresión tímida y ansiosa. Ella había vuelto junto a él y estaba a su cabecera. El herido se calmó, pero sólo momentáneamente. Pronto sus ojos se fijaron en la pequeña Lidotchka, su preferida, que temblaba convulsivamente en un rincón y le miraba sin pestañear, con una expresión de asombro en sus grandes ojos.
Marmeladof emitió unos sonidos imperceptibles mientras señalaba a la niña, visiblemente inquieto. Era evidente que quería decir algo.
‑¿Qué quieres? ‑le preguntó Catalina Ivanovna.
‑Va descalza, va descalza ‑murmuró el herido, fijando su mirada casi inconsciente en los desnudos piececitos de la niña.
‑¡Calla! ‑gritó Catalina Ivanovna, irritada‑. Bien sabes por qué va descalza.
‑¡Bendito sea Dios! ¡Aquí está el médico! ‑exclamó Raskolnikof alegremente.
Entró el doctor, un viejecito alemán, pulcramente vestido, que dirigió en torno de él una mirada de desconfianza. Se acercó al herido, le tomó el pulso, examinó atentamente su cabeza y después, con ayuda de Catalina Ivanovna, le desabrochó la camisa, empapada en sangre. Al descubrir su pecho, pudo verse que estaba todo magullado y lleno de heridas. A la derecha tenía varias costillas rotas; a la izquierda, en el lugar del corazón, se veía una extensa mancha de color amarillo negruzco y aspecto horrible. Esta mancha era la huella de una violenta patada del caballo. El semblante del médico se ensombreció. El agente de policía le había explicado ya que aquel hombre había quedado prendido a la rueda de un coche y que el vehículo le había llevado a rastras unos treinta pasos.
‑Es inexplicable ‑dijo el médico en voz baja a Raskolnikof‑ que no haya quedado muerto en el acto.
‑En definitiva, ¿cuál es su opinión?
‑Morirá dentro de unos instantes.
‑Entonces, ¿no hay esperanza?
‑Ni la más mínima... Está a punto de lanzar su último suspiro... Tiene en la cabeza una herida gravísima... Se podría intentar una sangría, pero, ¿para qué, si no ha de servir de nada? Dentro de cinco o seis minutos como máximo, habrá muerto.
‑Le ruego que pruebe a sangrarlo.
‑Lo haré, pero ya le he dicho que no producirá ningún efecto, absolutamente ninguno.
En esto se oyó un nuevo ruido de pasos. La multitud que llenaba el vestíbulo se apartó y apareció un sacerdote de cabellos blancos. Venía a dar la extremaunción al moribundo. Le seguía un agente de la policía. El doctor le cedió su puesto, después de haber cambiado con él una mirada significativa. Raskolnikof rogó al médico que no se marchara todavía. El doctor accedió, encogiéndose de hombros.
Se apartaron todos del herido. La confesión fue breve. El moribundo no podía comprender nada. Lo único que podía hacer era emitir confusos e inarticulados sonidos.
Catalina Ivanovna se llevó a Lidotchka y al niño a un rincón ‑el de la estufa‑ y allí se arrodilló con ellos. La niña no hacía más que temblar. El pequeñuelo, descansando con la mayor tranquilidad sobre sus desnudas rodillitas, levantaba su diminuta mano y hacía grandes signos de la cruz y profundas reverencias. Catalina Ivanovna se mordía los labios y contenía las lágrimas. Ella también rezaba y entre tanto, arreglaba de vez en cuando la camisa de su hijito. Luego echó sobre los desnudos hombros de la niña un pañuelo que sacó de la cómoda sin moverse de donde estaba.
Los curiosos habían abierto de nuevo las puertas de comunicación. En el vestíbulo se hacinaba una multitud cada vez más compacta de espectadores. Todos los habitantes de la casa estaban allí reunidos, pero ninguno pasaba del umbral. La escena no recibía más luz que la de un cabo de vela.
En este momento, Polenka, la niña que había ido en busca de su hermana, se abrió paso entre la multitud. Entró en la habitación, jadeando a causa de su carrera, se quitó el pañuelo de la cabeza, buscó a su madre con la vista, se acercó a ella y le dijo:
‑Ya viene. La he encontrado en la calle.
Su madre la hizo arrodillar a su lado.
En esto, una muchacha se deslizó tímidamente y sin ruido a través de la muchedumbre. Su aparición en la estancia, entre la miseria, los harapos, la muerte y la desesperación, ofreció un extraño contraste. Iba vestida pobremente, pero en su barata vestimenta había ese algo de elegancia chillona propio de cierta clase de mujeres y que revela a primera vista su condición.
Sonia se detuvo en el umbral y, con los ojos desorbitados, empezó a pasear su mirada por la habitación. Su semblante tenía la expresión de la persona que no se da cuenta de nada. No pensaba en que su vestido de seda, procedente de una casa de compraventa, estaba fuera de lugar en aquella habitación, con su cola desmesurada, su enorme miriñaque, que ocupaba toda la anchura de la puerta, y sus llamativos colores. No pensaba en sus botines, de un tono claro, ni en su sombrilla, que había cogido a pesar de que en la oscuridad de la noche no tenía utilidad alguna, ni en su ridículo sombrero de paja, adornado con una pluma de un rojo vivo. Bajo este sombrero, ladinamente inclinado, se percibía una carita pálida, enfermiza, asustada, con la boca entreabierta y los ojos inmovilizados por el terror.
Sonia tenía dieciocho años. Era menuda, delgada, rubia y muy bonita; sus azules ojos eran maravillosos. Miraba fijamente el lecho del herido y al sacerdote, sin alientos, como su hermanita, a causa de la carrera. Al fin algunas palabras murmuradas por los curiosos debieron de sacarla de su estupor. Entonces bajó los ojos, cruzó el umbral y se detuvo cerca de la puerta.
El moribundo acababa de recibir la extremaunción. Catalina Ivanovna se acercó al lecho de su esposo. El sacerdote se apartó y antes de retirarse se creyó en el deber de dirigir unas palabras de consuelo a Catalina Ivanovna.
‑¿Qué será de estas criaturas? ‑le interrumpió ella, con un gesto de desesperación, mostrándole a sus hijos.
‑Dios es misericordioso. Confíe usted en la ayuda del Altísimo.
‑¡Sí, sí! Misericordioso, pero no para nosotros.
‑Es un pecado hablar así, señora, un gran pecado ‑dijo el pope sacudiendo la cabeza.
‑¿Y esto no es un pecado? ‑exclamó Catalina Ivanovna, señalando al agonizante.
‑Acaso los que involuntariamente han causado su muerte ofrezcan a usted una indemnización, para reparar, cuando menos, los perjuicios materiales que le han ocasionado al privarla de su sostén.
‑¡No me comprende usted! ‑exclamó Catalina Ivanovna con una mezcla de irritación y desaliento‑. ¿Por qué me han de indemnizar? Ha sido él el que, en su inconsciencia de borracho, se ha arrojado bajo las patas de los caballos. Por otra parte, ¿de qué sostén habla usted? Él no era un sostén para nosotros, sino una tortura. Se lo bebía todo. Se llevaba el dinero de la casa para malgastarlo en la taberna. Se bebía nuestra sangre. Su muerte ha sido para nosotros una ventura, una economía.
‑Hay que perdonar al que muere. Esos sentimientos son un pecado, señora, un gran pecado.
Mientras hablaba con el pope, Catalina Ivanovna no cesaba de atender a su marido. Le enjugaba el sudor y la sangre que manaban de su cabeza, le arreglaba las almohadas, le daba de beber, todo ello sin dirigir ni una mirada a su interlocutor. La última frase del sacerdote la llenó de ira.
‑Padre, eso son palabras y nada más que palabras... ¡Perdonar...! Si no le hubiesen atropellado, esta noche habría vuelto borracho, llevando sobre su cuerpo la única camisa que tiene, esa camisa vieja y sucia, y se habría echado en la cama bonitamente para roncar, mientras yo habría tenido que estar trajinando toda la noche. Habría tenido que lavar sus harapos y los de los niños; después, ponerlos a secar en la ventana, y, finalmente, apenas apuntara el día, los habría tenido que remendar. ¡Así habría pasado yo la noche! No, no quiero oír hablar de perdón... Además, ya le he perdonado.
Un violento ataque de tos le impidió continuar. Escupió en su pañuelo y se lo mostró al sacerdote con una mano mientras con la otra se apretaba el pecho convulsivamente. El pañuelo estaba manchado de sangre.
El sacerdote bajó la cabeza y nada dijo.
Marmeladof agonizaba. No apartaba los ojos de Catalina Ivanovna, que se había inclinado nuevamente sobre él. El moribundo quería decir algo a su esposa y movía la lengua, pero de su boca no salían sino sonidos inarticulados. Catalina Ivanovna, comprendiendo que quería pedirle perdón, le gritó con acento imperioso:
‑¡Calla! No hace falta que digas nada. Ya sé lo que quieres decirme.
El agonizante renunció a hablar, pero en este momento su errante mirada se dirigió a la puerta y descubrió a Sonia. Marmeladof no había advertido aún su presencia, pues la joven estaba arrodillada en un rincón oscuro.
‑¿Quién es? ¿Quién es? ‑preguntó ansiosamente, con voz ahogada y ronca, indicando con los ojos, que expresaban una especie de horror, la puerta donde se hallaba su hija. Al mismo tiempo intentó incorporarse.
‑¡Quieto! ¡Quieto! ‑exclamó Catalina Ivanovna.
Pero él, con un esfuerzo sobrehumano, consiguió incorporarse y permanecer unos momentos apoyado sobre sus manos. Entonces observó a su hija con amarga expresión, fijos y muy abiertos los ojos. Parecía no reconocerla. Jamás la había visto vestida de aquel modo. Allí estaba Sonia, insignificante, desesperada, avergonzada bajo sus oropeles, esperando humildemente que le llegara el turno de decir adiós a su padre. De súbito, el rostro de Marmeladof expresó un dolor infinito.
‑¡Sonia, hija mía, perdóname! ‑exclamó.
Y al intentar tender sus brazos hacia ella, perdió su punto de apoyo y cayó pesadamente del diván, quedando con la faz contra el suelo. Todos se apresuraron a recogerlo y a depositarlo nuevamente en el diván. Pero aquello era ya el fin. Sonia lanzó un débil grito, abrazó a su padre y quedó como petrificada, con el cuerpo inanimado entre sus brazos. Así murió Marmeladof.
‑¡Ah, vida tres veces maldita!
‑Un sacerdote ‑repitió el moribundo, tras una breve pausa.
‑¡Silencio! ‑le dijo Catalina Ivanovna.
Él, obediente, se calló. Sus ojos buscaron a su mujer con una expresión tímida y ansiosa. Ella había vuelto junto a él y estaba a su cabecera. El herido se calmó, pero sólo momentáneamente. Pronto sus ojos se fijaron en la pequeña Lidotchka, su preferida, que temblaba convulsivamente en un rincón y le miraba sin pestañear, con una expresión de asombro en sus grandes ojos.
Marmeladof emitió unos sonidos imperceptibles mientras señalaba a la niña, visiblemente inquieto. Era evidente que quería decir algo.
‑¿Qué quieres? ‑le preguntó Catalina Ivanovna.
‑Va descalza, va descalza ‑murmuró el herido, fijando su mirada casi inconsciente en los desnudos piececitos de la niña.
‑¡Calla! ‑gritó Catalina Ivanovna, irritada‑. Bien sabes por qué va descalza.
‑¡Bendito sea Dios! ¡Aquí está el médico! ‑exclamó Raskolnikof alegremente.
Entró el doctor, un viejecito alemán, pulcramente vestido, que dirigió en torno de él una mirada de desconfianza. Se acercó al herido, le tomó el pulso, examinó atentamente su cabeza y después, con ayuda de Catalina Ivanovna, le desabrochó la camisa, empapada en sangre. Al descubrir su pecho, pudo verse que estaba todo magullado y lleno de heridas. A la derecha tenía varias costillas rotas; a la izquierda, en el lugar del corazón, se veía una extensa mancha de color amarillo negruzco y aspecto horrible. Esta mancha era la huella de una violenta patada del caballo. El semblante del médico se ensombreció. El agente de policía le había explicado ya que aquel hombre había quedado prendido a la rueda de un coche y que el vehículo le había llevado a rastras unos treinta pasos.
‑Es inexplicable ‑dijo el médico en voz baja a Raskolnikof‑ que no haya quedado muerto en el acto.
‑En definitiva, ¿cuál es su opinión?
‑Morirá dentro de unos instantes.
‑Entonces, ¿no hay esperanza?
‑Ni la más mínima... Está a punto de lanzar su último suspiro... Tiene en la cabeza una herida gravísima... Se podría intentar una sangría, pero, ¿para qué, si no ha de servir de nada? Dentro de cinco o seis minutos como máximo, habrá muerto.
‑Le ruego que pruebe a sangrarlo.
‑Lo haré, pero ya le he dicho que no producirá ningún efecto, absolutamente ninguno.
En esto se oyó un nuevo ruido de pasos. La multitud que llenaba el vestíbulo se apartó y apareció un sacerdote de cabellos blancos. Venía a dar la extremaunción al moribundo. Le seguía un agente de la policía. El doctor le cedió su puesto, después de haber cambiado con él una mirada significativa. Raskolnikof rogó al médico que no se marchara todavía. El doctor accedió, encogiéndose de hombros.
Se apartaron todos del herido. La confesión fue breve. El moribundo no podía comprender nada. Lo único que podía hacer era emitir confusos e inarticulados sonidos.
Catalina Ivanovna se llevó a Lidotchka y al niño a un rincón ‑el de la estufa‑ y allí se arrodilló con ellos. La niña no hacía más que temblar. El pequeñuelo, descansando con la mayor tranquilidad sobre sus desnudas rodillitas, levantaba su diminuta mano y hacía grandes signos de la cruz y profundas reverencias. Catalina Ivanovna se mordía los labios y contenía las lágrimas. Ella también rezaba y entre tanto, arreglaba de vez en cuando la camisa de su hijito. Luego echó sobre los desnudos hombros de la niña un pañuelo que sacó de la cómoda sin moverse de donde estaba.
Los curiosos habían abierto de nuevo las puertas de comunicación. En el vestíbulo se hacinaba una multitud cada vez más compacta de espectadores. Todos los habitantes de la casa estaban allí reunidos, pero ninguno pasaba del umbral. La escena no recibía más luz que la de un cabo de vela.
En este momento, Polenka, la niña que había ido en busca de su hermana, se abrió paso entre la multitud. Entró en la habitación, jadeando a causa de su carrera, se quitó el pañuelo de la cabeza, buscó a su madre con la vista, se acercó a ella y le dijo:
‑Ya viene. La he encontrado en la calle.
Su madre la hizo arrodillar a su lado.
En esto, una muchacha se deslizó tímidamente y sin ruido a través de la muchedumbre. Su aparición en la estancia, entre la miseria, los harapos, la muerte y la desesperación, ofreció un extraño contraste. Iba vestida pobremente, pero en su barata vestimenta había ese algo de elegancia chillona propio de cierta clase de mujeres y que revela a primera vista su condición.
Sonia se detuvo en el umbral y, con los ojos desorbitados, empezó a pasear su mirada por la habitación. Su semblante tenía la expresión de la persona que no se da cuenta de nada. No pensaba en que su vestido de seda, procedente de una casa de compraventa, estaba fuera de lugar en aquella habitación, con su cola desmesurada, su enorme miriñaque, que ocupaba toda la anchura de la puerta, y sus llamativos colores. No pensaba en sus botines, de un tono claro, ni en su sombrilla, que había cogido a pesar de que en la oscuridad de la noche no tenía utilidad alguna, ni en su ridículo sombrero de paja, adornado con una pluma de un rojo vivo. Bajo este sombrero, ladinamente inclinado, se percibía una carita pálida, enfermiza, asustada, con la boca entreabierta y los ojos inmovilizados por el terror.
Sonia tenía dieciocho años. Era menuda, delgada, rubia y muy bonita; sus azules ojos eran maravillosos. Miraba fijamente el lecho del herido y al sacerdote, sin alientos, como su hermanita, a causa de la carrera. Al fin algunas palabras murmuradas por los curiosos debieron de sacarla de su estupor. Entonces bajó los ojos, cruzó el umbral y se detuvo cerca de la puerta.
El moribundo acababa de recibir la extremaunción. Catalina Ivanovna se acercó al lecho de su esposo. El sacerdote se apartó y antes de retirarse se creyó en el deber de dirigir unas palabras de consuelo a Catalina Ivanovna.
‑¿Qué será de estas criaturas? ‑le interrumpió ella, con un gesto de desesperación, mostrándole a sus hijos.
‑Dios es misericordioso. Confíe usted en la ayuda del Altísimo.
‑¡Sí, sí! Misericordioso, pero no para nosotros.
‑Es un pecado hablar así, señora, un gran pecado ‑dijo el pope sacudiendo la cabeza.
‑¿Y esto no es un pecado? ‑exclamó Catalina Ivanovna, señalando al agonizante.
‑Acaso los que involuntariamente han causado su muerte ofrezcan a usted una indemnización, para reparar, cuando menos, los perjuicios materiales que le han ocasionado al privarla de su sostén.
‑¡No me comprende usted! ‑exclamó Catalina Ivanovna con una mezcla de irritación y desaliento‑. ¿Por qué me han de indemnizar? Ha sido él el que, en su inconsciencia de borracho, se ha arrojado bajo las patas de los caballos. Por otra parte, ¿de qué sostén habla usted? Él no era un sostén para nosotros, sino una tortura. Se lo bebía todo. Se llevaba el dinero de la casa para malgastarlo en la taberna. Se bebía nuestra sangre. Su muerte ha sido para nosotros una ventura, una economía.
‑Hay que perdonar al que muere. Esos sentimientos son un pecado, señora, un gran pecado.
Mientras hablaba con el pope, Catalina Ivanovna no cesaba de atender a su marido. Le enjugaba el sudor y la sangre que manaban de su cabeza, le arreglaba las almohadas, le daba de beber, todo ello sin dirigir ni una mirada a su interlocutor. La última frase del sacerdote la llenó de ira.
‑Padre, eso son palabras y nada más que palabras... ¡Perdonar...! Si no le hubiesen atropellado, esta noche habría vuelto borracho, llevando sobre su cuerpo la única camisa que tiene, esa camisa vieja y sucia, y se habría echado en la cama bonitamente para roncar, mientras yo habría tenido que estar trajinando toda la noche. Habría tenido que lavar sus harapos y los de los niños; después, ponerlos a secar en la ventana, y, finalmente, apenas apuntara el día, los habría tenido que remendar. ¡Así habría pasado yo la noche! No, no quiero oír hablar de perdón... Además, ya le he perdonado.
Un violento ataque de tos le impidió continuar. Escupió en su pañuelo y se lo mostró al sacerdote con una mano mientras con la otra se apretaba el pecho convulsivamente. El pañuelo estaba manchado de sangre.
El sacerdote bajó la cabeza y nada dijo.
Marmeladof agonizaba. No apartaba los ojos de Catalina Ivanovna, que se había inclinado nuevamente sobre él. El moribundo quería decir algo a su esposa y movía la lengua, pero de su boca no salían sino sonidos inarticulados. Catalina Ivanovna, comprendiendo que quería pedirle perdón, le gritó con acento imperioso:
‑¡Calla! No hace falta que digas nada. Ya sé lo que quieres decirme.
El agonizante renunció a hablar, pero en este momento su errante mirada se dirigió a la puerta y descubrió a Sonia. Marmeladof no había advertido aún su presencia, pues la joven estaba arrodillada en un rincón oscuro.
‑¿Quién es? ¿Quién es? ‑preguntó ansiosamente, con voz ahogada y ronca, indicando con los ojos, que expresaban una especie de horror, la puerta donde se hallaba su hija. Al mismo tiempo intentó incorporarse.
‑¡Quieto! ¡Quieto! ‑exclamó Catalina Ivanovna.
Pero él, con un esfuerzo sobrehumano, consiguió incorporarse y permanecer unos momentos apoyado sobre sus manos. Entonces observó a su hija con amarga expresión, fijos y muy abiertos los ojos. Parecía no reconocerla. Jamás la había visto vestida de aquel modo. Allí estaba Sonia, insignificante, desesperada, avergonzada bajo sus oropeles, esperando humildemente que le llegara el turno de decir adiós a su padre. De súbito, el rostro de Marmeladof expresó un dolor infinito.
‑¡Sonia, hija mía, perdóname! ‑exclamó.
Y al intentar tender sus brazos hacia ella, perdió su punto de apoyo y cayó pesadamente del diván, quedando con la faz contra el suelo. Todos se apresuraron a recogerlo y a depositarlo nuevamente en el diván. Pero aquello era ya el fin. Sonia lanzó un débil grito, abrazó a su padre y quedó como petrificada, con el cuerpo inanimado entre sus brazos. Así murió Marmeladof.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
‑¡Tenía que suceder! ‑exclamó Catalina Ivanovna mirando al cadáver de su marido‑. ¿Qué haré ahora? ¿Cómo te enterraré? ¿Y cómo daré de comer mañana a mis hijos?
Raskolnikof se acercó a ella.
‑Catalina Ivanovna ‑le dijo‑, la semana pasada, su difunto esposo me contó la historia de su vida y todos los detalles de su situación. Le aseguro que hablaba de usted con la veneración más entusiasta. Desde aquella noche en que vi cómo les quería a todos ustedes, a pesar de sus flaquezas, y, sobre todo, cómo la respetaba y la amaba a usted, Catalina Ivanovna, me consideré amigo suyo. Permítame, pues, que ahora la ayude a cumplir sus últimos deberes con mi difunto amigo. Tenga..., veinticinco rublos. Tal vez este dinero pueda serle útil... Y yo..., en fin, ya volveré... Sí, volveré seguramente mañana... Adiós. Ya nos veremos.
Salió a toda prisa de la habitación, se abrió paso vivamente entre la multitud que obstruía el rellano de la escalera, y se dio de manos a boca con Nikodim Fomitch, que había sido informado del accidente y había decidido realizar personalmente las diligencias de rigor. No se habían visto desde la visita de Raskolnikof a la comisaría, pero Nikodim Fomitch lo reconoció al punto.
‑¿Usted aquí? ‑exclamó.
‑Sí ‑repuso Raskolnikof‑. Han venido un médico y un sacerdote. No le ha faltado nada. No moleste demasiado a la pobre viuda: está enferma del pecho. Reconfórtela si le es posible... Usted tiene buenos sentimientos, no me cabe duda ‑y, al decir esto, le miraba irónicamente.
‑Va usted manchado de sangre ‑dijo Nikodim Fomitch, al ver, a la luz del mechero de gas, varias manchas frescas en el chaleco de Raskolnikof.
‑Sí, la sangre ha corrido sobre mí. Todo mi cuerpo está cubierto de sangre.
Dijo esto con un aire un tanto extraño. Después sonrió, saludó y empezó a bajar la escalera.
Iba lentamente, sin apresurarse, inconsciente de la fiebre que le abrasaba, poseído de una única e infinita sensación de nueva y potente vida que fluía por todo su ser. Aquella sensación sólo podía compararse con la que experimenta un condenado a muerte que recibe de pronto el indulto.
Al llegar a la mitad de la escalera fue alcanzado por el pope, que iba a entrar en su casa. Raskolnikof se apartó para dejarlo pasar. Cambiaron un saludo en silencio. Cuando llegaba a los últimos escalones, Raskolnikof oyó unos pasos apresurados a sus espaldas. Alguien trataba de darle alcance. Era Polenka. La niña corría tras él y le gritaba:
‑¡Oiga, oiga!
Raskolnikof se volvió. Polenka siguió bajando y se detuvo cuando sólo la separaba de él un escalón. Un rayo de luz mortecina llegaba del patio. Raskolnikof observó la escuálida pero linda carita que le sonreía y le miraba con alegría infantil. Era evidente que cumplía encantada la comisión que le habían encomendado.
‑Escuche: ¿cómo se llama usted...? ¡Ah!, ¿y dónde vive? ‑preguntó precipitadamente, con voz entrecortada.
Él apoyó sus manos en los hombros de la niña y la miró con una expresión de felicidad. Ni él mismo sabía por qué se sentía tan profundamente complacido al contemplar a Polenka así.
‑¿Quién te ha enviado?
‑Mi hermana Sonia ‑respondió la niña, sonriendo más alegremente aún que antes.
‑Lo sabía, estaba seguro de que te había mandado Sonia.
‑Y mamá también. Cuando mi hermana me estaba dando el recado, mamá se ha acercado y me ha dicho: «¡Corre, Polenka!»
‑¿Quieres mucho a Sonia?
‑La quiero más que a nadie ‑repuso la niña con gran firmeza. Y su sonrisa cobró cierta gravedad.
‑¿Y a mí? ¿Me querrás?
La niña, en vez de contestarle, acercó a él su carita, contrayendo y adelantando los labios para darle un beso. De súbito, aquellos bracitos delgados como cerillas rodearon el cuello de Raskolnikof fuertemente, muy fuertemente, y Polenka, apoyando su infantil cabecita en el hombro del joven, rompió a llorar, apretándose cada vez más contra él.
‑¡Pobre papá! ‑exclamó poco después, alzando su rostro bañado en lágrimas, que secaba con sus manos‑. No se ven más que desgracias ‑añadió inesperadamente, con ese aire especialmente grave que adoptan los niños cuando quieren hablar como las personas mayores.
‑¿Os quería vuestro padre?
‑A la que más quería era a Lidotchka ‑dijo Polenka con la misma gravedad y ya sin sonreír‑, porque es la más pequeña y está siempre enferma. A ella le traía regalos y a nosotras nos enseñaba a leer, y también la gramática y el catecismo ‑añadió con cierta arrogancia‑. Mamá no decía nada, pero nosotros sabíamos que esto le gustaba, y papá también lo sabía; y ahora mamá quiere que aprenda francés, porque dice que ya tengo edad para empezar a estudiar.
‑¿Y las oraciones? ¿Las sabéis?
‑¡Claro! Hace ya mucho tiempo. Yo, como soy ya mayor, rezo bajito y sola, y Kolia y Lidotchka rezan en voz alta con mamá. Primero dicen la oración a la Virgen, después otra: «Señor, perdona a nuestro otro papá y bendícelo.» Porque nuestro primer papá se murió, y éste era el segundo, y nosotros rezábamos también por el primero.
‑Poletchka, yo me llamo Rodion. Nómbrame también alguna vez en tus oraciones... «Y también a tu siervo Rodion...» Basta con esto.
‑Toda mi vida rezaré por usted ‑respondió calurosamente la niña.
Y de pronto se echó a reír, se arrojó sobre Raskolnikof y otra vez le rodeó el cuello con los brazos.
Raskolnikof le dio su nombre y su dirección y le prometió volver al día siguiente. La niña se separó de él entusiasmada. Ya eran más de las diez cuando el joven salió de la casa. Cinco minutos después se hallaba en el puente, en el lugar desde donde la mujer se había arrojado al agua.
«¡Basta! ‑se dijo en tono solemne y enérgico‑. ¡Atrás los espejismos, los vanos terrores, los espectros...! La vida está conmigo... ¿Acaso no la he sentido hace un momento? Mi vida no ha terminado con la de la vieja. Que Dios la tenga en la gloria. ¡Ya era hora de que descansara! Hoy empieza el reinado de la razón, de la luz, de la voluntad, de la energía... Pronto se verá...»
Lanzó esta exclamación con arrogancia, como desafiando a algún poder oculto y maléfico.
«¡Y pensar que estaba dispuesto a contentarme con la plataforma rocosa rodeada de abismos!
»Estoy muy débil, pero me siento curado... Yo sabía que esto había de suceder, lo he sabido desde el momento en que he salido de casa... A propósito: el edificio Potchinkof está a dos pasos de aquí. Iré a casa de Rasumikhine. Habría ido aunque hubiese tenido que andar mucho más... Dejémosle ganar la apuesta y divertirse. ¿Qué importa eso...? ¡Ah!, hay que tener fuerzas, fuerzas... Sin fuerzas no puede uno hacer nada. Y estas fuerzas hay que conseguirlas por la fuerza. Esto es lo que ellos no saben.»
Pronunció estas últimas palabras con un gesto de resolución, pero arrastrando penosamente los pies. Su orgullo crecía por momentos. Un gran cambio en el modo de ver las cosas se estaba operando en el fondo de su ser. Pero ¿qué había ocurrido? Sólo un suceso extraordinario había podido producir en su alma, sin que él lo advirtiera, semejante cambio. Era como el náufrago que se aferra a la más endeble rama flotante. Estaba convencido de que podía vivir, de que «su vida no había terminado con la de la vieja». Era un juicio tal vez prematuro, pero él no se daba cuenta.
«Sin embargo ‑recordó de pronto‑, he encargado que recen por el siervo Rodion. Es una medida de precaución muy atinada.»
Y se echó a reír ante semejante puerilidad. Estaba de un humor excelente.
Le fue fácil encontrar la habitación de Rasumikhine, pues el nuevo inquilino ya era conocido en la casa y el portero le indicó inmediatamente dónde estaba el departamento de su amigo. Aún no había llegado a la mitad de la escalera y ya oyó el bullicio de una reunión numerosa y animada. La puerta del piso estaba abierta y a oídos de Raskolnikof llegaron fuertes voces de gente que discutía. La habitación de Rasumikhine era espaciosa. En ella había unas quince personas. Raskolnikof se detuvo en el vestíbulo. Dos sirvientes de la patrona estaban muy atareados junto a dos grandes samovares rodeados de botellas, fuentes y platos llenos de entremeses y pastelillos procedentes de casa de la dueña del piso. Raskolnikof preguntó por Rasumikhine, que acudió al punto con gran alegría. Se veía inmediatamente que Rasumikhine había bebido sin tasa y, aunque de ordinario no había medio de embriagarle, era evidente que ahora estaba algo mareado.
‑Escucha ‑le dijo con vehemencia Raskolnikof‑. He venido a decirte que has ganado la apuesta y que, en efecto, nadie puede predecir lo que hará. En cuanto a entrar, no me es posible: estoy tan débil, que me parece que voy a caer de un momento a otro. Por lo tanto, adiós. Ven a verme mañana.
‑¿Sabes lo que voy a hacer? Acompañarte a tu casa. Cuando tú dices que estás débil...
‑¿Y tus invitados...? Oye, ¿quién es ese de cabello rizado que acaba de asomar la cabeza?
‑¿Ése? ¡Cualquiera sabe! Tal vez un amigo de mi tío... O alguien que ha venido sin invitación... Dejaré a los invitados con mi tío. Es un hombre extraordinario. Es una pena que no puedas conocerle... Además, ¡que se vayan todos al diablo! Ahora se burlan de mí. Necesito refrescarme. Has llegado oportunamente, querido. Si tardas diez minutos más, me pego con alguien, palabra de honor. ¡Qué cosas tan absurdas dicen! No te puedes imaginar lo que es capaz de inventar la mente humana. Pero ahora pienso que sí que te lo puedes imaginar. ¿Acaso no mentimos nosotros? Dejémoslos que mientan: no acabarán con las mentiras... Espera un momento: voy a traerte a Zosimof.
Zosimof se precipitó sobre Raskolnikof ávidamente. Su rostro expresaba una profunda curiosidad, pero esta expresión se desvaneció muy pronto.
‑Debe ir a acostarse inmediatamente ‑dijo, después de haber examinado a su paciente‑, y tomará usted, antes de irse a la cama, uno de estos sellos que le he preparado. ¿Lo tomará?
‑Como si quiere usted que tome dos.
El sello fue ingerido en el acto.
‑Haces bien en acompañarlo a casa ‑dijo Zosimof a Rasumikhine‑. Ya veremos cómo va la cosa mañana. Pero por hoy no estoy descontento. Observo una gran mejoría. Esto demuestra que no hay mejor maestro que la experiencia.
Raskolnikof se acercó a ella.
‑Catalina Ivanovna ‑le dijo‑, la semana pasada, su difunto esposo me contó la historia de su vida y todos los detalles de su situación. Le aseguro que hablaba de usted con la veneración más entusiasta. Desde aquella noche en que vi cómo les quería a todos ustedes, a pesar de sus flaquezas, y, sobre todo, cómo la respetaba y la amaba a usted, Catalina Ivanovna, me consideré amigo suyo. Permítame, pues, que ahora la ayude a cumplir sus últimos deberes con mi difunto amigo. Tenga..., veinticinco rublos. Tal vez este dinero pueda serle útil... Y yo..., en fin, ya volveré... Sí, volveré seguramente mañana... Adiós. Ya nos veremos.
Salió a toda prisa de la habitación, se abrió paso vivamente entre la multitud que obstruía el rellano de la escalera, y se dio de manos a boca con Nikodim Fomitch, que había sido informado del accidente y había decidido realizar personalmente las diligencias de rigor. No se habían visto desde la visita de Raskolnikof a la comisaría, pero Nikodim Fomitch lo reconoció al punto.
‑¿Usted aquí? ‑exclamó.
‑Sí ‑repuso Raskolnikof‑. Han venido un médico y un sacerdote. No le ha faltado nada. No moleste demasiado a la pobre viuda: está enferma del pecho. Reconfórtela si le es posible... Usted tiene buenos sentimientos, no me cabe duda ‑y, al decir esto, le miraba irónicamente.
‑Va usted manchado de sangre ‑dijo Nikodim Fomitch, al ver, a la luz del mechero de gas, varias manchas frescas en el chaleco de Raskolnikof.
‑Sí, la sangre ha corrido sobre mí. Todo mi cuerpo está cubierto de sangre.
Dijo esto con un aire un tanto extraño. Después sonrió, saludó y empezó a bajar la escalera.
Iba lentamente, sin apresurarse, inconsciente de la fiebre que le abrasaba, poseído de una única e infinita sensación de nueva y potente vida que fluía por todo su ser. Aquella sensación sólo podía compararse con la que experimenta un condenado a muerte que recibe de pronto el indulto.
Al llegar a la mitad de la escalera fue alcanzado por el pope, que iba a entrar en su casa. Raskolnikof se apartó para dejarlo pasar. Cambiaron un saludo en silencio. Cuando llegaba a los últimos escalones, Raskolnikof oyó unos pasos apresurados a sus espaldas. Alguien trataba de darle alcance. Era Polenka. La niña corría tras él y le gritaba:
‑¡Oiga, oiga!
Raskolnikof se volvió. Polenka siguió bajando y se detuvo cuando sólo la separaba de él un escalón. Un rayo de luz mortecina llegaba del patio. Raskolnikof observó la escuálida pero linda carita que le sonreía y le miraba con alegría infantil. Era evidente que cumplía encantada la comisión que le habían encomendado.
‑Escuche: ¿cómo se llama usted...? ¡Ah!, ¿y dónde vive? ‑preguntó precipitadamente, con voz entrecortada.
Él apoyó sus manos en los hombros de la niña y la miró con una expresión de felicidad. Ni él mismo sabía por qué se sentía tan profundamente complacido al contemplar a Polenka así.
‑¿Quién te ha enviado?
‑Mi hermana Sonia ‑respondió la niña, sonriendo más alegremente aún que antes.
‑Lo sabía, estaba seguro de que te había mandado Sonia.
‑Y mamá también. Cuando mi hermana me estaba dando el recado, mamá se ha acercado y me ha dicho: «¡Corre, Polenka!»
‑¿Quieres mucho a Sonia?
‑La quiero más que a nadie ‑repuso la niña con gran firmeza. Y su sonrisa cobró cierta gravedad.
‑¿Y a mí? ¿Me querrás?
La niña, en vez de contestarle, acercó a él su carita, contrayendo y adelantando los labios para darle un beso. De súbito, aquellos bracitos delgados como cerillas rodearon el cuello de Raskolnikof fuertemente, muy fuertemente, y Polenka, apoyando su infantil cabecita en el hombro del joven, rompió a llorar, apretándose cada vez más contra él.
‑¡Pobre papá! ‑exclamó poco después, alzando su rostro bañado en lágrimas, que secaba con sus manos‑. No se ven más que desgracias ‑añadió inesperadamente, con ese aire especialmente grave que adoptan los niños cuando quieren hablar como las personas mayores.
‑¿Os quería vuestro padre?
‑A la que más quería era a Lidotchka ‑dijo Polenka con la misma gravedad y ya sin sonreír‑, porque es la más pequeña y está siempre enferma. A ella le traía regalos y a nosotras nos enseñaba a leer, y también la gramática y el catecismo ‑añadió con cierta arrogancia‑. Mamá no decía nada, pero nosotros sabíamos que esto le gustaba, y papá también lo sabía; y ahora mamá quiere que aprenda francés, porque dice que ya tengo edad para empezar a estudiar.
‑¿Y las oraciones? ¿Las sabéis?
‑¡Claro! Hace ya mucho tiempo. Yo, como soy ya mayor, rezo bajito y sola, y Kolia y Lidotchka rezan en voz alta con mamá. Primero dicen la oración a la Virgen, después otra: «Señor, perdona a nuestro otro papá y bendícelo.» Porque nuestro primer papá se murió, y éste era el segundo, y nosotros rezábamos también por el primero.
‑Poletchka, yo me llamo Rodion. Nómbrame también alguna vez en tus oraciones... «Y también a tu siervo Rodion...» Basta con esto.
‑Toda mi vida rezaré por usted ‑respondió calurosamente la niña.
Y de pronto se echó a reír, se arrojó sobre Raskolnikof y otra vez le rodeó el cuello con los brazos.
Raskolnikof le dio su nombre y su dirección y le prometió volver al día siguiente. La niña se separó de él entusiasmada. Ya eran más de las diez cuando el joven salió de la casa. Cinco minutos después se hallaba en el puente, en el lugar desde donde la mujer se había arrojado al agua.
«¡Basta! ‑se dijo en tono solemne y enérgico‑. ¡Atrás los espejismos, los vanos terrores, los espectros...! La vida está conmigo... ¿Acaso no la he sentido hace un momento? Mi vida no ha terminado con la de la vieja. Que Dios la tenga en la gloria. ¡Ya era hora de que descansara! Hoy empieza el reinado de la razón, de la luz, de la voluntad, de la energía... Pronto se verá...»
Lanzó esta exclamación con arrogancia, como desafiando a algún poder oculto y maléfico.
«¡Y pensar que estaba dispuesto a contentarme con la plataforma rocosa rodeada de abismos!
»Estoy muy débil, pero me siento curado... Yo sabía que esto había de suceder, lo he sabido desde el momento en que he salido de casa... A propósito: el edificio Potchinkof está a dos pasos de aquí. Iré a casa de Rasumikhine. Habría ido aunque hubiese tenido que andar mucho más... Dejémosle ganar la apuesta y divertirse. ¿Qué importa eso...? ¡Ah!, hay que tener fuerzas, fuerzas... Sin fuerzas no puede uno hacer nada. Y estas fuerzas hay que conseguirlas por la fuerza. Esto es lo que ellos no saben.»
Pronunció estas últimas palabras con un gesto de resolución, pero arrastrando penosamente los pies. Su orgullo crecía por momentos. Un gran cambio en el modo de ver las cosas se estaba operando en el fondo de su ser. Pero ¿qué había ocurrido? Sólo un suceso extraordinario había podido producir en su alma, sin que él lo advirtiera, semejante cambio. Era como el náufrago que se aferra a la más endeble rama flotante. Estaba convencido de que podía vivir, de que «su vida no había terminado con la de la vieja». Era un juicio tal vez prematuro, pero él no se daba cuenta.
«Sin embargo ‑recordó de pronto‑, he encargado que recen por el siervo Rodion. Es una medida de precaución muy atinada.»
Y se echó a reír ante semejante puerilidad. Estaba de un humor excelente.
Le fue fácil encontrar la habitación de Rasumikhine, pues el nuevo inquilino ya era conocido en la casa y el portero le indicó inmediatamente dónde estaba el departamento de su amigo. Aún no había llegado a la mitad de la escalera y ya oyó el bullicio de una reunión numerosa y animada. La puerta del piso estaba abierta y a oídos de Raskolnikof llegaron fuertes voces de gente que discutía. La habitación de Rasumikhine era espaciosa. En ella había unas quince personas. Raskolnikof se detuvo en el vestíbulo. Dos sirvientes de la patrona estaban muy atareados junto a dos grandes samovares rodeados de botellas, fuentes y platos llenos de entremeses y pastelillos procedentes de casa de la dueña del piso. Raskolnikof preguntó por Rasumikhine, que acudió al punto con gran alegría. Se veía inmediatamente que Rasumikhine había bebido sin tasa y, aunque de ordinario no había medio de embriagarle, era evidente que ahora estaba algo mareado.
‑Escucha ‑le dijo con vehemencia Raskolnikof‑. He venido a decirte que has ganado la apuesta y que, en efecto, nadie puede predecir lo que hará. En cuanto a entrar, no me es posible: estoy tan débil, que me parece que voy a caer de un momento a otro. Por lo tanto, adiós. Ven a verme mañana.
‑¿Sabes lo que voy a hacer? Acompañarte a tu casa. Cuando tú dices que estás débil...
‑¿Y tus invitados...? Oye, ¿quién es ese de cabello rizado que acaba de asomar la cabeza?
‑¿Ése? ¡Cualquiera sabe! Tal vez un amigo de mi tío... O alguien que ha venido sin invitación... Dejaré a los invitados con mi tío. Es un hombre extraordinario. Es una pena que no puedas conocerle... Además, ¡que se vayan todos al diablo! Ahora se burlan de mí. Necesito refrescarme. Has llegado oportunamente, querido. Si tardas diez minutos más, me pego con alguien, palabra de honor. ¡Qué cosas tan absurdas dicen! No te puedes imaginar lo que es capaz de inventar la mente humana. Pero ahora pienso que sí que te lo puedes imaginar. ¿Acaso no mentimos nosotros? Dejémoslos que mientan: no acabarán con las mentiras... Espera un momento: voy a traerte a Zosimof.
Zosimof se precipitó sobre Raskolnikof ávidamente. Su rostro expresaba una profunda curiosidad, pero esta expresión se desvaneció muy pronto.
‑Debe ir a acostarse inmediatamente ‑dijo, después de haber examinado a su paciente‑, y tomará usted, antes de irse a la cama, uno de estos sellos que le he preparado. ¿Lo tomará?
‑Como si quiere usted que tome dos.
El sello fue ingerido en el acto.
‑Haces bien en acompañarlo a casa ‑dijo Zosimof a Rasumikhine‑. Ya veremos cómo va la cosa mañana. Pero por hoy no estoy descontento. Observo una gran mejoría. Esto demuestra que no hay mejor maestro que la experiencia.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
‑¿Sabes lo que me ha dicho Zosimof en voz baja ahora mismo, cuando salíamos? ‑murmuró Rasumikhine apenas estuvieron en la calle‑. No te lo diré todo, querido: son cosas de imbéciles... Pues Zosimof me ha dicho que charlase contigo por el camino y te tirase de la lengua para después contárselo a él todo. Cree que tú... que tú estás loco, o que te falta poco para estarlo. ¿Te has fijado? En primer lugar, tú eres tres veces más inteligente que él; en segundo, como no estás loco, puedes burlarte de esta idea disparatada, y, finalmente, ese fardo de carne especializado en cirugía está obsesionado desde hace algún tiempo por las enfermedades mentales. Pero algo le ha hecho cambiar radicalmente el juicio que había formado sobre ti, y es la conversación que has tenido con Zamiotof.
‑Por lo visto, Zamiotof te lo ha contado todo.
‑Todo. Y ha hecho bien. Esto me ha aclarado muchas cosas. Y a Zamiotof también... Sí, Rodia..., el caso es... Hay que reconocer que estoy un poco chispa..., ¡pero no importa...! El caso es que... Tenían cierta sospecha, ¿comprendes...?, y ninguno de ellos se atrevía a expresarla, ¿comprendes...?, porque era demasiado absurda... Y cuando han detenido a ese pintor de paredes, todo se ha disipado definitivamente. ¿Por qué serán tan estúpidos...? Por poco le pego a Zamiotof aquel día... Pero que quede esto entre nosotros, querido; no dejes ni siquiera entrever que sabes nada del incidente. He observado que es muy susceptible. La cosa ocurrió en casa de Luisa... Pero hoy..., hoy todo está aclarado. El principal responsable de este absurdo fue Ilia Petrovitch, que no hacía más que hablar de tu desmayo en la comisaría. Pero ahora está avergonzado de su suposición, pues yo sé que...
Raskolnikof escuchaba con avidez. Rasumikhine hablaba más de lo prudente bajo la influencia del alcohol.
‑Yo me desmayé ‑dijo Raskolnikof‑ porque no pude resistir el calor asfixiante que hacía allí, ni el olor a pintura.
‑No hace falta buscar explicaciones. ¡Qué importa el olor a pintura! Tú llevabas enfermo todo un mes; Zosimof así lo afirma... ¡Ah! No puedes imaginarte la confusión de ese bobo de Zamiotof. «Yo no valgo ‑ha dicho‑ ni el dedo meñique de ese hombre.» Es decir, del tuyo. Ya sabes, querido, que él da a veces pruebas de buenos sentimientos. La lección que ha recibido hoy en el Palacio de Cristal ha sido el colmo de la maestría. Tú has empezado por atemorizarlo, pero atemorizarlo hasta producirle escalofríos. Le has llevado casi a admitir de nuevo esa monstruosa estupidez, y luego, de pronto, le has sacado la lengua... Ha sido perfecto. Ahora se siente apabullado, pulverizado. Eres un maestro, palabra, y ellos han recibido lo que merecen. ¡Qué lástima que yo no haya estado allí! Ahora él te estaba esperando en mi casa con ávida impaciencia. Porfirio también está deseoso de conocerte.
‑¿También Porfirio...? Pero dime: ¿por qué me han creído loco?
‑Tanto como loco, no... Yo creo, querido, que he hablado demasiado... A él le llamó la atención que a ti sólo te interesara este asunto... Ahora ya comprende la razón de este interés... porque conoce las circunstancias... y el motivo de que entonces te irritara. Y ello, unido a ese principio de enfermedad... Estoy un poco borracho, querido, pero el diablo sabe que a Zosimof le ronda una idea por la cabeza... Te repito que sólo piensa en enfermedades mentales... Tú no debes hacerle caso.
Los dos permanecieron en silencio durante unos segundos.
‑Óyeme, Rasumikhine ‑dijo Raskolnikof‑: quiero hablarte francamente. Vengo de casa de un difunto, que era funcionario... He dado a la familia todo mi dinero. Además, me ha besado una criatura de un modo que, aunque verdaderamente hubiera matado yo a alguien... Y también he visto a otra criatura que llevaba una pluma de un rojo de fuego... Pero estoy divagando... Me siento muy débil... Sostenme... Ya llegamos.
‑¿Qué te pasa? ¿Qué tienes? ‑preguntó Rasumikhine, inquieto.
‑La cabeza se me va un poco, pero no se trata de esto. Es que me siento triste, muy triste..., sí, como una damisela... ¡Mira! ¿Qué es eso? ¡Mira, mira...!
‑¿Adónde?
‑Pero ¿no lo ves? ¡Hay luz en mi habitación! ¿No la ves por la rendija?
Estaban en el penúltimo tramo, ante la puerta de la patrona, y desde allí se podía ver, en efecto, que en la habitación de Raskolnikof había luz.
‑¡Qué raro! ¿Será Nastasia? ‑dijo Rasumikhine.
‑Nunca sube a mi habitación a estas horas. Seguro que hace ya un buen rato que está durmiendo... Pero no me importa lo más mínimo. Adiós; buenas noches.
‑¿Cómo se te ha ocurrido que pueda dejarte? Te acompañaré hasta tu habitación. Entraremos juntos.
‑Eso ya lo sé. Pero quiero estrecharte aquí la mano y decirte adiós. Vamos, dame la mano y digámonos adiós.
‑Pero ¿qué demonios te pasa, Rodia?
‑Nada. Vamos. Lo verás por tus propios ojos.
Empezaron a subir los últimos escalones, mientras Rasumikhine no podía menos de pensar que Zosimof tenía tal vez razón.
«A lo mejor, lo he trastornado con mi charla», se dijo.
Ya estaban cerca de la puerta, cuando, de súbito, oyeron voces en la habitación.
‑Pero ¿qué pasa? ‑exclamó Rasumikhine.
Raskolnikof cogió el picaporte y abrió la puerta de par en par. Y cuando hubo abierto, se quedó petrificado. Su madre y su hermana estaban sentadas en el diván. Le esperaban desde hacía hora y media. ¿Cómo se explicaba que Raskolnikof no hubiera pensado ni remotamente que podía encontrarse con ellas, siendo así que aquel mismo día le habían anunciado dos veces su inminente llegada a Petersburgo?
Durante la hora y media de espera, las dos mujeres no habían cesado de hacer preguntas a Nastasia, que estaba aún ante ellas y las había informado de todo cuanto sabía acerca de Raskolnikof. Estaban aterradas desde que la sirvienta les había dicho que el huésped había salido de casa enfermo y seguramente bajo los efectos del delirio.
‑Señor..., ¿qué será de él?
Y lloraban las dos. Habían sufrido lo indecible durante la larga espera.
Un grito de alegría acogió a Raskolnikof. Las dos mujeres se arrojaron sobre él. Pero él permanecía inmóvil, petrificado, como si repentinamente le hubieran arrancado la vida. Un pensamiento súbito, insoportable, lo había fulminado. Raskolnikof no podía levantar los brazos para estrecharlas entre ellos. No podía, le era materialmente imposible.
Su madre y su hermana, en cambio, no cesaban de abrazarlo, de estrujarlo, de llorar, de reír... Él dio un paso, vaciló y rodó por el suelo, desvanecido.
Gran alarma, gritos de horror, gemidos. Rasumikhine, que se había quedado en el umbral, entró presuroso en la habitación, levantó al enfermo con sus atléticos brazos y, en un abrir y cerrar de ojos, lo depositó en el diván.
‑¡No es nada, no es nada! ‑gritaba a la hermana y a la madre‑. Un simple mareo. El médico acaba de decir que está muy mejorado y que se curará por completo... Traigan un poco de agua... Miren, ya recobra el conocimiento.
Atenazó la mano de Dunetchka tan vigorosamente como si pretendiera triturársela y obligó a la joven a inclinarse para comprobar que, efectivamente, su hermano volvía en sí.
Tanto la hermana como la madre miraban a Rasumikhine con tierna gratitud, como si tuviesen ante sí a la misma Providencia. Sabían por Nastasia lo que había sido para Rodia, durante toda la enfermedad, aquel «avispado joven», como Pulquería Alejandrovna Raskolnikof le llamó aquella misma noche en una conversación íntima que sostuvo con su hija Dunia.
‑Por lo visto, Zamiotof te lo ha contado todo.
‑Todo. Y ha hecho bien. Esto me ha aclarado muchas cosas. Y a Zamiotof también... Sí, Rodia..., el caso es... Hay que reconocer que estoy un poco chispa..., ¡pero no importa...! El caso es que... Tenían cierta sospecha, ¿comprendes...?, y ninguno de ellos se atrevía a expresarla, ¿comprendes...?, porque era demasiado absurda... Y cuando han detenido a ese pintor de paredes, todo se ha disipado definitivamente. ¿Por qué serán tan estúpidos...? Por poco le pego a Zamiotof aquel día... Pero que quede esto entre nosotros, querido; no dejes ni siquiera entrever que sabes nada del incidente. He observado que es muy susceptible. La cosa ocurrió en casa de Luisa... Pero hoy..., hoy todo está aclarado. El principal responsable de este absurdo fue Ilia Petrovitch, que no hacía más que hablar de tu desmayo en la comisaría. Pero ahora está avergonzado de su suposición, pues yo sé que...
Raskolnikof escuchaba con avidez. Rasumikhine hablaba más de lo prudente bajo la influencia del alcohol.
‑Yo me desmayé ‑dijo Raskolnikof‑ porque no pude resistir el calor asfixiante que hacía allí, ni el olor a pintura.
‑No hace falta buscar explicaciones. ¡Qué importa el olor a pintura! Tú llevabas enfermo todo un mes; Zosimof así lo afirma... ¡Ah! No puedes imaginarte la confusión de ese bobo de Zamiotof. «Yo no valgo ‑ha dicho‑ ni el dedo meñique de ese hombre.» Es decir, del tuyo. Ya sabes, querido, que él da a veces pruebas de buenos sentimientos. La lección que ha recibido hoy en el Palacio de Cristal ha sido el colmo de la maestría. Tú has empezado por atemorizarlo, pero atemorizarlo hasta producirle escalofríos. Le has llevado casi a admitir de nuevo esa monstruosa estupidez, y luego, de pronto, le has sacado la lengua... Ha sido perfecto. Ahora se siente apabullado, pulverizado. Eres un maestro, palabra, y ellos han recibido lo que merecen. ¡Qué lástima que yo no haya estado allí! Ahora él te estaba esperando en mi casa con ávida impaciencia. Porfirio también está deseoso de conocerte.
‑¿También Porfirio...? Pero dime: ¿por qué me han creído loco?
‑Tanto como loco, no... Yo creo, querido, que he hablado demasiado... A él le llamó la atención que a ti sólo te interesara este asunto... Ahora ya comprende la razón de este interés... porque conoce las circunstancias... y el motivo de que entonces te irritara. Y ello, unido a ese principio de enfermedad... Estoy un poco borracho, querido, pero el diablo sabe que a Zosimof le ronda una idea por la cabeza... Te repito que sólo piensa en enfermedades mentales... Tú no debes hacerle caso.
Los dos permanecieron en silencio durante unos segundos.
‑Óyeme, Rasumikhine ‑dijo Raskolnikof‑: quiero hablarte francamente. Vengo de casa de un difunto, que era funcionario... He dado a la familia todo mi dinero. Además, me ha besado una criatura de un modo que, aunque verdaderamente hubiera matado yo a alguien... Y también he visto a otra criatura que llevaba una pluma de un rojo de fuego... Pero estoy divagando... Me siento muy débil... Sostenme... Ya llegamos.
‑¿Qué te pasa? ¿Qué tienes? ‑preguntó Rasumikhine, inquieto.
‑La cabeza se me va un poco, pero no se trata de esto. Es que me siento triste, muy triste..., sí, como una damisela... ¡Mira! ¿Qué es eso? ¡Mira, mira...!
‑¿Adónde?
‑Pero ¿no lo ves? ¡Hay luz en mi habitación! ¿No la ves por la rendija?
Estaban en el penúltimo tramo, ante la puerta de la patrona, y desde allí se podía ver, en efecto, que en la habitación de Raskolnikof había luz.
‑¡Qué raro! ¿Será Nastasia? ‑dijo Rasumikhine.
‑Nunca sube a mi habitación a estas horas. Seguro que hace ya un buen rato que está durmiendo... Pero no me importa lo más mínimo. Adiós; buenas noches.
‑¿Cómo se te ha ocurrido que pueda dejarte? Te acompañaré hasta tu habitación. Entraremos juntos.
‑Eso ya lo sé. Pero quiero estrecharte aquí la mano y decirte adiós. Vamos, dame la mano y digámonos adiós.
‑Pero ¿qué demonios te pasa, Rodia?
‑Nada. Vamos. Lo verás por tus propios ojos.
Empezaron a subir los últimos escalones, mientras Rasumikhine no podía menos de pensar que Zosimof tenía tal vez razón.
«A lo mejor, lo he trastornado con mi charla», se dijo.
Ya estaban cerca de la puerta, cuando, de súbito, oyeron voces en la habitación.
‑Pero ¿qué pasa? ‑exclamó Rasumikhine.
Raskolnikof cogió el picaporte y abrió la puerta de par en par. Y cuando hubo abierto, se quedó petrificado. Su madre y su hermana estaban sentadas en el diván. Le esperaban desde hacía hora y media. ¿Cómo se explicaba que Raskolnikof no hubiera pensado ni remotamente que podía encontrarse con ellas, siendo así que aquel mismo día le habían anunciado dos veces su inminente llegada a Petersburgo?
Durante la hora y media de espera, las dos mujeres no habían cesado de hacer preguntas a Nastasia, que estaba aún ante ellas y las había informado de todo cuanto sabía acerca de Raskolnikof. Estaban aterradas desde que la sirvienta les había dicho que el huésped había salido de casa enfermo y seguramente bajo los efectos del delirio.
‑Señor..., ¿qué será de él?
Y lloraban las dos. Habían sufrido lo indecible durante la larga espera.
Un grito de alegría acogió a Raskolnikof. Las dos mujeres se arrojaron sobre él. Pero él permanecía inmóvil, petrificado, como si repentinamente le hubieran arrancado la vida. Un pensamiento súbito, insoportable, lo había fulminado. Raskolnikof no podía levantar los brazos para estrecharlas entre ellos. No podía, le era materialmente imposible.
Su madre y su hermana, en cambio, no cesaban de abrazarlo, de estrujarlo, de llorar, de reír... Él dio un paso, vaciló y rodó por el suelo, desvanecido.
Gran alarma, gritos de horror, gemidos. Rasumikhine, que se había quedado en el umbral, entró presuroso en la habitación, levantó al enfermo con sus atléticos brazos y, en un abrir y cerrar de ojos, lo depositó en el diván.
‑¡No es nada, no es nada! ‑gritaba a la hermana y a la madre‑. Un simple mareo. El médico acaba de decir que está muy mejorado y que se curará por completo... Traigan un poco de agua... Miren, ya recobra el conocimiento.
Atenazó la mano de Dunetchka tan vigorosamente como si pretendiera triturársela y obligó a la joven a inclinarse para comprobar que, efectivamente, su hermano volvía en sí.
Tanto la hermana como la madre miraban a Rasumikhine con tierna gratitud, como si tuviesen ante sí a la misma Providencia. Sabían por Nastasia lo que había sido para Rodia, durante toda la enfermedad, aquel «avispado joven», como Pulquería Alejandrovna Raskolnikof le llamó aquella misma noche en una conversación íntima que sostuvo con su hija Dunia.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
Crimen y castigo
Tercera Parte: Capítulo I
Raskolnikof se levantó y quedó sentado en el diván. Con un leve gesto indicó a Rasumikhine que suspendiera el torrente de su elocuencia desordenada y las frases de consuelo que dirigía a su hermana y a su madre. Después, cogiendo a las dos mujeres de la mano, las observó en silencio, alternativamente, por espacio de dos minutos cuando menos. Esta mirada inquietó profundamente a la madre: había en ella una sensibilidad tan fuerte, que resultaba dolorosa. Pero, al mismo tiempo, había en aquellos ojos una fijeza de insensatez. Pulqueria Alejandrovna se echó a llorar. Avdotia Romanovna estaba pálida y su mano temblaba en la de Rodia.
‑Volved a vuestro alojamiento... con él ‑dijo Raskolnikof con voz entrecortada y señalando a Rasumikhine‑. Ya hablaremos mañana. ¿Hace mucho que habéis llegado?
‑Esta tarde, Rodia ‑repuso Pulqueria Alejandrovna‑. El tren se ha retrasado. Pero oye, Rodia: no te dejaré por nada del mundo; pasaré la noche aquí, cerca de...
‑¡No me atormentéis! ‑la interrumpió el enfermo, irritado.
‑Yo me quedaré con él ‑dijo al punto Rasumikhine‑, y no te dejaré solo ni un segundo. Que se vayan al diablo mis invitados. No me importa que les sepa mal. Allí estará mi tío para atenderlos.
‑¿Cómo podré agradecérselo? ‑empezó a decir Pulqueria Alejandrovna estrechando las manos de Rasumikhine.
Pero su hijo la interrumpió:
‑¡Basta, basta! No me martiricéis. No puedo más.
‑Vámonos, mamá. Salgamos aunque sólo sea un momento ‑murmuró Dunia, asustada‑. No cabe duda de que nuestra presencia te mortifica.
‑¡Que no pueda quedarme a su lado después de tres años de separación! ‑gimió Pulqueria Alejandrovna, bañada en lágrimas.
‑Esperad un momento ‑dijo Raskolnikof‑. Como me interrumpís, pierdo el hilo de mis ideas. ¿Habéis visto a Lujine?
‑No, Rodia; pero ya sabe que hemos llegado. Ya nos hemos enterado de que Piotr Petrovitch ha tenido la atención de venir a verte hoy ‑dijo con cierta cortedad Pulqueria Alejandrovna.
‑Sí, ha sido muy amable... Oye, Dunia, he dicho a ese hombre que lo iba a tirar por la escalera y lo he mandado al diablo.
‑¡Oh Rodia! ¿Por qué has hecho eso? Seguramente tú... No creerás que... ‑balbuceó Pulqueria Alejandrovna, aterrada.
Pero una mirada dirigida a Dunia le hizo comprender que no debía continuar. Avdotia Romanovna miraba fijamente a su hermano y esperaba sus explicaciones. Las dos mujeres estaban enteradas del incidente por Nastasia, que lo había contado a su modo, y se hallaban sumidas en una amarga perplejidad.
‑Dunia ‑dijo Raskolnikof, haciendo un gran esfuerzo‑, no quiero que se lleve a cabo ese matrimonio. Debes romper mañana mismo con Lujine y que no vuelva a hablarse de él.
‑¡Dios mío! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna.
‑Piensa lo que dices, Rodia; -replicó Avdotia Romanovna, con una cólera que consiguió ahogar en seguida‑. Sin duda, tu estado no lo permite... Estás fatigado ‑terminó con acento cariñoso.
‑¿Crees que deliro? No: tú te quieres casar con Lujine por mí. Y yo no acepto tu sacrificio. Por lo tanto, escríbele una carta diciéndole que rompes con él. Dámela a leer mañana, y asunto concluido.
‑Yo no puedo hacer eso ‑replicó la joven, ofendida‑. ¿Con qué derecho...?
‑Tú también pierdes la calma, Dunetchka ‑dijo la madre, aterrada y tratando de hacer callar a su hija‑. Mañana hablaremos. Ahora lo que debemos hacer es marcharnos.
‑No estaba en su juicio ‑exclamó Rasumikhine con una voz que denunciaba su embriaguez‑. De lo contrario, no se habría atrevido a hacer una cosa así. Mañana habrá recobrado la razón. Pero hoy lo ha echado de aquí. El otro, como es natural, se ha indignado... Estaba aquí discurseando y exhibiendo su sabiduría y se ha marchado con el rabo entre piernas.
‑O sea ¿que es verdad? ‑dijo Dunia, afligida‑. Vamos, mamá... Buenas noches, Rodia.
‑No olvides lo que te he dicho, Dunia ‑dijo Raskolnikof reuniendo sus últimas fuerzas‑. Yo no deliro. Ese matrimonio es una villanía. Yo puedo ser un infame, pero tú no debes serlo. Basta con que haya uno. Pero, por infame que yo sea, renegaría de ti. O Lujine o yo... Ya os podéis marchar.
‑O estás loco o eres un déspota ‑gruñó Rasumikhine.
Raskolnikof no le contestó, acaso porque ya no le quedaban fuerzas.
Se había echado en el diván y se había vuelto de cara a la pared, completamente extenuado. Avdotia Romanovna miró atentamente a Rasumikhine. Sus negros ojos centellearon, y Rasumikhine se estremeció bajo aquella mirada. Pulqueria Alejandrovna estaba perpleja.
‑No puedo marcharme ‑murmuró a Rasumikhine, desesperada‑. Me quedaré aquí, en cualquier rincón. Acompañe a Dunia.
‑Con eso no hará sino empeorar las cosas ‑respondió Rasumikhine, también en voz baja y fuera de sí‑. Salgamos a la escalera. Nastasia, alúmbranos. Le juro ‑continuó a media voz cuando hubieron salido‑ que ha estado a punto de pegarnos al doctor y a mí. ¿Comprende usted? ¡Incluso al doctor! Éste ha cedido por no irritarle, y se ha marchado. Yo me he ido al piso de abajo, a fin de vigilarle desde allí. Pero él ha procedido con gran habilidad y ha logrado salir sin que yo le viese. Y si ahora se empeña usted en seguir irritándole, se irá igualmente, o intentará suicidarse.
‑¡Oh! ¿Qué dice usted?
‑Por otra parte, Avdotia Romanovna no puede permanecer sola en ese fonducho donde se hospedan ustedes. Piense que están en uno de los lugares más bajos de la ciudad. Ese bribón de Piotr Petrovitch podía haberles buscado un alojamiento más conveniente... ¡Ah! Estoy un poco achispado, ¿sabe? Por eso empleo palabras demasiado... expresivas. No haga usted demasiado caso.
‑Iré a ver a la patrona ‑dijo Pulqueria Alejandrovna‑ y le suplicaré que nos dé a Dunia y a mí un rincón cualquiera para pasar la noche. No puedo dejarlo así, no puedo.
Hablaban en el rellano, ante la misma puerta de la patrona. Nastasia permanecía en el último escalón, con una luz en la mano. Rasumikhine daba muestras de gran agitación. Media hora antes, cuando acompañaba a Raskolnikof, estaba muy hablador (se daba perfecta cuenta de ello), pero fresco y despejado, a pesar de lo mucho que había bebido. Ahora sentía una especie de exaltación: el vino ingerido parecía actuar de nuevo en él, y con redoblado efecto. Había cogido a las dos mujeres de la mano y les hablaba con una vehemencia y una desenvoltura extraordinarias. Casi a cada palabra, sin duda para mostrarse más convincente, les apretaba la mano hasta hacerles daño, y devoraba a Avdotia Romanovna con los ojos del modo más impúdico. A veces, sin poder soportar el dolor, las dos mujeres libraban sus dedos de la presión de las enormes y huesudas manos; pero él no se daba cuenta y seguía martirizándolas con sus apretones. Si en aquel momento ellas le hubieran pedido que se arrojara de cabeza por la escalera, él lo habría hecho sin discutir ni vacilar. Pulqueria Alejandrovna no dejaba de advertir que Rasumikhine era un hombre algo extravagante y que le apretaba demasiado enérgicamente la mano, pero la actitud y el estado de su hijo la tenían tan trastornada, que no quería prestar atención a los extraños modales de aquel joven que había sido para ella la Providencia en persona.
Avdotia Romanovna, aun compartiendo las inquietudes de su madre respecto a Rodia, y aunque no fuera de temperamento asustadizo, estaba sorprendida e incluso atemorizada al ver fijarse en ella las miradas ardorosas del amigo de su hermano, y sólo la confianza sin límites que le habían infundido los relatos de Nastasia acerca de aquel joven le permitía resistir a la tentación de huir arrastrando con ella a su madre.
Además, comprendía que no podían hacer tal cosa en aquellas circunstancias. Y, por otra parte, su intranquilidad desapareció al cabo de diez minutos. Rasumikhine, fuera cual fuere el estado en que se encontrase, se manifestaba tal cual era desde el primer momento, de modo que quien lo trataba sabía en el acto a qué atenerse.
‑De ningún modo deben ustedes ir a ver a la patrona ‑exclamó Rasumikhine dirigiéndose a Pulqueria Alejandrovna‑. Lo que usted pretende es un disparate. Por muy madre de él que usted sea, lo exasperaría quedándose aquí, y sabe Dios las consecuencias que eso podría tener. Escuchen; he aquí lo que he pensado hacer: Nastasia se quedará con él un momento, mientras yo las llevo a ustedes a su casa, pues dos mujeres no pueden atravesar solas las calles de Petersburgo... En seguida, en una carrera, volveré aquí, y un cuarto de hora después les doy mi palabra de honor más sagrada de que iré a informarlas de cómo va la cosa, de si duerme, de cómo está, etcétera... Luego, óiganme bien, iré en un abrir y cerrar de ojos de la casa de ustedes a la mía, donde he dejado algunos invitados, todos borrachos, por cierto. Entonces cojo a Zosimof, que es el doctor que asiste a Rodia y que ahora está en mi casa... Pero él no está bebido. Nunca está bebido. Lo traeré a ver a Rodia, y de aquí lo llevaré inmediatamente a casa de ustedes. Así, ustedes recibirán noticias dos veces en el espacio de una hora: primero noticias mías y después noticias del doctor en persona. ¡Del doctor! ¿Qué más pueden pedir? Si la cosa va mal, yo les juro que voy a buscarlas y las traigo aquí; si la cosa va bien, ustedes se acuestan y ¡a dormir se ha dicho...! Yo pasaré la noche aquí, en el vestíbulo. Él no se enterará. Y haré que Zosimof se quede a dormir en casa de la patrona: así lo tendremos a mano... Porque, díganme: ¿a quién necesita más Rodia en estos momentos: a ustedes o al doctor? No cabe duda de que el doctor es más útil para él, mucho más útil... Por lo tanto, vuélvanse a casa. Además, ustedes no pueden quedarse en el piso de la patrona. Yo puedo, pero ustedes no: ella no lo querrá, porque... porque es una necia. Tendría celos de Avdotia Romanovna, celos a causa de mi persona, ya lo saben. Y, a lo mejor, también tendría celos de usted, Pulqueria Alejandrovna. Pero de su hija no me cabe la menor duda de que los tendría. Es una mujer muy rara... Bien es verdad que también yo soy un estúpido... ¡Pero no me importa...! Bueno, vamos. Porque me creen, ¿verdad? Díganme: ¿me creen o no me creen?
‑Vamos, mamá ‑dijo Avdotia Romanovna‑. Hará lo que dice. Es el salvador de Rodia, y si el doctor ha prometido pasar aquí la noche, ¿qué más podemos pedir?
‑¡Ah! Usted me comprende porque es un ángel ‑exclamó Rasumikhine en una explosión de entusiasmo‑. Vámonos. Nastasia, entra en la habitación con la luz y no te muevas de su lado. Dentro de un cuarto de hora estoy de vuelta.
Pulqueria Alejandrovna, aunque no del todo convencida, no hizo la menor objeción. Rasumikhine las cogió a las dos del brazo y se las llevó escaleras abajo. La madre de Rodia no estaba muy segura de que el joven cumpliera lo prometido. «Sin duda es listo y tiene buenos sentimientos. Pero ¿se puede confiar en la palabra de un hombre que se halla en semejante estado?
‑Ya entiendo: ustedes creen que estoy bebido ‑dijo el joven, adivinando los pensamientos de las dos mujeres y mientras daba tales zancadas por la acera, que ellas a duras penas podían seguirle, cosa que él no advertía‑. Eso es absurdo... Quiero decir que, aunque esté borracho perdido, esto no importa en absoluto. Estoy borracho, sí, pero no de bebida. Lo que me ha trastornado ha sido la llegada de ustedes: me ha producido el mismo efecto que si me dieran un golpe en la cabeza... Sin embargo, esto no excluye mi responsabilidad... No me hagan caso, pues soy indigno de ustedes completamente indigno... Y tan pronto como las haya dejado en casa, me acercaré al canal y me echaré dos cubos de agua en la cabeza. Entonces se me pasará todo... ¡Si ustedes supieran cuánto las quiero a las dos! No se enfaden, no se rían... De la última persona de quien deben ustedes burlarse es de mí. Yo soy amigo de él. Tenía el presentimiento de que sucedería lo que ha sucedido. El año pasado ya lo presentí... Pero no, no pude presentirlo el año pasado, porque, al verlas a ustedes, he tenido la impresión de que me caían del cielo... Yo no dormiré esta noche... Ese Zosimof temía que Rodia perdiera la razón. Por eso les he dicho que no deben contrariarle.
‑Pero ¿qué dice usted? ‑exclamó la madre.
‑¿De veras ha dicho eso el doctor? ‑preguntó Avdotia Romanovna, aterrada.
‑Lo ha dicho, pero no es verdad. No, no lo es. Incluso le ha dado unos sellos; yo lo he visto. Cuando se los daba, ya debían de haber llegado ustedes... Por cierto que habría sido preferible que llegasen mañana... Hemos hecho bien en marcharnos... Dentro de una hora, como les he dicho, el mismo Zosimof irá a darles noticias... Y él no estará bebido, y yo tampoco lo estaré entonces... Pero ¿saben por qué he bebido tanto? Porque esos malditos me han obligado a discutir... ¡Y eso que me había jurado a mí mismo no tomar parte jamás en discusiones...! Pero ¡dicen unas cosas tan absurdas...! He estado a punto de pegarles. He dejado a mi tío en mi lugar para que los atienda... Aunque no lo crean ustedes, son partidarios de la impersonalidad. No hay que ser jamás uno mismo. Y a esto lo consideran el colmo del progreso. Si los disparates que dicen fueran al menos originales... Pero no...
‑Óigame ‑dijo tímidamente Pulqueria Alejandrovna. Pero con esta interrupción no consiguió sino enardecer más todavía a Rasumikhine.
‑No, no son originales ‑prosiguió el joven, levantando más aún la voz‑. ¿Y qué creen ustedes: que yo les detesto porque dicen esos absurdos? Pues no: me gusta que se equivoquen. En esto radica la superioridad del hombre sobre los demás organismos. Así llega uno a la verdad. Yo soy un hombre, y lo soy precisamente porque me equivoco. Nadie llega a una verdad sin haberse equivocado catorce veces, o ciento catorce, y esto es, acaso, un honor para el género humano. Pero no sabemos ser originales ni siquiera para equivocarnos. Un error original acaso valga más que una verdad insignificante. La verdad siempre se encuentra; en cambio, la vida puede enterrarse para siempre. Tenemos abundantes ejemplos de ello. ¿Qué hacemos nosotros en la actualidad? Todos, todos sin excepción, nos hallamos, en lo que concierne a la ciencia, la cultura, el pensamiento, la invención, el ideal, los deseos, el liberalismo, la razón, la experiencia y todo lo demás, en una clase preparatoria del instituto, y nos contentamos
Tercera Parte: Capítulo I
Raskolnikof se levantó y quedó sentado en el diván. Con un leve gesto indicó a Rasumikhine que suspendiera el torrente de su elocuencia desordenada y las frases de consuelo que dirigía a su hermana y a su madre. Después, cogiendo a las dos mujeres de la mano, las observó en silencio, alternativamente, por espacio de dos minutos cuando menos. Esta mirada inquietó profundamente a la madre: había en ella una sensibilidad tan fuerte, que resultaba dolorosa. Pero, al mismo tiempo, había en aquellos ojos una fijeza de insensatez. Pulqueria Alejandrovna se echó a llorar. Avdotia Romanovna estaba pálida y su mano temblaba en la de Rodia.
‑Volved a vuestro alojamiento... con él ‑dijo Raskolnikof con voz entrecortada y señalando a Rasumikhine‑. Ya hablaremos mañana. ¿Hace mucho que habéis llegado?
‑Esta tarde, Rodia ‑repuso Pulqueria Alejandrovna‑. El tren se ha retrasado. Pero oye, Rodia: no te dejaré por nada del mundo; pasaré la noche aquí, cerca de...
‑¡No me atormentéis! ‑la interrumpió el enfermo, irritado.
‑Yo me quedaré con él ‑dijo al punto Rasumikhine‑, y no te dejaré solo ni un segundo. Que se vayan al diablo mis invitados. No me importa que les sepa mal. Allí estará mi tío para atenderlos.
‑¿Cómo podré agradecérselo? ‑empezó a decir Pulqueria Alejandrovna estrechando las manos de Rasumikhine.
Pero su hijo la interrumpió:
‑¡Basta, basta! No me martiricéis. No puedo más.
‑Vámonos, mamá. Salgamos aunque sólo sea un momento ‑murmuró Dunia, asustada‑. No cabe duda de que nuestra presencia te mortifica.
‑¡Que no pueda quedarme a su lado después de tres años de separación! ‑gimió Pulqueria Alejandrovna, bañada en lágrimas.
‑Esperad un momento ‑dijo Raskolnikof‑. Como me interrumpís, pierdo el hilo de mis ideas. ¿Habéis visto a Lujine?
‑No, Rodia; pero ya sabe que hemos llegado. Ya nos hemos enterado de que Piotr Petrovitch ha tenido la atención de venir a verte hoy ‑dijo con cierta cortedad Pulqueria Alejandrovna.
‑Sí, ha sido muy amable... Oye, Dunia, he dicho a ese hombre que lo iba a tirar por la escalera y lo he mandado al diablo.
‑¡Oh Rodia! ¿Por qué has hecho eso? Seguramente tú... No creerás que... ‑balbuceó Pulqueria Alejandrovna, aterrada.
Pero una mirada dirigida a Dunia le hizo comprender que no debía continuar. Avdotia Romanovna miraba fijamente a su hermano y esperaba sus explicaciones. Las dos mujeres estaban enteradas del incidente por Nastasia, que lo había contado a su modo, y se hallaban sumidas en una amarga perplejidad.
‑Dunia ‑dijo Raskolnikof, haciendo un gran esfuerzo‑, no quiero que se lleve a cabo ese matrimonio. Debes romper mañana mismo con Lujine y que no vuelva a hablarse de él.
‑¡Dios mío! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna.
‑Piensa lo que dices, Rodia; -replicó Avdotia Romanovna, con una cólera que consiguió ahogar en seguida‑. Sin duda, tu estado no lo permite... Estás fatigado ‑terminó con acento cariñoso.
‑¿Crees que deliro? No: tú te quieres casar con Lujine por mí. Y yo no acepto tu sacrificio. Por lo tanto, escríbele una carta diciéndole que rompes con él. Dámela a leer mañana, y asunto concluido.
‑Yo no puedo hacer eso ‑replicó la joven, ofendida‑. ¿Con qué derecho...?
‑Tú también pierdes la calma, Dunetchka ‑dijo la madre, aterrada y tratando de hacer callar a su hija‑. Mañana hablaremos. Ahora lo que debemos hacer es marcharnos.
‑No estaba en su juicio ‑exclamó Rasumikhine con una voz que denunciaba su embriaguez‑. De lo contrario, no se habría atrevido a hacer una cosa así. Mañana habrá recobrado la razón. Pero hoy lo ha echado de aquí. El otro, como es natural, se ha indignado... Estaba aquí discurseando y exhibiendo su sabiduría y se ha marchado con el rabo entre piernas.
‑O sea ¿que es verdad? ‑dijo Dunia, afligida‑. Vamos, mamá... Buenas noches, Rodia.
‑No olvides lo que te he dicho, Dunia ‑dijo Raskolnikof reuniendo sus últimas fuerzas‑. Yo no deliro. Ese matrimonio es una villanía. Yo puedo ser un infame, pero tú no debes serlo. Basta con que haya uno. Pero, por infame que yo sea, renegaría de ti. O Lujine o yo... Ya os podéis marchar.
‑O estás loco o eres un déspota ‑gruñó Rasumikhine.
Raskolnikof no le contestó, acaso porque ya no le quedaban fuerzas.
Se había echado en el diván y se había vuelto de cara a la pared, completamente extenuado. Avdotia Romanovna miró atentamente a Rasumikhine. Sus negros ojos centellearon, y Rasumikhine se estremeció bajo aquella mirada. Pulqueria Alejandrovna estaba perpleja.
‑No puedo marcharme ‑murmuró a Rasumikhine, desesperada‑. Me quedaré aquí, en cualquier rincón. Acompañe a Dunia.
‑Con eso no hará sino empeorar las cosas ‑respondió Rasumikhine, también en voz baja y fuera de sí‑. Salgamos a la escalera. Nastasia, alúmbranos. Le juro ‑continuó a media voz cuando hubieron salido‑ que ha estado a punto de pegarnos al doctor y a mí. ¿Comprende usted? ¡Incluso al doctor! Éste ha cedido por no irritarle, y se ha marchado. Yo me he ido al piso de abajo, a fin de vigilarle desde allí. Pero él ha procedido con gran habilidad y ha logrado salir sin que yo le viese. Y si ahora se empeña usted en seguir irritándole, se irá igualmente, o intentará suicidarse.
‑¡Oh! ¿Qué dice usted?
‑Por otra parte, Avdotia Romanovna no puede permanecer sola en ese fonducho donde se hospedan ustedes. Piense que están en uno de los lugares más bajos de la ciudad. Ese bribón de Piotr Petrovitch podía haberles buscado un alojamiento más conveniente... ¡Ah! Estoy un poco achispado, ¿sabe? Por eso empleo palabras demasiado... expresivas. No haga usted demasiado caso.
‑Iré a ver a la patrona ‑dijo Pulqueria Alejandrovna‑ y le suplicaré que nos dé a Dunia y a mí un rincón cualquiera para pasar la noche. No puedo dejarlo así, no puedo.
Hablaban en el rellano, ante la misma puerta de la patrona. Nastasia permanecía en el último escalón, con una luz en la mano. Rasumikhine daba muestras de gran agitación. Media hora antes, cuando acompañaba a Raskolnikof, estaba muy hablador (se daba perfecta cuenta de ello), pero fresco y despejado, a pesar de lo mucho que había bebido. Ahora sentía una especie de exaltación: el vino ingerido parecía actuar de nuevo en él, y con redoblado efecto. Había cogido a las dos mujeres de la mano y les hablaba con una vehemencia y una desenvoltura extraordinarias. Casi a cada palabra, sin duda para mostrarse más convincente, les apretaba la mano hasta hacerles daño, y devoraba a Avdotia Romanovna con los ojos del modo más impúdico. A veces, sin poder soportar el dolor, las dos mujeres libraban sus dedos de la presión de las enormes y huesudas manos; pero él no se daba cuenta y seguía martirizándolas con sus apretones. Si en aquel momento ellas le hubieran pedido que se arrojara de cabeza por la escalera, él lo habría hecho sin discutir ni vacilar. Pulqueria Alejandrovna no dejaba de advertir que Rasumikhine era un hombre algo extravagante y que le apretaba demasiado enérgicamente la mano, pero la actitud y el estado de su hijo la tenían tan trastornada, que no quería prestar atención a los extraños modales de aquel joven que había sido para ella la Providencia en persona.
Avdotia Romanovna, aun compartiendo las inquietudes de su madre respecto a Rodia, y aunque no fuera de temperamento asustadizo, estaba sorprendida e incluso atemorizada al ver fijarse en ella las miradas ardorosas del amigo de su hermano, y sólo la confianza sin límites que le habían infundido los relatos de Nastasia acerca de aquel joven le permitía resistir a la tentación de huir arrastrando con ella a su madre.
Además, comprendía que no podían hacer tal cosa en aquellas circunstancias. Y, por otra parte, su intranquilidad desapareció al cabo de diez minutos. Rasumikhine, fuera cual fuere el estado en que se encontrase, se manifestaba tal cual era desde el primer momento, de modo que quien lo trataba sabía en el acto a qué atenerse.
‑De ningún modo deben ustedes ir a ver a la patrona ‑exclamó Rasumikhine dirigiéndose a Pulqueria Alejandrovna‑. Lo que usted pretende es un disparate. Por muy madre de él que usted sea, lo exasperaría quedándose aquí, y sabe Dios las consecuencias que eso podría tener. Escuchen; he aquí lo que he pensado hacer: Nastasia se quedará con él un momento, mientras yo las llevo a ustedes a su casa, pues dos mujeres no pueden atravesar solas las calles de Petersburgo... En seguida, en una carrera, volveré aquí, y un cuarto de hora después les doy mi palabra de honor más sagrada de que iré a informarlas de cómo va la cosa, de si duerme, de cómo está, etcétera... Luego, óiganme bien, iré en un abrir y cerrar de ojos de la casa de ustedes a la mía, donde he dejado algunos invitados, todos borrachos, por cierto. Entonces cojo a Zosimof, que es el doctor que asiste a Rodia y que ahora está en mi casa... Pero él no está bebido. Nunca está bebido. Lo traeré a ver a Rodia, y de aquí lo llevaré inmediatamente a casa de ustedes. Así, ustedes recibirán noticias dos veces en el espacio de una hora: primero noticias mías y después noticias del doctor en persona. ¡Del doctor! ¿Qué más pueden pedir? Si la cosa va mal, yo les juro que voy a buscarlas y las traigo aquí; si la cosa va bien, ustedes se acuestan y ¡a dormir se ha dicho...! Yo pasaré la noche aquí, en el vestíbulo. Él no se enterará. Y haré que Zosimof se quede a dormir en casa de la patrona: así lo tendremos a mano... Porque, díganme: ¿a quién necesita más Rodia en estos momentos: a ustedes o al doctor? No cabe duda de que el doctor es más útil para él, mucho más útil... Por lo tanto, vuélvanse a casa. Además, ustedes no pueden quedarse en el piso de la patrona. Yo puedo, pero ustedes no: ella no lo querrá, porque... porque es una necia. Tendría celos de Avdotia Romanovna, celos a causa de mi persona, ya lo saben. Y, a lo mejor, también tendría celos de usted, Pulqueria Alejandrovna. Pero de su hija no me cabe la menor duda de que los tendría. Es una mujer muy rara... Bien es verdad que también yo soy un estúpido... ¡Pero no me importa...! Bueno, vamos. Porque me creen, ¿verdad? Díganme: ¿me creen o no me creen?
‑Vamos, mamá ‑dijo Avdotia Romanovna‑. Hará lo que dice. Es el salvador de Rodia, y si el doctor ha prometido pasar aquí la noche, ¿qué más podemos pedir?
‑¡Ah! Usted me comprende porque es un ángel ‑exclamó Rasumikhine en una explosión de entusiasmo‑. Vámonos. Nastasia, entra en la habitación con la luz y no te muevas de su lado. Dentro de un cuarto de hora estoy de vuelta.
Pulqueria Alejandrovna, aunque no del todo convencida, no hizo la menor objeción. Rasumikhine las cogió a las dos del brazo y se las llevó escaleras abajo. La madre de Rodia no estaba muy segura de que el joven cumpliera lo prometido. «Sin duda es listo y tiene buenos sentimientos. Pero ¿se puede confiar en la palabra de un hombre que se halla en semejante estado?
‑Ya entiendo: ustedes creen que estoy bebido ‑dijo el joven, adivinando los pensamientos de las dos mujeres y mientras daba tales zancadas por la acera, que ellas a duras penas podían seguirle, cosa que él no advertía‑. Eso es absurdo... Quiero decir que, aunque esté borracho perdido, esto no importa en absoluto. Estoy borracho, sí, pero no de bebida. Lo que me ha trastornado ha sido la llegada de ustedes: me ha producido el mismo efecto que si me dieran un golpe en la cabeza... Sin embargo, esto no excluye mi responsabilidad... No me hagan caso, pues soy indigno de ustedes completamente indigno... Y tan pronto como las haya dejado en casa, me acercaré al canal y me echaré dos cubos de agua en la cabeza. Entonces se me pasará todo... ¡Si ustedes supieran cuánto las quiero a las dos! No se enfaden, no se rían... De la última persona de quien deben ustedes burlarse es de mí. Yo soy amigo de él. Tenía el presentimiento de que sucedería lo que ha sucedido. El año pasado ya lo presentí... Pero no, no pude presentirlo el año pasado, porque, al verlas a ustedes, he tenido la impresión de que me caían del cielo... Yo no dormiré esta noche... Ese Zosimof temía que Rodia perdiera la razón. Por eso les he dicho que no deben contrariarle.
‑Pero ¿qué dice usted? ‑exclamó la madre.
‑¿De veras ha dicho eso el doctor? ‑preguntó Avdotia Romanovna, aterrada.
‑Lo ha dicho, pero no es verdad. No, no lo es. Incluso le ha dado unos sellos; yo lo he visto. Cuando se los daba, ya debían de haber llegado ustedes... Por cierto que habría sido preferible que llegasen mañana... Hemos hecho bien en marcharnos... Dentro de una hora, como les he dicho, el mismo Zosimof irá a darles noticias... Y él no estará bebido, y yo tampoco lo estaré entonces... Pero ¿saben por qué he bebido tanto? Porque esos malditos me han obligado a discutir... ¡Y eso que me había jurado a mí mismo no tomar parte jamás en discusiones...! Pero ¡dicen unas cosas tan absurdas...! He estado a punto de pegarles. He dejado a mi tío en mi lugar para que los atienda... Aunque no lo crean ustedes, son partidarios de la impersonalidad. No hay que ser jamás uno mismo. Y a esto lo consideran el colmo del progreso. Si los disparates que dicen fueran al menos originales... Pero no...
‑Óigame ‑dijo tímidamente Pulqueria Alejandrovna. Pero con esta interrupción no consiguió sino enardecer más todavía a Rasumikhine.
‑No, no son originales ‑prosiguió el joven, levantando más aún la voz‑. ¿Y qué creen ustedes: que yo les detesto porque dicen esos absurdos? Pues no: me gusta que se equivoquen. En esto radica la superioridad del hombre sobre los demás organismos. Así llega uno a la verdad. Yo soy un hombre, y lo soy precisamente porque me equivoco. Nadie llega a una verdad sin haberse equivocado catorce veces, o ciento catorce, y esto es, acaso, un honor para el género humano. Pero no sabemos ser originales ni siquiera para equivocarnos. Un error original acaso valga más que una verdad insignificante. La verdad siempre se encuentra; en cambio, la vida puede enterrarse para siempre. Tenemos abundantes ejemplos de ello. ¿Qué hacemos nosotros en la actualidad? Todos, todos sin excepción, nos hallamos, en lo que concierne a la ciencia, la cultura, el pensamiento, la invención, el ideal, los deseos, el liberalismo, la razón, la experiencia y todo lo demás, en una clase preparatoria del instituto, y nos contentamos
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
con vivir con el espíritu ajeno... ¿Tengo razón o no la tengo? Díganme: ¿tengo razón?
Rasumikhine dijo esto a grandes voces, sacudiendo y apretando las manos de las dos mujeres.
‑¿Qué sé yo, Dios mío? ‑exclamó la pobre Pulqueria Alejandrovna.
Y Avdotia Romanovna repuso gravemente:
‑Ha dicho usted muchas verdades, pero yo no estoy de acuerdo con usted en todos los puntos.
Apenas había terminado de pronunciar estas palabras, lanzó un grito de dolor provocado por un apretón de manos demasiado enérgico.
Rasumikhine exclamó, en el colmo del entusiasmo:
‑¡Ha reconocido usted que tengo razón! Después de esto, no puedo menos de declarar que es usted un manantial de bondad, de buen juicio, de pureza y de perfección. Déme su mano, ¡démela...! Y usted déme también la suya. Quiero besarlas. Ahora mismo y de rodillas.
Y se arrodilló en medio de la acera, afortunadamente desierta a aquella hora.
‑¡Basta, por favor! ¿Qué hace usted? ‑exclamó, alarmada, Pulqueria Alejandrovna.
‑¡Levántese, levántese! ‑dijo Dunia, entre divertida e inquieta.
‑Por nada del mundo me levantaré si no me dan ustedes la mano... Así. Esto es suficiente. Ahora ya puedo levantarme. Sigamos nuestro camino... Yo soy un pobre idiota indigno de ustedes, un miserable borracho. Pero inclinarse ante ustedes constituye un deber para todo hombre que no sea un bruto rematado. Por eso me he inclinado yo... Bueno, aquí tienen su casa. Después de ver esto, uno ha de pensar que Rodion ha hecho bien en poner a Piotr Petrovitch en la calle. ¿Cómo se habrá atrevido a traerlas a un sitio semejante? ¡Es bochornoso! Ustedes no saben la gentuza que vive aquí. Sin embargo, usted es su prometida. ¿Verdad que es su prometida? Pues bien, después de haber visto esto, yo me atrevo a decirle que su prometido es un granuja.
‑Escuche, señor Rasumikhine ‑comenzó a decir Pulqueria Alejandrovna‑. Se olvida usted...
‑Sí, sí; tiene usted razón ‑se excusó el estudiante‑; me he olvidado de algo que no debí olvidar, y estoy verdaderamente avergonzado. Pero usted no debe guardarme rencor porque haya hablado así, pues he sido franco. No crea que lo he dicho por... No, no; eso sería una vileza... Yo no lo he dicho para... No, no me atrevo a decirlo... Cuando ese hombre vino a ver a Rodia, comprendimos muy pronto que no era de los nuestros. Y no porque se hubiera hecho rizar el pelo en la peluquería, ni porque alardease de sus buenas relaciones, sino porque es mezquino e interesado, porque es falso y avaro como un judío. ¿Creen ustedes que es inteligente? Pues se equivocan: es un necio de pies a cabeza. ¿Acaso es ése el marido que le conviene...? ¡Dios santo! Óiganme ‑dijo, deteniéndose de pronto, cuando subían la escalera‑: en mi casa todos están borrachos, pero son personas de nobles sentimientos, y a pesar de los absurdos que decimos (pues yo los digo también), llegaremos un día a la verdad, porque vamos por el buen camino. En cambio, Piotr Petrovitch..., en fin, su camino es diferente. Hace un momento he insultado a mis amigos, pero los aprecio. Los aprecio a todos, incluso a Zamiotof. No es que sienta por él un gran cariño, pero sí cierto afecto: es una criatura. Y también aprecio a esa mole de Zosimof, pues es honrado y conoce su oficio... En fin, basta de esta cuestión. El caso es que allí todo se dice y todo se perdona. ¿Estoy yo también perdonado aquí? ¿Sí? Pues adelante... Este pasillo lo conozco yo. He estado aquí otras veces. Allí, en el número tres, hubo un día un escándalo. ¿Dónde se alojan ustedes? ¿En el número ocho? Pues cierren bien la puerta y no abran a nadie... Volveré dentro de un cuarto de hora con noticias, y dentro de media hora con Zosimof. Bueno, me voy. Buenas noches.
‑Dios mío, ¿adónde hemos venido a parar? ‑preguntó, ya en la habitación, Pulqueria Alejandrovna a su hija.
‑Tranquilízate, mamá ‑repuso Dunia, quitándose el sombrero y la mantilla‑. Dios nos ha enviado a este hombre, aunque lo haya sacado de una orgía. Se puede confiar en él, te lo aseguro. Además, ¡ha hecho ya tanto por mi hermano!
‑¡Ay, Dunetchka! Sabe Dios si volverá. No sé cómo he podido dejar a Rodia... Nunca habría creído que lo encontraría en tal estado. Cualquiera diría que no se ha alegrado de vernos.
Las lágrimas llenaban sus ojos.
‑Eso no, mamá. No has podido verlo bien, porque no hacías más que llorar. Lo que ocurre es que está agotado por una grave enfermedad. Eso explica su conducta.
‑¡Esa enfermedad, Dios mío...! ¿Cómo terminará todo esto...? Y ¡en qué tono te ha hablado!
Al decir esto, la madre buscaba tímidamente la mirada de su hija, deseosa de leer en su pensamiento. Sin embargo, la tranquilizaba la idea de que Dunia defendía a su hermano, lo que demostraba que le había perdonado.
‑Estoy segura de que mañana será otro ‑añadió para ver qué contestaba su hija.
‑Pues a mí no me cabe duda ‑afirmó Dunia‑ de que mañana pensará lo mismo que hoy.
Pulqueria Alejandrovna renunció a continuar el diálogo: la cuestión le parecía demasiado delicada.
Dunia se acercó a su madre y la rodeó con sus brazos. Y la madre estrechó apasionadamente a la hija contra su pecho.
Después, Pulqueria Alejandrovna se sentó y desde este momento esperó febrilmente la vuelta de Rasumikhine. Entre tanto observaba a su hija, que, pensativa y con los brazos cruzados, iba de un lado a otro del aposento. Así procedía siempre Avdotia Romanovna cuando tenía alguna preocupación. Y su madre jamás turbaba sus meditaciones.
No cabía duda de que Rasumikhine se había comportado ridículamente al mostrar aquella súbita pasión de borracho ante la aparición de Dunia, pero los que vieran a la joven ir y venir por la habitación con paso maquinal, cruzados los brazos, triste y pensativa, habrían disculpado fácilmente al estudiante.
Avdotia Romanovna era extraordinariamente hermosa, alta, esbelta, pero sin que esta esbeltez estuviera reñida con el vigor físico. Todos sus movimientos evidenciaban una firmeza que no afectaba lo más mínimo a su gracia femenina. Se parecía a su hermano. Su cabello era de un castaño claro; su tez, pálida, pero no de una palidez enfermiza, sino todo lo contrario; su figura irradiaba lozanía y juventud; su boca, demasiado pequeña y cuyo labio inferior, de un rojo vivo, sobresalía, lo mismo que su mentón, era el único defecto de aquel maravilloso rostro, pero este defecto daba al conjunto de la fisonomía cierta original expresión de energía y arrogancia. Su semblante era, por regla general, más grave que alegre, pero, en compensación, adquiría un encanto incomparable las contadas veces que Dunia sonreía, o reía con una risa despreocupada, juvenil, gozosa...
No era extraño que el fogoso, honesto y sencillo Rasumikhine, aquel gigante accidentalmente borracho, hubiera perdido la cabeza apenas vio a aquella mujer superior a todas las que había visto hasta entonces. Además, el azar había querido que viera por primera vez a Dunia en un momento en que la angustia, por un lado, y la alegría de reunirse con su hermano, por otro, la transfiguraban. Todo esto explica que, al advertir que el labio de Avdotia Romanovna temblaba de indignación ante las acusaciones de Rodia, Rasumikhine hubiera mentido en defensa de la joven.
El estudiante no había mentido al decir, en el curso de su extravagante charla de borracho, que la patrona de Raskolnikof, Praskovia Pavlovna, tendría celos de Dunia y, seguramente, también de Pulqueria Alejandrovna, la cual, pese a sus cuarenta y tres años, no había perdido su extraordinaria belleza. Por otra parte, parecía más joven de lo que era, como suele ocurrir a las mujeres que saben conservar hasta las proximidades de la vejez un alma pura, un espíritu lúcido y un corazón inocente y lleno de ternura. Digamos entre paréntesis que no hay otro medio de conservarse hermosa hasta una edad avanzada. Su cabello empezaba a encanecer y a aclararse; hacía tiempo que sus ojos estaban cercados de arrugas; sus mejillas se habían hundido a causa de los desvelos y los sufrimientos, pero esto no empañaba la belleza extraordinaria de aquella fisonomía. Su rostro era una copia del de Dunia, sólo que con veinte años más y sin el rasgo del labio inferior saliente. Pulqueria Alejandrovna tenía un corazón tierno, pero su sensibilidad no era en modo alguno sensiblería. Tímida por naturaleza, se sentía inclinada a ceder, pero hasta cierto punto: podía admitir muchas cosas opuestas a sus convicciones, mas había un punto de honor y de principios en los que ninguna circunstancia podía impulsarla a transigir.
Veinte minutos después de haberse marchado Rasumikhine se oyeron en la puerta dos discretos y rápidos golpes. Era el estudiante, que estaba de vuelta.
‑No entro, pues el tiempo apremia ‑dijo apresuradamente cuando le abrieron‑. Duerme a pierna suelta y con perfecta tranquilidad. Quiera Dios que su sueño dure diez horas. Nastasia está a su lado y le he ordenado que no lo deje hasta que yo vuelva. Ahora voy por Zosimof para que le eche un vistazo. Luego vendrá a informarlas y ustedes podrán acostarse, cosa que buena falta les hace, pues bien se ve que están agotadas.
Y se fue corriendo por el pasillo.
‑¡Qué joven tan avispado... y tan amable! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna, complacida.
‑Yo creo que es una excelente persona ‑dijo Dunia calurosamente y reanudando sus paseos por la habitación.
Alrededor de una hora después, volvieron a oírse pasos en el corredor y de nuevo golpearon la puerta. Esta vez las dos mujeres habían esperado con absoluta confianza la segunda visita de Rasumikhine, cuya palabra ya no ponían en duda. En efecto, era él y le acompañaba Zosimof. Éste no había vacilado en dejar la reunión para ir a ver al enfermo. Sin embargo, Rasumikhine había tenido que insistir para que accediera a visitar a las dos mujeres: no se fiaba de su amigo, cuyo estado de embriaguez era evidente. Pero pronto se tranquilizó, e incluso se sintió halagado, al ver que, en efecto, se le esperaba como a un oráculo. Durante los diez minutos que duró su visita consiguió devolver la confianza a Pulqueria Alejandrovna. Mostró gran interés por el enfermo, pero habló en un tono reservado y austero, muy propio de un médico de veintisiete años llamado a una consulta de extrema gravedad. Ni se permitió la menor digresión, ni mostró deseo alguno de entablar relaciones más íntimas y amistosas con las dos mujeres. Como apenas entró advirtiera la belleza deslumbrante de Avdotia Romanovna, procuró no prestarle la menor atención y dirigirse exclusivamente a la madre. Todo esto le proporcionaba una extraordinaria satisfacción.
Manifestó que había encontrado al enfermo en un estado francamente satisfactorio. Según sus observaciones, la enfermedad se debía no sólo a las condiciones materiales en que su paciente había vivido durante mucho tiempo, sino a otras causas de índole moral. Se trataba, por decirlo así, del complejo resultado de diversas influencias: inquietudes, cuidados, ideas, etc. Al advertir, sin demostrarlo, que Avdotia Romanovna le escuchaba con suma atención, Zosimof se extendió sobre el tema con profunda complacencia. Pulquería Alejandrovna le preguntó, inquieta, por «ciertos síntomas de locura» y el doctor repuso, con una sonrisa llena de franqueza y serenidad que se había exagerado el sentido de sus palabras. Sin duda, el enfermo daba muestras de estar dominado por una idea fija, algo así como
Rasumikhine dijo esto a grandes voces, sacudiendo y apretando las manos de las dos mujeres.
‑¿Qué sé yo, Dios mío? ‑exclamó la pobre Pulqueria Alejandrovna.
Y Avdotia Romanovna repuso gravemente:
‑Ha dicho usted muchas verdades, pero yo no estoy de acuerdo con usted en todos los puntos.
Apenas había terminado de pronunciar estas palabras, lanzó un grito de dolor provocado por un apretón de manos demasiado enérgico.
Rasumikhine exclamó, en el colmo del entusiasmo:
‑¡Ha reconocido usted que tengo razón! Después de esto, no puedo menos de declarar que es usted un manantial de bondad, de buen juicio, de pureza y de perfección. Déme su mano, ¡démela...! Y usted déme también la suya. Quiero besarlas. Ahora mismo y de rodillas.
Y se arrodilló en medio de la acera, afortunadamente desierta a aquella hora.
‑¡Basta, por favor! ¿Qué hace usted? ‑exclamó, alarmada, Pulqueria Alejandrovna.
‑¡Levántese, levántese! ‑dijo Dunia, entre divertida e inquieta.
‑Por nada del mundo me levantaré si no me dan ustedes la mano... Así. Esto es suficiente. Ahora ya puedo levantarme. Sigamos nuestro camino... Yo soy un pobre idiota indigno de ustedes, un miserable borracho. Pero inclinarse ante ustedes constituye un deber para todo hombre que no sea un bruto rematado. Por eso me he inclinado yo... Bueno, aquí tienen su casa. Después de ver esto, uno ha de pensar que Rodion ha hecho bien en poner a Piotr Petrovitch en la calle. ¿Cómo se habrá atrevido a traerlas a un sitio semejante? ¡Es bochornoso! Ustedes no saben la gentuza que vive aquí. Sin embargo, usted es su prometida. ¿Verdad que es su prometida? Pues bien, después de haber visto esto, yo me atrevo a decirle que su prometido es un granuja.
‑Escuche, señor Rasumikhine ‑comenzó a decir Pulqueria Alejandrovna‑. Se olvida usted...
‑Sí, sí; tiene usted razón ‑se excusó el estudiante‑; me he olvidado de algo que no debí olvidar, y estoy verdaderamente avergonzado. Pero usted no debe guardarme rencor porque haya hablado así, pues he sido franco. No crea que lo he dicho por... No, no; eso sería una vileza... Yo no lo he dicho para... No, no me atrevo a decirlo... Cuando ese hombre vino a ver a Rodia, comprendimos muy pronto que no era de los nuestros. Y no porque se hubiera hecho rizar el pelo en la peluquería, ni porque alardease de sus buenas relaciones, sino porque es mezquino e interesado, porque es falso y avaro como un judío. ¿Creen ustedes que es inteligente? Pues se equivocan: es un necio de pies a cabeza. ¿Acaso es ése el marido que le conviene...? ¡Dios santo! Óiganme ‑dijo, deteniéndose de pronto, cuando subían la escalera‑: en mi casa todos están borrachos, pero son personas de nobles sentimientos, y a pesar de los absurdos que decimos (pues yo los digo también), llegaremos un día a la verdad, porque vamos por el buen camino. En cambio, Piotr Petrovitch..., en fin, su camino es diferente. Hace un momento he insultado a mis amigos, pero los aprecio. Los aprecio a todos, incluso a Zamiotof. No es que sienta por él un gran cariño, pero sí cierto afecto: es una criatura. Y también aprecio a esa mole de Zosimof, pues es honrado y conoce su oficio... En fin, basta de esta cuestión. El caso es que allí todo se dice y todo se perdona. ¿Estoy yo también perdonado aquí? ¿Sí? Pues adelante... Este pasillo lo conozco yo. He estado aquí otras veces. Allí, en el número tres, hubo un día un escándalo. ¿Dónde se alojan ustedes? ¿En el número ocho? Pues cierren bien la puerta y no abran a nadie... Volveré dentro de un cuarto de hora con noticias, y dentro de media hora con Zosimof. Bueno, me voy. Buenas noches.
‑Dios mío, ¿adónde hemos venido a parar? ‑preguntó, ya en la habitación, Pulqueria Alejandrovna a su hija.
‑Tranquilízate, mamá ‑repuso Dunia, quitándose el sombrero y la mantilla‑. Dios nos ha enviado a este hombre, aunque lo haya sacado de una orgía. Se puede confiar en él, te lo aseguro. Además, ¡ha hecho ya tanto por mi hermano!
‑¡Ay, Dunetchka! Sabe Dios si volverá. No sé cómo he podido dejar a Rodia... Nunca habría creído que lo encontraría en tal estado. Cualquiera diría que no se ha alegrado de vernos.
Las lágrimas llenaban sus ojos.
‑Eso no, mamá. No has podido verlo bien, porque no hacías más que llorar. Lo que ocurre es que está agotado por una grave enfermedad. Eso explica su conducta.
‑¡Esa enfermedad, Dios mío...! ¿Cómo terminará todo esto...? Y ¡en qué tono te ha hablado!
Al decir esto, la madre buscaba tímidamente la mirada de su hija, deseosa de leer en su pensamiento. Sin embargo, la tranquilizaba la idea de que Dunia defendía a su hermano, lo que demostraba que le había perdonado.
‑Estoy segura de que mañana será otro ‑añadió para ver qué contestaba su hija.
‑Pues a mí no me cabe duda ‑afirmó Dunia‑ de que mañana pensará lo mismo que hoy.
Pulqueria Alejandrovna renunció a continuar el diálogo: la cuestión le parecía demasiado delicada.
Dunia se acercó a su madre y la rodeó con sus brazos. Y la madre estrechó apasionadamente a la hija contra su pecho.
Después, Pulqueria Alejandrovna se sentó y desde este momento esperó febrilmente la vuelta de Rasumikhine. Entre tanto observaba a su hija, que, pensativa y con los brazos cruzados, iba de un lado a otro del aposento. Así procedía siempre Avdotia Romanovna cuando tenía alguna preocupación. Y su madre jamás turbaba sus meditaciones.
No cabía duda de que Rasumikhine se había comportado ridículamente al mostrar aquella súbita pasión de borracho ante la aparición de Dunia, pero los que vieran a la joven ir y venir por la habitación con paso maquinal, cruzados los brazos, triste y pensativa, habrían disculpado fácilmente al estudiante.
Avdotia Romanovna era extraordinariamente hermosa, alta, esbelta, pero sin que esta esbeltez estuviera reñida con el vigor físico. Todos sus movimientos evidenciaban una firmeza que no afectaba lo más mínimo a su gracia femenina. Se parecía a su hermano. Su cabello era de un castaño claro; su tez, pálida, pero no de una palidez enfermiza, sino todo lo contrario; su figura irradiaba lozanía y juventud; su boca, demasiado pequeña y cuyo labio inferior, de un rojo vivo, sobresalía, lo mismo que su mentón, era el único defecto de aquel maravilloso rostro, pero este defecto daba al conjunto de la fisonomía cierta original expresión de energía y arrogancia. Su semblante era, por regla general, más grave que alegre, pero, en compensación, adquiría un encanto incomparable las contadas veces que Dunia sonreía, o reía con una risa despreocupada, juvenil, gozosa...
No era extraño que el fogoso, honesto y sencillo Rasumikhine, aquel gigante accidentalmente borracho, hubiera perdido la cabeza apenas vio a aquella mujer superior a todas las que había visto hasta entonces. Además, el azar había querido que viera por primera vez a Dunia en un momento en que la angustia, por un lado, y la alegría de reunirse con su hermano, por otro, la transfiguraban. Todo esto explica que, al advertir que el labio de Avdotia Romanovna temblaba de indignación ante las acusaciones de Rodia, Rasumikhine hubiera mentido en defensa de la joven.
El estudiante no había mentido al decir, en el curso de su extravagante charla de borracho, que la patrona de Raskolnikof, Praskovia Pavlovna, tendría celos de Dunia y, seguramente, también de Pulqueria Alejandrovna, la cual, pese a sus cuarenta y tres años, no había perdido su extraordinaria belleza. Por otra parte, parecía más joven de lo que era, como suele ocurrir a las mujeres que saben conservar hasta las proximidades de la vejez un alma pura, un espíritu lúcido y un corazón inocente y lleno de ternura. Digamos entre paréntesis que no hay otro medio de conservarse hermosa hasta una edad avanzada. Su cabello empezaba a encanecer y a aclararse; hacía tiempo que sus ojos estaban cercados de arrugas; sus mejillas se habían hundido a causa de los desvelos y los sufrimientos, pero esto no empañaba la belleza extraordinaria de aquella fisonomía. Su rostro era una copia del de Dunia, sólo que con veinte años más y sin el rasgo del labio inferior saliente. Pulqueria Alejandrovna tenía un corazón tierno, pero su sensibilidad no era en modo alguno sensiblería. Tímida por naturaleza, se sentía inclinada a ceder, pero hasta cierto punto: podía admitir muchas cosas opuestas a sus convicciones, mas había un punto de honor y de principios en los que ninguna circunstancia podía impulsarla a transigir.
Veinte minutos después de haberse marchado Rasumikhine se oyeron en la puerta dos discretos y rápidos golpes. Era el estudiante, que estaba de vuelta.
‑No entro, pues el tiempo apremia ‑dijo apresuradamente cuando le abrieron‑. Duerme a pierna suelta y con perfecta tranquilidad. Quiera Dios que su sueño dure diez horas. Nastasia está a su lado y le he ordenado que no lo deje hasta que yo vuelva. Ahora voy por Zosimof para que le eche un vistazo. Luego vendrá a informarlas y ustedes podrán acostarse, cosa que buena falta les hace, pues bien se ve que están agotadas.
Y se fue corriendo por el pasillo.
‑¡Qué joven tan avispado... y tan amable! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna, complacida.
‑Yo creo que es una excelente persona ‑dijo Dunia calurosamente y reanudando sus paseos por la habitación.
Alrededor de una hora después, volvieron a oírse pasos en el corredor y de nuevo golpearon la puerta. Esta vez las dos mujeres habían esperado con absoluta confianza la segunda visita de Rasumikhine, cuya palabra ya no ponían en duda. En efecto, era él y le acompañaba Zosimof. Éste no había vacilado en dejar la reunión para ir a ver al enfermo. Sin embargo, Rasumikhine había tenido que insistir para que accediera a visitar a las dos mujeres: no se fiaba de su amigo, cuyo estado de embriaguez era evidente. Pero pronto se tranquilizó, e incluso se sintió halagado, al ver que, en efecto, se le esperaba como a un oráculo. Durante los diez minutos que duró su visita consiguió devolver la confianza a Pulqueria Alejandrovna. Mostró gran interés por el enfermo, pero habló en un tono reservado y austero, muy propio de un médico de veintisiete años llamado a una consulta de extrema gravedad. Ni se permitió la menor digresión, ni mostró deseo alguno de entablar relaciones más íntimas y amistosas con las dos mujeres. Como apenas entró advirtiera la belleza deslumbrante de Avdotia Romanovna, procuró no prestarle la menor atención y dirigirse exclusivamente a la madre. Todo esto le proporcionaba una extraordinaria satisfacción.
Manifestó que había encontrado al enfermo en un estado francamente satisfactorio. Según sus observaciones, la enfermedad se debía no sólo a las condiciones materiales en que su paciente había vivido durante mucho tiempo, sino a otras causas de índole moral. Se trataba, por decirlo así, del complejo resultado de diversas influencias: inquietudes, cuidados, ideas, etc. Al advertir, sin demostrarlo, que Avdotia Romanovna le escuchaba con suma atención, Zosimof se extendió sobre el tema con profunda complacencia. Pulquería Alejandrovna le preguntó, inquieta, por «ciertos síntomas de locura» y el doctor repuso, con una sonrisa llena de franqueza y serenidad que se había exagerado el sentido de sus palabras. Sin duda, el enfermo daba muestras de estar dominado por una idea fija, algo así como
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
una monomanía. Él, Zosimof, estaba entonces enfrascado en el estudio de esta rama de la medicina.
‑Pero no debemos olvidar ‑añadió‑ que el enfermo ha estado hasta hoy bajo los efectos del delirio... La llegada de su familia ejercerá sobre él, seguramente, una influencia saludable, siempre que se tenga en cuenta que hay que evitarle nuevas emociones.
Con estas palabras, dichas en un tono significativo, dio por terminada su visita. Acto seguido se levantó, se despidió con una mezcla de circunspección y cordialidad y se retiró acompañado de un raudal de bendiciones, acciones de gracias y efusivas manifestaciones de gratitud. Avdotia Romanovna incluso le tendió su delicada mano, sin que él hubiera hecho nada por provocar este gesto, y el doctor salió, encantado de la visita y más encantado aún de sí mismo.
‑Mañana hablaremos. Ahora acuéstense inmediatamente ‑ordenó Rasumikhine mientras se iba con Zosimof‑. Mañana, a primera hora, vendré a darles noticias.
‑¡Qué encantadora muchacha esa Avdotia Romanovna! ‑dijo calurosamente Zosimof cuando estuvieron en la calle.
Al oír esto, Rasumikhine se arrojó repentinamente sobre Zosimof y le atenazó el cuello con las manos.
‑¿Encantadora? ¿Has dicho encantadora? Como te atrevas a... ¿Comprendes...? ¿Comprendes lo que quiero decir...? ¿Me has entendido...?
Y lo echó contra la pared, sin dejar de zarandearle.
‑¡Déjame demonio...! ¡Maldito borracho! ‑gritó Zosimof debatiéndose.
Y cuando Rasumikhine le hubo soltado, se quedó mirándole fijamente y lanzó una carcajada. Rasumikhine permaneció ante él, con los brazos caídos y el semblante pensativo y triste.
‑Desde luego, soy un asno ‑dijo con trágico acento‑. Pero tú eres tan asno como yo.
‑Eso no, amigo; yo no soy un asno: yo no pienso en tonterías como tú.
Continuaron su camino en silencio, y ya estaban cerca de la morada de Raskolnikof, cuando Rasumikhine, que daba muestras de gran preocupación, rompió el silencio.
‑Escucha ‑dijo a Zosimof‑, tú no eres una mala persona, pero tienes una hermosa colección de defectos. Estás corrompido. Eres débil, sensual, comodón, y no sabes privarte de nada. Es un camino lamentable que conduce al cieno. Eres tan blando, tan afeminado, que no comprendo cómo has podido llegar a ser médico y, sobre todo, un médico que cumple con su deber. ¡Un doctor que duerme en lecho de plumas y se levanta por la noche para ir a visitar a un enfermo...! Dentro de dos o tres años no harás tales sacrificios... Pero, en fin, esto poco importa. Lo que quiero decirte es lo siguiente: tú dormirás esta noche en el departamento de la patrona (he obtenido, no sin trabajo, su consentimiento) y yo en la cocina. Esto es para ti una ocasión de trabar más estrecho conocimiento con ella... No, no pienses mal. No quiero decir eso, ni remotamente...
‑¡Pero si yo no pienso nada!
‑Esa mujer, querido, es el pudor personificado; una mezcla de discretos silencios, timidez, castidad invencible y, al mismo tiempo, hondos suspiros. Su sensibilidad es tal, que se funde como la cera. ¡Líbrame de ella, por lo que más quieras, Zosimof! Es bastante agraciada. Me harías un favor que te lo agradecería con toda el alma. ¡Te juro que te lo agradecería!
Zosimof se echó a reír de buena gana.
‑Pero ¿para qué la quiero yo?
‑Te aseguro que no te ocasionará ninguna molestia. Lo único que tienes que hacer es hablarle, sea de lo que sea: te sientas a su lado y hablas. Como eres médico, puedes empezar por curarla de una enfermedad cualquiera. Te juro que no te arrepentirás... Esa mujer tiene un clavicordio. Yo sé un poco de música y conozco esa cancioncilla rusa que dice «Derramo lágrimas amargas». Ella adora las canciones sentimentales. Así empezó la cosa. Tú eres un maestro del teclado, un Rubinstein. Te aseguro que no te arrepentirás.
‑Pero oye: ¿le has hecho alguna promesa...?, ¿le has firmado algún papel...?, ¿le has propuesto el matrimonio?
‑Nada de eso, nada en absoluto... No, esa mujer no es lo que tú crees. Porque Tchebarof ha intentado...
‑Entonces, la plantas y en paz.
‑Imposible.
‑¿Por qué?
‑Pues... porque es imposible, sencillamente... Uno se siente atado, ¿no comprendes?
‑Lo que no entiendo es tu empeño en atraértela, en ligarla a ti.
‑Yo no he intentado tal cosa, ni mucho menos. Es ella la que me ha puesto las ligaduras, aprovechándose de mi estupidez. Sin embargo, le da lo mismo que el ligado sea yo o seas tú: el caso es tener a su lado un pretendiente... Es... es... No sé cómo explicarte... Mira; yo sé que tú dominas las matemáticas. Pues bien; háblale del cálculo integral. Te doy mi palabra de que no lo digo en broma; te juro que el tema le es indiferente. Ella te mirará y suspirará. Yo le he estado hablando durante dos días del Parlamento prusiano (llega un momento en que no sabe uno de qué hablarle), y lo único que ella hacía era suspirar y sudar. Pero no le hables de amor, pues podría acometerla una crisis de timidez. Limítate a hacerle creer que no puedes separarte de ella. Esto será suficiente... Estarás como en tu casa, exactamente como en tu casa; leerás, te echarás, escribirás... Incluso podrás arriesgarte a darle un beso..., pero un beso discreto.
‑Pero ¿a santo de qué he de hacer yo todo eso?
‑¡Nada, que no consigo que me entiendas...! Oye: vosotros formáis una pareja perfectamente armónica. Hace ya tiempo que lo vengo pensando... Y si tu fin ha de ser éste, ¿qué importa que llegue antes o después? Te parecerá que vives sobre plumas; es ésta una vida que se apodera de uno y te subyuga; es el fin del mundo, el ancla, el puerto, el centro de la tierra, el paraíso. Crêpes suculentos, sabrosos pasteles de pescado, el samovar por la tarde, tiernos suspiros, tibios batines y buenos calentadores. Es como si estuvieses muerto y, al mismo tiempo, vivo, lo que representa una doble ventaja. Bueno, amigo mío; empiezo a decir cosas absurdas. Ya es hora de irse a dormir. Escucha: yo me despierto varias veces por la noche. Cuando me despierte, iré a echar un vistazo a Rodia. Por lo tanto, no te alarmes si me oyes subir. Sin embargo, si el corazón te lo manda, puedes ir a echarle una miradita. Y si vieras algo anormal..., delirio o fiebre, por ejemplo..., debes despertarme. Pero esto no sucederá.
‑Pero no debemos olvidar ‑añadió‑ que el enfermo ha estado hasta hoy bajo los efectos del delirio... La llegada de su familia ejercerá sobre él, seguramente, una influencia saludable, siempre que se tenga en cuenta que hay que evitarle nuevas emociones.
Con estas palabras, dichas en un tono significativo, dio por terminada su visita. Acto seguido se levantó, se despidió con una mezcla de circunspección y cordialidad y se retiró acompañado de un raudal de bendiciones, acciones de gracias y efusivas manifestaciones de gratitud. Avdotia Romanovna incluso le tendió su delicada mano, sin que él hubiera hecho nada por provocar este gesto, y el doctor salió, encantado de la visita y más encantado aún de sí mismo.
‑Mañana hablaremos. Ahora acuéstense inmediatamente ‑ordenó Rasumikhine mientras se iba con Zosimof‑. Mañana, a primera hora, vendré a darles noticias.
‑¡Qué encantadora muchacha esa Avdotia Romanovna! ‑dijo calurosamente Zosimof cuando estuvieron en la calle.
Al oír esto, Rasumikhine se arrojó repentinamente sobre Zosimof y le atenazó el cuello con las manos.
‑¿Encantadora? ¿Has dicho encantadora? Como te atrevas a... ¿Comprendes...? ¿Comprendes lo que quiero decir...? ¿Me has entendido...?
Y lo echó contra la pared, sin dejar de zarandearle.
‑¡Déjame demonio...! ¡Maldito borracho! ‑gritó Zosimof debatiéndose.
Y cuando Rasumikhine le hubo soltado, se quedó mirándole fijamente y lanzó una carcajada. Rasumikhine permaneció ante él, con los brazos caídos y el semblante pensativo y triste.
‑Desde luego, soy un asno ‑dijo con trágico acento‑. Pero tú eres tan asno como yo.
‑Eso no, amigo; yo no soy un asno: yo no pienso en tonterías como tú.
Continuaron su camino en silencio, y ya estaban cerca de la morada de Raskolnikof, cuando Rasumikhine, que daba muestras de gran preocupación, rompió el silencio.
‑Escucha ‑dijo a Zosimof‑, tú no eres una mala persona, pero tienes una hermosa colección de defectos. Estás corrompido. Eres débil, sensual, comodón, y no sabes privarte de nada. Es un camino lamentable que conduce al cieno. Eres tan blando, tan afeminado, que no comprendo cómo has podido llegar a ser médico y, sobre todo, un médico que cumple con su deber. ¡Un doctor que duerme en lecho de plumas y se levanta por la noche para ir a visitar a un enfermo...! Dentro de dos o tres años no harás tales sacrificios... Pero, en fin, esto poco importa. Lo que quiero decirte es lo siguiente: tú dormirás esta noche en el departamento de la patrona (he obtenido, no sin trabajo, su consentimiento) y yo en la cocina. Esto es para ti una ocasión de trabar más estrecho conocimiento con ella... No, no pienses mal. No quiero decir eso, ni remotamente...
‑¡Pero si yo no pienso nada!
‑Esa mujer, querido, es el pudor personificado; una mezcla de discretos silencios, timidez, castidad invencible y, al mismo tiempo, hondos suspiros. Su sensibilidad es tal, que se funde como la cera. ¡Líbrame de ella, por lo que más quieras, Zosimof! Es bastante agraciada. Me harías un favor que te lo agradecería con toda el alma. ¡Te juro que te lo agradecería!
Zosimof se echó a reír de buena gana.
‑Pero ¿para qué la quiero yo?
‑Te aseguro que no te ocasionará ninguna molestia. Lo único que tienes que hacer es hablarle, sea de lo que sea: te sientas a su lado y hablas. Como eres médico, puedes empezar por curarla de una enfermedad cualquiera. Te juro que no te arrepentirás... Esa mujer tiene un clavicordio. Yo sé un poco de música y conozco esa cancioncilla rusa que dice «Derramo lágrimas amargas». Ella adora las canciones sentimentales. Así empezó la cosa. Tú eres un maestro del teclado, un Rubinstein. Te aseguro que no te arrepentirás.
‑Pero oye: ¿le has hecho alguna promesa...?, ¿le has firmado algún papel...?, ¿le has propuesto el matrimonio?
‑Nada de eso, nada en absoluto... No, esa mujer no es lo que tú crees. Porque Tchebarof ha intentado...
‑Entonces, la plantas y en paz.
‑Imposible.
‑¿Por qué?
‑Pues... porque es imposible, sencillamente... Uno se siente atado, ¿no comprendes?
‑Lo que no entiendo es tu empeño en atraértela, en ligarla a ti.
‑Yo no he intentado tal cosa, ni mucho menos. Es ella la que me ha puesto las ligaduras, aprovechándose de mi estupidez. Sin embargo, le da lo mismo que el ligado sea yo o seas tú: el caso es tener a su lado un pretendiente... Es... es... No sé cómo explicarte... Mira; yo sé que tú dominas las matemáticas. Pues bien; háblale del cálculo integral. Te doy mi palabra de que no lo digo en broma; te juro que el tema le es indiferente. Ella te mirará y suspirará. Yo le he estado hablando durante dos días del Parlamento prusiano (llega un momento en que no sabe uno de qué hablarle), y lo único que ella hacía era suspirar y sudar. Pero no le hables de amor, pues podría acometerla una crisis de timidez. Limítate a hacerle creer que no puedes separarte de ella. Esto será suficiente... Estarás como en tu casa, exactamente como en tu casa; leerás, te echarás, escribirás... Incluso podrás arriesgarte a darle un beso..., pero un beso discreto.
‑Pero ¿a santo de qué he de hacer yo todo eso?
‑¡Nada, que no consigo que me entiendas...! Oye: vosotros formáis una pareja perfectamente armónica. Hace ya tiempo que lo vengo pensando... Y si tu fin ha de ser éste, ¿qué importa que llegue antes o después? Te parecerá que vives sobre plumas; es ésta una vida que se apodera de uno y te subyuga; es el fin del mundo, el ancla, el puerto, el centro de la tierra, el paraíso. Crêpes suculentos, sabrosos pasteles de pescado, el samovar por la tarde, tiernos suspiros, tibios batines y buenos calentadores. Es como si estuvieses muerto y, al mismo tiempo, vivo, lo que representa una doble ventaja. Bueno, amigo mío; empiezo a decir cosas absurdas. Ya es hora de irse a dormir. Escucha: yo me despierto varias veces por la noche. Cuando me despierte, iré a echar un vistazo a Rodia. Por lo tanto, no te alarmes si me oyes subir. Sin embargo, si el corazón te lo manda, puedes ir a echarle una miradita. Y si vieras algo anormal..., delirio o fiebre, por ejemplo..., debes despertarme. Pero esto no sucederá.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
Tercera Parte: Capítulo II
A la mañana siguiente eran más de las siete cuando Rasumikhine se despertó. En su vida había estado tan preocupado y sombrío. Su primer sentimiento fue de profunda perplejidad. Jamás había podido suponer que se despertaría un día de semejante humor. Recordaba hasta los más ínfimos detalles de los incidentes de la noche pasada y se daba cuenta de que le había sucedido algo extraordinario, de que había recibido una impresión muy diferente de las que le eran familiares. Además, comprendía que el sueño que se había forjado era completamente irrealizable, tanto, que se sintió avergonzado de haberle dado cabida en su mente, y se apresuró a expulsarlo de ella, para dedicar su pensamiento a otros asuntos, a los deberes más razonables que le había legado, por decirlo así, la maldita jornada anterior.
Lo que más le abochornaba era recordar hasta qué extremo se había mostrado innoble, pues, además de estar ebrio, se había aprovechado de la situación de la muchacha para criticar ante ella, llevado de un sentimiento de celos torpe y mezquino, al hombre que era su prometido, ignorando los lazos de afecto que existían entre ellos y, en realidad, sin saber nada de aquel hombre. Por otra parte, ¿con qué derecho se había permitido juzgarle y quién le había pedido que se erigiera en juez? ¿Acaso una criatura como Avdotia Romanovna podía entregarse a un hombre indigno sólo por el dinero? No, no cabía duda de que Piotr Petrovitch poseía alguna cualidad. ¿El alojamiento? Él no podía saber lo que era aquella casa. Les había buscado hospedaje; por lo tanto, había cumplido su deber. ¡Ah, qué miserable era todo aquello, y qué inadmisible la razón con que intentaba justificarse: su estado de embriaguez! Esta excusa le envilecía más aún. La verdad está en la bebida; por lo tanto, bajo la influencia del alcohol, él había revelado toda la vileza de su corazón deleznable y celoso.
¿Podía permitirse un hombre como él concebir tales sueños? ¿Qué era él, en comparación con una joven como Avdotia Romanovna? ¿Cómo podía compararse con ella el borracho charlatán y grosero de la noche anterior? Imposible imaginar nada más vergonzoso y cómico a la vez que una unión entre dos seres tan dispares.
Rasumikhine enrojeció ante estas ideas. Y, de pronto, como hecho adrede, se acordó de que la noche pasada había dicho en el rellano de la escalera que la patrona tendría celos de Avdotia Romanovna... Este pensamiento le resultó tan intolerable, que dio un fuerte puñetazo en la estufa de la cocina. Tan violento fue el golpe, que se hizo daño en la mano y arrancó un ladrillo.
‑Ciertamente ‑balbuceó a media voz un minuto después profundamente avergonzado‑, estas torpezas ya no se pueden evitar ni reparar. Por lo tanto, es inútil pensar en ello... Lo más prudente será que me presente en silencio, cumpla mis deberes sin desplegar los labios y... que me excuse con el mutismo... Naturalmente, todo está perdido.
Sin embargo, dedicó un cuidado especial a su indumentaria. Examinó su traje. No tenía más que uno, pero se lo habría puesto aunque tuviera otros. Sí, se lo habría puesto expresamente. Sin embargo, exhibir cínicamente una descuidada suciedad habría sido un acto de mal gusto. No tenía derecho a mortificar con su aspecto a otras personas, y menos a unas personas que le necesitaban y le habían rogado que fuera a verlas.
Cepilló cuidadosamente su traje. Su ropa interior estaba presentable, como de costumbre (Rasumikhine era intransigente en cuanto a la limpieza de la ropa interior). Procedió a lavarse concienzudamente. Nastasia le dio jabón y él lo utilizó para el cuello, la cabeza y ‑esto sobre todo‑ las manos. Pero cuando llegó el momento de decidir si debía afeitarse (Praskovia Pavlovna poseía excelentes navajas de afeitar heredadas de su difunto esposo, el señor Zarnitzine), se dijo que no lo haría, y se lo dijo incluso con cierta aspereza.
«No, me mostraré tal cual soy. Podrían suponer que me he afeitado para... Sí, seguro que lo pensarían... No, no me afeitaré por nada del mundo. Y menos teniendo el convencimiento de que soy un grosero, un mal educado, un... Admitamos que me considero, cosa que en cierto modo es verdad, un hombre honrado, o poco menos. ¿Puedo enorgullecerme de esta honradez? Todo el mundo debe ser honrado y más que honrado... Además (bien lo recuerdo), yo tuve aquellas cosillas..., no deshonrosas, desde luego, pero... ¡Y qué ideas me asaltan a veces...! ¿Cómo poner al lado de todo esto a Avdotia Romanovna...? ¡Bueno, que se vaya al diablo...! Me importa un comino... Haré cuanto esté en mi mano para mostrarme tan grosero y desagradable como me sea posible, y no me importa lo que puedan pensar.» _
En esto apareció Zosimof. Había pasado la noche en el salón de Praskovia Pavlovna y se disponía a volver a su casa. Rasumikhine le dijo que
A la mañana siguiente eran más de las siete cuando Rasumikhine se despertó. En su vida había estado tan preocupado y sombrío. Su primer sentimiento fue de profunda perplejidad. Jamás había podido suponer que se despertaría un día de semejante humor. Recordaba hasta los más ínfimos detalles de los incidentes de la noche pasada y se daba cuenta de que le había sucedido algo extraordinario, de que había recibido una impresión muy diferente de las que le eran familiares. Además, comprendía que el sueño que se había forjado era completamente irrealizable, tanto, que se sintió avergonzado de haberle dado cabida en su mente, y se apresuró a expulsarlo de ella, para dedicar su pensamiento a otros asuntos, a los deberes más razonables que le había legado, por decirlo así, la maldita jornada anterior.
Lo que más le abochornaba era recordar hasta qué extremo se había mostrado innoble, pues, además de estar ebrio, se había aprovechado de la situación de la muchacha para criticar ante ella, llevado de un sentimiento de celos torpe y mezquino, al hombre que era su prometido, ignorando los lazos de afecto que existían entre ellos y, en realidad, sin saber nada de aquel hombre. Por otra parte, ¿con qué derecho se había permitido juzgarle y quién le había pedido que se erigiera en juez? ¿Acaso una criatura como Avdotia Romanovna podía entregarse a un hombre indigno sólo por el dinero? No, no cabía duda de que Piotr Petrovitch poseía alguna cualidad. ¿El alojamiento? Él no podía saber lo que era aquella casa. Les había buscado hospedaje; por lo tanto, había cumplido su deber. ¡Ah, qué miserable era todo aquello, y qué inadmisible la razón con que intentaba justificarse: su estado de embriaguez! Esta excusa le envilecía más aún. La verdad está en la bebida; por lo tanto, bajo la influencia del alcohol, él había revelado toda la vileza de su corazón deleznable y celoso.
¿Podía permitirse un hombre como él concebir tales sueños? ¿Qué era él, en comparación con una joven como Avdotia Romanovna? ¿Cómo podía compararse con ella el borracho charlatán y grosero de la noche anterior? Imposible imaginar nada más vergonzoso y cómico a la vez que una unión entre dos seres tan dispares.
Rasumikhine enrojeció ante estas ideas. Y, de pronto, como hecho adrede, se acordó de que la noche pasada había dicho en el rellano de la escalera que la patrona tendría celos de Avdotia Romanovna... Este pensamiento le resultó tan intolerable, que dio un fuerte puñetazo en la estufa de la cocina. Tan violento fue el golpe, que se hizo daño en la mano y arrancó un ladrillo.
‑Ciertamente ‑balbuceó a media voz un minuto después profundamente avergonzado‑, estas torpezas ya no se pueden evitar ni reparar. Por lo tanto, es inútil pensar en ello... Lo más prudente será que me presente en silencio, cumpla mis deberes sin desplegar los labios y... que me excuse con el mutismo... Naturalmente, todo está perdido.
Sin embargo, dedicó un cuidado especial a su indumentaria. Examinó su traje. No tenía más que uno, pero se lo habría puesto aunque tuviera otros. Sí, se lo habría puesto expresamente. Sin embargo, exhibir cínicamente una descuidada suciedad habría sido un acto de mal gusto. No tenía derecho a mortificar con su aspecto a otras personas, y menos a unas personas que le necesitaban y le habían rogado que fuera a verlas.
Cepilló cuidadosamente su traje. Su ropa interior estaba presentable, como de costumbre (Rasumikhine era intransigente en cuanto a la limpieza de la ropa interior). Procedió a lavarse concienzudamente. Nastasia le dio jabón y él lo utilizó para el cuello, la cabeza y ‑esto sobre todo‑ las manos. Pero cuando llegó el momento de decidir si debía afeitarse (Praskovia Pavlovna poseía excelentes navajas de afeitar heredadas de su difunto esposo, el señor Zarnitzine), se dijo que no lo haría, y se lo dijo incluso con cierta aspereza.
«No, me mostraré tal cual soy. Podrían suponer que me he afeitado para... Sí, seguro que lo pensarían... No, no me afeitaré por nada del mundo. Y menos teniendo el convencimiento de que soy un grosero, un mal educado, un... Admitamos que me considero, cosa que en cierto modo es verdad, un hombre honrado, o poco menos. ¿Puedo enorgullecerme de esta honradez? Todo el mundo debe ser honrado y más que honrado... Además (bien lo recuerdo), yo tuve aquellas cosillas..., no deshonrosas, desde luego, pero... ¡Y qué ideas me asaltan a veces...! ¿Cómo poner al lado de todo esto a Avdotia Romanovna...? ¡Bueno, que se vaya al diablo...! Me importa un comino... Haré cuanto esté en mi mano para mostrarme tan grosero y desagradable como me sea posible, y no me importa lo que puedan pensar.» _
En esto apareció Zosimof. Había pasado la noche en el salón de Praskovia Pavlovna y se disponía a volver a su casa. Rasumikhine le dijo que
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
Raskolnikof dormía a pierna suelta. Zosimof dispuso que no se le despertara y prometió volver a las once.
‑Pero veremos si lo encuentro aquí ‑añadió‑. ¡Demonio de hombre! ¡Un paciente que no obedece al médico! ¡Estudie usted una carrera para esto! ¿Sabes si irá a ver a su madre y a su hermana, o si ellas vendrán aquí?
‑Creo que vendrán ellas ‑repuso Rasumikhine, que había comprendido la finalidad de la pregunta‑. Sin duda, tendrán que hablar de asuntos de familia. Por lo cual, me marcharé. Tú, como eres el médico, tienes más derechos que yo.
‑Yo soy el médico, pero no el confesor. Vendré sólo un momento. No puedo dedicarme exclusivamente a ellas: tengo mucho trabajo.
‑Estoy preocupado por una cosa ‑dijo Rasumikhine pensativo y con cara sombría‑. Ayer, como estaba bebido, no pude poner freno a mi lengua y dije mil estupideces. Una de ellas fue que tú temías que los síntomas que Rodion presentaba fueran un anuncio de... demencia. Así se lo manifesté al mismo Rodia.
‑Y también a su hermana y a su madre, ¿no?
‑Sí... Yo sé que esto fue una idiotez y que merecería que me abofetearan. Pero, entre nosotros, ¿has pensado en ello seriamente?
‑¡Seriamente... seriamente...! Tú mismo me lo describiste como un maniático cuando me trajiste a su casa... Y ayer lo trastornamos con nuestra conversación sobre el pintor de paredes. ¡Buen tema para tratarlo con un hombre cuya locura puede haber sido provocada por este suceso...! Si hubiese sabido exactamente lo que había pasado en la comisaría, si hubiese estado enterado del detalle de que un canalla le había herido con sus sospechas, habría evitado semejante conversación. Estos maníacos hacen un océano de una gota de agua y toman por realidades los disparates que imaginan. Ahora, gracias a lo que nos contó anoche en tu casa Zamiotof, ya comprendo muchas cosas. Sí. Conozco el caso de un hombre de cuarenta años, afectado de hipocondría, que un día no pudo soportar las travesuras cotidianas de un niño de ocho años y lo estranguló. Y ahora nos enfrentamos con un hombre reducido a la miseria y que se ve en el trance de sufrir las insolencias de un policía. Añadamos a esto la enfermedad que le minaba y el efecto de la grave sospecha. Piensa que se trata de un caso de hipocondría en último grado, de un sujeto orgulloso en extremo: ahí tenemos la base del mal... ¡Bueno, que se vaya todo al diablo! ¡Ah!, a propósito: ese Zamiotof es un gran muchacho, pero ha cometido una torpeza contando todo esto. Es un charlatán incorregible.
‑Pero ¿a quién lo ha contado? A ti y a mí.
‑Y a Porfirio.
‑¡Bah! No hay ningún mal en que Porfirio lo sepa.
‑Oye: ¿tienes alguna influencia sobre la madre y la hermana? Habría que recomendarles que hoy fueran prudentes con él.
‑Ya se las arreglarán ‑repuso Rasumikhine, visiblemente contrariado.
‑¿Por qué atacaría tan furiosamente a ese Lujine? Es un hombre acomodado y que no parece desagradar a las mujeres... No andan bien de dinero, ¿verdad?
‑¡Esto es todo un interrogatorio! ‑exclamó Rasumikhine fuera de sí‑. ¿Cómo puedo yo saber lo que ellos tienen en el pensamiento? Pregúntaselo a ellas: tal vez te lo digan.
‑¡Qué arranques de brutalidad tienes a veces! Por lo visto, todavía no se te ha pasado del todo la borrachera. Adiós. Da las gracias de mi parte a Praskovia Pavlovna por su hospitalidad. Se ha encerrado en su habitación y no ha respondido a mis buenos días. Esta mañana se ha levantado a las siete y ha hecho que le entraran el samovar al dormitorio. No he tenido el honor de verla.
A las nueve en punto llegó Rasumikhine a la pensión Bakaleev. Las dos mujeres le esperaban desde hacía un buen rato con impaciencia febril. Se habían levantado a las siete y media. El estudiante entró en la casa con cara sombría, saludó torpemente y esta torpeza le hizo enrojecer. Pero ocurrió algo que no tenía previsto. Pulqueria Alejandrovna se arrojó sobre él, le cogió las manos y poco faltó para que se las besara. Rasumikhine dirigió una tímida mirada a Avdotia Romanovna. Pero aquel altivo rostro expresaba un reconocimiento tan profundo y una simpatía tan afectuosa (en vez de las miradas burlonas y llenas de un desprecio mal disimulado que esperaba recibir), que su confusión no tuvo límites. Sin duda se habría sentido menos violento si le hubieran acogido con reproches. Afortunadamente, tenía un tema de conversación obligado y se apresuró a echar mano de él.
Cuando se enteró de que su hijo seguía durmiendo y las cosas no podían ir mejor, Pulqueria Alejandrovna manifestó que lo celebraba de veras, pues deseaba conferenciar con Rasumikhine sobre cuestiones urgentes antes de ir a ver a Rodia.
Acto seguido preguntó al visitante si había tomado el té, y, ante su respuesta negativa, la madre y la hija le invitaron a tomarlo con ellas, ya que le habían esperado para desayunarse.
Avdotia Romanovna hizo sonar la campanilla y acudió un desastrado sirviente. Se le encargó el té, y cómo lo serviría, que las dos mujeres se sonrojaron. Rasumikhine estuvo a punto de echar pestes de la pensión, pero se acordó de Lujine, se sintió avergonzado y nada dijo. Incluso se alegró cuando las preguntas de Pulqueria Alejandrovna empezaron a caer sobre él como una granizada. Interrogado e interrumpido a cada momento, estuvo tres cuartos de hora dando explicaciones. Contó cuanto sabía de la vida de Rodion Romanovitch durante el año último, y terminó con un relato detallado de la enfermedad de su amigo. Pasó por alto todo aquello que no convenía referir, como, por ejemplo, la escena de la comisaría, con todas sus consecuencias. Las dos mujeres le escucharon con ávida atención. Sin embargo, cuando él creyó que había dado todos los detalles susceptibles de interesarlas y, por lo tanto, consideraba cumplida su misión, advirtió que ellas no opinaban así y que habían escuchado su largo relato simplemente como un preámbulo.
‑Dígame ‑dijo vivamente Pulqueria Alejandrovna‑, ¿qué juzga usted...? ¡Oh, perdón...! No conozco todavía su nombre.
‑Dmitri Prokofitch.
‑Pues bien, Dmitri Prokofitch; yo quisiera saber... cuáles son las opiniones de Rodia, sus ideas, en estos momentos... Es decir..., compréndame... ¡Oh!, no sé cómo decírselo... Mire, yo quisiera saber qué es lo que le gusta y lo que no le gusta..., y si siempre está tan irritado como anoche..., y cuáles son sus deseos, mejor dicho, sus sueños y ambiciones..., y qué es lo que más influye en su ánimo en estos momentos... En una palabra, yo quisiera saber...
‑Pero, mamá ‑le interrumpió Dunia‑, ¿quién puede responder a ese torrente de preguntas?
‑¡Es verdad, Dios mío! ¡Es que estaba tan lejos de esperar encontrarlo así!
‑Sin embargo ‑dijo Rasumikhine‑, esos cambios son muy naturales. Yo no tengo madre, pero sí un tío que viene todos los años a verme. Y siempre me encuentra transformado, incluso físicamente... Bueno, lo importante es que han ocurrido muchas cosas durante los tres años que han estado ustedes sin ver a Rodion. Yo lo conozco desde hace año y medio. Ha sido siempre un hombre taciturno, sombrío y soberbio. Últimamente (o tal vez esto empezó antes de lo que suponemos) se ha convertido en un ser receloso y neurasténico. No es amigo de revelar sus sentimientos: prefiere mortificar a sus semejantes a mostrarse amable y expansivo con ellos. A veces se limita a aparecer frío e insensible, pero hasta tal extremo, que resulta inhumano. Es como si poseyese dos caracteres distintos y los fuera alternando. En ciertos momentos se muestra profundamente taciturno. Da la impresión de estar siempre atareado, lo que, de ser verdad, explicaría que todo el mundo le moleste, pero es lo cierto que está horas y horas acostado y sin hacer nada. No le gustan las ironías, y no porque carezca de mordacidad, sino porque sin duda le parece que no puede perder el tiempo en semejantes frivolidades. Lo que interesa a los demás, a él le es indiferente. Tiene una elevada opinión de sí mismo, a mi entender no sin razón... ¿Qué más...? ¡Ah, sí! Creo que la llegada de ustedes ejercerá sobre él una acción saludable.
‑¡Quiera Dios que sea así! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna, consternada por las revelaciones de Rasumikhine acerca del carácter de su Rodia.
Al fin el joven osó mirar más francamente a Avdotia Romanovna. Mientras hablaba, le había dirigido miradas al soslayo, pero rápidas y furtivas. A veces, la joven permanecía sentada ante la mesa, escuchándolo atentamente; a veces, se levantaba y empezaba a dar sus acostumbrados paseos por la habitación, con los brazos cruzados, cerrada la boca, pensativa, haciendo de vez en cuando una pregunta, pero sin detenerse. También ella tenía la costumbre de no escuchar hasta el final a quien le hablaba. Llevaba un vestido sencillo y ligero, y en el cuello un pañuelo blanco. Rasumikhine dedujo de diversos detalles que tanto ella como su madre vivían en la mayor pobreza. Si Avdotia Romanovna hubiese ido ataviada como una reina, es muy probable que Rasumikhine no se hubiera sentido cohibido ante ella. Sin embargo, tal vez porque la veía tan modestamente vestida y se imaginaba su vida de privaciones, estaba atemorizado y vigilaba atentamente sus propios gestos y palabras, lo que aumentaba su timidez de hombre que desconfía de sí mismo.
‑Nos ha dado usted ‑dijo Avdotia Romanovna con una sonrisa‑ interesantes detalles acerca del carácter de mi hermano, y lo ha hecho con toda imparcialidad. Eso está muy bien; pero yo creía que usted lo admiraba... Sin duda, como usted supone, debe de haber alguna mujer en todo esto ‑añadió, pensativa.
‑Yo no he dicho tal cosa..., aunque tal vez tenga usted razón. Sin embargo...
‑¿Qué?
‑Que él no ama a nadie y tal vez no sienta amor jamás ‑afirmó Rasumikhine.
‑Es decir, que lo considera usted incapaz de amar.
‑¿Sabe usted, Avdotia Romanovna, que se parece extraordinariamente, e incluso me atrevería a decir que en todo, a su hermano? ‑dijo Rasumikhine sin pensarlo.
Pero en seguida se acordó del juicio que acababa de expresar sobre tal hermano, y enrojeció hasta las orejas. La joven no pudo menos de echarse a reír al advertirlo.
‑Es muy posible que estéis los dos equivocados en vuestro juicio sobre Rodia ‑dijo Pulqueria Alejandrovna, un tanto ofendida‑. No hablo del presente, Dunetchka. Lo que Piotr Petrovitch nos dice en su carta y lo que tú y yo hemos sospechado acaso no sea verdad; pero usted, Dmitri Prokofitch, no puede imaginarse hasta qué extremo llega Rodia en sus fantasías y en sus caprichos... No he tenido con él un momento de tranquilidad, ni cuando era un chiquillo de quince años. Todavía le creo capaz de hacer algo que a nadie puede pasarle por la imaginación... Sin ir más lejos, hace año y medio me dio un disgusto de muerte con su decisión de casarse con la hija de su patrona, esa señora..., ¿cómo se llama...?, Zarnitzine.
‑¿Conoce usted los detalles de esa historia? ‑preguntó Avdotia Romanovna.
‑Pero veremos si lo encuentro aquí ‑añadió‑. ¡Demonio de hombre! ¡Un paciente que no obedece al médico! ¡Estudie usted una carrera para esto! ¿Sabes si irá a ver a su madre y a su hermana, o si ellas vendrán aquí?
‑Creo que vendrán ellas ‑repuso Rasumikhine, que había comprendido la finalidad de la pregunta‑. Sin duda, tendrán que hablar de asuntos de familia. Por lo cual, me marcharé. Tú, como eres el médico, tienes más derechos que yo.
‑Yo soy el médico, pero no el confesor. Vendré sólo un momento. No puedo dedicarme exclusivamente a ellas: tengo mucho trabajo.
‑Estoy preocupado por una cosa ‑dijo Rasumikhine pensativo y con cara sombría‑. Ayer, como estaba bebido, no pude poner freno a mi lengua y dije mil estupideces. Una de ellas fue que tú temías que los síntomas que Rodion presentaba fueran un anuncio de... demencia. Así se lo manifesté al mismo Rodia.
‑Y también a su hermana y a su madre, ¿no?
‑Sí... Yo sé que esto fue una idiotez y que merecería que me abofetearan. Pero, entre nosotros, ¿has pensado en ello seriamente?
‑¡Seriamente... seriamente...! Tú mismo me lo describiste como un maniático cuando me trajiste a su casa... Y ayer lo trastornamos con nuestra conversación sobre el pintor de paredes. ¡Buen tema para tratarlo con un hombre cuya locura puede haber sido provocada por este suceso...! Si hubiese sabido exactamente lo que había pasado en la comisaría, si hubiese estado enterado del detalle de que un canalla le había herido con sus sospechas, habría evitado semejante conversación. Estos maníacos hacen un océano de una gota de agua y toman por realidades los disparates que imaginan. Ahora, gracias a lo que nos contó anoche en tu casa Zamiotof, ya comprendo muchas cosas. Sí. Conozco el caso de un hombre de cuarenta años, afectado de hipocondría, que un día no pudo soportar las travesuras cotidianas de un niño de ocho años y lo estranguló. Y ahora nos enfrentamos con un hombre reducido a la miseria y que se ve en el trance de sufrir las insolencias de un policía. Añadamos a esto la enfermedad que le minaba y el efecto de la grave sospecha. Piensa que se trata de un caso de hipocondría en último grado, de un sujeto orgulloso en extremo: ahí tenemos la base del mal... ¡Bueno, que se vaya todo al diablo! ¡Ah!, a propósito: ese Zamiotof es un gran muchacho, pero ha cometido una torpeza contando todo esto. Es un charlatán incorregible.
‑Pero ¿a quién lo ha contado? A ti y a mí.
‑Y a Porfirio.
‑¡Bah! No hay ningún mal en que Porfirio lo sepa.
‑Oye: ¿tienes alguna influencia sobre la madre y la hermana? Habría que recomendarles que hoy fueran prudentes con él.
‑Ya se las arreglarán ‑repuso Rasumikhine, visiblemente contrariado.
‑¿Por qué atacaría tan furiosamente a ese Lujine? Es un hombre acomodado y que no parece desagradar a las mujeres... No andan bien de dinero, ¿verdad?
‑¡Esto es todo un interrogatorio! ‑exclamó Rasumikhine fuera de sí‑. ¿Cómo puedo yo saber lo que ellos tienen en el pensamiento? Pregúntaselo a ellas: tal vez te lo digan.
‑¡Qué arranques de brutalidad tienes a veces! Por lo visto, todavía no se te ha pasado del todo la borrachera. Adiós. Da las gracias de mi parte a Praskovia Pavlovna por su hospitalidad. Se ha encerrado en su habitación y no ha respondido a mis buenos días. Esta mañana se ha levantado a las siete y ha hecho que le entraran el samovar al dormitorio. No he tenido el honor de verla.
A las nueve en punto llegó Rasumikhine a la pensión Bakaleev. Las dos mujeres le esperaban desde hacía un buen rato con impaciencia febril. Se habían levantado a las siete y media. El estudiante entró en la casa con cara sombría, saludó torpemente y esta torpeza le hizo enrojecer. Pero ocurrió algo que no tenía previsto. Pulqueria Alejandrovna se arrojó sobre él, le cogió las manos y poco faltó para que se las besara. Rasumikhine dirigió una tímida mirada a Avdotia Romanovna. Pero aquel altivo rostro expresaba un reconocimiento tan profundo y una simpatía tan afectuosa (en vez de las miradas burlonas y llenas de un desprecio mal disimulado que esperaba recibir), que su confusión no tuvo límites. Sin duda se habría sentido menos violento si le hubieran acogido con reproches. Afortunadamente, tenía un tema de conversación obligado y se apresuró a echar mano de él.
Cuando se enteró de que su hijo seguía durmiendo y las cosas no podían ir mejor, Pulqueria Alejandrovna manifestó que lo celebraba de veras, pues deseaba conferenciar con Rasumikhine sobre cuestiones urgentes antes de ir a ver a Rodia.
Acto seguido preguntó al visitante si había tomado el té, y, ante su respuesta negativa, la madre y la hija le invitaron a tomarlo con ellas, ya que le habían esperado para desayunarse.
Avdotia Romanovna hizo sonar la campanilla y acudió un desastrado sirviente. Se le encargó el té, y cómo lo serviría, que las dos mujeres se sonrojaron. Rasumikhine estuvo a punto de echar pestes de la pensión, pero se acordó de Lujine, se sintió avergonzado y nada dijo. Incluso se alegró cuando las preguntas de Pulqueria Alejandrovna empezaron a caer sobre él como una granizada. Interrogado e interrumpido a cada momento, estuvo tres cuartos de hora dando explicaciones. Contó cuanto sabía de la vida de Rodion Romanovitch durante el año último, y terminó con un relato detallado de la enfermedad de su amigo. Pasó por alto todo aquello que no convenía referir, como, por ejemplo, la escena de la comisaría, con todas sus consecuencias. Las dos mujeres le escucharon con ávida atención. Sin embargo, cuando él creyó que había dado todos los detalles susceptibles de interesarlas y, por lo tanto, consideraba cumplida su misión, advirtió que ellas no opinaban así y que habían escuchado su largo relato simplemente como un preámbulo.
‑Dígame ‑dijo vivamente Pulqueria Alejandrovna‑, ¿qué juzga usted...? ¡Oh, perdón...! No conozco todavía su nombre.
‑Dmitri Prokofitch.
‑Pues bien, Dmitri Prokofitch; yo quisiera saber... cuáles son las opiniones de Rodia, sus ideas, en estos momentos... Es decir..., compréndame... ¡Oh!, no sé cómo decírselo... Mire, yo quisiera saber qué es lo que le gusta y lo que no le gusta..., y si siempre está tan irritado como anoche..., y cuáles son sus deseos, mejor dicho, sus sueños y ambiciones..., y qué es lo que más influye en su ánimo en estos momentos... En una palabra, yo quisiera saber...
‑Pero, mamá ‑le interrumpió Dunia‑, ¿quién puede responder a ese torrente de preguntas?
‑¡Es verdad, Dios mío! ¡Es que estaba tan lejos de esperar encontrarlo así!
‑Sin embargo ‑dijo Rasumikhine‑, esos cambios son muy naturales. Yo no tengo madre, pero sí un tío que viene todos los años a verme. Y siempre me encuentra transformado, incluso físicamente... Bueno, lo importante es que han ocurrido muchas cosas durante los tres años que han estado ustedes sin ver a Rodion. Yo lo conozco desde hace año y medio. Ha sido siempre un hombre taciturno, sombrío y soberbio. Últimamente (o tal vez esto empezó antes de lo que suponemos) se ha convertido en un ser receloso y neurasténico. No es amigo de revelar sus sentimientos: prefiere mortificar a sus semejantes a mostrarse amable y expansivo con ellos. A veces se limita a aparecer frío e insensible, pero hasta tal extremo, que resulta inhumano. Es como si poseyese dos caracteres distintos y los fuera alternando. En ciertos momentos se muestra profundamente taciturno. Da la impresión de estar siempre atareado, lo que, de ser verdad, explicaría que todo el mundo le moleste, pero es lo cierto que está horas y horas acostado y sin hacer nada. No le gustan las ironías, y no porque carezca de mordacidad, sino porque sin duda le parece que no puede perder el tiempo en semejantes frivolidades. Lo que interesa a los demás, a él le es indiferente. Tiene una elevada opinión de sí mismo, a mi entender no sin razón... ¿Qué más...? ¡Ah, sí! Creo que la llegada de ustedes ejercerá sobre él una acción saludable.
‑¡Quiera Dios que sea así! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna, consternada por las revelaciones de Rasumikhine acerca del carácter de su Rodia.
Al fin el joven osó mirar más francamente a Avdotia Romanovna. Mientras hablaba, le había dirigido miradas al soslayo, pero rápidas y furtivas. A veces, la joven permanecía sentada ante la mesa, escuchándolo atentamente; a veces, se levantaba y empezaba a dar sus acostumbrados paseos por la habitación, con los brazos cruzados, cerrada la boca, pensativa, haciendo de vez en cuando una pregunta, pero sin detenerse. También ella tenía la costumbre de no escuchar hasta el final a quien le hablaba. Llevaba un vestido sencillo y ligero, y en el cuello un pañuelo blanco. Rasumikhine dedujo de diversos detalles que tanto ella como su madre vivían en la mayor pobreza. Si Avdotia Romanovna hubiese ido ataviada como una reina, es muy probable que Rasumikhine no se hubiera sentido cohibido ante ella. Sin embargo, tal vez porque la veía tan modestamente vestida y se imaginaba su vida de privaciones, estaba atemorizado y vigilaba atentamente sus propios gestos y palabras, lo que aumentaba su timidez de hombre que desconfía de sí mismo.
‑Nos ha dado usted ‑dijo Avdotia Romanovna con una sonrisa‑ interesantes detalles acerca del carácter de mi hermano, y lo ha hecho con toda imparcialidad. Eso está muy bien; pero yo creía que usted lo admiraba... Sin duda, como usted supone, debe de haber alguna mujer en todo esto ‑añadió, pensativa.
‑Yo no he dicho tal cosa..., aunque tal vez tenga usted razón. Sin embargo...
‑¿Qué?
‑Que él no ama a nadie y tal vez no sienta amor jamás ‑afirmó Rasumikhine.
‑Es decir, que lo considera usted incapaz de amar.
‑¿Sabe usted, Avdotia Romanovna, que se parece extraordinariamente, e incluso me atrevería a decir que en todo, a su hermano? ‑dijo Rasumikhine sin pensarlo.
Pero en seguida se acordó del juicio que acababa de expresar sobre tal hermano, y enrojeció hasta las orejas. La joven no pudo menos de echarse a reír al advertirlo.
‑Es muy posible que estéis los dos equivocados en vuestro juicio sobre Rodia ‑dijo Pulqueria Alejandrovna, un tanto ofendida‑. No hablo del presente, Dunetchka. Lo que Piotr Petrovitch nos dice en su carta y lo que tú y yo hemos sospechado acaso no sea verdad; pero usted, Dmitri Prokofitch, no puede imaginarse hasta qué extremo llega Rodia en sus fantasías y en sus caprichos... No he tenido con él un momento de tranquilidad, ni cuando era un chiquillo de quince años. Todavía le creo capaz de hacer algo que a nadie puede pasarle por la imaginación... Sin ir más lejos, hace año y medio me dio un disgusto de muerte con su decisión de casarse con la hija de su patrona, esa señora..., ¿cómo se llama...?, Zarnitzine.
‑¿Conoce usted los detalles de esa historia? ‑preguntó Avdotia Romanovna.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
‑¿Cree usted ‑continuó con vehemencia Pulqueria Alejandrovna‑ que habrían podido detenerle mis lágrimas, mis súplicas, mi falta de salud, mi muerte, nuestra miseria, en fin? No, él habría pasado sobre todos los obstáculos con la mayor tranquilidad del mundo.
‑Él no me ha dicho ni una sola palabra sobre este asunto ‑dijo prudentemente Rasumikhine‑, pero yo he sabido algo por la viuda de Zarnitzine, la cual por cierto no es nada habladora. Y lo que esa señora me ha dicho es bastante extraño.
‑¿Qué le ha dicho? ‑preguntaron las dos mujeres a la vez.
‑¡Oh! Nada de particular. Lo que he sabido es que ese matrimonio, que estaba irrevocablemente decidido y que sólo la muerte de la prometida pudo impedir, no era del agrado de la señora Zarnitzine... Supe, además, que la novia era una mujer fea y enfermiza..., una joven extraña, aunque dotada de ciertas prendas. Sin duda, las debía de poseer, pues, de otro modo, no se habría comprendido que Rodia... Además, la muchacha no tenía dote... Sin embargo, él no se habría casado por interés... Es muy difícil formular un juicio.
‑Estoy segura de que esa joven tenía alguna cualidad ‑observó lacónicamente Avdotia Romanovna.
‑Que Dios me perdone, pero me alegré de su muerte, pues no sé para cuál de los dos habría sido más funesto ese matrimonio ‑dijo Pulqueria Alejandrovna.
Acto seguido, tímidamente, con visibles vacilaciones y dirigiendo furtivas miradas a Dunia, que no ocultaba su descontento, empezó a interrogar al joven sobre la escena que se había desarrollado el día anterior entre Rodia y Lujine. Este incidente parecía causarle profunda inquietud, e incluso verdadero terror.
Rasumikhine refirió detalladamente la disputa, añadiendo sus propios comentarios. Acusó sin rodeos a Raskolnikof de haber insultado a Piotr Petrovitch deliberadamente y no mencionó el detalle de que la enfermedad que padecía su amigo podía disculpar su conducta.
‑Había planeado todo esto antes de su enfermedad ‑concluyó.
‑Yo pienso como usted ‑dijo Pulqueria Alejandrovna, desesperada.
Pero, al mismo tiempo, estaba profundamente sorprendida al ver que aquella mañana Rasumikhine hablaba de Piotr Petrovitch con la mayor moderación e incluso con cierto respeto. Avdotia Romanovna parecía no menos asombrada por este hecho. Pulqueria Alejandrovna no pudo contenerse.
‑Así, ¿es ésa su opinión sobre Piotr Petrovitch?
‑No puedo tener otra del futuro esposo de su hija ‑respondió Rasumikhine con calurosa firmeza‑. Y no lo digo por pura cortesía sino porque... porque la mejor recomendación para ese hombre es que Avdotia Romanovna lo haya elegido por esposo... Si ayer llegué a injuriarle fue porque estaba ignominiosamente embriagado... y como loco; sí, como loco, completamente fuera de mí... Y hoy me siento profundamente avergonzado.
Enrojeció y se detuvo. Avdotia Romanovna se ruborizó también, pero no dijo nada. No había pronunciado una sola palabra desde que había empezado a oír hablar de Lujine.
Pero Pulqueria Alejandrovna se sentía un tanto desconcertada al faltarle la ayuda de su hija. Finalmente, manifestó, vacilando y dirigiendo continuas miradas a la joven, que había ocurrido algo que la trastornaba profundamente.
‑Verá usted, Dmitri Prokofitch ‑comenzó a decir. Pero se detuvo y preguntó a su hija‑: Debo hablar con toda franqueza a Dmitri Prokofitch, ¿verdad, Dunetchka?
‑Desde luego, mamá ‑respondió sin vacilar Avdotia Romanovna.
‑Pues es el caso... ‑continuó inmediatamente Pulqueria Alejandrovna, como si le hubiesen quitado una montaña de encima al autorizarla a participar su dolor‑. En las primeras horas de esta mañana hemos recibido un carta de Piotr Petrovitch, en respuesta a la que le enviamos nosotras ayer anunciándole nuestra llegada. Él nos había prometido acudir a la estación a recibirnos, pero no le fue posible y nos envió a una especie de criado que nos condujo aquí. Este hombre nos dijo que Piotr Petrovitch vendría a vernos esta mañana. Pero, en vez de venir, nos ha enviado esta carta... Lo mejor será que la lea usted. Hay en ella un punto que me preocupa especialmente. Usted mismo verá de qué punto se trata, Dmitri Prokofitch, y me dará su sincera opinión. Usted conoce mejor que nosotros el carácter de Rodia y podrá aconsejarnos. Le advierto que Dunetchka tomó una decisión inmediatamente, pero yo no sé todavía qué hacer. Por eso le estaba esperando.
Rasumikhine desdobló la carta. Vio que estaba fechada el día anterior y leyó lo siguiente:
«Señora: deseo informarle de que razones imprevistas me han impedido ir a recibirlas a la estación. Ésta es la razón de que les enviara en mi lugar a un hombre que por su desenvoltura, me pareció indicado para el caso. Los asuntos que exigen mi presencia en el Senado me privarán igualmente del honor de visitarlas mañana por la mañana. Por otra parte, no quiero poner ninguna traba a la entrevista que habrán de celebrar, usted con su hijo, y Avdotia Romanovna con su hermano. Por lo tanto, no tendré el honor de visitarlas hasta mañana, a las ocho en punto de la noche, y les ruego encarecidamente que me eviten encontrarme con Rodion Romanovitch, que me insultó del modo más grosero cuando ayer, al saber que estaba enfermo, fui a visitarle. Esto aparte, es indispensable que hable con usted, con toda seriedad, de cierto punto sobre el que deseo conocer su opinión. Me permito advertirla de que si, a pesar de mi ruego, encuentro a Rodion Romanovitch al lado de ustedes, me veré obligado a marcharme inmediatamente y que en este caso la responsabilidad será exclusivamente de usted. Si le digo esto es porque sé positivamente que Rodion Romanovitch está en disposición de salir a la calle y, por lo tanto, puede ir a casa de ustedes. Sí, sé que su hijo, que tan enfermo parecía cuando le visité, dos horas después recobró repentinamente la salud. Y puedo asegurarlo porque lo vi con mis propios ojos en casa de un borracho que acababa de ser atropellado por un coche y que murió poco después. Por cierto que Rodion Romanovitch entregó veinticinco rublos "para el entierro" a la hija del difunto, joven cuya mala conducta es del dominio público. Esto me sorprendió sobremanera, pues no ignoro lo mucho que le ha costado a usted conseguir ese dinero.
»Le ruego que salude en mi nombre, con toda devoción, a Avdotia Romanovna y que acepte el respeto más sincero de su fiel servidor.
»LUJINE.»
‑¿Qué debo hacer, Dmitri Prokofitch? ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna casi con lágrimas en los ojos‑ ¿Cómo voy a decir a Rodia que no venga? Él nos pidió insistentemente que rompiéramos con Piotr Petrovitch, y he aquí ahora que Piotr Petrovitch me prohíbe que vea a mi hijo... Pero si yo le digo a Rodia esto, él es capaz de venir ex profeso. ¿Y qué ocurrirá entonces?
‑Haga usted lo que Avdotia Romanovna juzgue más conveniente ‑repuso Rasumikhine en el acto y sin la menor vacilación.
‑¡Dios mío! ‑exclamó la madre. ¡Cualquiera sabe lo que ella opina! Dice lo que hay que hacer, pero sin explicar el motivo. Su parecer es que conviene..., no que conviene, sino que es indispensable... que Rodia venga a las ocho y se encuentre con Piotr Petrovitch... Mi intención era no decirle nada de esta carta y procurar, con la ayuda de usted, evitar que viniese... ¡Se irrita tan fácilmente...! En lo referente a ese alcohólico que ha muerto, no sé de quién se trata, y tampoco quién es esa hija a la que Rodia ha entregado un dinero que...
‑Que has logrado a costa de tantos sacrificios ‑terminó Avdotia Romanovna.
‑Ayer su estado no era normal ‑dijo Rasumikhine, pensativo‑. Sería interesante saber lo que hizo ayer en la taberna... En efecto, me habló de un muerto y de una joven, cuando le acompañaba a su casa; pero no comprendí ni una palabra. Ayer también estaba yo...
‑Lo mejor, mamá, será que vayamos ahora mismo a casa de Rodia. Allí veremos lo que conviene hacer. Además, ya es hora de que nos marchemos. ¡Más de las diez! ‑exclamó la joven después de echar una ojeada al precioso reloj de oro guarnecido de esmaltes que pendía de su cuello, prendido a una fina cadena de estilo veneciano. Esta joya contrastaba singularmente con el resto de su atavío. «Un regalo de su prometido», pensó Rasumikhine.
‑Sí, Dunetchka, ya es hora ‑dijo Pulqueria Alejandrovna, aturdida e inquieta‑; ya es hora de que nos vayamos. Al ver que no llegamos, podría creer que estamos disgustadas con él por la escena de anoche. ¡Dios mío, Dios mío...!
Mientras hablaba se ponía apresuradamente el sombrero y la mantilla. Dunetchka se compuso también. Sus guantes estaban no solamente desgastados, sino agujereados, como pudo ver Rasumikhine. Sin embargo, esta evidente pobreza daba a las dos damas un aire de especial dignidad, como es corriente en las personas que saben llevar vestidos humildes. Rasumikhine contemplaba a Avdotia Romanovna con veneración y se sentía orgulloso ante la idea de acompañarla. Y pensaba que la reina que se arreglaba las medias en la prisión debía de tener más majestad en ese momento que cuando aparecía en espléndidas fiestas y magníficos desfiles.
‑¡Dios mío! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna‑. Nunca me habría imaginado que pudiera causarme temor una entrevista con mi hijo, con mi querido Rodia. Pues la temo, Dmitri Prokofitch ‑añadió, dirigiendo al joven una tímida mirada.
‑No debes inquietarte, mamá ‑dijo Dunia, abrazándola‑. Ten confianza en él como la tengo yo.
‑Confianza en él no me falta, hija ‑dijo la pobre mujer‑. Pero no he dormido en toda la noche.
Salieron de la casa.
‑¿Sabes lo que me ha pasado, Dunetchka? Que esta mañana, cuando empezaba, al fin, a quedarme dormida, la difunta Marfa Petrovna se me ha aparecido en sueños. Iba vestida de blanco. Se ha acercado a mí, me ha cogido de la mano y ha sacudido la cabeza con aire severo, como censurándome... ¿No te parece que esto es un mal presagio? ¡Dios mío! ¡Dios mío...! Oiga, Dmitri Prokofitch: ¿sabía usted que Marfa Petrovna murió?
‑¿Marfa Petrovna? No sé quién es.
‑Pues sí, murió de repente. Y figúrese que...
‑¡Pero, mamá; si te ha dicho que no sabe quién es!
‑¿De modo que no lo sabe? ¡Y yo que creía que estaba al corriente de todo! Perdóneme, Dmitri Prokofitch. Ando trastornada estos días. Le considero a usted como nuestra Providencia; por eso le creía informado de todo lo que nos concierne. Usted es para mí como una persona de la familia... No se
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‑Él no me ha dicho ni una sola palabra sobre este asunto ‑dijo prudentemente Rasumikhine‑, pero yo he sabido algo por la viuda de Zarnitzine, la cual por cierto no es nada habladora. Y lo que esa señora me ha dicho es bastante extraño.
‑¿Qué le ha dicho? ‑preguntaron las dos mujeres a la vez.
‑¡Oh! Nada de particular. Lo que he sabido es que ese matrimonio, que estaba irrevocablemente decidido y que sólo la muerte de la prometida pudo impedir, no era del agrado de la señora Zarnitzine... Supe, además, que la novia era una mujer fea y enfermiza..., una joven extraña, aunque dotada de ciertas prendas. Sin duda, las debía de poseer, pues, de otro modo, no se habría comprendido que Rodia... Además, la muchacha no tenía dote... Sin embargo, él no se habría casado por interés... Es muy difícil formular un juicio.
‑Estoy segura de que esa joven tenía alguna cualidad ‑observó lacónicamente Avdotia Romanovna.
‑Que Dios me perdone, pero me alegré de su muerte, pues no sé para cuál de los dos habría sido más funesto ese matrimonio ‑dijo Pulqueria Alejandrovna.
Acto seguido, tímidamente, con visibles vacilaciones y dirigiendo furtivas miradas a Dunia, que no ocultaba su descontento, empezó a interrogar al joven sobre la escena que se había desarrollado el día anterior entre Rodia y Lujine. Este incidente parecía causarle profunda inquietud, e incluso verdadero terror.
Rasumikhine refirió detalladamente la disputa, añadiendo sus propios comentarios. Acusó sin rodeos a Raskolnikof de haber insultado a Piotr Petrovitch deliberadamente y no mencionó el detalle de que la enfermedad que padecía su amigo podía disculpar su conducta.
‑Había planeado todo esto antes de su enfermedad ‑concluyó.
‑Yo pienso como usted ‑dijo Pulqueria Alejandrovna, desesperada.
Pero, al mismo tiempo, estaba profundamente sorprendida al ver que aquella mañana Rasumikhine hablaba de Piotr Petrovitch con la mayor moderación e incluso con cierto respeto. Avdotia Romanovna parecía no menos asombrada por este hecho. Pulqueria Alejandrovna no pudo contenerse.
‑Así, ¿es ésa su opinión sobre Piotr Petrovitch?
‑No puedo tener otra del futuro esposo de su hija ‑respondió Rasumikhine con calurosa firmeza‑. Y no lo digo por pura cortesía sino porque... porque la mejor recomendación para ese hombre es que Avdotia Romanovna lo haya elegido por esposo... Si ayer llegué a injuriarle fue porque estaba ignominiosamente embriagado... y como loco; sí, como loco, completamente fuera de mí... Y hoy me siento profundamente avergonzado.
Enrojeció y se detuvo. Avdotia Romanovna se ruborizó también, pero no dijo nada. No había pronunciado una sola palabra desde que había empezado a oír hablar de Lujine.
Pero Pulqueria Alejandrovna se sentía un tanto desconcertada al faltarle la ayuda de su hija. Finalmente, manifestó, vacilando y dirigiendo continuas miradas a la joven, que había ocurrido algo que la trastornaba profundamente.
‑Verá usted, Dmitri Prokofitch ‑comenzó a decir. Pero se detuvo y preguntó a su hija‑: Debo hablar con toda franqueza a Dmitri Prokofitch, ¿verdad, Dunetchka?
‑Desde luego, mamá ‑respondió sin vacilar Avdotia Romanovna.
‑Pues es el caso... ‑continuó inmediatamente Pulqueria Alejandrovna, como si le hubiesen quitado una montaña de encima al autorizarla a participar su dolor‑. En las primeras horas de esta mañana hemos recibido un carta de Piotr Petrovitch, en respuesta a la que le enviamos nosotras ayer anunciándole nuestra llegada. Él nos había prometido acudir a la estación a recibirnos, pero no le fue posible y nos envió a una especie de criado que nos condujo aquí. Este hombre nos dijo que Piotr Petrovitch vendría a vernos esta mañana. Pero, en vez de venir, nos ha enviado esta carta... Lo mejor será que la lea usted. Hay en ella un punto que me preocupa especialmente. Usted mismo verá de qué punto se trata, Dmitri Prokofitch, y me dará su sincera opinión. Usted conoce mejor que nosotros el carácter de Rodia y podrá aconsejarnos. Le advierto que Dunetchka tomó una decisión inmediatamente, pero yo no sé todavía qué hacer. Por eso le estaba esperando.
Rasumikhine desdobló la carta. Vio que estaba fechada el día anterior y leyó lo siguiente:
«Señora: deseo informarle de que razones imprevistas me han impedido ir a recibirlas a la estación. Ésta es la razón de que les enviara en mi lugar a un hombre que por su desenvoltura, me pareció indicado para el caso. Los asuntos que exigen mi presencia en el Senado me privarán igualmente del honor de visitarlas mañana por la mañana. Por otra parte, no quiero poner ninguna traba a la entrevista que habrán de celebrar, usted con su hijo, y Avdotia Romanovna con su hermano. Por lo tanto, no tendré el honor de visitarlas hasta mañana, a las ocho en punto de la noche, y les ruego encarecidamente que me eviten encontrarme con Rodion Romanovitch, que me insultó del modo más grosero cuando ayer, al saber que estaba enfermo, fui a visitarle. Esto aparte, es indispensable que hable con usted, con toda seriedad, de cierto punto sobre el que deseo conocer su opinión. Me permito advertirla de que si, a pesar de mi ruego, encuentro a Rodion Romanovitch al lado de ustedes, me veré obligado a marcharme inmediatamente y que en este caso la responsabilidad será exclusivamente de usted. Si le digo esto es porque sé positivamente que Rodion Romanovitch está en disposición de salir a la calle y, por lo tanto, puede ir a casa de ustedes. Sí, sé que su hijo, que tan enfermo parecía cuando le visité, dos horas después recobró repentinamente la salud. Y puedo asegurarlo porque lo vi con mis propios ojos en casa de un borracho que acababa de ser atropellado por un coche y que murió poco después. Por cierto que Rodion Romanovitch entregó veinticinco rublos "para el entierro" a la hija del difunto, joven cuya mala conducta es del dominio público. Esto me sorprendió sobremanera, pues no ignoro lo mucho que le ha costado a usted conseguir ese dinero.
»Le ruego que salude en mi nombre, con toda devoción, a Avdotia Romanovna y que acepte el respeto más sincero de su fiel servidor.
»LUJINE.»
‑¿Qué debo hacer, Dmitri Prokofitch? ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna casi con lágrimas en los ojos‑ ¿Cómo voy a decir a Rodia que no venga? Él nos pidió insistentemente que rompiéramos con Piotr Petrovitch, y he aquí ahora que Piotr Petrovitch me prohíbe que vea a mi hijo... Pero si yo le digo a Rodia esto, él es capaz de venir ex profeso. ¿Y qué ocurrirá entonces?
‑Haga usted lo que Avdotia Romanovna juzgue más conveniente ‑repuso Rasumikhine en el acto y sin la menor vacilación.
‑¡Dios mío! ‑exclamó la madre. ¡Cualquiera sabe lo que ella opina! Dice lo que hay que hacer, pero sin explicar el motivo. Su parecer es que conviene..., no que conviene, sino que es indispensable... que Rodia venga a las ocho y se encuentre con Piotr Petrovitch... Mi intención era no decirle nada de esta carta y procurar, con la ayuda de usted, evitar que viniese... ¡Se irrita tan fácilmente...! En lo referente a ese alcohólico que ha muerto, no sé de quién se trata, y tampoco quién es esa hija a la que Rodia ha entregado un dinero que...
‑Que has logrado a costa de tantos sacrificios ‑terminó Avdotia Romanovna.
‑Ayer su estado no era normal ‑dijo Rasumikhine, pensativo‑. Sería interesante saber lo que hizo ayer en la taberna... En efecto, me habló de un muerto y de una joven, cuando le acompañaba a su casa; pero no comprendí ni una palabra. Ayer también estaba yo...
‑Lo mejor, mamá, será que vayamos ahora mismo a casa de Rodia. Allí veremos lo que conviene hacer. Además, ya es hora de que nos marchemos. ¡Más de las diez! ‑exclamó la joven después de echar una ojeada al precioso reloj de oro guarnecido de esmaltes que pendía de su cuello, prendido a una fina cadena de estilo veneciano. Esta joya contrastaba singularmente con el resto de su atavío. «Un regalo de su prometido», pensó Rasumikhine.
‑Sí, Dunetchka, ya es hora ‑dijo Pulqueria Alejandrovna, aturdida e inquieta‑; ya es hora de que nos vayamos. Al ver que no llegamos, podría creer que estamos disgustadas con él por la escena de anoche. ¡Dios mío, Dios mío...!
Mientras hablaba se ponía apresuradamente el sombrero y la mantilla. Dunetchka se compuso también. Sus guantes estaban no solamente desgastados, sino agujereados, como pudo ver Rasumikhine. Sin embargo, esta evidente pobreza daba a las dos damas un aire de especial dignidad, como es corriente en las personas que saben llevar vestidos humildes. Rasumikhine contemplaba a Avdotia Romanovna con veneración y se sentía orgulloso ante la idea de acompañarla. Y pensaba que la reina que se arreglaba las medias en la prisión debía de tener más majestad en ese momento que cuando aparecía en espléndidas fiestas y magníficos desfiles.
‑¡Dios mío! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna‑. Nunca me habría imaginado que pudiera causarme temor una entrevista con mi hijo, con mi querido Rodia. Pues la temo, Dmitri Prokofitch ‑añadió, dirigiendo al joven una tímida mirada.
‑No debes inquietarte, mamá ‑dijo Dunia, abrazándola‑. Ten confianza en él como la tengo yo.
‑Confianza en él no me falta, hija ‑dijo la pobre mujer‑. Pero no he dormido en toda la noche.
Salieron de la casa.
‑¿Sabes lo que me ha pasado, Dunetchka? Que esta mañana, cuando empezaba, al fin, a quedarme dormida, la difunta Marfa Petrovna se me ha aparecido en sueños. Iba vestida de blanco. Se ha acercado a mí, me ha cogido de la mano y ha sacudido la cabeza con aire severo, como censurándome... ¿No te parece que esto es un mal presagio? ¡Dios mío! ¡Dios mío...! Oiga, Dmitri Prokofitch: ¿sabía usted que Marfa Petrovna murió?
‑¿Marfa Petrovna? No sé quién es.
‑Pues sí, murió de repente. Y figúrese que...
‑¡Pero, mamá; si te ha dicho que no sabe quién es!
‑¿De modo que no lo sabe? ¡Y yo que creía que estaba al corriente de todo! Perdóneme, Dmitri Prokofitch. Ando trastornada estos días. Le considero a usted como nuestra Providencia; por eso le creía informado de todo lo que nos concierne. Usted es para mí como una persona de la familia... No se
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Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
enfade si le digo algo que no le guste... ¡Santo Dios! ¿Qué tiene usted en la mano derecha? ¡Está herido!
‑Sí ‑gruñó Rasumikhine en un tono de íntima satisfacción.
‑Soy tan expansiva a veces, que Dunia ha de frenarme. Pero, ¡Dios mío, en qué tabuco vive! ¿Se habrá despertado ya? Y esa mujer, su patrona, llama habitación a semejante tugurio... Oiga: ¿dice usted que no le gusta que le hablen demasiado? Entonces, tal vez le moleste yo, que... ¿Quiere darme algunos consejos, Dmitri Prokofitch? ¿Cómo debo comportarme con él? Ya ve usted que estoy completamente desorientada.
‑No le haga demasiadas preguntas si lo ve usted triste. Y, sobre todo, no le hable de su salud: esto le molesta.
‑¡Ah, Dmitri Prokofitch; qué duro es a veces ser madre! Ya entramos en la escalera... ¡Qué cosa tan horrible!
‑Mamá, estás pálida. Cálmate ‑le dijo Dunia, acariciándola‑. Te atormentas en balde, pues para él será una gran alegría volverte a ver ‑añadió con ojos resplandecientes.
‑Iré yo delante ‑dijo Rasumikhine‑, para asegurarme de que está despierto.
Las dos damas subieron lentamente detrás de Rasumikhine. Cuando llegaron al cuarto piso advirtieron que la puerta del departamento de la patrona estaba entreabierta y que a través de la abertura, desde la sombra, las miraban dos ojos negros. Cuando estos ojos se encontraron con los de ellas, la puerta se cerró tan ruidosamente, que Pulqueria Alejandrovna estuvo a punto de lanzar un grito de terror.
‑Sí ‑gruñó Rasumikhine en un tono de íntima satisfacción.
‑Soy tan expansiva a veces, que Dunia ha de frenarme. Pero, ¡Dios mío, en qué tabuco vive! ¿Se habrá despertado ya? Y esa mujer, su patrona, llama habitación a semejante tugurio... Oiga: ¿dice usted que no le gusta que le hablen demasiado? Entonces, tal vez le moleste yo, que... ¿Quiere darme algunos consejos, Dmitri Prokofitch? ¿Cómo debo comportarme con él? Ya ve usted que estoy completamente desorientada.
‑No le haga demasiadas preguntas si lo ve usted triste. Y, sobre todo, no le hable de su salud: esto le molesta.
‑¡Ah, Dmitri Prokofitch; qué duro es a veces ser madre! Ya entramos en la escalera... ¡Qué cosa tan horrible!
‑Mamá, estás pálida. Cálmate ‑le dijo Dunia, acariciándola‑. Te atormentas en balde, pues para él será una gran alegría volverte a ver ‑añadió con ojos resplandecientes.
‑Iré yo delante ‑dijo Rasumikhine‑, para asegurarme de que está despierto.
Las dos damas subieron lentamente detrás de Rasumikhine. Cuando llegaron al cuarto piso advirtieron que la puerta del departamento de la patrona estaba entreabierta y que a través de la abertura, desde la sombra, las miraban dos ojos negros. Cuando estos ojos se encontraron con los de ellas, la puerta se cerró tan ruidosamente, que Pulqueria Alejandrovna estuvo a punto de lanzar un grito de terror.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
Tercera Parte: Capítulo III
Está mejor ‑les dijo Zosimof apenas las vio entrar. Zosimof estaba allí desde hacía diez minutos, sentado en el mismo ángulo del diván que ocupaba la víspera. Raskolnikof estaba sentado en el ángulo opuesto. Se hallaba completamente vestido, e incluso se había lavado y peinado, cosa que no había hecho desde hacía mucho tiempo.
El cuarto era tan reducido, que quedó lleno cuando entraron los visitantes. Pero esto no impidió a Nastasia deslizarse tras ellos para escuchar.
Raskolnikof tenía buen aspecto en comparación con el de la víspera. Pero estaba muy pálido y su semblante expresaba un sombrío ensimismamiento. Su aspecto recordaba el de un herido o el de un hombre que acabara de experimentar un profundo dolor físico. Tenía las cejas fruncidas; los labios, contraídos; los ojos, ardientes. Hablaba poco y de mala gana, como a la fuerza, y sus gestos expresaban a veces una especie de inquietud febril. Sólo le faltaba un vendaje para parecer enteramente un herido.
Este sombrío y pálido semblante se iluminó momentáneamente al entrar la madre y la hermana. Pero la luz se extinguió muy pronto y sólo quedó el dolor. Zosimof, que examinaba a su paciente con un interés de médico joven, observó con asombro que desde la entrada de las dos mujeres el semblante del enfermo expresaba no alegría, sino una especie de estoicismo resignado. Raskolnikof daba la impresión de estar haciendo acopio de energías para soportar durante una o dos horas una tortura que no podía eludir. Cada palabra de la conversación que sostuvo seguidamente pareció ahondar una herida abierta en su alma. Pero, al mismo tiempo, mostró una sangre fría que asombró a Zosimof: el loco furioso de la víspera era dueño de sí mismo hasta el punto de poder disimular sus sentimientos.
‑Sí; ya me doy cuenta de que estoy casi curado ‑dijo Raskolnikof, abrazando cariñosamente a su madre y a su hermana, lo que llenó de alegría a Pulqueria Alejandrovna‑. Y no digo esto como te dije ayer ‑añadió, dirigiéndose a Rasumikhine, mientras le estrechaba la mano afectuosamente.
‑Estoy incluso asombrado ‑dijo Zosimof alegremente, pues, en sus diez minutos de charla con el enfermo, éste había llegado a desconcertarle con su lucidez‑. Si la cosa continúa así, dentro de tres o cuatro días estará curado por completo y habrá vuelto a su estado normal de un mes atrás..., o tal vez de dos o tres, pues hace mucho tiempo que llevaba la enfermedad en incubación... ¿No es así? Confiéselo. Y confiese también que tenía algún motivo para estar enfermo ‑añadió con una prudente sonrisa, como si temiera irritarlo.
‑Es posible ‑respondió fríamente Raskolnikof.
‑Digo esto ‑continuó Zosimof, cuya animación iba en aumento‑ porque su curación depende en gran parte de usted. Ahora que podemos hablar, desearía hacerle comprender que es indispensable que expulse usted, por decirlo así, las causas principales del mal. Sólo procediendo de este modo podrá usted curarse; en el caso contrario, las cosas irán de mal en peor. Cuáles son esas causas, lo ignoro; pero usted debe conocerlas. Usted es un hombre inteligente y puede observarse a sí mismo. Me parece que el principio de su enfermedad coincide con el término de sus actividades universitarias. Usted no es de los que pueden vivir sin ocupación: usted necesita trabajar, tener un objetivo y perseguirlo tenazmente.
‑Sí, sí; tiene usted razón. Volveré a inscribirme en la universidad cuanto antes y entonces todo irá como sobre ruedas.
Zosimof, cuyos prudentes consejos obedecían al deseo de lucirse ante las damas, quedó profundamente decepcionado cuando, terminado su discurso, dirigió una mirada a su paciente y advirtió que su rostro expresaba una franca burla. Pero esta decepción se desvaneció muy pronto: Pulqueria Alejandrovna empezó a abrumar al doctor con sus expresiones de gratitud, especialmente por su visita nocturna.
‑¿Cómo? ¿Ha ido a veros esta noche? ‑exclamó Raskolnikof, visiblemente agitado‑. Entonces, no habréis dormido, no habréis descansado después del viaje...
‑Eso no, Rodia: sólo estuvimos levantadas hasta las dos. Cuando estamos en casa, Dunia y yo no nos acostamos nunca más temprano.
‑Yo tampoco sé cómo darle las gracias ‑dijo Raskolnikof a Zosimof, con semblante sombrío y bajando la cabeza‑. Dejando aparte la cuestión de los honorarios, y perdone que aluda a este punto, no sé a qué debo ese especial interés que usted me demuestra. Francamente, no lo comprendo, y por eso..., por eso su bondad me abruma. Ya ve que le hablo con toda sinceridad.
‑No se preocupe usted ‑repuso Zosimof sonriendo afectuosamente‑. Imagínese que es mi primer paciente. Los médicos que empiezan sienten por sus primeros enfermos tanto afecto como si fuesen sus propios hijos. Algunos incluso los adoran. Y yo no tengo todavía una clientela abundante.
‑Y no hablemos de ése ‑dijo Raskolnikof, señalando a Rasumikhine‑. No ha recibido de mí sino insultos y molestias, y...
‑¡Qué tonterías dices! ‑exclamó Rasumikhine‑. Por lo visto, hoy te has levantado sentimental.
Si hubiese sido más perspicaz, habría advertido que su amigo no estaba sentimental, sino todo lo contrario. Avdotia Romanovna, en cambio, se dio perfecta cuenta de ello. La joven observaba a su hermano con ávida atención.
‑De ti, mamá, no quiero ni siquiera hablar ‑continuó Raskolnikof en el tono del que recita una lección aprendida aquella mañana‑. Hoy puedo darme cuenta de lo que debiste sufrir ayer durante tu espera en esta habitación.
Dicho esto, sonrió y tendió repentinamente la mano a su hermana, sin desplegar los labios. Esta vez su sonrisa expresaba un sentimiento profundo y sincero.
Dunia, feliz y agradecida, se apoderó al punto de la mano de Rodia y la estrechó tiernamente. Era la primera demostración de afecto que recibía de él después de la querella de la noche anterior. El semblante de la madre se iluminó ante esta reconciliación muda pero sincera de sus hijos.
‑Ésta es la razón de que le aprecie tanto ‑exclamó Rasumikhine con su inclinación a exagerar las cosas‑. ¡Tiene unos gestos...!
«Posee un arte especial para hacer bien las cosas ‑pensó la madre‑. Y ¡cuán nobles son sus impulsos! ¡Con qué sencillez y delicadeza ha puesto fin al incidente de ayer con su hermana! Le ha bastado tenderle la mano mientras le miraba afectuosamente... ¡Qué ojos tiene! Todo su rostro es hermoso. Incluso más que el de Dunetchka. ¡Pero, Dios mío, qué miserablemente vestido va! Vaska, el empleado de Atanasio Ivanovitch, viste mejor que él... ¡Ah, qué a gusto me arrojaría sobre él, lo abrazaría... y lloraría! Pero me da miedo..., sí, miedo. ¡Está tan extraño! ¡Tan finamente como habla, y yo me siento sobrecogida! Pero, en fin de cuentas, ¿qué es lo que temo de él?»
‑¡Ah, Rodia! ‑dijo, respondiendo a las palabras de su hijo‑. No te puedes imaginar cuánto sufrimos Dunia y yo ayer. Ahora que todo ha terminado y la felicidad ha vuelto a nosotros, puedo decirlo. Figúrate que vinimos aquí a toda prisa apenas dejamos el tren, para verte y abrazarte, y esa mujer... ¡Ah, mira, aquí está! Buenos días, Nastasia... Pues bien, Nastasia nos contó que tú estabas en cama, con alta fiebre; que acababas de marcharte, inconsciente, delirando, y que habían salido en tu busca. Ya puedes imaginarte nuestra angustia. Yo me acordé de la trágica muerte del teniente Potantchikof, un amigo de tu padre al que tú no has conocido. Huyó como tú, en un acceso de fiebre, y cayó en el pozo del patio. No se le pudo sacar hasta el día siguiente. El peligro que corrías se nos antojaba mucho mayor de lo que era en realidad. Estuvimos a punto de ir en busca de Piotr Petrovitch para pedirle ayuda..., pues estábamos solas, completamente solas ‑terminó con acento quejumbroso.
Se había detenido ante la idea de que todavía era peligroso hablar de Piotr Petrovitch, aunque todo estuviera ya arreglado felizmente.
‑Sí, todo eso es muy enojoso ‑dijo Raskolnikof en un tono tan distraído e indiferente, que Dunetchka le miró sorprendida‑. ¿Qué otra cosa quería deciros? ‑continuó, esforzándose por recordar‑. ¡Ah, si! No creas, mamá, ni tú, Dunetchka, que yo no quería ir a veros sin que antes vinierais vosotras.
‑¡Qué ocurrencia, Rodia! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna, asombrada.
«Nos habla como por pura cortesía ‑pensó Dunetchka‑. Hace las paces y presenta sus excusas como si cumpliera una simple formalidad o dijese una lección aprendida de memoria.»
‑Acabo de levantarme y me preparaba para ir a veros, pero el estado de mi traje me lo ha impedido. Ayer me olvidé de decir a Nastasia que limpiara las manchas de sangre, y ahora mismo acabo de vestirme.
‑¿Manchas de sangre? ‑preguntó Pulqueria Alejandrovna, aterrada.
‑No tiene importancia, mamá; no te alarmes. Ayer, cuando salí de aquí delirando, me encontré de pronto ante un hombre que acababa de ser víctima de un atropello... Un funcionario. Por eso mis ropas estaban manchadas de sangre.
‑¿Cuando estabas delirando? ‑dijo Rasumikhine‑. Pues te acuerdas de todo.
‑Es cierto ‑convino Raskolnikof, presa de una singular preocupación‑. Me acuerdo de todo, y con los detalles más insignificantes. Sin embargo, no consigo explicarme por qué fui allí, ni por qué obré y hablé como lo hice.
‑El fenómeno es conocido ‑observó Zosimof‑. El acto se cumple a veces con una destreza y una habilidad extraordinarias, pero el principio que lo
Está mejor ‑les dijo Zosimof apenas las vio entrar. Zosimof estaba allí desde hacía diez minutos, sentado en el mismo ángulo del diván que ocupaba la víspera. Raskolnikof estaba sentado en el ángulo opuesto. Se hallaba completamente vestido, e incluso se había lavado y peinado, cosa que no había hecho desde hacía mucho tiempo.
El cuarto era tan reducido, que quedó lleno cuando entraron los visitantes. Pero esto no impidió a Nastasia deslizarse tras ellos para escuchar.
Raskolnikof tenía buen aspecto en comparación con el de la víspera. Pero estaba muy pálido y su semblante expresaba un sombrío ensimismamiento. Su aspecto recordaba el de un herido o el de un hombre que acabara de experimentar un profundo dolor físico. Tenía las cejas fruncidas; los labios, contraídos; los ojos, ardientes. Hablaba poco y de mala gana, como a la fuerza, y sus gestos expresaban a veces una especie de inquietud febril. Sólo le faltaba un vendaje para parecer enteramente un herido.
Este sombrío y pálido semblante se iluminó momentáneamente al entrar la madre y la hermana. Pero la luz se extinguió muy pronto y sólo quedó el dolor. Zosimof, que examinaba a su paciente con un interés de médico joven, observó con asombro que desde la entrada de las dos mujeres el semblante del enfermo expresaba no alegría, sino una especie de estoicismo resignado. Raskolnikof daba la impresión de estar haciendo acopio de energías para soportar durante una o dos horas una tortura que no podía eludir. Cada palabra de la conversación que sostuvo seguidamente pareció ahondar una herida abierta en su alma. Pero, al mismo tiempo, mostró una sangre fría que asombró a Zosimof: el loco furioso de la víspera era dueño de sí mismo hasta el punto de poder disimular sus sentimientos.
‑Sí; ya me doy cuenta de que estoy casi curado ‑dijo Raskolnikof, abrazando cariñosamente a su madre y a su hermana, lo que llenó de alegría a Pulqueria Alejandrovna‑. Y no digo esto como te dije ayer ‑añadió, dirigiéndose a Rasumikhine, mientras le estrechaba la mano afectuosamente.
‑Estoy incluso asombrado ‑dijo Zosimof alegremente, pues, en sus diez minutos de charla con el enfermo, éste había llegado a desconcertarle con su lucidez‑. Si la cosa continúa así, dentro de tres o cuatro días estará curado por completo y habrá vuelto a su estado normal de un mes atrás..., o tal vez de dos o tres, pues hace mucho tiempo que llevaba la enfermedad en incubación... ¿No es así? Confiéselo. Y confiese también que tenía algún motivo para estar enfermo ‑añadió con una prudente sonrisa, como si temiera irritarlo.
‑Es posible ‑respondió fríamente Raskolnikof.
‑Digo esto ‑continuó Zosimof, cuya animación iba en aumento‑ porque su curación depende en gran parte de usted. Ahora que podemos hablar, desearía hacerle comprender que es indispensable que expulse usted, por decirlo así, las causas principales del mal. Sólo procediendo de este modo podrá usted curarse; en el caso contrario, las cosas irán de mal en peor. Cuáles son esas causas, lo ignoro; pero usted debe conocerlas. Usted es un hombre inteligente y puede observarse a sí mismo. Me parece que el principio de su enfermedad coincide con el término de sus actividades universitarias. Usted no es de los que pueden vivir sin ocupación: usted necesita trabajar, tener un objetivo y perseguirlo tenazmente.
‑Sí, sí; tiene usted razón. Volveré a inscribirme en la universidad cuanto antes y entonces todo irá como sobre ruedas.
Zosimof, cuyos prudentes consejos obedecían al deseo de lucirse ante las damas, quedó profundamente decepcionado cuando, terminado su discurso, dirigió una mirada a su paciente y advirtió que su rostro expresaba una franca burla. Pero esta decepción se desvaneció muy pronto: Pulqueria Alejandrovna empezó a abrumar al doctor con sus expresiones de gratitud, especialmente por su visita nocturna.
‑¿Cómo? ¿Ha ido a veros esta noche? ‑exclamó Raskolnikof, visiblemente agitado‑. Entonces, no habréis dormido, no habréis descansado después del viaje...
‑Eso no, Rodia: sólo estuvimos levantadas hasta las dos. Cuando estamos en casa, Dunia y yo no nos acostamos nunca más temprano.
‑Yo tampoco sé cómo darle las gracias ‑dijo Raskolnikof a Zosimof, con semblante sombrío y bajando la cabeza‑. Dejando aparte la cuestión de los honorarios, y perdone que aluda a este punto, no sé a qué debo ese especial interés que usted me demuestra. Francamente, no lo comprendo, y por eso..., por eso su bondad me abruma. Ya ve que le hablo con toda sinceridad.
‑No se preocupe usted ‑repuso Zosimof sonriendo afectuosamente‑. Imagínese que es mi primer paciente. Los médicos que empiezan sienten por sus primeros enfermos tanto afecto como si fuesen sus propios hijos. Algunos incluso los adoran. Y yo no tengo todavía una clientela abundante.
‑Y no hablemos de ése ‑dijo Raskolnikof, señalando a Rasumikhine‑. No ha recibido de mí sino insultos y molestias, y...
‑¡Qué tonterías dices! ‑exclamó Rasumikhine‑. Por lo visto, hoy te has levantado sentimental.
Si hubiese sido más perspicaz, habría advertido que su amigo no estaba sentimental, sino todo lo contrario. Avdotia Romanovna, en cambio, se dio perfecta cuenta de ello. La joven observaba a su hermano con ávida atención.
‑De ti, mamá, no quiero ni siquiera hablar ‑continuó Raskolnikof en el tono del que recita una lección aprendida aquella mañana‑. Hoy puedo darme cuenta de lo que debiste sufrir ayer durante tu espera en esta habitación.
Dicho esto, sonrió y tendió repentinamente la mano a su hermana, sin desplegar los labios. Esta vez su sonrisa expresaba un sentimiento profundo y sincero.
Dunia, feliz y agradecida, se apoderó al punto de la mano de Rodia y la estrechó tiernamente. Era la primera demostración de afecto que recibía de él después de la querella de la noche anterior. El semblante de la madre se iluminó ante esta reconciliación muda pero sincera de sus hijos.
‑Ésta es la razón de que le aprecie tanto ‑exclamó Rasumikhine con su inclinación a exagerar las cosas‑. ¡Tiene unos gestos...!
«Posee un arte especial para hacer bien las cosas ‑pensó la madre‑. Y ¡cuán nobles son sus impulsos! ¡Con qué sencillez y delicadeza ha puesto fin al incidente de ayer con su hermana! Le ha bastado tenderle la mano mientras le miraba afectuosamente... ¡Qué ojos tiene! Todo su rostro es hermoso. Incluso más que el de Dunetchka. ¡Pero, Dios mío, qué miserablemente vestido va! Vaska, el empleado de Atanasio Ivanovitch, viste mejor que él... ¡Ah, qué a gusto me arrojaría sobre él, lo abrazaría... y lloraría! Pero me da miedo..., sí, miedo. ¡Está tan extraño! ¡Tan finamente como habla, y yo me siento sobrecogida! Pero, en fin de cuentas, ¿qué es lo que temo de él?»
‑¡Ah, Rodia! ‑dijo, respondiendo a las palabras de su hijo‑. No te puedes imaginar cuánto sufrimos Dunia y yo ayer. Ahora que todo ha terminado y la felicidad ha vuelto a nosotros, puedo decirlo. Figúrate que vinimos aquí a toda prisa apenas dejamos el tren, para verte y abrazarte, y esa mujer... ¡Ah, mira, aquí está! Buenos días, Nastasia... Pues bien, Nastasia nos contó que tú estabas en cama, con alta fiebre; que acababas de marcharte, inconsciente, delirando, y que habían salido en tu busca. Ya puedes imaginarte nuestra angustia. Yo me acordé de la trágica muerte del teniente Potantchikof, un amigo de tu padre al que tú no has conocido. Huyó como tú, en un acceso de fiebre, y cayó en el pozo del patio. No se le pudo sacar hasta el día siguiente. El peligro que corrías se nos antojaba mucho mayor de lo que era en realidad. Estuvimos a punto de ir en busca de Piotr Petrovitch para pedirle ayuda..., pues estábamos solas, completamente solas ‑terminó con acento quejumbroso.
Se había detenido ante la idea de que todavía era peligroso hablar de Piotr Petrovitch, aunque todo estuviera ya arreglado felizmente.
‑Sí, todo eso es muy enojoso ‑dijo Raskolnikof en un tono tan distraído e indiferente, que Dunetchka le miró sorprendida‑. ¿Qué otra cosa quería deciros? ‑continuó, esforzándose por recordar‑. ¡Ah, si! No creas, mamá, ni tú, Dunetchka, que yo no quería ir a veros sin que antes vinierais vosotras.
‑¡Qué ocurrencia, Rodia! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna, asombrada.
«Nos habla como por pura cortesía ‑pensó Dunetchka‑. Hace las paces y presenta sus excusas como si cumpliera una simple formalidad o dijese una lección aprendida de memoria.»
‑Acabo de levantarme y me preparaba para ir a veros, pero el estado de mi traje me lo ha impedido. Ayer me olvidé de decir a Nastasia que limpiara las manchas de sangre, y ahora mismo acabo de vestirme.
‑¿Manchas de sangre? ‑preguntó Pulqueria Alejandrovna, aterrada.
‑No tiene importancia, mamá; no te alarmes. Ayer, cuando salí de aquí delirando, me encontré de pronto ante un hombre que acababa de ser víctima de un atropello... Un funcionario. Por eso mis ropas estaban manchadas de sangre.
‑¿Cuando estabas delirando? ‑dijo Rasumikhine‑. Pues te acuerdas de todo.
‑Es cierto ‑convino Raskolnikof, presa de una singular preocupación‑. Me acuerdo de todo, y con los detalles más insignificantes. Sin embargo, no consigo explicarme por qué fui allí, ni por qué obré y hablé como lo hice.
‑El fenómeno es conocido ‑observó Zosimof‑. El acto se cumple a veces con una destreza y una habilidad extraordinarias, pero el principio que lo
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
motiva adolece de cierta alteración y depende de diversas impresiones morbosas. Es algo así como un sueño.
«Al fin y al cabo, debo felicitarme de que me tomen por loco», pensó Raskolnikof.
‑Pero las personas perfectamente sanas están en el mismo caso ‑observó Dunetchka, mirando a Zosimof con inquietud.
‑La observación es muy justa ‑respondió el médico‑. En este aspecto, todos solemos parecernos a los alienados. La única diferencia es que los verdaderos enfermos están un poco más enfermos que nosotros. Sólo sobre esta base podemos establecer distinciones. Hombres perfectamente sanos, perfectamente equilibrados, si usted prefiere llamarlos así, la verdad es que casi no existen: no se podría encontrar más de uno entre centenares de miles de individuos, e incluso este uno resultaría un modelo bastante imperfecto.
La palabra «alienado», lanzada imprudentemente por Zosimof en el calor de sus comentarios sobre su tema favorito, recorrió como una ráfaga glacial toda la estancia. Raskolnikof se mostraba absorto y distraído. En sus pálidos labios había una sonrisa extraña. Al parecer, seguía reflexionando sobre aquel punto que le tenía perplejo.
‑Bueno, pero ¿ese hombre atropellado? ‑se apresuró a decir Rasumikhine‑. Te he interrumpido cuando estabas hablando de él.
Raskolnikof se sobresaltó, como si lo despertasen repentinamente de un sueño.
‑¿Cómo...? ¡Ah, sí! Me manché de sangre al ayudar a transportarlo a su casa... A propósito, mamá: cometí un acto imperdonable. Estaba loco, sencillamente. Todo el dinero que me enviaste lo di a la viuda para el entierro. Está enferma del pecho... Una verdadera desgracia... Tres huérfanos de corta edad... Hambrientos... No hay nada en la casa... Ha dejado otra hija... Yo creo que también tú les habrías dado el dinero si hubieses visto el cuadro... Reconozco que yo no tenía ningún derecho a obrar así, y menos sabiendo los sacrificios que has tenido que hacer para enviarme ese dinero. Está bien que se socorra a la gente. Pero hay que tener derecho a hacerlo. De lo contrario, Crevez chiens, si vous n'étes pas contents.
Lanzó una carcajada.
‑¿Verdad, Dunia?
‑No ‑repuso enérgicamente la joven.
‑¡Bah! También tú estás llena de buenas intenciones ‑murmuró con sonrisa burlona y acento casi rencoroso‑. Debí comprenderlo... Desde luego, eso es hermoso y tiene más valor... Si llegas a un punto que no te atreves a franquear, serás desgraciada, y si lo franqueas, tal vez más desgraciada todavía. Pero todo esto es pura palabrería ‑añadió, lamentando no haber sabido contenerse‑. Yo sólo quería disculparme ante ti, mamá ‑terminó con voz entrecortada y tono tajante.
‑No te preocupes, Rodia; estoy segura de que todo lo que tú haces está bien hecho ‑repuso la madre alegremente.
‑No estés tan segura ‑repuso él, esbozando una sonrisa.
Se hizo el silencio. Toda esta conversación, con sus pausas, el perdón concedido y la reconciliación, se había desarrollado en una atmósfera no desprovista de violencia, y todos se habían dado cuenta de ello.
«Se diría que me temen», pensó Raskolnikof mirando furtivamente a su madre y a su hermana.
Efectivamente, Pulqueria Alejandrovna parecía sentirse más y más atemorizada a medida que se prolongaba el silencio.
«¡Tanto como creía amarlas desde lejos!», pensó Raskolnikof repentinamente.
‑¿Sabes que Marfa Petrovna ha muerto, Rodia? ‑preguntó de pronto Pulqueria Alejandrovna.
‑¿Qué Marfa Petrovna?
‑¿Es posible que no lo sepas? Marfa Petrovna Svidrigailova. ¡Tanto como te he hablado de ella en mis cartas!
‑¡Ah, sí! Ahora me acuerdo ‑dijo como si despertara de un sueño‑. ¿De modo que ha muerto? ¿Cómo?
Esta muestra de curiosidad alentó a Pulqueria Alejandrovna, que respondió vivamente:
‑Fue una muerte repentina. La desgracia ocurrió el mismo día en que te envié mi última carta. Su marido, ese monstruo, ha sido sin duda el culpable. Dicen que le dio una tremenda paliza.
‑¿Eran frecuentes esas escenas entre ellos? ‑preguntó Raskolnikof dirigiéndose a su hermana.
‑No, al contrario: él se mostraba paciente, e incluso amable con ella. En algunos casos era hasta demasiado indulgente. Así vivieron durante siete años. Hasta que un día, de pronto, perdió la paciencia.
‑O sea que ese hombre no era tan terrible. De serlo, no habría podido comportarse con tanta prudencia durante siete años. Me parece, Dunetchka, que tú piensas así y lo disculpas.
‑¡Oh, no! Es verdaderamente un hombre despiadado. No puedo imaginarme nada más horrible ‑repuso la joven con un ligero estremecimiento.
Luego frunció las cejas y quedó absorta.
‑La escena tuvo lugar por la mañana ‑prosiguió precipitadamente Pulqueria Alejandrovna‑. Después, Marfa Petrovna ordenó que le preparasen el coche, a fin de trasladarse a la ciudad después de comer, como hacía siempre en estos casos. Dicen que comió con excelente apetito.
‑¿A pesar de los golpes?
‑Ya se iba acostumbrando... Apenas terminó de comer, fue a bañarse; así se podría marchar en seguida... Seguía un tratamiento hidroterápico. En la finca hay un manantial de agua fría y ella se bañaba en él todos los días con regularidad. Apenas entró en el agua, sufrió un ataque de apoplejía.
‑No es nada extraño ‑observó Zosimof.
‑¿Y dices que la paliza había sido brutal?
‑Eso no influyó ‑dijo Dunia.
Raskolnikof exclamó, súbitamente irritado:
‑No sé, mamá, por qué nos has contado todas esas tonterías.
‑Es que no sabía de qué hablar, hijo mío ‑se le escapó decir a Pulqueria Alejandrovna.
‑¿Es posible que todos me temáis? ‑dijo Raskolnikof, esbozando una sonrisa.
‑Sí, te tememos ‑respondió Dunia con expresión severa y mirándole fijamente a los ojos‑. Mamá incluso se ha santiguado cuando subíamos la escalera.
El semblante de Raskolnikof se alteró profundamente: parecía reflejar una agitación convulsiva.
Pulqueria Alejandrovna intervino, visiblemente aturdida:
‑Pero ¿qué dices, Dunia? No te enfades, Rodia, te lo suplico... Bien es verdad que, desde que partimos, no cesé de pensar en la dicha de volver a verte y charlar contigo... Tan feliz me sentía con este pensamiento, que el largo viaje me pareció corto... Pero ¿qué digo? Ahora me siento verdaderamente feliz... Te equivocas, Dunia... Y mi alegría se debe a que te vuelvo a ver, Rodia.
‑Basta, mamá ‑dijo él, molesto por tanta locuacidad, estrechando las manos de su madre, pero sin mirarla‑. Ya habrá tiempo de charlar y comunicarnos nuestra alegría.
Pero al pronunciar estas palabras se turbó y palideció. Se sentía invadido por un frío de muerte al evocar cierta reciente impresión. De nuevo tuvo que confesarse que había dicho una gran mentira, pues sabía muy bien que no solamente no volvería a hablar a su madre ni a su hermana con el corazón en la mano, sino que ya no pronunciaría jamás una sola palabra espontánea ante nadie. La impresión que le produjo esta idea fue tan violenta, que casi perdió la conciencia de las cosas momentáneamente, y se levantó y se dirigió a la puerta sin mirar a nadie.
‑Pero ¿qué te pasa? ‑le dijo Rasumikhine cogiéndole del brazo.
Raskolnikof se volvió a sentar y paseó una silenciosa mirada por la habitación. Todos le contemplaban con un gesto de estupor.
‑Pero ¿qué os pasa que estáis tan fúnebres? ‑exclamó de súbito‑. ¡Decid algo! ¿Vamos a estar mucho tiempo así? ¡Ea, hablad! ¡Charlemos todos! No nos hemos reunido para estar mudos. ¡Vamos, hablemos!
‑¡Bendito sea Dios! ¡Y yo que creía que no se repetiría el arrebato de ayer! ‑dijo Pulqueria Alejandrovna santiguándose.
‑¿Qué te ha pasado, Rodia? ‑preguntó Avdotia Romanovna con un gesto de desconfianza.
‑Nada ‑respondió el joven‑: que me he acordado de una tontería.
Y se echó a reír.
‑Si es una tontería, lo celebro ‑dijo Zosimof levantándose‑. Pues hasta a mí me ha parecido... Bueno, me tengo que marchar. Vendré más tarde... Supongo que le encontraré aquí.
Saludó y se fue.
‑Es un hombre excelente ‑dijo Pulqueria Alejandrovna.
‑Sí, un hombre excelente, instruido, perfecto ‑exclamó Raskolnikof precipitadamente y animándose de súbito‑. No recuerdo dónde lo vi antes de mi enfermedad, pero sin duda lo vi en alguna parte... Y ahí tenéis otro hombre excelente ‑añadió señalando a Rasumikhine‑. ¿Te ha sido simpático, Dunia? ‑preguntó de pronto. Y se echó a reír sin razón alguna.
‑Mucho ‑respondió Dunia.
‑¡No seas imbécil! ‑exclamó Rasumikhine poniéndose colorado y levantándose.
Pulqueria Alejandrovna sonrió y Raskolnikof soltó la carcajada.
«Al fin y al cabo, debo felicitarme de que me tomen por loco», pensó Raskolnikof.
‑Pero las personas perfectamente sanas están en el mismo caso ‑observó Dunetchka, mirando a Zosimof con inquietud.
‑La observación es muy justa ‑respondió el médico‑. En este aspecto, todos solemos parecernos a los alienados. La única diferencia es que los verdaderos enfermos están un poco más enfermos que nosotros. Sólo sobre esta base podemos establecer distinciones. Hombres perfectamente sanos, perfectamente equilibrados, si usted prefiere llamarlos así, la verdad es que casi no existen: no se podría encontrar más de uno entre centenares de miles de individuos, e incluso este uno resultaría un modelo bastante imperfecto.
La palabra «alienado», lanzada imprudentemente por Zosimof en el calor de sus comentarios sobre su tema favorito, recorrió como una ráfaga glacial toda la estancia. Raskolnikof se mostraba absorto y distraído. En sus pálidos labios había una sonrisa extraña. Al parecer, seguía reflexionando sobre aquel punto que le tenía perplejo.
‑Bueno, pero ¿ese hombre atropellado? ‑se apresuró a decir Rasumikhine‑. Te he interrumpido cuando estabas hablando de él.
Raskolnikof se sobresaltó, como si lo despertasen repentinamente de un sueño.
‑¿Cómo...? ¡Ah, sí! Me manché de sangre al ayudar a transportarlo a su casa... A propósito, mamá: cometí un acto imperdonable. Estaba loco, sencillamente. Todo el dinero que me enviaste lo di a la viuda para el entierro. Está enferma del pecho... Una verdadera desgracia... Tres huérfanos de corta edad... Hambrientos... No hay nada en la casa... Ha dejado otra hija... Yo creo que también tú les habrías dado el dinero si hubieses visto el cuadro... Reconozco que yo no tenía ningún derecho a obrar así, y menos sabiendo los sacrificios que has tenido que hacer para enviarme ese dinero. Está bien que se socorra a la gente. Pero hay que tener derecho a hacerlo. De lo contrario, Crevez chiens, si vous n'étes pas contents.
Lanzó una carcajada.
‑¿Verdad, Dunia?
‑No ‑repuso enérgicamente la joven.
‑¡Bah! También tú estás llena de buenas intenciones ‑murmuró con sonrisa burlona y acento casi rencoroso‑. Debí comprenderlo... Desde luego, eso es hermoso y tiene más valor... Si llegas a un punto que no te atreves a franquear, serás desgraciada, y si lo franqueas, tal vez más desgraciada todavía. Pero todo esto es pura palabrería ‑añadió, lamentando no haber sabido contenerse‑. Yo sólo quería disculparme ante ti, mamá ‑terminó con voz entrecortada y tono tajante.
‑No te preocupes, Rodia; estoy segura de que todo lo que tú haces está bien hecho ‑repuso la madre alegremente.
‑No estés tan segura ‑repuso él, esbozando una sonrisa.
Se hizo el silencio. Toda esta conversación, con sus pausas, el perdón concedido y la reconciliación, se había desarrollado en una atmósfera no desprovista de violencia, y todos se habían dado cuenta de ello.
«Se diría que me temen», pensó Raskolnikof mirando furtivamente a su madre y a su hermana.
Efectivamente, Pulqueria Alejandrovna parecía sentirse más y más atemorizada a medida que se prolongaba el silencio.
«¡Tanto como creía amarlas desde lejos!», pensó Raskolnikof repentinamente.
‑¿Sabes que Marfa Petrovna ha muerto, Rodia? ‑preguntó de pronto Pulqueria Alejandrovna.
‑¿Qué Marfa Petrovna?
‑¿Es posible que no lo sepas? Marfa Petrovna Svidrigailova. ¡Tanto como te he hablado de ella en mis cartas!
‑¡Ah, sí! Ahora me acuerdo ‑dijo como si despertara de un sueño‑. ¿De modo que ha muerto? ¿Cómo?
Esta muestra de curiosidad alentó a Pulqueria Alejandrovna, que respondió vivamente:
‑Fue una muerte repentina. La desgracia ocurrió el mismo día en que te envié mi última carta. Su marido, ese monstruo, ha sido sin duda el culpable. Dicen que le dio una tremenda paliza.
‑¿Eran frecuentes esas escenas entre ellos? ‑preguntó Raskolnikof dirigiéndose a su hermana.
‑No, al contrario: él se mostraba paciente, e incluso amable con ella. En algunos casos era hasta demasiado indulgente. Así vivieron durante siete años. Hasta que un día, de pronto, perdió la paciencia.
‑O sea que ese hombre no era tan terrible. De serlo, no habría podido comportarse con tanta prudencia durante siete años. Me parece, Dunetchka, que tú piensas así y lo disculpas.
‑¡Oh, no! Es verdaderamente un hombre despiadado. No puedo imaginarme nada más horrible ‑repuso la joven con un ligero estremecimiento.
Luego frunció las cejas y quedó absorta.
‑La escena tuvo lugar por la mañana ‑prosiguió precipitadamente Pulqueria Alejandrovna‑. Después, Marfa Petrovna ordenó que le preparasen el coche, a fin de trasladarse a la ciudad después de comer, como hacía siempre en estos casos. Dicen que comió con excelente apetito.
‑¿A pesar de los golpes?
‑Ya se iba acostumbrando... Apenas terminó de comer, fue a bañarse; así se podría marchar en seguida... Seguía un tratamiento hidroterápico. En la finca hay un manantial de agua fría y ella se bañaba en él todos los días con regularidad. Apenas entró en el agua, sufrió un ataque de apoplejía.
‑No es nada extraño ‑observó Zosimof.
‑¿Y dices que la paliza había sido brutal?
‑Eso no influyó ‑dijo Dunia.
Raskolnikof exclamó, súbitamente irritado:
‑No sé, mamá, por qué nos has contado todas esas tonterías.
‑Es que no sabía de qué hablar, hijo mío ‑se le escapó decir a Pulqueria Alejandrovna.
‑¿Es posible que todos me temáis? ‑dijo Raskolnikof, esbozando una sonrisa.
‑Sí, te tememos ‑respondió Dunia con expresión severa y mirándole fijamente a los ojos‑. Mamá incluso se ha santiguado cuando subíamos la escalera.
El semblante de Raskolnikof se alteró profundamente: parecía reflejar una agitación convulsiva.
Pulqueria Alejandrovna intervino, visiblemente aturdida:
‑Pero ¿qué dices, Dunia? No te enfades, Rodia, te lo suplico... Bien es verdad que, desde que partimos, no cesé de pensar en la dicha de volver a verte y charlar contigo... Tan feliz me sentía con este pensamiento, que el largo viaje me pareció corto... Pero ¿qué digo? Ahora me siento verdaderamente feliz... Te equivocas, Dunia... Y mi alegría se debe a que te vuelvo a ver, Rodia.
‑Basta, mamá ‑dijo él, molesto por tanta locuacidad, estrechando las manos de su madre, pero sin mirarla‑. Ya habrá tiempo de charlar y comunicarnos nuestra alegría.
Pero al pronunciar estas palabras se turbó y palideció. Se sentía invadido por un frío de muerte al evocar cierta reciente impresión. De nuevo tuvo que confesarse que había dicho una gran mentira, pues sabía muy bien que no solamente no volvería a hablar a su madre ni a su hermana con el corazón en la mano, sino que ya no pronunciaría jamás una sola palabra espontánea ante nadie. La impresión que le produjo esta idea fue tan violenta, que casi perdió la conciencia de las cosas momentáneamente, y se levantó y se dirigió a la puerta sin mirar a nadie.
‑Pero ¿qué te pasa? ‑le dijo Rasumikhine cogiéndole del brazo.
Raskolnikof se volvió a sentar y paseó una silenciosa mirada por la habitación. Todos le contemplaban con un gesto de estupor.
‑Pero ¿qué os pasa que estáis tan fúnebres? ‑exclamó de súbito‑. ¡Decid algo! ¿Vamos a estar mucho tiempo así? ¡Ea, hablad! ¡Charlemos todos! No nos hemos reunido para estar mudos. ¡Vamos, hablemos!
‑¡Bendito sea Dios! ¡Y yo que creía que no se repetiría el arrebato de ayer! ‑dijo Pulqueria Alejandrovna santiguándose.
‑¿Qué te ha pasado, Rodia? ‑preguntó Avdotia Romanovna con un gesto de desconfianza.
‑Nada ‑respondió el joven‑: que me he acordado de una tontería.
Y se echó a reír.
‑Si es una tontería, lo celebro ‑dijo Zosimof levantándose‑. Pues hasta a mí me ha parecido... Bueno, me tengo que marchar. Vendré más tarde... Supongo que le encontraré aquí.
Saludó y se fue.
‑Es un hombre excelente ‑dijo Pulqueria Alejandrovna.
‑Sí, un hombre excelente, instruido, perfecto ‑exclamó Raskolnikof precipitadamente y animándose de súbito‑. No recuerdo dónde lo vi antes de mi enfermedad, pero sin duda lo vi en alguna parte... Y ahí tenéis otro hombre excelente ‑añadió señalando a Rasumikhine‑. ¿Te ha sido simpático, Dunia? ‑preguntó de pronto. Y se echó a reír sin razón alguna.
‑Mucho ‑respondió Dunia.
‑¡No seas imbécil! ‑exclamó Rasumikhine poniéndose colorado y levantándose.
Pulqueria Alejandrovna sonrió y Raskolnikof soltó la carcajada.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
‑Pero ¿adónde vas?
‑Tengo que hacer.
‑Tú no tienes nada que hacer. De modo que te has de quedar. Tú te quieres marchar porque se ha ido Zosimof. Quédate... ¿Qué hora es, a todo esto? ¡Qué preciosidad de reloj, Dunia! ¿Queréis decirme por qué seguís tan callados? El único que habla aquí soy yo.
‑Es un regalo de Marfa Petrovna ‑dijo Dunia.
‑Un regalo de alto precio ‑añadió Pulqueria Alejandrovna.
‑Pero es demasiado grande. Parece un reloj de hombre.
‑Me gusta así.
«No es un regalo de su prometido», pensó Rasumikhine, alborozado.
‑Yo creía que era un regalo de Lujine ‑dijo Raskolnikof.
‑No, Lujine todavía no le ha regalado nada.
‑¡Ah!, ¿no...? ¿Te acuerdas, mamá, de que estuve enamorado y quería casarme? ‑preguntó de pronto, mirando a su madre, que se quedó asombrada ante el giro imprevisto que Rodia había dado a la conversación, y también ante el tono que había empleado.
‑Sí, me acuerdo perfectamente.
Y cambió una mirada con Dunia y otra con Rasumikhine.
‑¡Bah! Hablando sinceramente, ya lo he olvidado todo. Era una muchacha enfermiza ‑añadió, pensativo y bajando la cabeza‑ y, además, muy pobre. También era muy piadosa: soñaba con la vida conventual. Un día, incluso se echó a llorar al hablarme de esto... Sí, sí; lo recuerdo, lo recuerdo perfectamente... Era fea... En realidad, no sé qué atractivo veía en ella... Yo creo que si hubiese sido jorobada o coja, la habría querido todavía más.
Quedó pensativo, sonriendo, y terminó:
‑Aquello no tuvo importancia: fue una locura pasajera...
‑No, no fue simplemente una locura pasajera ‑dijo Dunetchka, convencida.
Raskolnikof miró a su hermana atentamente, como si no hubiese comprendido sus palabras. Acaso ni siquiera las había oído. Luego se levantó, todavía absorto, fue a abrazar a su madre y volvió a su sitio.
‑¿La amas aún? ‑preguntó Pulqueria Alejandrovna, enternecida.
‑¿A ella? ¿Ahora...? Sí... Pero... No, no. Me parece que todo eso pasó en otro mundo... ¡Hace ya tanto tiempo que ocurrió...! Por otra parte, la misma impresión me produce todo cuanto me rodea.
Y los miró a todos atentamente.
‑Vosotros sois un ejemplo: me parece estar viéndoos a una distancia de mil verstas... Pero ¿para qué diablos hablamos de estas cosas...? ¿Y por qué me interrogáis? ‑exclamó, irritado.
Después empezó a roerse las uñas y volvió a abismarse en sus pensamientos.
‑¡Qué habitación tan mísera tienes, Rodia! Parece una tumba ‑dijo de súbito Pulqueria Alejandrovna para romper el penoso silencio‑. Estoy segura de que este cuartucho tiene por lo menos la mitad de culpa de tu neurastenia.
‑¿Esta habitación? ‑dijo Raskolnikof, distraído‑. Sí, ha contribuido mucho. He reflexionado en ello... Pero ¡qué idea tan extraña acabas de tener, mamá! ‑añadió con una singular sonrisa.
Se daba cuenta de que aquella compañía, aquella madre y aquella hermana a las que volvía a ver después de tres años de separación, y aquel tono familiar, íntimo, de la conversación que mantenían, cuando su deseo era no pronunciar una sola palabra, estaban a punto de serle por completo insoportables.
Sin embargo, había un asunto cuya discusión no admitía dilaciones. Así acababa de decidirlo, levantándose. De un modo o de otro, debía quedar resuelto inmediatamente. Y experimentó cierta satisfacción al hallar un modo de salir de la violenta situación en que se encontraba.
‑Tengo algo que decirte, Dunia ‑manifestó secamente y con grave semblante‑. Te ruego que me excuses por la escena de ayer, pero considero un deber recordarte que mantengo los términos de mi dilema: Lujine o yo. Yo puedo ser un infame, pero no quiero que tú lo seas. Con un miserable hay suficiente. De modo que si te casas con Lujine, dejaré de considerarte hermana mía.
‑¡Pero Rodia! ¿Otra vez las ideas de anoche? ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna‑. ¿Por qué lo crees infame? No puedo soportarlo. Lo mismo dijiste ayer.
‑Óyeme, Rodia ‑repuso Dunetchka firmemente y en un tono tan seco como el de su hermano‑, la discrepancia que nos separa procede de un error tuyo. He reflexionado sobre ello esta noche y he descubierto ese error. La causa de todo es que tú supones que yo me sacrifico por alguien. Ésa es tu equivocación. Yo me caso por mí, porque la vida me parece demasiado difícil. Desde luego, seré muy feliz si puedo ser útil a los míos, pero no es éste el motivo principal de mi determinación.
«Miente ‑se dijo Raskolnikof, mordiéndose los labios en un arranque de rabia‑. ¡La muy orgullosa...! No quiere confesar su propósito de ser mi bienhechora. ¡Qué caracteres tan viles! Su amor se parece al odio. ¡Cómo los detesto a todos!»
‑En una palabra ‑continuó Dunia‑, me caso con Piotr Petrovitch porque de dos males he escogido el menor. Tengo la intención de cumplir lealmente todo lo que él espera de mí; por lo tanto, no te engaño. ¿Por qué sonríes?
Dunia enrojeció y un relámpago de cólera brilló en sus ojos.
‑¿Dices que lo cumplirás todo? ‑preguntó Raskolnikof con aviesa sonrisa.
‑Hasta cierto punto, Piotr Petrovitch ha pedido mi mano de un modo que me ha revelado claramente lo que espera de mí. Ciertamente, tiene una alta opinión de sí mismo, acaso demasiado alta; pero confío en que sabrá apreciarme a mí igualmente... ¿Por qué vuelves a reírte?
‑¿Y tú por qué te sonrojas? Tú mientes, Dunia; mientes por obstinación femenina, para que no pueda parecer que te has dejado convencer por mí... Tú no puedes estimar a Lujine. Lo he visto, he hablado con él. Por lo tanto, te casas por interés, te vendes. De cualquier modo que la mires, tu decisión es una vileza. Me siento feliz de ver que todavía eres capaz de enrojecer.
‑¡Eso no es verdad! ¡Yo no miento! ‑exclamó Dunetchka, perdiendo por completo la calma‑. No me casaría con él si no estuviera convencida de que me aprecia; no me casaría sin estar segura de que es digno de mi estimación. Afortunadamente, tengo la oportunidad de comprobarlo muy pronto, hoy mismo. Este matrimonio no es una vileza como tú dices... Por otra parte, si tuvieses razón, si yo hubiese decidido cometer una bajeza de esta índole, ¿no sería una crueldad tu actitud? ¿Cómo puedes exigir de mí un heroísmo del que tú seguramente no eres capaz? Eso es despotismo, tiranía. Si yo causo la pérdida de alguien, no será sino de mí misma... Todavía no he matado a nadie... ¿Por qué me miras de ese modo...? ¡Estás pálido...! ¿Qué te pasa, Rodia...? ¡Rodia, querido Rodia!
‑¡Señor! ¡Se ha desmayado! Tú tienes la culpa ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna.
‑No, no..., no ha sido nada... Se me ha ido un poco la cabeza, pero no me he desmayado... No piensas más que en eso... ¿Qué es lo que yo quería decir...? ¡Ah, sí! ¿De modo que esperas convencerte hoy mismo de que él te aprecia y es digno de tu estimación? ¿Es esto, no? ¿Es esto lo que has dicho...? ¿O acaso he entendido mal?
‑Mamá, da a leer a Rodia la carta de Piotr Petrovitch ‑dijo Dunetchka.
Pulqueria Alejandrovna le entregó la carta con mano temblorosa. Raskolnikof se apoderó de ella con un gesto de viva curiosidad. Pero antes de abrirla dirigió a su hermana una mirada de estupor y dijo lentamente, como obedeciendo a una idea que le hubiera asaltado de súbito:
‑No sé por qué me ha de preocupar este asunto... Cásate con quien quieras.
Parecía hablar consigo mismo, pero había levantado la voz y miraba a su hermana con un gesto de preocupación. Al fin, y sin que su semblante perdiera su expresión de estupor, desplegó la carta y la leyó dos veces atentamente. Pulqueria Alejandrovna estaba profundamente inquieta y todos esperaban algo parecido a una explosión.
‑No comprendo absolutamente nada ‑dijo Rodia, pensativo, devolviendo la carta a su madre y sin dirigirse a nadie en particular‑. Sabe pleitear, como es propio de un abogado, y cuando habla lo hace bastante bien. Pero escribiendo es un iletrado, un ignorante.
Sus palabras causaron general estupefacción. No era éste, ni mucho menos, el comentario que se esperaba.
‑Todos los hombres de su profesión escriben así ‑dijo Rasumikhine con voz alterada por la emoción.
‑¿Es que has leído la carta?
‑Sí.
‑Tenemos buenos informes de él, Rodia ‑dijo Pulqueria Alejandrovna, inquieta y confusa‑. Nos los han dado personas respetables.
‑Es el lenguaje de los leguleyos ‑dijo Rasumikhine‑. Todos los documentos judiciales están escritos en ese estilo.
‑Dices bien: es el estilo de los hombres de leyes, y también de los hombres de negocios. No es un estilo de persona iletrada, pero tampoco demasiado literario... En una palabra, es un estilo propio de los negocios.
‑Piotr Petrovitch no oculta su falta de estudios ‑dijo Avdotia Romanovna, herida por el tono en que hablaba su hermano‑. Es más: se enorgullece de deberlo todo a sí mismo.
‑Desde luego, tiene motivos para estar orgulloso; no digo lo contrario. Al parecer, te ha molestado que esa carta me haya inspirado solamente una observación poco seria, y crees que persisto en esta actitud sólo para mortificarte. Por el contrario, en relación con este estilo he tenido una idea que me parece de cierta importancia para el caso presente. Me refiero a la frase con que Piotr Petrovitch advierte a nuestra madre que la responsabilidad será exclusivamente suya si desatiende su ruego. Estas palabras, en extremo significativas, contienen una amenaza. Lujine ha decidido marcharse si estoy yo presente. Esto quiere decir que, si no le obedecéis, está dispuesto a abandonaros a las dos después de haceros venir a Petersburgo. ¿Qué dices a esto? Estas palabras de Lujine ¿te ofenden como si vinieran de Rasumikhine, Zosimof o, en fin, de cualquiera de nosotros?
‑Tengo que hacer.
‑Tú no tienes nada que hacer. De modo que te has de quedar. Tú te quieres marchar porque se ha ido Zosimof. Quédate... ¿Qué hora es, a todo esto? ¡Qué preciosidad de reloj, Dunia! ¿Queréis decirme por qué seguís tan callados? El único que habla aquí soy yo.
‑Es un regalo de Marfa Petrovna ‑dijo Dunia.
‑Un regalo de alto precio ‑añadió Pulqueria Alejandrovna.
‑Pero es demasiado grande. Parece un reloj de hombre.
‑Me gusta así.
«No es un regalo de su prometido», pensó Rasumikhine, alborozado.
‑Yo creía que era un regalo de Lujine ‑dijo Raskolnikof.
‑No, Lujine todavía no le ha regalado nada.
‑¡Ah!, ¿no...? ¿Te acuerdas, mamá, de que estuve enamorado y quería casarme? ‑preguntó de pronto, mirando a su madre, que se quedó asombrada ante el giro imprevisto que Rodia había dado a la conversación, y también ante el tono que había empleado.
‑Sí, me acuerdo perfectamente.
Y cambió una mirada con Dunia y otra con Rasumikhine.
‑¡Bah! Hablando sinceramente, ya lo he olvidado todo. Era una muchacha enfermiza ‑añadió, pensativo y bajando la cabeza‑ y, además, muy pobre. También era muy piadosa: soñaba con la vida conventual. Un día, incluso se echó a llorar al hablarme de esto... Sí, sí; lo recuerdo, lo recuerdo perfectamente... Era fea... En realidad, no sé qué atractivo veía en ella... Yo creo que si hubiese sido jorobada o coja, la habría querido todavía más.
Quedó pensativo, sonriendo, y terminó:
‑Aquello no tuvo importancia: fue una locura pasajera...
‑No, no fue simplemente una locura pasajera ‑dijo Dunetchka, convencida.
Raskolnikof miró a su hermana atentamente, como si no hubiese comprendido sus palabras. Acaso ni siquiera las había oído. Luego se levantó, todavía absorto, fue a abrazar a su madre y volvió a su sitio.
‑¿La amas aún? ‑preguntó Pulqueria Alejandrovna, enternecida.
‑¿A ella? ¿Ahora...? Sí... Pero... No, no. Me parece que todo eso pasó en otro mundo... ¡Hace ya tanto tiempo que ocurrió...! Por otra parte, la misma impresión me produce todo cuanto me rodea.
Y los miró a todos atentamente.
‑Vosotros sois un ejemplo: me parece estar viéndoos a una distancia de mil verstas... Pero ¿para qué diablos hablamos de estas cosas...? ¿Y por qué me interrogáis? ‑exclamó, irritado.
Después empezó a roerse las uñas y volvió a abismarse en sus pensamientos.
‑¡Qué habitación tan mísera tienes, Rodia! Parece una tumba ‑dijo de súbito Pulqueria Alejandrovna para romper el penoso silencio‑. Estoy segura de que este cuartucho tiene por lo menos la mitad de culpa de tu neurastenia.
‑¿Esta habitación? ‑dijo Raskolnikof, distraído‑. Sí, ha contribuido mucho. He reflexionado en ello... Pero ¡qué idea tan extraña acabas de tener, mamá! ‑añadió con una singular sonrisa.
Se daba cuenta de que aquella compañía, aquella madre y aquella hermana a las que volvía a ver después de tres años de separación, y aquel tono familiar, íntimo, de la conversación que mantenían, cuando su deseo era no pronunciar una sola palabra, estaban a punto de serle por completo insoportables.
Sin embargo, había un asunto cuya discusión no admitía dilaciones. Así acababa de decidirlo, levantándose. De un modo o de otro, debía quedar resuelto inmediatamente. Y experimentó cierta satisfacción al hallar un modo de salir de la violenta situación en que se encontraba.
‑Tengo algo que decirte, Dunia ‑manifestó secamente y con grave semblante‑. Te ruego que me excuses por la escena de ayer, pero considero un deber recordarte que mantengo los términos de mi dilema: Lujine o yo. Yo puedo ser un infame, pero no quiero que tú lo seas. Con un miserable hay suficiente. De modo que si te casas con Lujine, dejaré de considerarte hermana mía.
‑¡Pero Rodia! ¿Otra vez las ideas de anoche? ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna‑. ¿Por qué lo crees infame? No puedo soportarlo. Lo mismo dijiste ayer.
‑Óyeme, Rodia ‑repuso Dunetchka firmemente y en un tono tan seco como el de su hermano‑, la discrepancia que nos separa procede de un error tuyo. He reflexionado sobre ello esta noche y he descubierto ese error. La causa de todo es que tú supones que yo me sacrifico por alguien. Ésa es tu equivocación. Yo me caso por mí, porque la vida me parece demasiado difícil. Desde luego, seré muy feliz si puedo ser útil a los míos, pero no es éste el motivo principal de mi determinación.
«Miente ‑se dijo Raskolnikof, mordiéndose los labios en un arranque de rabia‑. ¡La muy orgullosa...! No quiere confesar su propósito de ser mi bienhechora. ¡Qué caracteres tan viles! Su amor se parece al odio. ¡Cómo los detesto a todos!»
‑En una palabra ‑continuó Dunia‑, me caso con Piotr Petrovitch porque de dos males he escogido el menor. Tengo la intención de cumplir lealmente todo lo que él espera de mí; por lo tanto, no te engaño. ¿Por qué sonríes?
Dunia enrojeció y un relámpago de cólera brilló en sus ojos.
‑¿Dices que lo cumplirás todo? ‑preguntó Raskolnikof con aviesa sonrisa.
‑Hasta cierto punto, Piotr Petrovitch ha pedido mi mano de un modo que me ha revelado claramente lo que espera de mí. Ciertamente, tiene una alta opinión de sí mismo, acaso demasiado alta; pero confío en que sabrá apreciarme a mí igualmente... ¿Por qué vuelves a reírte?
‑¿Y tú por qué te sonrojas? Tú mientes, Dunia; mientes por obstinación femenina, para que no pueda parecer que te has dejado convencer por mí... Tú no puedes estimar a Lujine. Lo he visto, he hablado con él. Por lo tanto, te casas por interés, te vendes. De cualquier modo que la mires, tu decisión es una vileza. Me siento feliz de ver que todavía eres capaz de enrojecer.
‑¡Eso no es verdad! ¡Yo no miento! ‑exclamó Dunetchka, perdiendo por completo la calma‑. No me casaría con él si no estuviera convencida de que me aprecia; no me casaría sin estar segura de que es digno de mi estimación. Afortunadamente, tengo la oportunidad de comprobarlo muy pronto, hoy mismo. Este matrimonio no es una vileza como tú dices... Por otra parte, si tuvieses razón, si yo hubiese decidido cometer una bajeza de esta índole, ¿no sería una crueldad tu actitud? ¿Cómo puedes exigir de mí un heroísmo del que tú seguramente no eres capaz? Eso es despotismo, tiranía. Si yo causo la pérdida de alguien, no será sino de mí misma... Todavía no he matado a nadie... ¿Por qué me miras de ese modo...? ¡Estás pálido...! ¿Qué te pasa, Rodia...? ¡Rodia, querido Rodia!
‑¡Señor! ¡Se ha desmayado! Tú tienes la culpa ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna.
‑No, no..., no ha sido nada... Se me ha ido un poco la cabeza, pero no me he desmayado... No piensas más que en eso... ¿Qué es lo que yo quería decir...? ¡Ah, sí! ¿De modo que esperas convencerte hoy mismo de que él te aprecia y es digno de tu estimación? ¿Es esto, no? ¿Es esto lo que has dicho...? ¿O acaso he entendido mal?
‑Mamá, da a leer a Rodia la carta de Piotr Petrovitch ‑dijo Dunetchka.
Pulqueria Alejandrovna le entregó la carta con mano temblorosa. Raskolnikof se apoderó de ella con un gesto de viva curiosidad. Pero antes de abrirla dirigió a su hermana una mirada de estupor y dijo lentamente, como obedeciendo a una idea que le hubiera asaltado de súbito:
‑No sé por qué me ha de preocupar este asunto... Cásate con quien quieras.
Parecía hablar consigo mismo, pero había levantado la voz y miraba a su hermana con un gesto de preocupación. Al fin, y sin que su semblante perdiera su expresión de estupor, desplegó la carta y la leyó dos veces atentamente. Pulqueria Alejandrovna estaba profundamente inquieta y todos esperaban algo parecido a una explosión.
‑No comprendo absolutamente nada ‑dijo Rodia, pensativo, devolviendo la carta a su madre y sin dirigirse a nadie en particular‑. Sabe pleitear, como es propio de un abogado, y cuando habla lo hace bastante bien. Pero escribiendo es un iletrado, un ignorante.
Sus palabras causaron general estupefacción. No era éste, ni mucho menos, el comentario que se esperaba.
‑Todos los hombres de su profesión escriben así ‑dijo Rasumikhine con voz alterada por la emoción.
‑¿Es que has leído la carta?
‑Sí.
‑Tenemos buenos informes de él, Rodia ‑dijo Pulqueria Alejandrovna, inquieta y confusa‑. Nos los han dado personas respetables.
‑Es el lenguaje de los leguleyos ‑dijo Rasumikhine‑. Todos los documentos judiciales están escritos en ese estilo.
‑Dices bien: es el estilo de los hombres de leyes, y también de los hombres de negocios. No es un estilo de persona iletrada, pero tampoco demasiado literario... En una palabra, es un estilo propio de los negocios.
‑Piotr Petrovitch no oculta su falta de estudios ‑dijo Avdotia Romanovna, herida por el tono en que hablaba su hermano‑. Es más: se enorgullece de deberlo todo a sí mismo.
‑Desde luego, tiene motivos para estar orgulloso; no digo lo contrario. Al parecer, te ha molestado que esa carta me haya inspirado solamente una observación poco seria, y crees que persisto en esta actitud sólo para mortificarte. Por el contrario, en relación con este estilo he tenido una idea que me parece de cierta importancia para el caso presente. Me refiero a la frase con que Piotr Petrovitch advierte a nuestra madre que la responsabilidad será exclusivamente suya si desatiende su ruego. Estas palabras, en extremo significativas, contienen una amenaza. Lujine ha decidido marcharse si estoy yo presente. Esto quiere decir que, si no le obedecéis, está dispuesto a abandonaros a las dos después de haceros venir a Petersburgo. ¿Qué dices a esto? Estas palabras de Lujine ¿te ofenden como si vinieran de Rasumikhine, Zosimof o, en fin, de cualquiera de nosotros?
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
‑No ‑repuso Dunetchka vivamente‑, porque comprendo que se ha expresado con ingenuidad casi infantil y que es poco hábil en el manejo de la pluma. Tu observación es muy aguda, Rodia. Te confieso que ni siquiera la esperaba.
‑Teniendo en cuenta que es un hombre de leyes, se comprende que no haya sabido decirlo de otro modo y haya demostrado una grosería que estaba lejos de su ánimo. Sin embargo, me veo obligado a desengañarte. Hay en esa carta otra frase que es una calumnia contra mí, y una calumnia de las más viles. Yo entregué ayer el dinero a esa viuda tísica y desesperada, no «con el pretexto de pagar el entierro», como él dice, sino realmente para pagar el entierro, y no a la hija, «cuya mala conducta es del dominio público» (yo la vi ayer por primera vez en mi vida), sino a la viuda en persona. En todo esto yo no veo sino el deseo de envilecerme a vuestros ojos a indisponerme con vosotras. Este pasaje está escrito también en lenguaje jurídico, por lo que revela claramente el fin perseguido y una avidez bastante cándida. Es un hombre inteligente, pero no basta ser inteligente para conducirse con prudencia... La verdad, no creo que ese hombre sepa apreciar tus prendas. Y conste que lo digo por tu bien, que deseo con toda sinceridad.
Dunetchka nada repuso. Ya había tomado su decisión: esperaría que llegase la noche.
‑¿Qué piensas hacer, Rodia? ‑preguntó Pulqueria Alejandrovna, inquieta ante el tono reposado y grave que había adoptado su hijo.
‑¿A qué te refieres?
‑Ya has visto que Piotr Petrovitch dice que no quiere verte en nuestra casa esta noche, y que se marchará si... si te encuentra allí. ¿Qué harás, Rodia: vendrás o no?
‑Eso no soy yo el que tiene que decirlo, sino vosotras. Lo primero que debéis hacer es preguntaros si esa exigencia de Piotr Petrovitch no os parece insultante. Sobre todo, es Dunia la que habrá de decidir si se siente o no ofendida. Yo ‑terminó secamente‑ haré lo que vosotras me digáis.
‑Dunetchka ha resuelto ya la cuestión, y yo soy enteramente de su parecer ‑respondió al punto Pulqueria Alejandrovna.
‑Lo que he decidido, Rodia, es rogarte encarecidamente que asistas a la entrevista de esta noche ‑dijo Dunia‑. ¿Vendrás?
‑Iré.
‑También a usted le ruego que venga ‑añadió Dunetchka dirigiéndose a Rasumikhine‑. ¿Has oído, mamá? He invitado a Dmitri Prokofitch.
‑Me parece muy bien. Que todo se haga de acuerdo con tus deseos. Celebro tu resolución, porque detesto la ficción y la mentira. Que el asunto se ventile con toda franqueza. Y si Piotr Petrovitch se molesta, allá él.
‑Teniendo en cuenta que es un hombre de leyes, se comprende que no haya sabido decirlo de otro modo y haya demostrado una grosería que estaba lejos de su ánimo. Sin embargo, me veo obligado a desengañarte. Hay en esa carta otra frase que es una calumnia contra mí, y una calumnia de las más viles. Yo entregué ayer el dinero a esa viuda tísica y desesperada, no «con el pretexto de pagar el entierro», como él dice, sino realmente para pagar el entierro, y no a la hija, «cuya mala conducta es del dominio público» (yo la vi ayer por primera vez en mi vida), sino a la viuda en persona. En todo esto yo no veo sino el deseo de envilecerme a vuestros ojos a indisponerme con vosotras. Este pasaje está escrito también en lenguaje jurídico, por lo que revela claramente el fin perseguido y una avidez bastante cándida. Es un hombre inteligente, pero no basta ser inteligente para conducirse con prudencia... La verdad, no creo que ese hombre sepa apreciar tus prendas. Y conste que lo digo por tu bien, que deseo con toda sinceridad.
Dunetchka nada repuso. Ya había tomado su decisión: esperaría que llegase la noche.
‑¿Qué piensas hacer, Rodia? ‑preguntó Pulqueria Alejandrovna, inquieta ante el tono reposado y grave que había adoptado su hijo.
‑¿A qué te refieres?
‑Ya has visto que Piotr Petrovitch dice que no quiere verte en nuestra casa esta noche, y que se marchará si... si te encuentra allí. ¿Qué harás, Rodia: vendrás o no?
‑Eso no soy yo el que tiene que decirlo, sino vosotras. Lo primero que debéis hacer es preguntaros si esa exigencia de Piotr Petrovitch no os parece insultante. Sobre todo, es Dunia la que habrá de decidir si se siente o no ofendida. Yo ‑terminó secamente‑ haré lo que vosotras me digáis.
‑Dunetchka ha resuelto ya la cuestión, y yo soy enteramente de su parecer ‑respondió al punto Pulqueria Alejandrovna.
‑Lo que he decidido, Rodia, es rogarte encarecidamente que asistas a la entrevista de esta noche ‑dijo Dunia‑. ¿Vendrás?
‑Iré.
‑También a usted le ruego que venga ‑añadió Dunetchka dirigiéndose a Rasumikhine‑. ¿Has oído, mamá? He invitado a Dmitri Prokofitch.
‑Me parece muy bien. Que todo se haga de acuerdo con tus deseos. Celebro tu resolución, porque detesto la ficción y la mentira. Que el asunto se ventile con toda franqueza. Y si Piotr Petrovitch se molesta, allá él.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
Tercera Parte: Capítulo IV
En ese momento, la puerta se abrió sin ruido y apareció una joven que paseó una tímida mirada por la habitación. Todos los ojos se fijaron en ella con tanta sorpresa como curiosidad. Raskolnikof no la reconoció en seguida. Era Sonia Simonovna Marmeladova. La había visto el día anterior ‑por primera vez‑, pero en circunstancias y con un atavío que habían dejado en su memoria una imagen completamente distinta de ella. Ahora iba modestamente, incluso pobremente vestida y parecía muy joven, una muchachita de modales honestos y reservados y carita inocente y temerosa. Llevaba un vestido sumamente sencillo y un sombrero viejo y pasado de moda. Su mano empuñaba su sombrilla, único vestigio de su atavío del día anterior. Fue tal su confusión al ver la habitación llena de gente, que perdió por completo la cabeza, como si fuera verdaderamente una niña, y se dispuso a marcharse.
‑¡Ah! ¿Es usted? ‑exclamó Raskolnikof, en el colmo de la sorpresa. Y de pronto también él se sintió turbado.
Recordó que su madre y su hermana habían leído en la carta de Lujine la alusión a una joven cuya mala conducta era del dominio público. Cuando acababa de protestar de la calumnia de Lujine contra él y de recordar que el día anterior había visto por primera vez a la muchacha, he aquí que ella misma se presentaba en su habitación. Se acordó igualmente de que no había pronunciado ni una sola palabra de protesta contra la expresión «cuya mala conducta es del dominio público». Todos estos pensamientos cruzaron su mente en plena confusión y con rapidez vertiginosa, y al mirar atentamente a aquella pobre y ultrajada criatura, la vio tan avergonzada, que se compadeció de ella. Y cuando la muchacha se dirigió a la puerta con el propósito de huir, en su ánimo se produjo súbitamente una especie de revolución.
‑Estaba muy lejos de esperarla ‑le dijo vivamente, deteniéndola con una mirada‑. Haga el favor de sentarse. Usted viene sin duda de parte de Catalina Ivanovna. No, ahí no; siéntese aquí, tenga la bondad.
Al entrar Sonia, Rasumikhine, que ocupaba una de las tres sillas que había en la habitación, se había levantado para dejarla pasar. Raskolnikof había empezado por indicar a la joven el extremo del diván que Zosimof había ocupado hacía un momento, pero al pensar en el carácter íntimo de este mueble que le servía de lecho cambió de opinión y ofreció a Sonia la silla de Rasumikhine.
‑Y tú siéntate ahí ‑dijo a su amigo, señalándole el extremo del diván.
Sonia se sentó casi temblando y dirigió una tímida mirada a las dos mujeres. Se veía claramente que ni ella misma podía comprender de dónde había sacado la audacia necesaria para sentarse cerca de ellas. Y este pensamiento le produjo una emoción tan violenta, que se levantó repentinamente y, sumida en el mayor desconcierto, dijo a Raskolnikof, balbuceando:
‑Sólo... sólo un momento. Perdóneme si he venido a molestarle. Vengo de parte de Catalina Ivanovna. No ha podido enviar a nadie más que a mí. Catalina Ivanovna le ruega encarecidamente que asista mañana a los funerales que se celebrarán en San Mitrofan... y que después venga a casa, a su casa, para la comida... Le suplica que le conceda este honor.
Dicho esto, perdió por completo la serenidad y enmudeció.
‑Haré todo lo posible por... No, no faltaré ‑repuso Raskolnikof, levantándose y tartamudeando también‑. Tenga la bondad de sentarse ‑dijo de pronto‑. He de hablarle, si me lo permite. Ya veo que tiene usted prisa, pero le ruego que me conceda dos minutos.
Le acercó la silla, y Sonia se volvió a sentar. De nuevo la joven dirigió una mirada llena de angustiosa timidez a las dos señoras y seguidamente bajó los ojos. El pálido rostro de Raskolnikof se había teñido de púrpura. Sus facciones se habían contraído y sus ojos llameaban.
‑Mamá ‑dijo con voz firme y vibrante‑, es Sonia Simonovna Marmeladova, la hija de ese infortunado señor Marmeladof que ayer fue atropellado por un coche... Ya os he contado...
Pulqueria Alejandrovna miró a Sonia, entornando levemente los ojos con un gesto despectivo. A pesar del temor que le inspiraba la mirada fija y retadora de su hijo, no pudo privarse de esta satisfacción. Dunetchka se volvió hacia la pobre muchacha y la observó con grave estupor.
Al oír que Raskolnikof la presentaba, Sonia levantó los ojos, logrando tan sólo que su turbación aumentase.
‑Quería preguntarle ‑dijo Rodia precipitadamente- cómo han ido hoy las cosas en su casa. ¿Las han molestado mucho? ¿Les ha interrogado la policía?
‑No, todo se ha arreglado sin dificultad. No había duda sobre las causas de la muerte. Nos han dejado tranquilas. Sólo los vecinos nos han molestado con sus protestas.
‑¿Sus protestas?
‑Sí, el cadáver llevaba demasiado tiempo en casa y, con este calor, empezaba a oler. Hoy, a la hora de vísperas, lo trasladarán a la capilla del cementerio. Catalina Ivanovna se oponía al principio, pero al fin ha comprendido que había que hacerlo.
‑¿O sea que hoy se lo llevarán?
‑Sí, pero las exequias se celebrarán mañana. Catalina Ivanovna le suplica que asista a ellas y que luego vaya a su casa para participar en la comida de funerales.
‑¡Hasta comida de funerales...!
‑Una sencilla colación. También me ha encargado que le dé las gracias por la ayuda que nos ha prestado. Sin ella, nos habría sido imposible enterrar a mi padre.
Sus labios y su barbilla empezaron a temblar de súbito, pero contuvo el llanto y bajó nuevamente los ojos.
Mientras hablaba con ella, Raskolnikof la observaba atentamente. Era menuda y delgada, muy delgada, y pálida, de facciones irregulares y un poco angulosas, nariz pequeña y afilada y mentón puntiagudo. No podía decirse que fuera bonita, pero, en compensación, sus azules ojos eran tan límpidos y, al animarse, le daban tal expresión de candor y de bondad, que uno no podía menos de sentirse cautivado. Otro detalle característico de su rostro y de toda ella era que representaba menos edad aún de la que tenía. Parecía una niña, a pesar de sus dieciocho años, infantilidad que se reflejaba, de un modo casi cómico, en algunos de sus gestos.
‑No comprendo cómo Catalina Ivanovna ha podido arreglarlo todo con tan escasos recursos, y menos, que todavía le haya sobrado para dar una colación ‑dijo Raskolnikof, deseoso de que la conversación no se interrumpiera.
‑El ataúd es de los más modestos y toda la ceremonia será sumamente sencilla... O sea, que no le costará mucho. Entre ella y yo lo hemos calculado todo exactamente; por eso sabemos que quedará lo suficiente para dar la colación de funerales. Esto es muy importante para Catalina Ivanovna y no se la debe contrariar... Es un consuelo para ella... Ya sabe usted cómo es...
‑Comprendo, comprendo... También mi habitación es muy pobre. Mi madre dice que parece una tumba.
‑¡Y ayer nos entregó usted hasta su última moneda! ‑murmuró Sonetchka bajando de nuevo los ojos.
Otra vez sus labios y su barbilla empezaron a temblar. Apenas había entrado, le había llamado la atención la pobreza del aposento de Raskolnikof. Lo que acababa de decir se le había escapado involuntariamente.
Hubo un silencio. La mirada de Dunetchka se aclaró y Pulqueria Alejandrovna se volvió hacia Sonia con expresión afable.
‑Como es natural, Rodia ‑dijo la madre, poniéndose en pie‑, comeremos juntos... Vámonos, Dunetchka. Y tú, Rodia, deberías ir a dar un paseo, después descansar un rato y luego venir a reunirte con nosotras... lo antes posible. Sin duda te hemos fatigado.
En ese momento, la puerta se abrió sin ruido y apareció una joven que paseó una tímida mirada por la habitación. Todos los ojos se fijaron en ella con tanta sorpresa como curiosidad. Raskolnikof no la reconoció en seguida. Era Sonia Simonovna Marmeladova. La había visto el día anterior ‑por primera vez‑, pero en circunstancias y con un atavío que habían dejado en su memoria una imagen completamente distinta de ella. Ahora iba modestamente, incluso pobremente vestida y parecía muy joven, una muchachita de modales honestos y reservados y carita inocente y temerosa. Llevaba un vestido sumamente sencillo y un sombrero viejo y pasado de moda. Su mano empuñaba su sombrilla, único vestigio de su atavío del día anterior. Fue tal su confusión al ver la habitación llena de gente, que perdió por completo la cabeza, como si fuera verdaderamente una niña, y se dispuso a marcharse.
‑¡Ah! ¿Es usted? ‑exclamó Raskolnikof, en el colmo de la sorpresa. Y de pronto también él se sintió turbado.
Recordó que su madre y su hermana habían leído en la carta de Lujine la alusión a una joven cuya mala conducta era del dominio público. Cuando acababa de protestar de la calumnia de Lujine contra él y de recordar que el día anterior había visto por primera vez a la muchacha, he aquí que ella misma se presentaba en su habitación. Se acordó igualmente de que no había pronunciado ni una sola palabra de protesta contra la expresión «cuya mala conducta es del dominio público». Todos estos pensamientos cruzaron su mente en plena confusión y con rapidez vertiginosa, y al mirar atentamente a aquella pobre y ultrajada criatura, la vio tan avergonzada, que se compadeció de ella. Y cuando la muchacha se dirigió a la puerta con el propósito de huir, en su ánimo se produjo súbitamente una especie de revolución.
‑Estaba muy lejos de esperarla ‑le dijo vivamente, deteniéndola con una mirada‑. Haga el favor de sentarse. Usted viene sin duda de parte de Catalina Ivanovna. No, ahí no; siéntese aquí, tenga la bondad.
Al entrar Sonia, Rasumikhine, que ocupaba una de las tres sillas que había en la habitación, se había levantado para dejarla pasar. Raskolnikof había empezado por indicar a la joven el extremo del diván que Zosimof había ocupado hacía un momento, pero al pensar en el carácter íntimo de este mueble que le servía de lecho cambió de opinión y ofreció a Sonia la silla de Rasumikhine.
‑Y tú siéntate ahí ‑dijo a su amigo, señalándole el extremo del diván.
Sonia se sentó casi temblando y dirigió una tímida mirada a las dos mujeres. Se veía claramente que ni ella misma podía comprender de dónde había sacado la audacia necesaria para sentarse cerca de ellas. Y este pensamiento le produjo una emoción tan violenta, que se levantó repentinamente y, sumida en el mayor desconcierto, dijo a Raskolnikof, balbuceando:
‑Sólo... sólo un momento. Perdóneme si he venido a molestarle. Vengo de parte de Catalina Ivanovna. No ha podido enviar a nadie más que a mí. Catalina Ivanovna le ruega encarecidamente que asista mañana a los funerales que se celebrarán en San Mitrofan... y que después venga a casa, a su casa, para la comida... Le suplica que le conceda este honor.
Dicho esto, perdió por completo la serenidad y enmudeció.
‑Haré todo lo posible por... No, no faltaré ‑repuso Raskolnikof, levantándose y tartamudeando también‑. Tenga la bondad de sentarse ‑dijo de pronto‑. He de hablarle, si me lo permite. Ya veo que tiene usted prisa, pero le ruego que me conceda dos minutos.
Le acercó la silla, y Sonia se volvió a sentar. De nuevo la joven dirigió una mirada llena de angustiosa timidez a las dos señoras y seguidamente bajó los ojos. El pálido rostro de Raskolnikof se había teñido de púrpura. Sus facciones se habían contraído y sus ojos llameaban.
‑Mamá ‑dijo con voz firme y vibrante‑, es Sonia Simonovna Marmeladova, la hija de ese infortunado señor Marmeladof que ayer fue atropellado por un coche... Ya os he contado...
Pulqueria Alejandrovna miró a Sonia, entornando levemente los ojos con un gesto despectivo. A pesar del temor que le inspiraba la mirada fija y retadora de su hijo, no pudo privarse de esta satisfacción. Dunetchka se volvió hacia la pobre muchacha y la observó con grave estupor.
Al oír que Raskolnikof la presentaba, Sonia levantó los ojos, logrando tan sólo que su turbación aumentase.
‑Quería preguntarle ‑dijo Rodia precipitadamente- cómo han ido hoy las cosas en su casa. ¿Las han molestado mucho? ¿Les ha interrogado la policía?
‑No, todo se ha arreglado sin dificultad. No había duda sobre las causas de la muerte. Nos han dejado tranquilas. Sólo los vecinos nos han molestado con sus protestas.
‑¿Sus protestas?
‑Sí, el cadáver llevaba demasiado tiempo en casa y, con este calor, empezaba a oler. Hoy, a la hora de vísperas, lo trasladarán a la capilla del cementerio. Catalina Ivanovna se oponía al principio, pero al fin ha comprendido que había que hacerlo.
‑¿O sea que hoy se lo llevarán?
‑Sí, pero las exequias se celebrarán mañana. Catalina Ivanovna le suplica que asista a ellas y que luego vaya a su casa para participar en la comida de funerales.
‑¡Hasta comida de funerales...!
‑Una sencilla colación. También me ha encargado que le dé las gracias por la ayuda que nos ha prestado. Sin ella, nos habría sido imposible enterrar a mi padre.
Sus labios y su barbilla empezaron a temblar de súbito, pero contuvo el llanto y bajó nuevamente los ojos.
Mientras hablaba con ella, Raskolnikof la observaba atentamente. Era menuda y delgada, muy delgada, y pálida, de facciones irregulares y un poco angulosas, nariz pequeña y afilada y mentón puntiagudo. No podía decirse que fuera bonita, pero, en compensación, sus azules ojos eran tan límpidos y, al animarse, le daban tal expresión de candor y de bondad, que uno no podía menos de sentirse cautivado. Otro detalle característico de su rostro y de toda ella era que representaba menos edad aún de la que tenía. Parecía una niña, a pesar de sus dieciocho años, infantilidad que se reflejaba, de un modo casi cómico, en algunos de sus gestos.
‑No comprendo cómo Catalina Ivanovna ha podido arreglarlo todo con tan escasos recursos, y menos, que todavía le haya sobrado para dar una colación ‑dijo Raskolnikof, deseoso de que la conversación no se interrumpiera.
‑El ataúd es de los más modestos y toda la ceremonia será sumamente sencilla... O sea, que no le costará mucho. Entre ella y yo lo hemos calculado todo exactamente; por eso sabemos que quedará lo suficiente para dar la colación de funerales. Esto es muy importante para Catalina Ivanovna y no se la debe contrariar... Es un consuelo para ella... Ya sabe usted cómo es...
‑Comprendo, comprendo... También mi habitación es muy pobre. Mi madre dice que parece una tumba.
‑¡Y ayer nos entregó usted hasta su última moneda! ‑murmuró Sonetchka bajando de nuevo los ojos.
Otra vez sus labios y su barbilla empezaron a temblar. Apenas había entrado, le había llamado la atención la pobreza del aposento de Raskolnikof. Lo que acababa de decir se le había escapado involuntariamente.
Hubo un silencio. La mirada de Dunetchka se aclaró y Pulqueria Alejandrovna se volvió hacia Sonia con expresión afable.
‑Como es natural, Rodia ‑dijo la madre, poniéndose en pie‑, comeremos juntos... Vámonos, Dunetchka. Y tú, Rodia, deberías ir a dar un paseo, después descansar un rato y luego venir a reunirte con nosotras... lo antes posible. Sin duda te hemos fatigado.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
‑Iré, iré ‑se apresuró a contestar Raskolnikof, levantándose‑. Además, tengo cosas que hacer.
‑¿Qué quieres decir con eso? ‑exclamó Rasumikhine, mirando fijamente a Raskolnikof‑. Supongo que no se te habrá pasado por la cabeza comer solo. Dime: ¿qué piensas hacer?
‑Te aseguro que iré. Y tú quédate aquí un momento... ¿Podéis dejármelo para un rato, mamá? ¿Verdad que no lo necesitáis?
‑¡No, no! Puede quedarse... Pero le ruego, Dmitri Prokofitch, que venga usted también a comer con nosotros.
‑Yo también se lo ruego ‑dijo Dunia.
Rasumikhine asintió haciendo una reverencia. Estaba radiante. Durante un momento, todos parecieron dominados por una violencia extraña.
‑Adiós, Rodia. Es decir, hasta luego: no me gusta decir adiós... Adiós, Nastasia. ¡Otra vez se me ha escapado!
Pulqueria Alejandrovna tenía intención de saludar a Sonia, pero no supo cómo hacerlo y salió de la habitación precipitadamente.
En cambio, Avdotia Romanovna, que parecía haber estado esperando su vez, al pasar ante Sonia detrás de su madre la saludó amable y gentilmente. Sonetchka perdió la calma y se inclinó con temeroso apresuramiento. Por su semblante pasó una sombra de amargura, como si la cortesía y la afabilidad de Avdotia Romanovna le hubieran producido una impresión dolorosa.
‑Adiós, Dunia ‑dijo Raskolnikof, que había salido al vestíbulo tras ella‑. Dame la mano.
‑¡Pero si ya te la he dado! ¿No lo recuerdas? ‑dijo la joven, volviéndose hacia él, entre desconcertada y afectuosa.
‑Es que quiero que me la vuelvas a dar.
Rodia estrechó fuertemente la mano de su hermana. Dunetchka le sonrió, enrojeció, libertó con un rápido movimiento su mano y siguió a su madre. También ella se sentía feliz.
‑¡Todo ha salido a pedir de boca! ‑dijo Raskolnikof, volviendo al lado de Sonia, que se había quedado en el aposento, y mirándola con un gesto de perfecta calma, añadió‑: Que el Señor dé paz a los muertos y deje vivir a los vivos. ¿No te parece, no te parece? Di, ¿no te parece?
Sonia advirtió, sorprendida, que el semblante de Raskolnikof se iluminaba súbitamente. Durante unos segundos, el joven la observó en silencio y atentamente. Todo lo que su difunto padre le había contado de ella acudió de pronto a su memoria...
‑¡Dios mío! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna apenas llegó con su hija a la calle‑. ¡A quien se le diga que me alegro de haber salido de esta casa...! ¡He respirado, Dunetchka! ¡Quién me había de decir, cuando estaba en el tren, que me alegraría de separarme de mi hijo!
‑Piensa que está enfermo, mamá. ¿No lo ves? Acaso ha perdido la salud a fuerza de sufrir por nosotras. Hemos de ser indulgentes con él. Se le pueden perdonar muchas cosas, muchas cosas...
‑Sin embargo, tú no has sido comprensiva ‑dijo amargamente Pulqueria Alejandrovna‑. Hace un momento os observaba a los dos. Os parecéis como dos gotas de agua, y no tanto en lo físico como en lo moral. Los dos sois severos e irascibles, pero también arrogantes y nobles. Porque él no es egoísta, ¿verdad, Dunetchka...? Cuando pienso en lo que puede ocurrir esta noche en casa, se me hiela el corazón.
‑No te preocupes, mamá: sólo sucederá lo que haya de suceder.
‑Piensa en nuestra situación, Dunetchka. ¿Qué ocurrirá si Piotr Petrovitch renuncia a ese matrimonio? ‑preguntó indiscretamente.
‑Sólo un hombre despreciable puede ser capaz de semejante acción ‑repuso Dunetchka con gesto brusco y desdeñoso.
Pulqueria Alejandrovna siguió hablando con su acostumbrada volubilidad.
‑Hemos hecho bien en marcharnos. Rodia tenía que acudir urgentemente a una cita de negocios. Le hará bien dar un paseo, respirar el aire libre. En su habitación hay una atmósfera asfixiante. Pero ¿es posible encontrar aire respirable en esta ciudad? Las calles son como habitaciones sin ventana. ¡Qué ciudad, Dios mío! ¡Cuidado no te atropellen...! Mira, transportan un piano... Aquí la gente anda empujándose... Esa muchacha me inquieta.
‑¿Qué muchacha?
‑Esa Sonia Simonovna.
‑¿Por qué te inquieta?
‑Tengo un presentimiento, Dunia. ¿Me creerás si te digo que, apenas la he visto entrar, he sentido que es la causa principal de todo?
‑¡Eso es absurdo! ‑exclamó Dunia, indignada‑. Para los presentimientos eres única. Ayer la vio por primera vez. Ni siquiera la ha reconocido en el primer momento.
‑Ya veremos quién tiene razón... Desde luego, esa joven me inquieta... He sentido verdadero miedo cuando me ha mirado con sus extraños ojos. He tenido que hacer un esfuerzo para no huir... ¡Y nos la ha presentado! Esto es muy significativo. Después de lo que Piotr Petrovitch nos dice de ella en la carta, nos la presenta... No me cabe duda de que está enamorado de ella.
‑No hagas caso de lo que diga Lujine. También se ha hablado y escrito mucho sobre nosotras. ¿Es que lo has olvidado...? Estoy segura de que es una buena chica y de que todo lo que se cuenta de ella son estúpidas habladurías.
‑¡Ojalá sea así!
‑Y Piotr Petrovitch es un chismoso ‑exclamó súbitamente Dunetchka.
Pulqueria Alejandrovna se contuvo y en este punto terminó la conversación.
‑Ven; tenemos que hablar ‑dijo Raskolnikof a Rasumikhine, llevándoselo junto a la ventana.
‑Ya diré a Catalina Ivanovna que vendrá usted a los funerales ‑dijo Sonia precipitadamente y disponiéndose a marcharse.
‑Un momento, Sonia Simonovna. No se trata de ningún secreto; de modo que usted no nos molesta lo más mínimo... Todavía tengo algo que decirle.
Se volvió de nuevo hacia Rasumikhine y continuó:
‑Quiero hablarte de ése..., ¿cómo se llama...? ¡Ah, sí! Porfirio Petrovitch... Tú le conoces, ¿verdad?
‑¿Cómo no lo he de conocer si somos parientes? Bueno, ¿de qué se trata? ‑preguntó con viva curiosidad.
‑Creo que es él el que instruye el sumario de... de ese asesinato que comentabais ayer. ¿No?
‑Sí, ¿y qué? ‑preguntó Rasumikhine, abriendo exageradamente los ojos.
‑Tengo entendido que ha interrogado a todos los que tenían algún objeto empeñado en casa de la vieja. Yo también tenía algo empeñado..., muy poca cosa..., una sortija que me dio mi hermana cuando me vine a Petersburgo, y el reloj de plata de mi padre. Las dos cosas juntas sólo valen cinco o seis rublos, pero como recuerdos tienen un gran valor para mí. ¿Qué te parece que haga? No quisiera perder esos objetos, especialmente el reloj de mi padre. Hace un momento, temblaba al pensar que mi madre podía decirme que quería verlo, sobre todo cuando estábamos hablando del reloj de Dunetchka. Es el único objeto que nos queda de mi padre. Si lo perdiéramos, a mi madre le costaría una enfermedad. Ya sabes cómo son las mujeres. Dime, ¿qué debo hacer? Ya sé que hay que ir a la comisaría para prestar declaración. Pero si pudiera hablar directamente con Porfirio... ¿Qué te parece...? Así se solucionaría más rápidamente el asunto... Ya verás como, apenas nos sentemos a la mesa, mi madre me habla del reloj.
Rasumikhine dio muestras de una emoción extraordinaria.
‑No tienes que ir a la policía para nada. Porfirio lo solucionará todo... Me has dado una verdadera alegría... Y ¿para qué esperar? Podemos ir inmediatamente. Lo tenemos a dos pasos de aquí. Estoy seguro de que lo encontraremos.
‑De acuerdo: vamos.
‑Se alegrará mucho de conocerte. ¡Le he hablado tantas veces de ti...! Ayer mismo te nombramos... ¿De modo que conocías a la vieja? ¡Estupendo...! ¡Ah! Nos habíamos olvidado de que está aquí Sonia Ivanovna.
‑Sonia Simonovna ‑rectificó Raskolnikof‑. Éste es mi amigo Rasumikhine, Sonia Simonovna; un buen muchacho...
‑Si se han de marchar ustedes... ‑comenzó a decir Sonia, cuya confusión había aumentado al presentarle Rodia a Rasumikhine, hasta el punto de que no se atrevía a levantar los ojos hacia él.
‑Vamos ‑decidió Raskolnikof‑. Hoy mismo pasaré por su casa, Sonia Simonovna. Haga el favor de darme su dirección.
Dijo esto con desenvoltura pero precipitadamente y sin mirarla. Sonia le dio su dirección, no sin ruborizarse, y salieron los tres.
‑No has cerrado la puerta ‑dijo Rasumikhine cuando empezaban a bajar la escalera.
‑No la cierro nunca... Además, no puedo. Hace dos años que quiero comprar una cerradura.
Había dicho esto con aire de despreocupación. Luego exclamó, echándose a reír y dirigiéndose a Sonia:
‑¡Feliz el hombre que no tiene nada que guardar bajo llave! ¿No cree usted?
Al llegar a la puerta se detuvieron.
‑Usted va hacia la derecha, ¿verdad, Sonia Simonovna...? ¡Ah, oiga! ¿Cómo ha podido encontrarme? ‑preguntó en el tono del que dice una cosa muy distinta de la que iba a decir. Ansiaba mirar aquellos ojos tranquilos y puros, pero no se atrevía.
‑Ayer dio usted su dirección a Poletchka.
‑¿Poletchka? ¡Ah, sí; su hermanita! ¿Dice usted que le di mi dirección?
‑¿Qué quieres decir con eso? ‑exclamó Rasumikhine, mirando fijamente a Raskolnikof‑. Supongo que no se te habrá pasado por la cabeza comer solo. Dime: ¿qué piensas hacer?
‑Te aseguro que iré. Y tú quédate aquí un momento... ¿Podéis dejármelo para un rato, mamá? ¿Verdad que no lo necesitáis?
‑¡No, no! Puede quedarse... Pero le ruego, Dmitri Prokofitch, que venga usted también a comer con nosotros.
‑Yo también se lo ruego ‑dijo Dunia.
Rasumikhine asintió haciendo una reverencia. Estaba radiante. Durante un momento, todos parecieron dominados por una violencia extraña.
‑Adiós, Rodia. Es decir, hasta luego: no me gusta decir adiós... Adiós, Nastasia. ¡Otra vez se me ha escapado!
Pulqueria Alejandrovna tenía intención de saludar a Sonia, pero no supo cómo hacerlo y salió de la habitación precipitadamente.
En cambio, Avdotia Romanovna, que parecía haber estado esperando su vez, al pasar ante Sonia detrás de su madre la saludó amable y gentilmente. Sonetchka perdió la calma y se inclinó con temeroso apresuramiento. Por su semblante pasó una sombra de amargura, como si la cortesía y la afabilidad de Avdotia Romanovna le hubieran producido una impresión dolorosa.
‑Adiós, Dunia ‑dijo Raskolnikof, que había salido al vestíbulo tras ella‑. Dame la mano.
‑¡Pero si ya te la he dado! ¿No lo recuerdas? ‑dijo la joven, volviéndose hacia él, entre desconcertada y afectuosa.
‑Es que quiero que me la vuelvas a dar.
Rodia estrechó fuertemente la mano de su hermana. Dunetchka le sonrió, enrojeció, libertó con un rápido movimiento su mano y siguió a su madre. También ella se sentía feliz.
‑¡Todo ha salido a pedir de boca! ‑dijo Raskolnikof, volviendo al lado de Sonia, que se había quedado en el aposento, y mirándola con un gesto de perfecta calma, añadió‑: Que el Señor dé paz a los muertos y deje vivir a los vivos. ¿No te parece, no te parece? Di, ¿no te parece?
Sonia advirtió, sorprendida, que el semblante de Raskolnikof se iluminaba súbitamente. Durante unos segundos, el joven la observó en silencio y atentamente. Todo lo que su difunto padre le había contado de ella acudió de pronto a su memoria...
‑¡Dios mío! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna apenas llegó con su hija a la calle‑. ¡A quien se le diga que me alegro de haber salido de esta casa...! ¡He respirado, Dunetchka! ¡Quién me había de decir, cuando estaba en el tren, que me alegraría de separarme de mi hijo!
‑Piensa que está enfermo, mamá. ¿No lo ves? Acaso ha perdido la salud a fuerza de sufrir por nosotras. Hemos de ser indulgentes con él. Se le pueden perdonar muchas cosas, muchas cosas...
‑Sin embargo, tú no has sido comprensiva ‑dijo amargamente Pulqueria Alejandrovna‑. Hace un momento os observaba a los dos. Os parecéis como dos gotas de agua, y no tanto en lo físico como en lo moral. Los dos sois severos e irascibles, pero también arrogantes y nobles. Porque él no es egoísta, ¿verdad, Dunetchka...? Cuando pienso en lo que puede ocurrir esta noche en casa, se me hiela el corazón.
‑No te preocupes, mamá: sólo sucederá lo que haya de suceder.
‑Piensa en nuestra situación, Dunetchka. ¿Qué ocurrirá si Piotr Petrovitch renuncia a ese matrimonio? ‑preguntó indiscretamente.
‑Sólo un hombre despreciable puede ser capaz de semejante acción ‑repuso Dunetchka con gesto brusco y desdeñoso.
Pulqueria Alejandrovna siguió hablando con su acostumbrada volubilidad.
‑Hemos hecho bien en marcharnos. Rodia tenía que acudir urgentemente a una cita de negocios. Le hará bien dar un paseo, respirar el aire libre. En su habitación hay una atmósfera asfixiante. Pero ¿es posible encontrar aire respirable en esta ciudad? Las calles son como habitaciones sin ventana. ¡Qué ciudad, Dios mío! ¡Cuidado no te atropellen...! Mira, transportan un piano... Aquí la gente anda empujándose... Esa muchacha me inquieta.
‑¿Qué muchacha?
‑Esa Sonia Simonovna.
‑¿Por qué te inquieta?
‑Tengo un presentimiento, Dunia. ¿Me creerás si te digo que, apenas la he visto entrar, he sentido que es la causa principal de todo?
‑¡Eso es absurdo! ‑exclamó Dunia, indignada‑. Para los presentimientos eres única. Ayer la vio por primera vez. Ni siquiera la ha reconocido en el primer momento.
‑Ya veremos quién tiene razón... Desde luego, esa joven me inquieta... He sentido verdadero miedo cuando me ha mirado con sus extraños ojos. He tenido que hacer un esfuerzo para no huir... ¡Y nos la ha presentado! Esto es muy significativo. Después de lo que Piotr Petrovitch nos dice de ella en la carta, nos la presenta... No me cabe duda de que está enamorado de ella.
‑No hagas caso de lo que diga Lujine. También se ha hablado y escrito mucho sobre nosotras. ¿Es que lo has olvidado...? Estoy segura de que es una buena chica y de que todo lo que se cuenta de ella son estúpidas habladurías.
‑¡Ojalá sea así!
‑Y Piotr Petrovitch es un chismoso ‑exclamó súbitamente Dunetchka.
Pulqueria Alejandrovna se contuvo y en este punto terminó la conversación.
‑Ven; tenemos que hablar ‑dijo Raskolnikof a Rasumikhine, llevándoselo junto a la ventana.
‑Ya diré a Catalina Ivanovna que vendrá usted a los funerales ‑dijo Sonia precipitadamente y disponiéndose a marcharse.
‑Un momento, Sonia Simonovna. No se trata de ningún secreto; de modo que usted no nos molesta lo más mínimo... Todavía tengo algo que decirle.
Se volvió de nuevo hacia Rasumikhine y continuó:
‑Quiero hablarte de ése..., ¿cómo se llama...? ¡Ah, sí! Porfirio Petrovitch... Tú le conoces, ¿verdad?
‑¿Cómo no lo he de conocer si somos parientes? Bueno, ¿de qué se trata? ‑preguntó con viva curiosidad.
‑Creo que es él el que instruye el sumario de... de ese asesinato que comentabais ayer. ¿No?
‑Sí, ¿y qué? ‑preguntó Rasumikhine, abriendo exageradamente los ojos.
‑Tengo entendido que ha interrogado a todos los que tenían algún objeto empeñado en casa de la vieja. Yo también tenía algo empeñado..., muy poca cosa..., una sortija que me dio mi hermana cuando me vine a Petersburgo, y el reloj de plata de mi padre. Las dos cosas juntas sólo valen cinco o seis rublos, pero como recuerdos tienen un gran valor para mí. ¿Qué te parece que haga? No quisiera perder esos objetos, especialmente el reloj de mi padre. Hace un momento, temblaba al pensar que mi madre podía decirme que quería verlo, sobre todo cuando estábamos hablando del reloj de Dunetchka. Es el único objeto que nos queda de mi padre. Si lo perdiéramos, a mi madre le costaría una enfermedad. Ya sabes cómo son las mujeres. Dime, ¿qué debo hacer? Ya sé que hay que ir a la comisaría para prestar declaración. Pero si pudiera hablar directamente con Porfirio... ¿Qué te parece...? Así se solucionaría más rápidamente el asunto... Ya verás como, apenas nos sentemos a la mesa, mi madre me habla del reloj.
Rasumikhine dio muestras de una emoción extraordinaria.
‑No tienes que ir a la policía para nada. Porfirio lo solucionará todo... Me has dado una verdadera alegría... Y ¿para qué esperar? Podemos ir inmediatamente. Lo tenemos a dos pasos de aquí. Estoy seguro de que lo encontraremos.
‑De acuerdo: vamos.
‑Se alegrará mucho de conocerte. ¡Le he hablado tantas veces de ti...! Ayer mismo te nombramos... ¿De modo que conocías a la vieja? ¡Estupendo...! ¡Ah! Nos habíamos olvidado de que está aquí Sonia Ivanovna.
‑Sonia Simonovna ‑rectificó Raskolnikof‑. Éste es mi amigo Rasumikhine, Sonia Simonovna; un buen muchacho...
‑Si se han de marchar ustedes... ‑comenzó a decir Sonia, cuya confusión había aumentado al presentarle Rodia a Rasumikhine, hasta el punto de que no se atrevía a levantar los ojos hacia él.
‑Vamos ‑decidió Raskolnikof‑. Hoy mismo pasaré por su casa, Sonia Simonovna. Haga el favor de darme su dirección.
Dijo esto con desenvoltura pero precipitadamente y sin mirarla. Sonia le dio su dirección, no sin ruborizarse, y salieron los tres.
‑No has cerrado la puerta ‑dijo Rasumikhine cuando empezaban a bajar la escalera.
‑No la cierro nunca... Además, no puedo. Hace dos años que quiero comprar una cerradura.
Había dicho esto con aire de despreocupación. Luego exclamó, echándose a reír y dirigiéndose a Sonia:
‑¡Feliz el hombre que no tiene nada que guardar bajo llave! ¿No cree usted?
Al llegar a la puerta se detuvieron.
‑Usted va hacia la derecha, ¿verdad, Sonia Simonovna...? ¡Ah, oiga! ¿Cómo ha podido encontrarme? ‑preguntó en el tono del que dice una cosa muy distinta de la que iba a decir. Ansiaba mirar aquellos ojos tranquilos y puros, pero no se atrevía.
‑Ayer dio usted su dirección a Poletchka.
‑¿Poletchka? ¡Ah, sí; su hermanita! ¿Dice usted que le di mi dirección?
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
‑Sí, ¿no se acuerda?
‑Sí, sí; ya recuerdo.
‑Yo había oído ya hablar de usted al difunto, pero no sabía su nombre. Creo que incluso mi padre lo ignoraba. Pero ayer lo supe, y hoy, al venir aquí, he podido preguntar por «el señor Raskolnikof». Yo no sabía que también usted vivía en una pensión. Adiós. Ya diré a Catalina Ivanovna...
Se sintió feliz al poderse marchar y se alejó a paso ligero y con la cabeza baja. Anhelaba llegar a la primera travesía para quedar al fin sola, libre de la mirada de los dos jóvenes, y poder reflexionar, avanzando lentamente y la mirada perdida en la lejanía, en todos los detalles, hasta los más mínimos, de su reciente visita. También deseaba repasar cada una de las palabras que había pronunciado. No había experimentado jamás nada parecido. Todo un mundo ignorado surgía confusamente en su alma.
De pronto se acordó de que Raskolnikof le había anunciado su intención de ir a verla aquel mismo día, y pensó que tal vez fuera aquella misma mañana.
‑Si al menos no viniera hoy... ‑murmuró, con el corazón palpitante como un niño asustado‑. ¡Señor! ¡Venir a mi casa, a mi habitación...! Allí verá...
Iba demasiado preocupada para darse cuenta de que la seguía un desconocido.
En el momento en que Raskolnikof, Rasumikhine y Sonia se habían detenido ante la puerta de la casa, conversando, el desconocido pasó cerca de ellos y se estremeció al cazar al vuelo casualmente estas palabras de Sonia:
‑... he podido preguntar por el señor Raskolnikof.
Entonces dirigió a los tres, y especialmente a Raskolnikof, al que se había dirigido Sonia, una rápida pero atenta mirada, y después levantó la vista y anotó el número de la casa. Hizo todo esto en un abrir y cerrar de ojos y de modo que no fue advertido por nadie. Luego se alejó y fue acortando el paso, como quien quiere dar tiempo a que otro lo alcance. Había visto que Sonia se despedía de sus dos amigos y dedujo que se encaminaría a su casa.
«¿Dónde vivirá? ‑pensó‑. Yo he visto a esta muchacha en alguna parte. Procuraré recordar.»
Cuando llegó a la primera bocacalle, pasó a la esquina de enfrente y se volvió, pudiendo advertir que la muchacha había seguido la misma dirección que él sin darse cuenta de que la espiaban. La joven llegó a la travesía y se internó por ella, sin cruzar la calzada. El desconocido continuó su persecución por la acera opuesta, sin perder de vista a Sonia, y cuando habían recorrido unos cincuenta pasos, él cruzó la calle y la siguió por la misma acera, a unos cinco pasos de distancia.
Era un hombre corpulento, que representaba unos cincuenta años y cuya estatura superaba a la normal. Sus anchos y macizos hombros le daban el aspecto de un hombre cargado de espaldas. Iba vestido con una elegancia natural que, como todo su continente, denunciaba al gentilhombre. Llevaba un bonito bastón que resonaba en la acera a cada paso y unos guantes nuevos. Su amplio rostro, de pómulos salientes, tenía una expresión simpática, y su fresca tez evidenciaba que aquel hombre no residía en una ciudad. Sus tupidos cabellos, de un rubio claro, apenas empezaban a encanecer. Su poblada y hendida barba, todavía más clara que sus cabellos; sus azules ojos, de mirada fija y pensativa, y sus rojos labios, indicaban que era un hombre superiormente conservado y que parecía más joven de lo que era en realidad.
Cuando Sonia desembocó en el malecón, quedaron los dos solos en la acera. El desconocido había tenido tiempo sobrado para observar que la joven iba ensimismada. Sonia llegó a la casa en que vivía y cruzó el portal. Él entró tras ella un tanto asombrado. La joven se internó en el patio y luego en la escalera de la derecha, que era la que conducía a su habitación. El desconocido lanzó una exclamación de sorpresa y empezó a subir la misma escalera que Sonia. Sólo en este momento se dio cuenta la joven de que la seguían.
Sonia llegó al tercer piso, entró en un corredor y llamó en una puerta que ostentaba el número 9 y dos palabras escritas con tiza: «Kapernaumof, sastre.»
‑¡Qué casualidad! ‑exclamó el desconocido.
Y llamó a la puerta vecina, la señalada con el número 8. Entre ambas puertas había una distancia de unos seis pasos.
‑¿De modo que vive usted en casa de Kapernaumof? ‑dijo el caballero alegremente‑. Ayer me arregló un chaleco. Además, soy vecino de usted: vivo en casa de la señora Resslich Gertrudis Pavlovna. El mundo es un pañuelo.
Sonia le miró fijamente.
‑Sí, somos vecinos ‑continuó el caballero, con desbordante jovialidad‑. Estoy en Petersburgo desde hace sólo dos días. Para mí será un placer volver a verla.
Sonia no contestó. En este momento le abrieron la puerta, y entró en su habitación. Estaba avergonzada y atemorizada.
Rasumikhine daba muestras de gran agitación cuando iba en busca de Porfirio Petrovitch, acompañado de Rodia.
‑Has tenido una gran idea, querido, una gran idea ‑dijo varias veces‑. Y créeme que me alegro, que me alegro de veras.
«¿Por qué se ha de alegrar?», se preguntó Raskolnikof.
‑No sabía que tú también empeñabas cosas en casa de la vieja. ¿Hace mucho tiempo de eso? Quiero decir que si hace mucho tiempo que has estado en esa casa por última vez.
«Es muy listo, pero también muy ingenuo», se dijo Raskolnikof.
‑¿Cuándo estuve por última vez? ‑preguntó, deteniéndose como para recordar mejor‑. Me parece que fue tres días antes del crimen... Te advierto que no quiero recoger los objetos en seguida ‑se apresuró a aclarar, como si este punto le preocupara especialmente‑, pues no me queda más que un rublo después del maldito «desvarío» de ayer.
Y subrayó de un modo especial la palabra «desvarío».
‑¡Comprendido, comprendido! ‑exclamó con vehemencia Rasumikhine y sin que se pudiera saber exactamente qué era lo que comprendía con tanto entusiasmo‑. Esto explica que te mostraras entonces tan... impresionado... E incluso en tu delirio nombrabas sortijas y cadenas... Todo aclarado; ya se ha aclarado todo...
«Ya salió aquello. Están dominados por esta idea. Incluso este hombre que seria capaz de dejarse matar por mi se siente feliz al poder explicarse por qué hablaba yo de sortijas en mi delirio. Todo esto los ha confirmado en sus suposiciones.»
‑¿Crees que encontraremos a Porfirio? ‑preguntó Raskolnikof en voz alta.
‑¡Claro que lo encontraremos! ‑repuso vivamente Rasumikhine‑. Ya verás qué tipo tan interesante. Un poco brusco, eso sí, a pesar de ser un hombre de mundo. Bien es verdad que yo no le considero brusco porque carezca de mundología. Es inteligente, muy inteligente. Está muy lejos de ser un grosero, a pesar de su carácter especial. Es desconfiado, escéptico, cínico. Le gusta engañar, chasquear a la gente, y es fiel al viejo sistema de las pruebas materiales... Sin embargo, conoce a fondo su oficio. El año pasado desembrolló un caso de asesinato del que sólo existían ligeros indicios. Tiene grandes deseos de conocerte.
‑¿Grandes deseos? ¿Por qué?
‑Bueno, tal vez he exagerado... Oye; últimamente, es decir, desde que te pusiste enfermo, le he hablado mucho de ti. Naturalmente, él me escuchaba. Y cuando le dije que eras estudiante de Derecho y que no podías terminar tus estudios por falta de dinero, exclamó: «¡Es lamentable!» De esto deduzco... Mejor dicho, del conjunto de todos estos detalles... Ayer, Zamiotof... Oye, Rodia, cuando te llevé ayer a tu casa estaba embriagado y dije una porción de tonterías. Lamentaría que hubieras tomado demasiado en serio mis palabras.
‑¿A qué te refieres? ¿A la sospecha de esos hombres de que estoy loco? Pues bien, tal vez no se equivoquen.
Y se echó a reír forzadamente.
‑Si, si... ¡digo, no...! Lo cierto es que todo lo que dije anoche sobre esa cuestión y sobre todas eran divagaciones de borracho.
‑Entonces, ¿para qué excusarse? ¡Si supieras cómo me fastidian todas estas cosas! ‑exclamó Raskolnikof con una irritación fingida en parte.
‑Lo sé, lo sé. Lo comprendo perfectamente; te aseguro que lo comprendo. Incluso me da vergüenza hablar de ello.
‑Si te da vergüenza, cállate.
Los dos enmudecieron. Rasumikhine estaba encantado, y Raskolnikof se dio cuenta de ello con una especie de horror. Lo que su amigo acababa de decirle acerca de Porfirio Petrovitch no dejaba de inquietarle.
«Otro que me compadece ‑pensó, con el corazón agitado y palideciendo‑. Ante éste tendré que fingir mejor y con más naturalidad que ante Rasumikhine. Lo más natural sería no decir nada, absolutamente nada... No, no; esto también podría parecer poco natural... En fin, dejémonos llevar de los acontecimientos... En seguida veremos lo que sucede... ¿He hecho bien en venir o no? La mariposa se arroja a la llama ella misma... El corazón me late con violencia... Mala cosa.»
‑Es esa casa gris ‑dijo Rasumikhine.
«Es de gran importancia saber si Porfirio está enterado de que estuve ayer en casa de esa bruja y de las preguntas que hice sobre la sangre. Es necesario que yo sepa esto inmediatamente, que yo lea la verdad en su semblante apenas entre en el despacho, al primer paso que dé. De lo contrario, no sabré cómo proceder, y ya puedo darme por perdido.»
‑¿Sabes lo que te digo? ‑preguntó de pronto a Rasumikhine con una sonrisa maligna‑. Que he observado que toda la mañana te domina una gran agitación. De veras.
‑¿Agitación? Nada de eso ‑repuso, mortificado, Rasumikhine.
‑No lo niegues. Eso se ve a la legua. Hace un rato estabas sentado en el borde de la silla, cosa que no haces nunca, y parecías tener calambres en las piernas. A cada momento te sobresaltabas sin motivo, y unas veces tenías cara de hombre amargado y otras eras un puro almíbar. Te has sonrojado varias veces y te has puesto como la púrpura cuando te han invitado a comer.
‑Todo eso son invenciones tuyas. ¿Qué quieres decir?
‑A veces eres tímido como un colegial. Ahora mismo te has puesto colorado.
‑Sí, sí; ya recuerdo.
‑Yo había oído ya hablar de usted al difunto, pero no sabía su nombre. Creo que incluso mi padre lo ignoraba. Pero ayer lo supe, y hoy, al venir aquí, he podido preguntar por «el señor Raskolnikof». Yo no sabía que también usted vivía en una pensión. Adiós. Ya diré a Catalina Ivanovna...
Se sintió feliz al poderse marchar y se alejó a paso ligero y con la cabeza baja. Anhelaba llegar a la primera travesía para quedar al fin sola, libre de la mirada de los dos jóvenes, y poder reflexionar, avanzando lentamente y la mirada perdida en la lejanía, en todos los detalles, hasta los más mínimos, de su reciente visita. También deseaba repasar cada una de las palabras que había pronunciado. No había experimentado jamás nada parecido. Todo un mundo ignorado surgía confusamente en su alma.
De pronto se acordó de que Raskolnikof le había anunciado su intención de ir a verla aquel mismo día, y pensó que tal vez fuera aquella misma mañana.
‑Si al menos no viniera hoy... ‑murmuró, con el corazón palpitante como un niño asustado‑. ¡Señor! ¡Venir a mi casa, a mi habitación...! Allí verá...
Iba demasiado preocupada para darse cuenta de que la seguía un desconocido.
En el momento en que Raskolnikof, Rasumikhine y Sonia se habían detenido ante la puerta de la casa, conversando, el desconocido pasó cerca de ellos y se estremeció al cazar al vuelo casualmente estas palabras de Sonia:
‑... he podido preguntar por el señor Raskolnikof.
Entonces dirigió a los tres, y especialmente a Raskolnikof, al que se había dirigido Sonia, una rápida pero atenta mirada, y después levantó la vista y anotó el número de la casa. Hizo todo esto en un abrir y cerrar de ojos y de modo que no fue advertido por nadie. Luego se alejó y fue acortando el paso, como quien quiere dar tiempo a que otro lo alcance. Había visto que Sonia se despedía de sus dos amigos y dedujo que se encaminaría a su casa.
«¿Dónde vivirá? ‑pensó‑. Yo he visto a esta muchacha en alguna parte. Procuraré recordar.»
Cuando llegó a la primera bocacalle, pasó a la esquina de enfrente y se volvió, pudiendo advertir que la muchacha había seguido la misma dirección que él sin darse cuenta de que la espiaban. La joven llegó a la travesía y se internó por ella, sin cruzar la calzada. El desconocido continuó su persecución por la acera opuesta, sin perder de vista a Sonia, y cuando habían recorrido unos cincuenta pasos, él cruzó la calle y la siguió por la misma acera, a unos cinco pasos de distancia.
Era un hombre corpulento, que representaba unos cincuenta años y cuya estatura superaba a la normal. Sus anchos y macizos hombros le daban el aspecto de un hombre cargado de espaldas. Iba vestido con una elegancia natural que, como todo su continente, denunciaba al gentilhombre. Llevaba un bonito bastón que resonaba en la acera a cada paso y unos guantes nuevos. Su amplio rostro, de pómulos salientes, tenía una expresión simpática, y su fresca tez evidenciaba que aquel hombre no residía en una ciudad. Sus tupidos cabellos, de un rubio claro, apenas empezaban a encanecer. Su poblada y hendida barba, todavía más clara que sus cabellos; sus azules ojos, de mirada fija y pensativa, y sus rojos labios, indicaban que era un hombre superiormente conservado y que parecía más joven de lo que era en realidad.
Cuando Sonia desembocó en el malecón, quedaron los dos solos en la acera. El desconocido había tenido tiempo sobrado para observar que la joven iba ensimismada. Sonia llegó a la casa en que vivía y cruzó el portal. Él entró tras ella un tanto asombrado. La joven se internó en el patio y luego en la escalera de la derecha, que era la que conducía a su habitación. El desconocido lanzó una exclamación de sorpresa y empezó a subir la misma escalera que Sonia. Sólo en este momento se dio cuenta la joven de que la seguían.
Sonia llegó al tercer piso, entró en un corredor y llamó en una puerta que ostentaba el número 9 y dos palabras escritas con tiza: «Kapernaumof, sastre.»
‑¡Qué casualidad! ‑exclamó el desconocido.
Y llamó a la puerta vecina, la señalada con el número 8. Entre ambas puertas había una distancia de unos seis pasos.
‑¿De modo que vive usted en casa de Kapernaumof? ‑dijo el caballero alegremente‑. Ayer me arregló un chaleco. Además, soy vecino de usted: vivo en casa de la señora Resslich Gertrudis Pavlovna. El mundo es un pañuelo.
Sonia le miró fijamente.
‑Sí, somos vecinos ‑continuó el caballero, con desbordante jovialidad‑. Estoy en Petersburgo desde hace sólo dos días. Para mí será un placer volver a verla.
Sonia no contestó. En este momento le abrieron la puerta, y entró en su habitación. Estaba avergonzada y atemorizada.
Rasumikhine daba muestras de gran agitación cuando iba en busca de Porfirio Petrovitch, acompañado de Rodia.
‑Has tenido una gran idea, querido, una gran idea ‑dijo varias veces‑. Y créeme que me alegro, que me alegro de veras.
«¿Por qué se ha de alegrar?», se preguntó Raskolnikof.
‑No sabía que tú también empeñabas cosas en casa de la vieja. ¿Hace mucho tiempo de eso? Quiero decir que si hace mucho tiempo que has estado en esa casa por última vez.
«Es muy listo, pero también muy ingenuo», se dijo Raskolnikof.
‑¿Cuándo estuve por última vez? ‑preguntó, deteniéndose como para recordar mejor‑. Me parece que fue tres días antes del crimen... Te advierto que no quiero recoger los objetos en seguida ‑se apresuró a aclarar, como si este punto le preocupara especialmente‑, pues no me queda más que un rublo después del maldito «desvarío» de ayer.
Y subrayó de un modo especial la palabra «desvarío».
‑¡Comprendido, comprendido! ‑exclamó con vehemencia Rasumikhine y sin que se pudiera saber exactamente qué era lo que comprendía con tanto entusiasmo‑. Esto explica que te mostraras entonces tan... impresionado... E incluso en tu delirio nombrabas sortijas y cadenas... Todo aclarado; ya se ha aclarado todo...
«Ya salió aquello. Están dominados por esta idea. Incluso este hombre que seria capaz de dejarse matar por mi se siente feliz al poder explicarse por qué hablaba yo de sortijas en mi delirio. Todo esto los ha confirmado en sus suposiciones.»
‑¿Crees que encontraremos a Porfirio? ‑preguntó Raskolnikof en voz alta.
‑¡Claro que lo encontraremos! ‑repuso vivamente Rasumikhine‑. Ya verás qué tipo tan interesante. Un poco brusco, eso sí, a pesar de ser un hombre de mundo. Bien es verdad que yo no le considero brusco porque carezca de mundología. Es inteligente, muy inteligente. Está muy lejos de ser un grosero, a pesar de su carácter especial. Es desconfiado, escéptico, cínico. Le gusta engañar, chasquear a la gente, y es fiel al viejo sistema de las pruebas materiales... Sin embargo, conoce a fondo su oficio. El año pasado desembrolló un caso de asesinato del que sólo existían ligeros indicios. Tiene grandes deseos de conocerte.
‑¿Grandes deseos? ¿Por qué?
‑Bueno, tal vez he exagerado... Oye; últimamente, es decir, desde que te pusiste enfermo, le he hablado mucho de ti. Naturalmente, él me escuchaba. Y cuando le dije que eras estudiante de Derecho y que no podías terminar tus estudios por falta de dinero, exclamó: «¡Es lamentable!» De esto deduzco... Mejor dicho, del conjunto de todos estos detalles... Ayer, Zamiotof... Oye, Rodia, cuando te llevé ayer a tu casa estaba embriagado y dije una porción de tonterías. Lamentaría que hubieras tomado demasiado en serio mis palabras.
‑¿A qué te refieres? ¿A la sospecha de esos hombres de que estoy loco? Pues bien, tal vez no se equivoquen.
Y se echó a reír forzadamente.
‑Si, si... ¡digo, no...! Lo cierto es que todo lo que dije anoche sobre esa cuestión y sobre todas eran divagaciones de borracho.
‑Entonces, ¿para qué excusarse? ¡Si supieras cómo me fastidian todas estas cosas! ‑exclamó Raskolnikof con una irritación fingida en parte.
‑Lo sé, lo sé. Lo comprendo perfectamente; te aseguro que lo comprendo. Incluso me da vergüenza hablar de ello.
‑Si te da vergüenza, cállate.
Los dos enmudecieron. Rasumikhine estaba encantado, y Raskolnikof se dio cuenta de ello con una especie de horror. Lo que su amigo acababa de decirle acerca de Porfirio Petrovitch no dejaba de inquietarle.
«Otro que me compadece ‑pensó, con el corazón agitado y palideciendo‑. Ante éste tendré que fingir mejor y con más naturalidad que ante Rasumikhine. Lo más natural sería no decir nada, absolutamente nada... No, no; esto también podría parecer poco natural... En fin, dejémonos llevar de los acontecimientos... En seguida veremos lo que sucede... ¿He hecho bien en venir o no? La mariposa se arroja a la llama ella misma... El corazón me late con violencia... Mala cosa.»
‑Es esa casa gris ‑dijo Rasumikhine.
«Es de gran importancia saber si Porfirio está enterado de que estuve ayer en casa de esa bruja y de las preguntas que hice sobre la sangre. Es necesario que yo sepa esto inmediatamente, que yo lea la verdad en su semblante apenas entre en el despacho, al primer paso que dé. De lo contrario, no sabré cómo proceder, y ya puedo darme por perdido.»
‑¿Sabes lo que te digo? ‑preguntó de pronto a Rasumikhine con una sonrisa maligna‑. Que he observado que toda la mañana te domina una gran agitación. De veras.
‑¿Agitación? Nada de eso ‑repuso, mortificado, Rasumikhine.
‑No lo niegues. Eso se ve a la legua. Hace un rato estabas sentado en el borde de la silla, cosa que no haces nunca, y parecías tener calambres en las piernas. A cada momento te sobresaltabas sin motivo, y unas veces tenías cara de hombre amargado y otras eras un puro almíbar. Te has sonrojado varias veces y te has puesto como la púrpura cuando te han invitado a comer.
‑Todo eso son invenciones tuyas. ¿Qué quieres decir?
‑A veces eres tímido como un colegial. Ahora mismo te has puesto colorado.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
‑¡Imbécil!
‑Pero ¿a qué viene esa confusión? ¡Eres un Romeo! Ya contaré todo esto en cierto sitio. ¡Ja, ja, ja! ¡Cómo voy a hacer reír a mi madre! ¡Y a otra persona!
‑Oye, oye... Hablemos en serio... Quiero saber... ‑balbuceó Rasumikhine, aterrado‑. ¿Qué piensas contarles? Oye, querido... ¡Eres un majadero!
‑Estás hecho una rosa de primavera... ¡Si vieras lo bien que esto te sienta! ¡Un Romeo de tan aventajada estatura! ¡Y cómo te has lavado hoy! Incluso te has limpiado las uñas. ¿Cuándo habías hecho cosa semejante? Que Dios me perdone, pero me parece que hasta te has puesto pomada en el pelo. A ver: baja un poco la cabeza.
‑¡Imbécil!
Raskolnikof se reía de tal modo, que parecía no poder cesar de reír. La hilaridad le duraba todavía cuando llegaron a casa de Porfirio Petrovitch. Esto era lo que él quería. Así, desde el despacho le oyeron entrar en la casa riendo, y siguieron oyendo estas risas cuando los dos amigos llegaron a la antesala.
‑¡Ojo con decir aquí una sola palabra, porque te hago papilla! ‑dijo Rasumikhine fuera de sí y atenazando con su mano el hombro de su amigo.
‑Pero ¿a qué viene esa confusión? ¡Eres un Romeo! Ya contaré todo esto en cierto sitio. ¡Ja, ja, ja! ¡Cómo voy a hacer reír a mi madre! ¡Y a otra persona!
‑Oye, oye... Hablemos en serio... Quiero saber... ‑balbuceó Rasumikhine, aterrado‑. ¿Qué piensas contarles? Oye, querido... ¡Eres un majadero!
‑Estás hecho una rosa de primavera... ¡Si vieras lo bien que esto te sienta! ¡Un Romeo de tan aventajada estatura! ¡Y cómo te has lavado hoy! Incluso te has limpiado las uñas. ¿Cuándo habías hecho cosa semejante? Que Dios me perdone, pero me parece que hasta te has puesto pomada en el pelo. A ver: baja un poco la cabeza.
‑¡Imbécil!
Raskolnikof se reía de tal modo, que parecía no poder cesar de reír. La hilaridad le duraba todavía cuando llegaron a casa de Porfirio Petrovitch. Esto era lo que él quería. Así, desde el despacho le oyeron entrar en la casa riendo, y siguieron oyendo estas risas cuando los dos amigos llegaron a la antesala.
‑¡Ojo con decir aquí una sola palabra, porque te hago papilla! ‑dijo Rasumikhine fuera de sí y atenazando con su mano el hombro de su amigo.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
Tercera Parte: Capítulo V
Raskolnikof entró en el despacho con el gesto del hombre que hace descomunales esfuerzos para no reventar de risa. Le seguía Rasumikhine, rojo como la grana, cohibido, torpe y transfigurado por el furor del semblante. Su cara y su figura tenían en aquellos momentos un aspecto cómico que justificaba la hilaridad de su amigo. Raskolnikof, sin esperar a ser presentado, se inclinó ante el dueño de la casa, que estaba de pie en medio del despacho, mirándolos con expresión interrogadora, y cambió con él un apretón de manos. Pareciendo todavía que hacía un violento esfuerzo para no echarse a reír, dijo quién era y cómo se llamaba. Pero apenas se había mantenido serio mientras murmuraba algunas palabras, sus ojos miraron casualmente a Rasumikhine. Entonces ya no pudo contenerse y lanzó una carcajada que, por efecto de la anterior represión, resultó más estrepitosa que las precedentes.
El extraordinario furor que esta risa loca despertó en Rasumikhine prestó, sin que éste lo advirtiera, un buen servicio a Raskolnikof.
‑¡Demonio de hombre! ‑gruñó Rasumikhine, con un ademán tan violento que dio un involuntario manotazo a un velador sobre el que había un vaso de té vacío. Por efecto del golpe, todo rodó por el suelo ruidosamente.
‑No hay que romper los muebles, señores míos ‑exclamó Porfirio Petrovitch alegremente‑. Esto es un perjuicio para el Estado.
Raskolnikof seguía riendo, y de tal modo, que se olvidó de que su mano estaba en la de Porfirio Petrovitch. Sin embargo, consciente de que todo tiene su medida, aprovechó un momento propicio para recobrar la seriedad lo más naturalmente posible. Rasumikhine, al que el accidente que su conducta acababa de provocar había sumido en el colmo de la confusión, miró un momento con expresión sombría los trozos de vidrio, después escupió, volvió la espalda a Porfirio y a Raskolnikof, se acercó a la ventana y, aunque no veía, hizo como si mirase al exterior. Porfirio Petrovitch reía por educación, pero se veía claramente que esperaba le explicasen el motivo de aquella visita.
En un rincón estaba Zamiotof sentado en una silla. Al aparecer los visitantes se había levantado, esbozando una sonrisa. Contemplaba la escena con una expresión en que el asombro se mezclaba con la desconfianza, y observaba a Raskolnikof incluso con una especie de turbación. La aparición inesperada de Zamiotof sorprendió desagradablemente al joven, que se dijo:
«Otra cosa en que hay que pensar.»
Y manifestó en voz alta, con una confusión fingida:
‑Le ruego que me perdone...
‑Pero ¿qué dice usted? ¡Si estoy encantado! Ha entrado usted de un modo tan agradable... ‑repuso Porfirio Petrovitch, y añadió, indicando a Rasumikhine con un movimiento de cabeza‑. Ése, en cambio, ni siquiera me ha dado los buenos días.
‑Se ha indignado conmigo no sé por qué. Por el camino le he dicho que se parecía a Romeo y le he demostrado que mi comparación era justa. Esto es todo lo que ha habido entre nosotros.
‑¡Imbécil! ‑exclamó Rasumikhine sin volver la cabeza.
‑Debe de tener sus motivos para tomar en serio una broma tan inofensiva ‑comentó Porfirio echándose a reír.
‑Oye, juez de instrucción... ‑empezó a decir Rasumikhine‑. ¡Bah! ¡Que el diablo os lleve a todos!
Y se echó a reír de buena gana: había recobrado de súbito su habitual buen humor.
‑¡Basta de tonterías! ‑dijo, acercándose alegremente a Porfirio Petrovitch‑. Sois todos unos imbéciles... Bueno, vamos a lo que interesa. Te presento a mi amigo Rodion Romanovitch Raskolnikof, que ha oído hablar mucho de ti y deseaba conocerte. Además, quiere hablar contigo de cierto asuntillo... ¡Hombre, Zamiotof! ¿Cómo es que estás aquí? Esto prueba que conoces a Porfirio Petrovitch. ¿Desde cuándo?
«¿Qué significa todo esto?», se dijo, inquieto, Raskolnikof.
Zamiotof se sentía un poco violento.
‑Nos conocimos anoche en tu casa ‑respondió.
‑No cabe duda de que Dios está en todas partes. Imagínate, Porfirio, que la semana pasada me rogó insistentemente que te lo presentase, y vosotros habéis trabado conocimiento prescindiendo de mí. ¿Dónde tienes el tabaco?
Porfirio Petrovitch iba vestido con ropa de casa: bata, camisa blanquísima y unas zapatillas viejas. Era un hombre de treinta y cinco años, de talla superior a la media, bastante grueso e incluso con algo de vientre. Iba perfectamente afeitado y no llevaba bigote ni patillas. Su cabello, cortado al rape, coronaba una cabeza grande, esférica y de abultada nuca. Su cara era redonda, abotagada y un poco achatada; su tez, de un amarillo fuerte, enfermizo. Sin embargo, aquel rostro denunciaba un humor agudo y un tanto burlón. Habría sido una cara incluso simpática si no lo hubieran impedido sus ojos, que brillaban extrañamente, cercados por unas pestañas casi blancas y unos párpados que pestañeaban de continuo. La expresión de esta mirada contrastaba extrañamente con el resto de aquella fisonomía casi afeminada y le prestaba una seriedad que no se percibía en el primer momento.
Apenas supo que Raskolnikof tenía que tratar cierto asunto con él, Porfirio Petrovitch le invitó a sentarse en el sofá. Luego se sentó él en el extremo opuesto al ocupado por Raskolnikof y le miró fijamente, en espera de que le expusiera la anunciada cuestión. Le miraba con esa atención tensa y esa gravedad extremada que pueden turbar a un hombre, especialmente cuando ese hombre es casi un desconocido y sabe que el asunto que ha de tratar está muy lejos de merecer la atención exagerada y aparatosa que se le presta. Sin embargo, Raskolnikof le puso al corriente del asunto con pocas y precisas palabras. Luego, satisfecho de sí mismo, halló la serenidad necesaria para observar atentamente a su interlocutor. Porfirio Petrovitch no apartó de él los ojos en ningún momento del diálogo, y Rasumikhine, que se habia sentado frente a ellos, seguía con vivísima atención aquel cambio de palabras. Su mirada iba del juez de instrucción a su amigo y de su amigo al juez de instrucción sin el menor disimulo.
«¡Qué idiota!», exclamó mentalmente Raskolnikof.
‑Tendrá que prestar usted declaración ante la policía ‑repuso Porfirio Petrovitch con acento perfectamente oficial‑. Deberá usted manifestar que, enterado del hecho, es decir, del asesinato, ruega que se advierta al juez de instrucción encargado de este asunto que tales y cuales objetos son de su propiedad y que desea usted desempeñarlos. Además, ya recibirá una comunicación escrita.
‑Pero lo que ocurre ‑dijo Raskolnikof, fingiéndose confundido lo mejor que pudo‑ es que en este momento estoy tan mal de fondos, que ni siquiera tengo el dinero necesario para rescatar esas bagatelas. Por eso me limito a declarar que esos objetos me pertenecen y que cuando tenga dinero...
‑Eso no importa ‑le interrumpió Porfirio Petrovitch, que pareció acoger fríamente esta declaración de tipo económico‑. Además, usted puede exponerme por escrito lo que me acaba de decir, o sea que, enterado de esto y aquello, se declara propietario de tales objetos y ruega...
‑¿Puedo escribirle en papel corriente? ‑le interrumpió Raskolnikof, con el propósito de seguir demostrando que sólo le interesaba el aspecto práctico de la cuestión.
‑Sí, el papel no importa.
Dicho esto, Porfirio Petrovitch adoptó una expresión francamente burlona. Incluso guiñó un ojo como si hiciera un signo de inteligencia a Raskolnikof. Acaso esto del signo fue simplemente una ilusión del joven, pues todo transcurrió en un segundo. Sin embargo, algo debía de haber en aquel gesto. Que le había guiñado un ojo era seguro. ¿Con qué intención? Eso sólo el diablo lo sabía.
«Este hombre sabe algo», pensó en el acto Raskolnikof. Y dijo en voz alta, un tanto desconcertado:
‑Perdone que le haya molestado por tan poca cosa. Esos objetos sólo valen unos cinco rublos, pero como recuerdos tienen un gran valor para mi. Le confieso que sentí gran inquietud cuando supe...
‑Eso explica que ayer te estremecieras al oírme decir a Zosimof que Porfirio estaba interrogando a los propietarios de los objetos empeñados ‑exclamó Rasumikhine con una segunda intención evidente.
Esto era demasiado. Raskolnikof no pudo contenerse y lanzó a su amigo una mirada furiosa. Pero en seguida se sobrepuso.
‑Tú todo lo tomas a broma ‑dijo con una irritación que no tuvo que fingir‑. Admito que me preocupan profundamente cosas que para ti no tienen importancia, pero esto no es razón para que me consideres egoísta e interesado, pues repito que esos dos objetos tan poco valiosos tienen un gran valor para mí. Hace un momento te he dicho que ese reloj de plata es el único recuerdo que tenemos de mi padre. Búrlate si quieres, pero mi madre acaba de llegar ‑manifestó dirigiéndose a Porfirio‑, y si se enterase ‑continuó, volviendo a hablar a Rasumikhine y procurando que la voz le temblara‑ de que ese reloj se había perdido, su desesperación no tendría límites. Ya sabes cómo son las mujeres.
‑¡Estás muy equivocado! ¡No me has entendido! Yo no he pensado nada de lo que dices, sino todo lo contrario ‑protestó, desolado, Rasumikhine.
«¿Lo habré hecho bien? ¿No habré exagerado? ‑pensó Raskolnikof, temblando de inquietud‑. ¿Por qué habré dicho eso de "Ya sabes cómo son las mujeres"?»
Raskolnikof entró en el despacho con el gesto del hombre que hace descomunales esfuerzos para no reventar de risa. Le seguía Rasumikhine, rojo como la grana, cohibido, torpe y transfigurado por el furor del semblante. Su cara y su figura tenían en aquellos momentos un aspecto cómico que justificaba la hilaridad de su amigo. Raskolnikof, sin esperar a ser presentado, se inclinó ante el dueño de la casa, que estaba de pie en medio del despacho, mirándolos con expresión interrogadora, y cambió con él un apretón de manos. Pareciendo todavía que hacía un violento esfuerzo para no echarse a reír, dijo quién era y cómo se llamaba. Pero apenas se había mantenido serio mientras murmuraba algunas palabras, sus ojos miraron casualmente a Rasumikhine. Entonces ya no pudo contenerse y lanzó una carcajada que, por efecto de la anterior represión, resultó más estrepitosa que las precedentes.
El extraordinario furor que esta risa loca despertó en Rasumikhine prestó, sin que éste lo advirtiera, un buen servicio a Raskolnikof.
‑¡Demonio de hombre! ‑gruñó Rasumikhine, con un ademán tan violento que dio un involuntario manotazo a un velador sobre el que había un vaso de té vacío. Por efecto del golpe, todo rodó por el suelo ruidosamente.
‑No hay que romper los muebles, señores míos ‑exclamó Porfirio Petrovitch alegremente‑. Esto es un perjuicio para el Estado.
Raskolnikof seguía riendo, y de tal modo, que se olvidó de que su mano estaba en la de Porfirio Petrovitch. Sin embargo, consciente de que todo tiene su medida, aprovechó un momento propicio para recobrar la seriedad lo más naturalmente posible. Rasumikhine, al que el accidente que su conducta acababa de provocar había sumido en el colmo de la confusión, miró un momento con expresión sombría los trozos de vidrio, después escupió, volvió la espalda a Porfirio y a Raskolnikof, se acercó a la ventana y, aunque no veía, hizo como si mirase al exterior. Porfirio Petrovitch reía por educación, pero se veía claramente que esperaba le explicasen el motivo de aquella visita.
En un rincón estaba Zamiotof sentado en una silla. Al aparecer los visitantes se había levantado, esbozando una sonrisa. Contemplaba la escena con una expresión en que el asombro se mezclaba con la desconfianza, y observaba a Raskolnikof incluso con una especie de turbación. La aparición inesperada de Zamiotof sorprendió desagradablemente al joven, que se dijo:
«Otra cosa en que hay que pensar.»
Y manifestó en voz alta, con una confusión fingida:
‑Le ruego que me perdone...
‑Pero ¿qué dice usted? ¡Si estoy encantado! Ha entrado usted de un modo tan agradable... ‑repuso Porfirio Petrovitch, y añadió, indicando a Rasumikhine con un movimiento de cabeza‑. Ése, en cambio, ni siquiera me ha dado los buenos días.
‑Se ha indignado conmigo no sé por qué. Por el camino le he dicho que se parecía a Romeo y le he demostrado que mi comparación era justa. Esto es todo lo que ha habido entre nosotros.
‑¡Imbécil! ‑exclamó Rasumikhine sin volver la cabeza.
‑Debe de tener sus motivos para tomar en serio una broma tan inofensiva ‑comentó Porfirio echándose a reír.
‑Oye, juez de instrucción... ‑empezó a decir Rasumikhine‑. ¡Bah! ¡Que el diablo os lleve a todos!
Y se echó a reír de buena gana: había recobrado de súbito su habitual buen humor.
‑¡Basta de tonterías! ‑dijo, acercándose alegremente a Porfirio Petrovitch‑. Sois todos unos imbéciles... Bueno, vamos a lo que interesa. Te presento a mi amigo Rodion Romanovitch Raskolnikof, que ha oído hablar mucho de ti y deseaba conocerte. Además, quiere hablar contigo de cierto asuntillo... ¡Hombre, Zamiotof! ¿Cómo es que estás aquí? Esto prueba que conoces a Porfirio Petrovitch. ¿Desde cuándo?
«¿Qué significa todo esto?», se dijo, inquieto, Raskolnikof.
Zamiotof se sentía un poco violento.
‑Nos conocimos anoche en tu casa ‑respondió.
‑No cabe duda de que Dios está en todas partes. Imagínate, Porfirio, que la semana pasada me rogó insistentemente que te lo presentase, y vosotros habéis trabado conocimiento prescindiendo de mí. ¿Dónde tienes el tabaco?
Porfirio Petrovitch iba vestido con ropa de casa: bata, camisa blanquísima y unas zapatillas viejas. Era un hombre de treinta y cinco años, de talla superior a la media, bastante grueso e incluso con algo de vientre. Iba perfectamente afeitado y no llevaba bigote ni patillas. Su cabello, cortado al rape, coronaba una cabeza grande, esférica y de abultada nuca. Su cara era redonda, abotagada y un poco achatada; su tez, de un amarillo fuerte, enfermizo. Sin embargo, aquel rostro denunciaba un humor agudo y un tanto burlón. Habría sido una cara incluso simpática si no lo hubieran impedido sus ojos, que brillaban extrañamente, cercados por unas pestañas casi blancas y unos párpados que pestañeaban de continuo. La expresión de esta mirada contrastaba extrañamente con el resto de aquella fisonomía casi afeminada y le prestaba una seriedad que no se percibía en el primer momento.
Apenas supo que Raskolnikof tenía que tratar cierto asunto con él, Porfirio Petrovitch le invitó a sentarse en el sofá. Luego se sentó él en el extremo opuesto al ocupado por Raskolnikof y le miró fijamente, en espera de que le expusiera la anunciada cuestión. Le miraba con esa atención tensa y esa gravedad extremada que pueden turbar a un hombre, especialmente cuando ese hombre es casi un desconocido y sabe que el asunto que ha de tratar está muy lejos de merecer la atención exagerada y aparatosa que se le presta. Sin embargo, Raskolnikof le puso al corriente del asunto con pocas y precisas palabras. Luego, satisfecho de sí mismo, halló la serenidad necesaria para observar atentamente a su interlocutor. Porfirio Petrovitch no apartó de él los ojos en ningún momento del diálogo, y Rasumikhine, que se habia sentado frente a ellos, seguía con vivísima atención aquel cambio de palabras. Su mirada iba del juez de instrucción a su amigo y de su amigo al juez de instrucción sin el menor disimulo.
«¡Qué idiota!», exclamó mentalmente Raskolnikof.
‑Tendrá que prestar usted declaración ante la policía ‑repuso Porfirio Petrovitch con acento perfectamente oficial‑. Deberá usted manifestar que, enterado del hecho, es decir, del asesinato, ruega que se advierta al juez de instrucción encargado de este asunto que tales y cuales objetos son de su propiedad y que desea usted desempeñarlos. Además, ya recibirá una comunicación escrita.
‑Pero lo que ocurre ‑dijo Raskolnikof, fingiéndose confundido lo mejor que pudo‑ es que en este momento estoy tan mal de fondos, que ni siquiera tengo el dinero necesario para rescatar esas bagatelas. Por eso me limito a declarar que esos objetos me pertenecen y que cuando tenga dinero...
‑Eso no importa ‑le interrumpió Porfirio Petrovitch, que pareció acoger fríamente esta declaración de tipo económico‑. Además, usted puede exponerme por escrito lo que me acaba de decir, o sea que, enterado de esto y aquello, se declara propietario de tales objetos y ruega...
‑¿Puedo escribirle en papel corriente? ‑le interrumpió Raskolnikof, con el propósito de seguir demostrando que sólo le interesaba el aspecto práctico de la cuestión.
‑Sí, el papel no importa.
Dicho esto, Porfirio Petrovitch adoptó una expresión francamente burlona. Incluso guiñó un ojo como si hiciera un signo de inteligencia a Raskolnikof. Acaso esto del signo fue simplemente una ilusión del joven, pues todo transcurrió en un segundo. Sin embargo, algo debía de haber en aquel gesto. Que le había guiñado un ojo era seguro. ¿Con qué intención? Eso sólo el diablo lo sabía.
«Este hombre sabe algo», pensó en el acto Raskolnikof. Y dijo en voz alta, un tanto desconcertado:
‑Perdone que le haya molestado por tan poca cosa. Esos objetos sólo valen unos cinco rublos, pero como recuerdos tienen un gran valor para mi. Le confieso que sentí gran inquietud cuando supe...
‑Eso explica que ayer te estremecieras al oírme decir a Zosimof que Porfirio estaba interrogando a los propietarios de los objetos empeñados ‑exclamó Rasumikhine con una segunda intención evidente.
Esto era demasiado. Raskolnikof no pudo contenerse y lanzó a su amigo una mirada furiosa. Pero en seguida se sobrepuso.
‑Tú todo lo tomas a broma ‑dijo con una irritación que no tuvo que fingir‑. Admito que me preocupan profundamente cosas que para ti no tienen importancia, pero esto no es razón para que me consideres egoísta e interesado, pues repito que esos dos objetos tan poco valiosos tienen un gran valor para mí. Hace un momento te he dicho que ese reloj de plata es el único recuerdo que tenemos de mi padre. Búrlate si quieres, pero mi madre acaba de llegar ‑manifestó dirigiéndose a Porfirio‑, y si se enterase ‑continuó, volviendo a hablar a Rasumikhine y procurando que la voz le temblara‑ de que ese reloj se había perdido, su desesperación no tendría límites. Ya sabes cómo son las mujeres.
‑¡Estás muy equivocado! ¡No me has entendido! Yo no he pensado nada de lo que dices, sino todo lo contrario ‑protestó, desolado, Rasumikhine.
«¿Lo habré hecho bien? ¿No habré exagerado? ‑pensó Raskolnikof, temblando de inquietud‑. ¿Por qué habré dicho eso de "Ya sabes cómo son las mujeres"?»
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
‑¿De modo que su madre ha venido a verle? ‑preguntó Porfirio Petrovitch.
‑Sí.
‑¿Y cuándo ha llegado?
‑Ayer por la tarde.
Porfirio no dijo nada: parecía reflexionar.
‑Sus objetos no pueden haberse perdido ‑manifestó al fin, tranquilo y fríamente‑. Hace tiempo que esperaba su visita.
Dicho esto, se volvió con toda naturalidad hacia Rasumikhine, que estaba echando sobre la alfombra la ceniza de su cigarrillo, y le acercó un cenicero. Raskolnikof se había estremecido, pero el juez instructor, atento al cigarrillo de Rasumikhine, no pareció haberlo notado.
‑¿Dices que lo esperabas? ‑preguntó Rasumikhine a Porfirio Petrovitch‑. ¿Acaso sabías que tenía cosas empeñadas?
Porfirio no le respondió, sino que habló a Raskolnikof directamente:
‑Sus dos objetos, la sortija y el reloj, estaban en casa de la víctima, envueltos en un papel sobre el cual se leía el nombre de usted, escrito claramente con lápiz y, a continuación, la fecha en que la prestamista había recibido los objetos.
‑¡Qué memoria tiene usted! ‑exclamó Raskolnikof iniciando una sonrisa.
Ponía gran empeño en fijar su mirada serenamente en los ojos del juez, pero no pudo menos de añadir:
‑He hecho esta observación porque supongo que los propietarios de objetos empeñados son muy numerosos y lo natural sería que usted no los recordara a todos. Pero veo que me he equivocado: usted no ha olvidado ni siquiera uno..., y... y...
«¡Qué estúpido soy! ¿Qué necesidad tenía de decir esto?» ‑Es que todos los demás se han presentado ya. Sólo faltaba usted ‑dijo Porfirio Petrovitch con un tonillo de burla casi imperceptible.
‑No me sentía bien.
‑Ya me enteré. También supe que algo le había trastornado profundamente. Incluso ahora está usted un poco pálido.
‑Pues me encuentro admirablemente ‑replicó al punto Raskolnikof, en tono tajante y furioso.
Sentía hervir en él una cólera que no podía reprimir.
«Esta indignación me va a hacer cometer alguna tontería. Pero ¿por qué se obstinan en torturarme?»
‑Dice que no se sentía bien ‑exclamó Rasumikhine‑, y esto es poco menos que no decir nada. Pues lo cierto es que hasta ayer el delirio apenas le ha dejado... Puedes creerme, Porfirio: apenas se tiene en pie... Pues bien, ayer aprovechó un momento, unos minutos, en que Zosimof y yo le dejamos, para vestirse, salir furtivamente y marcharse a Dios sabe dónde. ¡Y esto en pleno delirio! ¿Has visto cosa igual? ¡Este hombre es un caso!
‑¿En pleno delirio? ¡Qué locura! ‑exclamó Porfirio Petrovitch, sacudiendo la cabeza.
‑¡Eso es mentira! ¡No crea usted ni una palabra...! Pero sobra esta advertencia, porque usted no lo ha creído, ni mucho menos ‑dejó escapar Raskolnikof, aturdido por la cólera.
Pero Porfirio no dio muestras de entender estas extrañas palabras.
‑¿Cómo te habrías atrevido a salir si no hubieses estado delirando? ‑exclamó Rasumikhine, perdiendo la calma a su vez‑: ¿Por qué saliste? ¿Con qué intención? ¿Y por qué lo hiciste a escondidas? Confiesa que no podías estar en tu juicio. Ahora que ha pasado el peligro, puedo hablarte francamente.
‑Me fastidiaron insoportablemente ‑dijo Raskolnikof, dirigiéndose a Porfirio con una sonrisa burlona, insolente, retadora‑. Huí para ir a alquilar una habitación donde no pudieran encontrarme. Y llevaba en el bolsillo una buena cantidad de dinero. El señor Zamiotof lo sabe porque lo vio. Por lo tanto, señor Zamiotof, le ruego que resuelva usted nuestra disputa. Diga: ¿estaba delirando o conservaba mi sano juicio?
De buena gana habría estrangulado a Zamiotof, tanto le irritaron su silencio y sus miradas equívocas.
‑Me pareció ‑dijo al fin Zamiotof secamente‑ que hablaba usted como un hombre razonable; es más, como un hombre... prudente; sí, prudente. Pero también parecía usted algo exasperado.
‑Y hoy ‑intervino Porfirio Petrovitch‑ Nikodim Fomitch me ha contado que le vio ayer, a hora muy avanzada, en casa de un funcionario que acababa de ser atropellado por un coche.
‑¡Ahí tenemos otra prueba! ‑exclamó al punto Rasumikhine‑. ¿No es cierto que te condujiste como un loco en casa de ese desgraciado? Entregaste todo el dinero a la viuda para el entierro. Bien que la socorrieras, que le dieses quince, hasta veinte rublos, con lo que te habrían quedado cinco para ti; pero no todo lo que tenías...
‑A lo mejor, es que me he encontrado un tesoro. Esto justificaría mi generosidad. Ahí tienes al señor Zamiotof, que cree que, en efecto, me lo he encontrado...
Y añadió, dirigiéndose a Porfirio Petrovitch, con los labios temblorosos:
‑Perdone que le hayamos molestado durante media hora con una charla tan inútil. Está usted abrumado, ¿verdad?
‑¡Qué disparate! Todo lo contrario. Usted no sabe hasta qué extremo me interesa su compañía. Me encanta verle y oírle... Celebro de veras, puede usted creerme, que al fin se haya decidido a venir.
‑Danos un poco de té ‑dijo Rasumikhine‑. Tengo la garganta seca.
‑Buena idea. Tal vez a estos señores les venga el té tan bien como a ti... ¿No quieres nada sólido antes?
‑¡Hala! No te entretengas.
Porfirio Petrovitch fue a encargar el té.
La mente de Raskolnikof era un hervidero de ideas. El joven estaba furioso.
«Lo más importante es que ni disimulan ni se andan con rodeos. ¿Por qué, sin conocerme, has hablado de mí con Nikodim Fomitch, Porfirio Petrovitch? Esto demuestra que no ocultan que me siguen la pista como una jauría de sabuesos. Me están escupiendo en plena cara.»
Y al pensar esto, temblaba de cólera.
«Pero llevad cuidado y no pretendáis jugar conmigo como el gato con el ratón. Esto no es noble, Porfirio Petrovitch, y yo no lo puedo permitir. Si seguís así, me levantaré y os arrojaré a la cara toda la verdad. Entonces veréis hasta qué punto os desprecio.»
Respiraba penosamente.
«¿Pero y si me equivoco y todo esto no son más que figuraciones mías? Podría ser todo un espejismo, podría haber interpretado mal las cosas a causa de mi ignorancia. ¿Es que no voy a ser capaz de mantener mi bajo papel? Tal vez no tienen ninguna intención oculta... Las cosas que dicen son perfectamente normales... Sin embargo, se percibe tras ellas algo que... Cualquiera podría expresarse como ellos, pero sin duda bajo sus palabras se oculta una segunda intención... ¿Por qué Porfirio no ha nombrado francamente a la vieja? ¿Por qué Zamiotof ha dicho que yo me había expresado como un hombre "prudente"? ¿Y a qué viene ese tono en que hablan? Sí, ese tono... Rasumikhine lo ha presenciado todo. ¿Por qué, pues, no le ha sorprendido nada de eso? Ese majadero no se da cuenta de nada... Vuelvo a sentir fiebre... ¿Me habrá guiñado el ojo Porfirio o habrá sido simplemente un tic? Sin duda, sería absurdo que me lo hubiera guiñado... ¿A santo de qué? ¿Quieren exasperarme...? ¿Me desprecian...? ¿Son suposiciones mías...? ¿Lo saben todo...? Zamiotof se muestra insolente... ¿No me equivocaré...? Debe de haber reflexionado durante la noche. Yo presentía que estaría aquí... Está en esta casa como en la suya. ¿Puede ser la primera vez que viene? Además, Porfirio no le trata como a un extraño, puesto que le vuelve la espalda. Están de acuerdo; sí, están de acuerdo sobre mí. Y lo más probable es que hayan hablado de mí antes de nuestra llegada... ¿Sabrán algo de mi visita a las habitaciones de la vieja? Es preciso averiguarlo cuanto antes. Cuando he dicho que había salido para alquilar una habitación, Porfirio no ha dado muestras de enterarse... He hecho muy bien en decir esto... Puede serme útil... Dirán que es una crisis de delirio... ¡Ja, ja, ja...! Ese Porfirio está al corriente con todo detalle de mis pasos en la tarde de ayer, pero ignoraba que había llegado mi madre... Esa bruja había anotado en el envoltorio la fecha del empeño... Pero se equivocan ustedes si creen que pueden manejarme a su antojo: ustedes no tienen pruebas, sino sólo vagas conjeturas. ¡Preséntenme hechos! Mi visita a casa de la vieja no prueba nada, pues es una consecuencia del estado de delirio en que me hallaba. Así lo diré si llega el caso... Pero ¿saben que estuve en esa casa? No me marcharé de aquí hasta que me entere... ¿Para qué habré venido...? Pero ya me estoy sulfurando: esto salta a la vista... Es evidente que tengo los nervios de punta... Pero tal vez esto sea lo mejor... Así puedo seguir desempeñando mi papel de enfermo... Ese hombre quiere irritarme, desconcertarme... ¿Por qué habré venido?»
Todos estos pensamientos atravesaron la mente de Raskolnikof con velocidad cósmica.
Porfirio Petrovitch llegó momentos después. Parecía de mejor humor.
‑Todavía me duele la cabeza. Consecuencia de los excesos de anoche en tu casa ‑dijo a Rasumikhine alegremente, tono muy distinto del que había empleado hasta entonces‑. Aún estoy algo trastornado.
‑¿Resultó interesante la velada? Os dejé en el mejor momento. ¿Para quién fue la victoria?
‑Para nadie. Finalmente salieron a relucir los temas eternos.
‑Imagínate, Rodia, que la disputa había desembocado en esta cuestión: ¿existe el crimen...? Ya puedes suponer las tonterías que se dijeron.
‑Yo no veo nada de extraordinario en ello ‑repuso Raskolnikof distraídamente‑. Es una simple cuestión de sociología.
‑La cuestión no se planteó en ese aspecto ‑observó Porfirio.
‑Cierto: no se planteó exactamente así ‑reconoció Rasumikhine acalorándose, como era su costumbre‑. Oye, Rodia, te ruego que nos escuches y nos des tu opinión. Me interesa. Yo hacía cuanto podía mientras te esperaba. Les había hablado a todos de ti y les había prometido tu visita... Los primeros en intervenir fueron los socialistas, que expusieron su teoría. Todos la conocemos: el crimen es una protesta contra una organización social defectuosa. Esto es todo, y no admiten ninguna otra razón, absolutamente ninguna.
‑Sí.
‑¿Y cuándo ha llegado?
‑Ayer por la tarde.
Porfirio no dijo nada: parecía reflexionar.
‑Sus objetos no pueden haberse perdido ‑manifestó al fin, tranquilo y fríamente‑. Hace tiempo que esperaba su visita.
Dicho esto, se volvió con toda naturalidad hacia Rasumikhine, que estaba echando sobre la alfombra la ceniza de su cigarrillo, y le acercó un cenicero. Raskolnikof se había estremecido, pero el juez instructor, atento al cigarrillo de Rasumikhine, no pareció haberlo notado.
‑¿Dices que lo esperabas? ‑preguntó Rasumikhine a Porfirio Petrovitch‑. ¿Acaso sabías que tenía cosas empeñadas?
Porfirio no le respondió, sino que habló a Raskolnikof directamente:
‑Sus dos objetos, la sortija y el reloj, estaban en casa de la víctima, envueltos en un papel sobre el cual se leía el nombre de usted, escrito claramente con lápiz y, a continuación, la fecha en que la prestamista había recibido los objetos.
‑¡Qué memoria tiene usted! ‑exclamó Raskolnikof iniciando una sonrisa.
Ponía gran empeño en fijar su mirada serenamente en los ojos del juez, pero no pudo menos de añadir:
‑He hecho esta observación porque supongo que los propietarios de objetos empeñados son muy numerosos y lo natural sería que usted no los recordara a todos. Pero veo que me he equivocado: usted no ha olvidado ni siquiera uno..., y... y...
«¡Qué estúpido soy! ¿Qué necesidad tenía de decir esto?» ‑Es que todos los demás se han presentado ya. Sólo faltaba usted ‑dijo Porfirio Petrovitch con un tonillo de burla casi imperceptible.
‑No me sentía bien.
‑Ya me enteré. También supe que algo le había trastornado profundamente. Incluso ahora está usted un poco pálido.
‑Pues me encuentro admirablemente ‑replicó al punto Raskolnikof, en tono tajante y furioso.
Sentía hervir en él una cólera que no podía reprimir.
«Esta indignación me va a hacer cometer alguna tontería. Pero ¿por qué se obstinan en torturarme?»
‑Dice que no se sentía bien ‑exclamó Rasumikhine‑, y esto es poco menos que no decir nada. Pues lo cierto es que hasta ayer el delirio apenas le ha dejado... Puedes creerme, Porfirio: apenas se tiene en pie... Pues bien, ayer aprovechó un momento, unos minutos, en que Zosimof y yo le dejamos, para vestirse, salir furtivamente y marcharse a Dios sabe dónde. ¡Y esto en pleno delirio! ¿Has visto cosa igual? ¡Este hombre es un caso!
‑¿En pleno delirio? ¡Qué locura! ‑exclamó Porfirio Petrovitch, sacudiendo la cabeza.
‑¡Eso es mentira! ¡No crea usted ni una palabra...! Pero sobra esta advertencia, porque usted no lo ha creído, ni mucho menos ‑dejó escapar Raskolnikof, aturdido por la cólera.
Pero Porfirio no dio muestras de entender estas extrañas palabras.
‑¿Cómo te habrías atrevido a salir si no hubieses estado delirando? ‑exclamó Rasumikhine, perdiendo la calma a su vez‑: ¿Por qué saliste? ¿Con qué intención? ¿Y por qué lo hiciste a escondidas? Confiesa que no podías estar en tu juicio. Ahora que ha pasado el peligro, puedo hablarte francamente.
‑Me fastidiaron insoportablemente ‑dijo Raskolnikof, dirigiéndose a Porfirio con una sonrisa burlona, insolente, retadora‑. Huí para ir a alquilar una habitación donde no pudieran encontrarme. Y llevaba en el bolsillo una buena cantidad de dinero. El señor Zamiotof lo sabe porque lo vio. Por lo tanto, señor Zamiotof, le ruego que resuelva usted nuestra disputa. Diga: ¿estaba delirando o conservaba mi sano juicio?
De buena gana habría estrangulado a Zamiotof, tanto le irritaron su silencio y sus miradas equívocas.
‑Me pareció ‑dijo al fin Zamiotof secamente‑ que hablaba usted como un hombre razonable; es más, como un hombre... prudente; sí, prudente. Pero también parecía usted algo exasperado.
‑Y hoy ‑intervino Porfirio Petrovitch‑ Nikodim Fomitch me ha contado que le vio ayer, a hora muy avanzada, en casa de un funcionario que acababa de ser atropellado por un coche.
‑¡Ahí tenemos otra prueba! ‑exclamó al punto Rasumikhine‑. ¿No es cierto que te condujiste como un loco en casa de ese desgraciado? Entregaste todo el dinero a la viuda para el entierro. Bien que la socorrieras, que le dieses quince, hasta veinte rublos, con lo que te habrían quedado cinco para ti; pero no todo lo que tenías...
‑A lo mejor, es que me he encontrado un tesoro. Esto justificaría mi generosidad. Ahí tienes al señor Zamiotof, que cree que, en efecto, me lo he encontrado...
Y añadió, dirigiéndose a Porfirio Petrovitch, con los labios temblorosos:
‑Perdone que le hayamos molestado durante media hora con una charla tan inútil. Está usted abrumado, ¿verdad?
‑¡Qué disparate! Todo lo contrario. Usted no sabe hasta qué extremo me interesa su compañía. Me encanta verle y oírle... Celebro de veras, puede usted creerme, que al fin se haya decidido a venir.
‑Danos un poco de té ‑dijo Rasumikhine‑. Tengo la garganta seca.
‑Buena idea. Tal vez a estos señores les venga el té tan bien como a ti... ¿No quieres nada sólido antes?
‑¡Hala! No te entretengas.
Porfirio Petrovitch fue a encargar el té.
La mente de Raskolnikof era un hervidero de ideas. El joven estaba furioso.
«Lo más importante es que ni disimulan ni se andan con rodeos. ¿Por qué, sin conocerme, has hablado de mí con Nikodim Fomitch, Porfirio Petrovitch? Esto demuestra que no ocultan que me siguen la pista como una jauría de sabuesos. Me están escupiendo en plena cara.»
Y al pensar esto, temblaba de cólera.
«Pero llevad cuidado y no pretendáis jugar conmigo como el gato con el ratón. Esto no es noble, Porfirio Petrovitch, y yo no lo puedo permitir. Si seguís así, me levantaré y os arrojaré a la cara toda la verdad. Entonces veréis hasta qué punto os desprecio.»
Respiraba penosamente.
«¿Pero y si me equivoco y todo esto no son más que figuraciones mías? Podría ser todo un espejismo, podría haber interpretado mal las cosas a causa de mi ignorancia. ¿Es que no voy a ser capaz de mantener mi bajo papel? Tal vez no tienen ninguna intención oculta... Las cosas que dicen son perfectamente normales... Sin embargo, se percibe tras ellas algo que... Cualquiera podría expresarse como ellos, pero sin duda bajo sus palabras se oculta una segunda intención... ¿Por qué Porfirio no ha nombrado francamente a la vieja? ¿Por qué Zamiotof ha dicho que yo me había expresado como un hombre "prudente"? ¿Y a qué viene ese tono en que hablan? Sí, ese tono... Rasumikhine lo ha presenciado todo. ¿Por qué, pues, no le ha sorprendido nada de eso? Ese majadero no se da cuenta de nada... Vuelvo a sentir fiebre... ¿Me habrá guiñado el ojo Porfirio o habrá sido simplemente un tic? Sin duda, sería absurdo que me lo hubiera guiñado... ¿A santo de qué? ¿Quieren exasperarme...? ¿Me desprecian...? ¿Son suposiciones mías...? ¿Lo saben todo...? Zamiotof se muestra insolente... ¿No me equivocaré...? Debe de haber reflexionado durante la noche. Yo presentía que estaría aquí... Está en esta casa como en la suya. ¿Puede ser la primera vez que viene? Además, Porfirio no le trata como a un extraño, puesto que le vuelve la espalda. Están de acuerdo; sí, están de acuerdo sobre mí. Y lo más probable es que hayan hablado de mí antes de nuestra llegada... ¿Sabrán algo de mi visita a las habitaciones de la vieja? Es preciso averiguarlo cuanto antes. Cuando he dicho que había salido para alquilar una habitación, Porfirio no ha dado muestras de enterarse... He hecho muy bien en decir esto... Puede serme útil... Dirán que es una crisis de delirio... ¡Ja, ja, ja...! Ese Porfirio está al corriente con todo detalle de mis pasos en la tarde de ayer, pero ignoraba que había llegado mi madre... Esa bruja había anotado en el envoltorio la fecha del empeño... Pero se equivocan ustedes si creen que pueden manejarme a su antojo: ustedes no tienen pruebas, sino sólo vagas conjeturas. ¡Preséntenme hechos! Mi visita a casa de la vieja no prueba nada, pues es una consecuencia del estado de delirio en que me hallaba. Así lo diré si llega el caso... Pero ¿saben que estuve en esa casa? No me marcharé de aquí hasta que me entere... ¿Para qué habré venido...? Pero ya me estoy sulfurando: esto salta a la vista... Es evidente que tengo los nervios de punta... Pero tal vez esto sea lo mejor... Así puedo seguir desempeñando mi papel de enfermo... Ese hombre quiere irritarme, desconcertarme... ¿Por qué habré venido?»
Todos estos pensamientos atravesaron la mente de Raskolnikof con velocidad cósmica.
Porfirio Petrovitch llegó momentos después. Parecía de mejor humor.
‑Todavía me duele la cabeza. Consecuencia de los excesos de anoche en tu casa ‑dijo a Rasumikhine alegremente, tono muy distinto del que había empleado hasta entonces‑. Aún estoy algo trastornado.
‑¿Resultó interesante la velada? Os dejé en el mejor momento. ¿Para quién fue la victoria?
‑Para nadie. Finalmente salieron a relucir los temas eternos.
‑Imagínate, Rodia, que la disputa había desembocado en esta cuestión: ¿existe el crimen...? Ya puedes suponer las tonterías que se dijeron.
‑Yo no veo nada de extraordinario en ello ‑repuso Raskolnikof distraídamente‑. Es una simple cuestión de sociología.
‑La cuestión no se planteó en ese aspecto ‑observó Porfirio.
‑Cierto: no se planteó exactamente así ‑reconoció Rasumikhine acalorándose, como era su costumbre‑. Oye, Rodia, te ruego que nos escuches y nos des tu opinión. Me interesa. Yo hacía cuanto podía mientras te esperaba. Les había hablado a todos de ti y les había prometido tu visita... Los primeros en intervenir fueron los socialistas, que expusieron su teoría. Todos la conocemos: el crimen es una protesta contra una organización social defectuosa. Esto es todo, y no admiten ninguna otra razón, absolutamente ninguna.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
‑¡Gran error! ‑exclamó Porfirio Petrovitch, que se iba animando poco a poco y se reía al ver que Rasumikhine se embalaba cada vez más.
‑No, no admiten otra causa ‑prosiguió Rasumikhine con su creciente exaltación‑. No me equivoco. Te mostraré sus libros. Ya leerás lo que dicen: «Tal individuo se ha perdido a causa del medio.» Y nada más. Es su frase favorita. O sea que si la sociedad estuviera bien organizada, no se cometerían crímenes, pues nadie sentiría el deseo de protestar y todos los hombres llegarían a ser justos. No tienen en cuenta la naturaleza: la eliminan, no existe para ellos. No ven una humanidad que se desarrolla mediante una progresión histórica y viva, para producir al fin una sociedad normal, sino que suponen un sistema social que surge de la cabeza de un matemático y que, en un abrir y cerrar de ojos, organiza la sociedad y la hace justa y perfecta antes de que se inicie ningún proceso histórico. De aquí su odio instintivo a la historia. Dicen de ella que es un amasijo de horrores y absurdos, que todo lo explica de una manera absurda. De aquí también su odio al proceso viviente de la existencia. No hay necesidad de un alma viviente, pues ésta tiene sus exigencias; no obedece ciegamente a la mecánica; es desconfiada y retrógrada. El alma que ellos quieren puede apestar, estar hecha de caucho; es un alma muerta y sin voluntad; una esclava que no se rebelará nunca. Y la consecuencia de ello es que toda la teoría consiste en una serie de ladrillos sobrepuestos; en el modo de disponer los corredores y las piezas de un falansterio. Este falansterio se puede construir, pero no la naturaleza humana, que quiere vivir, atravesar todo el proceso de la vida antes de irse al cementerio. La lógica no basta para permitir este salto por encima de la naturaleza. La lógica sólo prevé tres casos, cuando hay un millón. Reducir todo esto a la única cuestión de la comodidad es la solución más fácil que puede darse al problema. Una solución de claridad seductora y que hace innecesaria toda reflexión: he aquí lo esencial. ¡Todo el misterio de la vida expuesto en dos hojas impresas...!
‑Mirad como se exalta y vocifera. Habría que atarlo ‑dijo Porfirio Petrovitch entre risas‑. Figúrese usted -añadió dirigiéndose a Raskolnikof‑ esta misma música en una habitación y a seis voces. Esto fue la reunión de anoche. Además, nos había saturado previamente de ponche. ¿Comprende usted lo que sería aquello...? Por otra parte, estás equivocado: el medio desempeña un gran papel en la criminalidad. Estoy dispuesto a demostrártelo.
‑Eso ya lo sé. Pero dime: pongamos el ejemplo del hombre de cuarenta años que deshonra a una niña de diez. ¿Es el medio el que le impulsa?
‑Pues sí, se puede decir que es el medio el que le impulsa ‑repuso Porfirio Petrovitch adoptando una actitud especialmente grave‑. Ese crimen se puede explicar perfectamente, perfectísimamente, por la influencia del medio.
Rasumikhine estuvo a punto de perder los estribos.
‑Yo también te puedo probar a ti ‑gruñó‑ que tus blancas pestañas son una consecuencia del hecho de que el campanario de Iván el Grande mida treinta toesas de altura. Te lo demostraré progresivamente, de un modo claro, preciso e incluso con cierto matiz de liberalismo. Me comprometo a ello. Di: ¿quieres que te lo demuestre?
‑Sí, vamos a ver cómo te las compones.
‑¡Siempre con tus burlas! ‑exclamó Rasumikhine con un tono de desaliento‑. No vale la pena hablar contigo. Te advierto, Rodia, que todo esto lo hace expresamente. Tú todavía no le conoces. Ayer sólo expuso su parecer para mofarse de todos. ¡Qué cosas dijo, Señor! ¡Y ellos encantados de tenerlo en la reunión...! Es capaz de estar haciendo este juego durante dos semanas enteras. El año pasado nos aseguró que iba a ingresar en un convento y estuvo afirmándolo durante dos meses. Últimamente se imaginó que iba a casarse y que todo estaba ya listo para la boda. Incluso se hizo un traje nuevo. Nosotros empezamos a creerlo y a felicitarle. Y resultó que la novia no existía y que todo era pura invención.
‑Estás equivocado. Primero me hice el traje y entonces se me ocurrió la idea de gastaros la broma.
‑¿De verdad es usted tan comediante? ‑preguntó con cierta indiferencia Raskolnikof.
‑Le parece mentira, ¿verdad? Pues espere, que con usted voy a hacer lo mismo. ¡Ja, ja, ja...! No, no; le voy a decir la verdad. A propósito de todas esas historias de crímenes, de medios, de jovencitas, recuerdo un articulo de usted que me interesó y me sigue interesando. Se titulaba... creo que «El crimen», pero la verdad es que de esto no estoy seguro. Me recreé leyéndolo en La Palabra Periódica hace dos meses.
‑¿Un artículo mío en La Palabra Periódica? ‑exclamó Raskolnikof, sorprendido‑. Ciertamente, yo escribí un artículo hace unos seis meses, que fue cuando dejé la universidad. En él hablaba de un libro que acababa de aparecer. Pero lo llevé a La Palabra Hebdomadaria y no a La Palabra Periódica.
‑Pues se publicó en La Palabra Periódica.
‑La Palabra Hebdomadaria dejó de aparecer a poco de haber entregado yo mi artículo, y por eso no pudo publicarlo...
‑Sí, pero, al desaparecer, este semanario quedó fusionado con La Palabra Periódica, y ello explica que su articulo se haya publicado en este último periódico. Así, ¿no estaba usted enterado?
En efecto, Raskolnikof no sabía nada de eso.
‑Pues ha de cobrar su artículo. ¡Qué carácter tan extraordinario tiene usted! Vive tan aislado, que no se entera de nada, ni siquiera de las cosas que le interesan materialmente. Es increíble.
‑Yo tampoco sabía nada ‑exclamó Rasumikhine‑. Hoy mismo iré a la biblioteca a pedir ese periódico... ¿Dices que el articulo se publicó hace dos meses? ¿En qué día...? Bueno, ya lo encontraré... ¡No decir nada! ¡Es el colmo!
‑¿Y usted cómo se ha enterado de que el artículo era mío? lo firmé con una inicial.
‑Fue por casualidad. Conozco al redactor jefe, le vi hace poco, y como su artículo me habia interesado tanto...
‑Recuerdo que estudiaba en él el estado anímico del criminal mientras cometía el crimen.
‑Sí, y ponía gran empeño en demostrar que el culpable, en esos momentos, es un enfermo. Es una tesis original, pero en verdad no es esta parte de su articulo la que me interesó especialmente, sino cierta idea que deslizaba al final. Es lamentable que se limitara usted a indicarla vaga y someramente... Si tiene usted buena memoria, se acordará de que insinuaba usted que hay seres que pueden, mejor dicho, que tienen pleno derecho a cometer toda clase de actos criminales, y a los que no puede aplicárseles la ley.
Raskolnikof sonrió ante esta pérfida interpretación de su pensamiento.
‑¿Cómo, cómo? ¿El derecho al crimen? ¿Y sin estar bajo la influencia irresistible del miedo? ‑preguntó Rasumikhine, no sin cierto terror.
‑Sin esa influencia -respondió Porfirio Petrovitch‑. No se trata de eso. En el artículo que comentamos se divide a los hombres en dos clases: seres ordinarios y seres extraordinarios. Los ordinarios han de vivir en la obediencia y no tienen derecho a faltar a las leyes, por el simple hecho de ser ordinarios. En cambio, los individuos extraordinarios están autorizados a cometer toda clase de crímenes y a violar todas las leyes, sin más razón que la de ser extraordinarios. Es esto lo que usted decía, si no me equivoco.
‑¡Es imposible que haya dicho eso! ‑balbuceó Rasumikhine.
Raskolnikof volvió a sonreír. Habia comprendido inmediatamente la intención de Porfirio y lo que éste pretendía hacerle decir. Y, recordando perfectamente lo que habia dicho en su artículo, aceptó el reto.
‑No es eso exactamente lo que dije -comenzó en un tono natural y modesto‑. Confieso, sin embargo, que ha captado usted mi modo de pensar, no ya aproximadamente, sino con bastante exactitud.
Y, al decir esto, parecía experimentar cierto placer.
‑La inexactitud consiste en que yo no dije, como usted ha entendido, que los hombres extraordinarios están autorizados a cometer toda clase de actos criminales. Sin duda, un artículo que sostuviera semejante tesis no se habría podido publicar. Lo que yo insinué fue tan sólo que el hombre extraordinario tiene el derecho..., no el derecho legal, naturalmente, sino el derecho moral..., de permitir a su conciencia franquear ciertos obstáculos en el caso de que así lo exija la realización de sus ideas, tal vez beneficiosas para toda la humanidad... Dice usted que esta parte de mi artículo adolece de falta de claridad. Se la voy a explicar lo mejor que pueda. Me parece que es esto lo que usted desea, ¿no? Bien, vamos a ello. En mi opinión, si los descubrimientos de Kepler y Newton, por una circunstancia o por otra, no hubieran podido llegar a la humanidad sino mediante el sacrificio de una, o cien, o más vidas humanas que fueran un obstáculo para ello, Newton habría tenido el derecho, e incluso el deber, de sacrificar esas vidas, a fin de facilitar la difusión de sus descubrimientos por todo el mundo. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que Newton tuviera derecho a asesinar a quien se le antojara o a cometer toda clase de robos. En el resto de mi artículo, si la memoria no me engaña, expongo la idea de que todos los legisladores y guías de la humanidad, empezando por los más antiguos y terminando por Licurgo, Solón, Mahoma, Napoleón, etcétera; todos, hasta los más recientes, han sido criminales, ya que al promulgar nuevas leyes violaban las antiguas, que habían sido observadas fielmente por la sociedad y transmitidas de generación en generación, y también porque esos hombres no retrocedieron ante los derramamientos de sangre (de sangre inocente y a veces heroicamente derramada para defender las antiguas leyes), por poca que fuese la utilidad que obtuvieran de ello.
»Incluso puede decirse que la mayoría de esos bienhechores y guías de la humanidad han hecho correr torrentes de sangre. Mi conclusión es, en una palabra, que no sólo los grandes hombres, sino aquellos que se elevan, por poco que sea, por encima del nivel medio, y que son capaces de decir algo nuevo, son por naturaleza, e incluso inevitablemente, criminales, en un grado variable, como es natural. Si no lo fueran, les sería difícil salir de la rutina. No quieren permanecer en ella, y yo creo que no lo deben hacer.
»Ya ven ustedes que no he dicho nada nuevo. Estas ideas se han comentado mil veces de palabra y por escrito. En cuanto a mi división de la humanidad en seres ordinarios y extraordinarios, admito que es un tanto arbitraria; pero no me obstino en defender la precisión de las cifras que doy. Me limito a creer que el fondo de mi pensamiento es justo. Mi opinión es que los hombres pueden dividirse, en general y de acuerdo con el orden de la misma naturaleza, en dos categorías: una inferior, la de los individuos ordinarios, es decir, el rebaño cuya única misión es reproducir seres semejantes a ellos, y otra superior, la de los verdaderos hombres, que se complacen en dejar oír en su medio "palabras nuevas. Naturalmente, las subdivisiones son infinitas, pero los rasgos característicos de las dos categorías son, a mi entender, bastante precisos. La primera categoría se compone de hombres conservadores, prudentes, que viven en la obediencia, porque esta obediencia los encanta. Y a mí me parece que están obligados a obedecer, pues éste es su papel en la vida y ellos no ven nada humillante en desempeñarlo. En la segunda categoría, todos faltan a las leyes, o, por lo menos, todos tienden a violarlas por todos sus medios.
»Naturalmente, los crímenes cometidos por estos últimos son relativos y diversos. En la mayoría de los casos, estos hombres reclaman, con distintas fórmulas, la destrucción del orden establecido, en provecho de un mundo
‑No, no admiten otra causa ‑prosiguió Rasumikhine con su creciente exaltación‑. No me equivoco. Te mostraré sus libros. Ya leerás lo que dicen: «Tal individuo se ha perdido a causa del medio.» Y nada más. Es su frase favorita. O sea que si la sociedad estuviera bien organizada, no se cometerían crímenes, pues nadie sentiría el deseo de protestar y todos los hombres llegarían a ser justos. No tienen en cuenta la naturaleza: la eliminan, no existe para ellos. No ven una humanidad que se desarrolla mediante una progresión histórica y viva, para producir al fin una sociedad normal, sino que suponen un sistema social que surge de la cabeza de un matemático y que, en un abrir y cerrar de ojos, organiza la sociedad y la hace justa y perfecta antes de que se inicie ningún proceso histórico. De aquí su odio instintivo a la historia. Dicen de ella que es un amasijo de horrores y absurdos, que todo lo explica de una manera absurda. De aquí también su odio al proceso viviente de la existencia. No hay necesidad de un alma viviente, pues ésta tiene sus exigencias; no obedece ciegamente a la mecánica; es desconfiada y retrógrada. El alma que ellos quieren puede apestar, estar hecha de caucho; es un alma muerta y sin voluntad; una esclava que no se rebelará nunca. Y la consecuencia de ello es que toda la teoría consiste en una serie de ladrillos sobrepuestos; en el modo de disponer los corredores y las piezas de un falansterio. Este falansterio se puede construir, pero no la naturaleza humana, que quiere vivir, atravesar todo el proceso de la vida antes de irse al cementerio. La lógica no basta para permitir este salto por encima de la naturaleza. La lógica sólo prevé tres casos, cuando hay un millón. Reducir todo esto a la única cuestión de la comodidad es la solución más fácil que puede darse al problema. Una solución de claridad seductora y que hace innecesaria toda reflexión: he aquí lo esencial. ¡Todo el misterio de la vida expuesto en dos hojas impresas...!
‑Mirad como se exalta y vocifera. Habría que atarlo ‑dijo Porfirio Petrovitch entre risas‑. Figúrese usted -añadió dirigiéndose a Raskolnikof‑ esta misma música en una habitación y a seis voces. Esto fue la reunión de anoche. Además, nos había saturado previamente de ponche. ¿Comprende usted lo que sería aquello...? Por otra parte, estás equivocado: el medio desempeña un gran papel en la criminalidad. Estoy dispuesto a demostrártelo.
‑Eso ya lo sé. Pero dime: pongamos el ejemplo del hombre de cuarenta años que deshonra a una niña de diez. ¿Es el medio el que le impulsa?
‑Pues sí, se puede decir que es el medio el que le impulsa ‑repuso Porfirio Petrovitch adoptando una actitud especialmente grave‑. Ese crimen se puede explicar perfectamente, perfectísimamente, por la influencia del medio.
Rasumikhine estuvo a punto de perder los estribos.
‑Yo también te puedo probar a ti ‑gruñó‑ que tus blancas pestañas son una consecuencia del hecho de que el campanario de Iván el Grande mida treinta toesas de altura. Te lo demostraré progresivamente, de un modo claro, preciso e incluso con cierto matiz de liberalismo. Me comprometo a ello. Di: ¿quieres que te lo demuestre?
‑Sí, vamos a ver cómo te las compones.
‑¡Siempre con tus burlas! ‑exclamó Rasumikhine con un tono de desaliento‑. No vale la pena hablar contigo. Te advierto, Rodia, que todo esto lo hace expresamente. Tú todavía no le conoces. Ayer sólo expuso su parecer para mofarse de todos. ¡Qué cosas dijo, Señor! ¡Y ellos encantados de tenerlo en la reunión...! Es capaz de estar haciendo este juego durante dos semanas enteras. El año pasado nos aseguró que iba a ingresar en un convento y estuvo afirmándolo durante dos meses. Últimamente se imaginó que iba a casarse y que todo estaba ya listo para la boda. Incluso se hizo un traje nuevo. Nosotros empezamos a creerlo y a felicitarle. Y resultó que la novia no existía y que todo era pura invención.
‑Estás equivocado. Primero me hice el traje y entonces se me ocurrió la idea de gastaros la broma.
‑¿De verdad es usted tan comediante? ‑preguntó con cierta indiferencia Raskolnikof.
‑Le parece mentira, ¿verdad? Pues espere, que con usted voy a hacer lo mismo. ¡Ja, ja, ja...! No, no; le voy a decir la verdad. A propósito de todas esas historias de crímenes, de medios, de jovencitas, recuerdo un articulo de usted que me interesó y me sigue interesando. Se titulaba... creo que «El crimen», pero la verdad es que de esto no estoy seguro. Me recreé leyéndolo en La Palabra Periódica hace dos meses.
‑¿Un artículo mío en La Palabra Periódica? ‑exclamó Raskolnikof, sorprendido‑. Ciertamente, yo escribí un artículo hace unos seis meses, que fue cuando dejé la universidad. En él hablaba de un libro que acababa de aparecer. Pero lo llevé a La Palabra Hebdomadaria y no a La Palabra Periódica.
‑Pues se publicó en La Palabra Periódica.
‑La Palabra Hebdomadaria dejó de aparecer a poco de haber entregado yo mi artículo, y por eso no pudo publicarlo...
‑Sí, pero, al desaparecer, este semanario quedó fusionado con La Palabra Periódica, y ello explica que su articulo se haya publicado en este último periódico. Así, ¿no estaba usted enterado?
En efecto, Raskolnikof no sabía nada de eso.
‑Pues ha de cobrar su artículo. ¡Qué carácter tan extraordinario tiene usted! Vive tan aislado, que no se entera de nada, ni siquiera de las cosas que le interesan materialmente. Es increíble.
‑Yo tampoco sabía nada ‑exclamó Rasumikhine‑. Hoy mismo iré a la biblioteca a pedir ese periódico... ¿Dices que el articulo se publicó hace dos meses? ¿En qué día...? Bueno, ya lo encontraré... ¡No decir nada! ¡Es el colmo!
‑¿Y usted cómo se ha enterado de que el artículo era mío? lo firmé con una inicial.
‑Fue por casualidad. Conozco al redactor jefe, le vi hace poco, y como su artículo me habia interesado tanto...
‑Recuerdo que estudiaba en él el estado anímico del criminal mientras cometía el crimen.
‑Sí, y ponía gran empeño en demostrar que el culpable, en esos momentos, es un enfermo. Es una tesis original, pero en verdad no es esta parte de su articulo la que me interesó especialmente, sino cierta idea que deslizaba al final. Es lamentable que se limitara usted a indicarla vaga y someramente... Si tiene usted buena memoria, se acordará de que insinuaba usted que hay seres que pueden, mejor dicho, que tienen pleno derecho a cometer toda clase de actos criminales, y a los que no puede aplicárseles la ley.
Raskolnikof sonrió ante esta pérfida interpretación de su pensamiento.
‑¿Cómo, cómo? ¿El derecho al crimen? ¿Y sin estar bajo la influencia irresistible del miedo? ‑preguntó Rasumikhine, no sin cierto terror.
‑Sin esa influencia -respondió Porfirio Petrovitch‑. No se trata de eso. En el artículo que comentamos se divide a los hombres en dos clases: seres ordinarios y seres extraordinarios. Los ordinarios han de vivir en la obediencia y no tienen derecho a faltar a las leyes, por el simple hecho de ser ordinarios. En cambio, los individuos extraordinarios están autorizados a cometer toda clase de crímenes y a violar todas las leyes, sin más razón que la de ser extraordinarios. Es esto lo que usted decía, si no me equivoco.
‑¡Es imposible que haya dicho eso! ‑balbuceó Rasumikhine.
Raskolnikof volvió a sonreír. Habia comprendido inmediatamente la intención de Porfirio y lo que éste pretendía hacerle decir. Y, recordando perfectamente lo que habia dicho en su artículo, aceptó el reto.
‑No es eso exactamente lo que dije -comenzó en un tono natural y modesto‑. Confieso, sin embargo, que ha captado usted mi modo de pensar, no ya aproximadamente, sino con bastante exactitud.
Y, al decir esto, parecía experimentar cierto placer.
‑La inexactitud consiste en que yo no dije, como usted ha entendido, que los hombres extraordinarios están autorizados a cometer toda clase de actos criminales. Sin duda, un artículo que sostuviera semejante tesis no se habría podido publicar. Lo que yo insinué fue tan sólo que el hombre extraordinario tiene el derecho..., no el derecho legal, naturalmente, sino el derecho moral..., de permitir a su conciencia franquear ciertos obstáculos en el caso de que así lo exija la realización de sus ideas, tal vez beneficiosas para toda la humanidad... Dice usted que esta parte de mi artículo adolece de falta de claridad. Se la voy a explicar lo mejor que pueda. Me parece que es esto lo que usted desea, ¿no? Bien, vamos a ello. En mi opinión, si los descubrimientos de Kepler y Newton, por una circunstancia o por otra, no hubieran podido llegar a la humanidad sino mediante el sacrificio de una, o cien, o más vidas humanas que fueran un obstáculo para ello, Newton habría tenido el derecho, e incluso el deber, de sacrificar esas vidas, a fin de facilitar la difusión de sus descubrimientos por todo el mundo. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que Newton tuviera derecho a asesinar a quien se le antojara o a cometer toda clase de robos. En el resto de mi artículo, si la memoria no me engaña, expongo la idea de que todos los legisladores y guías de la humanidad, empezando por los más antiguos y terminando por Licurgo, Solón, Mahoma, Napoleón, etcétera; todos, hasta los más recientes, han sido criminales, ya que al promulgar nuevas leyes violaban las antiguas, que habían sido observadas fielmente por la sociedad y transmitidas de generación en generación, y también porque esos hombres no retrocedieron ante los derramamientos de sangre (de sangre inocente y a veces heroicamente derramada para defender las antiguas leyes), por poca que fuese la utilidad que obtuvieran de ello.
»Incluso puede decirse que la mayoría de esos bienhechores y guías de la humanidad han hecho correr torrentes de sangre. Mi conclusión es, en una palabra, que no sólo los grandes hombres, sino aquellos que se elevan, por poco que sea, por encima del nivel medio, y que son capaces de decir algo nuevo, son por naturaleza, e incluso inevitablemente, criminales, en un grado variable, como es natural. Si no lo fueran, les sería difícil salir de la rutina. No quieren permanecer en ella, y yo creo que no lo deben hacer.
»Ya ven ustedes que no he dicho nada nuevo. Estas ideas se han comentado mil veces de palabra y por escrito. En cuanto a mi división de la humanidad en seres ordinarios y extraordinarios, admito que es un tanto arbitraria; pero no me obstino en defender la precisión de las cifras que doy. Me limito a creer que el fondo de mi pensamiento es justo. Mi opinión es que los hombres pueden dividirse, en general y de acuerdo con el orden de la misma naturaleza, en dos categorías: una inferior, la de los individuos ordinarios, es decir, el rebaño cuya única misión es reproducir seres semejantes a ellos, y otra superior, la de los verdaderos hombres, que se complacen en dejar oír en su medio "palabras nuevas. Naturalmente, las subdivisiones son infinitas, pero los rasgos característicos de las dos categorías son, a mi entender, bastante precisos. La primera categoría se compone de hombres conservadores, prudentes, que viven en la obediencia, porque esta obediencia los encanta. Y a mí me parece que están obligados a obedecer, pues éste es su papel en la vida y ellos no ven nada humillante en desempeñarlo. En la segunda categoría, todos faltan a las leyes, o, por lo menos, todos tienden a violarlas por todos sus medios.
»Naturalmente, los crímenes cometidos por estos últimos son relativos y diversos. En la mayoría de los casos, estos hombres reclaman, con distintas fórmulas, la destrucción del orden establecido, en provecho de un mundo
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
mejor. Y, para conseguir el triunfo de sus ideas, pasan si es preciso sobre montones de cadáveres y ríos de sangre. Mi opinión es que pueden permitirse obrar así; pero..., que quede esto bien claro..., teniendo en cuenta la clase e importancia de sus ideas. Sólo en este sentido hablo en mi artículo del derecho de esos hombres a cometer crímenes. (Recuerden ustedes que nuestro punto de partida ha sido una cuestión jurídica.) Por otra parte, no hay motivo para inquietarse demasiado. La masa no les reconoce nunca ese derecho y los decapita o los ahorca, dicho en términos generales, con lo que cumple del modo más radical su papel conservador, en el que se mantiene hasta el día en que generaciones futuras de esta misma masa erigen estatuas a los ajusticiados y crean un culto en torno de ellos..., dicho en términos generales. Los hombres de la primera categoría son dueños del presente; los de la segunda del porvenir. La primera conserva el mundo, multiplicando a la humanidad; la segunda empuja al universo para conducirlo hacia sus fines. Las dos tienen su razón de existir. En una palabra, yo creo que todos tienen los mismos derechos. Vive donc la guerre éternelle..., hasta la Nueva Jerusalén, entiéndase.
‑Entonces, ¿usted cree en la Nueva Jerusalén?
‑Sí ‑respondió firmemente Raskolnikof.
Y pronunció estas palabras con la mirada fija en el suelo, de donde no la había apartado durante su largo discurso.
‑¿Y en Dios? ¿Cree usted...? Perdone si le parezco indiscreto.
‑Sí, creo ‑repuso Raskolnikof levantando los ojos y fijándolos en Porfirio.
‑¿Y en la resurrección de Lázaro?
‑Pues... sí. Pero ¿por qué me hace usted estas preguntas?
‑¿Cree usted sin reservas?
‑Sin reservas.
‑Bien, bien... La cosa no tiene ninguna importancia. Simple curiosidad... Ahora, y perdone, permítame que vuelva a nuestro asunto. No siempre se ejecuta a esos criminales. Por el contrario, algunos...
‑Conservan su vida, triunfantes. Sí, esto les sucede a algunos, y entonces...
‑Son ellos los que ejecutan.
‑Siempre que sea necesario, que es el caso más frecuente. Desde luego, su observación es muy sutil.
‑Muchas gracias. Pero dígame: ¿cómo distinguir a esos hombres extraordinarios de los otros? ¿Presentan alguna característica especial al nacer? Mi opinión es que en este punto hay que observar la más rigurosa exactitud y alcanzar una gran precisión en la distinción de los dos tipos de hombre. Perdone mi inquietud, muy natural en un hombre práctico y bienintencionado, pero ¿no sería conveniente que esos hombres fueran vestidos de un modo especial o llevaran algún distintivo...? Porque suponga usted que un individuo perteneciente a una categoría cree formar parte de la otra y se lanza «a destruir todos los obstáculos que se le oponen, para decirlo con sus propias y felices palabras. Entonces...
‑¡Oh! Eso ocurre con frecuencia. Es una observación que supera a la anterior en agudeza.
‑Gracias.
‑No hay de qué. Pero piense que semejante error es sólo posible en la primera categoría, es decir, en la de los hombres ordinarios, como yo les he calificado, tal vez equivocadamente. A pesar de su tendencia innata a la obediencia, muchos de ellos, llevados de un natural alocado que se encuentra incluso entre las vacas, se consideran hombres de vanguardia, destructores llamados a exponer ideas nuevas, y lo creen con toda sinceridad. Estos hombres no distinguen a los verdaderos innovadores y suelen despreciarlos, considerándolos espíritus mezquinos y atrasados. Pero me parece que no puede haber en ello ningún serio peligro, ya que nunca van muy lejos. Por lo tanto, la inquietud de usted no está justificada. A lo sumo, merecen que se les azote de vez en cuando para castigarlos por su desvío y hacerlos volver al redil. No hay necesidad de molestar a un verdugo, pues ellos mismos se aplican la sanción que merecen, ya que son personas de alta moralidad. A veces se administran el castigo unos a otros; a veces se azotan con sus propias manos. Se imponen penitencias públicas, lo que no deja de ser hermoso y edificante. Es la regla general. En una palabra, que no tiene usted por qué inquietarse.
‑Bien; me ha tranquilizado usted, cuando menos por esta parte. Pero hay otra cosa que me inquieta. Dígame: ¿son muchos esos individuos que tienen derecho a estrangular a los otros, es decir, esos hombres extraordinarios? Desde luego, yo estoy dispuesto a inclinarme ante ellos, pero no me negará usted que uno no puede estar tranquilo ante la idea de que tal vez sean muy numerosos.
‑¡Oh! No se preocupe tampoco por eso -dijo Raskolnikof sin cambiar de tono‑. Son muy pocos, poquísimos, los hombres capaces de encontrar una idea nueva e incluso de decir algo nuevo. De lo que no hay duda es de que la distribución de los individuos en las categorías y subdivisiones que observamos en la especie humana está estrictamente determinada por alguna ley de la naturaleza. Esta ley está vedada todavía a nuestro conocimiento, pero yo creo que existe y que algún día se nos revelará. La enorme masa de individuos que forma lo que solemos llamar el rebaño, sólo vive para dar al mundo, tras largos esfuerzos y misteriosos cruces de razas, un hombre que, entre mil, posea cierta independencia, o un hombre entre diez mil, o entre cien mil, que eso depende del grado de elevación de la independencia (estas cifras son únicamente aproximadas). Sólo surge un hombre de genio entre millones de individuos, y millares de millones de hombres pasan sobre la corteza terrestre antes de que aparezca una de esas inteligencias capaces de cambiar la faz del mundo. Desde luego, yo no me he asomado a la retorta donde se elabora todo eso, pero no cabe duda de que esta ley existe, porque debe existir, porque en esto no interviene para nada el azar.
‑¿Estáis bromeando? ‑exclamó Rasumikhine‑. ¿Os burláis el uno del otro? Os estáis lanzando pulla tras pulla. Tú no hablas en serio, Rodia.
Raskolnikof no contestó a su amigo. Levantó hacia él su pálido y triste rostro, y Rasumikhine, al ver aquel semblante lleno de amargura, consideró inadecuado el tono cáustico, grosero y provocativo de Porfirio.
‑Bien, querido ‑dijo el estudiante‑. Si estáis hablando en serio, quiero decirte que tienes razón al afirmar que no hay nada nuevo en esas ideas, que todas se parecen a las que hemos oído exponer infinidad de veces. Pero yo veo algo original en tu artículo, algo que a mi entender te pertenece por completo, muy a pesar mío, y es ese derecho moral a derramar sangre que tú concedes con plena conciencia y excusas con tanto fanatismo... Me parece que ésta es la idea principal de tu artículo: la autorización moral a matar..., la cual, por cierto, me parece mucho más terrible que la autorización oficial y legal.
‑Exacto: es mucho más terrible ‑observó Porfirio.
‑Sin duda, tú te has dejado llevar hasta más allá del límite de tu idea. Eso es un error. Leeré tu artículo. Tú has dicho más de lo que querías decir... Tú no puedes opinar así... Leeré tu artículo.
‑En mi artículo no hay nada de todo eso ‑dijo Raskolnikof‑. Yo me limité a comentar superficialmente la cuestión.
‑Lo cierto es ‑dijo Porfirio, que apenas podía mantenerse en su puesto de juez‑ que ahora comprendo casi enteramente sus puntos de vista sobre el crimen. Pero... Perdone que le importune tanto (estoy avergonzado de molestarle de este modo). Oiga: acaba usted de tranquilizarme respecto a los casos de error, esos casos de confusión entre las dos categorías; pero... sigo sintiendo cierta inquietud al pensar en el lado práctico de la cuestión. Si un hombre, un adolescente, sea el que fuere, se imagina ser un Licurgo, o un Mahoma (huelga decir que en potencia, o sea para el futuro), y se lanza a destruir todos los obstáculos que encuentra en su camino..., se dirá que va a emprender una larga campaña y que para esta campaña necesita dinero... ¿Comprende...?
Al oír estas palabras, Zamiotof resolló en su rincón, pero Raskolnikof ni le miró siquiera.
‑Admito ‑repuso tranquilamente‑ que esos casos deben presentarse. Los vanidosos, esos seres estúpidos, pueden caer en la trampa, y más aún si son demasiado jóvenes.
‑Por eso se lo digo... ¿Y qué hay que hacer en ese caso?
Raskolnikof sonrió mordazmente.
‑¿Qué quiere usted que le diga? Eso no me afecta lo más mínimo. Así es y así será siempre... Fíjese usted en éste ‑e indicó con un gesto a Rasumikhine‑. Hace un momento decía que yo disculpaba el asesinato. Pero ¿eso qué importa? La sociedad está bien protegida por las deportaciones, las cárceles, los presidios, los jueces. No tiene motivo para inquietarse. No tiene más que buscar al delincuente.
‑¿Y si se le encuentra?
‑Peor para él.
‑Su lógica es irrefutable. Pero la conciencia está en juego.
‑Eso no debe preocuparle.
‑Es una cuestión que afecta a los sentimientos humanos.
‑El que sufre reconociendo su error, recibe un castigo que se suma al del penal.
‑Así ‑dijo Rasumikhine, malhumorado‑, los hombres geniales, esos que tienen derecho a matar, ¿no han de sentir ningún remordimiento por haber derramado sangre humana...?
‑No se trata de que deban o no deban sentirlo. Sólo sufrirán en el caso de que sus víctimas les inspiren compasión. El sufrimiento y el dolor van necesariamente unidos a un gran corazón y a una elevada inteligencia. Los verdaderos grandes hombres deben de experimentar, a mi entender, una gran tristeza en este mundo ‑añadió con un aire pensativo que contrastaba con el tono de la conversación.
Levantó los ojos y miró a los presentes con aire distraído. Después sonrió y cogió su gorra. Estaba sereno, por lo menos mucho más que cuando había llegado, y se daba cuenta de ello. Todos se levantaron. Porfirio Petrovitch dijo:
‑Enfádese conmigo, insúlteme si quiere, pero no puedo remediarlo: tengo que hacerle otra pregunta..., aunque reconozco que estoy abusando de su paciencia. Quisiera exponerle cierta idea que se me acaba de ocurrir y que temo olvidar...
‑Bien, usted dirá ‑dijo Raskolnikof, de pie, pálido y serio, frente al juez de instrucción.
‑Pues se trata... No sé cómo explicarme... Es una idea tan extraña... De tipo psicológico, ¿sabe...? Verá. Yo creo que cuando estaba usted escribiendo su artículo tenía forzosamente que considerarse, por lo menos en cierto modo, como uno de esos hombres extraordinarios destinados a decir «palabras nuevas», en el sentido que usted ha dado a esta expresión... ¿No es así?
‑Es muy posible ‑repuso desdeñosamente Raskolnikof.
‑Entonces, ¿usted cree en la Nueva Jerusalén?
‑Sí ‑respondió firmemente Raskolnikof.
Y pronunció estas palabras con la mirada fija en el suelo, de donde no la había apartado durante su largo discurso.
‑¿Y en Dios? ¿Cree usted...? Perdone si le parezco indiscreto.
‑Sí, creo ‑repuso Raskolnikof levantando los ojos y fijándolos en Porfirio.
‑¿Y en la resurrección de Lázaro?
‑Pues... sí. Pero ¿por qué me hace usted estas preguntas?
‑¿Cree usted sin reservas?
‑Sin reservas.
‑Bien, bien... La cosa no tiene ninguna importancia. Simple curiosidad... Ahora, y perdone, permítame que vuelva a nuestro asunto. No siempre se ejecuta a esos criminales. Por el contrario, algunos...
‑Conservan su vida, triunfantes. Sí, esto les sucede a algunos, y entonces...
‑Son ellos los que ejecutan.
‑Siempre que sea necesario, que es el caso más frecuente. Desde luego, su observación es muy sutil.
‑Muchas gracias. Pero dígame: ¿cómo distinguir a esos hombres extraordinarios de los otros? ¿Presentan alguna característica especial al nacer? Mi opinión es que en este punto hay que observar la más rigurosa exactitud y alcanzar una gran precisión en la distinción de los dos tipos de hombre. Perdone mi inquietud, muy natural en un hombre práctico y bienintencionado, pero ¿no sería conveniente que esos hombres fueran vestidos de un modo especial o llevaran algún distintivo...? Porque suponga usted que un individuo perteneciente a una categoría cree formar parte de la otra y se lanza «a destruir todos los obstáculos que se le oponen, para decirlo con sus propias y felices palabras. Entonces...
‑¡Oh! Eso ocurre con frecuencia. Es una observación que supera a la anterior en agudeza.
‑Gracias.
‑No hay de qué. Pero piense que semejante error es sólo posible en la primera categoría, es decir, en la de los hombres ordinarios, como yo les he calificado, tal vez equivocadamente. A pesar de su tendencia innata a la obediencia, muchos de ellos, llevados de un natural alocado que se encuentra incluso entre las vacas, se consideran hombres de vanguardia, destructores llamados a exponer ideas nuevas, y lo creen con toda sinceridad. Estos hombres no distinguen a los verdaderos innovadores y suelen despreciarlos, considerándolos espíritus mezquinos y atrasados. Pero me parece que no puede haber en ello ningún serio peligro, ya que nunca van muy lejos. Por lo tanto, la inquietud de usted no está justificada. A lo sumo, merecen que se les azote de vez en cuando para castigarlos por su desvío y hacerlos volver al redil. No hay necesidad de molestar a un verdugo, pues ellos mismos se aplican la sanción que merecen, ya que son personas de alta moralidad. A veces se administran el castigo unos a otros; a veces se azotan con sus propias manos. Se imponen penitencias públicas, lo que no deja de ser hermoso y edificante. Es la regla general. En una palabra, que no tiene usted por qué inquietarse.
‑Bien; me ha tranquilizado usted, cuando menos por esta parte. Pero hay otra cosa que me inquieta. Dígame: ¿son muchos esos individuos que tienen derecho a estrangular a los otros, es decir, esos hombres extraordinarios? Desde luego, yo estoy dispuesto a inclinarme ante ellos, pero no me negará usted que uno no puede estar tranquilo ante la idea de que tal vez sean muy numerosos.
‑¡Oh! No se preocupe tampoco por eso -dijo Raskolnikof sin cambiar de tono‑. Son muy pocos, poquísimos, los hombres capaces de encontrar una idea nueva e incluso de decir algo nuevo. De lo que no hay duda es de que la distribución de los individuos en las categorías y subdivisiones que observamos en la especie humana está estrictamente determinada por alguna ley de la naturaleza. Esta ley está vedada todavía a nuestro conocimiento, pero yo creo que existe y que algún día se nos revelará. La enorme masa de individuos que forma lo que solemos llamar el rebaño, sólo vive para dar al mundo, tras largos esfuerzos y misteriosos cruces de razas, un hombre que, entre mil, posea cierta independencia, o un hombre entre diez mil, o entre cien mil, que eso depende del grado de elevación de la independencia (estas cifras son únicamente aproximadas). Sólo surge un hombre de genio entre millones de individuos, y millares de millones de hombres pasan sobre la corteza terrestre antes de que aparezca una de esas inteligencias capaces de cambiar la faz del mundo. Desde luego, yo no me he asomado a la retorta donde se elabora todo eso, pero no cabe duda de que esta ley existe, porque debe existir, porque en esto no interviene para nada el azar.
‑¿Estáis bromeando? ‑exclamó Rasumikhine‑. ¿Os burláis el uno del otro? Os estáis lanzando pulla tras pulla. Tú no hablas en serio, Rodia.
Raskolnikof no contestó a su amigo. Levantó hacia él su pálido y triste rostro, y Rasumikhine, al ver aquel semblante lleno de amargura, consideró inadecuado el tono cáustico, grosero y provocativo de Porfirio.
‑Bien, querido ‑dijo el estudiante‑. Si estáis hablando en serio, quiero decirte que tienes razón al afirmar que no hay nada nuevo en esas ideas, que todas se parecen a las que hemos oído exponer infinidad de veces. Pero yo veo algo original en tu artículo, algo que a mi entender te pertenece por completo, muy a pesar mío, y es ese derecho moral a derramar sangre que tú concedes con plena conciencia y excusas con tanto fanatismo... Me parece que ésta es la idea principal de tu artículo: la autorización moral a matar..., la cual, por cierto, me parece mucho más terrible que la autorización oficial y legal.
‑Exacto: es mucho más terrible ‑observó Porfirio.
‑Sin duda, tú te has dejado llevar hasta más allá del límite de tu idea. Eso es un error. Leeré tu artículo. Tú has dicho más de lo que querías decir... Tú no puedes opinar así... Leeré tu artículo.
‑En mi artículo no hay nada de todo eso ‑dijo Raskolnikof‑. Yo me limité a comentar superficialmente la cuestión.
‑Lo cierto es ‑dijo Porfirio, que apenas podía mantenerse en su puesto de juez‑ que ahora comprendo casi enteramente sus puntos de vista sobre el crimen. Pero... Perdone que le importune tanto (estoy avergonzado de molestarle de este modo). Oiga: acaba usted de tranquilizarme respecto a los casos de error, esos casos de confusión entre las dos categorías; pero... sigo sintiendo cierta inquietud al pensar en el lado práctico de la cuestión. Si un hombre, un adolescente, sea el que fuere, se imagina ser un Licurgo, o un Mahoma (huelga decir que en potencia, o sea para el futuro), y se lanza a destruir todos los obstáculos que encuentra en su camino..., se dirá que va a emprender una larga campaña y que para esta campaña necesita dinero... ¿Comprende...?
Al oír estas palabras, Zamiotof resolló en su rincón, pero Raskolnikof ni le miró siquiera.
‑Admito ‑repuso tranquilamente‑ que esos casos deben presentarse. Los vanidosos, esos seres estúpidos, pueden caer en la trampa, y más aún si son demasiado jóvenes.
‑Por eso se lo digo... ¿Y qué hay que hacer en ese caso?
Raskolnikof sonrió mordazmente.
‑¿Qué quiere usted que le diga? Eso no me afecta lo más mínimo. Así es y así será siempre... Fíjese usted en éste ‑e indicó con un gesto a Rasumikhine‑. Hace un momento decía que yo disculpaba el asesinato. Pero ¿eso qué importa? La sociedad está bien protegida por las deportaciones, las cárceles, los presidios, los jueces. No tiene motivo para inquietarse. No tiene más que buscar al delincuente.
‑¿Y si se le encuentra?
‑Peor para él.
‑Su lógica es irrefutable. Pero la conciencia está en juego.
‑Eso no debe preocuparle.
‑Es una cuestión que afecta a los sentimientos humanos.
‑El que sufre reconociendo su error, recibe un castigo que se suma al del penal.
‑Así ‑dijo Rasumikhine, malhumorado‑, los hombres geniales, esos que tienen derecho a matar, ¿no han de sentir ningún remordimiento por haber derramado sangre humana...?
‑No se trata de que deban o no deban sentirlo. Sólo sufrirán en el caso de que sus víctimas les inspiren compasión. El sufrimiento y el dolor van necesariamente unidos a un gran corazón y a una elevada inteligencia. Los verdaderos grandes hombres deben de experimentar, a mi entender, una gran tristeza en este mundo ‑añadió con un aire pensativo que contrastaba con el tono de la conversación.
Levantó los ojos y miró a los presentes con aire distraído. Después sonrió y cogió su gorra. Estaba sereno, por lo menos mucho más que cuando había llegado, y se daba cuenta de ello. Todos se levantaron. Porfirio Petrovitch dijo:
‑Enfádese conmigo, insúlteme si quiere, pero no puedo remediarlo: tengo que hacerle otra pregunta..., aunque reconozco que estoy abusando de su paciencia. Quisiera exponerle cierta idea que se me acaba de ocurrir y que temo olvidar...
‑Bien, usted dirá ‑dijo Raskolnikof, de pie, pálido y serio, frente al juez de instrucción.
‑Pues se trata... No sé cómo explicarme... Es una idea tan extraña... De tipo psicológico, ¿sabe...? Verá. Yo creo que cuando estaba usted escribiendo su artículo tenía forzosamente que considerarse, por lo menos en cierto modo, como uno de esos hombres extraordinarios destinados a decir «palabras nuevas», en el sentido que usted ha dado a esta expresión... ¿No es así?
‑Es muy posible ‑repuso desdeñosamente Raskolnikof.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
Rasumikhine hizo un movimiento.
‑En ese caso, ¿sería usted capaz de decidirse, para salir de una situación económica apurada o para hacer un servicio a la humanidad, a dar el paso..., en fin, a matar para robar?
Y guiñó el ojo izquierdo, mientras sonreía en silencio, exactamente igual que antes.
‑Si estuviera decidido a dar un paso así, tenga la seguridad de que no se lo diría a usted ‑repuso Raskolnikof con retadora arrogancia.
‑Mi pregunta ha obedecido a una curiosidad puramente literaria. La he hecho con el único fin de comprender mejor el fondo de su artículo.
«¡Qué celada tan buena! ‑pensó Raskolnikof, asqueado‑. La malicia está cosida con hilo blanco.»
‑Permítame aclararle ‑dijo secamente‑ que yo no me he creído jamás un Mahoma ni un Napoleón, ni ningún otro personaje de este género, y que, en consecuencia, no puedo decirle lo que haría en el caso contrario.
‑Pues es raro, porque ¿quién no se cree hoy en Rusia un Mahoma o un Napoleón? ‑exclamó Porfirio, empleando de súbito un tono exageradamente familiar.
Incluso el acento que había empleado para pronunciar estas palabras era singularmente explícito.
De súbito, Zamiotof preguntó desde su rincón:
‑¿No sería un futuro Napoleón el que mató a hachazos la semana pasada a Alena Ivanovna?
Raskolnikof seguía mirando a Porfirio Petrovitch con firme fijeza. No dijo nada. Rasumikhine había fruncido las cejas. Desde hacía un momento sospechaba algo que le hizo mirar furiosamente a un lado y a otro. Hubo un minuto de penoso silencio. Raskolnikof se dispuso a marcharse.
‑¿Ya se va usted? ‑exclamó Porfirio Petrovitch con extrema amabilidad y tendiendo la mano al joven‑. Estoy encantado de haberle conocido. En cuanto a su petición, puede estar tranquilo. Haga usted el requerimiento por escrito tal como le he indicado. Sin embargo, sería preferible que viniera a verme a la comisaría un día de éstos..., mañana, por ejemplo. A las once estaré allí. Lo arreglaremos todo y hablaremos. Como usted fue uno de los últimos que visitó aquella casa ‑añadió en tono amistoso‑, tal vez pueda aclararnos algo.
‑Lo que usted pretende es interrogarme en toda regla, ¿no es así? ‑preguntó rudamente Raskolnikof.
‑Nada de eso. ¿Por qué? Por el momento, no hace falta. No me ha comprendido usted. Lo que ocurre es que yo aprovecho todas las ocasiones y he hablado ya con todos los que tenían allí algún objeto empeñado. Me han dado una serie de informes, y usted, siendo el último... ¡Ah! ¡Ahora que me acuerdo! ‑exclamó alegremente, dirigiéndose a Rasumikhine‑. He estado a punto de olvidarme otra vez... El otro día no paraste de hablarme de Nikolachka. Pues bien, estoy convencido, completamente convencido de que ese joven es inocente ‑se dirigía de nuevo a Raskolnikof‑. Pero ¿qué puedo hacer yo? También he tenido que molestar a Mitri. En fin, he aquí lo que quería preguntarle. Cuando usted subía la escalera..., por cierto que creo que fue entre siete y ocho de la tarde, ¿no?
‑Sí, entre siete y ocho ‑repuso Raskolnikof, que inmediatamente se arrepintió de haber dado esta contestación innecesaria.
‑Bien, pues cuando subía usted la escalera entre siete y ocho, ¿no vio usted en el segundo piso, en un departamento cuya puerta estaba abierta..., recuerda usted..., no vio usted, repito, dos pintores, o por lo menos uno, trabajando? ¿Los vio usted? Esto es sumamente importante para ellos...
‑¿Dos pintores? Pues no, no los vi ‑repuso Raskolnikof, fingiendo escudriñar en su memoria, mientras ponía todo su empeño en descubrir la trampa que se ocultaba en aquellas palabras‑. No, no los vi. Y tampoco advertí que hubiese ninguna puerta abierta... Lo que recuerdo es que en el cuarto piso ‑continuó en tono triunfante, pues estaba seguro de haber sorteado el peligro‑ había un funcionario que estaba de mudanza..., precisamente el de la puerta que está frente a la de Alena Ivanovna... Sí, lo recuerdo perfectamente. Por cierto que unos soldados que transportaban un sofá me arrojaron contra la pared... Pero a los pintores no recuerdo haberlos visto. Y tampoco ningún departamento con la puerta abierta... No, no había ninguna abierta.
‑Pero ¿qué significa esto? ‑dijo Rasumikhine a Porfirio, comprendiendo de súbito las intenciones del juez de instrucción‑. Los pintores trabajaban allí el día del suceso y él estuvo en la casa tres días antes. ¿Por qué le haces estas preguntas?
‑¡Pues es verdad! ¡Qué cabeza la mía! ‑exclamó Porfirio golpeándose la frente‑. Este asunto acabará volviéndome loco ‑dijo en son de excusa dirigiéndose a Raskolnikof‑. Es tan importante para nosotros saber si alguien vio allí, entre siete y ocho, a esos pintores, que me ha parecido que usted podría facilitarnos este dato. Ha sido una confusión.
‑Hay que llevar cuidado ‑gruñó Rasumikhine.
Estas palabras las pronunció el estudiante cuando ya estaban en la antesala. Porfirio Petrovitch acompañó amablemente a los dos jóvenes hasta la puerta. Ambos salieron de la casa sombríos y cabizbajos y dieron algunos pasos en silencio. Raskolnikof respiró profundamente...
‑En ese caso, ¿sería usted capaz de decidirse, para salir de una situación económica apurada o para hacer un servicio a la humanidad, a dar el paso..., en fin, a matar para robar?
Y guiñó el ojo izquierdo, mientras sonreía en silencio, exactamente igual que antes.
‑Si estuviera decidido a dar un paso así, tenga la seguridad de que no se lo diría a usted ‑repuso Raskolnikof con retadora arrogancia.
‑Mi pregunta ha obedecido a una curiosidad puramente literaria. La he hecho con el único fin de comprender mejor el fondo de su artículo.
«¡Qué celada tan buena! ‑pensó Raskolnikof, asqueado‑. La malicia está cosida con hilo blanco.»
‑Permítame aclararle ‑dijo secamente‑ que yo no me he creído jamás un Mahoma ni un Napoleón, ni ningún otro personaje de este género, y que, en consecuencia, no puedo decirle lo que haría en el caso contrario.
‑Pues es raro, porque ¿quién no se cree hoy en Rusia un Mahoma o un Napoleón? ‑exclamó Porfirio, empleando de súbito un tono exageradamente familiar.
Incluso el acento que había empleado para pronunciar estas palabras era singularmente explícito.
De súbito, Zamiotof preguntó desde su rincón:
‑¿No sería un futuro Napoleón el que mató a hachazos la semana pasada a Alena Ivanovna?
Raskolnikof seguía mirando a Porfirio Petrovitch con firme fijeza. No dijo nada. Rasumikhine había fruncido las cejas. Desde hacía un momento sospechaba algo que le hizo mirar furiosamente a un lado y a otro. Hubo un minuto de penoso silencio. Raskolnikof se dispuso a marcharse.
‑¿Ya se va usted? ‑exclamó Porfirio Petrovitch con extrema amabilidad y tendiendo la mano al joven‑. Estoy encantado de haberle conocido. En cuanto a su petición, puede estar tranquilo. Haga usted el requerimiento por escrito tal como le he indicado. Sin embargo, sería preferible que viniera a verme a la comisaría un día de éstos..., mañana, por ejemplo. A las once estaré allí. Lo arreglaremos todo y hablaremos. Como usted fue uno de los últimos que visitó aquella casa ‑añadió en tono amistoso‑, tal vez pueda aclararnos algo.
‑Lo que usted pretende es interrogarme en toda regla, ¿no es así? ‑preguntó rudamente Raskolnikof.
‑Nada de eso. ¿Por qué? Por el momento, no hace falta. No me ha comprendido usted. Lo que ocurre es que yo aprovecho todas las ocasiones y he hablado ya con todos los que tenían allí algún objeto empeñado. Me han dado una serie de informes, y usted, siendo el último... ¡Ah! ¡Ahora que me acuerdo! ‑exclamó alegremente, dirigiéndose a Rasumikhine‑. He estado a punto de olvidarme otra vez... El otro día no paraste de hablarme de Nikolachka. Pues bien, estoy convencido, completamente convencido de que ese joven es inocente ‑se dirigía de nuevo a Raskolnikof‑. Pero ¿qué puedo hacer yo? También he tenido que molestar a Mitri. En fin, he aquí lo que quería preguntarle. Cuando usted subía la escalera..., por cierto que creo que fue entre siete y ocho de la tarde, ¿no?
‑Sí, entre siete y ocho ‑repuso Raskolnikof, que inmediatamente se arrepintió de haber dado esta contestación innecesaria.
‑Bien, pues cuando subía usted la escalera entre siete y ocho, ¿no vio usted en el segundo piso, en un departamento cuya puerta estaba abierta..., recuerda usted..., no vio usted, repito, dos pintores, o por lo menos uno, trabajando? ¿Los vio usted? Esto es sumamente importante para ellos...
‑¿Dos pintores? Pues no, no los vi ‑repuso Raskolnikof, fingiendo escudriñar en su memoria, mientras ponía todo su empeño en descubrir la trampa que se ocultaba en aquellas palabras‑. No, no los vi. Y tampoco advertí que hubiese ninguna puerta abierta... Lo que recuerdo es que en el cuarto piso ‑continuó en tono triunfante, pues estaba seguro de haber sorteado el peligro‑ había un funcionario que estaba de mudanza..., precisamente el de la puerta que está frente a la de Alena Ivanovna... Sí, lo recuerdo perfectamente. Por cierto que unos soldados que transportaban un sofá me arrojaron contra la pared... Pero a los pintores no recuerdo haberlos visto. Y tampoco ningún departamento con la puerta abierta... No, no había ninguna abierta.
‑Pero ¿qué significa esto? ‑dijo Rasumikhine a Porfirio, comprendiendo de súbito las intenciones del juez de instrucción‑. Los pintores trabajaban allí el día del suceso y él estuvo en la casa tres días antes. ¿Por qué le haces estas preguntas?
‑¡Pues es verdad! ¡Qué cabeza la mía! ‑exclamó Porfirio golpeándose la frente‑. Este asunto acabará volviéndome loco ‑dijo en son de excusa dirigiéndose a Raskolnikof‑. Es tan importante para nosotros saber si alguien vio allí, entre siete y ocho, a esos pintores, que me ha parecido que usted podría facilitarnos este dato. Ha sido una confusión.
‑Hay que llevar cuidado ‑gruñó Rasumikhine.
Estas palabras las pronunció el estudiante cuando ya estaban en la antesala. Porfirio Petrovitch acompañó amablemente a los dos jóvenes hasta la puerta. Ambos salieron de la casa sombríos y cabizbajos y dieron algunos pasos en silencio. Raskolnikof respiró profundamente...
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
Tercera Parte: Capítulo VI
No lo creo, no puedo creerlo ‑repetía Rasumikhine, rechazando con todas sus fuerzas las afirmaciones de Raskolnikof.
Se dirigían a la pensión Bakaleev, donde Pulqueria Alejandrovna y Dunia los esperaban desde hacía largo rato. Rasumikhine se detenía a cada momento, en el calor de la disputa. Una profunda agitación le dominaba, aunque sólo fuera por el hecho de que era la primera vez que hablaban francamente de aquel asunto.
‑Tú no puedes creerlo ‑repuso Raskolnikof con una sonrisa fría y desdeñosa‑; pero yo estaba atento al significado de cada una de sus palabras, mientras tú, siguiendo tu costumbre, no te fijabas en nada.
‑Tú has prestado tanta atención porque eres un hombre desconfiado. Sin embargo, reconozco que Porfirio hablaba en un tono extraño. Y, sobre todo, ese ladino de Zamiotof... Tiene razón: había en él algo raro... Pero ¿por qué, Señor, por qué?
‑Habrá reflexionado durante la noche.
‑No; es todo lo contrario de lo que supones. Si les hubiera asaltado esa idea estúpida, lo habrían disimulado por todos los medios, habrían procurado ocultar sus intenciones, a fin de poder atraparte después con más seguridad. Intentar hacerlo ahora habría sido una torpeza y una insolencia.
‑Si hubiesen tenido pruebas, verdaderas pruebas, o suposiciones nada más que algo fundadas, habrían procurado sin duda ocultar su juego para ganar la partida... O tal vez habrían hecho un registro en mi habitación hace ya tiempo... Pero no tienen ni una sola prueba. Lo único que tienen son conjeturas gratuitas, suposiciones sin fundamento. Por eso intentan desconcertarme con sus insolencias... ¿Obedecerá todo al despecho de Porfirio, que está furioso por no tener pruebas...? Tal vez persiga algún fin que es para nosotros un misterio... Parece inteligente... Es muy probable que haya intentado atemorizarme haciéndome creer que sabía algo... Es un hombre de carácter muy especial... En fin, no es nada agradable pretender hallar explicación a todas estas cuestiones... ¡Dejemos este asunto!
‑Todo esto es ofensivo, muy ofensivo, ya lo sé; pero ya que estamos hablando sinceramente (y me congratulo de que sea así, pues esto me parece excelente), no vacilo en decirte con toda franqueza que hace ya tiempo que observé que habían concebido esta sospecha. Entonces era una idea vaga, imprecisa, insidiosa, tomada medio en broma, pero ni aun bajo esta forma tenían derecho a admitirla. ¿Cómo se han atrevido a acogerla? ¿Y qué es lo que ha dado cuerpo a esta sospecha? ¿Cuál es su origen...? ¡Si supieras la indignación que todo esto me ha producido...! Un pobre estudiante transfigurado por la miseria y la neurastenia, que incuba una grave enfermedad acompañada de desvarío, enfermedad que incluso puede haberse declarado ya (detalle importante); un joven desconfiado, orgulloso, consciente de su valía, y que acaba de pasar seis meses encerrado en su rincón, sin ver a nadie; que va vestido con andrajos y calzado con botas sin suelas..., este joven está en pie ante unos policías despiadados que le mortifican con sus insolencias. De pronto, a quemarropa, se le reclama el pago de un pagaré protestado. La pintura fresca despide un olor mareante, en la repleta sala hace un calor de treinta grados y la atmósfera es irrespirable. Entonces el joven oye hablar del asesinato de una persona a la que ha visto la víspera. Y para que no falte nada, tiene el estómago vacío. ¿Cómo no desvanecerse? ¡Que hayan basado todas sus sospechas en este síncope...! ¡El diablo les lleve! Comprendo que todo esto es humillante, pero yo, en tu lugar, me reiría de ellos, me reiría en sus propias narices. Es más: les escupiría en plena cara y les daría una serie de sonoras bofetadas. ¡Escúpeles, Rodia! ¡Hazlo...! ¡Es intolerable!
«Ha soltado su perorata como un actor consumado», se dijo Raskolnikof.
‑¡Que les escupa! ‑exclamó amargamente‑. Eso es muy fácil de decir. Mañana, nuevo interrogatorio. Me veré obligado a rebajarme a dar nuevas explicaciones. ¿Es que no me humillé bastante ayer ante Zamiotof en aquel café donde nos encontramos?
‑¡Así se los lleve a todos el diablo! Mañana iré a ver a Porfirio, y te aseguro que esto se aclarará. Le obligaré a explicarme toda la historia desde el principio. En cuanto a Zamiotof...
«Al fin lo he conseguido», pensó Raskolnikof.
‑¡Óyeme! ‑exclamó Rasumikhine, cogiendo de súbito a su amigo por un hombro‑. Hace un momento divagabas. Después de pensarlo bien, te aseguro que divagabas. Has dicho que la pregunta sobre los pintores era un lazo. Pero reflexiona. Si tú hubieses tenido «eso» sobre la conciencia, ¿habrías confesado que habías visto a los pintores? No: habrías dicho que no habías visto nada, aunque esto hubiera sido una mentira. ¿Quién confiesa una cosa que le compromete?
‑Si yo hubiese tenido «eso» sobre la conciencia, seguramente habría dicho que había visto a los pintores, y el piso abierto ‑dijo Raskolnikof, dando muestras de mantener esta conversación con profunda desgana.
‑Pero ¿por qué decir cosas que le comprometen a uno?
‑Porque sólo los patanes y los incautos lo niegan todo por sistema. Un hombre avisado, por poco culto e inteligente que sea, confiesa, en la medida de lo posible, todos los hechos materiales innegables. Se limita a atribuirles causas diferentes y añadir algún pequeño detalle de su invención que modifica su significado. Porfirio creía seguramente que yo respondería así, que declararía haber visto a los pintores para dar verosimilitud a mis palabras, aunque explicando las cosas a mi modo. Sin embargo...
‑Si tú hubieses dicho eso, él te habría contestado inmediatamente que no podía haber pintores en la casa dos días antes del crimen, y que, por lo tanto, tú habías ido allí el mismo día del suceso, de siete a ocho de la tarde.
No lo creo, no puedo creerlo ‑repetía Rasumikhine, rechazando con todas sus fuerzas las afirmaciones de Raskolnikof.
Se dirigían a la pensión Bakaleev, donde Pulqueria Alejandrovna y Dunia los esperaban desde hacía largo rato. Rasumikhine se detenía a cada momento, en el calor de la disputa. Una profunda agitación le dominaba, aunque sólo fuera por el hecho de que era la primera vez que hablaban francamente de aquel asunto.
‑Tú no puedes creerlo ‑repuso Raskolnikof con una sonrisa fría y desdeñosa‑; pero yo estaba atento al significado de cada una de sus palabras, mientras tú, siguiendo tu costumbre, no te fijabas en nada.
‑Tú has prestado tanta atención porque eres un hombre desconfiado. Sin embargo, reconozco que Porfirio hablaba en un tono extraño. Y, sobre todo, ese ladino de Zamiotof... Tiene razón: había en él algo raro... Pero ¿por qué, Señor, por qué?
‑Habrá reflexionado durante la noche.
‑No; es todo lo contrario de lo que supones. Si les hubiera asaltado esa idea estúpida, lo habrían disimulado por todos los medios, habrían procurado ocultar sus intenciones, a fin de poder atraparte después con más seguridad. Intentar hacerlo ahora habría sido una torpeza y una insolencia.
‑Si hubiesen tenido pruebas, verdaderas pruebas, o suposiciones nada más que algo fundadas, habrían procurado sin duda ocultar su juego para ganar la partida... O tal vez habrían hecho un registro en mi habitación hace ya tiempo... Pero no tienen ni una sola prueba. Lo único que tienen son conjeturas gratuitas, suposiciones sin fundamento. Por eso intentan desconcertarme con sus insolencias... ¿Obedecerá todo al despecho de Porfirio, que está furioso por no tener pruebas...? Tal vez persiga algún fin que es para nosotros un misterio... Parece inteligente... Es muy probable que haya intentado atemorizarme haciéndome creer que sabía algo... Es un hombre de carácter muy especial... En fin, no es nada agradable pretender hallar explicación a todas estas cuestiones... ¡Dejemos este asunto!
‑Todo esto es ofensivo, muy ofensivo, ya lo sé; pero ya que estamos hablando sinceramente (y me congratulo de que sea así, pues esto me parece excelente), no vacilo en decirte con toda franqueza que hace ya tiempo que observé que habían concebido esta sospecha. Entonces era una idea vaga, imprecisa, insidiosa, tomada medio en broma, pero ni aun bajo esta forma tenían derecho a admitirla. ¿Cómo se han atrevido a acogerla? ¿Y qué es lo que ha dado cuerpo a esta sospecha? ¿Cuál es su origen...? ¡Si supieras la indignación que todo esto me ha producido...! Un pobre estudiante transfigurado por la miseria y la neurastenia, que incuba una grave enfermedad acompañada de desvarío, enfermedad que incluso puede haberse declarado ya (detalle importante); un joven desconfiado, orgulloso, consciente de su valía, y que acaba de pasar seis meses encerrado en su rincón, sin ver a nadie; que va vestido con andrajos y calzado con botas sin suelas..., este joven está en pie ante unos policías despiadados que le mortifican con sus insolencias. De pronto, a quemarropa, se le reclama el pago de un pagaré protestado. La pintura fresca despide un olor mareante, en la repleta sala hace un calor de treinta grados y la atmósfera es irrespirable. Entonces el joven oye hablar del asesinato de una persona a la que ha visto la víspera. Y para que no falte nada, tiene el estómago vacío. ¿Cómo no desvanecerse? ¡Que hayan basado todas sus sospechas en este síncope...! ¡El diablo les lleve! Comprendo que todo esto es humillante, pero yo, en tu lugar, me reiría de ellos, me reiría en sus propias narices. Es más: les escupiría en plena cara y les daría una serie de sonoras bofetadas. ¡Escúpeles, Rodia! ¡Hazlo...! ¡Es intolerable!
«Ha soltado su perorata como un actor consumado», se dijo Raskolnikof.
‑¡Que les escupa! ‑exclamó amargamente‑. Eso es muy fácil de decir. Mañana, nuevo interrogatorio. Me veré obligado a rebajarme a dar nuevas explicaciones. ¿Es que no me humillé bastante ayer ante Zamiotof en aquel café donde nos encontramos?
‑¡Así se los lleve a todos el diablo! Mañana iré a ver a Porfirio, y te aseguro que esto se aclarará. Le obligaré a explicarme toda la historia desde el principio. En cuanto a Zamiotof...
«Al fin lo he conseguido», pensó Raskolnikof.
‑¡Óyeme! ‑exclamó Rasumikhine, cogiendo de súbito a su amigo por un hombro‑. Hace un momento divagabas. Después de pensarlo bien, te aseguro que divagabas. Has dicho que la pregunta sobre los pintores era un lazo. Pero reflexiona. Si tú hubieses tenido «eso» sobre la conciencia, ¿habrías confesado que habías visto a los pintores? No: habrías dicho que no habías visto nada, aunque esto hubiera sido una mentira. ¿Quién confiesa una cosa que le compromete?
‑Si yo hubiese tenido «eso» sobre la conciencia, seguramente habría dicho que había visto a los pintores, y el piso abierto ‑dijo Raskolnikof, dando muestras de mantener esta conversación con profunda desgana.
‑Pero ¿por qué decir cosas que le comprometen a uno?
‑Porque sólo los patanes y los incautos lo niegan todo por sistema. Un hombre avisado, por poco culto e inteligente que sea, confiesa, en la medida de lo posible, todos los hechos materiales innegables. Se limita a atribuirles causas diferentes y añadir algún pequeño detalle de su invención que modifica su significado. Porfirio creía seguramente que yo respondería así, que declararía haber visto a los pintores para dar verosimilitud a mis palabras, aunque explicando las cosas a mi modo. Sin embargo...
‑Si tú hubieses dicho eso, él te habría contestado inmediatamente que no podía haber pintores en la casa dos días antes del crimen, y que, por lo tanto, tú habías ido allí el mismo día del suceso, de siete a ocho de la tarde.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
‑Eso es lo que él quería. Creía que yo no tendría tiempo de darme cuenta de ese detalle, que me apresuraría a responder del modo que juzgara más favorable para mí, olvidándome de que los pintores no podían estar allí dos días antes del crimen.
‑Pero ¿es posible olvidar una cosa así?
‑Es lo más fácil. Estas cuestiones de detalle constituyen el escollo de los maliciosos. El hombre más sagaz es el que menos sospecha que puede caer ante un detalle insignificante. Porfirio no es tan tonto como tú crees.
‑Entonces, es un ladino.
Raskolnikof se echó a reír. Pero al punto se asombró de haber pronunciado sus últimas palabras con verdadera animación e incluso con cierto placer, él, que hasta entonces había sostenido la conversación como quien cumple una obligación penosa.
«Me parece que le voy tomando el gusto a estas cosas», pensó.
Pero de súbito se sintió dominado por una especie de agitación febril, como si una idea repentina e inquietante se hubiera apoderado de él. Este estado de ánimo llegó a ser muy pronto intolerable. Estaban ya ante la pensión Bakaleev.
‑Entra tú solo ‑dijo de pronto Raskolnikof‑. Yo vuelvo en seguida.
‑¿Adónde vas, ahora que hemos llegado?
‑Tengo algo que hacer. Es un asunto que no puedo dejar. Estaré de vuelta dentro de una media hora. Díselo a mi madre y a mi hermana.
‑Espera, voy contigo.
‑¿También tú te has propuesto perseguirme? ‑exclamó Raskolnikof con un gesto tan desesperado que Rasumikhine no se atrevió a insistir.
El estudiante permaneció un momento ante la puerta, siguiendo con mirada sombría a Raskolnikof, que se alejaba rápidamente en dirección a su domicilio. Al fin apretó los puños, rechinó los dientes y juró obligar a hablar francamente a Porfirio antes de que llegara la noche. Luego subió para tranquilizar a Pulqueria Alejandrovna, que empezaba a sentirse inquieta ante la tardanza de su hijo.
Cuando Raskolnikof llegó ante la casa en que habitaba tenía las sienes empapadas de sudor y respiraba con dificultad. Subió rápidamente la escalera, entró en su habitación, que estaba abierta, y la cerró. Inmediatamente, loco de espanto, corrió hacia el escondrijo donde había tenido guardados los objetos, introdujo la mano por debajo del papel y exploró hasta el último rincón del escondite. Nada, allí no habia nada. Se levantó, lanzando un suspiro de alivio. Hacía un momento, cuando se acercaba a la pensión Bakaleev, le habia asaltado de súbito el temor de que algún objeto, una cadena, un par de gemelos o incluso alguno de los papeles en que iban envueltos, y sobre los que habia escrito la vieja, se le hubiera escapado al sacarlos, quedando en alguna rendija, para servir más tarde de prueba irrecusable contra él.
Permaneció un momento sumido en una especie de ensoñación mientras una sonrisa extraña, humilde e inconsciente erraba en sus labios. Al fin cogió su gorra y salió de la habitación en silencio. Las ideas se confundían en su cerebro. Así, pensativo, bajó la escalera y llegó al portal.
‑¡Aquí lo tiene usted! ‑dijo una voz potente.
Raskolnikof levantó la cabeza.
El portero, de pie en el umbral de la portería, señalaba a Raskolnikof y se dirigía a un individuo de escasa estatura, con aspecto de hombre del pueblo. Vestía una especie de hopalanda sobre un chaleco y, visto de lejos, se le habría tomado por una campesina. Su cabeza, cubierta con un gorro grasiento, se inclinaba sobre su pecho. Era tan cargado de espaldas, que parecía jorobado. Su rostro, fofo y arrugado, era el de un hombre de más de cincuenta años. Sus ojillos, cercados de grasa, lanzaban miradas sombrías.
‑¿Qué pasa? ‑preguntó Raskolnikof acercándose al portero.
El desconocido empezó por dirigirle una mirada al soslayo; después lo examinó detenidamente, sin prisa; al fin, y sin pronunciar palabra, dio media vuelta y se marchó.
‑¿Qué quería ese hombre? ‑preguntó Raskolnikof.
‑Es un individuo que ha venido a preguntar si vivía aquí un estudiante que ha resultado ser usted, pues me ha dado su nombre y el de su patrona. En este momento ha bajado usted, yo le he señalado y él se ha ido. Eso es todo.
El portero parecía bastante asombrado, pero su perplejidad no duró mucho: después de reflexionar un instante, dio media vuelta y desapareció en la portería. Raskolnikof salió en pos del desconocido.
Apenas salió, lo vio por la acera de enfrente. Aquel hombre marchaba a un paso regular y lento, tenía la vista fija en el suelo y parecía reflexionar. Raskolnikof le alcanzó en seguida, pero de momento se limitó a seguirle. Al fin se colocó a su lado y le miró de reojo. El desconocido advirtió al punto su presencia, le dirigió una rápida mirada y volvió a bajar los ojos. Durante un minuto avanzaron en silencio.
‑Usted ha preguntado por mí al portero, ¿no? ‑dijo Raskolnikof en voz baja.
El otro no respondió. Ni siquiera levantó la vista. Hubo un nuevo silencio.
‑Viene a preguntar por mí y ahora se calla... ¿Por qué?
Raskolnikof hablaba con voz entrecortada. Las palabras parecían resistirse a salir de su boca.
Esta vez, el desconocido levantó la cabeza y dirigió al joven una mirada sombría y siniestra.
‑Asesino ‑dijo de pronto, en voz baja pero clarísima.
Raskolnikof siguió a su lado. Sintió que las piernas le flaqueaban y vacilaban. Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Su corazón dejó de latir como si se hubiera separado de su organismo. Dieron en silencio un centenar de pasos más. El desconocido no le miraba.
‑Pero ¿qué dice usted? ¿Quién... quién es un asesino? ‑balbuceó al fin Raskolnikof, con voz apenas perceptible.
‑Tú, tú eres un asesino ‑respondió el desconocido, articulando las palabras más claramente todavía.
Con una mirada triunfal y llena de odio, miró el rostro pálido y los ojos vidriosos de Raskolnikof. Entre tanto, habían llegado a una travesía. El desconocido dobló por ella y continuó su camino sin volverse. Raskolnikof se quedó clavado en el suelo, siguiendo al hombre con la vista. Éste se volvió para mirar al joven, que continuaba sin hacer el menor movimiento. La distancia no permitía distinguir sus rasgos, pero Raskolnikof creyó advertir que aquel hombre sonreía aún con su sonrisa glacial y llena de un odio triunfante.
Transido de espanto, temblándole las piernas, Raskolnikof volvió como pudo a su casa y subió a su habitación. Se quitó la gorra, la dejó sobre la mesa y permaneció inmóvil durante diez minutos. Al fin, ya en el límite de sus fuerzas, se dejó caer en el diván y se extendió penosamente, con un débil suspiro. Cerró los ojos y así estuvo una media hora.
No pensaba en nada concreto: sólo pasaban por su imaginación retazos de ideas, imágenes vagas que se hacinaban en desorden, rostros que había conocido en su infancia, fisonomías vistas una sola vez, casualmente, y que en otras circunstancias no habría podido recordar... Veía el campanario de la iglesia de V***, una mesa de billar y, junto a ella, de pie, un oficial desconocido... De un estanco instalado en un sótano salía un fuerte olor a tabaco... Una taberna, una escalera de servicio oscura como boca de lobo, cubiertas de cáscaras de huevo y toda clase de basuras caseras; el sonido de una campana dominical... Los objetos cambian de continuo y giran en torno de él como un frenético torbellino. Algunos le gustan e intenta atraparlos, pero al punto se desvanecen. Experimenta una ligera sensación de ahogo, pero en ella hay un algo agradable. Persiste el leve temblor que se ha apoderado de él, y tampoco esta sensación es ingrata...
En esto oyó los pasos presurosos de Rasumikhine, seguidos de su voz, y cerró los ojos para que lo creyera dormido.
Rasumikhine abrió la puerta y permaneció un momento en el umbral, indeciso. Luego entró silenciosamente y se acercó al diván con grandes precauciones.
‑No lo despiertes; déjalo dormir todo lo que quiera ‑murmuró Nastasia‑. Ya comerá más tarde.
‑Tienes razón ‑repuso Rasumikhine.
Los dos salieron de puntillas y cerraron la puerta.
Transcurrió una media hora. De súbito, Raskolnikof empezó a abrir poco a poco los ojos. Después hizo un rápido movimiento y quedó boca arriba, con las manos enlazadas bajo la nuca.
«¿Quién es? ¿Quién será ese hombre que parece haber surgido de debajo de la tierra? ¿Dónde estaba y qué vio? ¡Ah!, de que lo vio todo no hay duda. Bien, pero ¿desde dónde presenció la escena? ¿Y por qué habrá esperado hasta este momento para dar señales de vida? ¿Cómo se las arreglaría para ver? Si parece imposible... Además -siguió reflexionando Raskolnikof, dominado por un terror glacial‑, ahí está el estuche que Nicolás encontró detrás de la puerta... ¿Se podía esperar que ocurriera esto...? Pruebas... Basta equivocarme en una nimiedad para crear una prueba que va creciendo hasta alcanzar dimensiones gigantescas.»
Con profundo pesar, notó que las fuerzas le abandonaban, que una extrema debilidad le invadía.
«Debí suponerlo ‑se dijo con amarga ironía‑. No sé cómo me atreví a hacerlo. Yo me conocía, yo sabía de lo que era capaz. Sin embargo, empuñé el hacha y derramé sangre... Debí preverlo todo... Pero ¿acaso no lo había previsto?»
Se dijo esto último con verdadera desesperación. Después le asaltó un nuevo pensamiento.
«No, esos hombres están hechos de otro modo. Un auténtico conquistador, uno de esos hombres a los que todo se les permite, cañonea Tolón, organiza matanzas en París, olvida su ejército en Egipto, pierde medio millón de hombres en la campaña de Rusia, se salva en Vilna por verdadera casualidad, por una equivocación, y, sin embargo, después de su muerte se le levantan estatuas. Esto prueba que, en efecto, todo se les permite. Pero esos hombres están hechos de bronce, no de carne.»
De pronto tuvo un pensamiento que le pareció divertido.
«Napoleón, las Pirámides, Waterloo por un lado, y por otro una vieja y enjuta usurera que tiene debajo de la cama un arca forrada de tafilete rojo... ¿Cómo admitir que puede haber una semejanza entre ambas cosas? ¿Cómo podría admitirlo un Porfirio Petrovitch, por ejemplo? Completamente imposible: sus sentimientos estéticos se oponen a ello... ¡Un Napoleón introducirse debajo de la cama de una vieja...! ¡Inconcebible!»
De vez en cuando experimentaba una exaltación febril y creía desvariar.
‑Pero ¿es posible olvidar una cosa así?
‑Es lo más fácil. Estas cuestiones de detalle constituyen el escollo de los maliciosos. El hombre más sagaz es el que menos sospecha que puede caer ante un detalle insignificante. Porfirio no es tan tonto como tú crees.
‑Entonces, es un ladino.
Raskolnikof se echó a reír. Pero al punto se asombró de haber pronunciado sus últimas palabras con verdadera animación e incluso con cierto placer, él, que hasta entonces había sostenido la conversación como quien cumple una obligación penosa.
«Me parece que le voy tomando el gusto a estas cosas», pensó.
Pero de súbito se sintió dominado por una especie de agitación febril, como si una idea repentina e inquietante se hubiera apoderado de él. Este estado de ánimo llegó a ser muy pronto intolerable. Estaban ya ante la pensión Bakaleev.
‑Entra tú solo ‑dijo de pronto Raskolnikof‑. Yo vuelvo en seguida.
‑¿Adónde vas, ahora que hemos llegado?
‑Tengo algo que hacer. Es un asunto que no puedo dejar. Estaré de vuelta dentro de una media hora. Díselo a mi madre y a mi hermana.
‑Espera, voy contigo.
‑¿También tú te has propuesto perseguirme? ‑exclamó Raskolnikof con un gesto tan desesperado que Rasumikhine no se atrevió a insistir.
El estudiante permaneció un momento ante la puerta, siguiendo con mirada sombría a Raskolnikof, que se alejaba rápidamente en dirección a su domicilio. Al fin apretó los puños, rechinó los dientes y juró obligar a hablar francamente a Porfirio antes de que llegara la noche. Luego subió para tranquilizar a Pulqueria Alejandrovna, que empezaba a sentirse inquieta ante la tardanza de su hijo.
Cuando Raskolnikof llegó ante la casa en que habitaba tenía las sienes empapadas de sudor y respiraba con dificultad. Subió rápidamente la escalera, entró en su habitación, que estaba abierta, y la cerró. Inmediatamente, loco de espanto, corrió hacia el escondrijo donde había tenido guardados los objetos, introdujo la mano por debajo del papel y exploró hasta el último rincón del escondite. Nada, allí no habia nada. Se levantó, lanzando un suspiro de alivio. Hacía un momento, cuando se acercaba a la pensión Bakaleev, le habia asaltado de súbito el temor de que algún objeto, una cadena, un par de gemelos o incluso alguno de los papeles en que iban envueltos, y sobre los que habia escrito la vieja, se le hubiera escapado al sacarlos, quedando en alguna rendija, para servir más tarde de prueba irrecusable contra él.
Permaneció un momento sumido en una especie de ensoñación mientras una sonrisa extraña, humilde e inconsciente erraba en sus labios. Al fin cogió su gorra y salió de la habitación en silencio. Las ideas se confundían en su cerebro. Así, pensativo, bajó la escalera y llegó al portal.
‑¡Aquí lo tiene usted! ‑dijo una voz potente.
Raskolnikof levantó la cabeza.
El portero, de pie en el umbral de la portería, señalaba a Raskolnikof y se dirigía a un individuo de escasa estatura, con aspecto de hombre del pueblo. Vestía una especie de hopalanda sobre un chaleco y, visto de lejos, se le habría tomado por una campesina. Su cabeza, cubierta con un gorro grasiento, se inclinaba sobre su pecho. Era tan cargado de espaldas, que parecía jorobado. Su rostro, fofo y arrugado, era el de un hombre de más de cincuenta años. Sus ojillos, cercados de grasa, lanzaban miradas sombrías.
‑¿Qué pasa? ‑preguntó Raskolnikof acercándose al portero.
El desconocido empezó por dirigirle una mirada al soslayo; después lo examinó detenidamente, sin prisa; al fin, y sin pronunciar palabra, dio media vuelta y se marchó.
‑¿Qué quería ese hombre? ‑preguntó Raskolnikof.
‑Es un individuo que ha venido a preguntar si vivía aquí un estudiante que ha resultado ser usted, pues me ha dado su nombre y el de su patrona. En este momento ha bajado usted, yo le he señalado y él se ha ido. Eso es todo.
El portero parecía bastante asombrado, pero su perplejidad no duró mucho: después de reflexionar un instante, dio media vuelta y desapareció en la portería. Raskolnikof salió en pos del desconocido.
Apenas salió, lo vio por la acera de enfrente. Aquel hombre marchaba a un paso regular y lento, tenía la vista fija en el suelo y parecía reflexionar. Raskolnikof le alcanzó en seguida, pero de momento se limitó a seguirle. Al fin se colocó a su lado y le miró de reojo. El desconocido advirtió al punto su presencia, le dirigió una rápida mirada y volvió a bajar los ojos. Durante un minuto avanzaron en silencio.
‑Usted ha preguntado por mí al portero, ¿no? ‑dijo Raskolnikof en voz baja.
El otro no respondió. Ni siquiera levantó la vista. Hubo un nuevo silencio.
‑Viene a preguntar por mí y ahora se calla... ¿Por qué?
Raskolnikof hablaba con voz entrecortada. Las palabras parecían resistirse a salir de su boca.
Esta vez, el desconocido levantó la cabeza y dirigió al joven una mirada sombría y siniestra.
‑Asesino ‑dijo de pronto, en voz baja pero clarísima.
Raskolnikof siguió a su lado. Sintió que las piernas le flaqueaban y vacilaban. Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Su corazón dejó de latir como si se hubiera separado de su organismo. Dieron en silencio un centenar de pasos más. El desconocido no le miraba.
‑Pero ¿qué dice usted? ¿Quién... quién es un asesino? ‑balbuceó al fin Raskolnikof, con voz apenas perceptible.
‑Tú, tú eres un asesino ‑respondió el desconocido, articulando las palabras más claramente todavía.
Con una mirada triunfal y llena de odio, miró el rostro pálido y los ojos vidriosos de Raskolnikof. Entre tanto, habían llegado a una travesía. El desconocido dobló por ella y continuó su camino sin volverse. Raskolnikof se quedó clavado en el suelo, siguiendo al hombre con la vista. Éste se volvió para mirar al joven, que continuaba sin hacer el menor movimiento. La distancia no permitía distinguir sus rasgos, pero Raskolnikof creyó advertir que aquel hombre sonreía aún con su sonrisa glacial y llena de un odio triunfante.
Transido de espanto, temblándole las piernas, Raskolnikof volvió como pudo a su casa y subió a su habitación. Se quitó la gorra, la dejó sobre la mesa y permaneció inmóvil durante diez minutos. Al fin, ya en el límite de sus fuerzas, se dejó caer en el diván y se extendió penosamente, con un débil suspiro. Cerró los ojos y así estuvo una media hora.
No pensaba en nada concreto: sólo pasaban por su imaginación retazos de ideas, imágenes vagas que se hacinaban en desorden, rostros que había conocido en su infancia, fisonomías vistas una sola vez, casualmente, y que en otras circunstancias no habría podido recordar... Veía el campanario de la iglesia de V***, una mesa de billar y, junto a ella, de pie, un oficial desconocido... De un estanco instalado en un sótano salía un fuerte olor a tabaco... Una taberna, una escalera de servicio oscura como boca de lobo, cubiertas de cáscaras de huevo y toda clase de basuras caseras; el sonido de una campana dominical... Los objetos cambian de continuo y giran en torno de él como un frenético torbellino. Algunos le gustan e intenta atraparlos, pero al punto se desvanecen. Experimenta una ligera sensación de ahogo, pero en ella hay un algo agradable. Persiste el leve temblor que se ha apoderado de él, y tampoco esta sensación es ingrata...
En esto oyó los pasos presurosos de Rasumikhine, seguidos de su voz, y cerró los ojos para que lo creyera dormido.
Rasumikhine abrió la puerta y permaneció un momento en el umbral, indeciso. Luego entró silenciosamente y se acercó al diván con grandes precauciones.
‑No lo despiertes; déjalo dormir todo lo que quiera ‑murmuró Nastasia‑. Ya comerá más tarde.
‑Tienes razón ‑repuso Rasumikhine.
Los dos salieron de puntillas y cerraron la puerta.
Transcurrió una media hora. De súbito, Raskolnikof empezó a abrir poco a poco los ojos. Después hizo un rápido movimiento y quedó boca arriba, con las manos enlazadas bajo la nuca.
«¿Quién es? ¿Quién será ese hombre que parece haber surgido de debajo de la tierra? ¿Dónde estaba y qué vio? ¡Ah!, de que lo vio todo no hay duda. Bien, pero ¿desde dónde presenció la escena? ¿Y por qué habrá esperado hasta este momento para dar señales de vida? ¿Cómo se las arreglaría para ver? Si parece imposible... Además -siguió reflexionando Raskolnikof, dominado por un terror glacial‑, ahí está el estuche que Nicolás encontró detrás de la puerta... ¿Se podía esperar que ocurriera esto...? Pruebas... Basta equivocarme en una nimiedad para crear una prueba que va creciendo hasta alcanzar dimensiones gigantescas.»
Con profundo pesar, notó que las fuerzas le abandonaban, que una extrema debilidad le invadía.
«Debí suponerlo ‑se dijo con amarga ironía‑. No sé cómo me atreví a hacerlo. Yo me conocía, yo sabía de lo que era capaz. Sin embargo, empuñé el hacha y derramé sangre... Debí preverlo todo... Pero ¿acaso no lo había previsto?»
Se dijo esto último con verdadera desesperación. Después le asaltó un nuevo pensamiento.
«No, esos hombres están hechos de otro modo. Un auténtico conquistador, uno de esos hombres a los que todo se les permite, cañonea Tolón, organiza matanzas en París, olvida su ejército en Egipto, pierde medio millón de hombres en la campaña de Rusia, se salva en Vilna por verdadera casualidad, por una equivocación, y, sin embargo, después de su muerte se le levantan estatuas. Esto prueba que, en efecto, todo se les permite. Pero esos hombres están hechos de bronce, no de carne.»
De pronto tuvo un pensamiento que le pareció divertido.
«Napoleón, las Pirámides, Waterloo por un lado, y por otro una vieja y enjuta usurera que tiene debajo de la cama un arca forrada de tafilete rojo... ¿Cómo admitir que puede haber una semejanza entre ambas cosas? ¿Cómo podría admitirlo un Porfirio Petrovitch, por ejemplo? Completamente imposible: sus sentimientos estéticos se oponen a ello... ¡Un Napoleón introducirse debajo de la cama de una vieja...! ¡Inconcebible!»
De vez en cuando experimentaba una exaltación febril y creía desvariar.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
«La vieja no significa nada -se dijo fogosamente‑. Esto tal vez sea un error, pero no se trata de ella. La vieja ha sido sólo un accidente. Yo quería salvar el escollo rápidamente, de un salto. No he matado a un ser humano, sino un principio. Y el principio lo he matado, pero el salto no lo he sabido dar. Me he quedado a la parte de aquí; lo único que he sabido ha sido matar. Y ni siquiera esto lo he hecho bien del todo, al parecer... Un principio... ¿Por qué ese idiota de Rasumikhine atacará a los socialistas? Son personas laboriosas, hombres de negocios que se preocupan por el bienestar general... Sin embargo, sólo se vive una vez, y yo no quiero esperar esa felicidad universal. Ante todo, quiero vivir. Si no sintiese este deseo, sería preferible no tener vida. Al fin y al cabo, lo único que he hecho ha sido negarme a pasar por delante de una madre hambrienta, con mi rublo bien guardado en el bolsillo, esperando la llegada de la felicidad universal. Yo aporto, por decirlo así, mi piedra al edificio común, y esto es suficiente para que me sienta en paz... ¿Por qué, por qué me dejasteis partir? Tengo un tiempo determinado de vida y quiero también... ¡Ah! Yo no soy más que un gusano atiborrado de estética. Sí, un verdadero gusano y nada más.»
Al pensar esto estalló en una risa de loco. Y se aferró a esta idea y empezó a darle todas las vueltas imaginables, con un acre placer.
«Sí, lo soy, aunque sólo sea, primero, porque me llamo gusano a mí mismo, y segundo, porque llevo todo un mes molestando a la Divina Providencia al ponerla por testigo de que yo no hacía aquello para procurarme satisfacciones materiales, sino con propósitos nobles y grandiosos. ¡Ah!, y también porque decidí observar la más rigurosa justicia y la más perfecta moderación en la ejecución de mi plan. En primer lugar elegí el gusano más nocivo de todos, y, en segundo, al matarlo, estaba dispuesto a no quitarle sino el dinero estrictamente necesario para emprender una nueva vida. Nada más y nada menos (el resto iría a parar a los conventos, según la última voluntad de la vieja)... En fin, lo cierto es que soy un gusano, de todas formas ‑añadió rechinando los dientes‑. Porque soy tal vez más vil e innoble que el gusano al que asesiné y porque yo presentía que, después de haberlo matado, me diría esto mismo que me estoy diciendo... ¿Hay nada comparable a este horror? ¡Cuánta villanía! ¡Cuánta bajeza...! ¡Qué bien comprendo al Profeta, montado en su caballo y empuñando el sable! "¡Alá lo ordena! Sométete, pues, miserable y temblorosa criatura." Tiene razón, tiene razón el Profeta cuando alinea sus tropas en la calle y mata indistintamente a los culpables y a los justos, sin ni siquiera dignarse darles una explicación. Sométete, pues, miserable y temblorosa criatura, y guárdate de tener voluntad. Esto no es cosa tuya... ¡Oh! Jamás, jamás perdonaré a la vieja.»
Sus cabellos estaban empapados de sudor, temblaban sus resecos labios, su mirada se fijaba en el techo obstinadamente.
«Mi madre... mi hermana... ¡Cómo las quería...! ¿Por qué las odio ahora? Sí, las odio con un odio físico. No puedo soportar su presencia. Hace unas horas, lo recuerdo perfectamente, me he acercado a mi madre y la he abrazado... Es horrible estrecharla entre mis brazos y pensar que si ella supiera... ¿Y si se lo contara todo...? Me quitaría un peso de encima... Ella debe de ser como yo.»
Pensó esto último haciendo un gran esfuerzo, como si no le fuera fácil luchar con el delirio que le iba dominando.
«¡Oh, cómo odio a la vieja ahora! Creo que la volvería a matar si resucitara... ¡Pobre Lisbeth! ¿Por qué la llevaría allí el azar...? ¡Qué extraño es que piense tan poco en ella! Es como si no la hubiese matado... ¡Lisbeth...! ¡Sonia...! ¡Pobres y bondadosas criaturas de dulce mirada...! ¡Queridas criaturas...! ¿Por qué no lloran? ¿Por qué no gimen? Dan todo lo que poseen con una mirada resignada y dulce... ¡Sonia, dulce Sonia...!»
Perdió la conciencia de las cosas y se sintió profundamente asombrado de verse en la calle sin poder recordar cómo había salido. Ya era de noche. Las sombras se espesaban y la luna resplandecía con intensidad creciente, pero la atmósfera era asfixiante. Las calles estaban repletas de gente. Se percibía un olor a cal, a polvo, a agua estancada.
Raskolnikof avanzaba, triste y preocupado. Sabia perfectamente que había salido de casa con un propósito determinado, que tenía que hacer algo urgente, pero no se acordaba de qué. De pronto se detuvo y miró a un hombre que desde la otra acera le llamaba con la mano. Atravesó la calle para reunirse con él, pero el desconocido dio media vuelta y se alejó, con la cabeza baja, sin volverse, como si no le hubiera llamado.
«A lo mejor, me ha parecido que me llamaba y no ha sido así», se dijo Raskolnikof. Pero juzgó que debía alcanzarle. Cuando estaba a una decena de pasos de él lo reconoció súbitamente y se estremeció. Era el desconocido de poco antes, vestido con las mismas ropas y con su espalda encorvada. Raskolnikof lo siguió de lejos. El corazón le latía con violencia. Entraron en un callejón. El desconocido no se volvía.
«¿Sabrá que le sigo?», se preguntó Rodia.
El hombre encorvado entró por la puerta principal de un gran edificio. Raskolnikof se acercó a él y le miró con la esperanza de que se volviera y le llamase. En efecto, cuando el desconocido estuvo en el patio, se volvió y pareció indicarle que se acercara. Raskolnikof se apresuró a franquear el portal, pero cuando llegó al patio ya no vio a nadie. Por lo tanto, el hombre de la hopalanda había tomado la primera escalera. Raskolnikof corrió tras él. Efectivamente, se oían pasos lentos y regulares a la altura del segundo piso. Aquella escalera ‑cosa extraña‑ no era desconocida para Raskolnikof. Allí estaba la ventana del rellano del primer piso. Un rayo de luna misteriosa y triste se filtraba por los cristales. Y llegó al segundo piso.
«¡Pero si es aquí donde trabajaban los pintores!»
¿Cómo no habría reconocido antes la casa...? El ruido de los pasos del hombre que le precedía se extinguió.
«Por lo tanto, se ha detenido. Tal vez se haya ocultado en alguna parte... He aquí el tercer piso. ¿Debo seguir subiendo o no? ¡Qué silencio...!»
El ruido de sus propios pasos le daba miedo.
«¡Señor, qué oscuridad! El desconocido debe de estar oculto por aquí, en algún rincón... ¡Toma! La puerta que da al rellano está abierta de par en par.»
Tras reflexionar un momento, entró. El vestíbulo estaba oscuro y vacío como una habitación desvalijada. Pasó a la sala lentamente, andando de puntillas. Toda ella estaba iluminada por una luna radiante. Nada había cambiado: allí estaban las sillas, el espejo, el sofá amarillo, los cuadros con sus marcos. Por la ventana se veía la luna, redonda y enorme, de un rojo cobrizo.
«Es la luna la que crea el silencio -pensó Raskolnikof‑, la luna, que se ocupa en descifrar enigmas.»
Estaba inmóvil, esperando. A medida que iba aumentando el silencio nocturno, los latidos de su corazón eran más violentos y dolorosos. ¡Qué calma tan profunda...! De pronto se oyó un seco crujido, semejante al que produce una astilla de madera al quebrarse. Después todo volvió a quedar en silencio. Una mosca se despertó y se precipitó contra los cristales, dejando oír su bordoneo quejumbroso. En este momento, Raskolnikof descubrió en un rincón, entre la cómoda y la ventana, una capa colgada en la pared.
«¿Qué hace esa capa aquí? ‑pensó‑. Entonces no estaba.»
Apartó la capa con cuidado y vio una silla, y en la silla, sentada en el borde y con el cuerpo doblado hacia delante, una vieja. Tenía la cabeza tan baja, que Raskolnikof no podía verle la cara. Pero no le cupo duda de que era ella... Permaneció un momento inmóvil. «Tiene miedo», pensó mientras desprendía poco a poco el hacha del nudo corredizo. Después descargó un hachazo en la nuca de la vieja, y otro en seguida. Pero, cosa extraña, ella no hizo el menor movimiento: se habría dicho que era de madera. Sintió miedo y se inclinó hacia delante para examinarla, pero ella bajó la cabeza más todavía. Entonces él se inclinó hasta tocar el suelo con su cabeza y la miró de abajo arriba. Lo que vio le llenó de espanto: la vieja reventaba de risa, de una risa silenciosa que trataba de ahogar, haciendo todos los esfuerzos imaginables.
De súbito le pareció que la puerta del dormitorio estaba entreabierta y que alguien se reía allí también. Creyó oír un cuchicheo y se enfureció. Empezó a golpear la cabeza de la vieja con todas sus fuerzas, pero a cada hachazo redoblaban las risas y los cuchicheos en la habitación vecina, y lo mismo podía decirse de la vieja, cuya risa había cobrado una violencia convulsiva. Raskolnikof intentó huir, pero el vestíbulo estaba lleno de gente. La puerta que daba a la escalera estaba abierta de par en par, y por ella pudo ver que también el rellano y los escalones estaban llenos de curiosos. Con las cabezas juntas, todos miraban, tratando de disimular. Todos esperaban en silencio. Se le oprimió el corazón. Las piernas se negaban a obedecerle; le parecía tener los pies clavados en el suelo... Intentó gritar y se despertó.
Tenía que hacer grandes esfuerzos para respirar, y aunque estaba bien despierto le parecía que su sueño continuaba. La causa de ello era que, en pie en el umbral de la habitación, cuya puerta estaba abierta de par en par, un hombre al que no había visto jamás le contemplaba atentamente.
Raskolnikof, que no había abierto los ojos del todo, se apresuró a volver a cerrarlos. Estaba echado boca arriba y no hizo el menor movimiento.
«¿Sigo soñando o ya estoy despierto?», se preguntó.
Y levantó los párpados casi imperceptiblemente para mirar al desconocido. Éste seguía en el umbral, observándole con la misma atención. De pronto entró cautelosamente en el aposento, cerró la puerta tras él con todo cuidado, se acercó a la mesa, estuvo allí un minuto sin apartar los ojos del joven y, sin hacer el menor ruido, se sentó en una silla, cerca del diván. Dejó su sombrero en el suelo, apoyó las manos sobre el puño del bastón y puso la barbilla sobre las manos. Era evidente que se preparaba para una larga espera.
Raskolnikof le dirigió una mirada furtiva y pudo ver que el desconocido no era ya joven, pero sí de complexión robusta, y que llevaba barba, una barba espesa, rubia, que empezaba a blanquear.
Estuvieron así diez minutos. Había aún alguna claridad, pero el día tocaba a su fin. En la habitación reinaba el más profundo silencio. De la escalera no llegaba el menor ruido. Sólo se oía un moscardón que se había lanzado contra los cristales y que volaba junto a ellos, zumbando y golpeándolos obstinadamente. Al fin, este silencio se hizo insoportable. Raskolnikof se incorporó y quedó sentado en el diván.
‑Bueno, ¿qué desea usted?
‑Ya sabia yo que usted no estaba dormido de veras, sino que lo fingía ‑respondió el desconocido, sonriendo tranquilamente‑. Permítame que me presente. Soy Arcadio Ivanovitch Svidrigailof...
Al pensar esto estalló en una risa de loco. Y se aferró a esta idea y empezó a darle todas las vueltas imaginables, con un acre placer.
«Sí, lo soy, aunque sólo sea, primero, porque me llamo gusano a mí mismo, y segundo, porque llevo todo un mes molestando a la Divina Providencia al ponerla por testigo de que yo no hacía aquello para procurarme satisfacciones materiales, sino con propósitos nobles y grandiosos. ¡Ah!, y también porque decidí observar la más rigurosa justicia y la más perfecta moderación en la ejecución de mi plan. En primer lugar elegí el gusano más nocivo de todos, y, en segundo, al matarlo, estaba dispuesto a no quitarle sino el dinero estrictamente necesario para emprender una nueva vida. Nada más y nada menos (el resto iría a parar a los conventos, según la última voluntad de la vieja)... En fin, lo cierto es que soy un gusano, de todas formas ‑añadió rechinando los dientes‑. Porque soy tal vez más vil e innoble que el gusano al que asesiné y porque yo presentía que, después de haberlo matado, me diría esto mismo que me estoy diciendo... ¿Hay nada comparable a este horror? ¡Cuánta villanía! ¡Cuánta bajeza...! ¡Qué bien comprendo al Profeta, montado en su caballo y empuñando el sable! "¡Alá lo ordena! Sométete, pues, miserable y temblorosa criatura." Tiene razón, tiene razón el Profeta cuando alinea sus tropas en la calle y mata indistintamente a los culpables y a los justos, sin ni siquiera dignarse darles una explicación. Sométete, pues, miserable y temblorosa criatura, y guárdate de tener voluntad. Esto no es cosa tuya... ¡Oh! Jamás, jamás perdonaré a la vieja.»
Sus cabellos estaban empapados de sudor, temblaban sus resecos labios, su mirada se fijaba en el techo obstinadamente.
«Mi madre... mi hermana... ¡Cómo las quería...! ¿Por qué las odio ahora? Sí, las odio con un odio físico. No puedo soportar su presencia. Hace unas horas, lo recuerdo perfectamente, me he acercado a mi madre y la he abrazado... Es horrible estrecharla entre mis brazos y pensar que si ella supiera... ¿Y si se lo contara todo...? Me quitaría un peso de encima... Ella debe de ser como yo.»
Pensó esto último haciendo un gran esfuerzo, como si no le fuera fácil luchar con el delirio que le iba dominando.
«¡Oh, cómo odio a la vieja ahora! Creo que la volvería a matar si resucitara... ¡Pobre Lisbeth! ¿Por qué la llevaría allí el azar...? ¡Qué extraño es que piense tan poco en ella! Es como si no la hubiese matado... ¡Lisbeth...! ¡Sonia...! ¡Pobres y bondadosas criaturas de dulce mirada...! ¡Queridas criaturas...! ¿Por qué no lloran? ¿Por qué no gimen? Dan todo lo que poseen con una mirada resignada y dulce... ¡Sonia, dulce Sonia...!»
Perdió la conciencia de las cosas y se sintió profundamente asombrado de verse en la calle sin poder recordar cómo había salido. Ya era de noche. Las sombras se espesaban y la luna resplandecía con intensidad creciente, pero la atmósfera era asfixiante. Las calles estaban repletas de gente. Se percibía un olor a cal, a polvo, a agua estancada.
Raskolnikof avanzaba, triste y preocupado. Sabia perfectamente que había salido de casa con un propósito determinado, que tenía que hacer algo urgente, pero no se acordaba de qué. De pronto se detuvo y miró a un hombre que desde la otra acera le llamaba con la mano. Atravesó la calle para reunirse con él, pero el desconocido dio media vuelta y se alejó, con la cabeza baja, sin volverse, como si no le hubiera llamado.
«A lo mejor, me ha parecido que me llamaba y no ha sido así», se dijo Raskolnikof. Pero juzgó que debía alcanzarle. Cuando estaba a una decena de pasos de él lo reconoció súbitamente y se estremeció. Era el desconocido de poco antes, vestido con las mismas ropas y con su espalda encorvada. Raskolnikof lo siguió de lejos. El corazón le latía con violencia. Entraron en un callejón. El desconocido no se volvía.
«¿Sabrá que le sigo?», se preguntó Rodia.
El hombre encorvado entró por la puerta principal de un gran edificio. Raskolnikof se acercó a él y le miró con la esperanza de que se volviera y le llamase. En efecto, cuando el desconocido estuvo en el patio, se volvió y pareció indicarle que se acercara. Raskolnikof se apresuró a franquear el portal, pero cuando llegó al patio ya no vio a nadie. Por lo tanto, el hombre de la hopalanda había tomado la primera escalera. Raskolnikof corrió tras él. Efectivamente, se oían pasos lentos y regulares a la altura del segundo piso. Aquella escalera ‑cosa extraña‑ no era desconocida para Raskolnikof. Allí estaba la ventana del rellano del primer piso. Un rayo de luna misteriosa y triste se filtraba por los cristales. Y llegó al segundo piso.
«¡Pero si es aquí donde trabajaban los pintores!»
¿Cómo no habría reconocido antes la casa...? El ruido de los pasos del hombre que le precedía se extinguió.
«Por lo tanto, se ha detenido. Tal vez se haya ocultado en alguna parte... He aquí el tercer piso. ¿Debo seguir subiendo o no? ¡Qué silencio...!»
El ruido de sus propios pasos le daba miedo.
«¡Señor, qué oscuridad! El desconocido debe de estar oculto por aquí, en algún rincón... ¡Toma! La puerta que da al rellano está abierta de par en par.»
Tras reflexionar un momento, entró. El vestíbulo estaba oscuro y vacío como una habitación desvalijada. Pasó a la sala lentamente, andando de puntillas. Toda ella estaba iluminada por una luna radiante. Nada había cambiado: allí estaban las sillas, el espejo, el sofá amarillo, los cuadros con sus marcos. Por la ventana se veía la luna, redonda y enorme, de un rojo cobrizo.
«Es la luna la que crea el silencio -pensó Raskolnikof‑, la luna, que se ocupa en descifrar enigmas.»
Estaba inmóvil, esperando. A medida que iba aumentando el silencio nocturno, los latidos de su corazón eran más violentos y dolorosos. ¡Qué calma tan profunda...! De pronto se oyó un seco crujido, semejante al que produce una astilla de madera al quebrarse. Después todo volvió a quedar en silencio. Una mosca se despertó y se precipitó contra los cristales, dejando oír su bordoneo quejumbroso. En este momento, Raskolnikof descubrió en un rincón, entre la cómoda y la ventana, una capa colgada en la pared.
«¿Qué hace esa capa aquí? ‑pensó‑. Entonces no estaba.»
Apartó la capa con cuidado y vio una silla, y en la silla, sentada en el borde y con el cuerpo doblado hacia delante, una vieja. Tenía la cabeza tan baja, que Raskolnikof no podía verle la cara. Pero no le cupo duda de que era ella... Permaneció un momento inmóvil. «Tiene miedo», pensó mientras desprendía poco a poco el hacha del nudo corredizo. Después descargó un hachazo en la nuca de la vieja, y otro en seguida. Pero, cosa extraña, ella no hizo el menor movimiento: se habría dicho que era de madera. Sintió miedo y se inclinó hacia delante para examinarla, pero ella bajó la cabeza más todavía. Entonces él se inclinó hasta tocar el suelo con su cabeza y la miró de abajo arriba. Lo que vio le llenó de espanto: la vieja reventaba de risa, de una risa silenciosa que trataba de ahogar, haciendo todos los esfuerzos imaginables.
De súbito le pareció que la puerta del dormitorio estaba entreabierta y que alguien se reía allí también. Creyó oír un cuchicheo y se enfureció. Empezó a golpear la cabeza de la vieja con todas sus fuerzas, pero a cada hachazo redoblaban las risas y los cuchicheos en la habitación vecina, y lo mismo podía decirse de la vieja, cuya risa había cobrado una violencia convulsiva. Raskolnikof intentó huir, pero el vestíbulo estaba lleno de gente. La puerta que daba a la escalera estaba abierta de par en par, y por ella pudo ver que también el rellano y los escalones estaban llenos de curiosos. Con las cabezas juntas, todos miraban, tratando de disimular. Todos esperaban en silencio. Se le oprimió el corazón. Las piernas se negaban a obedecerle; le parecía tener los pies clavados en el suelo... Intentó gritar y se despertó.
Tenía que hacer grandes esfuerzos para respirar, y aunque estaba bien despierto le parecía que su sueño continuaba. La causa de ello era que, en pie en el umbral de la habitación, cuya puerta estaba abierta de par en par, un hombre al que no había visto jamás le contemplaba atentamente.
Raskolnikof, que no había abierto los ojos del todo, se apresuró a volver a cerrarlos. Estaba echado boca arriba y no hizo el menor movimiento.
«¿Sigo soñando o ya estoy despierto?», se preguntó.
Y levantó los párpados casi imperceptiblemente para mirar al desconocido. Éste seguía en el umbral, observándole con la misma atención. De pronto entró cautelosamente en el aposento, cerró la puerta tras él con todo cuidado, se acercó a la mesa, estuvo allí un minuto sin apartar los ojos del joven y, sin hacer el menor ruido, se sentó en una silla, cerca del diván. Dejó su sombrero en el suelo, apoyó las manos sobre el puño del bastón y puso la barbilla sobre las manos. Era evidente que se preparaba para una larga espera.
Raskolnikof le dirigió una mirada furtiva y pudo ver que el desconocido no era ya joven, pero sí de complexión robusta, y que llevaba barba, una barba espesa, rubia, que empezaba a blanquear.
Estuvieron así diez minutos. Había aún alguna claridad, pero el día tocaba a su fin. En la habitación reinaba el más profundo silencio. De la escalera no llegaba el menor ruido. Sólo se oía un moscardón que se había lanzado contra los cristales y que volaba junto a ellos, zumbando y golpeándolos obstinadamente. Al fin, este silencio se hizo insoportable. Raskolnikof se incorporó y quedó sentado en el diván.
‑Bueno, ¿qué desea usted?
‑Ya sabia yo que usted no estaba dormido de veras, sino que lo fingía ‑respondió el desconocido, sonriendo tranquilamente‑. Permítame que me presente. Soy Arcadio Ivanovitch Svidrigailof...
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
Crimen y castigo
Cuarta Parte: Capítulo I
Debo de estar soñando todavía ‑volvió a pensar Raskolnikof, contemplando al inesperado visitante con atención y desconfianza‑ ¡Svidrigailof! ¡Qué cosa tan absurda!»
‑No es posible ‑dijo en voz alta, dejándose llevar de su estupor.
El visitante no mostró sorpresa alguna ante esta exclamación.
‑He venido a verle ‑dijo‑ por dos razones. En primer lugar, deseaba conocerle personalmente, pues he oído hablar mucho de usted y en los términos más halagadores. En segundo lugar, porque confío en que no me negará usted su ayuda para llevar a cabo un proyecto relacionado con su hermana Avdotia Romanovna. Solo, sin recomendación alguna, sería muy probable que su hermana me pusiera en la puerta, en estos momentos en que está llena de prevenciones contra mí. En cambio, contando con la ayuda de usted, yo creo...
Cuarta Parte: Capítulo I
Debo de estar soñando todavía ‑volvió a pensar Raskolnikof, contemplando al inesperado visitante con atención y desconfianza‑ ¡Svidrigailof! ¡Qué cosa tan absurda!»
‑No es posible ‑dijo en voz alta, dejándose llevar de su estupor.
El visitante no mostró sorpresa alguna ante esta exclamación.
‑He venido a verle ‑dijo‑ por dos razones. En primer lugar, deseaba conocerle personalmente, pues he oído hablar mucho de usted y en los términos más halagadores. En segundo lugar, porque confío en que no me negará usted su ayuda para llevar a cabo un proyecto relacionado con su hermana Avdotia Romanovna. Solo, sin recomendación alguna, sería muy probable que su hermana me pusiera en la puerta, en estos momentos en que está llena de prevenciones contra mí. En cambio, contando con la ayuda de usted, yo creo...
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
‑No espere que le ayude ‑le interrumpió Raskolnikof.
‑Permítame una pregunta. Hasta ayer no llegaron su madre y su hermana, ¿verdad?
Raskolnikof no contestó.
‑Sí, sé que llegaron ayer. Y yo llegué anteayer. Pues bien, he aquí lo que quiero decirle, Rodion Romanovitch. Creo innecesario justificarme, pero permítame otra pregunta: ¿qué hay de criminal en mi conducta, siempre, claro es, que se miren las cosas imparcialmente y sin prejuicios? Usted me dirá que he perseguido en mi propia casa a una muchacha indefensa y que la he insultado con mis proposiciones deshonestas (ya ve usted que yo mismo me adelanto a enfrentarme con la acusación), pero considere usted que soy un hombre et nihil humanum... En una palabra, que soy susceptible de caer en una tentación, de enamorarme, pues esto no depende de nuestra voluntad. Admitido esto, todo se explica del modo más natural. La cuestión puede plantearse así: ¿soy un monstruo o una víctima? Yo creo que soy una víctima, pues cuando proponía al objeto de mi pasión que huyera conmigo a América o a Suiza alimentaba los sentimientos más respetuosos y sólo pensaba en asegurar nuestra felicidad común. La razón es esclava de la pasión, y era yo el primer perjudicado por ella...
‑No se trata de eso -replicó Raskolnikof con un gesto de disgusto‑. Esté usted equivocado o tenga razón, nos parece usted un hombre sencillamente detestable y no queremos ningún trato con usted. No quiero verle en mi casa. ¡Váyase!
Svidrigailof se echó a reír de buena gana.
‑¡A usted no hay modo de engañarlo! ‑exclamó con franca alegría‑. He querido emplear la astucia, pero estos procedimientos no se han hecho para usted.
‑Sin embargo, sigue usted intentando embaucarme.
‑¿Y qué? ‑exclamó Svidrigailof, riendo con todas sus fuerzas‑. Son armas de bonne guerre, como suele decirse; una astucia de lo más inocente... Pero usted no me ha dejado acabar. Sea como fuere, yo le aseguro que no habría ocurrido nada desagradable de no producirse el incidente del jardín. Marfa Petrovna...
‑Se dice ‑le interrumpió rudamente Raskolnikof‑ que a Marfa Petrovna la ha matado usted.
‑¿Conque ya le han hablado de eso? En verdad, es muy comprensible. Pues bien, en cuanto a lo que acaba usted de decir, sólo puedo responderle que tengo la conciencia completamente tranquila sobre ese particular. Es un asunto que no me inspira ningún temor. Todas las formalidades en uso se han cumplido del modo más correcto y minucioso. Según la investigación médica, la muerte obedeció a un ataque de apoplejía producido por un baño tomado después de una copiosa comida en la que la difunta se había bebido una botella de vino casi entera. No se descubrió nada más... No, no es esto lo que me inquieta. Lo que yo me preguntaba mientras el tren me traía hacia aquí era si habría contribuido indirectamente a esta desgracia... con algún arranque de indignación, o algo parecido. Pero he llegado a la conclusión de que no puede haber ocurrido tal cosa.
Raskolnikof se echó a reír.
‑Entonces, no tiene usted por qué preocuparse.
‑¿De qué se ríe? Óigame: yo sólo le di dos latigazos tan flojos que ni siquiera dejaron señal... Le ruego que no me crea un cínico. Yo sé perfectamente que esto es innoble y..., etcétera; pero también sé que a Marfa Petrovna no le desagradó... mi arrebato, digámoslo así. El asunto relacionado con la hermana de usted estaba ya agotado, y Marfa Petrovna, no teniendo ningún asunto que ir llevando por las casas de la ciudad, se veía obligada a permanecer en casa desde hacia tres días. Ya había fastidiado a todo el mundo con la lectura de la carta (¿ha oído usted hablar de esa carta?). De pronto cayeron sobre ella, como enviados por el cielo, aquellos dos latigazos. Lo primero que hizo fue ordenar que preparasen el coche... Sin hablar de esos casos especiales en que las mujeres experimentan un gran placer en que las ofendan, a pesar de la indignación que simulan (casos que se presentan a veces), al hombre, en general, le gusta que lo humillen. ¿No lo ha observado usted? Pero esta particularidad es especialmente frecuente en las mujeres. Incluso se puede afirmar que es algo esencial en su vida.
Hubo un momento en que Raskolnikof pensó en levantarse e irse, para poner término a la conversación, pero cierta curiosidad y también cierto propósito le decidieron a tener paciencia.
‑Le gusta manejar el látigo, ¿eh? ‑preguntó con aire distraído.
‑No lo crea ‑respondió con toda calma Svidrigailof‑. En lo que concierne a Marfa Petrovna, no disputaba casi nunca con ella. Vivíamos en perfecta armonía, y ella estaba satisfecha de mí. Sólo dos veces usé el látigo durante nuestros siete años de vida en común (dejando aparte un tercer caso bastante dudoso). La primera vez fue a los dos meses de casarnos, cuando llegamos a nuestra hacienda, y la segunda, en el caso que acabo de mencionar... Y usted me considera un monstruo, ¿no?, un retrógrado, un partidario de la esclavitud... A propósito, Rodion Romanovitch, ¿recuerda usted que hace algunos años, en el tiempo de nuestras felices asambleas municipales, se cubrió de oprobio a un terrateniente, cuyo nombre no recuerdo, culpable de haber azotado a una extranjera en un vagón de ferrocarril? ¿Se acuerda? Me parece que fue el mismo año en que se produjo «el más horrible incidente del siglo». Es decir, Las noches egipcias, las conferencias, ¿recuerda...? ¡Los ojos negros...! ¡Oh, tiempos maravillosos de nuestra juventud!, ¿dónde estáis...? Pues bien, he aquí mi opinión. Yo critico severamente a ese señor que fustigó a la extranjera, pues es un acto inicuo que uno no puede menos de censurar. Pero también debo decirle que algunas de esas extranjeras le soliviantan a uno de tal modo, que ni el hombre de ideas más avanzadas puede responder de sus actos. Nadie ha examinado la cuestión en este aspecto, pero estoy seguro de que ello es un error, pues mi punto de vista es perfectamente humano.
Al pronunciar estas palabras, Svidrigailof volvió a echarse a reír. Raskolnikof comprendió que aquel hombre obraba con arreglo a un plan bien elaborado y que era un perillán de clase fina.
‑Debe usted de llevar varios días sin hablar con nadie, ¿verdad? ‑preguntó el joven.
‑Algo de eso hay. Pero dígame: ¿no le extraña a usted mi buen carácter?
‑No, de lo que estoy asombrado es de que tenga usted demasiado buen carácter.
‑Usted dice eso porque no me he dado por ofendido ante el tono grosero de sus preguntas, ¿no es verdad? Sí, no me cabe duda. Pero ¿por qué tenía que enfadarme? Usted me ha preguntado francamente, y yo le he respondido con franqueza ‑su acento rebosaba comprensión y simpatía‑. Ahora ‑continuó, pensativo‑ nada me preocupa, porque ahora no hago absolutamente nada... Por lo demás, usted puede suponer que estoy tratando de ganarme su simpatía con miras interesadas, ya que mi mayor deseo es ver a su hermana, como le he confesado. Pero créame si le digo que estoy verdaderamente aburrido, sobre todo después de mi inactividad de estos tres últimos días. Por eso me he alegrado tanto de verle... No se enfade, Rodion Romanovitch, pero me parece usted un hombre muy extraño. Usted podrá decir que cómo se me ha ocurrido semejante cosa precisamente en este momento, pero es que yo no me refiero a ahora, sino a estos últimos tiempos... En fin, me callo; no quiero verle poner esa cara. No soy tan oso como usted cree.
Raskolnikof le dirigió una mirada sombría.
‑Tal vez no lo sea usted nada. A mí me parece que es un hombre sumamente sociable, o, por lo menos, que sabe usted serlo cuando es preciso.
‑Sin embargo, a mí no me preocupa la opinión ajena ‑repuso Svidrigailof en un tono seco y un tanto altivo‑. Por otra parte, ¿por qué no adoptar los modales de una persona mal educada en un país donde esto tiene tantas ventajas, y sobre todo cuando uno se siente inclinado por temperamento a la mala educación? ‑terminó entre risas.
‑Pues yo he oído decir que usted tiene aquí muchos conocidos y que no es eso que llaman «un hombre sin relaciones». Si no persigue usted ningún fin, ¿a qué ha venido a mi casa?
‑Es cierto que tengo aquí conocidos ‑dijo el visitante, sin responder a la pregunta principal que se le acababa de dirigir‑. Ya me he cruzado con algunos, pues llevo tres días paseando. Yo los he reconocido y ellos me han reconocido a mí, creo yo. Es natural que sea un hombre bien relacionado. Voy bien vestido y se me considera como hombre acomodado, pues, a pesar de la abolición de la servidumbre, nos quedan bosques y praderas fertilizados por nuestros ríos, que siguen proporcionándonos una renta. Pero no quiero reanudar mis antiguas relaciones; hace ya tiempo que estas amistades no me seducen. Ya hace tres días que voy vagando por aquí, y todavía no he visitado a nadie... Además, ¡esta ciudad...! ¿Ha observado usted cómo está edificada? Es una población de funcionarios y seminaristas. Verdaderamente, hay muchas cosas en que yo no me fijaba hace ocho años, cuando no hacía otra cosa que holgazanear e ir por esos círculos, por esos clubes, como el Dussaud. No volveré a visitar ninguno ‑continuó, fingiendo no darse cuenta de la muda interrogación del joven‑. ¿Qué placer se puede experimentar en hacer fullerías?
‑¡Ah!¿Hacía usted trampas en el juego?
‑Sí. Éramos un grupo de personas distinguidas que matábamos así el tiempo. Pertenecíamos a la mejor sociedad. Había entre nosotros poetas y capitalistas. ¿Ha observado usted que aquí, en Rusia, abundan los fulleros entre las personas de buen tono? Yo vivo ahora en el campo, pero estuve encarcelado por deudas. El acreedor era un griego de Nejin. Entonces conocí a Marfa Petrovna. Entró en tratos con mi acreedor, regateó, me liberó de mi deuda mediante la entrega de treinta mil rublos (yo sólo debía setenta mil), nos unimos en legítimo matrimonio y se me llevó al punto a sus propiedades, donde me guardó como un tesoro. Ella tenía cinco años más que yo y me adoraba. En siete años, yo no me moví de allí. Por cierto, que Marfa Petrovna conservó toda su vida el cheque que yo había firmado al griego con nombre falso, de modo que si yo hubiera intentado sacudirme el yugo, ella me habría hecho enchiquerar. Sí, no le quepa duda de que lo habría hecho. Las mujeres tienen estas contradicciones.
‑De no existir ese pagaré, ¿la habría plantado usted?
‑No sé qué decirle. Desde luego, ese documento no me preocupaba lo más mínimo. Yo no sentía deseos de ir a ninguna parte, y la misma Marfa Petrovna, viendo cómo me aburría, me propuso en dos ocasiones que hiciera un viaje al extranjero. Pero yo había ya salido anteriormente de Rusia y el viaje me había disgustado profundamente. Uno contempla un amanecer aquí o allá, o la bahía de Nápoles, o el mar, y se siente dominado por una profunda tristeza. Y lo peor es que uno experimenta una verdadera nostalgia. No, se está mejor en casa. Aquí, al menos, podemos acusar a los demás de todos los males y justificarnos a nuestros propios ojos. Tal vez me vaya al Polo Norte con una expedición, pues j'ai le vin mauvais y no quiero beber. Pero es que no puedo hacer ninguna otra cosa. Ya lo he intentado, pero nada. ¿Ha oído usted decir que Berg va a intentar el domingo una ascensión en globo en el parque Iusupof y que admite pasajeros?
‑¿Pretende usted subir al globo?
‑¿Yo? No, no... Lo he dicho por decir -murmuró Svidrigailof, pensativo.
«¿Será sincero?», pensó Raskolnikof.
‑No, el pagaré no me preocupó en ningún momento ‑dijo Svidrigailof, volviendo al tema interrumpido‑. Permanecía en el campo muy a gusto.
‑Permítame una pregunta. Hasta ayer no llegaron su madre y su hermana, ¿verdad?
Raskolnikof no contestó.
‑Sí, sé que llegaron ayer. Y yo llegué anteayer. Pues bien, he aquí lo que quiero decirle, Rodion Romanovitch. Creo innecesario justificarme, pero permítame otra pregunta: ¿qué hay de criminal en mi conducta, siempre, claro es, que se miren las cosas imparcialmente y sin prejuicios? Usted me dirá que he perseguido en mi propia casa a una muchacha indefensa y que la he insultado con mis proposiciones deshonestas (ya ve usted que yo mismo me adelanto a enfrentarme con la acusación), pero considere usted que soy un hombre et nihil humanum... En una palabra, que soy susceptible de caer en una tentación, de enamorarme, pues esto no depende de nuestra voluntad. Admitido esto, todo se explica del modo más natural. La cuestión puede plantearse así: ¿soy un monstruo o una víctima? Yo creo que soy una víctima, pues cuando proponía al objeto de mi pasión que huyera conmigo a América o a Suiza alimentaba los sentimientos más respetuosos y sólo pensaba en asegurar nuestra felicidad común. La razón es esclava de la pasión, y era yo el primer perjudicado por ella...
‑No se trata de eso -replicó Raskolnikof con un gesto de disgusto‑. Esté usted equivocado o tenga razón, nos parece usted un hombre sencillamente detestable y no queremos ningún trato con usted. No quiero verle en mi casa. ¡Váyase!
Svidrigailof se echó a reír de buena gana.
‑¡A usted no hay modo de engañarlo! ‑exclamó con franca alegría‑. He querido emplear la astucia, pero estos procedimientos no se han hecho para usted.
‑Sin embargo, sigue usted intentando embaucarme.
‑¿Y qué? ‑exclamó Svidrigailof, riendo con todas sus fuerzas‑. Son armas de bonne guerre, como suele decirse; una astucia de lo más inocente... Pero usted no me ha dejado acabar. Sea como fuere, yo le aseguro que no habría ocurrido nada desagradable de no producirse el incidente del jardín. Marfa Petrovna...
‑Se dice ‑le interrumpió rudamente Raskolnikof‑ que a Marfa Petrovna la ha matado usted.
‑¿Conque ya le han hablado de eso? En verdad, es muy comprensible. Pues bien, en cuanto a lo que acaba usted de decir, sólo puedo responderle que tengo la conciencia completamente tranquila sobre ese particular. Es un asunto que no me inspira ningún temor. Todas las formalidades en uso se han cumplido del modo más correcto y minucioso. Según la investigación médica, la muerte obedeció a un ataque de apoplejía producido por un baño tomado después de una copiosa comida en la que la difunta se había bebido una botella de vino casi entera. No se descubrió nada más... No, no es esto lo que me inquieta. Lo que yo me preguntaba mientras el tren me traía hacia aquí era si habría contribuido indirectamente a esta desgracia... con algún arranque de indignación, o algo parecido. Pero he llegado a la conclusión de que no puede haber ocurrido tal cosa.
Raskolnikof se echó a reír.
‑Entonces, no tiene usted por qué preocuparse.
‑¿De qué se ríe? Óigame: yo sólo le di dos latigazos tan flojos que ni siquiera dejaron señal... Le ruego que no me crea un cínico. Yo sé perfectamente que esto es innoble y..., etcétera; pero también sé que a Marfa Petrovna no le desagradó... mi arrebato, digámoslo así. El asunto relacionado con la hermana de usted estaba ya agotado, y Marfa Petrovna, no teniendo ningún asunto que ir llevando por las casas de la ciudad, se veía obligada a permanecer en casa desde hacia tres días. Ya había fastidiado a todo el mundo con la lectura de la carta (¿ha oído usted hablar de esa carta?). De pronto cayeron sobre ella, como enviados por el cielo, aquellos dos latigazos. Lo primero que hizo fue ordenar que preparasen el coche... Sin hablar de esos casos especiales en que las mujeres experimentan un gran placer en que las ofendan, a pesar de la indignación que simulan (casos que se presentan a veces), al hombre, en general, le gusta que lo humillen. ¿No lo ha observado usted? Pero esta particularidad es especialmente frecuente en las mujeres. Incluso se puede afirmar que es algo esencial en su vida.
Hubo un momento en que Raskolnikof pensó en levantarse e irse, para poner término a la conversación, pero cierta curiosidad y también cierto propósito le decidieron a tener paciencia.
‑Le gusta manejar el látigo, ¿eh? ‑preguntó con aire distraído.
‑No lo crea ‑respondió con toda calma Svidrigailof‑. En lo que concierne a Marfa Petrovna, no disputaba casi nunca con ella. Vivíamos en perfecta armonía, y ella estaba satisfecha de mí. Sólo dos veces usé el látigo durante nuestros siete años de vida en común (dejando aparte un tercer caso bastante dudoso). La primera vez fue a los dos meses de casarnos, cuando llegamos a nuestra hacienda, y la segunda, en el caso que acabo de mencionar... Y usted me considera un monstruo, ¿no?, un retrógrado, un partidario de la esclavitud... A propósito, Rodion Romanovitch, ¿recuerda usted que hace algunos años, en el tiempo de nuestras felices asambleas municipales, se cubrió de oprobio a un terrateniente, cuyo nombre no recuerdo, culpable de haber azotado a una extranjera en un vagón de ferrocarril? ¿Se acuerda? Me parece que fue el mismo año en que se produjo «el más horrible incidente del siglo». Es decir, Las noches egipcias, las conferencias, ¿recuerda...? ¡Los ojos negros...! ¡Oh, tiempos maravillosos de nuestra juventud!, ¿dónde estáis...? Pues bien, he aquí mi opinión. Yo critico severamente a ese señor que fustigó a la extranjera, pues es un acto inicuo que uno no puede menos de censurar. Pero también debo decirle que algunas de esas extranjeras le soliviantan a uno de tal modo, que ni el hombre de ideas más avanzadas puede responder de sus actos. Nadie ha examinado la cuestión en este aspecto, pero estoy seguro de que ello es un error, pues mi punto de vista es perfectamente humano.
Al pronunciar estas palabras, Svidrigailof volvió a echarse a reír. Raskolnikof comprendió que aquel hombre obraba con arreglo a un plan bien elaborado y que era un perillán de clase fina.
‑Debe usted de llevar varios días sin hablar con nadie, ¿verdad? ‑preguntó el joven.
‑Algo de eso hay. Pero dígame: ¿no le extraña a usted mi buen carácter?
‑No, de lo que estoy asombrado es de que tenga usted demasiado buen carácter.
‑Usted dice eso porque no me he dado por ofendido ante el tono grosero de sus preguntas, ¿no es verdad? Sí, no me cabe duda. Pero ¿por qué tenía que enfadarme? Usted me ha preguntado francamente, y yo le he respondido con franqueza ‑su acento rebosaba comprensión y simpatía‑. Ahora ‑continuó, pensativo‑ nada me preocupa, porque ahora no hago absolutamente nada... Por lo demás, usted puede suponer que estoy tratando de ganarme su simpatía con miras interesadas, ya que mi mayor deseo es ver a su hermana, como le he confesado. Pero créame si le digo que estoy verdaderamente aburrido, sobre todo después de mi inactividad de estos tres últimos días. Por eso me he alegrado tanto de verle... No se enfade, Rodion Romanovitch, pero me parece usted un hombre muy extraño. Usted podrá decir que cómo se me ha ocurrido semejante cosa precisamente en este momento, pero es que yo no me refiero a ahora, sino a estos últimos tiempos... En fin, me callo; no quiero verle poner esa cara. No soy tan oso como usted cree.
Raskolnikof le dirigió una mirada sombría.
‑Tal vez no lo sea usted nada. A mí me parece que es un hombre sumamente sociable, o, por lo menos, que sabe usted serlo cuando es preciso.
‑Sin embargo, a mí no me preocupa la opinión ajena ‑repuso Svidrigailof en un tono seco y un tanto altivo‑. Por otra parte, ¿por qué no adoptar los modales de una persona mal educada en un país donde esto tiene tantas ventajas, y sobre todo cuando uno se siente inclinado por temperamento a la mala educación? ‑terminó entre risas.
‑Pues yo he oído decir que usted tiene aquí muchos conocidos y que no es eso que llaman «un hombre sin relaciones». Si no persigue usted ningún fin, ¿a qué ha venido a mi casa?
‑Es cierto que tengo aquí conocidos ‑dijo el visitante, sin responder a la pregunta principal que se le acababa de dirigir‑. Ya me he cruzado con algunos, pues llevo tres días paseando. Yo los he reconocido y ellos me han reconocido a mí, creo yo. Es natural que sea un hombre bien relacionado. Voy bien vestido y se me considera como hombre acomodado, pues, a pesar de la abolición de la servidumbre, nos quedan bosques y praderas fertilizados por nuestros ríos, que siguen proporcionándonos una renta. Pero no quiero reanudar mis antiguas relaciones; hace ya tiempo que estas amistades no me seducen. Ya hace tres días que voy vagando por aquí, y todavía no he visitado a nadie... Además, ¡esta ciudad...! ¿Ha observado usted cómo está edificada? Es una población de funcionarios y seminaristas. Verdaderamente, hay muchas cosas en que yo no me fijaba hace ocho años, cuando no hacía otra cosa que holgazanear e ir por esos círculos, por esos clubes, como el Dussaud. No volveré a visitar ninguno ‑continuó, fingiendo no darse cuenta de la muda interrogación del joven‑. ¿Qué placer se puede experimentar en hacer fullerías?
‑¡Ah!¿Hacía usted trampas en el juego?
‑Sí. Éramos un grupo de personas distinguidas que matábamos así el tiempo. Pertenecíamos a la mejor sociedad. Había entre nosotros poetas y capitalistas. ¿Ha observado usted que aquí, en Rusia, abundan los fulleros entre las personas de buen tono? Yo vivo ahora en el campo, pero estuve encarcelado por deudas. El acreedor era un griego de Nejin. Entonces conocí a Marfa Petrovna. Entró en tratos con mi acreedor, regateó, me liberó de mi deuda mediante la entrega de treinta mil rublos (yo sólo debía setenta mil), nos unimos en legítimo matrimonio y se me llevó al punto a sus propiedades, donde me guardó como un tesoro. Ella tenía cinco años más que yo y me adoraba. En siete años, yo no me moví de allí. Por cierto, que Marfa Petrovna conservó toda su vida el cheque que yo había firmado al griego con nombre falso, de modo que si yo hubiera intentado sacudirme el yugo, ella me habría hecho enchiquerar. Sí, no le quepa duda de que lo habría hecho. Las mujeres tienen estas contradicciones.
‑De no existir ese pagaré, ¿la habría plantado usted?
‑No sé qué decirle. Desde luego, ese documento no me preocupaba lo más mínimo. Yo no sentía deseos de ir a ninguna parte, y la misma Marfa Petrovna, viendo cómo me aburría, me propuso en dos ocasiones que hiciera un viaje al extranjero. Pero yo había ya salido anteriormente de Rusia y el viaje me había disgustado profundamente. Uno contempla un amanecer aquí o allá, o la bahía de Nápoles, o el mar, y se siente dominado por una profunda tristeza. Y lo peor es que uno experimenta una verdadera nostalgia. No, se está mejor en casa. Aquí, al menos, podemos acusar a los demás de todos los males y justificarnos a nuestros propios ojos. Tal vez me vaya al Polo Norte con una expedición, pues j'ai le vin mauvais y no quiero beber. Pero es que no puedo hacer ninguna otra cosa. Ya lo he intentado, pero nada. ¿Ha oído usted decir que Berg va a intentar el domingo una ascensión en globo en el parque Iusupof y que admite pasajeros?
‑¿Pretende usted subir al globo?
‑¿Yo? No, no... Lo he dicho por decir -murmuró Svidrigailof, pensativo.
«¿Será sincero?», pensó Raskolnikof.
‑No, el pagaré no me preocupó en ningún momento ‑dijo Svidrigailof, volviendo al tema interrumpido‑. Permanecía en el campo muy a gusto.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
Por otra parte, pronto hará un año que Marfa Petrovna, con motivo de mi cumpleaños, me entregó el documento, como regalo, añadiendo a él una importante cantidad... Pues era rica. «Ya ves cuánta es mi confianza en ti, Arcadio Ivanovitch», me dijo. Sí, le aseguro que me lo dijo así. ¿No lo cree? Yo cumplía a la perfección mis deberes de propietario rural. Se me conocía en toda la comarca. Hacía que me enviaran libros. Esto al principio mereció la aprobación de Marfa Petrovna. Después temió que tanta lectura me fatigara.
‑Me parece que echa mucho de menos a Marfa Petrovna.
‑¿Yo...? Tal vez... A propósito, ¿cree usted en apariciones?
‑¿Qué clase de apariciones?
‑¿Cómo que qué clase? lo que todo el mundo entiende por apariciones.
‑¿Y usted? ¿Usted cree?
‑Si y no. Si usted quiere, no, pour vous plaire... En resumen, que no lo puedo afirmar.
‑¿Usted las ha tenido?
Svidrigailof le dirigió una mirada extraña.
‑Marfa Petrovna tiene la atención de venir a visitarme ‑respondió torciendo la boca en una sonrisa indefinible.
‑¿Es posible?
‑Se me ha aparecido ya tres veces. La primera fue el mismo día de su entierro, o sea la víspera de mi salida para Petersburgo. La segunda, hace dos días, durante mi viaje, en la estación de Malaia Vichera, al amanecer, y la tercera, hace apenas dos horas, en la habitación en que me hospedo. Estaba solo.
‑¿Despierto?
‑Completamente despierto las tres veces. Aparece, me habla unos momentos y se va por la puerta, siempre por la puerta. Incluso me parece oírla marcharse.
‑¿Por qué tendría yo la sensación de que habían de ocurrirle estas cosas? ‑dijo de súbito Raskolnikof, asombrándose de sus palabras apenas las habia pronunciado. Estaba extraordinariamente emocionado.
‑¿De veras ha pensado usted eso? ‑exclamó Svidrigailof, sorprendido‑. ¿De veras? ¡Ah! Ya decía yo que entre nosotros existía cierta afinidad.
‑Usted no ha dicho eso ‑replicó ásperamente Raskolnikof.
‑¿No lo he dicho?
‑No.
‑Pues creía haberlo dicho. Cuando he entrado hace un momento y le he visto acostado, con los ojos cerrados y fingiendo dormir, me he dicho inmediatamente: «Es él mismo.»
‑¿Qué quiere decir eso de «él mismo»? ‑exclamó Raskolnikof‑. ¿A qué se refiere usted?
‑Pues no lo sé ‑respondió Svidrigailof ingenuamente, desconcertado.
Los dos guardaron silencio mientras se devoraban con los ojos.
‑¡Todo eso son tonterías! ‑exclamó Raskolnikof, irritado‑. ¿Qué le dice Marfa Petrovna cuando se le aparece?
‑¿De qué me habla? De nimiedades. Y, para que vea usted lo que es el hombre, eso es precisamente lo que me molesta. La primera vez se me presentó cuando yo estaba rendido por la ceremonia fúnebre, el réquiem, la comida de funerales... Al fin pude aislarme en mi habitación, encendí un cigarro y me entregué a mis reflexiones. De pronto, Marfa Petrovna entró por la puerta y me dijo: «con tanto trajín, te has olvidado de subir la pesa del reloj del comedor.» Y es que durante siete años me encargué yo de este trabajo, y cuando me olvidaba de él, ella me lo recordaba... Al día siguiente partí para Petersburgo. Al amanecer, llegué a la estación que antes le dije y me dirigí a la cantina. Había dormido mal y tenía el cuerpo dolorido y los ojos hinchados. Pedí café. De pronto, ¿sabe usted lo que vi? A Marfa Petrovna, que se sentó a mi lado con un juego de cartas en la mano. «¿Quieres que te prediga, Arcadio Ivanovitch ‑me preguntó‑, cómo transcurrirá tu viaje?» Debo decirle que era una maestra en el arte de echar las cartas... Nunca me perdonaré haberme negado. Eché a correr, presa de pánico. Bien es verdad que la campana que llama a los viajeros al tren estaba ya sonando... Y hoy, cuando me hallaba en mi habitación, luchando por digerir la detestable comida de figón que acababa de echar a mi cuerpo, con un cigarro en la boca, ha entrado Marfa Petrovna, esta vez elegantemente ataviada con un flamante vestido verde de larga cola.
»‑Buenos días, Arcadio Ivanovitch. ¿Qué te parece mi vestido? Aniska no habría sido capaz de hacer una cosa igual.
»Aniska es una costurera de nuestra casa, que primero había sido sierva y que había hecho sus estudios en Moscú... Una bonita muchacha.
»Marfa Petrovna no cesa de dar vueltas ante mí. Yo contemplo el vestido, después la miro a ella a la cara, atentamente.
»‑¿Qué necesidad tienes de venir a consultarme estas bagatelas, Marfa Petrovna?
»‑¿Es que te molesta hasta que venga a verte?
»‑Oye, Marfa Petrovna ‑le digo para mortificarla‑, voy a volver a casarme.
»‑Eso es muy propio de ti ‑me responde‑. Pero no te hace ningún favor casarte cuando todavía está tan reciente la muerte de tu mujer. Aunque tu elección fuera acertada, sólo conseguirías atraerte las críticas de las personas respetables.
»Dicho esto, se ha marchado, y a mí me ha parecido oír el frufrú de su cola. ¡Qué cosas tan absurdas!, ¿verdad?
‑¿No me estará usted contando una serie de mentiras? ‑preguntó Raskolnikof.
‑Miento muy pocas veces ‑repuso Svidrigailof, pensativo y sin que, al parecer, advirtiera lo grosero de la pregunta.
‑Y antes de esto, ¿no había tenido usted apariciones?
‑No... Mejor dicho, sólo una vez, hace seis años. Yo tenía un criado llamado Filka. Acababan de enterrarlo, cuando empecé a gritar, distraído: «¡Filka, mi pipa!» Filka entró y se fue derecho al estante donde estaban alineados mis utensilios de fumador. Como habíamos tenido un fuerte altercado poco antes de su muerte, supuse que su aparición era una venganza. Le grité: «¿Cómo te atreves a presentarte ante mí vestido de ese modo? Se te ven los codos por los boquetes de las mangas. ¡Fuera de aquí, miserable!» Él dio media vuelta, se fue y no se me apareció nunca más. No dije nada de esto a Marfa Petrovna. Mi primera intención fue dedicarle una misa, pero después pensé que esto sería una puerilidad.
‑Usted debe ir al médico.
‑No necesito que usted me lo diga para saber que estoy enfermo, aunque ignoro de qué enfermedad. Sin embargo, yo creo que mi conducta es cinco veces más normal que la de usted. Mi pregunta no ha sido si usted cree que pueden verse apariciones, sino si opina que las apariciones existen.
‑No, de ningún modo puedo creer eso ‑dijo Raskolnikof con cierta irritación.
‑La gente ‑murmuró Svidrigailof como si hablara consigo mismo, inclinando la cabeza y mirando de reojo‑ suele decir: «Estás enfermo. Por lo tanto, todo eso que ves son alucinaciones.» Esto no es razonar con lógica rigurosa. Admito que las apariciones sólo las vean los enfermos; pero esto sólo demuestra que hay que estar enfermo para verlas, no que las apariciones no existan.
‑Estoy seguro de que no existen ‑exclamó Raskolnikof con energía.
‑¿Usted cree?
Observó al joven largamente. Después siguió diciendo:
‑Bien, pero no me negará usted que se puede razonar como yo voy a hacerlo... Le ruego que me ayude... Las apariciones son algo así como fragmentos de otros mundos..., sus ambiciones. Un hombre sano no tiene motivo alguno para verlas, ya que es, ante todo, un hombre terrestre, es decir, material. Por lo tanto, sólo debe vivir para participar en el orden de la vida de aquí abajo. Pero, apenas se pone enfermo, apenas empieza a alterarse el orden normal, terrestre, de su organismo, la posible acción de otro mundo comienza a manifestarse en él, y a medida que se agrava su enfermedad, las relaciones con ese otro mundo se van estrechando, progresión que continúa hasta que la muerte le permite entrar de lleno en él. Si usted cree en una vida futura, nada le impide admitir este razonamiento.
‑Yo no creo en la vida futura ‑replicó Raskolnikof.
Svidrigailof estaba ensimismado.
‑¿Y si no hubiera allí más que arañas y otras cosas parecidas? ‑preguntó de pronto.
«Está loco», pensó Raskolnikof.
‑Nos imaginamos la eternidad ‑continuó Svidrigailof‑ como algo inmenso e inconcebible. Pero ¿por qué ha de ser así necesariamente? ¿Y si, en vez de esto, fuera un cuchitril, uno de esos cuartos de baño lugareños, ennegrecidos por el humo y con telas de araña en todos los rincones? Le confieso que así me la imagino yo a veces.
Raskolnikof experimentó una sensación de malestar.
‑¿Es posible que no haya sabido usted concebir una imagen más justa, más consoladora? ‑preguntó.
‑¿Más justa? ¡Quién sabe si mi punto de vista es el verdadero! Si dependiera de mí, ya me las compondría yo para que lo fuera ‑respondió Svidrigailof con una vaga sonrisa.
Ante esta absurda respuesta, Raskolnikof se estremeció, Svidrigailof levantó la cabeza, le miró fijamente y se echó a reír.
‑Fíjese usted en un detalle y dígame si no es curioso -exclamó‑. Hace media hora, jamás nos habíamos visto, y ahora todavía nos miramos como enemigos, porque tenemos un asunto pendiente de solución. Sin embargo, lo dejamos todo a un lado para ponernos a filosofar. Ya le decía yo que éramos dos cabezas gemelas.
‑Perdone ‑dijo Raskolnikof bruscamente‑. Le ruego que me diga de una vez a qué debo el honor de su visita. Tengo que marcharme.
‑Me parece que echa mucho de menos a Marfa Petrovna.
‑¿Yo...? Tal vez... A propósito, ¿cree usted en apariciones?
‑¿Qué clase de apariciones?
‑¿Cómo que qué clase? lo que todo el mundo entiende por apariciones.
‑¿Y usted? ¿Usted cree?
‑Si y no. Si usted quiere, no, pour vous plaire... En resumen, que no lo puedo afirmar.
‑¿Usted las ha tenido?
Svidrigailof le dirigió una mirada extraña.
‑Marfa Petrovna tiene la atención de venir a visitarme ‑respondió torciendo la boca en una sonrisa indefinible.
‑¿Es posible?
‑Se me ha aparecido ya tres veces. La primera fue el mismo día de su entierro, o sea la víspera de mi salida para Petersburgo. La segunda, hace dos días, durante mi viaje, en la estación de Malaia Vichera, al amanecer, y la tercera, hace apenas dos horas, en la habitación en que me hospedo. Estaba solo.
‑¿Despierto?
‑Completamente despierto las tres veces. Aparece, me habla unos momentos y se va por la puerta, siempre por la puerta. Incluso me parece oírla marcharse.
‑¿Por qué tendría yo la sensación de que habían de ocurrirle estas cosas? ‑dijo de súbito Raskolnikof, asombrándose de sus palabras apenas las habia pronunciado. Estaba extraordinariamente emocionado.
‑¿De veras ha pensado usted eso? ‑exclamó Svidrigailof, sorprendido‑. ¿De veras? ¡Ah! Ya decía yo que entre nosotros existía cierta afinidad.
‑Usted no ha dicho eso ‑replicó ásperamente Raskolnikof.
‑¿No lo he dicho?
‑No.
‑Pues creía haberlo dicho. Cuando he entrado hace un momento y le he visto acostado, con los ojos cerrados y fingiendo dormir, me he dicho inmediatamente: «Es él mismo.»
‑¿Qué quiere decir eso de «él mismo»? ‑exclamó Raskolnikof‑. ¿A qué se refiere usted?
‑Pues no lo sé ‑respondió Svidrigailof ingenuamente, desconcertado.
Los dos guardaron silencio mientras se devoraban con los ojos.
‑¡Todo eso son tonterías! ‑exclamó Raskolnikof, irritado‑. ¿Qué le dice Marfa Petrovna cuando se le aparece?
‑¿De qué me habla? De nimiedades. Y, para que vea usted lo que es el hombre, eso es precisamente lo que me molesta. La primera vez se me presentó cuando yo estaba rendido por la ceremonia fúnebre, el réquiem, la comida de funerales... Al fin pude aislarme en mi habitación, encendí un cigarro y me entregué a mis reflexiones. De pronto, Marfa Petrovna entró por la puerta y me dijo: «con tanto trajín, te has olvidado de subir la pesa del reloj del comedor.» Y es que durante siete años me encargué yo de este trabajo, y cuando me olvidaba de él, ella me lo recordaba... Al día siguiente partí para Petersburgo. Al amanecer, llegué a la estación que antes le dije y me dirigí a la cantina. Había dormido mal y tenía el cuerpo dolorido y los ojos hinchados. Pedí café. De pronto, ¿sabe usted lo que vi? A Marfa Petrovna, que se sentó a mi lado con un juego de cartas en la mano. «¿Quieres que te prediga, Arcadio Ivanovitch ‑me preguntó‑, cómo transcurrirá tu viaje?» Debo decirle que era una maestra en el arte de echar las cartas... Nunca me perdonaré haberme negado. Eché a correr, presa de pánico. Bien es verdad que la campana que llama a los viajeros al tren estaba ya sonando... Y hoy, cuando me hallaba en mi habitación, luchando por digerir la detestable comida de figón que acababa de echar a mi cuerpo, con un cigarro en la boca, ha entrado Marfa Petrovna, esta vez elegantemente ataviada con un flamante vestido verde de larga cola.
»‑Buenos días, Arcadio Ivanovitch. ¿Qué te parece mi vestido? Aniska no habría sido capaz de hacer una cosa igual.
»Aniska es una costurera de nuestra casa, que primero había sido sierva y que había hecho sus estudios en Moscú... Una bonita muchacha.
»Marfa Petrovna no cesa de dar vueltas ante mí. Yo contemplo el vestido, después la miro a ella a la cara, atentamente.
»‑¿Qué necesidad tienes de venir a consultarme estas bagatelas, Marfa Petrovna?
»‑¿Es que te molesta hasta que venga a verte?
»‑Oye, Marfa Petrovna ‑le digo para mortificarla‑, voy a volver a casarme.
»‑Eso es muy propio de ti ‑me responde‑. Pero no te hace ningún favor casarte cuando todavía está tan reciente la muerte de tu mujer. Aunque tu elección fuera acertada, sólo conseguirías atraerte las críticas de las personas respetables.
»Dicho esto, se ha marchado, y a mí me ha parecido oír el frufrú de su cola. ¡Qué cosas tan absurdas!, ¿verdad?
‑¿No me estará usted contando una serie de mentiras? ‑preguntó Raskolnikof.
‑Miento muy pocas veces ‑repuso Svidrigailof, pensativo y sin que, al parecer, advirtiera lo grosero de la pregunta.
‑Y antes de esto, ¿no había tenido usted apariciones?
‑No... Mejor dicho, sólo una vez, hace seis años. Yo tenía un criado llamado Filka. Acababan de enterrarlo, cuando empecé a gritar, distraído: «¡Filka, mi pipa!» Filka entró y se fue derecho al estante donde estaban alineados mis utensilios de fumador. Como habíamos tenido un fuerte altercado poco antes de su muerte, supuse que su aparición era una venganza. Le grité: «¿Cómo te atreves a presentarte ante mí vestido de ese modo? Se te ven los codos por los boquetes de las mangas. ¡Fuera de aquí, miserable!» Él dio media vuelta, se fue y no se me apareció nunca más. No dije nada de esto a Marfa Petrovna. Mi primera intención fue dedicarle una misa, pero después pensé que esto sería una puerilidad.
‑Usted debe ir al médico.
‑No necesito que usted me lo diga para saber que estoy enfermo, aunque ignoro de qué enfermedad. Sin embargo, yo creo que mi conducta es cinco veces más normal que la de usted. Mi pregunta no ha sido si usted cree que pueden verse apariciones, sino si opina que las apariciones existen.
‑No, de ningún modo puedo creer eso ‑dijo Raskolnikof con cierta irritación.
‑La gente ‑murmuró Svidrigailof como si hablara consigo mismo, inclinando la cabeza y mirando de reojo‑ suele decir: «Estás enfermo. Por lo tanto, todo eso que ves son alucinaciones.» Esto no es razonar con lógica rigurosa. Admito que las apariciones sólo las vean los enfermos; pero esto sólo demuestra que hay que estar enfermo para verlas, no que las apariciones no existan.
‑Estoy seguro de que no existen ‑exclamó Raskolnikof con energía.
‑¿Usted cree?
Observó al joven largamente. Después siguió diciendo:
‑Bien, pero no me negará usted que se puede razonar como yo voy a hacerlo... Le ruego que me ayude... Las apariciones son algo así como fragmentos de otros mundos..., sus ambiciones. Un hombre sano no tiene motivo alguno para verlas, ya que es, ante todo, un hombre terrestre, es decir, material. Por lo tanto, sólo debe vivir para participar en el orden de la vida de aquí abajo. Pero, apenas se pone enfermo, apenas empieza a alterarse el orden normal, terrestre, de su organismo, la posible acción de otro mundo comienza a manifestarse en él, y a medida que se agrava su enfermedad, las relaciones con ese otro mundo se van estrechando, progresión que continúa hasta que la muerte le permite entrar de lleno en él. Si usted cree en una vida futura, nada le impide admitir este razonamiento.
‑Yo no creo en la vida futura ‑replicó Raskolnikof.
Svidrigailof estaba ensimismado.
‑¿Y si no hubiera allí más que arañas y otras cosas parecidas? ‑preguntó de pronto.
«Está loco», pensó Raskolnikof.
‑Nos imaginamos la eternidad ‑continuó Svidrigailof‑ como algo inmenso e inconcebible. Pero ¿por qué ha de ser así necesariamente? ¿Y si, en vez de esto, fuera un cuchitril, uno de esos cuartos de baño lugareños, ennegrecidos por el humo y con telas de araña en todos los rincones? Le confieso que así me la imagino yo a veces.
Raskolnikof experimentó una sensación de malestar.
‑¿Es posible que no haya sabido usted concebir una imagen más justa, más consoladora? ‑preguntó.
‑¿Más justa? ¡Quién sabe si mi punto de vista es el verdadero! Si dependiera de mí, ya me las compondría yo para que lo fuera ‑respondió Svidrigailof con una vaga sonrisa.
Ante esta absurda respuesta, Raskolnikof se estremeció, Svidrigailof levantó la cabeza, le miró fijamente y se echó a reír.
‑Fíjese usted en un detalle y dígame si no es curioso -exclamó‑. Hace media hora, jamás nos habíamos visto, y ahora todavía nos miramos como enemigos, porque tenemos un asunto pendiente de solución. Sin embargo, lo dejamos todo a un lado para ponernos a filosofar. Ya le decía yo que éramos dos cabezas gemelas.
‑Perdone ‑dijo Raskolnikof bruscamente‑. Le ruego que me diga de una vez a qué debo el honor de su visita. Tengo que marcharme.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
‑Pues lo va usted a saber. Dígame: su hermana, Avdotia Romanovna, ¿se va a casar con Piotr Petrovitch Lujine?
‑Le ruego que no mezcle a mi hermana en esta conversación, que ni siquiera pronuncie su nombre. Además, no comprendo cómo se atreve usted a nombrarla si verdaderamente es Svidrigailof.
‑¿Cómo quiere usted que no la nombre si he venido expresamente para hablarle a ella?
‑Bien. Hable, pero de prisa.
‑No me cabe duda de que si ha tratado usted sólo durante media hora a mi pariente político el señor Lujine, o si ha oído hablar de él a alguna persona digna de crédito, ya tendrá formada su opinión sobre dicho señor. No es un partido conveniente para Avdotia Romanovna. A mi juicio, Avdotia Romanovna va a sacrificarse de un modo tan magnánimo como impremeditado por... por su familia. Fundándome en todo lo que había oído decir de usted, supuse que le encantaría que ese compromiso matrimonial se rompiera, con tal que ello no reportase ningún perjuicio a su hermana. Ahora que le conozco, estoy seguro de la exactitud de mi suposición.
‑No sea usted ingenuo..., mejor dicho, desvergonzado.
‑¿Cree usted acaso que obro impulsado por el interés? Puede estar tranquilo, Rodion Romanovitch: si fuera así, lo disimularía. No me crea tan imbécil. Respecto a este particular, voy a descubrirle una rareza psicológica. Hace un momento, al excusarme de haber amado a su hermana, le he dicho que yo había sido en este caso la primera victima. Pues bien, le confieso que ahora no siento ningún amor por ella, lo cual me causa verdadero asombro, al recordar lo mucho que la amé.
‑Lo que usted sintió -dijo Raskolnikof‑ fue un capricho de hombre libertino y ocioso.
‑Ciertamente soy un hombre ocioso y libertino; pero su hermana posee tan poderosos atractivos, que no es nada extraño que yo no pudiera desistir. Sin embargo, todo aquello no fue más que una nube de verano, como ahora he podido ver.
‑¿Hace mucho que se ha dado cuenta de eso?
‑Ya hace tiempo que lo sospechaba, pero no me convencí hasta anteayer, en el momento de mi llegada a Petersburgo. Sin embargo, ya habia llegado el tren a Moscú, y aún tenía el convencimiento de que venía aquí con objeto de desbancar a Lujine y obtener la mano de Avdotia Romanovna.
‑Perdone, pero ¿no podría usted abreviar y explicarme el objeto de su visita? Tengo cosas urgentes que hacer.
‑Con mucho gusto. He decidido emprender un viaje y quisiera arreglar ciertos asuntos antes de partir... Mis hijos se han quedado con su tía; son ricos y no me necesitan para nada. Además, ¿cree usted que yo puedo ser un buen padre? Para cubrir mis necesidades personales, sólo me he quedado con la cantidad que me regaló Marfa Petrovna el año pasado. Con ese dinero tengo suficiente... perdone, vuelvo al asunto. Antes de emprender este viaje que tengo en proyecto y que seguramente realizaré he decidido terminar con el señor Lujine. No es que le odie, pero él fue el culpable de mi último disgusto con Marfa Petrovna. Me enfadé cuando supe que este matrimonio había sido un arreglo de mi mujer. Ahora yo desearía que usted intercediera para que Avdotia Romanovna me concediera una entrevista, en la cual le explicaría, en su presencia si usted lo desea así, que su enlace con el señor Lujine no sólo no le reportaría ningún beneficio, sino que, por el contrario, le acarrearía graves inconvenientes. Acto seguido, me excusaría por todas las molestias que le he causado y le pediría permiso para ofrecerle diez mil rublos, lo que le permitiría romper su compromiso con Lujine, ruptura que de buena gana llevará a cabo (estoy seguro de ello) si se le presenta una ocasión.
‑Realmente está usted loco ‑exclamó Raskolnikof, menos irritado que sorprendido‑. ¿Cómo se atreve a hablar de ese modo?
‑Ya sabía yo que pondría usted el grito en el cielo, pero quiero hacerle saber, ante todo, que, aunque no soy rico, puedo desprenderme perfectamente de esos diez mil rublos, es decir, que no los necesito. Si Avdotia Romanovna no los acepta, sólo Dios sabe el estúpido uso que haré de ellos. Por otra parte, tengo la conciencia bien tranquila, pues hago este ofrecimiento sin ningún interés. Tal vez no me crea usted, pero en seguida se convencerá, y lo mismo digo de Avdotia Romanovna. Lo único cierto es que he causado muchas molestias a su honorable hermana, y como estoy sinceramente arrepentido, deseo de todo corazón, no rescatar mis faltas, no pagar esas molestias, sino simplemente hacerle un pequeño servicio para que no pueda decirse que compré el privilegio de causarle solamente males. Si mi proposición ocultara la más leve segunda intención, no la habría hecho con esta franqueza, y tampoco me habría limitado a ofrecerle diez mil rublos, cuando le ofrecí bastante más hace cinco semanas. Además, es muy probable que me case muy pronto con cierta joven, lo que demuestra que no pretendo atraerme a Avdotia Romanovna. Y, para terminar, le diré que si se casa con Lujine, su hermana aceptará esta misma suma, sólo que de otra manera. En fin, Rodion Romanovitch, no se enfade usted y reflexione sobre esto con calma y sangre fría.
Svidrigailof había pronunciado estas palabras con un aplomo extraordinario.
‑Basta ya ‑dijo Raskolnikof‑. Su proposición es de una insolencia imperdonable.
‑No estoy de acuerdo. Según ese criterio, en este mundo un hombre sólo puede perjudicar a sus semejantes y no tiene derecho a hacerles el menor bien, a causa de las estúpidas conveniencias sociales. Esto es absurdo. Si yo muriese y legara esta suma a su hermana, ¿se negaría ella a aceptarla?
‑Es muy posible.
‑Pues yo estoy seguro de que no la rechazaría. Pero no discutamos. Lo cierto es que diez mil rublos no son una cosa despreciable. En fin, fuera como fuere, le ruego que transmita nuestra conversación a Avdotia Romanovna.
‑No lo haré.
‑En tal caso, Rodion Romanovitch, me veré obligado a procurar tener una entrevista con ella, cosa que tal vez la moleste.
‑Y si yo le comunico su proposición, ¿usted no intentará visitarla?
‑Pues... no sé qué decirle. ¡Me gustaría tanto verla, aunque sólo fuera una vez!
‑No cuente con ello.
‑Pues es una lástima. Por otra parte, usted no me conoce. Podríamos llegar a ser buenos amigos.
‑¿Usted cree?
‑¿Por qué no? ‑exclamó Svidrigailof con una sonrisa.
Se levantó y cogió su sombrero.
‑¡Vaya! No quiero molestarle más. Cuando venía hacia aquí no tenía demasiadas esperanzas de... Sin embargo, su cara me había impresionado esta mañana.
‑¿Dónde me ha visto usted esta mañana? ‑preguntó Raskolnikof con visible inquietud.
‑Le vi por pura casualidad. Sin duda, usted y yo tenemos algo en común... Pero no se agite. No me gusta importunar a nadie. He tenido cuestiones con los jugadores de ventaja y no he molestado jamás al príncipe Svirbey, gran personaje y pariente lejano mío. Incluso he escrito pensamientos sobre la Virgen de Rafael en el álbum de la señora Prilukof. He vivido siete años con Marfa Petrovna sin moverme de su hacienda... Y antaño pasé muchas noches en la casa Viasemsky, de la plaza del Mercado... Además, tal vez suba en el globo de Berg.
‑Permítame una pregunta. ¿Piensa usted emprender muy pronto su viaje?
‑¿Qué viaje?
‑El viaje de que me ha hablado usted hace un momento.
‑¿Yo? ¡Ah, sí! Ahora lo recuerdo... Es un asunto muy complicado. ¡Si usted supiera el problema que acaba de remover!
Lanzó una risita aguda.
‑A lo mejor, en vez de viajar, me caso. Se me han hecho proposiciones.
‑¿Aquí?
‑Sí.
‑No ha perdido usted el tiempo.
‑Sin embargo, desearía ver una sola vez a Avdotia Romanovna. Se lo digo en serio... Adiós, hasta la vista... ¡Ah, se me olvidaba! Dígale a su hermana que Marfa Petrovna le ha legado tres mil rublos. Esto es completamente seguro. Marfa Petrovna hizo testamento en mi presencia ocho días antes de morir. Avdotia Romanovna tendrá ese dinero en su poder dentro de unas tres semanas.
‑¿Habla usted en serio?
‑Sí. Dígaselo a su hermana... Bueno, disponga de mí. Me hospedo muy cerca de su casa.
Al salir, Svidrigailof se cruzó con Rasumikhine en el umbral.
‑Le ruego que no mezcle a mi hermana en esta conversación, que ni siquiera pronuncie su nombre. Además, no comprendo cómo se atreve usted a nombrarla si verdaderamente es Svidrigailof.
‑¿Cómo quiere usted que no la nombre si he venido expresamente para hablarle a ella?
‑Bien. Hable, pero de prisa.
‑No me cabe duda de que si ha tratado usted sólo durante media hora a mi pariente político el señor Lujine, o si ha oído hablar de él a alguna persona digna de crédito, ya tendrá formada su opinión sobre dicho señor. No es un partido conveniente para Avdotia Romanovna. A mi juicio, Avdotia Romanovna va a sacrificarse de un modo tan magnánimo como impremeditado por... por su familia. Fundándome en todo lo que había oído decir de usted, supuse que le encantaría que ese compromiso matrimonial se rompiera, con tal que ello no reportase ningún perjuicio a su hermana. Ahora que le conozco, estoy seguro de la exactitud de mi suposición.
‑No sea usted ingenuo..., mejor dicho, desvergonzado.
‑¿Cree usted acaso que obro impulsado por el interés? Puede estar tranquilo, Rodion Romanovitch: si fuera así, lo disimularía. No me crea tan imbécil. Respecto a este particular, voy a descubrirle una rareza psicológica. Hace un momento, al excusarme de haber amado a su hermana, le he dicho que yo había sido en este caso la primera victima. Pues bien, le confieso que ahora no siento ningún amor por ella, lo cual me causa verdadero asombro, al recordar lo mucho que la amé.
‑Lo que usted sintió -dijo Raskolnikof‑ fue un capricho de hombre libertino y ocioso.
‑Ciertamente soy un hombre ocioso y libertino; pero su hermana posee tan poderosos atractivos, que no es nada extraño que yo no pudiera desistir. Sin embargo, todo aquello no fue más que una nube de verano, como ahora he podido ver.
‑¿Hace mucho que se ha dado cuenta de eso?
‑Ya hace tiempo que lo sospechaba, pero no me convencí hasta anteayer, en el momento de mi llegada a Petersburgo. Sin embargo, ya habia llegado el tren a Moscú, y aún tenía el convencimiento de que venía aquí con objeto de desbancar a Lujine y obtener la mano de Avdotia Romanovna.
‑Perdone, pero ¿no podría usted abreviar y explicarme el objeto de su visita? Tengo cosas urgentes que hacer.
‑Con mucho gusto. He decidido emprender un viaje y quisiera arreglar ciertos asuntos antes de partir... Mis hijos se han quedado con su tía; son ricos y no me necesitan para nada. Además, ¿cree usted que yo puedo ser un buen padre? Para cubrir mis necesidades personales, sólo me he quedado con la cantidad que me regaló Marfa Petrovna el año pasado. Con ese dinero tengo suficiente... perdone, vuelvo al asunto. Antes de emprender este viaje que tengo en proyecto y que seguramente realizaré he decidido terminar con el señor Lujine. No es que le odie, pero él fue el culpable de mi último disgusto con Marfa Petrovna. Me enfadé cuando supe que este matrimonio había sido un arreglo de mi mujer. Ahora yo desearía que usted intercediera para que Avdotia Romanovna me concediera una entrevista, en la cual le explicaría, en su presencia si usted lo desea así, que su enlace con el señor Lujine no sólo no le reportaría ningún beneficio, sino que, por el contrario, le acarrearía graves inconvenientes. Acto seguido, me excusaría por todas las molestias que le he causado y le pediría permiso para ofrecerle diez mil rublos, lo que le permitiría romper su compromiso con Lujine, ruptura que de buena gana llevará a cabo (estoy seguro de ello) si se le presenta una ocasión.
‑Realmente está usted loco ‑exclamó Raskolnikof, menos irritado que sorprendido‑. ¿Cómo se atreve a hablar de ese modo?
‑Ya sabía yo que pondría usted el grito en el cielo, pero quiero hacerle saber, ante todo, que, aunque no soy rico, puedo desprenderme perfectamente de esos diez mil rublos, es decir, que no los necesito. Si Avdotia Romanovna no los acepta, sólo Dios sabe el estúpido uso que haré de ellos. Por otra parte, tengo la conciencia bien tranquila, pues hago este ofrecimiento sin ningún interés. Tal vez no me crea usted, pero en seguida se convencerá, y lo mismo digo de Avdotia Romanovna. Lo único cierto es que he causado muchas molestias a su honorable hermana, y como estoy sinceramente arrepentido, deseo de todo corazón, no rescatar mis faltas, no pagar esas molestias, sino simplemente hacerle un pequeño servicio para que no pueda decirse que compré el privilegio de causarle solamente males. Si mi proposición ocultara la más leve segunda intención, no la habría hecho con esta franqueza, y tampoco me habría limitado a ofrecerle diez mil rublos, cuando le ofrecí bastante más hace cinco semanas. Además, es muy probable que me case muy pronto con cierta joven, lo que demuestra que no pretendo atraerme a Avdotia Romanovna. Y, para terminar, le diré que si se casa con Lujine, su hermana aceptará esta misma suma, sólo que de otra manera. En fin, Rodion Romanovitch, no se enfade usted y reflexione sobre esto con calma y sangre fría.
Svidrigailof había pronunciado estas palabras con un aplomo extraordinario.
‑Basta ya ‑dijo Raskolnikof‑. Su proposición es de una insolencia imperdonable.
‑No estoy de acuerdo. Según ese criterio, en este mundo un hombre sólo puede perjudicar a sus semejantes y no tiene derecho a hacerles el menor bien, a causa de las estúpidas conveniencias sociales. Esto es absurdo. Si yo muriese y legara esta suma a su hermana, ¿se negaría ella a aceptarla?
‑Es muy posible.
‑Pues yo estoy seguro de que no la rechazaría. Pero no discutamos. Lo cierto es que diez mil rublos no son una cosa despreciable. En fin, fuera como fuere, le ruego que transmita nuestra conversación a Avdotia Romanovna.
‑No lo haré.
‑En tal caso, Rodion Romanovitch, me veré obligado a procurar tener una entrevista con ella, cosa que tal vez la moleste.
‑Y si yo le comunico su proposición, ¿usted no intentará visitarla?
‑Pues... no sé qué decirle. ¡Me gustaría tanto verla, aunque sólo fuera una vez!
‑No cuente con ello.
‑Pues es una lástima. Por otra parte, usted no me conoce. Podríamos llegar a ser buenos amigos.
‑¿Usted cree?
‑¿Por qué no? ‑exclamó Svidrigailof con una sonrisa.
Se levantó y cogió su sombrero.
‑¡Vaya! No quiero molestarle más. Cuando venía hacia aquí no tenía demasiadas esperanzas de... Sin embargo, su cara me había impresionado esta mañana.
‑¿Dónde me ha visto usted esta mañana? ‑preguntó Raskolnikof con visible inquietud.
‑Le vi por pura casualidad. Sin duda, usted y yo tenemos algo en común... Pero no se agite. No me gusta importunar a nadie. He tenido cuestiones con los jugadores de ventaja y no he molestado jamás al príncipe Svirbey, gran personaje y pariente lejano mío. Incluso he escrito pensamientos sobre la Virgen de Rafael en el álbum de la señora Prilukof. He vivido siete años con Marfa Petrovna sin moverme de su hacienda... Y antaño pasé muchas noches en la casa Viasemsky, de la plaza del Mercado... Además, tal vez suba en el globo de Berg.
‑Permítame una pregunta. ¿Piensa usted emprender muy pronto su viaje?
‑¿Qué viaje?
‑El viaje de que me ha hablado usted hace un momento.
‑¿Yo? ¡Ah, sí! Ahora lo recuerdo... Es un asunto muy complicado. ¡Si usted supiera el problema que acaba de remover!
Lanzó una risita aguda.
‑A lo mejor, en vez de viajar, me caso. Se me han hecho proposiciones.
‑¿Aquí?
‑Sí.
‑No ha perdido usted el tiempo.
‑Sin embargo, desearía ver una sola vez a Avdotia Romanovna. Se lo digo en serio... Adiós, hasta la vista... ¡Ah, se me olvidaba! Dígale a su hermana que Marfa Petrovna le ha legado tres mil rublos. Esto es completamente seguro. Marfa Petrovna hizo testamento en mi presencia ocho días antes de morir. Avdotia Romanovna tendrá ese dinero en su poder dentro de unas tres semanas.
‑¿Habla usted en serio?
‑Sí. Dígaselo a su hermana... Bueno, disponga de mí. Me hospedo muy cerca de su casa.
Al salir, Svidrigailof se cruzó con Rasumikhine en el umbral.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
Cuarta Parte: Capítulo II
Eran cerca de las ocho. Los dos jóvenes se dirigieron a paso ligero al edificio Bakaleev, con el propósito de llegar antes que Lujine.
‑¿Quién era ese señor que estaba contigo? ‑preguntó Rasumikhine apenas llegaron a la calle.
‑Es Svidrigailof, ese hacendado que hizo la corte a mi hermana cuando la tuvo en su casa como institutriz. A causa de esta persecución, Marfa Petrovna, la esposa de Svidrigailof, echó a mi hermana de la casa. Esta señora pidió después perdón a Dunia, y ahora, hace unos días, ha muerto de repente. De ella hemos hablado hace un momento. No sé por qué temo tanto a ese hombre. Inmediatamente después del entierro de su mujer se ha venido a Petersburgo. Es un tipo muy extraño y parece abrigar algún proyecto misterioso. ¿Qué es lo que proyectará? Hay que proteger a Dunia contra él. Estaba deseando poder decírtelo.
‑¿Protegerla? Pero ¿qué mal puede él hacer a Avdotia Romanovna? En fin, Rodia, te agradezco esta prueba de confianza. Puedes estar tranquilo, que protegeremos a tu hermana. ¿Dónde vive ese hombre?
‑No lo sé.
‑¿Por qué no se lo has preguntado? Ha sido una lástima. Pero te aseguro que me enteraré.
‑¿Te has fijado en él? ‑preguntó Raskolnikof tras una pausa.
‑Sí, lo he podido observar perfectamente.
‑¿De veras lo has podido examinar bien? ‑insistió Raskolnikof.
‑Sí, recuerdo todos sus rasgos. Reconocería a ese hombre entre mil, pues tengo buena memoria para las fisonomías.
Callaron nuevamente.
‑Oye ‑murmuró Raskolnikof‑, ¿sabes que...? Mira, estaba pensando que... ¿no habrá sido todo una ilusión?
‑Pero ¿qué dices? No lo entiendo.
Raskolnikof torció la boca en una sonrisa.
‑Te lo diré claramente. Todos creeréis que me he vuelto loco, y a mí me parece que tal vez es verdad, que he perdido la razón y que, por lo tanto, lo que he visto ha sido un espectro.
‑Pero ¿qué disparates estás diciendo?
‑Sí, tal vez esté loco y todos los acontecimientos de estos últimos días sólo hayan ocurrido en mi imaginación.
‑¡A ti te ha trastornado ese hombre, Rodia! ¿Qué te ha dicho? ¿Qué quería de ti?
Raskolnikof no le contestó. Rasumikhine reflexionó un instante.
‑Bueno, te lo voy a contar todo ‑dijo‑. He pasado por tu casa y he visto que estabas durmiendo. Entonces hemos comido y luego yo he visitado a Porfirio Petrovitch. Zamiotof estaba con él todavía. Intenté empezar en seguida mis explicaciones, pero no lo conseguí. No había medio de entrar en materia como era debido. Ellos parecían no comprender y, por otra parte, no mostraban la menor desazón. Al fin, me llevo a Porfirio junto a la ventana y empiezo a hablarle, sin obtener mejores resultados. Él mira hacia un lado, yo hacia otro. Finalmente le acerco el puño a la cara y le digo que le voy a hacer polvo. Él se limita a mirarme en silencio. Yo escupo y me voy. Así termina la escena. Ha sido una estupidez. Con Zamiotof no he cruzado una sola palabra... Yo temía haberte causado algún perjuicio con mi conducta; pero cuando bajaba la escalera he tenido un relámpago de lucidez. ¿Por qué tenemos que preocuparnos tú ni yo? Si a ti te amenazara algún peligro, tal inquietud se comprendería; pero ¿qué tienes tú que temer? Tú no tienes nada que ver con ese dichoso asunto y, por lo tanto, puedes reírte de ellos. Más adelante podremos reírnos en sus propias narices, y si yo estuviera en tu lugar, me divertiría haciéndoles creer que están en lo cierto. Piensa en su bochorno cuando se den cuenta de su tremendo error. No lo pensemos más. Ya les diremos lo que se merecen cuando llegue el momento. Ahora limitémonos a burlarnos de ellos.
‑Tienes razón ‑dijo Raskolnikof.
Y pensó: «¿Qué dirás más adelante, cuando lo sepas todo...? Es extraño: nunca se me había ocurrido pensar qué dirá Rasumikhine cuando se entere.»
Después de hacerse esta reflexión miró fijamente a su amigo. El relato de la visita a Porfirio Petrovitch no le había interesado apenas. ¡Se habían sumado tantos motivos de preocupación durante las últimas horas a los que tenía desde hacía tiempo!
En el pasillo se encontraron con Lujine. Había llegado a las ocho en punto y estaba buscando el número de la habitación de su prometida. Los tres cruzaron la puerta exterior casi al mismo tiempo, sin saludarse y sin mirarse siquiera. Los dos jóvenes entraron primero en la habitación. Piotr Petrovitch, siempre riguroso en cuestiones de etiqueta, se retrasó un momento en el vestíbulo para quitarse el sobretodo. Pulqueria Alejandrovna se dirigió inmediatamente a él, mientras Dunia saludaba a su hermano.
Piotr Petrovitch entró en la habitación y saludó a las damas con la mayor amabilidad, pero con una gravedad exagerada. Parecía, además, un tanto desconcertado. Pulqueria Alejandrovna, que también daba muestras de cierta turbación, se apresuró a hacerlos sentar a todos a la mesa redonda donde hervía el samovar. Dunia y Lujine quedaron el uno frente al otro, y Rasumikhine y Raskolnikof se sentaron de cara a Pulqueria Alejandrovna, aquél al lado de Lujine, y Raskolnikof junto a su hermana.
Hubo un momento de silencio. Lujine sacó con toda lentitud un pañuelo de batista perfumado y se sonó con aire de hombre amable pero herido en su dignidad y decidido a pedir explicaciones. Apenas había entrado en el vestíbulo, le había acometido la idea de no quitarse el gabán y retirarse, para castigar severamente a las dos damas y hacerles comprender la gravedad del acto que habían cometido. Pero no se había atrevido a tanto. Por otra parte, le gustaban las situaciones claras y deseaba despejar la siguiente incógnita: Pulqueria Alejandrovna y su hija debían de tener algún motivo para haber desatendido tan abiertamente su prohibición, y este motivo era lo primero que él necesitaba conocer. Después tendría tiempo de aplicar el castigo adecuado.
‑Deseo que hayan tenido un buen viaje ‑dijo a Pulqueria Alejandrovna en un tono puramente formulario.
‑Así ha sido, gracias a Dios, Piotr Petrovitch.
‑Lo celebro de veras. ¿Y para usted no ha resultado fatigoso, Avdotia Romanovna?
‑Yo soy joven y fuerte y no me fatigo ‑repuso Dunia‑; pero mamá ha llegado rendida.
‑¿Qué quieren ustedes? ‑dijo Lujine‑. Nuestros trayectos son interminables, pues nuestra madre Rusia es vastísima... A mí me fue materialmente imposible ir a recibirlas, pese a mi firme propósito de hacerlo. Sin embargo, confío en que no tropezarían ustedes con demasiadas dificultades.
‑Pues sí, Piotr Petrovitch ‑se apresuró a contestar Pulqueria Alejandrovna en un tono especial‑, nos vimos verdaderamente apuradas, y si Dios no nos hubiera enviado a Dmitri Prokofitch, no sé qué habría sido de nosotras. Me refiero a este joven. Permítame que se lo presente: Dmitri Prokofitch Rasumikhine.
‑¡Ah! ¿Es este joven? Ya tuve el placer de conocerlo ayer ‑murmuró Lujine lanzando al estudiante una mirada de reojo y enmudeciendo después con las cejas fruncidas.
Piotr Petrovitch era uno de esos hombres que, a costa de no pocos esfuerzos, se muestran amabilísimos en sociedad, pero que, a la menor contrariedad, pierde los estribos de tal modo, que más parecen patanes que distinguidos caballeros.
Hubo un nuevo silencio. Raskolnikof se encerraba en un obstinado mutismo. Avdotia Romanovna juzgaba que en aquellas circunstancias no le correspondía a ella romper el silencio. Rasumikhine no tenía nada que decir. En consecuencia, fue Pulqueria Alejandrovna la que tuvo que reanudar la conversación.
‑¿Sabe usted que ha muerto Marfa Petrovna? ‑preguntó, echando mano de su supremo recurso.
‑¿Cómo no? Me lo comunicaron en seguida. Es más, puedo informarla a usted de que Arcadio Ivanovitch Svidrigailof partió para Petersburgo inmediatamente después del entierro de su esposa. Lo sé de buena tinta.
‑¿Cómo? ¿Ha venido a Petersburgo? ‑exclamó Dunetchka, alarmada y cambiando una mirada con su madre.
‑Lo que usted oye. Y, dada la precipitación de este viaje y las circunstancias que lo han precedido, hay que suponer que abriga alguna intención oculta.
‑¡Señor! ¿Es posible que venga a molestar a Dunetchka hasta aquí?
‑Mi opinión es que no tienen ustedes motivo para inquietarse demasiado, ya que eludirán toda clase de relaciones con él. En lo que a mí concierne, estoy ojo avizor y pronto sabré adónde ha ido a parar.
‑¡Ah, Piotr Petrovitch! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna‑. Usted no se puede imaginar hasta qué punto me inquieta esa noticia. No he visto a ese hombre más que dos veces, pero esto ha bastado para que le considere un ser monstruoso. Estoy segura de que es el culpable de la muerte de Marfa Petrovna.
‑Sobre este punto, nada se puede afirmar. Lo digo porque poseo informes exactos. No niego que los malos tratos de ese hombre hayan podido acelerar en cierto modo el curso normal de las cosas. En cuanto a su conducta y, en general, en cuanto a su índole moral, estoy de acuerdo con usted. Ignoro si ahora es rico y qué herencia habrá recibido de Marfa Petrovna, pero no tardaré en saberlo. Lo indudable es que, al vivir aquí, en Petersburgo, reanudará su antiguo género de vida, por pocos recursos que tenga para ello. Es un hombre depravado y lleno de vicios. Tengo fundados motivos para creer que Marfa Petrovna, que tuvo la desgracia de enamorarse de él, además de pagarle todas sus deudas, le prestó hace ocho años un extraordinario servicio de otra índole. A fuerza de gestiones y sacrificios, esa mujer consiguió ahogar en su origen un asunto criminal que bien podría haber terminado con la deportación del señor Svidrigailof a Siberia. Se trata de un asesinato tan monstruoso, que raya en lo increíble.
‑¡Señor Señor! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna.
Raskolnikof escuchaba atentamente.
‑¿Dice usted que habla basándose en informes dignos de crédito? ‑preguntó severamente Avdotia Romanovna.
‑Me limito a repetir lo que me confió en secreto Marfa Petrovna. Desde luego, el asunto está muy confuso desde el punto de vista jurídico. En aquella época habitaba aquí, e incluso parece que sigue habitando, una extranjera llamada Resslich que hacía pequeños préstamos y se dedicaba a otros trabajos. Entre esa mujer y el señor Svidrigailof existían desde hacía tiempo relaciones tan íntimas como misteriosas. La extranjera tenía en su casa a una parienta lejana, me parece que una sobrina, que tenía quince años, o tal vez catorce, y era sordomuda. Resslich odiaba a esta niña: apenas le daba de comer y la golpeaba bárbaramente. Un día la encontraron ahorcada en el granero. Cumplidas las formalidades acostumbradas, se dictaminó que se trataba de un suicidio. Pero cuando el asunto parecía terminado, la policía notificó que la chiquilla había sido violada por Svidrigailof. Cierto que todo esto estaba bastante confuso y que la acusación procedía de otra extranjera, una alemana cuya inmoralidad era notoria y cuyo testimonio no podía tenerse en cuenta. Al fin, la denuncia fue retirada, gracias a los esfuerzos y al dinero de Marfa Petrovna. Entonces todo quedó reducido a los rumores que circulaban; pero esos rumores eran muy significativos. Sin duda, Avdotia Romanovna, cuando estaba usted en casa de esos señores, oía hablar de aquel criado llamado Filka, que murió a consecuencia de los malos tratos que se le dieron en aquellos tiempos en que existía la esclavitud.
‑Lo que yo oí decir fue que Filka se había suicidado.
‑Eso es cierto y muy cierto; pero no cabe duda de que la causa del suicidio fueron los malos tratos y las sistemáticas vejaciones que Filka recibía.
‑Eso lo ignoraba ‑respondió Dunia secamente‑. Lo que yo supe sobre este particular fue algo sumamente extraño. Ese Filka era, al parecer, un neurasténico, una especie de filósofo de baja estofa. Sus compañeros
Eran cerca de las ocho. Los dos jóvenes se dirigieron a paso ligero al edificio Bakaleev, con el propósito de llegar antes que Lujine.
‑¿Quién era ese señor que estaba contigo? ‑preguntó Rasumikhine apenas llegaron a la calle.
‑Es Svidrigailof, ese hacendado que hizo la corte a mi hermana cuando la tuvo en su casa como institutriz. A causa de esta persecución, Marfa Petrovna, la esposa de Svidrigailof, echó a mi hermana de la casa. Esta señora pidió después perdón a Dunia, y ahora, hace unos días, ha muerto de repente. De ella hemos hablado hace un momento. No sé por qué temo tanto a ese hombre. Inmediatamente después del entierro de su mujer se ha venido a Petersburgo. Es un tipo muy extraño y parece abrigar algún proyecto misterioso. ¿Qué es lo que proyectará? Hay que proteger a Dunia contra él. Estaba deseando poder decírtelo.
‑¿Protegerla? Pero ¿qué mal puede él hacer a Avdotia Romanovna? En fin, Rodia, te agradezco esta prueba de confianza. Puedes estar tranquilo, que protegeremos a tu hermana. ¿Dónde vive ese hombre?
‑No lo sé.
‑¿Por qué no se lo has preguntado? Ha sido una lástima. Pero te aseguro que me enteraré.
‑¿Te has fijado en él? ‑preguntó Raskolnikof tras una pausa.
‑Sí, lo he podido observar perfectamente.
‑¿De veras lo has podido examinar bien? ‑insistió Raskolnikof.
‑Sí, recuerdo todos sus rasgos. Reconocería a ese hombre entre mil, pues tengo buena memoria para las fisonomías.
Callaron nuevamente.
‑Oye ‑murmuró Raskolnikof‑, ¿sabes que...? Mira, estaba pensando que... ¿no habrá sido todo una ilusión?
‑Pero ¿qué dices? No lo entiendo.
Raskolnikof torció la boca en una sonrisa.
‑Te lo diré claramente. Todos creeréis que me he vuelto loco, y a mí me parece que tal vez es verdad, que he perdido la razón y que, por lo tanto, lo que he visto ha sido un espectro.
‑Pero ¿qué disparates estás diciendo?
‑Sí, tal vez esté loco y todos los acontecimientos de estos últimos días sólo hayan ocurrido en mi imaginación.
‑¡A ti te ha trastornado ese hombre, Rodia! ¿Qué te ha dicho? ¿Qué quería de ti?
Raskolnikof no le contestó. Rasumikhine reflexionó un instante.
‑Bueno, te lo voy a contar todo ‑dijo‑. He pasado por tu casa y he visto que estabas durmiendo. Entonces hemos comido y luego yo he visitado a Porfirio Petrovitch. Zamiotof estaba con él todavía. Intenté empezar en seguida mis explicaciones, pero no lo conseguí. No había medio de entrar en materia como era debido. Ellos parecían no comprender y, por otra parte, no mostraban la menor desazón. Al fin, me llevo a Porfirio junto a la ventana y empiezo a hablarle, sin obtener mejores resultados. Él mira hacia un lado, yo hacia otro. Finalmente le acerco el puño a la cara y le digo que le voy a hacer polvo. Él se limita a mirarme en silencio. Yo escupo y me voy. Así termina la escena. Ha sido una estupidez. Con Zamiotof no he cruzado una sola palabra... Yo temía haberte causado algún perjuicio con mi conducta; pero cuando bajaba la escalera he tenido un relámpago de lucidez. ¿Por qué tenemos que preocuparnos tú ni yo? Si a ti te amenazara algún peligro, tal inquietud se comprendería; pero ¿qué tienes tú que temer? Tú no tienes nada que ver con ese dichoso asunto y, por lo tanto, puedes reírte de ellos. Más adelante podremos reírnos en sus propias narices, y si yo estuviera en tu lugar, me divertiría haciéndoles creer que están en lo cierto. Piensa en su bochorno cuando se den cuenta de su tremendo error. No lo pensemos más. Ya les diremos lo que se merecen cuando llegue el momento. Ahora limitémonos a burlarnos de ellos.
‑Tienes razón ‑dijo Raskolnikof.
Y pensó: «¿Qué dirás más adelante, cuando lo sepas todo...? Es extraño: nunca se me había ocurrido pensar qué dirá Rasumikhine cuando se entere.»
Después de hacerse esta reflexión miró fijamente a su amigo. El relato de la visita a Porfirio Petrovitch no le había interesado apenas. ¡Se habían sumado tantos motivos de preocupación durante las últimas horas a los que tenía desde hacía tiempo!
En el pasillo se encontraron con Lujine. Había llegado a las ocho en punto y estaba buscando el número de la habitación de su prometida. Los tres cruzaron la puerta exterior casi al mismo tiempo, sin saludarse y sin mirarse siquiera. Los dos jóvenes entraron primero en la habitación. Piotr Petrovitch, siempre riguroso en cuestiones de etiqueta, se retrasó un momento en el vestíbulo para quitarse el sobretodo. Pulqueria Alejandrovna se dirigió inmediatamente a él, mientras Dunia saludaba a su hermano.
Piotr Petrovitch entró en la habitación y saludó a las damas con la mayor amabilidad, pero con una gravedad exagerada. Parecía, además, un tanto desconcertado. Pulqueria Alejandrovna, que también daba muestras de cierta turbación, se apresuró a hacerlos sentar a todos a la mesa redonda donde hervía el samovar. Dunia y Lujine quedaron el uno frente al otro, y Rasumikhine y Raskolnikof se sentaron de cara a Pulqueria Alejandrovna, aquél al lado de Lujine, y Raskolnikof junto a su hermana.
Hubo un momento de silencio. Lujine sacó con toda lentitud un pañuelo de batista perfumado y se sonó con aire de hombre amable pero herido en su dignidad y decidido a pedir explicaciones. Apenas había entrado en el vestíbulo, le había acometido la idea de no quitarse el gabán y retirarse, para castigar severamente a las dos damas y hacerles comprender la gravedad del acto que habían cometido. Pero no se había atrevido a tanto. Por otra parte, le gustaban las situaciones claras y deseaba despejar la siguiente incógnita: Pulqueria Alejandrovna y su hija debían de tener algún motivo para haber desatendido tan abiertamente su prohibición, y este motivo era lo primero que él necesitaba conocer. Después tendría tiempo de aplicar el castigo adecuado.
‑Deseo que hayan tenido un buen viaje ‑dijo a Pulqueria Alejandrovna en un tono puramente formulario.
‑Así ha sido, gracias a Dios, Piotr Petrovitch.
‑Lo celebro de veras. ¿Y para usted no ha resultado fatigoso, Avdotia Romanovna?
‑Yo soy joven y fuerte y no me fatigo ‑repuso Dunia‑; pero mamá ha llegado rendida.
‑¿Qué quieren ustedes? ‑dijo Lujine‑. Nuestros trayectos son interminables, pues nuestra madre Rusia es vastísima... A mí me fue materialmente imposible ir a recibirlas, pese a mi firme propósito de hacerlo. Sin embargo, confío en que no tropezarían ustedes con demasiadas dificultades.
‑Pues sí, Piotr Petrovitch ‑se apresuró a contestar Pulqueria Alejandrovna en un tono especial‑, nos vimos verdaderamente apuradas, y si Dios no nos hubiera enviado a Dmitri Prokofitch, no sé qué habría sido de nosotras. Me refiero a este joven. Permítame que se lo presente: Dmitri Prokofitch Rasumikhine.
‑¡Ah! ¿Es este joven? Ya tuve el placer de conocerlo ayer ‑murmuró Lujine lanzando al estudiante una mirada de reojo y enmudeciendo después con las cejas fruncidas.
Piotr Petrovitch era uno de esos hombres que, a costa de no pocos esfuerzos, se muestran amabilísimos en sociedad, pero que, a la menor contrariedad, pierde los estribos de tal modo, que más parecen patanes que distinguidos caballeros.
Hubo un nuevo silencio. Raskolnikof se encerraba en un obstinado mutismo. Avdotia Romanovna juzgaba que en aquellas circunstancias no le correspondía a ella romper el silencio. Rasumikhine no tenía nada que decir. En consecuencia, fue Pulqueria Alejandrovna la que tuvo que reanudar la conversación.
‑¿Sabe usted que ha muerto Marfa Petrovna? ‑preguntó, echando mano de su supremo recurso.
‑¿Cómo no? Me lo comunicaron en seguida. Es más, puedo informarla a usted de que Arcadio Ivanovitch Svidrigailof partió para Petersburgo inmediatamente después del entierro de su esposa. Lo sé de buena tinta.
‑¿Cómo? ¿Ha venido a Petersburgo? ‑exclamó Dunetchka, alarmada y cambiando una mirada con su madre.
‑Lo que usted oye. Y, dada la precipitación de este viaje y las circunstancias que lo han precedido, hay que suponer que abriga alguna intención oculta.
‑¡Señor! ¿Es posible que venga a molestar a Dunetchka hasta aquí?
‑Mi opinión es que no tienen ustedes motivo para inquietarse demasiado, ya que eludirán toda clase de relaciones con él. En lo que a mí concierne, estoy ojo avizor y pronto sabré adónde ha ido a parar.
‑¡Ah, Piotr Petrovitch! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna‑. Usted no se puede imaginar hasta qué punto me inquieta esa noticia. No he visto a ese hombre más que dos veces, pero esto ha bastado para que le considere un ser monstruoso. Estoy segura de que es el culpable de la muerte de Marfa Petrovna.
‑Sobre este punto, nada se puede afirmar. Lo digo porque poseo informes exactos. No niego que los malos tratos de ese hombre hayan podido acelerar en cierto modo el curso normal de las cosas. En cuanto a su conducta y, en general, en cuanto a su índole moral, estoy de acuerdo con usted. Ignoro si ahora es rico y qué herencia habrá recibido de Marfa Petrovna, pero no tardaré en saberlo. Lo indudable es que, al vivir aquí, en Petersburgo, reanudará su antiguo género de vida, por pocos recursos que tenga para ello. Es un hombre depravado y lleno de vicios. Tengo fundados motivos para creer que Marfa Petrovna, que tuvo la desgracia de enamorarse de él, además de pagarle todas sus deudas, le prestó hace ocho años un extraordinario servicio de otra índole. A fuerza de gestiones y sacrificios, esa mujer consiguió ahogar en su origen un asunto criminal que bien podría haber terminado con la deportación del señor Svidrigailof a Siberia. Se trata de un asesinato tan monstruoso, que raya en lo increíble.
‑¡Señor Señor! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna.
Raskolnikof escuchaba atentamente.
‑¿Dice usted que habla basándose en informes dignos de crédito? ‑preguntó severamente Avdotia Romanovna.
‑Me limito a repetir lo que me confió en secreto Marfa Petrovna. Desde luego, el asunto está muy confuso desde el punto de vista jurídico. En aquella época habitaba aquí, e incluso parece que sigue habitando, una extranjera llamada Resslich que hacía pequeños préstamos y se dedicaba a otros trabajos. Entre esa mujer y el señor Svidrigailof existían desde hacía tiempo relaciones tan íntimas como misteriosas. La extranjera tenía en su casa a una parienta lejana, me parece que una sobrina, que tenía quince años, o tal vez catorce, y era sordomuda. Resslich odiaba a esta niña: apenas le daba de comer y la golpeaba bárbaramente. Un día la encontraron ahorcada en el granero. Cumplidas las formalidades acostumbradas, se dictaminó que se trataba de un suicidio. Pero cuando el asunto parecía terminado, la policía notificó que la chiquilla había sido violada por Svidrigailof. Cierto que todo esto estaba bastante confuso y que la acusación procedía de otra extranjera, una alemana cuya inmoralidad era notoria y cuyo testimonio no podía tenerse en cuenta. Al fin, la denuncia fue retirada, gracias a los esfuerzos y al dinero de Marfa Petrovna. Entonces todo quedó reducido a los rumores que circulaban; pero esos rumores eran muy significativos. Sin duda, Avdotia Romanovna, cuando estaba usted en casa de esos señores, oía hablar de aquel criado llamado Filka, que murió a consecuencia de los malos tratos que se le dieron en aquellos tiempos en que existía la esclavitud.
‑Lo que yo oí decir fue que Filka se había suicidado.
‑Eso es cierto y muy cierto; pero no cabe duda de que la causa del suicidio fueron los malos tratos y las sistemáticas vejaciones que Filka recibía.
‑Eso lo ignoraba ‑respondió Dunia secamente‑. Lo que yo supe sobre este particular fue algo sumamente extraño. Ese Filka era, al parecer, un neurasténico, una especie de filósofo de baja estofa. Sus compañeros
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
decían de él que el exceso de lectura le había trastornado. Y se afirmaba que se había suicidado por librarse de las burlas más que de los golpes de su dueño. Yo siempre he visto que el señor Svidrigailof trataba a sus sirvientes de un modo humanitario. Por eso incluso le querían, aunque, te confieso, les oí acusarle de la muerte de Filka.
‑Veo, Avdotia Romanovna, que se siente usted inclinada a justificarle ‑dijo Lujine, torciendo la boca con una sonrisa equívoca‑. De lo que no hay duda es de que es un hombre astuto que tiene una habilidad especial para conquistar el corazón de las mujeres. La pobre Marfa Petrovna, que acaba de morir en circunstancias extrañas, es buena prueba de ello. Mi única intención era ayudarlas a usted y a su madre con mis consejos, en previsión de las tentativas que ese hombre no dejará de renovar. Estoy convencido de que Svidrigailof volverá muy pronto a la cárcel por deudas. Marfa Petrovna no tuvo jamás la intención de legarle una parte importante de su fortuna, pues pensaba ante todo en sus hijos, y si le ha dejado algo, habrá sido una modesta suma, lo estrictamente necesario, una cantidad que a un hombre de sus costumbres no le permitirá vivir más de un año.
‑No hablemos más del señor Svidrigailof, Piotr Petrovitch; se lo ruego ‑dijo Dunia‑. Es un asunto que me pone nerviosa.
‑Hace un rato ha estado en mi casa ‑dijo de súbito Raskolnikof, hablando por primera vez.
Todos se volvieron a mirarle, lanzando exclamaciones de sorpresa. Incluso Piotr Petrovitch dio muestras de emoción.
‑Hace cosa de hora y media ‑continuó Raskolnikof‑, cuando yo estaba durmiendo, ha entrado, me ha despertado y ha hecho su propia presentación. Se ha mostrado muy simpático y alegre. Confía en que llegaremos a ser buenos amigos. Entre otras cosas, me ha dicho que desea tener contigo una entrevista, Dunia, y me ha rogado que le ayude a obtenerla. Quiere hacerte una proposición y me ha explicado en qué consiste. Además, me ha asegurado formalmente que Marfa Petrovna, ocho días antes de morir, te legó tres mil rublos y que muy pronto recibirás esta suma.
‑¡Dios sea loado! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna, santiguándose‑. ¡Reza por ella, Dunia, reza por ella!
‑Eso es cierto ‑no pudo menos de reconocer Lujine.
‑Bueno, ¿y qué más? ‑preguntó vivamente Dunetchka.
‑Después me ha dicho que no es rico, pues la hacienda pasa a poder de los hijos, que se han ido a vivir con su tía. También me ha hecho saber que se hospeda cerca de mi casa. Pero no sé dónde, porque no se lo he preguntado.
‑Pero ¿qué proposición quiere hacer a Dunetchka? ‑preguntó, inquieta, Pulqueria Alejandrovna‑. ¿Te lo ha explicado?
‑Ya os he dicho que sí.
‑Bien, ¿qué quiere proponerle?
‑Ya hablaremos de eso después.
Y Raskolnikof empezó a beberse en silencio su taza de té.
Piotr Petrovitch sacó el reloj y miró la hora.
‑Un asunto urgente me obliga a dejarles ‑dijo, y añadió, visiblemente resentido y levantándose‑: Así podrán ustedes conversar más libremente.
‑No se vaya, Piotr Petrovitch ‑dijo Dunia‑. Usted tenía la intención de dedicarnos la velada. Además, usted ha dicho en su carta que desea tener una explicación con mi madre.
‑Eso es muy cierto, Avdotia Romanovna ‑dijo Lujine con acento solemne.
Se volvió a sentar, pero conservando el sombrero en sus manos, y continuó:
‑En efecto, desearía aclarar con su madre y con usted ciertos puntos de gran importancia. Pero, del mismo modo que su hermano no quiere exponer ante mí las proposiciones del señor Svidrigailof, yo no puedo ni quiero hablar ante terceros de esos puntos de extrema gravedad. Por otra parte, ustedes no han tenido en cuenta el deseo que tan formalmente les he expuesto en mi carta.
Al llegar a este punto se detuvo con un gesto de dignidad y amargura.
‑He sido exclusivamente yo la que ha decidido que no se tuviera en cuenta su deseo de que mi hermano no asistiera a esta reunión ‑dijo Dunia‑. Usted nos dice en su carta que él le ha insultado, y yo creo que hay que poner en claro esta acusación lo antes posible, con objeto de reconciliarlos. Si Rodia le ha ofendido realmente, debe excusarse y lo hará.
Al oír estas palabras, Piotr Petrovitch se creció.
‑Las ofensas que he recibido, Avdotia Romanovna, son de las que no se pueden olvidar, por mucho empeño que uno ponga en ello. En todas las cosas hay un límite que no se debe franquear, pues, una vez al otro lado, la vuelta atrás es imposible.
‑Usted no ha comprendido mi intención, Piotr Petrovitch ‑replicó Dunia, con cierta impaciencia‑. Entiéndame. Todo nuestro porvenir depende de la inmediata respuesta de esta pregunta: ¿pueden arreglarse las cosas o no se pueden arreglar? He de decirle con toda franqueza que no puedo considerar la cuestión de otro modo y que, si siente usted algún afecto por mí, debe comprender que es preciso que este asunto quede resuelto hoy mismo, por difícil que ello pueda parecer.
‑Me sorprende, Avdotia Romanovna, que plantee usted la cuestión en esos términos ‑dijo Lujine con irritación creciente‑. Yo puedo apreciarla y amarla, aunque no quiera a algún miembro de su familia. Yo aspiro a la felicidad de obtener su mano, pero no puedo comprometerme a aceptar deberes que son incompatibles con mi...
‑Deseche esa vana susceptibilidad, Piotr Petrovitch ‑le interrumpió Dunia con voz algo agitada‑ y muéstrese como el hombre inteligente y noble que siempre he visto y que deseo seguir viendo en usted. Le he hecho una promesa de gran importancia: soy su prometida. Confíe en mí en este asunto y créame capaz de ser imparcial en mi fallo. El papel de árbitro que me atribuyo debe sorprender a mi hermano tanto como a usted. Cuando hoy, después de recibir su carta, he rogado insistentemente a Rodia que viniera a esta reunión, no le he dicho ni una palabra acerca de mis intenciones. Comprenda que si ustedes se niegan a reconciliarse, me veré obligada a elegir entre usted y él, ya que han llevado la cuestión a este extremo. Y ni quiero ni debo equivocarme en la elección. Acceder a los deseos de usted significa romper con mi hermano, y si escucho a mi hermano, tendré que reñir con usted. Por lo tanto, necesito y tengo derecho a conocer con toda exactitud los sentimientos que inspiro tanto a usted como a él. Quiero saber si Rodia es un verdadero hermano para mí, y si usted me aprecia ahora y sabrá amarme más adelante como marido.
‑Sus palabras, Avdotia Romanovna ‑repuso Lujine, herido en su amor propio‑, son sumamente significativas. E incluso me atrevo a decir que me hieren, considerando la posición que tengo el honor de ocupar respecto a usted. Dejando a un lado lo ofensivo que resulta para mí verme colocado al nivel de un joven... lleno de soberbia, usted admite la posibilidad de una ruptura entre nosotros. Usted ha dicho que él o yo, y con esto me demuestra que soy muy poco para usted... Esto es inadmisible para mí, dado el género de nuestras relaciones y el compromiso que nos une.
‑¡Cómo! ‑exclamó Dunia enérgicamente‑. ¡Comparo mi interés por usted con lo que hasta ahora más he querido en mi vida, y considera usted que no le estimo lo suficiente!
Raskolnikof tuvo una cáustica sonrisa. Rasumikhine estaba fuera de sí. Pero Piotr Petrovitch no parecía impresionado por el argumento: cada vez estaba más sofocado e intratable.
‑El amor por el futuro compañero de toda la vida debe estar por encima del amor fraternal ‑repuso sentenciosamente‑. No puedo admitir de ningún modo que se me coloque en el mismo plano... Aunque hace un momento me he negado a franquearme en presencia de su hermano acerca del objeto de mi visita, deseo dirigirme a su respetable madre para aclarar un punto de gran importancia y que yo considero especialmente ofensivo para mí... Su hijo ‑añadió dirigiéndose a Pulqueria Alejandrovna‑, ayer, en presencia del señor Razudkine... Perdone si no es éste su nombre ‑dijo, inclinándose amablemente ante Rasumikhine‑, pues no lo recuerdo bien... Su hijo ‑repitió volviendo a dirigirse a Pulqueria Alejandrovna‑ me ofendió desnaturalizando un pensamiento que expuse a usted y a su hija aquel día que tomé café con ustedes. Yo dije que, a mi juicio, una joven pobre y que tiene experiencia en la desgracia ofrece a su marido más garantía de felicidad que una muchacha que sólo ha conocido la vida fácil y cómoda. Su hijo ha exagerado deliberadamente y desnaturalizado hasta lo absurdo el sentido de mis palabras, atribuyéndome intenciones odiosas. Para ello se funda exclusivamente en las explicaciones que usted le ha dado por carta. Por esta razón, Pulqueria Alejandrovna, yo desearía que usted me tranquilizara demostrándome que estoy equivocado. Dígame, ¿en qué términos transmitió usted mi pensamiento a Rodion Romanovitch?
‑No lo recuerdo ‑repuso Pulqueria Alejandrovna, llena de turbación‑. Yo dije lo que había entendido. Por otra parte, ignoro cómo Rodia le habrá transmitido a usted mis palabras. Tal vez ha exagerado.
‑Sólo pudo haberlo hecho inspirándose en la carta que usted le envió.
‑Piotr Petrovitch ‑replicó dignamente Pulqueria Alejandrovna‑. La prueba de que no hemos tomado sus palabras en mala parte es que estamos aquí.
‑Bien dicho, mamá ‑aprobó Dunia.
‑Entonces soy yo el que está equivocado ‑dijo Lujine, ofendido.
‑Es que usted, Piotr Petrovitch ‑dijo Pulqueria Alejandrovna, alentada por las palabras de su hija‑, no hace más que acusar a Rodia. Y no tiene en cuenta que en su carta nos dice acerca de él cosas que no son verdad.
‑No recuerdo haber dicho ninguna falsedad en mi carta.
‑Usted ha dicho ‑manifestó ásperamente Raskolnikof, sin mirar a Lujine‑, que yo entregué ayer mi dinero no a la viuda del hombre atropellado, sino a su hija, siendo así que la vi ayer por primera vez. Usted se expresó de este modo con el deseo de indisponerme con mi familia, y para asegurarse de que conseguiría sus fines juzgó del modo más innoble a una muchacha a la que no conoce. Esto es una calumnia y una villanía.
‑Perdone usted ‑dijo Lujine, temblando de cólera‑, pero si en mi carta he hablado extensamente de usted ha sido únicamente atendiendo a los deseos de su madre y de su hermana, que me rogaron que las informara de cómo le había encontrado a usted y del efecto que me había producido. Por otra parte, le desafío a que me señale una sola línea falsa en el pasaje al que usted alude. ¿Negará que ha gastado su dinero y que en esa familia hay un miembro indigno?
‑A mi juicio, usted, con todas sus cualidades, vale menos que el dedo meñique de esa desgraciada muchacha a la que ha arrojado usted la piedra.
‑¿De modo que no vacilaría usted en introducirla en la sociedad de su hermana y de su madre?
‑Ya lo he hecho. Hoy la he invitado a sentarse junto a ellas.
‑Veo, Avdotia Romanovna, que se siente usted inclinada a justificarle ‑dijo Lujine, torciendo la boca con una sonrisa equívoca‑. De lo que no hay duda es de que es un hombre astuto que tiene una habilidad especial para conquistar el corazón de las mujeres. La pobre Marfa Petrovna, que acaba de morir en circunstancias extrañas, es buena prueba de ello. Mi única intención era ayudarlas a usted y a su madre con mis consejos, en previsión de las tentativas que ese hombre no dejará de renovar. Estoy convencido de que Svidrigailof volverá muy pronto a la cárcel por deudas. Marfa Petrovna no tuvo jamás la intención de legarle una parte importante de su fortuna, pues pensaba ante todo en sus hijos, y si le ha dejado algo, habrá sido una modesta suma, lo estrictamente necesario, una cantidad que a un hombre de sus costumbres no le permitirá vivir más de un año.
‑No hablemos más del señor Svidrigailof, Piotr Petrovitch; se lo ruego ‑dijo Dunia‑. Es un asunto que me pone nerviosa.
‑Hace un rato ha estado en mi casa ‑dijo de súbito Raskolnikof, hablando por primera vez.
Todos se volvieron a mirarle, lanzando exclamaciones de sorpresa. Incluso Piotr Petrovitch dio muestras de emoción.
‑Hace cosa de hora y media ‑continuó Raskolnikof‑, cuando yo estaba durmiendo, ha entrado, me ha despertado y ha hecho su propia presentación. Se ha mostrado muy simpático y alegre. Confía en que llegaremos a ser buenos amigos. Entre otras cosas, me ha dicho que desea tener contigo una entrevista, Dunia, y me ha rogado que le ayude a obtenerla. Quiere hacerte una proposición y me ha explicado en qué consiste. Además, me ha asegurado formalmente que Marfa Petrovna, ocho días antes de morir, te legó tres mil rublos y que muy pronto recibirás esta suma.
‑¡Dios sea loado! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna, santiguándose‑. ¡Reza por ella, Dunia, reza por ella!
‑Eso es cierto ‑no pudo menos de reconocer Lujine.
‑Bueno, ¿y qué más? ‑preguntó vivamente Dunetchka.
‑Después me ha dicho que no es rico, pues la hacienda pasa a poder de los hijos, que se han ido a vivir con su tía. También me ha hecho saber que se hospeda cerca de mi casa. Pero no sé dónde, porque no se lo he preguntado.
‑Pero ¿qué proposición quiere hacer a Dunetchka? ‑preguntó, inquieta, Pulqueria Alejandrovna‑. ¿Te lo ha explicado?
‑Ya os he dicho que sí.
‑Bien, ¿qué quiere proponerle?
‑Ya hablaremos de eso después.
Y Raskolnikof empezó a beberse en silencio su taza de té.
Piotr Petrovitch sacó el reloj y miró la hora.
‑Un asunto urgente me obliga a dejarles ‑dijo, y añadió, visiblemente resentido y levantándose‑: Así podrán ustedes conversar más libremente.
‑No se vaya, Piotr Petrovitch ‑dijo Dunia‑. Usted tenía la intención de dedicarnos la velada. Además, usted ha dicho en su carta que desea tener una explicación con mi madre.
‑Eso es muy cierto, Avdotia Romanovna ‑dijo Lujine con acento solemne.
Se volvió a sentar, pero conservando el sombrero en sus manos, y continuó:
‑En efecto, desearía aclarar con su madre y con usted ciertos puntos de gran importancia. Pero, del mismo modo que su hermano no quiere exponer ante mí las proposiciones del señor Svidrigailof, yo no puedo ni quiero hablar ante terceros de esos puntos de extrema gravedad. Por otra parte, ustedes no han tenido en cuenta el deseo que tan formalmente les he expuesto en mi carta.
Al llegar a este punto se detuvo con un gesto de dignidad y amargura.
‑He sido exclusivamente yo la que ha decidido que no se tuviera en cuenta su deseo de que mi hermano no asistiera a esta reunión ‑dijo Dunia‑. Usted nos dice en su carta que él le ha insultado, y yo creo que hay que poner en claro esta acusación lo antes posible, con objeto de reconciliarlos. Si Rodia le ha ofendido realmente, debe excusarse y lo hará.
Al oír estas palabras, Piotr Petrovitch se creció.
‑Las ofensas que he recibido, Avdotia Romanovna, son de las que no se pueden olvidar, por mucho empeño que uno ponga en ello. En todas las cosas hay un límite que no se debe franquear, pues, una vez al otro lado, la vuelta atrás es imposible.
‑Usted no ha comprendido mi intención, Piotr Petrovitch ‑replicó Dunia, con cierta impaciencia‑. Entiéndame. Todo nuestro porvenir depende de la inmediata respuesta de esta pregunta: ¿pueden arreglarse las cosas o no se pueden arreglar? He de decirle con toda franqueza que no puedo considerar la cuestión de otro modo y que, si siente usted algún afecto por mí, debe comprender que es preciso que este asunto quede resuelto hoy mismo, por difícil que ello pueda parecer.
‑Me sorprende, Avdotia Romanovna, que plantee usted la cuestión en esos términos ‑dijo Lujine con irritación creciente‑. Yo puedo apreciarla y amarla, aunque no quiera a algún miembro de su familia. Yo aspiro a la felicidad de obtener su mano, pero no puedo comprometerme a aceptar deberes que son incompatibles con mi...
‑Deseche esa vana susceptibilidad, Piotr Petrovitch ‑le interrumpió Dunia con voz algo agitada‑ y muéstrese como el hombre inteligente y noble que siempre he visto y que deseo seguir viendo en usted. Le he hecho una promesa de gran importancia: soy su prometida. Confíe en mí en este asunto y créame capaz de ser imparcial en mi fallo. El papel de árbitro que me atribuyo debe sorprender a mi hermano tanto como a usted. Cuando hoy, después de recibir su carta, he rogado insistentemente a Rodia que viniera a esta reunión, no le he dicho ni una palabra acerca de mis intenciones. Comprenda que si ustedes se niegan a reconciliarse, me veré obligada a elegir entre usted y él, ya que han llevado la cuestión a este extremo. Y ni quiero ni debo equivocarme en la elección. Acceder a los deseos de usted significa romper con mi hermano, y si escucho a mi hermano, tendré que reñir con usted. Por lo tanto, necesito y tengo derecho a conocer con toda exactitud los sentimientos que inspiro tanto a usted como a él. Quiero saber si Rodia es un verdadero hermano para mí, y si usted me aprecia ahora y sabrá amarme más adelante como marido.
‑Sus palabras, Avdotia Romanovna ‑repuso Lujine, herido en su amor propio‑, son sumamente significativas. E incluso me atrevo a decir que me hieren, considerando la posición que tengo el honor de ocupar respecto a usted. Dejando a un lado lo ofensivo que resulta para mí verme colocado al nivel de un joven... lleno de soberbia, usted admite la posibilidad de una ruptura entre nosotros. Usted ha dicho que él o yo, y con esto me demuestra que soy muy poco para usted... Esto es inadmisible para mí, dado el género de nuestras relaciones y el compromiso que nos une.
‑¡Cómo! ‑exclamó Dunia enérgicamente‑. ¡Comparo mi interés por usted con lo que hasta ahora más he querido en mi vida, y considera usted que no le estimo lo suficiente!
Raskolnikof tuvo una cáustica sonrisa. Rasumikhine estaba fuera de sí. Pero Piotr Petrovitch no parecía impresionado por el argumento: cada vez estaba más sofocado e intratable.
‑El amor por el futuro compañero de toda la vida debe estar por encima del amor fraternal ‑repuso sentenciosamente‑. No puedo admitir de ningún modo que se me coloque en el mismo plano... Aunque hace un momento me he negado a franquearme en presencia de su hermano acerca del objeto de mi visita, deseo dirigirme a su respetable madre para aclarar un punto de gran importancia y que yo considero especialmente ofensivo para mí... Su hijo ‑añadió dirigiéndose a Pulqueria Alejandrovna‑, ayer, en presencia del señor Razudkine... Perdone si no es éste su nombre ‑dijo, inclinándose amablemente ante Rasumikhine‑, pues no lo recuerdo bien... Su hijo ‑repitió volviendo a dirigirse a Pulqueria Alejandrovna‑ me ofendió desnaturalizando un pensamiento que expuse a usted y a su hija aquel día que tomé café con ustedes. Yo dije que, a mi juicio, una joven pobre y que tiene experiencia en la desgracia ofrece a su marido más garantía de felicidad que una muchacha que sólo ha conocido la vida fácil y cómoda. Su hijo ha exagerado deliberadamente y desnaturalizado hasta lo absurdo el sentido de mis palabras, atribuyéndome intenciones odiosas. Para ello se funda exclusivamente en las explicaciones que usted le ha dado por carta. Por esta razón, Pulqueria Alejandrovna, yo desearía que usted me tranquilizara demostrándome que estoy equivocado. Dígame, ¿en qué términos transmitió usted mi pensamiento a Rodion Romanovitch?
‑No lo recuerdo ‑repuso Pulqueria Alejandrovna, llena de turbación‑. Yo dije lo que había entendido. Por otra parte, ignoro cómo Rodia le habrá transmitido a usted mis palabras. Tal vez ha exagerado.
‑Sólo pudo haberlo hecho inspirándose en la carta que usted le envió.
‑Piotr Petrovitch ‑replicó dignamente Pulqueria Alejandrovna‑. La prueba de que no hemos tomado sus palabras en mala parte es que estamos aquí.
‑Bien dicho, mamá ‑aprobó Dunia.
‑Entonces soy yo el que está equivocado ‑dijo Lujine, ofendido.
‑Es que usted, Piotr Petrovitch ‑dijo Pulqueria Alejandrovna, alentada por las palabras de su hija‑, no hace más que acusar a Rodia. Y no tiene en cuenta que en su carta nos dice acerca de él cosas que no son verdad.
‑No recuerdo haber dicho ninguna falsedad en mi carta.
‑Usted ha dicho ‑manifestó ásperamente Raskolnikof, sin mirar a Lujine‑, que yo entregué ayer mi dinero no a la viuda del hombre atropellado, sino a su hija, siendo así que la vi ayer por primera vez. Usted se expresó de este modo con el deseo de indisponerme con mi familia, y para asegurarse de que conseguiría sus fines juzgó del modo más innoble a una muchacha a la que no conoce. Esto es una calumnia y una villanía.
‑Perdone usted ‑dijo Lujine, temblando de cólera‑, pero si en mi carta he hablado extensamente de usted ha sido únicamente atendiendo a los deseos de su madre y de su hermana, que me rogaron que las informara de cómo le había encontrado a usted y del efecto que me había producido. Por otra parte, le desafío a que me señale una sola línea falsa en el pasaje al que usted alude. ¿Negará que ha gastado su dinero y que en esa familia hay un miembro indigno?
‑A mi juicio, usted, con todas sus cualidades, vale menos que el dedo meñique de esa desgraciada muchacha a la que ha arrojado usted la piedra.
‑¿De modo que no vacilaría usted en introducirla en la sociedad de su hermana y de su madre?
‑Ya lo he hecho. Hoy la he invitado a sentarse junto a ellas.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
‑¡Rodia! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna.
Dunetchka enrojeció, Rasumikhine frunció el entrecejo, Lujine sonrió altiva y despectivamente.
‑Ya ve usted, Avdotia Romanovna, que es imposible toda reconciliación. Creo que podemos dar el asunto por terminado y no volver a hablar de él. En fin, me retiro para no seguir inmiscuyéndome en esta reunión de familia. Sin duda, tendrán ustedes secretos que comunicarse.
Se levantó y cogió su sombrero.
‑Pero, antes de irme, permítanme que les diga que espero no volver a verme expuesto a encuentros y escenas como los que acabo de tener. Me dirijo exclusivamente a usted, Pulqueria Alejandrovna, ya que a usted y sólo a usted iba destinada mi carta.
Pulqueria Alejandrovna se estremeció ligeramente.
‑Por lo visto, Piotr Petrovitch, se considera usted nuestro dueño absoluto. Ya le ha explicado Dunia por qué razón no hemos tenido en cuenta su deseo. Mi hija ha obrado con la mejor intención. En cuanto a su carta, no puedo menos de decirle que está escrita en un tono bastante imperioso. ¿Pretende usted obligarnos a considerar sus menores deseos como órdenes? Por el contrario, yo creo que debe usted tratarnos con los mayores miramientos, ya que hemos depositado toda nuestra confianza en usted, que lo hemos dejado todo por venir a Petersburgo y que, en consecuencia, estamos a su merced.
‑Eso no es totalmente exacto, Pulqueria Alejandrovna, y menos ahora que ya sabe usted que Marfa Petrovna ha legado a su hija tres mil rublos, suma que llega con gran oportunidad, a juzgar por el tono en que me está usted hablando ‑añadió Lujine secamente.
‑Esa observación ‑dijo Dunia, indignada‑ puede ser una prueba de que usted ha especulado con nuestra pobreza.
‑Sea como fuere, ahora todo ha cambiado. Y me voy; no quiero seguir siendo un obstáculo para que su hermano les transmita las proposiciones secretas de Arcadio Ivanovitch Svidrigailof. Sin duda, esto es importantísimo para ustedes, e incluso sumamente agradable.
‑¡Dios mío! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna.
Rasumikhine hacía inauditos esfuerzos para permanecer en su silla.
‑¿No te da vergüenza soportar tanto insulto, Dunia? ‑preguntó Raskolnikof.
‑Sí, Rodia; estoy avergonzada ‑y, pálida de ira, gritó a Lujine‑: ¡Salga de aquí, Piotr Petrovitch!
Lujine no esperaba ni remotamente semejante reacción. Tenía demasiada confianza en sí mismo y contaba con la debilidad de sus víctimas. No podía dar crédito a sus oídos. Palideció y sus labios empezaron a temblar.
‑Le advierto, Avdotia Romanovna, que si me marcho en estas condiciones puede tener la seguridad de que no volveré. Reflexione. Yo mantengo siempre mi palabra.
‑¡Qué insolencia! ‑gritó Dunia, irritada‑. ¡Pero si yo no quiero volverle a ver!
‑¿Cómo se atreve a hablar así? ‑exclamó Lujine, desconcertado, pues en ningún momento había creído en la posibilidad de una ruptura‑. Tenga usted en cuenta que yo podría protestar.
‑¡Usted no tiene ningún derecho a hablar así! ‑replicó vivamente Pulqueria Alejandrovna‑. ¿Contra qué va a protestar? ¿Y con qué atribuciones? ¿Cree usted que puedo poner a mi hija en manos de un hombre como usted? ¡Váyase y déjenos en paz! Hemos cometido la equivocación de aceptar una proposición que no ha resultado nada decorosa. De ningún modo debí...
‑No obstante, Pulqueria Alejandrovna ‑exclamó Lujine, exasperado‑, usted me ató con una promesa que ahora retira. Y, además..., además, nuestro compromiso me ha obligado a..., en fin, a hacer ciertos gastos.
Esta última queja era tan propia del carácter de Lujine, que Raskolnikof, pese a la cólera que le dominaba, no pudo contenerse y se echó a reír.
En cambio, a Pulqueria Alejandrovna la hirió profundamente el reproche de Lujine.
‑¿Gastos? ¿Qué gastos? ¿Se refiere usted, quizás, a la maleta que se encargó de enviar aquí? ¡Pero si consiguió usted que la transportaran gratuitamente! ¡Señor! ¡Pretender que nosotras le hemos atado! Mida bien sus palabras, Piotr Petrovitch. ¡Es usted el que nos ha tenido a su merced, atadas de pies y manos!
‑Basta, mamá, basta ‑dijo Dunia en tono suplicante‑. Piotr Petrovitch, tenga la bondad de marcharse.
‑Ya me voy ‑repuso Lujine, ciego de cólera‑. Pero permítame unas palabras, las últimas. Su madre parece haber olvidado que yo pedí la mano de usted cuando era el blanco de las murmuraciones de toda la comarca. Por usted desafié a la opinión pública y conseguí restablecer su reputación. Esto me hizo creer que podía contar con su agradecimiento. Pero ustedes me han abierto los ojos y ahora me doy cuenta de que tal vez fui un imprudente al despreciar a la opinión pública.
‑¡Este hombre se ha empeñado en que le rompan la cabeza! ‑exclamó Rasumikhine, levantándose de un salto y disponiéndose a castigar al insolente.
‑¡Es usted un hombre vil y malvado! ‑dijo Dunia.
‑¡Quieto! ‑exclamó Raskolnikof reteniendo a Rasumikhine.
Después se acercó a Lujine, tanto que sus cuerpos casi se tocaban, y le dijo en voz baja pero con toda claridad:
‑¡Salga de aquí, y ni una palabra más!
Piotr Petrovitch, cuyo rostro estaba pálido y contraído por la cólera, le miró un instante en silencio. Después giró sobre sus talones y se fue, sintiendo un odio mortal contra Raskolnikof, al que achacaba la culpa de su desgracia.
Pero mientras bajaba la escalera se imaginaba ‑cosa notable‑ que no estaba todo definitivamente perdido y que bien podía esperar reconciliarse con las dos damas.
Dunetchka enrojeció, Rasumikhine frunció el entrecejo, Lujine sonrió altiva y despectivamente.
‑Ya ve usted, Avdotia Romanovna, que es imposible toda reconciliación. Creo que podemos dar el asunto por terminado y no volver a hablar de él. En fin, me retiro para no seguir inmiscuyéndome en esta reunión de familia. Sin duda, tendrán ustedes secretos que comunicarse.
Se levantó y cogió su sombrero.
‑Pero, antes de irme, permítanme que les diga que espero no volver a verme expuesto a encuentros y escenas como los que acabo de tener. Me dirijo exclusivamente a usted, Pulqueria Alejandrovna, ya que a usted y sólo a usted iba destinada mi carta.
Pulqueria Alejandrovna se estremeció ligeramente.
‑Por lo visto, Piotr Petrovitch, se considera usted nuestro dueño absoluto. Ya le ha explicado Dunia por qué razón no hemos tenido en cuenta su deseo. Mi hija ha obrado con la mejor intención. En cuanto a su carta, no puedo menos de decirle que está escrita en un tono bastante imperioso. ¿Pretende usted obligarnos a considerar sus menores deseos como órdenes? Por el contrario, yo creo que debe usted tratarnos con los mayores miramientos, ya que hemos depositado toda nuestra confianza en usted, que lo hemos dejado todo por venir a Petersburgo y que, en consecuencia, estamos a su merced.
‑Eso no es totalmente exacto, Pulqueria Alejandrovna, y menos ahora que ya sabe usted que Marfa Petrovna ha legado a su hija tres mil rublos, suma que llega con gran oportunidad, a juzgar por el tono en que me está usted hablando ‑añadió Lujine secamente.
‑Esa observación ‑dijo Dunia, indignada‑ puede ser una prueba de que usted ha especulado con nuestra pobreza.
‑Sea como fuere, ahora todo ha cambiado. Y me voy; no quiero seguir siendo un obstáculo para que su hermano les transmita las proposiciones secretas de Arcadio Ivanovitch Svidrigailof. Sin duda, esto es importantísimo para ustedes, e incluso sumamente agradable.
‑¡Dios mío! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna.
Rasumikhine hacía inauditos esfuerzos para permanecer en su silla.
‑¿No te da vergüenza soportar tanto insulto, Dunia? ‑preguntó Raskolnikof.
‑Sí, Rodia; estoy avergonzada ‑y, pálida de ira, gritó a Lujine‑: ¡Salga de aquí, Piotr Petrovitch!
Lujine no esperaba ni remotamente semejante reacción. Tenía demasiada confianza en sí mismo y contaba con la debilidad de sus víctimas. No podía dar crédito a sus oídos. Palideció y sus labios empezaron a temblar.
‑Le advierto, Avdotia Romanovna, que si me marcho en estas condiciones puede tener la seguridad de que no volveré. Reflexione. Yo mantengo siempre mi palabra.
‑¡Qué insolencia! ‑gritó Dunia, irritada‑. ¡Pero si yo no quiero volverle a ver!
‑¿Cómo se atreve a hablar así? ‑exclamó Lujine, desconcertado, pues en ningún momento había creído en la posibilidad de una ruptura‑. Tenga usted en cuenta que yo podría protestar.
‑¡Usted no tiene ningún derecho a hablar así! ‑replicó vivamente Pulqueria Alejandrovna‑. ¿Contra qué va a protestar? ¿Y con qué atribuciones? ¿Cree usted que puedo poner a mi hija en manos de un hombre como usted? ¡Váyase y déjenos en paz! Hemos cometido la equivocación de aceptar una proposición que no ha resultado nada decorosa. De ningún modo debí...
‑No obstante, Pulqueria Alejandrovna ‑exclamó Lujine, exasperado‑, usted me ató con una promesa que ahora retira. Y, además..., además, nuestro compromiso me ha obligado a..., en fin, a hacer ciertos gastos.
Esta última queja era tan propia del carácter de Lujine, que Raskolnikof, pese a la cólera que le dominaba, no pudo contenerse y se echó a reír.
En cambio, a Pulqueria Alejandrovna la hirió profundamente el reproche de Lujine.
‑¿Gastos? ¿Qué gastos? ¿Se refiere usted, quizás, a la maleta que se encargó de enviar aquí? ¡Pero si consiguió usted que la transportaran gratuitamente! ¡Señor! ¡Pretender que nosotras le hemos atado! Mida bien sus palabras, Piotr Petrovitch. ¡Es usted el que nos ha tenido a su merced, atadas de pies y manos!
‑Basta, mamá, basta ‑dijo Dunia en tono suplicante‑. Piotr Petrovitch, tenga la bondad de marcharse.
‑Ya me voy ‑repuso Lujine, ciego de cólera‑. Pero permítame unas palabras, las últimas. Su madre parece haber olvidado que yo pedí la mano de usted cuando era el blanco de las murmuraciones de toda la comarca. Por usted desafié a la opinión pública y conseguí restablecer su reputación. Esto me hizo creer que podía contar con su agradecimiento. Pero ustedes me han abierto los ojos y ahora me doy cuenta de que tal vez fui un imprudente al despreciar a la opinión pública.
‑¡Este hombre se ha empeñado en que le rompan la cabeza! ‑exclamó Rasumikhine, levantándose de un salto y disponiéndose a castigar al insolente.
‑¡Es usted un hombre vil y malvado! ‑dijo Dunia.
‑¡Quieto! ‑exclamó Raskolnikof reteniendo a Rasumikhine.
Después se acercó a Lujine, tanto que sus cuerpos casi se tocaban, y le dijo en voz baja pero con toda claridad:
‑¡Salga de aquí, y ni una palabra más!
Piotr Petrovitch, cuyo rostro estaba pálido y contraído por la cólera, le miró un instante en silencio. Después giró sobre sus talones y se fue, sintiendo un odio mortal contra Raskolnikof, al que achacaba la culpa de su desgracia.
Pero mientras bajaba la escalera se imaginaba ‑cosa notable‑ que no estaba todo definitivamente perdido y que bien podía esperar reconciliarse con las dos damas.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
Cuarta Parte: Capítulo III
Lo más importante era que Lujine no había podido prever semejante desenlace. Sus jactancias se debían a que en ningún momento se había imaginado que dos mujeres solas y pobres pudieran desprenderse de su dominio. Este convencimiento estaba reforzado por su vanidad y por una ciega confianza en sí mismo. Piotr Petrovitch, salido de la nada, había adquirido la costumbre casi enfermiza de admirarse a sí mismo profundamente. Tenía una alta opinión de su inteligencia, de su capacidad, y, a veces, cuando estaba solo, llegaba incluso a admirar su propia cara en un espejo. Pero lo que más quería en el mundo era su dinero, adquirido por su trabajo y también por otros medios. A su juicio, esta fortuna le colocaba en un plano de igualdad con todas las personas superiores a él. Había sido sincero al recordar amargamente a Dunia que había pedido su mano a pesar de los rumores desfavorables que circulaban sobre ella. Y al pensar en lo ocurrido sentía una profunda indignación por lo que calificaba mentalmente de «negra ingratitud». Sin embargo, cuando contrajo el compromiso estaba completamente seguro de que aquellos rumores eran absurdos y calumniosos, pues ya los había desmentido públicamente Marfa Petrovna, eso sin contar con que hacía tiempo que el vecindario, en su mayoría, había rehabilitado a Dunia. Lujine no habría negado que sabía todo esto en el momento de contraer el compromiso matrimonial, pero, aun así, seguía considerando como un acto heroico la decisión de elevar a Dunia hasta él. Cuando entró, días antes, en el aposento de Raskolnikof, lo hizo como un bienhechor dispuesto a recoger los frutos de su magnanimidad y esperando oír las palabras más dulces y aduladoras. Huelga decir que ahora bajaba la escalera con la sensación de hombre ofendido e incomprendido.
Dunia le parecía ya algo indispensable para su vida y no podía admitir la idea de renunciar a ella. Hacía ya mucho tiempo, años, que soñaba voluptuosamente con el matrimonio, pero se limitaba a reunir dinero y esperar. Su ideal, en el que pensaba con secreta delicia, era una muchacha pura y pobre (la pobreza era un requisito indispensable), bonita, instruida y noble, que conociera los contratiempos de una vida difícil, pues la práctica del sufrimiento la llevaría a renunciar a su voluntad ante él; y le miraría durante toda su vida como a un salvador, le veneraría, se sometería a él, le admiraría, vería en él el único hombre. ¡Qué deliciosas escenas concebía su imaginación en las horas de asueto sobre este anhelo aureolado de voluptuosidad! Y al fin vio que el sueño acariciado durante tantos años estaba a punto de realizarse. La belleza y la educación de Avdotia Romanovna le habían cautivado, y la difícil situación en que se hallaba había colmado sus ilusiones. Dunia incluso rebasaba el límite de lo que él había soñado. Veía en ella una muchacha altiva, noble, enérgica, incluso más culta que él (lo reconocía), y esta criatura iba a profesarle un reconocimiento de esclava, profundo, eterno, por su acto heroico; iba a rendirle una veneración apasionada, y él ejercería sobre ella un dominio absoluto y sin límites... Precisamente poco antes de pedir la mano de Dunia había decidido ampliar sus actividades, trasladándose a un campo de acción más vasto, y así poder ir introduciéndose poco a poco en un mundo superior, cosa que ambicionaba apasionadamente desde hacía largo tiempo. En una palabra, había decidido probar suerte en Petersburgo. Sabía que las mujeres pueden ser una ayuda para conseguir muchas cosas. El encanto de una esposa adorable, culta y virtuosa al mismo tiempo podía adornar su vida maravillosamente, atraerle simpatías, crearle una especie de aureola... Y todo esto se había venido abajo. Aquella ruptura, tan inesperada como espantosa, le había producido el efecto de un rayo. Le parecía algo absurdo, una broma monstruosa. Él no había tenido tiempo para decir lo que quería; sólo había podido alardear un poco. Primero no había tomado la cosa en serio, después se había dejado llevar de su indignación, y todo había terminado en una gran ruptura. Amaba ya a Dunia a su modo, la gobernaba y la dominaba en su imaginación, y, de improviso... No, era preciso poner remedio al mal, conseguir un arreglo al mismo día siguiente y, sobre todo, aniquilar a aquel jovenzuelo, a aquel granuja que había sido el causante del mal. Pensó también, involuntariamente y con una especie de excitación enfermiza, en Rasumikhine, pero la inquietud que éste le produjo fue pasajera.
‑¡Compararme con semejante individuo...!
Al que más temía era a Svidrigailof... En resumidas cuentas, que tenía en perspectiva no pocas preocupaciones.
‑No, he sido yo la principal culpable ‑decía Dunia, acariciando a su madre‑. Me dejé tentar por su dinero, pero yo te juro, Rodia, que no creía que pudiera ser tan indigno. Si lo hubiese sabido, jamás me habría dejado tentar. No me lo reproches, Rodia.
‑¡Dios nos ha librado de él, Dios nos ha librado de él! ‑murmuró Pulqueria Alejandrovna, casi inconscientemente. Parecía no darse bien cuenta de lo que acababa de suceder.
Todos estaban contentos, y cinco minutos después charlaban entre risas. Sólo Dunetchka palidecía a veces, frunciendo las cejas, ante el recuerdo de la escena que se acababa de desarrollar. Pulqueria Alejandrovna no podía imaginarse que se sintiera feliz por una ruptura que aquella misma mañana le parecía una desgracia horrible. Rasumikhine estaba encantado; no osaba manifestar su alegría, pero temblaba febrilmente como si le hubieran
Lo más importante era que Lujine no había podido prever semejante desenlace. Sus jactancias se debían a que en ningún momento se había imaginado que dos mujeres solas y pobres pudieran desprenderse de su dominio. Este convencimiento estaba reforzado por su vanidad y por una ciega confianza en sí mismo. Piotr Petrovitch, salido de la nada, había adquirido la costumbre casi enfermiza de admirarse a sí mismo profundamente. Tenía una alta opinión de su inteligencia, de su capacidad, y, a veces, cuando estaba solo, llegaba incluso a admirar su propia cara en un espejo. Pero lo que más quería en el mundo era su dinero, adquirido por su trabajo y también por otros medios. A su juicio, esta fortuna le colocaba en un plano de igualdad con todas las personas superiores a él. Había sido sincero al recordar amargamente a Dunia que había pedido su mano a pesar de los rumores desfavorables que circulaban sobre ella. Y al pensar en lo ocurrido sentía una profunda indignación por lo que calificaba mentalmente de «negra ingratitud». Sin embargo, cuando contrajo el compromiso estaba completamente seguro de que aquellos rumores eran absurdos y calumniosos, pues ya los había desmentido públicamente Marfa Petrovna, eso sin contar con que hacía tiempo que el vecindario, en su mayoría, había rehabilitado a Dunia. Lujine no habría negado que sabía todo esto en el momento de contraer el compromiso matrimonial, pero, aun así, seguía considerando como un acto heroico la decisión de elevar a Dunia hasta él. Cuando entró, días antes, en el aposento de Raskolnikof, lo hizo como un bienhechor dispuesto a recoger los frutos de su magnanimidad y esperando oír las palabras más dulces y aduladoras. Huelga decir que ahora bajaba la escalera con la sensación de hombre ofendido e incomprendido.
Dunia le parecía ya algo indispensable para su vida y no podía admitir la idea de renunciar a ella. Hacía ya mucho tiempo, años, que soñaba voluptuosamente con el matrimonio, pero se limitaba a reunir dinero y esperar. Su ideal, en el que pensaba con secreta delicia, era una muchacha pura y pobre (la pobreza era un requisito indispensable), bonita, instruida y noble, que conociera los contratiempos de una vida difícil, pues la práctica del sufrimiento la llevaría a renunciar a su voluntad ante él; y le miraría durante toda su vida como a un salvador, le veneraría, se sometería a él, le admiraría, vería en él el único hombre. ¡Qué deliciosas escenas concebía su imaginación en las horas de asueto sobre este anhelo aureolado de voluptuosidad! Y al fin vio que el sueño acariciado durante tantos años estaba a punto de realizarse. La belleza y la educación de Avdotia Romanovna le habían cautivado, y la difícil situación en que se hallaba había colmado sus ilusiones. Dunia incluso rebasaba el límite de lo que él había soñado. Veía en ella una muchacha altiva, noble, enérgica, incluso más culta que él (lo reconocía), y esta criatura iba a profesarle un reconocimiento de esclava, profundo, eterno, por su acto heroico; iba a rendirle una veneración apasionada, y él ejercería sobre ella un dominio absoluto y sin límites... Precisamente poco antes de pedir la mano de Dunia había decidido ampliar sus actividades, trasladándose a un campo de acción más vasto, y así poder ir introduciéndose poco a poco en un mundo superior, cosa que ambicionaba apasionadamente desde hacía largo tiempo. En una palabra, había decidido probar suerte en Petersburgo. Sabía que las mujeres pueden ser una ayuda para conseguir muchas cosas. El encanto de una esposa adorable, culta y virtuosa al mismo tiempo podía adornar su vida maravillosamente, atraerle simpatías, crearle una especie de aureola... Y todo esto se había venido abajo. Aquella ruptura, tan inesperada como espantosa, le había producido el efecto de un rayo. Le parecía algo absurdo, una broma monstruosa. Él no había tenido tiempo para decir lo que quería; sólo había podido alardear un poco. Primero no había tomado la cosa en serio, después se había dejado llevar de su indignación, y todo había terminado en una gran ruptura. Amaba ya a Dunia a su modo, la gobernaba y la dominaba en su imaginación, y, de improviso... No, era preciso poner remedio al mal, conseguir un arreglo al mismo día siguiente y, sobre todo, aniquilar a aquel jovenzuelo, a aquel granuja que había sido el causante del mal. Pensó también, involuntariamente y con una especie de excitación enfermiza, en Rasumikhine, pero la inquietud que éste le produjo fue pasajera.
‑¡Compararme con semejante individuo...!
Al que más temía era a Svidrigailof... En resumidas cuentas, que tenía en perspectiva no pocas preocupaciones.
‑No, he sido yo la principal culpable ‑decía Dunia, acariciando a su madre‑. Me dejé tentar por su dinero, pero yo te juro, Rodia, que no creía que pudiera ser tan indigno. Si lo hubiese sabido, jamás me habría dejado tentar. No me lo reproches, Rodia.
‑¡Dios nos ha librado de él, Dios nos ha librado de él! ‑murmuró Pulqueria Alejandrovna, casi inconscientemente. Parecía no darse bien cuenta de lo que acababa de suceder.
Todos estaban contentos, y cinco minutos después charlaban entre risas. Sólo Dunetchka palidecía a veces, frunciendo las cejas, ante el recuerdo de la escena que se acababa de desarrollar. Pulqueria Alejandrovna no podía imaginarse que se sintiera feliz por una ruptura que aquella misma mañana le parecía una desgracia horrible. Rasumikhine estaba encantado; no osaba manifestar su alegría, pero temblaba febrilmente como si le hubieran
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
quitado de encima un gran peso. Ahora era muy dueño de entregarse por entero a las dos mujeres, de servirlas... Además, sabía Dios lo que podría suceder... Sin embargo, rechazaba, acobardado, estos pensamientos y temía dar libre curso a su imaginación. Raskolnikof era el único que permanecía impasible, distraído, incluso un tanto huraño. Él, que tanto había insistido en la ruptura con Lujine, ahora que se había producido, parecía menos interesado en el asunto que los demás. Dunia no pudo menos de creer que seguía disgustado con ella, y Pulqueria Alejandrovna lo miraba con inquietud.
‑¿Qué tienes que decirnos de parte de Svidrigailof? ‑le preguntó Dunia.
‑¡Eso, eso! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna.
Raskolnikof levantó la cabeza.
‑Está empeñado en regalarte diez mil rublos y desea verte una vez estando yo presente.
‑¿Verla? ¡De ningún modo! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna‑. ¡Además, tiene la osadía de ofrecerle dinero!
Entonces Raskolnikof refirió (secamente, por cierto) su diálogo con Svidrigailof, omitiendo todo lo relacionado con las apariciones de Marfa Petrovna, a fin de no ser demasiado prolijo. Le molestaba profundamente hablar más de lo indispensable.
‑¿Y tú qué le has contestado? ‑preguntó Dunia.
‑Yo he empezado por negarme a decirte nada de parte suya, y entonces él me ha dicho que se las arreglaría, fuera como fuera, para tener una entrevista contigo. Me ha asegurado que su pasión por ti fue una ilusión pasajera y que ahora no le inspiras nada que se parezca al amor. No quiere que te cases con Lujine. En general, hablaba de un modo confuso y contradictorio.
‑¿Y tú qué opinas, Rodia? ¿Qué efecto te ha producido?
‑Os confieso que no lo acabo de entender. Te ofrece diez mil rublos, y dice que no es rico. Afirma que está a punto de emprender un viaje, y al cabo de diez minutos se olvida de ello... De pronto me ha dicho que se quiere casar y que le buscan una novia... Sin duda, persigue algún fin, un fin indigno seguramente. Sin embargo, yo creo que no se habría conducido tan ingenuamente si hubiera abrigado algún mal propósito contra ti... Yo, desde luego, he rechazado categóricamente ese dinero en nombre tuyo. En una palabra, ese hombre me ha producido una impresión extraña, e incluso me ha parecido que presentaba síntomas de locura... Pero acaso sea una falsa apreciación mía, o tal vez se trate de una simple ficción. La muerte de Marfa Petrovna debe de haberle trastornado profundamente.
‑¡Que Dios la tenga en la gloria! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna‑. Siempre la tendré presente en mis oraciones. ¿Qué habría sido de nosotras, Dunia, sin esos tres mil rublos? ¡Dios mío, no puedo menos de creer que el cielo nos los envía! Pues has de saber, Rodia, que todo el dinero que nos queda son tres rublos, y que pensábamos empeñar el reloj de Dunia para no pedirle dinero a él antes de que nos lo ofreciera.
Dunia parecía trastornada por la proposición de Svidrigailof. Estaba pensativa.
‑Algún mal propósito abriga contra mí ‑murmuró, como si hablara consigo misma y con un leve estremecimiento.
Raskolnikof advirtió este temor excesivo.
‑Creo que tendré ocasión de volverle a ver ‑dijo a su hermana.
‑¡Lo vigilaremos! ‑exclamó enérgicamente Rasumikhine‑. ¡Me comprometo a descubrir sus huellas! No le perderé de vista. Cuento con el permiso de Rodia. Hace poco me ha dicho: «Vela por mi hermana.» ¿Me lo permite usted, Avdotia Romanovna?
Dunia le sonrió y le tendió la mano, pero su semblante seguía velado por la preocupación. Pulqueria Alejandrovna le miró tímidamente, pero no intranquila, pues pensaba en los tres mil rublos.
Un cuarto de hora después se había entablado una animada conversación. Incluso Raskolnikof, aunque sin abrir la boca, escuchaba con atención lo que decía Rasumikhine, que era el que llevaba la voz cantante.
‑¿Por qué han de regresar ustedes al pueblo? ‑exclamó el estudiante, dejándose llevar de buen grado del entusiasmo que se había apoderado de él‑. ¿Qué harán ustedes en ese villorrio? Deben ustedes permanecer aquí todos juntos, pues son indispensables el uno al otro, no me lo negarán. Por lo menos, deben quedarse aquí una temporada. En lo que a mí concierne, acéptenme como amigo y como socio y les aseguro que montaremos un negocio excelente. Escúchenme: voy a exponerles mi proyecto con todo detalle. Es una idea que se me ha ocurrido esta mañana, cuando nada había sucedido todavía. Se trata de lo siguiente: yo tengo un tío (que ya les presentaré y que es un viejo tan simpático como respetable) que tiene un capital de mil rublos y vive de una pensión que le basta para cubrir sus necesidades. Desde hace dos años no cesa de insistir en que yo acepte sus mil rublos como préstamo con el seis por ciento de interés. Esto es un truco: lo que él desea es ayudarme. El año pasado yo no necesitaba dinero, pero este año voy a aceptar el préstamo. A estos mil rublos añaden ustedes mil de los suyos, y ya tenemos para empezar. Bueno, ya somos socios. ¿Qué hacemos ahora?
Rasumikhine empezó acto seguido a exponer su proyecto. Se extendió en explicaciones sobre el hecho de que la mayoría de los libreros y editores no conocían su oficio y por eso hacían malos negocios, y añadió que editando buenas obras se podía no sólo cubrir gastos, sino obtener beneficios. Ser editor constituía el sueño dorado de Rasumikhine, que llevaba dos años trabajando para casas editoriales y conocía tres idiomas, aunque seis días atrás había dicho a Raskolnikof que no sabía alemán, simple pretexto para que su amigo aceptara la mitad de una traducción y, con ella, los tres rublos de anticipo que le correspondían. Raskolnikof no se había dejado engañar.
‑¿Por qué despreciar un buen negocio ‑exclamó Rasumikhine con creciente entusiasmo‑, teniendo el elemento principal para ponerlo en práctica, es decir, el dinero? Sin duda tendremos que trabajar de firme, pero trabajaremos. Trabajará usted Avdotia Romanovna; trabajará su hermano y trabajaré yo. Hay libros que pueden producir buenas ganancias. Nosotros tenemos la ventaja de que sabemos lo que se debe traducir. Seremos traductores, editores y aprendices a la vez. Yo puedo ser útil a la sociedad porque tengo experiencia en cuestiones de libros. Hace dos años que ruedo por las editoriales, y conozco lo esencial del negocio. No es nada del otro mundo, créanme. ¿Por qué no aprovechar esta ocasión? Yo podría indicar a los editores dos o tres libros extranjeros que producirían cien rublos cada uno, y sé de otro cuyo título no daría por menos de quinientos rublos. A lo mejor aún vacilarían esos imbéciles. Respecto a la parte administrativa del negocio (papel, impresión, venta...), déjenla en mi mano, pues es cosa que conozco bien. Empezaremos por poco e iremos ampliando el negocio gradualmente. Desde luego, ganaremos lo suficiente para vivir.
Los ojos de Dunia brillaban.
‑Su proposición me parece muy bien, Dmitri Prokofitch.
‑Yo, como es natural ‑dijo Pulqueria Alejandrovna‑, no entiendo nada de eso. Tal vez sea un buen negocio. Lo cierto es que el asunto me sorprende por lo inesperado. Respecto a nuestra marcha, sólo puedo decirle que nos vemos obligadas a permanecer aquí algún tiempo.
Y al decir esto último dirigió una mirada a Rodia.
‑¿Tú qué opinas? ‑preguntó Dunia a su hermano.
‑A mí me parece una excelente idea. Naturalmente, no puede improvisarse un gran negocio editorial, pero sí publicar algunos volúmenes de éxito seguro. Yo conozco una obra que indudablemente se vendería. En cuanto a la capacidad de Rasumikhine, podéis estar tranquilas, pues conoce bien el negocio... Además, tenéis tiempo de sobra para estudiar el asunto.
‑¡Hurra! ‑gritó Rasumikhine‑. Y ahora escuchen. En este mismo edificio hay un local independiente que pertenece al mismo propietario. Está amueblado, tiene tres habitaciones pequeñas y no es caro. Yo me encargaré de empeñarles el reloj mañana para que tengan dinero. Todo se arreglará. Lo importante es que puedan ustedes vivir los tres juntos. Así tendrán a Rodia cerca de ustedes... Pero oye, ¿adónde vas?
‑¿Por qué te marchas, Rodia? ‑preguntó Pulqueria Alejandrovna con evidente inquietud.
‑¡Y en este momento! ‑le reprochó Rasumikhine.
Dunia miraba a su hermano con una sorpresa llena de desconfianza. Él, con la gorra en la mano, se disponía a marcharse.
‑¡Cualquiera diría que nos vamos a separar para siempre! ‑exclamó en un tono extraño‑. No me enterréis tan pronto.
Y sonrió, pero ¡qué sonrisa aquélla!
‑Sin embargo ‑dijo distraídamente‑, ¡quién sabe si será la última vez que nos vemos!
Había dicho esto contra su voluntad, como reflexionando en voz alta.
‑Pero ¿qué te pasa, Rodia? ‑preguntó ansiosamente su madre.
‑¿Dónde vas? ‑preguntó Dunia con voz extraña.
‑Me tengo que marchar ‑repuso.
Su voz era vacilante, pero su pálido rostro expresaba una resolución irrevocable.
‑Yo quería deciros... ‑continuó‑. He venido aquí para decirte, mamá, y a ti también, Dunia, que... debemos separarnos por algún tiempo... No me siento bien... Los nervios... Ya volveré... Más adelante..., cuando pueda. Pienso en vosotros y os quiero. Pero dejadme, dejadme solo. Esto ya lo tenía decidido, y es una decisión irrevocable. Aunque hubiera de morir, quiero estar solo. Olvidaos de mí: esto es lo mejor... No me busquéis. Ya vendré yo cuando sea necesario..., y, si no vengo, enviaré a llamaros. Tal vez vuelva todo a su cauce; pero ahora, si verdaderamente me queréis, renunciad a mí. Si no lo hacéis, llegaré a odiaros: esto es algo que siento en mí. Adiós.
‑¡Dios mío! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna.
La madre, la hermana y Rasumikhine se sintieron dominados por un profundo terror.
‑¡Rodia, Rodia, vuelve a nosotras! ‑exclamó la pobre mujer.
Él se volvió lentamente y dio un paso hacia la puerta. Dunia fue hacia él.
‑¿Cómo puedes portarte así con nuestra madre, Rodia? ‑murmuró, indignada.
‑Ya volveré, ya volveré a veros ‑dijo a media voz, casi inconsciente.
Y se fue.
‑¡Mal hombre, corazón de piedra! ‑le gritó Dunia.
‑No es malo, es que está loco ‑murmuró Rasumikhine al oído de la joven, mientras le apretaba con fuerza la mano‑. Es un alienado, se lo aseguro. Sería usted la despiadada si no fuera comprensiva con él.
‑¿Qué tienes que decirnos de parte de Svidrigailof? ‑le preguntó Dunia.
‑¡Eso, eso! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna.
Raskolnikof levantó la cabeza.
‑Está empeñado en regalarte diez mil rublos y desea verte una vez estando yo presente.
‑¿Verla? ¡De ningún modo! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna‑. ¡Además, tiene la osadía de ofrecerle dinero!
Entonces Raskolnikof refirió (secamente, por cierto) su diálogo con Svidrigailof, omitiendo todo lo relacionado con las apariciones de Marfa Petrovna, a fin de no ser demasiado prolijo. Le molestaba profundamente hablar más de lo indispensable.
‑¿Y tú qué le has contestado? ‑preguntó Dunia.
‑Yo he empezado por negarme a decirte nada de parte suya, y entonces él me ha dicho que se las arreglaría, fuera como fuera, para tener una entrevista contigo. Me ha asegurado que su pasión por ti fue una ilusión pasajera y que ahora no le inspiras nada que se parezca al amor. No quiere que te cases con Lujine. En general, hablaba de un modo confuso y contradictorio.
‑¿Y tú qué opinas, Rodia? ¿Qué efecto te ha producido?
‑Os confieso que no lo acabo de entender. Te ofrece diez mil rublos, y dice que no es rico. Afirma que está a punto de emprender un viaje, y al cabo de diez minutos se olvida de ello... De pronto me ha dicho que se quiere casar y que le buscan una novia... Sin duda, persigue algún fin, un fin indigno seguramente. Sin embargo, yo creo que no se habría conducido tan ingenuamente si hubiera abrigado algún mal propósito contra ti... Yo, desde luego, he rechazado categóricamente ese dinero en nombre tuyo. En una palabra, ese hombre me ha producido una impresión extraña, e incluso me ha parecido que presentaba síntomas de locura... Pero acaso sea una falsa apreciación mía, o tal vez se trate de una simple ficción. La muerte de Marfa Petrovna debe de haberle trastornado profundamente.
‑¡Que Dios la tenga en la gloria! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna‑. Siempre la tendré presente en mis oraciones. ¿Qué habría sido de nosotras, Dunia, sin esos tres mil rublos? ¡Dios mío, no puedo menos de creer que el cielo nos los envía! Pues has de saber, Rodia, que todo el dinero que nos queda son tres rublos, y que pensábamos empeñar el reloj de Dunia para no pedirle dinero a él antes de que nos lo ofreciera.
Dunia parecía trastornada por la proposición de Svidrigailof. Estaba pensativa.
‑Algún mal propósito abriga contra mí ‑murmuró, como si hablara consigo misma y con un leve estremecimiento.
Raskolnikof advirtió este temor excesivo.
‑Creo que tendré ocasión de volverle a ver ‑dijo a su hermana.
‑¡Lo vigilaremos! ‑exclamó enérgicamente Rasumikhine‑. ¡Me comprometo a descubrir sus huellas! No le perderé de vista. Cuento con el permiso de Rodia. Hace poco me ha dicho: «Vela por mi hermana.» ¿Me lo permite usted, Avdotia Romanovna?
Dunia le sonrió y le tendió la mano, pero su semblante seguía velado por la preocupación. Pulqueria Alejandrovna le miró tímidamente, pero no intranquila, pues pensaba en los tres mil rublos.
Un cuarto de hora después se había entablado una animada conversación. Incluso Raskolnikof, aunque sin abrir la boca, escuchaba con atención lo que decía Rasumikhine, que era el que llevaba la voz cantante.
‑¿Por qué han de regresar ustedes al pueblo? ‑exclamó el estudiante, dejándose llevar de buen grado del entusiasmo que se había apoderado de él‑. ¿Qué harán ustedes en ese villorrio? Deben ustedes permanecer aquí todos juntos, pues son indispensables el uno al otro, no me lo negarán. Por lo menos, deben quedarse aquí una temporada. En lo que a mí concierne, acéptenme como amigo y como socio y les aseguro que montaremos un negocio excelente. Escúchenme: voy a exponerles mi proyecto con todo detalle. Es una idea que se me ha ocurrido esta mañana, cuando nada había sucedido todavía. Se trata de lo siguiente: yo tengo un tío (que ya les presentaré y que es un viejo tan simpático como respetable) que tiene un capital de mil rublos y vive de una pensión que le basta para cubrir sus necesidades. Desde hace dos años no cesa de insistir en que yo acepte sus mil rublos como préstamo con el seis por ciento de interés. Esto es un truco: lo que él desea es ayudarme. El año pasado yo no necesitaba dinero, pero este año voy a aceptar el préstamo. A estos mil rublos añaden ustedes mil de los suyos, y ya tenemos para empezar. Bueno, ya somos socios. ¿Qué hacemos ahora?
Rasumikhine empezó acto seguido a exponer su proyecto. Se extendió en explicaciones sobre el hecho de que la mayoría de los libreros y editores no conocían su oficio y por eso hacían malos negocios, y añadió que editando buenas obras se podía no sólo cubrir gastos, sino obtener beneficios. Ser editor constituía el sueño dorado de Rasumikhine, que llevaba dos años trabajando para casas editoriales y conocía tres idiomas, aunque seis días atrás había dicho a Raskolnikof que no sabía alemán, simple pretexto para que su amigo aceptara la mitad de una traducción y, con ella, los tres rublos de anticipo que le correspondían. Raskolnikof no se había dejado engañar.
‑¿Por qué despreciar un buen negocio ‑exclamó Rasumikhine con creciente entusiasmo‑, teniendo el elemento principal para ponerlo en práctica, es decir, el dinero? Sin duda tendremos que trabajar de firme, pero trabajaremos. Trabajará usted Avdotia Romanovna; trabajará su hermano y trabajaré yo. Hay libros que pueden producir buenas ganancias. Nosotros tenemos la ventaja de que sabemos lo que se debe traducir. Seremos traductores, editores y aprendices a la vez. Yo puedo ser útil a la sociedad porque tengo experiencia en cuestiones de libros. Hace dos años que ruedo por las editoriales, y conozco lo esencial del negocio. No es nada del otro mundo, créanme. ¿Por qué no aprovechar esta ocasión? Yo podría indicar a los editores dos o tres libros extranjeros que producirían cien rublos cada uno, y sé de otro cuyo título no daría por menos de quinientos rublos. A lo mejor aún vacilarían esos imbéciles. Respecto a la parte administrativa del negocio (papel, impresión, venta...), déjenla en mi mano, pues es cosa que conozco bien. Empezaremos por poco e iremos ampliando el negocio gradualmente. Desde luego, ganaremos lo suficiente para vivir.
Los ojos de Dunia brillaban.
‑Su proposición me parece muy bien, Dmitri Prokofitch.
‑Yo, como es natural ‑dijo Pulqueria Alejandrovna‑, no entiendo nada de eso. Tal vez sea un buen negocio. Lo cierto es que el asunto me sorprende por lo inesperado. Respecto a nuestra marcha, sólo puedo decirle que nos vemos obligadas a permanecer aquí algún tiempo.
Y al decir esto último dirigió una mirada a Rodia.
‑¿Tú qué opinas? ‑preguntó Dunia a su hermano.
‑A mí me parece una excelente idea. Naturalmente, no puede improvisarse un gran negocio editorial, pero sí publicar algunos volúmenes de éxito seguro. Yo conozco una obra que indudablemente se vendería. En cuanto a la capacidad de Rasumikhine, podéis estar tranquilas, pues conoce bien el negocio... Además, tenéis tiempo de sobra para estudiar el asunto.
‑¡Hurra! ‑gritó Rasumikhine‑. Y ahora escuchen. En este mismo edificio hay un local independiente que pertenece al mismo propietario. Está amueblado, tiene tres habitaciones pequeñas y no es caro. Yo me encargaré de empeñarles el reloj mañana para que tengan dinero. Todo se arreglará. Lo importante es que puedan ustedes vivir los tres juntos. Así tendrán a Rodia cerca de ustedes... Pero oye, ¿adónde vas?
‑¿Por qué te marchas, Rodia? ‑preguntó Pulqueria Alejandrovna con evidente inquietud.
‑¡Y en este momento! ‑le reprochó Rasumikhine.
Dunia miraba a su hermano con una sorpresa llena de desconfianza. Él, con la gorra en la mano, se disponía a marcharse.
‑¡Cualquiera diría que nos vamos a separar para siempre! ‑exclamó en un tono extraño‑. No me enterréis tan pronto.
Y sonrió, pero ¡qué sonrisa aquélla!
‑Sin embargo ‑dijo distraídamente‑, ¡quién sabe si será la última vez que nos vemos!
Había dicho esto contra su voluntad, como reflexionando en voz alta.
‑Pero ¿qué te pasa, Rodia? ‑preguntó ansiosamente su madre.
‑¿Dónde vas? ‑preguntó Dunia con voz extraña.
‑Me tengo que marchar ‑repuso.
Su voz era vacilante, pero su pálido rostro expresaba una resolución irrevocable.
‑Yo quería deciros... ‑continuó‑. He venido aquí para decirte, mamá, y a ti también, Dunia, que... debemos separarnos por algún tiempo... No me siento bien... Los nervios... Ya volveré... Más adelante..., cuando pueda. Pienso en vosotros y os quiero. Pero dejadme, dejadme solo. Esto ya lo tenía decidido, y es una decisión irrevocable. Aunque hubiera de morir, quiero estar solo. Olvidaos de mí: esto es lo mejor... No me busquéis. Ya vendré yo cuando sea necesario..., y, si no vengo, enviaré a llamaros. Tal vez vuelva todo a su cauce; pero ahora, si verdaderamente me queréis, renunciad a mí. Si no lo hacéis, llegaré a odiaros: esto es algo que siento en mí. Adiós.
‑¡Dios mío! ‑exclamó Pulqueria Alejandrovna.
La madre, la hermana y Rasumikhine se sintieron dominados por un profundo terror.
‑¡Rodia, Rodia, vuelve a nosotras! ‑exclamó la pobre mujer.
Él se volvió lentamente y dio un paso hacia la puerta. Dunia fue hacia él.
‑¿Cómo puedes portarte así con nuestra madre, Rodia? ‑murmuró, indignada.
‑Ya volveré, ya volveré a veros ‑dijo a media voz, casi inconsciente.
Y se fue.
‑¡Mal hombre, corazón de piedra! ‑le gritó Dunia.
‑No es malo, es que está loco ‑murmuró Rasumikhine al oído de la joven, mientras le apretaba con fuerza la mano‑. Es un alienado, se lo aseguro. Sería usted la despiadada si no fuera comprensiva con él.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
Y dirigiéndose a Pulqueria Alejandrovna, que parecía a punto de caer, le dijo:
‑En seguida vuelvo.
Salió corriendo de la habitación. Raskolnikof, que le esperaba al final del pasillo, le recibió con estas palabras:
‑Sabía que vendrías... Vuelve al lado de ellas; no las dejes... Ven también mañana; no las dejes nunca... Yo tal vez vuelva..., tal vez pueda volver. Adiós.
Se alejó sin tenderle la mano.
‑Pero ¿adónde vas? ¿Qué te pasa? ¿Qué te propones? ¡No se puede obrar de ese modo!
Raskolnikof se detuvo de nuevo.
‑Te lo he dicho y te lo repito: no me preguntes nada, pues no te contestaré... No vengas a verme. Tal vez venga yo aquí... Déjame..., pero a ellas no las abandones... ¿Comprendes?
El pasillo estaba oscuro y ellos se habían detenido cerca de la lámpara. Se miraron en silencio. Rasumikhine se acordaría de este momento toda su vida. La mirada ardiente y fija de Raskolnikof parecía cada vez más penetrante, y Rasumikhine tenía la impresión de que le taladraba el alma. De súbito, el estudiante se estremeció. Algo extraño acababa de pasar entre ellos. Fue una idea que se deslizó furtivamente; una idea horrible, atroz y que los dos comprendieron... Rasumikhine se puso pálido como un muerto.
‑¿Comprendes ahora? ‑preguntó Raskolnikof con una mueca espantosa‑. Vuelve junto a ellas ‑añadió. Y dio media vuelta y se fue rápidamente.
No es fácil describir lo que ocurrió aquella noche en la habitación de Pulqueria Alejandrovna cuando regresó Rasumikhine; los esfuerzos del joven para calmar a las dos damas, las promesas que les hizo. Les dijo que Rodia estaba enfermo, que necesitaba reposo; les aseguró que volverían a verle y que él iría a visitarlas todos los días; que Rodia sufría mucho y no convenía irritarle; que él, Rasumikhine, llamaría a un gran médico, al mejor de todos; que se celebraría una consulta... En fin, que, a partir de aquella noche, Rasumikhine fue para ellas un hijo y un hermano.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
Cuarta Parte: Capítulo IV
Raskolnikof se fue derecho a la casa del canal donde habitaba Sonia. Era un viejo edificio de tres pisos pintado de verde. No sin trabajo, encontró al portero, del cual obtuvo vagas indicaciones sobre el departamento del sastre Kapernaumof. En un rincón del patio halló la entrada de una escalera estrecha y sombría. Subió por ella al segundo piso y se internó por la galería que bordeaba la fachada. Cuando avanzaba entre las sombras, una puerta se abrió de pronto a tres pasos de él. Raskolnikof asió el picaporte maquinalmente.
‑¿Quién va? ‑preguntó una voz de mujer con inquietud.
‑Soy yo, que vengo a su casa ‑dijo Raskolnikof.
Y entró seguidamente en un minúsculo vestíbulo, donde una vela ardía sobre una bandeja llena de abolladuras que descansaba sobre una silla desvencijada.
‑¡Dios mío! ¿Es usted? ‑gritó débilmente Sonia, paralizada por el estupor.
‑¿Es éste su cuarto?
Y Raskolnikof entró rápidamente en la habitación, haciendo esfuerzos por no mirar a la muchacha.
Un momento después llegó Sonia con la vela en la mano. Depositó la vela sobre la mesa y se detuvo ante él, desconcertada, presa de extraordinaria agitación. Aquella visita inesperada le causaba una especie de terror. De pronto, una oleada de sangre le subió al pálido rostro y de sus ojos brotaron lágrimas. Experimentaba una confusión extrema y una gran vergüenza en la que había cierta dulzura. Raskolnikof se volvió rápidamente y se sentó en una silla ante la mesa. Luego paseó su mirada por la habitación.
Era una gran habitación de techo muy bajo, que comunicaba con la del sastre por una puerta abierta en la pared del lado izquierdo. En la del derecho había otra puerta, siempre cerrada con llave, que daba a otro departamento. La habitación parecía un hangar. Tenía la forma de un cuadrilátero irregular y un aspecto destartalado. La pared de la parte del canal tenía tres ventanas. Este muro se prolongaba oblicuamente y formaba al final un ángulo agudo y tan profundo, que en aquel rincón no era posible distinguir nada a la débil luz de la vela. El otro ángulo era exageradamente obtuso.
La extraña habitación estaba casi vacía de muebles. A la derecha, en un rincón, estaba la cama, y entre ésta y la puerta había una silla. En el mismo lado y ante la puerta que daba al departamento vecino se veía una sencilla mesa de madera blanca, cubierta con un paño azul, y, cerca de ella, dos sillas de anea. En la pared opuesta, cerca del ángulo agudo, había una cómoda, también de madera blanca, que parecía perdida en aquel gran vacío. Esto era todo. El papel de las paredes, sucio y desgastado, estaba ennegrecido en los rincones. En invierno, la humedad y el humo debían de imperar en aquella habitación, donde todo daba una impresión de pobreza. Ni siquiera había cortinas en la cama.
Sonia miraba en silencio al visitante, ocupado en examinar tan atentamente y con tanto desenfado su aposento. Y de pronto empezó a temblar de pies a cabeza como si se hallara ante el juez y árbitro de su destino.
‑He venido un poco tarde. ¿Son ya las once? ‑preguntó Raskolnikof sin levantar la vista hacia Sonia.
‑Sí, sí, son las once ya ‑balbuceó la muchacha ansiosamente, como si estas palabras le solucionaran un inquietante problema‑: El reloj de mi patrona acaba de sonar y yo he oído perfectamente las...
‑Vengo a su casa por última vez ‑dijo Raskolnikof con semblante sombrío. Sin duda se olvidaba de que era también su primera visita‑. Acaso no vuelva a verla más ‑añadió.
‑¿Se va de viaje?
‑No sé, no sé... Mañana, quizá...
‑Así, ¿no irá usted mañana a casa de Catalina Ivanovna? ‑preguntó Sonia con un ligero temblor en la voz.
‑No lo sé... Quizá mañana por la mañana... Pero no hablemos de este asunto. He venido a decirle...
Alzó hacia ella su mirada pensativa y entonces advirtió que él estaba sentado y Sonia de pie.
‑¿Por qué está de pie? Siéntese ‑le dijo, dando de pronto a su voz un tono bajo y dulce.
Ella se sentó. Él la miró con un gesto bondadoso, casi compasivo.
‑¡Qué delgada está usted! Sus manos casi se transparentan. Parecen las manos de un muerto.
Se apoderó de una de aquellas manos, y ella sonrió.
‑Siempre he sido así ‑dijo Sonia.
‑¿Incluso cuando vivía en casa de sus padres?
‑Sí.
‑¡Claro, claro! ‑dijo Raskolnikof con voz entrecortada. Tanto en su acento como en la expresión de su rostro se había operado súbitamente un nuevo cambio.
Volvió a pasear su mirada por la habitación.
‑Tiene usted alquilada esta pieza a Kapernaumof, ¿verdad?
‑Sí.
‑Y ellos viven detrás de esa puerta, ¿no?
‑Sí; tienen una habitación parecida a ésta.
‑¿Sólo una para toda la familia?
‑Sí.
‑A mí, esta habitación me daría miedo ‑dijo Rodia con expresión sombría.
‑Los Kapernaumof son buenas personas, gente amable ‑dijo Sonia, dando muestras de no haber recobrado aún su presencia de ánimo‑. Y estos muebles, y todo lo que hay aquí, es de ellos. Son muy buenos. Los niños vienen a verme con frecuencia.
‑Son tartamudos, ¿verdad?
‑Sí, pero no todos. El padre es tartamudo y, además, cojo. La madre... no es que tartamudee, pero tiene dificultad para hablar. Es muy buena. Él era esclavo. Tienen siete hijos. Sólo el mayor es tartamudo. Los demás tienen poca salud, pero no tartamudean... Ahora que caigo, ¿cómo se ha enterado usted de estas cosas?
‑Su padre me lo contó todo... Por él supe lo que le ocurrió a usted... Me explicó que usted salió de casa a las seis y no volvió hasta las nueve, y que Catalina Ivanovna pasó la noche arrodillada junto a su lecho.
Sonia se turbó.
‑Me parece ‑murmuró, vacilando‑ que hoy lo he visto.
‑¿A quién?
‑A mi padre. Yo iba por la calle y, al doblar una esquina cerca de aquí, lo he visto de pronto. Me pareció que venía hacia mí. Estoy segura de que era él. Yo me dirigía a casa de Catalina Ivanovna...
‑No, usted iba... paseando.
‑Sí ‑murmuró Sonia con voz entrecortada. Y bajó los ojos llenos de turbación.
‑Catalina Ivanovna llegó incluso a pegarle cuando usted vivía con sus padres, ¿verdad?
‑¡Oh no! ¿Quién se lo ha dicho? ¡No, no; de ningún modo!
Y al decir esto Sonia miraba a Raskolnikof como sobrecogida de espanto.
‑Ya veo que la quiere usted.
‑¡Claro que la quiero! ‑exclamó Sonia con voz quejumbrosa y alzando de pronto las manos con un gesto de sufrimiento‑. Usted no la... ¡Ah, si usted
Raskolnikof se fue derecho a la casa del canal donde habitaba Sonia. Era un viejo edificio de tres pisos pintado de verde. No sin trabajo, encontró al portero, del cual obtuvo vagas indicaciones sobre el departamento del sastre Kapernaumof. En un rincón del patio halló la entrada de una escalera estrecha y sombría. Subió por ella al segundo piso y se internó por la galería que bordeaba la fachada. Cuando avanzaba entre las sombras, una puerta se abrió de pronto a tres pasos de él. Raskolnikof asió el picaporte maquinalmente.
‑¿Quién va? ‑preguntó una voz de mujer con inquietud.
‑Soy yo, que vengo a su casa ‑dijo Raskolnikof.
Y entró seguidamente en un minúsculo vestíbulo, donde una vela ardía sobre una bandeja llena de abolladuras que descansaba sobre una silla desvencijada.
‑¡Dios mío! ¿Es usted? ‑gritó débilmente Sonia, paralizada por el estupor.
‑¿Es éste su cuarto?
Y Raskolnikof entró rápidamente en la habitación, haciendo esfuerzos por no mirar a la muchacha.
Un momento después llegó Sonia con la vela en la mano. Depositó la vela sobre la mesa y se detuvo ante él, desconcertada, presa de extraordinaria agitación. Aquella visita inesperada le causaba una especie de terror. De pronto, una oleada de sangre le subió al pálido rostro y de sus ojos brotaron lágrimas. Experimentaba una confusión extrema y una gran vergüenza en la que había cierta dulzura. Raskolnikof se volvió rápidamente y se sentó en una silla ante la mesa. Luego paseó su mirada por la habitación.
Era una gran habitación de techo muy bajo, que comunicaba con la del sastre por una puerta abierta en la pared del lado izquierdo. En la del derecho había otra puerta, siempre cerrada con llave, que daba a otro departamento. La habitación parecía un hangar. Tenía la forma de un cuadrilátero irregular y un aspecto destartalado. La pared de la parte del canal tenía tres ventanas. Este muro se prolongaba oblicuamente y formaba al final un ángulo agudo y tan profundo, que en aquel rincón no era posible distinguir nada a la débil luz de la vela. El otro ángulo era exageradamente obtuso.
La extraña habitación estaba casi vacía de muebles. A la derecha, en un rincón, estaba la cama, y entre ésta y la puerta había una silla. En el mismo lado y ante la puerta que daba al departamento vecino se veía una sencilla mesa de madera blanca, cubierta con un paño azul, y, cerca de ella, dos sillas de anea. En la pared opuesta, cerca del ángulo agudo, había una cómoda, también de madera blanca, que parecía perdida en aquel gran vacío. Esto era todo. El papel de las paredes, sucio y desgastado, estaba ennegrecido en los rincones. En invierno, la humedad y el humo debían de imperar en aquella habitación, donde todo daba una impresión de pobreza. Ni siquiera había cortinas en la cama.
Sonia miraba en silencio al visitante, ocupado en examinar tan atentamente y con tanto desenfado su aposento. Y de pronto empezó a temblar de pies a cabeza como si se hallara ante el juez y árbitro de su destino.
‑He venido un poco tarde. ¿Son ya las once? ‑preguntó Raskolnikof sin levantar la vista hacia Sonia.
‑Sí, sí, son las once ya ‑balbuceó la muchacha ansiosamente, como si estas palabras le solucionaran un inquietante problema‑: El reloj de mi patrona acaba de sonar y yo he oído perfectamente las...
‑Vengo a su casa por última vez ‑dijo Raskolnikof con semblante sombrío. Sin duda se olvidaba de que era también su primera visita‑. Acaso no vuelva a verla más ‑añadió.
‑¿Se va de viaje?
‑No sé, no sé... Mañana, quizá...
‑Así, ¿no irá usted mañana a casa de Catalina Ivanovna? ‑preguntó Sonia con un ligero temblor en la voz.
‑No lo sé... Quizá mañana por la mañana... Pero no hablemos de este asunto. He venido a decirle...
Alzó hacia ella su mirada pensativa y entonces advirtió que él estaba sentado y Sonia de pie.
‑¿Por qué está de pie? Siéntese ‑le dijo, dando de pronto a su voz un tono bajo y dulce.
Ella se sentó. Él la miró con un gesto bondadoso, casi compasivo.
‑¡Qué delgada está usted! Sus manos casi se transparentan. Parecen las manos de un muerto.
Se apoderó de una de aquellas manos, y ella sonrió.
‑Siempre he sido así ‑dijo Sonia.
‑¿Incluso cuando vivía en casa de sus padres?
‑Sí.
‑¡Claro, claro! ‑dijo Raskolnikof con voz entrecortada. Tanto en su acento como en la expresión de su rostro se había operado súbitamente un nuevo cambio.
Volvió a pasear su mirada por la habitación.
‑Tiene usted alquilada esta pieza a Kapernaumof, ¿verdad?
‑Sí.
‑Y ellos viven detrás de esa puerta, ¿no?
‑Sí; tienen una habitación parecida a ésta.
‑¿Sólo una para toda la familia?
‑Sí.
‑A mí, esta habitación me daría miedo ‑dijo Rodia con expresión sombría.
‑Los Kapernaumof son buenas personas, gente amable ‑dijo Sonia, dando muestras de no haber recobrado aún su presencia de ánimo‑. Y estos muebles, y todo lo que hay aquí, es de ellos. Son muy buenos. Los niños vienen a verme con frecuencia.
‑Son tartamudos, ¿verdad?
‑Sí, pero no todos. El padre es tartamudo y, además, cojo. La madre... no es que tartamudee, pero tiene dificultad para hablar. Es muy buena. Él era esclavo. Tienen siete hijos. Sólo el mayor es tartamudo. Los demás tienen poca salud, pero no tartamudean... Ahora que caigo, ¿cómo se ha enterado usted de estas cosas?
‑Su padre me lo contó todo... Por él supe lo que le ocurrió a usted... Me explicó que usted salió de casa a las seis y no volvió hasta las nueve, y que Catalina Ivanovna pasó la noche arrodillada junto a su lecho.
Sonia se turbó.
‑Me parece ‑murmuró, vacilando‑ que hoy lo he visto.
‑¿A quién?
‑A mi padre. Yo iba por la calle y, al doblar una esquina cerca de aquí, lo he visto de pronto. Me pareció que venía hacia mí. Estoy segura de que era él. Yo me dirigía a casa de Catalina Ivanovna...
‑No, usted iba... paseando.
‑Sí ‑murmuró Sonia con voz entrecortada. Y bajó los ojos llenos de turbación.
‑Catalina Ivanovna llegó incluso a pegarle cuando usted vivía con sus padres, ¿verdad?
‑¡Oh no! ¿Quién se lo ha dicho? ¡No, no; de ningún modo!
Y al decir esto Sonia miraba a Raskolnikof como sobrecogida de espanto.
‑Ya veo que la quiere usted.
‑¡Claro que la quiero! ‑exclamó Sonia con voz quejumbrosa y alzando de pronto las manos con un gesto de sufrimiento‑. Usted no la... ¡Ah, si usted
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
supiera...! Es como una niña... Está trastornada por el dolor... Es inteligente y noble... y buena... Usted no sabe nada... nada...
Sonia hablaba con acento desgarrador. Una profunda agitación la dominaba. Gemía, se retorcía las manos. Sus pálidas mejillas se habían teñido de rojo y sus ojos expresaban un profundo sufrimiento. Era evidente que Raskolnikof acababa de tocar un punto sensible en su corazón. Sonia experimentaba una ardiente necesidad de explicar ciertas cosas, de defender a su madrastra. De súbito, su semblante expresó una compasión «insaciable», por decirlo así.
‑¿Pegarme? Usted no sabe lo que dice. ¡Pegarme ella, Señor...! Pero, aunque me hubiera pegado, ¿qué? Usted no la conoce... ¡Es tan desgraciada! Está enferma... Sólo pide justicia... Es pura. Cree que la justicia debe reinar en la vida y la reclama... Ni por el martirio se lograría que hiciera nada injusto. No se da cuenta de que la justicia no puede imperar en el mundo y se irrita... Se irrita como un niño, exactamente como un niño, créame... Es una mujer justa, muy justa.
‑¿Y qué va a hacer usted ahora?
Sonia le dirigió una mirada interrogante.
‑Ahora ha de cargar usted con ellos. Verdad es que siempre ha sido así. Incluso su difunto padre le pedía a usted dinero para beber... Pero ¿qué van a hacer ahora?
‑No lo sé ‑respondió Sonia tristemente.
‑¿Seguirán viviendo en la misma casa?
‑No lo sé. Deben a la patrona y creo que ésta ha dicho hoy que va a echarlos a la calle. Y Catalina Ivanovna dice que no permanecerá allí ni un día más.
‑¿Cómo puede hablar así? ¿Cuenta acaso con usted?
‑¡Oh, no! Ella no piensa en eso... Nosotros estamos muy unidos; lo que es de uno, es de todos.
Sonia dio esta respuesta vivamente, con una indignación que hacía pensar en la cólera de un canario o de cualquier otro pájaro diminuto e inofensivo.
‑Además, ¿qué quiere usted que haga? ‑continuó Sonia con vehemencia creciente‑. ¡Si usted supiera lo que ha llorado hoy! Está trastornada, ¿no lo ha notado usted? Sí, puede usted creerme: tan pronto se inquieta como una niña, pensando en cómo se las arreglará para que mañana no falte nada en la comida de funerales, como empieza a retorcerse las manos, a llorar, a escupir sangre, a dar cabezadas contra la pared. Después se calma de nuevo. Confía mucho en usted. Dice que, gracias a su apoyo, se procurará un poco de dinero y volverá a su tierra natal conmigo. Se propone fundar un pensionado para muchachas nobles y confiarme a mí la inspección. Está persuadida de que nos espera una vida nueva y maravillosa, y me besa, me abraza, me consuela. Ella cree firmemente en lo que dice, cree en todas sus fantasías. ¿Quién se atreve a contradecirla? Hoy se ha pasado el día lavando, fregando, remendando la ropa, y, como está tan débil, al fin ha caído rendida en la cama. Esta mañana hemos salido a comprar calzado para Lena y Poletchka, pues el que llevan está destrozado, pero no teníamos bastante dinero: necesitábamos mucho más. ¡Eran tan bonitos los zapatos que quería...! Porque tiene mucho gusto, ¿sabe...? Y se ha echado a llorar en plena tienda, delante de los dependientes, al ver que faltaba dinero... ¡Qué pena da ver estas cosas!
‑Ahora comprendo que lleve usted esta vida ‑dijo Raskolnikof, sonriendo amargamente.
‑¿Es que usted no se compadece de ella? ‑exclamó Sonia‑. Usted le dio todo lo que tenía, y eso que no sabía nada de lo que ocurre en aquella casa. ¡Dios mío, si usted lo supiera! ¡Cuántas veces, cuántas, la he hecho llorar...! La semana pasada mismo, ocho días antes de morir mi padre, fui mala con ella... Y así muchas veces... Ahora me paso el día acordándome de aquello, y ¡me da una pena!
Se retorcía las manos con un gesto de dolor.
‑¿Dice usted que fue mala con ella?
‑Sí, fui mala... Yo había ido a verlos ‑continuó llorando‑, y mi pobre padre me dijo: «Léeme un poco, Sonia. Aquí está el libro.» El dueño de la obra era Andrés Simonovitch Lebeziatnikof, que vive en la misma casa y nos presta muchas veces libros de esos que hacen reír. Yo le contesté: «No puedo leer porque tengo que marcharme...» Y es que no tenía ganas de leer. Yo había ido allí para enseñar a Catalina Ivanovna unos cuellos y unos puños bordados que una vendedora a domicilio llamada Lisbeth me había dado a muy buen precio. A Catalina Ivanovna le gustaron mucho, se los probó, se miró al espejo y dijo que eran preciosos, preciosos. Después me los pidió. « ¡Oh Sonia! ‑me dijo‑. ¡Regálamelos!» Me lo dijo con voz suplicante... ¿En qué vestido los habría puesto...? Y es que le recordaban los tiempos felices de su juventud. Se miraba en el espejo y se admiraba a sí misma. ¡Hace tanto tiempo que no tiene vestidos ni nada...! Nunca pide nada a nadie. Tiene mucho orgullo y prefiere dar lo que tiene, por poco que sea. Sin embargo, insistió en que le diera los cuellos y los puños; esto demuestra lo mucho que le gustaban. Y yo se los negué. «¿Para qué los quiere usted, Catalina Ivanovna?» Sí, así se lo dije. Ella me miró con una pena que partía el corazón... No era quedarse sin los cuellos y los puños lo que la apenaba, sino que yo no se los hubiera querido dar. ¡Ah, si yo pudiese reparar aquello, borrar las palabras que dije...!
‑¿De modo que conocía usted a Lisbeth, esa vendedora que iba por las casas?
‑Sí. ¿Usted también la conocía? ‑preguntó Sonia con cierto asombro.
‑Catalina Ivanovna está en el último grado de la tisis, y se morirá, se morirá muy pronto ‑dijo Raskolnikof tras una pausa y sin contestar a la pregunta de Sonia.
‑¡Oh, no, no!
Sonia le había cogido las manos, sin darse cuenta de lo que hacía, y parecía suplicarle que evitara aquella desgracia.
‑Lo mejor es que muera ‑dijo Raskolnikof.
‑¡No, no! ¿Cómo va a ser mejor? ‑exclamó Sonia, trastornada, llena de espanto.
‑¿Y los niños? ¿Qué hará usted con ellos? No se los va a traer aquí.
‑¡No sé lo que haré! ¡No sé lo que haré! ‑exclamó, desesperada, oprimiéndose las sienes con las manos.
Sin duda este pensamiento la había atormentado con frecuencia, y Raskolnikof lo había despertado con sus preguntas.
‑Y si usted se pone enferma, incluso viviendo Catalina Ivanovna, y se la llevan al hospital, ¿qué sucederá? ‑siguió preguntando despiadadamente.
‑¡Oh! ¿Qué dice usted? ¿Qué dice usted? ¡Eso es imposible! ‑exclamó Sonia con el rostro contraído, con una expresión de espanto indecible.
‑¿Por qué imposible? ‑preguntó Raskolnikof con una sonrisa sarcástica‑. Usted no es inmune a las enfermedades, ¿verdad? ¿Qué sería de ellos si usted se pusiera enferma? Se verían todos en la calle. La madre pediría limosna sin dejar de toser, después golpearía la pared con la cabeza como ha hecho hoy, y los niños llorarían. Al fin quedaría tendida en el suelo y se la llevarían, primero a la comisaría y después al hospital. Allí se moriría, y los niños...
‑¡No, no! ¡Eso no lo consentirá Dios! ‑gritó Sonia con voz ahogada.
Le había escuchado con gesto suplicante, enlazadas las manos en una muda imploración, como si todo dependiera de él.
Raskolnikof se levantó y empezó a ir y venir por el aposento. Así transcurrió un minuto. Sonia estaba de pie, los brazos pendientes a lo largo del cuerpo, baja la cabeza, presa de una angustia espantosa.
‑¿Es que usted no puede hacer economías, poner algún dinero a un lado? ‑preguntó Raskolnikof de pronto, deteniéndose ante ella.
‑No ‑murmuró Sonia.
‑No me extraña. ¿Lo ha intentado? ‑preguntó con una sonrisa burlona.
‑Sí.
‑Y no lo ha conseguido, claro. Es muy natural. No hace falta preguntar el motivo.
Y continuó sus paseos por la habitación. Hubo otro minuto de silencio.
‑¿Es que no gana usted dinero todos los días? ‑preguntó Rodia.
Sonia se turbó más todavía y enrojeció.
‑No ‑murmuró con un esfuerzo doloroso.
‑La misma suerte espera a Poletchka ‑dijo Raskolnikof de pronto.
‑¡No, no! ¡Eso es imposible! ‑exclamó Sonia.
Fue un grito de desesperación. Las palabras de Raskolnikof la habían herido como una cuchillada.
‑¡Dios no permitirá una abominación semejante!
‑Permite otras muchas.
‑¡No, no! ¡Dios la protegerá! ¡A ella la protegerá! ‑gritó Sonia fuera de sí.
‑Tal vez no exista ‑replicó Raskolnikof con una especie de crueldad triunfante.
Seguidamente se echó a reír y la miró.
Al oír aquellas palabras se operó en el semblante de Sonia un cambio repentino, y sacudidas nerviosas recorrieron su cuerpo. Dirigió a Raskolnikof miradas cargadas de un reproche indefinible. Intentó hablar, pero de sus labios no salió ni una sílaba. De súbito se echó a llorar amargamente y ocultó el rostro entre las manos.
‑Usted dice que Catalina Ivanovna está trastornada, pero usted no lo está menos ‑dijo Raskolnikof tras un breve silencio.
Transcurrieron cinco minutos. El joven seguía yendo y viniendo por la habitación sin mirar a Sonia. Al fin se acercó a ella. Los ojos le centelleaban. Apoyó las manos en los débiles hombros y miró el rostro cubierto de lágrimas. Lo miró con ojos secos, duros, ardientes, mientras sus labios se agitaban con un temblor convulsivo... De pronto se inclinó, bajó la cabeza hasta el suelo y le besó los pies. Sonia retrocedió horrorizada, como si tuviera ante sí a un loco. Y en verdad un loco parecía Raskolnikof.
‑¿Qué hace usted? ‑balbuceó.
Se había puesto pálida y sentía en el corazón una presión dolorosa.
Él se puso en pie.
Sonia hablaba con acento desgarrador. Una profunda agitación la dominaba. Gemía, se retorcía las manos. Sus pálidas mejillas se habían teñido de rojo y sus ojos expresaban un profundo sufrimiento. Era evidente que Raskolnikof acababa de tocar un punto sensible en su corazón. Sonia experimentaba una ardiente necesidad de explicar ciertas cosas, de defender a su madrastra. De súbito, su semblante expresó una compasión «insaciable», por decirlo así.
‑¿Pegarme? Usted no sabe lo que dice. ¡Pegarme ella, Señor...! Pero, aunque me hubiera pegado, ¿qué? Usted no la conoce... ¡Es tan desgraciada! Está enferma... Sólo pide justicia... Es pura. Cree que la justicia debe reinar en la vida y la reclama... Ni por el martirio se lograría que hiciera nada injusto. No se da cuenta de que la justicia no puede imperar en el mundo y se irrita... Se irrita como un niño, exactamente como un niño, créame... Es una mujer justa, muy justa.
‑¿Y qué va a hacer usted ahora?
Sonia le dirigió una mirada interrogante.
‑Ahora ha de cargar usted con ellos. Verdad es que siempre ha sido así. Incluso su difunto padre le pedía a usted dinero para beber... Pero ¿qué van a hacer ahora?
‑No lo sé ‑respondió Sonia tristemente.
‑¿Seguirán viviendo en la misma casa?
‑No lo sé. Deben a la patrona y creo que ésta ha dicho hoy que va a echarlos a la calle. Y Catalina Ivanovna dice que no permanecerá allí ni un día más.
‑¿Cómo puede hablar así? ¿Cuenta acaso con usted?
‑¡Oh, no! Ella no piensa en eso... Nosotros estamos muy unidos; lo que es de uno, es de todos.
Sonia dio esta respuesta vivamente, con una indignación que hacía pensar en la cólera de un canario o de cualquier otro pájaro diminuto e inofensivo.
‑Además, ¿qué quiere usted que haga? ‑continuó Sonia con vehemencia creciente‑. ¡Si usted supiera lo que ha llorado hoy! Está trastornada, ¿no lo ha notado usted? Sí, puede usted creerme: tan pronto se inquieta como una niña, pensando en cómo se las arreglará para que mañana no falte nada en la comida de funerales, como empieza a retorcerse las manos, a llorar, a escupir sangre, a dar cabezadas contra la pared. Después se calma de nuevo. Confía mucho en usted. Dice que, gracias a su apoyo, se procurará un poco de dinero y volverá a su tierra natal conmigo. Se propone fundar un pensionado para muchachas nobles y confiarme a mí la inspección. Está persuadida de que nos espera una vida nueva y maravillosa, y me besa, me abraza, me consuela. Ella cree firmemente en lo que dice, cree en todas sus fantasías. ¿Quién se atreve a contradecirla? Hoy se ha pasado el día lavando, fregando, remendando la ropa, y, como está tan débil, al fin ha caído rendida en la cama. Esta mañana hemos salido a comprar calzado para Lena y Poletchka, pues el que llevan está destrozado, pero no teníamos bastante dinero: necesitábamos mucho más. ¡Eran tan bonitos los zapatos que quería...! Porque tiene mucho gusto, ¿sabe...? Y se ha echado a llorar en plena tienda, delante de los dependientes, al ver que faltaba dinero... ¡Qué pena da ver estas cosas!
‑Ahora comprendo que lleve usted esta vida ‑dijo Raskolnikof, sonriendo amargamente.
‑¿Es que usted no se compadece de ella? ‑exclamó Sonia‑. Usted le dio todo lo que tenía, y eso que no sabía nada de lo que ocurre en aquella casa. ¡Dios mío, si usted lo supiera! ¡Cuántas veces, cuántas, la he hecho llorar...! La semana pasada mismo, ocho días antes de morir mi padre, fui mala con ella... Y así muchas veces... Ahora me paso el día acordándome de aquello, y ¡me da una pena!
Se retorcía las manos con un gesto de dolor.
‑¿Dice usted que fue mala con ella?
‑Sí, fui mala... Yo había ido a verlos ‑continuó llorando‑, y mi pobre padre me dijo: «Léeme un poco, Sonia. Aquí está el libro.» El dueño de la obra era Andrés Simonovitch Lebeziatnikof, que vive en la misma casa y nos presta muchas veces libros de esos que hacen reír. Yo le contesté: «No puedo leer porque tengo que marcharme...» Y es que no tenía ganas de leer. Yo había ido allí para enseñar a Catalina Ivanovna unos cuellos y unos puños bordados que una vendedora a domicilio llamada Lisbeth me había dado a muy buen precio. A Catalina Ivanovna le gustaron mucho, se los probó, se miró al espejo y dijo que eran preciosos, preciosos. Después me los pidió. « ¡Oh Sonia! ‑me dijo‑. ¡Regálamelos!» Me lo dijo con voz suplicante... ¿En qué vestido los habría puesto...? Y es que le recordaban los tiempos felices de su juventud. Se miraba en el espejo y se admiraba a sí misma. ¡Hace tanto tiempo que no tiene vestidos ni nada...! Nunca pide nada a nadie. Tiene mucho orgullo y prefiere dar lo que tiene, por poco que sea. Sin embargo, insistió en que le diera los cuellos y los puños; esto demuestra lo mucho que le gustaban. Y yo se los negué. «¿Para qué los quiere usted, Catalina Ivanovna?» Sí, así se lo dije. Ella me miró con una pena que partía el corazón... No era quedarse sin los cuellos y los puños lo que la apenaba, sino que yo no se los hubiera querido dar. ¡Ah, si yo pudiese reparar aquello, borrar las palabras que dije...!
‑¿De modo que conocía usted a Lisbeth, esa vendedora que iba por las casas?
‑Sí. ¿Usted también la conocía? ‑preguntó Sonia con cierto asombro.
‑Catalina Ivanovna está en el último grado de la tisis, y se morirá, se morirá muy pronto ‑dijo Raskolnikof tras una pausa y sin contestar a la pregunta de Sonia.
‑¡Oh, no, no!
Sonia le había cogido las manos, sin darse cuenta de lo que hacía, y parecía suplicarle que evitara aquella desgracia.
‑Lo mejor es que muera ‑dijo Raskolnikof.
‑¡No, no! ¿Cómo va a ser mejor? ‑exclamó Sonia, trastornada, llena de espanto.
‑¿Y los niños? ¿Qué hará usted con ellos? No se los va a traer aquí.
‑¡No sé lo que haré! ¡No sé lo que haré! ‑exclamó, desesperada, oprimiéndose las sienes con las manos.
Sin duda este pensamiento la había atormentado con frecuencia, y Raskolnikof lo había despertado con sus preguntas.
‑Y si usted se pone enferma, incluso viviendo Catalina Ivanovna, y se la llevan al hospital, ¿qué sucederá? ‑siguió preguntando despiadadamente.
‑¡Oh! ¿Qué dice usted? ¿Qué dice usted? ¡Eso es imposible! ‑exclamó Sonia con el rostro contraído, con una expresión de espanto indecible.
‑¿Por qué imposible? ‑preguntó Raskolnikof con una sonrisa sarcástica‑. Usted no es inmune a las enfermedades, ¿verdad? ¿Qué sería de ellos si usted se pusiera enferma? Se verían todos en la calle. La madre pediría limosna sin dejar de toser, después golpearía la pared con la cabeza como ha hecho hoy, y los niños llorarían. Al fin quedaría tendida en el suelo y se la llevarían, primero a la comisaría y después al hospital. Allí se moriría, y los niños...
‑¡No, no! ¡Eso no lo consentirá Dios! ‑gritó Sonia con voz ahogada.
Le había escuchado con gesto suplicante, enlazadas las manos en una muda imploración, como si todo dependiera de él.
Raskolnikof se levantó y empezó a ir y venir por el aposento. Así transcurrió un minuto. Sonia estaba de pie, los brazos pendientes a lo largo del cuerpo, baja la cabeza, presa de una angustia espantosa.
‑¿Es que usted no puede hacer economías, poner algún dinero a un lado? ‑preguntó Raskolnikof de pronto, deteniéndose ante ella.
‑No ‑murmuró Sonia.
‑No me extraña. ¿Lo ha intentado? ‑preguntó con una sonrisa burlona.
‑Sí.
‑Y no lo ha conseguido, claro. Es muy natural. No hace falta preguntar el motivo.
Y continuó sus paseos por la habitación. Hubo otro minuto de silencio.
‑¿Es que no gana usted dinero todos los días? ‑preguntó Rodia.
Sonia se turbó más todavía y enrojeció.
‑No ‑murmuró con un esfuerzo doloroso.
‑La misma suerte espera a Poletchka ‑dijo Raskolnikof de pronto.
‑¡No, no! ¡Eso es imposible! ‑exclamó Sonia.
Fue un grito de desesperación. Las palabras de Raskolnikof la habían herido como una cuchillada.
‑¡Dios no permitirá una abominación semejante!
‑Permite otras muchas.
‑¡No, no! ¡Dios la protegerá! ¡A ella la protegerá! ‑gritó Sonia fuera de sí.
‑Tal vez no exista ‑replicó Raskolnikof con una especie de crueldad triunfante.
Seguidamente se echó a reír y la miró.
Al oír aquellas palabras se operó en el semblante de Sonia un cambio repentino, y sacudidas nerviosas recorrieron su cuerpo. Dirigió a Raskolnikof miradas cargadas de un reproche indefinible. Intentó hablar, pero de sus labios no salió ni una sílaba. De súbito se echó a llorar amargamente y ocultó el rostro entre las manos.
‑Usted dice que Catalina Ivanovna está trastornada, pero usted no lo está menos ‑dijo Raskolnikof tras un breve silencio.
Transcurrieron cinco minutos. El joven seguía yendo y viniendo por la habitación sin mirar a Sonia. Al fin se acercó a ella. Los ojos le centelleaban. Apoyó las manos en los débiles hombros y miró el rostro cubierto de lágrimas. Lo miró con ojos secos, duros, ardientes, mientras sus labios se agitaban con un temblor convulsivo... De pronto se inclinó, bajó la cabeza hasta el suelo y le besó los pies. Sonia retrocedió horrorizada, como si tuviera ante sí a un loco. Y en verdad un loco parecía Raskolnikof.
‑¿Qué hace usted? ‑balbuceó.
Se había puesto pálida y sentía en el corazón una presión dolorosa.
Él se puso en pie.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
‑No me he arrodillado ante ti, sino ante todo el dolor humano ‑dijo en un tono extraño.
Y fue a acodarse en la ventana. Pronto volvió a su lado y añadió:
‑Oye, hace poco he dicho a un insolente que valía menos que tu dedo meñique y que te había invitado a sentarte al lado de mi madre y de mi hermana.
‑¿Eso ha dicho? ‑exclamó Sonia, aterrada‑. ¿Y delante de ellas? ¡Sentarme a su lado! Pero si yo soy... una mujer sin honra. ¿Cómo se le ha ocurrido decir eso?
‑Al hablar así, yo no pensaba en tu deshonra ni en tus faltas, sino en tu horrible martirio. Sin duda ‑continuó ardientemente‑, eres una gran pecadora, sobre todo por haberte inmolado inútilmente. Ciertamente, eres muy desgraciada. ¡Vivir en el cieno y saber (porque tú lo sabes: basta mirarte para comprenderlo) que no te sirve para nada, que no puedes salvar a nadie con tu sacrificio...! Y ahora dime ‑añadió, iracundo‑: ¿Cómo es posible que tanta ignominia, tanta bajeza, se compaginen en ti con otros sentimientos tan opuestos, tan sagrados? Sería preferible arrojarse al agua de cabeza y terminar de una vez.
‑Pero ¿y ellos? ¿Qué sería de ellos? ‑preguntó Sonia levantando la cabeza, con voz desfallecida y dirigiendo a Raskolnikof una mirada impregnada de dolor, pero sin mostrar sorpresa alguna ante el terrible consejo.
Raskolnikof la envolvió en una mirada extraña, y esta mirada le bastó para descifrar los pensamientos de la joven. Comprendió que ella era de la misma opinión. Sin duda, en su desesperación, había pensado más de una vez en poner término a su vida. Y tan resueltamente habia pensado en ello, que no le había causado la menor extrañeza el consejo de Raskolnikof. No había advertido la crueldad de sus palabras, del mismo modo que no había captado el sentido de sus reproches. Él se dio cuenta de todo ello y comprendió perfectamente hasta qué punto la habría torturado el sentimiento de su deshonor, de su situación infamante. ¿Qué sería lo que le había impedido poner fin a su vida? Y, al hacerse esta pregunta, Raskolnikof comprendió lo que significaban para ella aquellos pobres niños y aquella desdichada Catalina Ivanovna, tísica, medio loca y que golpeaba las paredes con la cabeza.
Sin embargo, vio claramente que Sonia, por su educación y su carácter, no podía permanecer indefinidamente en semejante situación. También se preguntaba cómo había podido vivir tanto tiempo sin volverse loca. Desde luego, comprendía que la situación de Sonia era un fenómeno social que estaba fuera de lo común, aunque, por desgracia, no era único ni extraordinario; pero ¿no era esto una razón más, unida a su educación y a su pasado, para que su primer paso en aquel horrible camino la hubiera llevado a la muerte? ¿Qué era lo que la sostenía? No el vicio, pues toda aquella ignominia sólo había manchado su cuerpo: ni la menor sombra de ella había llegado a su corazón. Esto se veía perfectamente; se leía en su rostro.
«Sólo tiene tres soluciones ‑siguió pensando Raskolnikof‑: arrojarse al canal, terminar en un manicomio o lanzarse al libertinaje que embrutece el espíritu y petrifica el corazón.»
Esta última posibilidad era la que más le repugnaba, pero Raskolnikof era joven, escéptico, de espíritu abstracto y, por lo tanto, cruel, y no podía menos de considerar que esta última eventualidad era la más probable.
«Pero ¿es esto posible? ‑siguió reflexionando‑. ¿Es posible que esta criatura que ha conservado la pureza de alma termine por hundirse a sabiendas en ese abismo horrible y hediondo? ¿No será que este hundimiento ha empezado ya, que ella ha podido soportar hasta ahora semejante vida porque el vicio ya no le repugna...? No, no; esto es imposible ‑exclamó mentalmente, repitiendo el grito lanzado por Sonia hacía un momento‑: lo que hasta ahora le ha impedido arrojarse al canal ha sido el temor de cometer un pecado, y también esa familia... Parece que no se ha vuelto loca, pero ¿quién puede asegurar que esto no es simple apariencia? ¿Puede estar en su juicio? ¿Puede una persona hablar como habla ella sin estar loca? ¿Puede una mujer conservar la calma sabiendo que va a su perdición, y asomarse a ese abismo pestilente sin hacer caso cuando se habla del peligro? ¿No esperará un milagro...? Sí, seguramente. Y todo esto, ¿no son pruebas de enajenación mental?»
Se aferró obstinadamente a esta última idea. Esta solución le complacía más que ninguna otra. Empezó a examinar a Sonia atentamente.
‑¿Rezas mucho, Sonia? ‑le preguntó.
La muchacha guardó silencio. Él, de pie a su lado, esperaba una respuesta.
‑¿Qué habría sido de mí sin la ayuda de Dios?
Había dicho esto en un rápido susurro. Al mismo tiempo, lo miró con ojos fulgurantes y le apretó la mano.
«No me he equivocado», se dijo Raskolnikof.
‑Pero ¿qué hace Dios por ti? ‑siguió preguntando el joven.
Sonia permaneció en silencio un buen rato. Parecía incapaz de responder. La emoción henchía su frágil pecho.
‑¡Calle! No me pregunte. Usted no tiene derecho a hablar de estas cosas ‑exclamó de pronto, mirándole, severa e indignada.
«Es lo que he pensado, es lo que he pensado», se decía Raskolnikof.
‑Dios todo lo puede ‑dijo Sonia, bajando de nuevo los ojos.
«Esto lo explica todo», pensó Raskolnikof. Y siguió observándola con ávida curiosidad.
Experimentaba una sensación extraña, casi enfermiza, mientras contemplaba aquella carita pálida, enjuta, de facciones irregulares y angulosas; aquellos ojos azules capaces de emitir verdaderas llamaradas y de expresar una pasión tan austera y vehemente; aquel cuerpecillo que temblaba de indignación. Todo esto le parecía cada vez más extraño, más ajeno a la realidad.
«Está loca, está loca», se repetía.
Sobre la cómoda había un libro. Raskolnikof le había dirigido una mirada cada vez que pasaba junto a él en sus idas y venidas por la habitación. Al fin cogió el volumen y lo examinó. Era una traducción rusa del Nuevo Testamento, un viejo libro con tapas de tafilete.
‑¿De dónde has sacado este libro? ‑le preguntó desde el otro extremo de la habitación, cuando ella permanecía inmóvil cerca de la mesa.
‑Me lo han regalado ‑respondió Sonia de mala gana y sin mirarle.
‑¿Quién?
‑Lisbeth.
«¡Lisbeth! ¡Qué raro!», pensó Raskolnikof.
Todo lo relacionado con Sonia le parecía cada vez más extraño. Acercó el libro a la bujía y empezó a hojearlo.
‑¿Dónde está el capítulo sobre Lázaro? ‑preguntó de pronto.
Sonia no contestó. Tenía la mirada fija en el suelo y se había separado un poco de la mesa.
‑Dime dónde están las páginas que hablan de la resurrección de Lázaro.
Sonia le miró de reojo.
‑Están en el cuarto Evangelio ‑repuso Sonia gravemente y sin moverse del sitio.
‑Toma; busca ese pasaje y léemelo.
Dicho esto, Raskolnikof se sentó a la mesa, apoyó en ella los codos y el mentón en una mano y se dispuso a escuchar, vaga la mirada y sombrío el semblante.
«Dentro de quince días o de tres semanas ‑murmuró para sí‑ habrá que ir a verme a la séptima versta. Allí estaré, sin duda, si no me ocurre nada peor.»
Sonia dio un paso hacia la mesa. Vacilaba. Había recibido con desconfianza la extraña petición de Raskolnikof. Sin embargo, cogió el libro.
‑¿Es que usted no lo ha leído nunca? ‑preguntó, mirándole de reojo. Su voz era cada vez más fría y dura.
‑Lo leí hace ya mucho tiempo, cuando era niño... Lee.
‑¿Y no lo ha leído en la iglesia?
‑Yo... yo no voy a la iglesia. ¿Y tú?
‑Pues... no ‑balbuceó Sonia.
Raskolnikof sonrió.
‑Se comprende. No asistirás mañana a los funerales de tu padre, ¿verdad?
‑Sí que asistiré. Ya fui la semana pasada a la iglesia para una misa de réquiem.
‑¿Por quién?
‑Por Lisbeth. La mataron a hachazos.
La tensión nerviosa de Raskolnikof iba en aumento. La cabeza empezaba a darle vueltas.
‑Por lo visto, tenías amistad con Lisbeth.
‑Sí. Era una mujer justa y buena... A veces venía a verme... Muy de tarde en tarde. No podía venir más... Leíamos y hablábamos... Ahora está con Dios.
¡Qué extraño parecía a Raskolnikof aquel hecho, y qué extrañas aquellas palabras novelescas! ¿De qué podrían hablar aquellas dos mujeres, aquel par de necias?
«Aquí corre uno el peligro de volverse loco: es una enfermedad contagiosa», se dijo.
‑¡Lee! ‑ordenó de pronto, irritado y con voz apremiante.
Sonia seguía vacilando. Su corazón latía con fuerza. La desdichada no se atrevía a leer en presencia de Raskolnikof. El joven dirigió una mirada casi dolorosa a la pobre demente.
‑¿Qué le importa esto? Usted no tiene fe ‑murmuró Sonia con voz entrecortada.
‑¡Lee! ‑insistió Raskolnikof‑. ¡Bien le leías a Lisbeth!
Y fue a acodarse en la ventana. Pronto volvió a su lado y añadió:
‑Oye, hace poco he dicho a un insolente que valía menos que tu dedo meñique y que te había invitado a sentarte al lado de mi madre y de mi hermana.
‑¿Eso ha dicho? ‑exclamó Sonia, aterrada‑. ¿Y delante de ellas? ¡Sentarme a su lado! Pero si yo soy... una mujer sin honra. ¿Cómo se le ha ocurrido decir eso?
‑Al hablar así, yo no pensaba en tu deshonra ni en tus faltas, sino en tu horrible martirio. Sin duda ‑continuó ardientemente‑, eres una gran pecadora, sobre todo por haberte inmolado inútilmente. Ciertamente, eres muy desgraciada. ¡Vivir en el cieno y saber (porque tú lo sabes: basta mirarte para comprenderlo) que no te sirve para nada, que no puedes salvar a nadie con tu sacrificio...! Y ahora dime ‑añadió, iracundo‑: ¿Cómo es posible que tanta ignominia, tanta bajeza, se compaginen en ti con otros sentimientos tan opuestos, tan sagrados? Sería preferible arrojarse al agua de cabeza y terminar de una vez.
‑Pero ¿y ellos? ¿Qué sería de ellos? ‑preguntó Sonia levantando la cabeza, con voz desfallecida y dirigiendo a Raskolnikof una mirada impregnada de dolor, pero sin mostrar sorpresa alguna ante el terrible consejo.
Raskolnikof la envolvió en una mirada extraña, y esta mirada le bastó para descifrar los pensamientos de la joven. Comprendió que ella era de la misma opinión. Sin duda, en su desesperación, había pensado más de una vez en poner término a su vida. Y tan resueltamente habia pensado en ello, que no le había causado la menor extrañeza el consejo de Raskolnikof. No había advertido la crueldad de sus palabras, del mismo modo que no había captado el sentido de sus reproches. Él se dio cuenta de todo ello y comprendió perfectamente hasta qué punto la habría torturado el sentimiento de su deshonor, de su situación infamante. ¿Qué sería lo que le había impedido poner fin a su vida? Y, al hacerse esta pregunta, Raskolnikof comprendió lo que significaban para ella aquellos pobres niños y aquella desdichada Catalina Ivanovna, tísica, medio loca y que golpeaba las paredes con la cabeza.
Sin embargo, vio claramente que Sonia, por su educación y su carácter, no podía permanecer indefinidamente en semejante situación. También se preguntaba cómo había podido vivir tanto tiempo sin volverse loca. Desde luego, comprendía que la situación de Sonia era un fenómeno social que estaba fuera de lo común, aunque, por desgracia, no era único ni extraordinario; pero ¿no era esto una razón más, unida a su educación y a su pasado, para que su primer paso en aquel horrible camino la hubiera llevado a la muerte? ¿Qué era lo que la sostenía? No el vicio, pues toda aquella ignominia sólo había manchado su cuerpo: ni la menor sombra de ella había llegado a su corazón. Esto se veía perfectamente; se leía en su rostro.
«Sólo tiene tres soluciones ‑siguió pensando Raskolnikof‑: arrojarse al canal, terminar en un manicomio o lanzarse al libertinaje que embrutece el espíritu y petrifica el corazón.»
Esta última posibilidad era la que más le repugnaba, pero Raskolnikof era joven, escéptico, de espíritu abstracto y, por lo tanto, cruel, y no podía menos de considerar que esta última eventualidad era la más probable.
«Pero ¿es esto posible? ‑siguió reflexionando‑. ¿Es posible que esta criatura que ha conservado la pureza de alma termine por hundirse a sabiendas en ese abismo horrible y hediondo? ¿No será que este hundimiento ha empezado ya, que ella ha podido soportar hasta ahora semejante vida porque el vicio ya no le repugna...? No, no; esto es imposible ‑exclamó mentalmente, repitiendo el grito lanzado por Sonia hacía un momento‑: lo que hasta ahora le ha impedido arrojarse al canal ha sido el temor de cometer un pecado, y también esa familia... Parece que no se ha vuelto loca, pero ¿quién puede asegurar que esto no es simple apariencia? ¿Puede estar en su juicio? ¿Puede una persona hablar como habla ella sin estar loca? ¿Puede una mujer conservar la calma sabiendo que va a su perdición, y asomarse a ese abismo pestilente sin hacer caso cuando se habla del peligro? ¿No esperará un milagro...? Sí, seguramente. Y todo esto, ¿no son pruebas de enajenación mental?»
Se aferró obstinadamente a esta última idea. Esta solución le complacía más que ninguna otra. Empezó a examinar a Sonia atentamente.
‑¿Rezas mucho, Sonia? ‑le preguntó.
La muchacha guardó silencio. Él, de pie a su lado, esperaba una respuesta.
‑¿Qué habría sido de mí sin la ayuda de Dios?
Había dicho esto en un rápido susurro. Al mismo tiempo, lo miró con ojos fulgurantes y le apretó la mano.
«No me he equivocado», se dijo Raskolnikof.
‑Pero ¿qué hace Dios por ti? ‑siguió preguntando el joven.
Sonia permaneció en silencio un buen rato. Parecía incapaz de responder. La emoción henchía su frágil pecho.
‑¡Calle! No me pregunte. Usted no tiene derecho a hablar de estas cosas ‑exclamó de pronto, mirándole, severa e indignada.
«Es lo que he pensado, es lo que he pensado», se decía Raskolnikof.
‑Dios todo lo puede ‑dijo Sonia, bajando de nuevo los ojos.
«Esto lo explica todo», pensó Raskolnikof. Y siguió observándola con ávida curiosidad.
Experimentaba una sensación extraña, casi enfermiza, mientras contemplaba aquella carita pálida, enjuta, de facciones irregulares y angulosas; aquellos ojos azules capaces de emitir verdaderas llamaradas y de expresar una pasión tan austera y vehemente; aquel cuerpecillo que temblaba de indignación. Todo esto le parecía cada vez más extraño, más ajeno a la realidad.
«Está loca, está loca», se repetía.
Sobre la cómoda había un libro. Raskolnikof le había dirigido una mirada cada vez que pasaba junto a él en sus idas y venidas por la habitación. Al fin cogió el volumen y lo examinó. Era una traducción rusa del Nuevo Testamento, un viejo libro con tapas de tafilete.
‑¿De dónde has sacado este libro? ‑le preguntó desde el otro extremo de la habitación, cuando ella permanecía inmóvil cerca de la mesa.
‑Me lo han regalado ‑respondió Sonia de mala gana y sin mirarle.
‑¿Quién?
‑Lisbeth.
«¡Lisbeth! ¡Qué raro!», pensó Raskolnikof.
Todo lo relacionado con Sonia le parecía cada vez más extraño. Acercó el libro a la bujía y empezó a hojearlo.
‑¿Dónde está el capítulo sobre Lázaro? ‑preguntó de pronto.
Sonia no contestó. Tenía la mirada fija en el suelo y se había separado un poco de la mesa.
‑Dime dónde están las páginas que hablan de la resurrección de Lázaro.
Sonia le miró de reojo.
‑Están en el cuarto Evangelio ‑repuso Sonia gravemente y sin moverse del sitio.
‑Toma; busca ese pasaje y léemelo.
Dicho esto, Raskolnikof se sentó a la mesa, apoyó en ella los codos y el mentón en una mano y se dispuso a escuchar, vaga la mirada y sombrío el semblante.
«Dentro de quince días o de tres semanas ‑murmuró para sí‑ habrá que ir a verme a la séptima versta. Allí estaré, sin duda, si no me ocurre nada peor.»
Sonia dio un paso hacia la mesa. Vacilaba. Había recibido con desconfianza la extraña petición de Raskolnikof. Sin embargo, cogió el libro.
‑¿Es que usted no lo ha leído nunca? ‑preguntó, mirándole de reojo. Su voz era cada vez más fría y dura.
‑Lo leí hace ya mucho tiempo, cuando era niño... Lee.
‑¿Y no lo ha leído en la iglesia?
‑Yo... yo no voy a la iglesia. ¿Y tú?
‑Pues... no ‑balbuceó Sonia.
Raskolnikof sonrió.
‑Se comprende. No asistirás mañana a los funerales de tu padre, ¿verdad?
‑Sí que asistiré. Ya fui la semana pasada a la iglesia para una misa de réquiem.
‑¿Por quién?
‑Por Lisbeth. La mataron a hachazos.
La tensión nerviosa de Raskolnikof iba en aumento. La cabeza empezaba a darle vueltas.
‑Por lo visto, tenías amistad con Lisbeth.
‑Sí. Era una mujer justa y buena... A veces venía a verme... Muy de tarde en tarde. No podía venir más... Leíamos y hablábamos... Ahora está con Dios.
¡Qué extraño parecía a Raskolnikof aquel hecho, y qué extrañas aquellas palabras novelescas! ¿De qué podrían hablar aquellas dos mujeres, aquel par de necias?
«Aquí corre uno el peligro de volverse loco: es una enfermedad contagiosa», se dijo.
‑¡Lee! ‑ordenó de pronto, irritado y con voz apremiante.
Sonia seguía vacilando. Su corazón latía con fuerza. La desdichada no se atrevía a leer en presencia de Raskolnikof. El joven dirigió una mirada casi dolorosa a la pobre demente.
‑¿Qué le importa esto? Usted no tiene fe ‑murmuró Sonia con voz entrecortada.
‑¡Lee! ‑insistió Raskolnikof‑. ¡Bien le leías a Lisbeth!
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
Sonia abrió el libro y buscó la página. Le temblaban las manos y la voz no le salía de la garganta. Intentó empezar dos o tres veces, pero no pronunció ni una sola palabra.
‑«Había en Betania un hombre llamado Lázaro, que estaba enfermo...» ‑articuló al fin, haciendo un gran esfuerzo.
Pero inmediatamente su voz vibró y se quebró como una cuerda demasiado tensa. Sintió que a su oprimido pecho le faltaba el aliento. Raskolnikof comprendía en parte por qué se resistía Sonia a obedecerle, pero esta comprensión no impedía que se mostrara cada vez más apremiante y grosero. De sobra se daba cuenta del trabajo que le costaba a la pobre muchacha mostrarle su mundo interior. Comprendía que aquellos sentimientos eran su gran secreto, un secreto que tal vez guardaba desde su adolescencia, desde la época en que vivía con su familia, con su infortunado padre, con aquella madrastra que se había vuelto loca a fuerza de sufrir, entre niños hambrientos y oyendo a todas horas gritos y reproches. Pero, al mismo tiempo, tenía la seguridad de que Sonia, a pesar de su repugnancia, de su temor a leer, sentía un ávido, un doloroso deseo de leerle a él en aquel momento, sin importarle lo que después pudiera ocurrir... Leía todo esto en los ojos de Sonia y comprendía la emoción que la trastornaba... Sin embargo, Sonia se dominó, deshizo el nudo que tenía en la garganta y continuó leyendo el capítulo 11 del Evangelio según San Juan. Y llegó al versículo 19.
‑« ... Y gran número de judíos habían acudido a ver a Marta y a María para consolarlas de la muerte de su hermano. Habiéndose enterado de la llegada de Jesús, Marta fue a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Marta dijo a Jesús: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto; pero ahora yo sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará...»
Al llegar a este punto, Sonia se detuvo para sobreponerse a la emoción que amenazaba ahogar su voz.
‑«Jesús le dijo: Tu hermano resucitará. Marta le respondió: Yo sé que resucitará el día de la resurrección de los muertos. Jesús le dijo: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, si está muerto, resucitará, y todo el que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto? Y ella dice...»
Sonia tomó aliento penosamente y leyó con energía, como si fuera ella la que hacía públicamente su profesión de fe:
‑«... Sí, Señor; yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo...»
Sonia se detuvo, levantó momentáneamente los ojos hacia Raskolnikof y después continuó la lectura. El joven, acodado en la mesa, escuchaba sin moverse y sin mirar a Sonia. La lectora llegó al versículo 32.
‑« ... Cuando María llegó al lugar donde estaba Cristo y lo vio, cayó a sus pies y le dijo: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Y cuando Jesús vio que lloraba y que los judíos que iban con ella lloraban igualmente, se entristeció, se conmovió su espíritu y dijo: ¿Dónde lo pusisteis? Le respondieron: Señor, ven y mira. Entonces Jesús lloró y dijeron los judíos: Ved cómo le amaba. Y algunos de ellos dijeron: El que abrió los ojos al ciego, ¿no podía hacer que este hombre no muriera?...»
Raskolnikof se volvió hacia Sonia y la miró con emoción. Sí, era lo que él había sospechado. La joven temblaba febrilmente, como él había previsto. Se acercaba al momento del milagro y un sentimiento de triunfo se había apoderado de ella. Su voz había cobrado una sonoridad metálica y una firmeza nacida de aquella alegría y de aquella sensación de triunfo. Las líneas se entremezclaban ante sus velados ojos, pero ella podía seguir leyendo porque se dejaba llevar de su corazón. Al leer el último versículo ‑« El que abrió los ojos al ciego...»‑, Sonia bajó la voz para expresar con apasionado acento la duda, la reprobación y los reproches de aquellos ciegos judíos que un momento después iban a caer de rodillas, como fulminados por el rayo, y a creer, mientras prorrumpían en sollozos... Y él, él que tampoco creía, él que también estaba ciego, comprendería y creería igualmente... Y esto iba a suceder muy pronto, en seguida... Así soñaba Sonia, y temblaba en la gozosa espera.
‑« ... Jesús, lleno de una profunda tristeza, fue a la tumba. Era una cueva tapada con una piedra. Jesús dijo: Levantad la piedra. Marta, la hermana del difunto, le respondió: Señor, ya huele mal, pues hace cuatro días que está en la tumba... »
Sonia pronunció con fuerza la palabra «cuatro».
‑«... Jesús le dijo entonces: ¿No te he dicho que si tienes fe verás la gloria de Dios? Entonces quitaron la piedra de la cueva donde reposaba el muerto. Jesús levantó los ojos al cielo y dijo: Padre mío, te doy gracias por haberme escuchado. Yo sabía que Tú me escuchas siempre y sólo he hablado para que los que están a mi alrededor crean que eres Tú quien me ha enviado a la tierra. Habiendo dicho estas palabras, clamó con voz sonora: ¡Lázaro, sal! Y el muerto salió... ‑Sonia leyó estas palabras con voz clara y triunfante, y temblaba como si acabara de ver el milagro con sus propios ojos‑ ...vendados los pies y las manos con cintas mortuorias y el rostro envuelto en un sudario. Jesús dijo: Desatadle y dejadle ir. Entonces, muchos de los judíos que habían ido a casa de María y que habían visto el milagro de Jesús creyeron en él. »
Ya no pudo seguir leyendo. Cerró el libro y se levantó.
‑No hay nada más sobre la resurrección de Lázaro.
Dijo esto gravemente y en voz baja. Luego se separó de la mesa y se detuvo. Permanecía inmóvil y no se atrevía a mirar a Raskolnikof. Seguía temblando febrilmente. El cabo de la vela estaba a punto de consumirse en el torcido candelero y expandía una luz mortecina por aquella mísera habitación donde un asesino y una prostituta se habían unido para leer el Libro Eterno.
‑He venido a hablarle de un asunto ‑dijo de súbito Raskolnikof con voz fuerte y enérgica. Seguidamente, velado el semblante por una repentina tristeza, se levantó y se acercó a Sonia. Ésta se volvió a mirarle y vio que su dura mirada expresaba una feroz resolución. El joven añadió‑: Hoy he abandonado a mi familia, a mi madre y a mi hermana. Ya no volveré al lado de ellas: la ruptura es definitiva.
‑¿Por qué ha hecho eso? ‑preguntó Sonia, estupefacta.
Su reciente encuentro con Pulqueria Alejandrovna y Dunia había dejado en ella una impresión imborrable aunque confusa, y la noticia de la ruptura la horrorizó.
‑Ahora no tengo a nadie más que a ti ‑dijo Raskolnikof‑. Vente conmigo. He venido por ti. Somos dos seres malditos. Vámonos juntos.
Sus ojos centelleaban.
«Tiene cara de loco», pensó Sonia.
‑¿Irnos? ¿Adónde? ‑preguntó aterrada, dando un paso atrás.
‑¡Yo qué sé! Yo sólo sé que los dos seguimos la misma ruta y que únicamente tenemos una meta.
Ella le miraba sin comprenderle. Ella sólo veía en él una cosa: que era infinitamente desgraciado.
‑Nadie lo comprendería si les dijeras las cosas que me has dicho a mí. Yo, en cambio, lo he comprendido. Te necesito y por eso he venido a buscarte.
‑No entiendo ‑balbuceó Sonia.
‑Ya entenderás más adelante. Tú has obrado como yo. Tú también has cruzado la línea. Has atentado contra ti; has destruido una vida..., tu propia vida, verdad es, pero ¿qué importa? Habrías podido vivir con tu alma y tu razón y terminarás en la plaza del Mercado. No puedes con tu carga, y si permaneces sola, te volverás loca, del mismo modo que me volveré yo. Ya parece que sólo conservas a medias la razón. Hemos de seguir la misma ruta, codo a codo. ¡Vente!
‑¿Por qué, por qué dice usted eso? ‑preguntó Sonia, emocionada, incluso trastornada por las palabras de Raskolnikof.
‑¿Por qué? Porque no se puede vivir así. Por eso hay que razonar seriamente y ver las cosas como son, en vez de echarse a llorar como un niño y gritar que Dios no lo permitirá. ¿Qué sucederá si un día te llevan al hospital? Catalina Ivanovna está loca y tísica, y morirá pronto. ¿Qué será entonces de los niños? ¿Crees que Poletchka podrá salvarse? ¿No has visto por estos barrios niños a los que sus madres envían a mendigar? Yo sé ya dónde viven esas madres y cómo viven. Los niños de esos lugares no se parecen a los otros. Entre ellos, los rapaces de siete años son ya viciosos y ladrones.
‑Pero ¿qué hacer, qué hacer? ‑exclamó Sonia, llorando desesperadamente mientras se retorcía las manos.
‑¿Qué hacer? Cambiar de una vez y aceptar el sufrimiento. ¿Qué, no comprendes? Ya comprenderás más adelante... La libertad y el poder, el poder sobre todo..., el dominio sobre todos los seres pusilánimes... Sí, dominar a todo el hormiguero: he aquí el fin. Acuérdate de esto: es como un testamento que hago para ti. Acaso sea ésta la última vez que te hablo. Si no vengo mañana, te enterarás de todo. Entonces acuérdate de mis palabras. Quizá llegue un día, en el curso de los años, en que comprendas su significado. Y si vengo mañana, te diré quién mató a Lisbeth.
Sonia se estremeció.
‑Entonces, ¿usted lo sabe? ‑preguntó, helada de espanto y dirigiéndole una mirada despavorida.
‑Lo sé y te lo diré... Sólo te lo diré a ti. Te he escogido para esto. No vendré a pedirte perdón, sino sencillamente a decírtelo. Hace ya mucho tiempo que te elegí para esta confidencia: el mismo día en que tu padre me habló de ti, cuando Lisbeth vivía aún. Adiós. No me des la mano. Hasta mañana.
Y se marchó, dejando a Sonia la impresión de que había estado conversando con un loco. Pero ella misma sentía como si le faltara la razón. La cabeza le daba vueltas.
«¡Señor! ¿Cómo sabe quién ha matado a Lisbeth? ¿Qué significan sus palabras?»
Todo esto era espantoso. Sin embargo, no sospechaba ni remotamente la verdad.
«Debe de ser muy desgraciado... Ha abandonado a su madre y a su hermana. ¿Por qué? ¿Qué habrá ocurrido? ¿Qué intenciones tiene? ¿Qué significan sus palabras?»
Le había besado los pies y le había dicho..., le había dicho... que no podía vivir sin ella. Sí, se lo había dicho claramente.
«¡Señor, Señor...!»
Sonia estuvo toda la noche ardiendo de fiebre y delirando. Se estremecía, lloraba, se retorcía las manos; después caía en un sueño febril y soñaba con Poletchka, con Catalina Ivanovna, con Lisbeth, con la lectura del Evangelio, y con él, con su rostro pálido y sus ojos llameantes... Él le besaba los pies y lloraba... ¡Señor, Señor!
Tras la puerta que separaba la habitación de Sonia del departamento de la señora Resslich había una pieza vacía que correspondía a aquel compartimiento y que se alquilaba, como indicaba un papel escrito colgado en la puerta de la calle y otros papeles pegados en las ventanas que daban al
‑«Había en Betania un hombre llamado Lázaro, que estaba enfermo...» ‑articuló al fin, haciendo un gran esfuerzo.
Pero inmediatamente su voz vibró y se quebró como una cuerda demasiado tensa. Sintió que a su oprimido pecho le faltaba el aliento. Raskolnikof comprendía en parte por qué se resistía Sonia a obedecerle, pero esta comprensión no impedía que se mostrara cada vez más apremiante y grosero. De sobra se daba cuenta del trabajo que le costaba a la pobre muchacha mostrarle su mundo interior. Comprendía que aquellos sentimientos eran su gran secreto, un secreto que tal vez guardaba desde su adolescencia, desde la época en que vivía con su familia, con su infortunado padre, con aquella madrastra que se había vuelto loca a fuerza de sufrir, entre niños hambrientos y oyendo a todas horas gritos y reproches. Pero, al mismo tiempo, tenía la seguridad de que Sonia, a pesar de su repugnancia, de su temor a leer, sentía un ávido, un doloroso deseo de leerle a él en aquel momento, sin importarle lo que después pudiera ocurrir... Leía todo esto en los ojos de Sonia y comprendía la emoción que la trastornaba... Sin embargo, Sonia se dominó, deshizo el nudo que tenía en la garganta y continuó leyendo el capítulo 11 del Evangelio según San Juan. Y llegó al versículo 19.
‑« ... Y gran número de judíos habían acudido a ver a Marta y a María para consolarlas de la muerte de su hermano. Habiéndose enterado de la llegada de Jesús, Marta fue a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Marta dijo a Jesús: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto; pero ahora yo sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará...»
Al llegar a este punto, Sonia se detuvo para sobreponerse a la emoción que amenazaba ahogar su voz.
‑«Jesús le dijo: Tu hermano resucitará. Marta le respondió: Yo sé que resucitará el día de la resurrección de los muertos. Jesús le dijo: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, si está muerto, resucitará, y todo el que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto? Y ella dice...»
Sonia tomó aliento penosamente y leyó con energía, como si fuera ella la que hacía públicamente su profesión de fe:
‑«... Sí, Señor; yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo...»
Sonia se detuvo, levantó momentáneamente los ojos hacia Raskolnikof y después continuó la lectura. El joven, acodado en la mesa, escuchaba sin moverse y sin mirar a Sonia. La lectora llegó al versículo 32.
‑« ... Cuando María llegó al lugar donde estaba Cristo y lo vio, cayó a sus pies y le dijo: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Y cuando Jesús vio que lloraba y que los judíos que iban con ella lloraban igualmente, se entristeció, se conmovió su espíritu y dijo: ¿Dónde lo pusisteis? Le respondieron: Señor, ven y mira. Entonces Jesús lloró y dijeron los judíos: Ved cómo le amaba. Y algunos de ellos dijeron: El que abrió los ojos al ciego, ¿no podía hacer que este hombre no muriera?...»
Raskolnikof se volvió hacia Sonia y la miró con emoción. Sí, era lo que él había sospechado. La joven temblaba febrilmente, como él había previsto. Se acercaba al momento del milagro y un sentimiento de triunfo se había apoderado de ella. Su voz había cobrado una sonoridad metálica y una firmeza nacida de aquella alegría y de aquella sensación de triunfo. Las líneas se entremezclaban ante sus velados ojos, pero ella podía seguir leyendo porque se dejaba llevar de su corazón. Al leer el último versículo ‑« El que abrió los ojos al ciego...»‑, Sonia bajó la voz para expresar con apasionado acento la duda, la reprobación y los reproches de aquellos ciegos judíos que un momento después iban a caer de rodillas, como fulminados por el rayo, y a creer, mientras prorrumpían en sollozos... Y él, él que tampoco creía, él que también estaba ciego, comprendería y creería igualmente... Y esto iba a suceder muy pronto, en seguida... Así soñaba Sonia, y temblaba en la gozosa espera.
‑« ... Jesús, lleno de una profunda tristeza, fue a la tumba. Era una cueva tapada con una piedra. Jesús dijo: Levantad la piedra. Marta, la hermana del difunto, le respondió: Señor, ya huele mal, pues hace cuatro días que está en la tumba... »
Sonia pronunció con fuerza la palabra «cuatro».
‑«... Jesús le dijo entonces: ¿No te he dicho que si tienes fe verás la gloria de Dios? Entonces quitaron la piedra de la cueva donde reposaba el muerto. Jesús levantó los ojos al cielo y dijo: Padre mío, te doy gracias por haberme escuchado. Yo sabía que Tú me escuchas siempre y sólo he hablado para que los que están a mi alrededor crean que eres Tú quien me ha enviado a la tierra. Habiendo dicho estas palabras, clamó con voz sonora: ¡Lázaro, sal! Y el muerto salió... ‑Sonia leyó estas palabras con voz clara y triunfante, y temblaba como si acabara de ver el milagro con sus propios ojos‑ ...vendados los pies y las manos con cintas mortuorias y el rostro envuelto en un sudario. Jesús dijo: Desatadle y dejadle ir. Entonces, muchos de los judíos que habían ido a casa de María y que habían visto el milagro de Jesús creyeron en él. »
Ya no pudo seguir leyendo. Cerró el libro y se levantó.
‑No hay nada más sobre la resurrección de Lázaro.
Dijo esto gravemente y en voz baja. Luego se separó de la mesa y se detuvo. Permanecía inmóvil y no se atrevía a mirar a Raskolnikof. Seguía temblando febrilmente. El cabo de la vela estaba a punto de consumirse en el torcido candelero y expandía una luz mortecina por aquella mísera habitación donde un asesino y una prostituta se habían unido para leer el Libro Eterno.
‑He venido a hablarle de un asunto ‑dijo de súbito Raskolnikof con voz fuerte y enérgica. Seguidamente, velado el semblante por una repentina tristeza, se levantó y se acercó a Sonia. Ésta se volvió a mirarle y vio que su dura mirada expresaba una feroz resolución. El joven añadió‑: Hoy he abandonado a mi familia, a mi madre y a mi hermana. Ya no volveré al lado de ellas: la ruptura es definitiva.
‑¿Por qué ha hecho eso? ‑preguntó Sonia, estupefacta.
Su reciente encuentro con Pulqueria Alejandrovna y Dunia había dejado en ella una impresión imborrable aunque confusa, y la noticia de la ruptura la horrorizó.
‑Ahora no tengo a nadie más que a ti ‑dijo Raskolnikof‑. Vente conmigo. He venido por ti. Somos dos seres malditos. Vámonos juntos.
Sus ojos centelleaban.
«Tiene cara de loco», pensó Sonia.
‑¿Irnos? ¿Adónde? ‑preguntó aterrada, dando un paso atrás.
‑¡Yo qué sé! Yo sólo sé que los dos seguimos la misma ruta y que únicamente tenemos una meta.
Ella le miraba sin comprenderle. Ella sólo veía en él una cosa: que era infinitamente desgraciado.
‑Nadie lo comprendería si les dijeras las cosas que me has dicho a mí. Yo, en cambio, lo he comprendido. Te necesito y por eso he venido a buscarte.
‑No entiendo ‑balbuceó Sonia.
‑Ya entenderás más adelante. Tú has obrado como yo. Tú también has cruzado la línea. Has atentado contra ti; has destruido una vida..., tu propia vida, verdad es, pero ¿qué importa? Habrías podido vivir con tu alma y tu razón y terminarás en la plaza del Mercado. No puedes con tu carga, y si permaneces sola, te volverás loca, del mismo modo que me volveré yo. Ya parece que sólo conservas a medias la razón. Hemos de seguir la misma ruta, codo a codo. ¡Vente!
‑¿Por qué, por qué dice usted eso? ‑preguntó Sonia, emocionada, incluso trastornada por las palabras de Raskolnikof.
‑¿Por qué? Porque no se puede vivir así. Por eso hay que razonar seriamente y ver las cosas como son, en vez de echarse a llorar como un niño y gritar que Dios no lo permitirá. ¿Qué sucederá si un día te llevan al hospital? Catalina Ivanovna está loca y tísica, y morirá pronto. ¿Qué será entonces de los niños? ¿Crees que Poletchka podrá salvarse? ¿No has visto por estos barrios niños a los que sus madres envían a mendigar? Yo sé ya dónde viven esas madres y cómo viven. Los niños de esos lugares no se parecen a los otros. Entre ellos, los rapaces de siete años son ya viciosos y ladrones.
‑Pero ¿qué hacer, qué hacer? ‑exclamó Sonia, llorando desesperadamente mientras se retorcía las manos.
‑¿Qué hacer? Cambiar de una vez y aceptar el sufrimiento. ¿Qué, no comprendes? Ya comprenderás más adelante... La libertad y el poder, el poder sobre todo..., el dominio sobre todos los seres pusilánimes... Sí, dominar a todo el hormiguero: he aquí el fin. Acuérdate de esto: es como un testamento que hago para ti. Acaso sea ésta la última vez que te hablo. Si no vengo mañana, te enterarás de todo. Entonces acuérdate de mis palabras. Quizá llegue un día, en el curso de los años, en que comprendas su significado. Y si vengo mañana, te diré quién mató a Lisbeth.
Sonia se estremeció.
‑Entonces, ¿usted lo sabe? ‑preguntó, helada de espanto y dirigiéndole una mirada despavorida.
‑Lo sé y te lo diré... Sólo te lo diré a ti. Te he escogido para esto. No vendré a pedirte perdón, sino sencillamente a decírtelo. Hace ya mucho tiempo que te elegí para esta confidencia: el mismo día en que tu padre me habló de ti, cuando Lisbeth vivía aún. Adiós. No me des la mano. Hasta mañana.
Y se marchó, dejando a Sonia la impresión de que había estado conversando con un loco. Pero ella misma sentía como si le faltara la razón. La cabeza le daba vueltas.
«¡Señor! ¿Cómo sabe quién ha matado a Lisbeth? ¿Qué significan sus palabras?»
Todo esto era espantoso. Sin embargo, no sospechaba ni remotamente la verdad.
«Debe de ser muy desgraciado... Ha abandonado a su madre y a su hermana. ¿Por qué? ¿Qué habrá ocurrido? ¿Qué intenciones tiene? ¿Qué significan sus palabras?»
Le había besado los pies y le había dicho..., le había dicho... que no podía vivir sin ella. Sí, se lo había dicho claramente.
«¡Señor, Señor...!»
Sonia estuvo toda la noche ardiendo de fiebre y delirando. Se estremecía, lloraba, se retorcía las manos; después caía en un sueño febril y soñaba con Poletchka, con Catalina Ivanovna, con Lisbeth, con la lectura del Evangelio, y con él, con su rostro pálido y sus ojos llameantes... Él le besaba los pies y lloraba... ¡Señor, Señor!
Tras la puerta que separaba la habitación de Sonia del departamento de la señora Resslich había una pieza vacía que correspondía a aquel compartimiento y que se alquilaba, como indicaba un papel escrito colgado en la puerta de la calle y otros papeles pegados en las ventanas que daban al
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
canal. Sonia sabía que aquella habitación estaba deshabitada desde hacía tiempo. Sin embargo, durante toda la escena precedente, el señor Svidrigailof, de pie detrás de la puerta que daba al aposento de la joven, había oído perfectamente toda la conversación de Sonia con su visitante.
Cuando Raskolnikof se fue, Svidrigailof reflexionó un momento, se dirigió de puntillas a su cuarto, contiguo a la pieza desalquilada, cogió una silla y volvió a la habitación vacía para colocarla junto a la puerta que daba al dormitorio de Sonia. La conversación que acababa de oír le había parecido tan interesante, que había llevado allí aquella silla, pensando que la próxima vez, al día siguiente, por ejemplo, podría escuchar con toda comodidad, sin que turbara su satisfacción la molestia de permanecer de pie media hora.
Cuando Raskolnikof se fue, Svidrigailof reflexionó un momento, se dirigió de puntillas a su cuarto, contiguo a la pieza desalquilada, cogió una silla y volvió a la habitación vacía para colocarla junto a la puerta que daba al dormitorio de Sonia. La conversación que acababa de oír le había parecido tan interesante, que había llevado allí aquella silla, pensando que la próxima vez, al día siguiente, por ejemplo, podría escuchar con toda comodidad, sin que turbara su satisfacción la molestia de permanecer de pie media hora.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
Cuarta Parte: Capítulo V
Cuando, al día siguiente, a las once en punto, Raskolnikof fue a ver al juez de instrucción, se extrañó de tener que hacer diez largos minutos de antesala. Este tiempo transcurrió, como mínimo, antes de que le llamaran, siendo así que él esperaba ser recibido apenas le anunciasen. Allí estuvo, en la sala de espera, viendo pasar personas que no le prestaban la menor atención. En la sala contigua trabajaban varios escribientes, y saltaba a la vista que ninguno de ellos tenía la menor idea de quién era Raskolnikof.
El visitante paseó por toda la estancia una mirada retadora, preguntándose si habría allí algún esbirro, algún espía encargado de vigilarle para impedir su fuga. Pero no había nada de esto. Sólo veía caras de funcionarios que reflejaban cuidados mezquinos, y rostros de otras personas que, como los funcionarios, no se interesaban lo más mínimo por él. Se podría haber marchado al fin del mundo sin llamar la atención de nadie. Poco a poco se iba convenciendo de que si aquel misterioso personaje, aquel fantasma que parecía haber surgido de la tierra y al que había visto el día anterior, lo hubiera sabido todo, lo hubiera visto todo, él, Raskolnikof, no habría podido permanecer tan tranquilamente en aquella sala de espera. Y ni habrían esperado hasta las once para verle, ni le habrían permitido ir por su propia voluntad. Por lo tanto, aquel hombre no había dicho nada..., porque tal vez no sabía nada, ni nada había visto (¿cómo lo habría podido ver?), y todo lo ocurrido el día anterior no había sido sino un espejismo agrandado por su mente enferma.
Esta explicación, que le parecía cada vez más lógica, ya se le había ocurrido el día anterior en el momento en que sus inquietudes, aquellas inquietudes rayanas en el terror, eran más angustiosas.
Mientras reflexionaba en todo esto y se preparaba para una nueva lucha, Raskolnikof empezó a temblar de pronto, y se enfureció ante la idea de que aquel temblor podía ser de miedo, miedo a la entrevista que iba a tener con el odioso Porfirio Petrovitch. Pensar que iba a volver a ver a aquel hombre le inquietaba profundamente. Hasta tal extremo le odiaba, que temía incluso que aquel odio le traicionase, y esto le produjo una cólera tan violenta, que detuvo en seco su temblor. Se dispuso a presentarse a Porfirio en actitud fría e insolente y se prometió a sí mismo hablar lo menos posible, vigilar a su adversario, permanecer en guardia y dominar su irascible temperamento. En este momento le llamaron al despacho de Porfirio Petrovitch.
El juez de instrucción estaba solo en aquel momento. En el despacho, de medianas dimensiones, había una gran mesa de escritorio, un armario y varias sillas. Todo este mobiliario era de madera amarilla y lo pagaba el Estado. En la pared del fondo había una puerta cerrada. Por lo tanto, debía de haber otras dependencias tras aquella pared. Cuando entró Raskolnikof, Porfirio cerró tras él la puerta inmediatamente y los dos quedaron solos. El juez recibió a su visitante con gesto alegre y amable; pero, poco después, Raskolnikof advirtió que daba muestras de cierta violencia. Era como si le hubieran sorprendido ocupado en alguna operación secreta.
Porfirio le tendió las dos manos.
‑¡Ah! He aquí a nuestro respetable amigo en nuestros parajes. Siéntese, querido... Pero ahora caigo en que tal vez le disguste que le haya llamado «respetable» y «querido» así, tout court. Le ruego que no tome esto como una familiaridad. Siéntese en el sofá, haga el favor.
Raskolnikof se sentó sin apartar de él la vista. Las expresiones «nuestros parajes», «como una familiaridad», «tout court», amén de otros detalles, le parecían muy propios de aquel hombre.
«Sin embargo, me ha tendido las dos manos sin permitirme estrecharle ninguna: las ha retirado a tiempo», pensó Raskolnikof, empezando a desconfiar.
Se vigilaban mutuamente, pero, apenas se cruzaban sus miradas, las desviaban con la rapidez del relámpago.
‑Le he traído este papel sobre el asunto del reloj. ¿Está bien así o habré de escribirlo de otro modo?
‑¿Cómo? ¿El papel del reloj? ¡Ah, sí! ¡No se preocupe! Está muy bien ‑dijo Porfirio Petrovitch precipitadamente, antes de haber leído el escrito. Inmediatamente, lo leyó‑. Sí, está perfectamente. No hace falta más.
Seguía expresándose con precipitación. Un momento después, mientras hablaban de otras cosas, lo guardó en un cajón de la mesa.
‑Me parece ‑dijo Raskolnikof‑ que ayer mostró usted deseos de interrogarme... oficialmente... sobre mis relaciones con la mujer asesinada...
«¿Por qué habré dicho "me parece"?»
Esta idea atravesó su mente como un relámpago.
«Pero ¿por qué me ha de inquietar tanto ese "me parece"?», se dijo acto seguido.
Y de súbito advirtió que su desconfianza, originada tan sólo por la presencia de Porfirio, a las dos palabras y a las dos miradas cambiadas con él, había cobrado en dos minutos dimensiones desmesuradas. Esta disposición de ánimo era sumamente peligrosa. Raskolnikof se daba perfecta cuenta de ello. La tensión de sus nervios aumentaba, su agitación crecía...
« ¡Malo, malo! A ver si hago alguna tontería.»
‑¡Ah, sí! No se preocupe... Hay tiempo ‑dijo Porfirio Petrovitch, yendo y viniendo por el despacho, al parecer sin objeto, pues ahora se dirigía a la mesa, e inmediatamente después se acercaba a la ventana, para volver en seguida al lado de la mesa. En sus paseos rehuía la mirada retadora de Raskolnikof, después de lo cual se detenía de pronto y le miraba a la cara fijamente. Era extraño el espectáculo que ofrecía aquel cuerpo rechoncho, cuyas evoluciones recordaban las de una pelota que rebotase de una a otra pared.
Porfirio Petrovitch continuó:
‑Nada nos apremia. Tenemos tiempo de sobra... ¿Fuma usted? ¿Acaso no tiene tabaco? Tenga un cigarrillo... Aunque le recibo aquí, mis habitaciones están allí, detrás de ese tabique. El Estado corre con los gastos. Si no las habito es porque necesitan ciertas reparaciones. Por cierto que ya están casi terminadas. Es magnífico eso de tener una casa pagada por el Estado. ¿No opina usted así?
‑En efecto, es una cosa magnífica ‑repuso Raskolnikof, mirándole casi burlonamente.
‑Una cosa magnífica, una cosa magnífica ‑repetía Porfirio Petrovitch distraídamente‑. ¡Sí, una cosa magnífica! ‑gritó, deteniéndose de súbito a dos pasos del joven.
La continua y estúpida repetición de aquella frase referente a las ventajas de tener casa gratuita contrastaba extrañamente, por su vulgaridad, con la mirada grave, profunda y enigmática que el juez de instrucción fijaba en Raskolnikof en aquel momento.
Esto no hizo sino acrecentar la cólera del joven, que, sin poder contenerse, lanzó a Porfirio Petrovitch un reto lleno de ironía e imprudente en extremo.
‑Bien sé ‑empezó a decir con una insolencia que, evidentemente, le llenaba de satisfacción‑ que es un principio, una regla para todos los jueces, comenzar hablando de cosas sin importancia, o de cosas serias, si usted quiere, pero que no tienen nada que ver con el asunto que interesa. El objeto de esta táctica es alentar, por decirlo así, o distraer a la persona que interrogan, ahuyentando su desconfianza, para después, de improviso, arrojarles en pleno rostro la pregunta comprometedora. ¿Me equivoco? ¿No es ésta una regla, una costumbre rigurosamente observada en su profesión?
‑Así... ¿usted cree que yo sólo le he hablado de la casa pagada por el Estado para...?
Al decir esto, Porfirio Petrovitch guiñó los ojos y una expresión de malicioso regocijo transfiguró su fisonomía. Las arrugas de su frente desaparecieron de pronto, sus ojos se empequeñecieron, sus facciones se dilataron. Entonces fijó su vista en los ojos de Raskolnikof y rompió a reír con una risa prolongada y nerviosa que sacudía todo su cuerpo. El joven se echó a reír también, con una risa un tanto forzada, pero cuando la hilaridad de Porfirio, al verle reír a él, se avivó hasta el punto de que su rostro se puso como la grana, Raskolnikof se sintió dominado por una contrariedad tan profunda, que perdió por completo la prudencia. Dejó de reír, frunció el entrecejo y dirigió al juez de instrucción una mirada de odio que ya no apartó de él mientras duró aquella larga y, al parecer, un tanto ficticia alegría. Por lo demás, Porfirio no se mostraba más prudente que él, ya que se había echado a reír en sus mismas narices y parecía importarle muy poco que a éste le hubiera sentado tan mal la cosa. Esta última circunstancia pareció extremadamente significativa al joven, el cual dedujo que todo había sucedido a medida de los deseos de Porfirio Petrovitch y que él, Raskolnikof, se había dejado coger en un lazo. Allí, evidentemente, había alguna celada, algún propósito que él no había logrado descubrir. La mina estaba cargada y estallaría de un momento a otro.
Echando por la calle de en medio, se levantó y cogió su gorra.
‑Porfirio Petrovitch ‑dijo en un tono resuelto que dejaba traslucir una viva irritación‑. Usted manifestó ayer el deseo de someterme a interrogatorio -subrayó con energía esta palabra‑, y he venido a ponerme a su disposición. Si tiene usted que hacerme alguna pregunta, hágamela. En caso contrario, permítame que me retire. No puedo perder el tiempo; tengo cierto compromiso; me esperan para asistir al entierro de ese funcionario que murió atropellado por un coche y del cual ya ha oído usted hablar.
Inmediatamente se arrepintió de haber dicho esto último. Después continuó, con una irritación creciente:
‑Ya estoy harto de todo esto, ¿sabe usted? Hace mucho tiempo que estoy harto... Ha sido una de las causas de mi enfermedad... En una palabra ‑añadió, levantando la voz al considerar que esta frase sobre su enfermedad no venía a cuento‑, en una palabra: haga usted el favor de interrogarme o permítame que me vaya inmediatamente... Pero si me interroga, habrá de hacerlo con arreglo a las normas legales y de ningún otro modo... Y como veo que no decide usted nada, adiós. Por el momento, usted y yo no tenemos nada que decirnos.
‑Pero ¿qué dice usted, hombre de Dios? ¿Sobre qué le tengo que interrogar? ‑exclamó al punto Porfirio Petrovitch, cambiando de tono y dejando de reír‑. No se preocupe usted ‑añadió, reanudando sus paseos, para luego, de pronto, arrojarse sobre Raskolnikof y hacerlo sentar‑. No hay prisa, no hay prisa. Además, esto no tiene ninguna importancia. Por el contrario, estoy encantado de que haya venido usted a verme. Le he recibido como a un amigo. En cuanto a esta maldita risa, perdóneme, mi querido Rodion Romanovitch... Se llama usted así, ¿verdad? Soy un
Cuando, al día siguiente, a las once en punto, Raskolnikof fue a ver al juez de instrucción, se extrañó de tener que hacer diez largos minutos de antesala. Este tiempo transcurrió, como mínimo, antes de que le llamaran, siendo así que él esperaba ser recibido apenas le anunciasen. Allí estuvo, en la sala de espera, viendo pasar personas que no le prestaban la menor atención. En la sala contigua trabajaban varios escribientes, y saltaba a la vista que ninguno de ellos tenía la menor idea de quién era Raskolnikof.
El visitante paseó por toda la estancia una mirada retadora, preguntándose si habría allí algún esbirro, algún espía encargado de vigilarle para impedir su fuga. Pero no había nada de esto. Sólo veía caras de funcionarios que reflejaban cuidados mezquinos, y rostros de otras personas que, como los funcionarios, no se interesaban lo más mínimo por él. Se podría haber marchado al fin del mundo sin llamar la atención de nadie. Poco a poco se iba convenciendo de que si aquel misterioso personaje, aquel fantasma que parecía haber surgido de la tierra y al que había visto el día anterior, lo hubiera sabido todo, lo hubiera visto todo, él, Raskolnikof, no habría podido permanecer tan tranquilamente en aquella sala de espera. Y ni habrían esperado hasta las once para verle, ni le habrían permitido ir por su propia voluntad. Por lo tanto, aquel hombre no había dicho nada..., porque tal vez no sabía nada, ni nada había visto (¿cómo lo habría podido ver?), y todo lo ocurrido el día anterior no había sido sino un espejismo agrandado por su mente enferma.
Esta explicación, que le parecía cada vez más lógica, ya se le había ocurrido el día anterior en el momento en que sus inquietudes, aquellas inquietudes rayanas en el terror, eran más angustiosas.
Mientras reflexionaba en todo esto y se preparaba para una nueva lucha, Raskolnikof empezó a temblar de pronto, y se enfureció ante la idea de que aquel temblor podía ser de miedo, miedo a la entrevista que iba a tener con el odioso Porfirio Petrovitch. Pensar que iba a volver a ver a aquel hombre le inquietaba profundamente. Hasta tal extremo le odiaba, que temía incluso que aquel odio le traicionase, y esto le produjo una cólera tan violenta, que detuvo en seco su temblor. Se dispuso a presentarse a Porfirio en actitud fría e insolente y se prometió a sí mismo hablar lo menos posible, vigilar a su adversario, permanecer en guardia y dominar su irascible temperamento. En este momento le llamaron al despacho de Porfirio Petrovitch.
El juez de instrucción estaba solo en aquel momento. En el despacho, de medianas dimensiones, había una gran mesa de escritorio, un armario y varias sillas. Todo este mobiliario era de madera amarilla y lo pagaba el Estado. En la pared del fondo había una puerta cerrada. Por lo tanto, debía de haber otras dependencias tras aquella pared. Cuando entró Raskolnikof, Porfirio cerró tras él la puerta inmediatamente y los dos quedaron solos. El juez recibió a su visitante con gesto alegre y amable; pero, poco después, Raskolnikof advirtió que daba muestras de cierta violencia. Era como si le hubieran sorprendido ocupado en alguna operación secreta.
Porfirio le tendió las dos manos.
‑¡Ah! He aquí a nuestro respetable amigo en nuestros parajes. Siéntese, querido... Pero ahora caigo en que tal vez le disguste que le haya llamado «respetable» y «querido» así, tout court. Le ruego que no tome esto como una familiaridad. Siéntese en el sofá, haga el favor.
Raskolnikof se sentó sin apartar de él la vista. Las expresiones «nuestros parajes», «como una familiaridad», «tout court», amén de otros detalles, le parecían muy propios de aquel hombre.
«Sin embargo, me ha tendido las dos manos sin permitirme estrecharle ninguna: las ha retirado a tiempo», pensó Raskolnikof, empezando a desconfiar.
Se vigilaban mutuamente, pero, apenas se cruzaban sus miradas, las desviaban con la rapidez del relámpago.
‑Le he traído este papel sobre el asunto del reloj. ¿Está bien así o habré de escribirlo de otro modo?
‑¿Cómo? ¿El papel del reloj? ¡Ah, sí! ¡No se preocupe! Está muy bien ‑dijo Porfirio Petrovitch precipitadamente, antes de haber leído el escrito. Inmediatamente, lo leyó‑. Sí, está perfectamente. No hace falta más.
Seguía expresándose con precipitación. Un momento después, mientras hablaban de otras cosas, lo guardó en un cajón de la mesa.
‑Me parece ‑dijo Raskolnikof‑ que ayer mostró usted deseos de interrogarme... oficialmente... sobre mis relaciones con la mujer asesinada...
«¿Por qué habré dicho "me parece"?»
Esta idea atravesó su mente como un relámpago.
«Pero ¿por qué me ha de inquietar tanto ese "me parece"?», se dijo acto seguido.
Y de súbito advirtió que su desconfianza, originada tan sólo por la presencia de Porfirio, a las dos palabras y a las dos miradas cambiadas con él, había cobrado en dos minutos dimensiones desmesuradas. Esta disposición de ánimo era sumamente peligrosa. Raskolnikof se daba perfecta cuenta de ello. La tensión de sus nervios aumentaba, su agitación crecía...
« ¡Malo, malo! A ver si hago alguna tontería.»
‑¡Ah, sí! No se preocupe... Hay tiempo ‑dijo Porfirio Petrovitch, yendo y viniendo por el despacho, al parecer sin objeto, pues ahora se dirigía a la mesa, e inmediatamente después se acercaba a la ventana, para volver en seguida al lado de la mesa. En sus paseos rehuía la mirada retadora de Raskolnikof, después de lo cual se detenía de pronto y le miraba a la cara fijamente. Era extraño el espectáculo que ofrecía aquel cuerpo rechoncho, cuyas evoluciones recordaban las de una pelota que rebotase de una a otra pared.
Porfirio Petrovitch continuó:
‑Nada nos apremia. Tenemos tiempo de sobra... ¿Fuma usted? ¿Acaso no tiene tabaco? Tenga un cigarrillo... Aunque le recibo aquí, mis habitaciones están allí, detrás de ese tabique. El Estado corre con los gastos. Si no las habito es porque necesitan ciertas reparaciones. Por cierto que ya están casi terminadas. Es magnífico eso de tener una casa pagada por el Estado. ¿No opina usted así?
‑En efecto, es una cosa magnífica ‑repuso Raskolnikof, mirándole casi burlonamente.
‑Una cosa magnífica, una cosa magnífica ‑repetía Porfirio Petrovitch distraídamente‑. ¡Sí, una cosa magnífica! ‑gritó, deteniéndose de súbito a dos pasos del joven.
La continua y estúpida repetición de aquella frase referente a las ventajas de tener casa gratuita contrastaba extrañamente, por su vulgaridad, con la mirada grave, profunda y enigmática que el juez de instrucción fijaba en Raskolnikof en aquel momento.
Esto no hizo sino acrecentar la cólera del joven, que, sin poder contenerse, lanzó a Porfirio Petrovitch un reto lleno de ironía e imprudente en extremo.
‑Bien sé ‑empezó a decir con una insolencia que, evidentemente, le llenaba de satisfacción‑ que es un principio, una regla para todos los jueces, comenzar hablando de cosas sin importancia, o de cosas serias, si usted quiere, pero que no tienen nada que ver con el asunto que interesa. El objeto de esta táctica es alentar, por decirlo así, o distraer a la persona que interrogan, ahuyentando su desconfianza, para después, de improviso, arrojarles en pleno rostro la pregunta comprometedora. ¿Me equivoco? ¿No es ésta una regla, una costumbre rigurosamente observada en su profesión?
‑Así... ¿usted cree que yo sólo le he hablado de la casa pagada por el Estado para...?
Al decir esto, Porfirio Petrovitch guiñó los ojos y una expresión de malicioso regocijo transfiguró su fisonomía. Las arrugas de su frente desaparecieron de pronto, sus ojos se empequeñecieron, sus facciones se dilataron. Entonces fijó su vista en los ojos de Raskolnikof y rompió a reír con una risa prolongada y nerviosa que sacudía todo su cuerpo. El joven se echó a reír también, con una risa un tanto forzada, pero cuando la hilaridad de Porfirio, al verle reír a él, se avivó hasta el punto de que su rostro se puso como la grana, Raskolnikof se sintió dominado por una contrariedad tan profunda, que perdió por completo la prudencia. Dejó de reír, frunció el entrecejo y dirigió al juez de instrucción una mirada de odio que ya no apartó de él mientras duró aquella larga y, al parecer, un tanto ficticia alegría. Por lo demás, Porfirio no se mostraba más prudente que él, ya que se había echado a reír en sus mismas narices y parecía importarle muy poco que a éste le hubiera sentado tan mal la cosa. Esta última circunstancia pareció extremadamente significativa al joven, el cual dedujo que todo había sucedido a medida de los deseos de Porfirio Petrovitch y que él, Raskolnikof, se había dejado coger en un lazo. Allí, evidentemente, había alguna celada, algún propósito que él no había logrado descubrir. La mina estaba cargada y estallaría de un momento a otro.
Echando por la calle de en medio, se levantó y cogió su gorra.
‑Porfirio Petrovitch ‑dijo en un tono resuelto que dejaba traslucir una viva irritación‑. Usted manifestó ayer el deseo de someterme a interrogatorio -subrayó con energía esta palabra‑, y he venido a ponerme a su disposición. Si tiene usted que hacerme alguna pregunta, hágamela. En caso contrario, permítame que me retire. No puedo perder el tiempo; tengo cierto compromiso; me esperan para asistir al entierro de ese funcionario que murió atropellado por un coche y del cual ya ha oído usted hablar.
Inmediatamente se arrepintió de haber dicho esto último. Después continuó, con una irritación creciente:
‑Ya estoy harto de todo esto, ¿sabe usted? Hace mucho tiempo que estoy harto... Ha sido una de las causas de mi enfermedad... En una palabra ‑añadió, levantando la voz al considerar que esta frase sobre su enfermedad no venía a cuento‑, en una palabra: haga usted el favor de interrogarme o permítame que me vaya inmediatamente... Pero si me interroga, habrá de hacerlo con arreglo a las normas legales y de ningún otro modo... Y como veo que no decide usted nada, adiós. Por el momento, usted y yo no tenemos nada que decirnos.
‑Pero ¿qué dice usted, hombre de Dios? ¿Sobre qué le tengo que interrogar? ‑exclamó al punto Porfirio Petrovitch, cambiando de tono y dejando de reír‑. No se preocupe usted ‑añadió, reanudando sus paseos, para luego, de pronto, arrojarse sobre Raskolnikof y hacerlo sentar‑. No hay prisa, no hay prisa. Además, esto no tiene ninguna importancia. Por el contrario, estoy encantado de que haya venido usted a verme. Le he recibido como a un amigo. En cuanto a esta maldita risa, perdóneme, mi querido Rodion Romanovitch... Se llama usted así, ¿verdad? Soy un
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
hombre nervioso y me ha hecho mucha gracia la agudeza de su observación. A veces estoy media hora sacudido por la risa como una pelota de goma. Soy propenso a la risa por naturaleza. Mi temperamento me hace temer incluso la apoplejía... Pero siéntese, amigo mío, se lo ruego. De lo contrario, creeré que está usted enfadado.
Raskolnikof no desplegaba los labios. Se limitaba a escuchar y observar con las cejas fruncidas. Se sentó, pero sin dejar la gorra.
‑Quiero decirle una cosa, mi querido Rodion Romanovitch; una cosa que le ayudará a comprender mi carácter ‑continuó Porfirio Petrovitch, sin cesar de dar vueltas por la habitación, pero procurando no cruzar su mirada con la de Raskolnikof‑. Yo soy, ya lo ve usted, un solterón, un hombre nada mundano, desconocido y, por añadidura, acabado, embotado, y... y... ¿ha observado usted, Rodion Romanovitch, que aquí en Rusia, y sobre todo en los círculos petersburgueses, cuando se encuentran dos hombres inteligentes que no se conocen bien todavía, pero que se aprecian mutuamente, están lo menos media hora sin saber qué decirse? Permanecen petrificados y confusos el uno frente al otro. Ciertas personas tienen siempre algo de que hablar. Las damas, la gente de mundo, la de alta sociedad, tienen siempre un tema de conversación, c'est de rigueur; pero las personas de la clase media, como nosotros, son tímidas y taciturnas... Me refiero a los que son capaces de pensar... ¿Cómo se explica usted esto, amigo mío? ¿Es que no tenemos el debido interés por las cuestiones sociales? No, no es esto. Entonces, ¿es por un exceso de honestidad, porque somos demasiado leales y no queremos engañarnos unos a otros...? No lo sé. ¿Usted qué opina...? Pero deje la gorra. Parece que esté usted a punto de marcharse, y esto me contraría, se lo aseguro, pues, en contra de lo que usted cree, estoy encantado...
Raskolnikof dejó la gorra, pero sin romper su mutismo. Con el entrecejo fruncido, escuchaba atentamente la palabrería deshilvanada de Porfirio Petrovitch.
« Dice todas estas cosas afectadas y ridículas para distraer mi atención.»
‑No le ofrezco café ‑prosiguió el infatigable Porfirio- porque el lugar no me parece adecuado... El servicio le llena a uno de obligaciones... Pero podemos pasar cinco minutos en amistosa compañía y distraernos un poco... No se moleste, mi querido amigo, por mi continuo ir y venir. Excúseme. Temo enojarle, pero necesito a toda costa el ejercicio. Me paso el día sentado, y es un gran bien para mí poder pasear durante cinco minutos... Mis hemorroides, ¿sabe usted...? Tengo el propósito de someterme a un tratamiento gimnástico. Se dice que consejeros de Estado e incluso consejeros privados no se avergüenzan de saltar a la comba. He aquí hasta dónde ha llegado la ciencia en nuestros días... En cuanto a las obligaciones de mi cargo, a los interrogatorios y todo ese formulismo del que usted me ha hablado hace un momento, le diré, mi querido Rodion Romanovitch, que a veces desconciertan más al magistrado que al declarante. Usted acaba de observarlo con tanta razón como agudeza. ‑Raskolnikof no había hecho ninguna observación de esta índole‑. Uno se confunde. ¿Cómo no se ha de confundir, con los procedimientos que se siguen y que son siempre los mismos? Se nos han prometido reformas, pero ya verá como no cambian más que los términos. ¡Je, je, je! En lo que concierne a nuestras costumbres jurídicas, estoy plenamente de acuerdo con sus sutiles observaciones... Ningún acusado, ni siquiera el mujik más obtuso, puede ignorar que, al empezar nuestro interrogatorio, trataremos de ahuyentar su desconfianza (según su feliz expresión), a fin de asestarle seguidamente un hachazo en pleno cráneo (para utilizar su ingeniosa metáfora). ¡Je, je, je...! ¿De modo que usted creía que yo hablaba de mi casa pagada por el Estado para...? Verdaderamente, es usted un hombre irónico... No, no; no volveré a este asunto... Pero sí, pues las ideas se asocian y unas palabras llevan a otras palabras. Usted ha mencionado el interrogatorio según las normas legales. Pero ¿qué importan estas normas, que en más de un caso resultan sencillamente absurdas? A veces, una simple charla amistosa da mejores resultados. Estas normas no desaparecerán nunca, se lo digo para su tranquilidad; pero ¿qué son las normas, le pregunto yo? El juez de instrucción jamás debe dejarse maniatar por ellas. La misión del magistrado que interroga a un declarante es, dentro de su género, un arte, o algo parecido. ¡Je, je, je!
Porfirio Petrovitch se detuvo un instante para tomar alientos. Hablaba sin descanso y, generalmente, para no decir nada, para devanar una serie de ideas absurdas, de frases estúpidas, entre las que deslizaba de vez en cuando una palabra enigmática que naufragaba al punto en el mar de aquella palabrería sin sentido. Ahora casi corría por el despacho, moviendo aceleradamente sus gruesas y cortas piernas, con la mirada fija en el suelo, la mano derecha en la espalda y haciendo con la izquierda ademanes que no tenían relación alguna con sus palabras.
Raskolnikof se dio cuenta de pronto que un par de veces, al llegar junto a la puerta, se había detenido, al parecer para prestar atención.
«¿Esperará a alguien?»
‑Tiene usted razón -continuó Porfirio Petrovitch alegremente y con una amabilidad que llenó a Raskolnikof de inquietud y desconfianza‑. Tiene usted motivo para burlarse tan ingeniosamente como lo ha hecho de nuestras costumbres jurídicas. Se pretende que tales procedimientos (no todos, naturalmente) tienen por base una profunda filosofía. Sin embargo, son perfectamente ridículos y generalmente estériles, sobre todo si se siguen al pie de la letra las normas establecidas... Hemos vuelto, pues, a la cuestión de las normas. Bien; supongamos que yo sospecho que cierto señor es el autor de un crimen cuya instrucción se me ha confiado... Usted ha estudiado Derecho, ¿verdad, Rodion Romanovitch?
‑Empecé.
‑Pues bien, he aquí un ejemplo que podrá serle útil más adelante... Pero no crea que pretendo hacer de profesor con usted, que publica en los periódicos artículos tan profundos. No, yo sólo me tomo la libertad de exponerle un hecho a modo de ejemplo. Si yo considero a un individuo cualquiera como un criminal, ¿por qué, dígame, he de inquietarle prematuramente, incluso en el caso de que tenga pruebas contra él? A algunos me veo obligado a detenerlos inmediatamente, pero otros son de un carácter completamente distinto. ¿Por qué no he de dejar a mi culpable pasearse un poco por la ciudad? ¡Je, je...! Ya veo que usted no me acaba de comprender. Se lo voy a explicar más claramente. Si me apresuro a ordenar su detención, le proporciono un punto de apoyo moral, por decirlo así. ¿Se ríe usted?
Raskolnikof estaba muy lejos de reírse. Tenía los labios apretados, y su ardiente mirada no se apartaba de los ojos de Porfirio Petrovitch.
‑Sin embargo ‑continuó éste‑, tengo razón, por lo menos en lo que concierne a ciertos individuos, pues los hombres son muy diferentes unos de otros y nuestra única consejera digna de crédito es la práctica. Pero, desde el momento que tiene usted pruebas, me dirá usted... ¡Dios mío! Usted sabe muy bien lo que son las pruebas: tres de cada cuatro son dudosas. Y yo, a la vez que juez de instrucción, soy un ser humano y en consecuencia, tengo mis debilidades. Una de ellas es mi deseo de que mis diligencias tengan el rigor de una demostración matemática. Quisiera que mis pruebas fueran tan evidentes como que dos y dos son cuatro, que constituyeran una demostración clara e indiscutible. Pues bien, si yo ordeno la detención del culpable antes de tiempo, por muy convencido que esté de su culpa, me privo de los medios de poder demostrarlo ulteriormente. ¿Por qué? Porque le proporciono, por decirlo así, una situación normal. Es un detenido, y como detenido se comporta: se retira a su caparazón, se me escapa... Se cuenta que en Sebastopol, inmediatamente después de la batalla de Alma, los defensores estaban aterrados ante la idea de un ataque del enemigo: no dudaban de que Sebastopol sería tomado por asalto. Pero cuando vieron cavar las primeras trincheras para comenzar un sitio normal, se tranquilizaron y se alegraron. Estoy hablando de personas inteligentes. «Tenemos lo menos para dos meses ‑se decían‑, pues un asedio normal requiere mucho tiempo.» ¿Otra vez se ríe usted? ¿No me cree? En el fondo, tiene usted razón; sí, tiene usted razón. Éstos no son sino casos particulares. Estoy completamente de acuerdo con usted en que acabo de exponerle un caso particular. Pero hay que hacer una observación sobre este punto, mi querido Rodion Romanovitch, y es que el caso general que responde a todas las formas y fórmulas jurídicas; el caso típico para el cual se han concebido y escrito las reglas, no existe, por la sencilla razón de que cada causa, cada crimen, apenas realizado, se convierte en un caso particular, ¡y cuán especial a veces!: un caso distinto a todos los otros conocidos y que, al parecer, no tiene ningún precedente.
»Algunos resultan hasta cómicos. Supongamos que yo dejo a uno de esos señores en libertad. No lo mando detener, no lo molesto para nada. Él debe saber, o por lo menos suponer, que en todo momento, hora por hora, minuto por minuto, yo estoy al corriente de lo que hace, que conozco perfectamente su vida, que le vigilo día y noche. Le sigo por todas partes y sin descanso, y puede estar usted seguro de que, por poco que él se dé cuenta de ello, acabará por perder la cabeza. Y entonces él mismo vendrá a entregarse y, además, me proporcionará los medios de dar a mi sumario un carácter matemático. Esto no deja de tener cierto atractivo. Este sistema puede tener éxito con un burdo mujik, pero aún más con un hombre culto e inteligente. Pues hay en todo esto algo muy importante, amigo mío, y es establecer cómo puede haber procedido el culpable. No nos olvidemos de los nervios. Nuestros contemporáneos los tienen enfermos, excitados, en tensión... ¿Y la bilis? ¡Ah, los que tienen bilis...! Le aseguro que aquí hay una verdadera fuente de información. ¿Por qué, pues, me ha de inquietar ver a mi hombre ir y venir libremente? Puedo dejarlo pasear, gozar del poco tiempo que le queda, pues sé que está en mi poder y que no se puede escapar... ¿Adónde iría? ¡Je, je, je! ¿Al extranjero, dice usted? Un polaco podría huir al extranjero, pero no él, y menos cuando se le vigila y están tomadas todas las medidas para evitar su evasión. ¿Huir al interior del país? Allí no encontrará más que incultos mujiks, gente primitiva, verdaderos rusos, y un hombre civilizado prefiere el presidio a vivir entre unos mujiks que para él son como extranjeros. ¡Je, je...! Por otra parte, todo esto no es sino la parte externa de la cuestión. ¡Huir! Esto es sólo una palabra. Él no huirá, no solamente porque no tiene adónde ir, sino porque me pertenece psicológicamente... ¡Je, je! ¿Qué me dice usted de la expresión? No huirá porque se lo impide una ley de la naturaleza. ¿Ha visto usted alguna vez una mariposa ante una bujía? Pues él girará incesantemente alrededor de mi persona como el insecto alrededor de la llama. La libertad ya no tendrá ningún encanto para él. Su inquietud irá en aumento; una sensación creciente de hallarse como enredado en una tela de araña le dominará; un terror indecible se apoderará de él. Y hará tales cosas, que su culpabilidad quedará tan clara como que dos y dos son cuatro. Para que así suceda, bastará proporcionarle un entreacto de suficiente duración. Siempre, siempre irá girando alrededor de mi persona, describiendo círculos cada vez más estrechos, y al fin, ¡plaf!, se meterá en mi propia boca y yo lo engulliré tranquilamente. Esto no deja de tener su encanto, ¿no le parece?
Raskolnikof no le contestó. Estaba pálido e inmóvil. Sin embargo, seguía observando a Porfirio con profunda atención.
«Me ha dado una buena lección ‑se dijo mentalmente, helado de espanto‑. Esto ya no es el juego del gato y el ratón con que nos entretuvimos ayer. No me ha hablado así por el simple placer de hacer ostentación de su fuerza. Es demasiado inteligente para eso. Sin duda persigue otro fin, pero ¿cuál? ¡Bah! Todo esto es sólo un ardid para asustarme. ¡Eh, amigo! No tienes pruebas. Además, el hombre de ayer no existe. Lo que tú pretendes es desconcertarme, irritarme hasta el máximo, para asestarme al fin el golpe decisivo. Pero te equivocas; saldrás trasquilado... ¿Por qué hablará con segundas palabras? Pretende aprovecharse del mal estado de mis nervios... No, amigo mío, no te saldrás con la tuya. No sé lo que habrás tramado, pero te llevarás un chasco mayúsculo. Vamos a ver qué es lo que tienes preparado.»
Y reunió todas sus fuerzas para afrontar valerosamente la misteriosa catástrofe que preveía. Experimentaba un ávido deseo de arrojarse sobre Porfirio Petrovitch y estrangularlo.
En el momento de entrar en el despacho del juez, ya había temido no poder dominarse. Sentía latir su corazón con violencia; tenía los labios resecos y espesa la saliva. Sin embargo, decidió guardar silencio para no pronunciar ninguna palabra imprudente. Comprendía que ésta era la mejor táctica que podía seguir en su situación, pues así no solamente no corría peligro de comprometerse, sino que tal vez conseguiría irritar a su adversario y arrancarle alguna palabra imprudente. Ésta era su esperanza por lo menos.
‑Ya veo que no me ha creído usted -prosiguió Porfirio‑. Usted supone que todo esto son bromas inocentes.
Raskolnikof no desplegaba los labios. Se limitaba a escuchar y observar con las cejas fruncidas. Se sentó, pero sin dejar la gorra.
‑Quiero decirle una cosa, mi querido Rodion Romanovitch; una cosa que le ayudará a comprender mi carácter ‑continuó Porfirio Petrovitch, sin cesar de dar vueltas por la habitación, pero procurando no cruzar su mirada con la de Raskolnikof‑. Yo soy, ya lo ve usted, un solterón, un hombre nada mundano, desconocido y, por añadidura, acabado, embotado, y... y... ¿ha observado usted, Rodion Romanovitch, que aquí en Rusia, y sobre todo en los círculos petersburgueses, cuando se encuentran dos hombres inteligentes que no se conocen bien todavía, pero que se aprecian mutuamente, están lo menos media hora sin saber qué decirse? Permanecen petrificados y confusos el uno frente al otro. Ciertas personas tienen siempre algo de que hablar. Las damas, la gente de mundo, la de alta sociedad, tienen siempre un tema de conversación, c'est de rigueur; pero las personas de la clase media, como nosotros, son tímidas y taciturnas... Me refiero a los que son capaces de pensar... ¿Cómo se explica usted esto, amigo mío? ¿Es que no tenemos el debido interés por las cuestiones sociales? No, no es esto. Entonces, ¿es por un exceso de honestidad, porque somos demasiado leales y no queremos engañarnos unos a otros...? No lo sé. ¿Usted qué opina...? Pero deje la gorra. Parece que esté usted a punto de marcharse, y esto me contraría, se lo aseguro, pues, en contra de lo que usted cree, estoy encantado...
Raskolnikof dejó la gorra, pero sin romper su mutismo. Con el entrecejo fruncido, escuchaba atentamente la palabrería deshilvanada de Porfirio Petrovitch.
« Dice todas estas cosas afectadas y ridículas para distraer mi atención.»
‑No le ofrezco café ‑prosiguió el infatigable Porfirio- porque el lugar no me parece adecuado... El servicio le llena a uno de obligaciones... Pero podemos pasar cinco minutos en amistosa compañía y distraernos un poco... No se moleste, mi querido amigo, por mi continuo ir y venir. Excúseme. Temo enojarle, pero necesito a toda costa el ejercicio. Me paso el día sentado, y es un gran bien para mí poder pasear durante cinco minutos... Mis hemorroides, ¿sabe usted...? Tengo el propósito de someterme a un tratamiento gimnástico. Se dice que consejeros de Estado e incluso consejeros privados no se avergüenzan de saltar a la comba. He aquí hasta dónde ha llegado la ciencia en nuestros días... En cuanto a las obligaciones de mi cargo, a los interrogatorios y todo ese formulismo del que usted me ha hablado hace un momento, le diré, mi querido Rodion Romanovitch, que a veces desconciertan más al magistrado que al declarante. Usted acaba de observarlo con tanta razón como agudeza. ‑Raskolnikof no había hecho ninguna observación de esta índole‑. Uno se confunde. ¿Cómo no se ha de confundir, con los procedimientos que se siguen y que son siempre los mismos? Se nos han prometido reformas, pero ya verá como no cambian más que los términos. ¡Je, je, je! En lo que concierne a nuestras costumbres jurídicas, estoy plenamente de acuerdo con sus sutiles observaciones... Ningún acusado, ni siquiera el mujik más obtuso, puede ignorar que, al empezar nuestro interrogatorio, trataremos de ahuyentar su desconfianza (según su feliz expresión), a fin de asestarle seguidamente un hachazo en pleno cráneo (para utilizar su ingeniosa metáfora). ¡Je, je, je...! ¿De modo que usted creía que yo hablaba de mi casa pagada por el Estado para...? Verdaderamente, es usted un hombre irónico... No, no; no volveré a este asunto... Pero sí, pues las ideas se asocian y unas palabras llevan a otras palabras. Usted ha mencionado el interrogatorio según las normas legales. Pero ¿qué importan estas normas, que en más de un caso resultan sencillamente absurdas? A veces, una simple charla amistosa da mejores resultados. Estas normas no desaparecerán nunca, se lo digo para su tranquilidad; pero ¿qué son las normas, le pregunto yo? El juez de instrucción jamás debe dejarse maniatar por ellas. La misión del magistrado que interroga a un declarante es, dentro de su género, un arte, o algo parecido. ¡Je, je, je!
Porfirio Petrovitch se detuvo un instante para tomar alientos. Hablaba sin descanso y, generalmente, para no decir nada, para devanar una serie de ideas absurdas, de frases estúpidas, entre las que deslizaba de vez en cuando una palabra enigmática que naufragaba al punto en el mar de aquella palabrería sin sentido. Ahora casi corría por el despacho, moviendo aceleradamente sus gruesas y cortas piernas, con la mirada fija en el suelo, la mano derecha en la espalda y haciendo con la izquierda ademanes que no tenían relación alguna con sus palabras.
Raskolnikof se dio cuenta de pronto que un par de veces, al llegar junto a la puerta, se había detenido, al parecer para prestar atención.
«¿Esperará a alguien?»
‑Tiene usted razón -continuó Porfirio Petrovitch alegremente y con una amabilidad que llenó a Raskolnikof de inquietud y desconfianza‑. Tiene usted motivo para burlarse tan ingeniosamente como lo ha hecho de nuestras costumbres jurídicas. Se pretende que tales procedimientos (no todos, naturalmente) tienen por base una profunda filosofía. Sin embargo, son perfectamente ridículos y generalmente estériles, sobre todo si se siguen al pie de la letra las normas establecidas... Hemos vuelto, pues, a la cuestión de las normas. Bien; supongamos que yo sospecho que cierto señor es el autor de un crimen cuya instrucción se me ha confiado... Usted ha estudiado Derecho, ¿verdad, Rodion Romanovitch?
‑Empecé.
‑Pues bien, he aquí un ejemplo que podrá serle útil más adelante... Pero no crea que pretendo hacer de profesor con usted, que publica en los periódicos artículos tan profundos. No, yo sólo me tomo la libertad de exponerle un hecho a modo de ejemplo. Si yo considero a un individuo cualquiera como un criminal, ¿por qué, dígame, he de inquietarle prematuramente, incluso en el caso de que tenga pruebas contra él? A algunos me veo obligado a detenerlos inmediatamente, pero otros son de un carácter completamente distinto. ¿Por qué no he de dejar a mi culpable pasearse un poco por la ciudad? ¡Je, je...! Ya veo que usted no me acaba de comprender. Se lo voy a explicar más claramente. Si me apresuro a ordenar su detención, le proporciono un punto de apoyo moral, por decirlo así. ¿Se ríe usted?
Raskolnikof estaba muy lejos de reírse. Tenía los labios apretados, y su ardiente mirada no se apartaba de los ojos de Porfirio Petrovitch.
‑Sin embargo ‑continuó éste‑, tengo razón, por lo menos en lo que concierne a ciertos individuos, pues los hombres son muy diferentes unos de otros y nuestra única consejera digna de crédito es la práctica. Pero, desde el momento que tiene usted pruebas, me dirá usted... ¡Dios mío! Usted sabe muy bien lo que son las pruebas: tres de cada cuatro son dudosas. Y yo, a la vez que juez de instrucción, soy un ser humano y en consecuencia, tengo mis debilidades. Una de ellas es mi deseo de que mis diligencias tengan el rigor de una demostración matemática. Quisiera que mis pruebas fueran tan evidentes como que dos y dos son cuatro, que constituyeran una demostración clara e indiscutible. Pues bien, si yo ordeno la detención del culpable antes de tiempo, por muy convencido que esté de su culpa, me privo de los medios de poder demostrarlo ulteriormente. ¿Por qué? Porque le proporciono, por decirlo así, una situación normal. Es un detenido, y como detenido se comporta: se retira a su caparazón, se me escapa... Se cuenta que en Sebastopol, inmediatamente después de la batalla de Alma, los defensores estaban aterrados ante la idea de un ataque del enemigo: no dudaban de que Sebastopol sería tomado por asalto. Pero cuando vieron cavar las primeras trincheras para comenzar un sitio normal, se tranquilizaron y se alegraron. Estoy hablando de personas inteligentes. «Tenemos lo menos para dos meses ‑se decían‑, pues un asedio normal requiere mucho tiempo.» ¿Otra vez se ríe usted? ¿No me cree? En el fondo, tiene usted razón; sí, tiene usted razón. Éstos no son sino casos particulares. Estoy completamente de acuerdo con usted en que acabo de exponerle un caso particular. Pero hay que hacer una observación sobre este punto, mi querido Rodion Romanovitch, y es que el caso general que responde a todas las formas y fórmulas jurídicas; el caso típico para el cual se han concebido y escrito las reglas, no existe, por la sencilla razón de que cada causa, cada crimen, apenas realizado, se convierte en un caso particular, ¡y cuán especial a veces!: un caso distinto a todos los otros conocidos y que, al parecer, no tiene ningún precedente.
»Algunos resultan hasta cómicos. Supongamos que yo dejo a uno de esos señores en libertad. No lo mando detener, no lo molesto para nada. Él debe saber, o por lo menos suponer, que en todo momento, hora por hora, minuto por minuto, yo estoy al corriente de lo que hace, que conozco perfectamente su vida, que le vigilo día y noche. Le sigo por todas partes y sin descanso, y puede estar usted seguro de que, por poco que él se dé cuenta de ello, acabará por perder la cabeza. Y entonces él mismo vendrá a entregarse y, además, me proporcionará los medios de dar a mi sumario un carácter matemático. Esto no deja de tener cierto atractivo. Este sistema puede tener éxito con un burdo mujik, pero aún más con un hombre culto e inteligente. Pues hay en todo esto algo muy importante, amigo mío, y es establecer cómo puede haber procedido el culpable. No nos olvidemos de los nervios. Nuestros contemporáneos los tienen enfermos, excitados, en tensión... ¿Y la bilis? ¡Ah, los que tienen bilis...! Le aseguro que aquí hay una verdadera fuente de información. ¿Por qué, pues, me ha de inquietar ver a mi hombre ir y venir libremente? Puedo dejarlo pasear, gozar del poco tiempo que le queda, pues sé que está en mi poder y que no se puede escapar... ¿Adónde iría? ¡Je, je, je! ¿Al extranjero, dice usted? Un polaco podría huir al extranjero, pero no él, y menos cuando se le vigila y están tomadas todas las medidas para evitar su evasión. ¿Huir al interior del país? Allí no encontrará más que incultos mujiks, gente primitiva, verdaderos rusos, y un hombre civilizado prefiere el presidio a vivir entre unos mujiks que para él son como extranjeros. ¡Je, je...! Por otra parte, todo esto no es sino la parte externa de la cuestión. ¡Huir! Esto es sólo una palabra. Él no huirá, no solamente porque no tiene adónde ir, sino porque me pertenece psicológicamente... ¡Je, je! ¿Qué me dice usted de la expresión? No huirá porque se lo impide una ley de la naturaleza. ¿Ha visto usted alguna vez una mariposa ante una bujía? Pues él girará incesantemente alrededor de mi persona como el insecto alrededor de la llama. La libertad ya no tendrá ningún encanto para él. Su inquietud irá en aumento; una sensación creciente de hallarse como enredado en una tela de araña le dominará; un terror indecible se apoderará de él. Y hará tales cosas, que su culpabilidad quedará tan clara como que dos y dos son cuatro. Para que así suceda, bastará proporcionarle un entreacto de suficiente duración. Siempre, siempre irá girando alrededor de mi persona, describiendo círculos cada vez más estrechos, y al fin, ¡plaf!, se meterá en mi propia boca y yo lo engulliré tranquilamente. Esto no deja de tener su encanto, ¿no le parece?
Raskolnikof no le contestó. Estaba pálido e inmóvil. Sin embargo, seguía observando a Porfirio con profunda atención.
«Me ha dado una buena lección ‑se dijo mentalmente, helado de espanto‑. Esto ya no es el juego del gato y el ratón con que nos entretuvimos ayer. No me ha hablado así por el simple placer de hacer ostentación de su fuerza. Es demasiado inteligente para eso. Sin duda persigue otro fin, pero ¿cuál? ¡Bah! Todo esto es sólo un ardid para asustarme. ¡Eh, amigo! No tienes pruebas. Además, el hombre de ayer no existe. Lo que tú pretendes es desconcertarme, irritarme hasta el máximo, para asestarme al fin el golpe decisivo. Pero te equivocas; saldrás trasquilado... ¿Por qué hablará con segundas palabras? Pretende aprovecharse del mal estado de mis nervios... No, amigo mío, no te saldrás con la tuya. No sé lo que habrás tramado, pero te llevarás un chasco mayúsculo. Vamos a ver qué es lo que tienes preparado.»
Y reunió todas sus fuerzas para afrontar valerosamente la misteriosa catástrofe que preveía. Experimentaba un ávido deseo de arrojarse sobre Porfirio Petrovitch y estrangularlo.
En el momento de entrar en el despacho del juez, ya había temido no poder dominarse. Sentía latir su corazón con violencia; tenía los labios resecos y espesa la saliva. Sin embargo, decidió guardar silencio para no pronunciar ninguna palabra imprudente. Comprendía que ésta era la mejor táctica que podía seguir en su situación, pues así no solamente no corría peligro de comprometerse, sino que tal vez conseguiría irritar a su adversario y arrancarle alguna palabra imprudente. Ésta era su esperanza por lo menos.
‑Ya veo que no me ha creído usted -prosiguió Porfirio‑. Usted supone que todo esto son bromas inocentes.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
Se mostraba cada vez más alegre y no cesaba de dejar oír una risita de satisfacción, mientras de nuevo iba y venía por el despacho.
‑Comprendo que lo haya tomado usted a broma. Dios me ha dado una figura que sólo despierta en los demás pensamientos cómicos. Tengo el aspecto de un bufón. Sin embargo, quiero decirle y repetirle una cosa, mi querido Rodion Romanovitch... Pero, ante todo, le ruego que me perdone este lenguaje de viejo. Usted es un hombre que está en la flor de la vida, e incluso en la primera juventud, y, como todos los jóvenes, siente un especial aprecio por la inteligencia humana. La agudeza de ingenio y las deducciones abstractas le seducen. Esto me recuerda los antiguos problemas militares de Austria, en la medida, claro es, de mis conocimientos sobre la materia. En teoría, los austriacos habían derrotado a Napoleón, e incluso le consideraban prisionero. Es decir, que en la sala de reuniones lo veían todo de color de rosa. Pero ¿qué ocurrió en la realidad? Que el general Mack se rindió con todo su ejército. ¡Je, je, je...! Ya veo, mi querido Rodion Romanovitch, que en su interior se está riendo de mí, porque el hombre apacible que soy en la vida privada echa mano, para todos sus ejemplos, de la historia militar. Pero ¿qué le vamos a hacer? Es mi debilidad. Soy un enamorado de las cosas militares, y mis lecturas predilectas son aquellas que se relacionan con la guerra... Verdaderamente, he equivocado mi carrera. Debí ingresar en el ejército. No habría llegado a ser un Napoleón, pero sí a conseguir el grado de comandante. ¡Je, je, je...! Bien; ahora voy a decirle sinceramente todo lo que pienso, mi querido amigo, acerca del «caso que nos interesa». La realidad y la naturaleza, señor mío, son cosas importantísimas y que reducen a veces a la nada el cálculo más ingenioso. Crea usted a este viejo, Rodion Romanovitch...
Y al pronunciar estas palabras, Porfirio Petrovitch, que sólo contaba treinta y cinco años, parecía haber envejecido: hasta su voz había cambiado, y se diría que se había arqueado su espalda.
‑Además -continuó‑, yo soy un hombre sincero... ¿Verdad que soy un hombre sincero? Dígame: ¿usted qué cree? A mí me parece que no se puede ir más lejos en la sinceridad. Yo le he hecho verdaderas confidencias sin exigir compensación alguna. ¡Je, je, je! En fin, volvamos a nuestro asunto. El ingenio es, a mi entender, algo maravilloso, un ornamento de la naturaleza, por decirlo así, un consuelo en medio de la dureza de la vida, algo que permite, al parecer, confundir a un pobre juez que, por añadidura, se ha dejado engañar por su propia imaginación, pues, al fin y al cabo, no es más que un hombre. Pero la naturaleza acude en ayuda de ese pobre juez, y esto es lo malo para el otro. Esto es lo que la juventud que confía en su ingenio y que «franquea todos los obstáculos», como usted ha dicho ingeniosamente, no quiere tener en cuenta.
»Supongamos que ese hombre miente... Me refiero al hombre desconocido de nuestro caso particular... Supongamos que miente, y de un modo magistral. Como es lógico, espera su triunfo, cree que va a recoger los frutos de su destreza; pero, de pronto, ¡crac!, se desvanece en el lugar más comprometedor para él. Vamos a suponer que atribuye el síncope a una enfermedad que padece o a la atmósfera asfixiante de la habitación, cosa frecuente en los locales cerrados. Pues bien, no por eso deja de inspirar sospechas... Su mentira ha sido perfecta, pero no ha pensado en la naturaleza y se encuentra como cogido en una trampa.
»Otro día, dejándose llevar de su espíritu burlón, trata de divertirse a costa de alguien que sospecha de él. Finge palidecer de espanto, pero he aquí que representa su papel con demasiada propiedad, que su palidez es demasiado natural, y esto será otro indicio. Por el momento, su interlocutor podrá dejarse engañar, pero, si no es un tonto, al día siguiente cambiará de opinión. Y el imprudente cometerá error tras error. Se meterá donde no le llaman para decir las cosas más comprometedoras, para exponer alegorías cuyo verdadero sentido nadie dejará de comprender. Incluso llegará a preguntar por qué no lo han detenido todavía. ¡Je, je, je...! Y esto puede ocurrir al hombre más sagaz, a un psicólogo, a un literato. La naturaleza es un espejo, el espejo más diáfano, y basta dirigir la vista a él. Pero ¿qué le sucede, Rodion Romanovitch? ¿Le ahoga esta atmósfera tal vez? ¿Quiere que abra la ventana?
‑No se preocupe ‑exclamó Raskolnikof, echándose de pronto a reír‑. Le ruego que no se moleste.
Porfirio se detuvo ante él, estuvo un momento mirándole y luego se echó a reír también. Entonces Raskolnikof, cuya risa convulsiva se había calmado, se puso en pie.
‑Porfirio Petrovitch ‑dijo levantando la voz y articulando claramente las palabras, a pesar del esfuerzo que tenía que hacer para sostenerse sobre sus temblorosas piernas‑, estoy seguro de que usted sospecha que soy el asesino de la vieja y de su hermana Lisbeth. Y quiero decirle que hace tiempo que estoy harto de todo esto. Si usted se cree con derecho a perseguirme y detenerme, hágalo. Pero no le permitiré que siga burlándose de mí en mi propia cara y torturándome como lo está haciendo.
Sus labios empezaron a temblar de pronto; sus ojos, a despedir llamaradas de cólera, y su voz, dominada por él hasta entonces, empezó a vibrar.
‑¡No lo permitiré! ‑exclamó, descargando violentamente su puño sobre la mesa‑. ¿Oye usted, Porfirio Petrovitch? ¡No lo permitiré!
‑¡Señor! Pero ¿qué dice usted? ¿Qué le pasa? ‑dijo Porfirio Petrovitch con un gesto de vivísima inquietud‑. ¿Qué tiene usted, mi querido Rodion Romanovitch?
‑¡No lo permitiré! ‑gritó una vez más Raskolnikof.
‑No levante tanto la voz. Nos pueden oír. Vendrán a ver qué pasa, y ¿qué les diremos? ¿No comprende?
Dijo esto en un susurro, como asustado y acercando su rostro al de Raskolnikof.
‑No lo permitiré, no lo permitiré ‑repetía Rodia maquinalmente.
Sin embargo, había bajado también la voz. Porfirio se volvió rápidamente y corrió a abrir la ventana.
‑Hay que airear la habitación. Y debe usted beber un poco de agua, amigo mío, pues está verdaderamente trastornado.
Ya se dirigía a la puerta para pedir el agua, cuando vio que había una garrafa en un rincón.
‑Tenga, beba un poco ‑dijo, corriendo hacia él con la garrafa en la mano‑. Tal vez esto le...
El temor y la solicitud de Porfirio Petrovitch parecían tan sinceros, que Raskolnikof se quedó mirándole con viva curiosidad. Sin embargo, no quiso beber.
‑Rodion Romanovitch, mi querido amigo, se va usted a volver loco. ¡Beba, por favor! ¡Beba aunque sólo sea un sorbo!
Le puso a la fuerza el vaso en la mano. Raskolnikof se lo llevó a la boca y después, cuando se recobró, lo depositó en la mesa con un gesto de hastío.
‑Ha tenido usted un amago de ataque ‑dijo Porfirio Petrovitch afectuosamente y, al parecer, muy turbado‑. Se mortifica usted de tal modo, que volverá a ponerse enfermo. No comprendo que una persona se cuide tan poco. A usted le pasa lo que a Dmitri Prokofitch. Precisamente ayer vino a verme. Yo reconozco que está en lo cierto cuando me dice que tengo un carácter cáustico, es decir, malo. Pero ¡qué deducciones ha hecho, Señor! Vino cuando usted se marchó, y durante la comida habló tanto, que yo no pude hacer otra cosa que abrir los brazos para expresar mi asombro. «¡Qué ocurrencia! ‑pensaba‑. ¡Señor! ¡Dios mío!» Le envió usted, ¿verdad...? Pero siéntese, amigo mío; siéntese, por el amor de Dios.
‑Yo no lo envié ‑repuso Raskolnikof‑, pero sabía que tenía que venir a su casa y por qué motivo.
‑¿Conque lo sabía?
‑Sí. ¿Qué piensa usted de ello?
‑Ya se lo diré, pero antes quiero que sepa, mi querido Rodion Romanovitch, que estoy enterado de que usted puede jactarse de otras muchas hazañas. Mejor dicho, estoy al corriente de todo. Sé que fue usted a alquilar una habitación al anochecer, y que tiró del cordón de la campanilla, y que empezó a hacer preguntas sobre las manchas de sangre, lo que dejó estupefactos a los empapeladores y al portero. Comprendo su estado de ánimo, es decir, el estado de ánimo en que se hallaba aquel día pero no por eso deja de ser cierto que va usted a volverse loco, sin duda alguna, si sigue usted así. Acabará perdiendo la cabeza, ya lo verá. Una noble indignación hace hervir su sangre. Usted está irritado, en primer lugar contra el destino, después contra la policía. Por eso va usted de un lado a otro tratando de despertar sospechas en la gente. Quiere terminar cuanto antes, pues está usted harto de sospechas y comadreos estúpidos. ¿Verdad que no me equivoco, que he interpretado exactamente su estado de ánimo?
»Pero si sigue así, no será usted solo el que se volverá loco, sino que trastornará al bueno de Rasumikhine, y no me negará usted que no estaría nada bien hacer perder la cabeza a ese muchacho tan simpático. Usted está enfermo; él tiene un exceso de bondad, y precisamente esa bondad es lo que le expone a contagiarse. Cuando se haya tranquilizado usted un poco, mi querido amigo, ya le contaré... Pero siéntese, por el amor de Dios. Descanse un poco. Está usted blanco como la cal. Siéntese, haga el favor.
Raskolnikof obedeció. El temblor que le había asaltado se calmaba poco a poco y la fiebre se iba apoderando de él. Pese a su visible inquietud, escuchaba con profunda sorpresa las muestras de interés de Porfirio Petrovitch. Pero no daba fe a sus palabras, a pesar de que experimentaba una tendencia inexplicable a creerle. La alusión inesperada de Porfirio al alquiler de la habitación le había paralizado de asombro.
«¿Cómo se habrá enterado de esto y por qué me lo habrá dicho? »
‑Durante el ejercicio de mi profesión ‑continuó inmediatamente Porfirio Petrovitch‑, he tenido un caso análogo, un caso morboso. Un hombre se acusó de un asesinato que no había cometido. Era juguete de una verdadera alucinación. Exponía hechos, los refería, confundía a todo el mundo. Y todo esto, ¿por qué? Porque indirectamente y sin conocimiento de causa había facilitado la perpetración de un crimen. Cuando se dio cuenta de ello, se sintió tan apenado, se apoderó de él tal angustia, que se imaginó que era el asesino. Al fin, el Senado aclaró el asunto y el infeliz fue puesto en libertad, pero, de no haber intervenido el Senado, no habría habido salvación para él. Pues bien, amigo mío, también a usted se le puede trastornar el juicio si pone sus nervios en tensión yendo a tirar del cordón de una campanilla al anochecer y haciendo preguntas sobre manchas de sangre... En la práctica de mi profesión me ha sido posible estudiar estos fenómenos psicológicos. Lo que nuestro hombre siente es un vértigo parecido al que impulsa a ciertas personas a arrojarse por una ventana o desde lo alto de un campanario; una especie de atracción irresistible; una enfermedad, Rodion Romanovitch, una enfermedad y nada más que una enfermedad. Usted descuida la suya demasiado. Debe consultar a un buen médico y no a ese tipo rollizo que lo visita... Usted delira a veces, y ese mal no tiene más origen que el delirio...
Momentáneamente, Raskolnikof creyó ver que todo daba vueltas.
«¿Es posible que esté fingiendo? ¡No, no es posible!», se dijo, rechazando con todas sus fuerzas un pensamiento que ‑se daba perfecta cuenta de ello‑ amenazaba hacerle enloquecer de furor.
‑En aquellos momentos, yo no estaba bajo los efectos del delirio, procedía con plena conciencia de mis actos ‑exclamó, pendiente de las reacciones de Porfirio Petrovitch, en su deseo de descubrir sus intenciones‑. Conservaba toda mi razón, toda mi razón, ¿oye usted?
‑Comprendo que lo haya tomado usted a broma. Dios me ha dado una figura que sólo despierta en los demás pensamientos cómicos. Tengo el aspecto de un bufón. Sin embargo, quiero decirle y repetirle una cosa, mi querido Rodion Romanovitch... Pero, ante todo, le ruego que me perdone este lenguaje de viejo. Usted es un hombre que está en la flor de la vida, e incluso en la primera juventud, y, como todos los jóvenes, siente un especial aprecio por la inteligencia humana. La agudeza de ingenio y las deducciones abstractas le seducen. Esto me recuerda los antiguos problemas militares de Austria, en la medida, claro es, de mis conocimientos sobre la materia. En teoría, los austriacos habían derrotado a Napoleón, e incluso le consideraban prisionero. Es decir, que en la sala de reuniones lo veían todo de color de rosa. Pero ¿qué ocurrió en la realidad? Que el general Mack se rindió con todo su ejército. ¡Je, je, je...! Ya veo, mi querido Rodion Romanovitch, que en su interior se está riendo de mí, porque el hombre apacible que soy en la vida privada echa mano, para todos sus ejemplos, de la historia militar. Pero ¿qué le vamos a hacer? Es mi debilidad. Soy un enamorado de las cosas militares, y mis lecturas predilectas son aquellas que se relacionan con la guerra... Verdaderamente, he equivocado mi carrera. Debí ingresar en el ejército. No habría llegado a ser un Napoleón, pero sí a conseguir el grado de comandante. ¡Je, je, je...! Bien; ahora voy a decirle sinceramente todo lo que pienso, mi querido amigo, acerca del «caso que nos interesa». La realidad y la naturaleza, señor mío, son cosas importantísimas y que reducen a veces a la nada el cálculo más ingenioso. Crea usted a este viejo, Rodion Romanovitch...
Y al pronunciar estas palabras, Porfirio Petrovitch, que sólo contaba treinta y cinco años, parecía haber envejecido: hasta su voz había cambiado, y se diría que se había arqueado su espalda.
‑Además -continuó‑, yo soy un hombre sincero... ¿Verdad que soy un hombre sincero? Dígame: ¿usted qué cree? A mí me parece que no se puede ir más lejos en la sinceridad. Yo le he hecho verdaderas confidencias sin exigir compensación alguna. ¡Je, je, je! En fin, volvamos a nuestro asunto. El ingenio es, a mi entender, algo maravilloso, un ornamento de la naturaleza, por decirlo así, un consuelo en medio de la dureza de la vida, algo que permite, al parecer, confundir a un pobre juez que, por añadidura, se ha dejado engañar por su propia imaginación, pues, al fin y al cabo, no es más que un hombre. Pero la naturaleza acude en ayuda de ese pobre juez, y esto es lo malo para el otro. Esto es lo que la juventud que confía en su ingenio y que «franquea todos los obstáculos», como usted ha dicho ingeniosamente, no quiere tener en cuenta.
»Supongamos que ese hombre miente... Me refiero al hombre desconocido de nuestro caso particular... Supongamos que miente, y de un modo magistral. Como es lógico, espera su triunfo, cree que va a recoger los frutos de su destreza; pero, de pronto, ¡crac!, se desvanece en el lugar más comprometedor para él. Vamos a suponer que atribuye el síncope a una enfermedad que padece o a la atmósfera asfixiante de la habitación, cosa frecuente en los locales cerrados. Pues bien, no por eso deja de inspirar sospechas... Su mentira ha sido perfecta, pero no ha pensado en la naturaleza y se encuentra como cogido en una trampa.
»Otro día, dejándose llevar de su espíritu burlón, trata de divertirse a costa de alguien que sospecha de él. Finge palidecer de espanto, pero he aquí que representa su papel con demasiada propiedad, que su palidez es demasiado natural, y esto será otro indicio. Por el momento, su interlocutor podrá dejarse engañar, pero, si no es un tonto, al día siguiente cambiará de opinión. Y el imprudente cometerá error tras error. Se meterá donde no le llaman para decir las cosas más comprometedoras, para exponer alegorías cuyo verdadero sentido nadie dejará de comprender. Incluso llegará a preguntar por qué no lo han detenido todavía. ¡Je, je, je...! Y esto puede ocurrir al hombre más sagaz, a un psicólogo, a un literato. La naturaleza es un espejo, el espejo más diáfano, y basta dirigir la vista a él. Pero ¿qué le sucede, Rodion Romanovitch? ¿Le ahoga esta atmósfera tal vez? ¿Quiere que abra la ventana?
‑No se preocupe ‑exclamó Raskolnikof, echándose de pronto a reír‑. Le ruego que no se moleste.
Porfirio se detuvo ante él, estuvo un momento mirándole y luego se echó a reír también. Entonces Raskolnikof, cuya risa convulsiva se había calmado, se puso en pie.
‑Porfirio Petrovitch ‑dijo levantando la voz y articulando claramente las palabras, a pesar del esfuerzo que tenía que hacer para sostenerse sobre sus temblorosas piernas‑, estoy seguro de que usted sospecha que soy el asesino de la vieja y de su hermana Lisbeth. Y quiero decirle que hace tiempo que estoy harto de todo esto. Si usted se cree con derecho a perseguirme y detenerme, hágalo. Pero no le permitiré que siga burlándose de mí en mi propia cara y torturándome como lo está haciendo.
Sus labios empezaron a temblar de pronto; sus ojos, a despedir llamaradas de cólera, y su voz, dominada por él hasta entonces, empezó a vibrar.
‑¡No lo permitiré! ‑exclamó, descargando violentamente su puño sobre la mesa‑. ¿Oye usted, Porfirio Petrovitch? ¡No lo permitiré!
‑¡Señor! Pero ¿qué dice usted? ¿Qué le pasa? ‑dijo Porfirio Petrovitch con un gesto de vivísima inquietud‑. ¿Qué tiene usted, mi querido Rodion Romanovitch?
‑¡No lo permitiré! ‑gritó una vez más Raskolnikof.
‑No levante tanto la voz. Nos pueden oír. Vendrán a ver qué pasa, y ¿qué les diremos? ¿No comprende?
Dijo esto en un susurro, como asustado y acercando su rostro al de Raskolnikof.
‑No lo permitiré, no lo permitiré ‑repetía Rodia maquinalmente.
Sin embargo, había bajado también la voz. Porfirio se volvió rápidamente y corrió a abrir la ventana.
‑Hay que airear la habitación. Y debe usted beber un poco de agua, amigo mío, pues está verdaderamente trastornado.
Ya se dirigía a la puerta para pedir el agua, cuando vio que había una garrafa en un rincón.
‑Tenga, beba un poco ‑dijo, corriendo hacia él con la garrafa en la mano‑. Tal vez esto le...
El temor y la solicitud de Porfirio Petrovitch parecían tan sinceros, que Raskolnikof se quedó mirándole con viva curiosidad. Sin embargo, no quiso beber.
‑Rodion Romanovitch, mi querido amigo, se va usted a volver loco. ¡Beba, por favor! ¡Beba aunque sólo sea un sorbo!
Le puso a la fuerza el vaso en la mano. Raskolnikof se lo llevó a la boca y después, cuando se recobró, lo depositó en la mesa con un gesto de hastío.
‑Ha tenido usted un amago de ataque ‑dijo Porfirio Petrovitch afectuosamente y, al parecer, muy turbado‑. Se mortifica usted de tal modo, que volverá a ponerse enfermo. No comprendo que una persona se cuide tan poco. A usted le pasa lo que a Dmitri Prokofitch. Precisamente ayer vino a verme. Yo reconozco que está en lo cierto cuando me dice que tengo un carácter cáustico, es decir, malo. Pero ¡qué deducciones ha hecho, Señor! Vino cuando usted se marchó, y durante la comida habló tanto, que yo no pude hacer otra cosa que abrir los brazos para expresar mi asombro. «¡Qué ocurrencia! ‑pensaba‑. ¡Señor! ¡Dios mío!» Le envió usted, ¿verdad...? Pero siéntese, amigo mío; siéntese, por el amor de Dios.
‑Yo no lo envié ‑repuso Raskolnikof‑, pero sabía que tenía que venir a su casa y por qué motivo.
‑¿Conque lo sabía?
‑Sí. ¿Qué piensa usted de ello?
‑Ya se lo diré, pero antes quiero que sepa, mi querido Rodion Romanovitch, que estoy enterado de que usted puede jactarse de otras muchas hazañas. Mejor dicho, estoy al corriente de todo. Sé que fue usted a alquilar una habitación al anochecer, y que tiró del cordón de la campanilla, y que empezó a hacer preguntas sobre las manchas de sangre, lo que dejó estupefactos a los empapeladores y al portero. Comprendo su estado de ánimo, es decir, el estado de ánimo en que se hallaba aquel día pero no por eso deja de ser cierto que va usted a volverse loco, sin duda alguna, si sigue usted así. Acabará perdiendo la cabeza, ya lo verá. Una noble indignación hace hervir su sangre. Usted está irritado, en primer lugar contra el destino, después contra la policía. Por eso va usted de un lado a otro tratando de despertar sospechas en la gente. Quiere terminar cuanto antes, pues está usted harto de sospechas y comadreos estúpidos. ¿Verdad que no me equivoco, que he interpretado exactamente su estado de ánimo?
»Pero si sigue así, no será usted solo el que se volverá loco, sino que trastornará al bueno de Rasumikhine, y no me negará usted que no estaría nada bien hacer perder la cabeza a ese muchacho tan simpático. Usted está enfermo; él tiene un exceso de bondad, y precisamente esa bondad es lo que le expone a contagiarse. Cuando se haya tranquilizado usted un poco, mi querido amigo, ya le contaré... Pero siéntese, por el amor de Dios. Descanse un poco. Está usted blanco como la cal. Siéntese, haga el favor.
Raskolnikof obedeció. El temblor que le había asaltado se calmaba poco a poco y la fiebre se iba apoderando de él. Pese a su visible inquietud, escuchaba con profunda sorpresa las muestras de interés de Porfirio Petrovitch. Pero no daba fe a sus palabras, a pesar de que experimentaba una tendencia inexplicable a creerle. La alusión inesperada de Porfirio al alquiler de la habitación le había paralizado de asombro.
«¿Cómo se habrá enterado de esto y por qué me lo habrá dicho? »
‑Durante el ejercicio de mi profesión ‑continuó inmediatamente Porfirio Petrovitch‑, he tenido un caso análogo, un caso morboso. Un hombre se acusó de un asesinato que no había cometido. Era juguete de una verdadera alucinación. Exponía hechos, los refería, confundía a todo el mundo. Y todo esto, ¿por qué? Porque indirectamente y sin conocimiento de causa había facilitado la perpetración de un crimen. Cuando se dio cuenta de ello, se sintió tan apenado, se apoderó de él tal angustia, que se imaginó que era el asesino. Al fin, el Senado aclaró el asunto y el infeliz fue puesto en libertad, pero, de no haber intervenido el Senado, no habría habido salvación para él. Pues bien, amigo mío, también a usted se le puede trastornar el juicio si pone sus nervios en tensión yendo a tirar del cordón de una campanilla al anochecer y haciendo preguntas sobre manchas de sangre... En la práctica de mi profesión me ha sido posible estudiar estos fenómenos psicológicos. Lo que nuestro hombre siente es un vértigo parecido al que impulsa a ciertas personas a arrojarse por una ventana o desde lo alto de un campanario; una especie de atracción irresistible; una enfermedad, Rodion Romanovitch, una enfermedad y nada más que una enfermedad. Usted descuida la suya demasiado. Debe consultar a un buen médico y no a ese tipo rollizo que lo visita... Usted delira a veces, y ese mal no tiene más origen que el delirio...
Momentáneamente, Raskolnikof creyó ver que todo daba vueltas.
«¿Es posible que esté fingiendo? ¡No, no es posible!», se dijo, rechazando con todas sus fuerzas un pensamiento que ‑se daba perfecta cuenta de ello‑ amenazaba hacerle enloquecer de furor.
‑En aquellos momentos, yo no estaba bajo los efectos del delirio, procedía con plena conciencia de mis actos ‑exclamó, pendiente de las reacciones de Porfirio Petrovitch, en su deseo de descubrir sus intenciones‑. Conservaba toda mi razón, toda mi razón, ¿oye usted?
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
‑Sí, lo oigo y lo comprendo. Ya lo dijo usted ayer, e insistió sobre este punto. Yo comprendo anticipadamente todo lo que usted puede decir. Óigame, Rodion Romanovitch, mi querido amigo: permítame hacerle una nueva observación. Si usted fuese el culpable o estuviese mezclado en este maldito asunto, ¿habría dicho que conservaba plenamente la razón? Yo creo que, por el contrario, usted habría afirmado, y se habría aferrado a su afirmación, que usted no se daba cuenta de lo que hacía. ¿No tengo razón? Dígame, ¿no la tengo?
El tono de la pregunta dejaba entrever una celada. Raskolnikof se recostó en el respaldo del sofá para apartarse de Porfirio, cuyo rostro se había acercado al suyo, y le observó en silencio, con una mirada fija y llena de asombro.
‑Algo parecido puede decirse de la visita de Rasumikhine. Si usted fuese el culpable, habría dicho que él había venido a mi casa por impulso propio y habría ocultado que usted le había incitado a hacerlo. Sin embargo, usted ha dicho que Rasumikhine vino a verme porque usted lo envió.
Raskolnikof se estremeció. El no había hecho afirmación semejante.
‑Sigue usted mintiendo ‑dijo, esbozando una sonrisa de hastío y con voz lenta y débil‑. Usted quiere demostrarme que lee en mi pensamiento, que puede predecir todas mis respuestas ‑añadió, dándose cuenta de que ya era incapaz de medir sus palabras‑. Usted quiere asustarme; usted se está burlando de mí, sencillamente.
Mientras decía esto no apartaba la vista del juez de instrucción. De súbito, un terrible furor fulguró en sus ojos.
‑Está diciendo una mentira tras otra -exclamó‑. Usted sabe muy bien que la mejor táctica que puede seguir un culpable es sujetarse a la verdad tanto como sea posible..., declarar todo aquello que no pueda ocultarse. ¡No le creo a usted!
‑¡Qué veleta es usted! ‑dijo Porfirio con una risita mordaz‑. No hay medio de entenderse con usted. Está dominado por una idea fija. ¿No me cree? Pues yo creo que empieza usted a creerme. Con diez centímetros de fe me bastará para conseguir que llegue al metro y me crea del todo. Porque le tengo verdadero afecto y sólo deseo su bien.
Los labios de Raskolnikof empezaron a temblar.
‑Sí, le tengo verdadero afecto ‑prosiguió Porfirio, apretando amistosamente el brazo del joven‑, y no se lo volveré a repetir. Además, tenga en cuenta que su familia ha venido a verle. Piense en ella. Usted debería hacer todo lo posible para que su madre y su hermana se sintieran dichosas y, por el contrario, sólo les causa inquietudes...
‑Eso no le importa. ¿Cómo se ha enterado usted de estas cosas? ¿Por qué me vigila y qué interés tiene en que yo lo sepa?
‑Pero oiga usted, óigame, amigo mío: si sé todo esto es sólo por usted. Usted no se da cuenta de que, cuando está nervioso, lo cuenta todo, lo mismo a mí que a los demás. Rasumikhine me ha contado también muchas cosas interesantes... Cuando usted me ha interrumpido, iba a decirle que, a pesar de su inteligencia, su desconfianza le impide ver las cosas como son... Le voy a poner un ejemplo, volviendo a nuestro asunto. Lo del cordón de la campanilla es un detalle de valor extraordinario para un juez que está instruyendo un sumario. Y usted se lo refiere a este juez con toda franqueza, sin reserva alguna. ¿No deduce usted nada de esto? Si yo le creyera culpable, ¿habría procedido como lo he hecho? Por el contrario, habría procurado ahuyentar su desconfianza, no dejarle entrever que estaba al corriente de este detalle, para arrojarle al rostro, de súbito, la pregunta siguiente: «¿Qué hacia usted, entre diez y once, en las habitaciones de las víctimas? ¿Y por qué tiró del cordón de la campanilla y habló de las manchas de sangre? ¿Y por qué dijo a los porteros que le llevaran a la comisaría?» He aquí cómo habría procedido yo si hubiera abrigado la menor sospecha contra usted: le habría sometido a un interrogatorio en toda regla. Y habría dispuesto que se efectuara un registro en la habitación que tiene alquilada, y habría ordenado que le detuvieran... El hecho de que haya obrado de otro modo es buena prueba de que no sospecho de usted. Pero usted ha perdido el sentido de la realidad, lo repito, y es incapaz de ver nada.
Raskolnikof temblaba de pies a cabeza, y tan violentamente, que Porfirio Petrovitch no pudo menos de notarlo.
‑No hace usted más que mentir ‑repitió resueltamente‑. Ignoro lo que persigue con sus mentiras, pero sigue usted mintiendo. No hablaba así hace un momento; por eso no puedo equivocarme... ¡Miente usted!
‑¿Que miento? ‑replicó Porfirio, acalorándose visiblemente, pero conservando su acento irónico y jovial y no dando, al parecer, ninguna importancia a la opinión que Raskolnikof tuviera de él‑. ¿Cómo puede decir eso sabiendo cómo he procedido con usted? ¡Yo, el juez de instrucción, le he sugerido todos los argumentos psicológicos que podría usted utilizar: la enfermedad, el delirio, el amor propio excitado por el sufrimiento, la neurastenia, y esos policías...! ¡Je, je, je...! Sin embargo, dicho sea de paso, esos medios de defensa no tienen ninguna eficacia. Son armas de dos filos y pueden volverse contra usted. Usted dirá: «La enfermedad, el desvarío, la alucinación... No me acuerdo de nada.» Y le contestarán: «Todo eso está muy bien, amigo mío; pero ¿por qué su enfermedad tiene siempre las mismas consecuencias, por qué le produce precisamente ese tipo de alucinación? » Esta enfermedad podía tener otras manifestaciones, ¿no le parece? ¡Je, je, je!
Raskolnikof le miró con despectiva arrogancia.
‑En resumidas cuentas ‑dijo firmemente, levantándose y apartando a Porfirio‑, yo quiero saber claramente si me puedo considerar o no al margen de toda sospecha. Dígamelo, Porfirio Petrovitch; dígamelo ahora mismo y sin rodeos.
‑Ahora me sale con una exigencia. ¡Hasta tiene exigencias, Señor! ‑exclamó Porfirio Petrovitch con perfecta calma y cierto tonillo de burla‑. Pero ¿a qué vienen esas preguntas? ¿Acaso sospecha alguien de usted? Se comporta como un niño caprichoso que quiere tocar el fuego. ¿Y por qué se inquieta usted de ese modo y viene a visitarnos cuando nadie le llama?
‑¡Le repito ‑replicó Raskolnikof, ciego de ira‑ que no puedo soportar...!
‑¿La incertidumbre? ‑le interrumpió Porfirio.
‑¡No me saque de quicio! ¡No se lo puedo permitir! ¡De ningún modo lo permitiré! ¿Lo ha oído? ¡De ningún modo!
Y Raskolnikof dio un fuerte puñetazo en la mesa.
‑¡Silencio! Hable más bajo. Se lo digo en serio. Procure reprimirse. No estoy bromeando.
Al decir esto Porfirio, su semblante había perdido su expresión de temor y de bondad. Ahora ordenaba francamente, severamente, con las cejas fruncidas y un gesto amenazador. Parecía haber terminado con las simples alusiones y los misterios y estar dispuesto a quitarse la careta. Pero esta actitud fue momentánea.
Raskolnikof se sintió interesado al principio; después, de súbito, notó que la ira le dominaba. Sin embargo, aunque su exasperación había llegado al límite, obedeció ‑cosa extraña‑ la orden de bajar la voz.
‑No me dejaré torturar -murmuró en el mismo tono de antes. Pero advertía, con una mezcla de amargura y rencor, que no podía obrar de otro modo, y esta convicción aumentaba su cólera‑. Deténgame ‑añadió‑, regístreme si quiere; pero aténgase a las reglas y no juegue conmigo. ¡Se lo prohíbo!
‑Nada de reglas ‑respondió Porfirio, que seguía sonriendo burlonamente y miraba a Raskolnikof con cierto júbilo‑. Le invité a venir a verme como amigo.
‑No quiero para nada su amistad, la desprecio. ¿Oye usted? Y ahora cojo mi gorra y me marcho. Veremos qué dice usted, si tiene intención de arrestarme.
Cogió su gorra y se dirigió a la puerta.
‑¿No quiere ver la sorpresa que le he reservado? ‑le dijo Porfirio Petrovitch, con su irónica sonrisita y cogiéndole del brazo, cuando ya estaba ante la puerta. Parecía cada vez más alegre y burlón, y esto ponía a Raskolnikof fuera de sí.
‑¿Una sorpresa? ¿Qué sorpresa? ‑preguntó Rodia, fijando en el juez de instrucción una mirada llena de inquietud.
‑Una sorpresa que está detrás de esa puerta... ¡Je, je, je!
Señalaba la puerta cerrada que comunicaba con sus habitaciones.
‑Incluso la he encerrado bajo llave para que no se escape.
‑¿Qué demonios se trae usted entre manos?
Raskolnikof se acercó a la puerta y trató de abrirla, pero no le fue posible.
‑Está cerrada con llave y la llave la tengo yo -dijo Porfirio.
Y, en efecto, le mostró una llave que acababa de sacar del bolsillo.
‑No haces más que mentir -gruñó Raskolnikof sin poder dominarse‑. ¡Mientes, mientes, maldito polichinela!
Y se arrojó sobre el juez de instrucción, que retrocedió hasta la puerta, aunque sin demostrar temor alguno.
‑¡Comprendo tu táctica! ¡Lo comprendo todo! ‑siguió vociferando Raskolnikof‑. Mientes y me insultas para irritarme y que diga lo que no debo.
‑¡Pero si usted no tiene nada que ocultar, mi querido Rodion Romanovitch! ¿Por qué se excita de ese modo? No grite más o llamo.
‑¡Mientes, mientes! ¡No pasará nada! ¡Ya puedes llamar! Sabes que estoy enfermo y has pretendido exasperarme, aturdirme, para que diga lo que no debo. Éste ha sido tu plan. No tienes pruebas; lo único que tienes son míseras sospechas, conjeturas tan vagas como las de Zamiotof. Tú conocías mi carácter y me has sacado de mis casillas para que aparezcan de pronto los popes y los testigos. ¿Verdad que es éste tu propósito? ¿Qué esperas para hacerlos entrar? ¿Dónde están? ¡Ea! Diles de una vez que pasen.
‑Pero ¿qué dice usted? ¡Qué ideas tiene, amigo mío! No se pueden seguir las reglas tan ciegamente como usted cree. Usted no entiende de estas cosas, querido. Las reglas se seguirán en el momento debido. Ya lo verá por sus propios ojos.
Y Porfirio parecía prestar atención a lo que sucedía detrás de la puerta del despacho.
En efecto, se oyeron ruidos procedentes de la pieza vecina.
‑Ya vienen ‑exclamó Raskolnikof‑. Has enviado por ellos... Los esperabas... Lo tenías todo calculado... Bien, hazlos entrar a todos; haz entrar a los testigos y a quien quieras... Estoy preparado.
Pero en ese momento ocurrió algo tan sorprendente, tan ajeno al curso ordinario de las cosas, que, sin duda, ni Porfirio Petrovitch ni Raskolnikof lo habrían podido prever jamás.
El tono de la pregunta dejaba entrever una celada. Raskolnikof se recostó en el respaldo del sofá para apartarse de Porfirio, cuyo rostro se había acercado al suyo, y le observó en silencio, con una mirada fija y llena de asombro.
‑Algo parecido puede decirse de la visita de Rasumikhine. Si usted fuese el culpable, habría dicho que él había venido a mi casa por impulso propio y habría ocultado que usted le había incitado a hacerlo. Sin embargo, usted ha dicho que Rasumikhine vino a verme porque usted lo envió.
Raskolnikof se estremeció. El no había hecho afirmación semejante.
‑Sigue usted mintiendo ‑dijo, esbozando una sonrisa de hastío y con voz lenta y débil‑. Usted quiere demostrarme que lee en mi pensamiento, que puede predecir todas mis respuestas ‑añadió, dándose cuenta de que ya era incapaz de medir sus palabras‑. Usted quiere asustarme; usted se está burlando de mí, sencillamente.
Mientras decía esto no apartaba la vista del juez de instrucción. De súbito, un terrible furor fulguró en sus ojos.
‑Está diciendo una mentira tras otra -exclamó‑. Usted sabe muy bien que la mejor táctica que puede seguir un culpable es sujetarse a la verdad tanto como sea posible..., declarar todo aquello que no pueda ocultarse. ¡No le creo a usted!
‑¡Qué veleta es usted! ‑dijo Porfirio con una risita mordaz‑. No hay medio de entenderse con usted. Está dominado por una idea fija. ¿No me cree? Pues yo creo que empieza usted a creerme. Con diez centímetros de fe me bastará para conseguir que llegue al metro y me crea del todo. Porque le tengo verdadero afecto y sólo deseo su bien.
Los labios de Raskolnikof empezaron a temblar.
‑Sí, le tengo verdadero afecto ‑prosiguió Porfirio, apretando amistosamente el brazo del joven‑, y no se lo volveré a repetir. Además, tenga en cuenta que su familia ha venido a verle. Piense en ella. Usted debería hacer todo lo posible para que su madre y su hermana se sintieran dichosas y, por el contrario, sólo les causa inquietudes...
‑Eso no le importa. ¿Cómo se ha enterado usted de estas cosas? ¿Por qué me vigila y qué interés tiene en que yo lo sepa?
‑Pero oiga usted, óigame, amigo mío: si sé todo esto es sólo por usted. Usted no se da cuenta de que, cuando está nervioso, lo cuenta todo, lo mismo a mí que a los demás. Rasumikhine me ha contado también muchas cosas interesantes... Cuando usted me ha interrumpido, iba a decirle que, a pesar de su inteligencia, su desconfianza le impide ver las cosas como son... Le voy a poner un ejemplo, volviendo a nuestro asunto. Lo del cordón de la campanilla es un detalle de valor extraordinario para un juez que está instruyendo un sumario. Y usted se lo refiere a este juez con toda franqueza, sin reserva alguna. ¿No deduce usted nada de esto? Si yo le creyera culpable, ¿habría procedido como lo he hecho? Por el contrario, habría procurado ahuyentar su desconfianza, no dejarle entrever que estaba al corriente de este detalle, para arrojarle al rostro, de súbito, la pregunta siguiente: «¿Qué hacia usted, entre diez y once, en las habitaciones de las víctimas? ¿Y por qué tiró del cordón de la campanilla y habló de las manchas de sangre? ¿Y por qué dijo a los porteros que le llevaran a la comisaría?» He aquí cómo habría procedido yo si hubiera abrigado la menor sospecha contra usted: le habría sometido a un interrogatorio en toda regla. Y habría dispuesto que se efectuara un registro en la habitación que tiene alquilada, y habría ordenado que le detuvieran... El hecho de que haya obrado de otro modo es buena prueba de que no sospecho de usted. Pero usted ha perdido el sentido de la realidad, lo repito, y es incapaz de ver nada.
Raskolnikof temblaba de pies a cabeza, y tan violentamente, que Porfirio Petrovitch no pudo menos de notarlo.
‑No hace usted más que mentir ‑repitió resueltamente‑. Ignoro lo que persigue con sus mentiras, pero sigue usted mintiendo. No hablaba así hace un momento; por eso no puedo equivocarme... ¡Miente usted!
‑¿Que miento? ‑replicó Porfirio, acalorándose visiblemente, pero conservando su acento irónico y jovial y no dando, al parecer, ninguna importancia a la opinión que Raskolnikof tuviera de él‑. ¿Cómo puede decir eso sabiendo cómo he procedido con usted? ¡Yo, el juez de instrucción, le he sugerido todos los argumentos psicológicos que podría usted utilizar: la enfermedad, el delirio, el amor propio excitado por el sufrimiento, la neurastenia, y esos policías...! ¡Je, je, je...! Sin embargo, dicho sea de paso, esos medios de defensa no tienen ninguna eficacia. Son armas de dos filos y pueden volverse contra usted. Usted dirá: «La enfermedad, el desvarío, la alucinación... No me acuerdo de nada.» Y le contestarán: «Todo eso está muy bien, amigo mío; pero ¿por qué su enfermedad tiene siempre las mismas consecuencias, por qué le produce precisamente ese tipo de alucinación? » Esta enfermedad podía tener otras manifestaciones, ¿no le parece? ¡Je, je, je!
Raskolnikof le miró con despectiva arrogancia.
‑En resumidas cuentas ‑dijo firmemente, levantándose y apartando a Porfirio‑, yo quiero saber claramente si me puedo considerar o no al margen de toda sospecha. Dígamelo, Porfirio Petrovitch; dígamelo ahora mismo y sin rodeos.
‑Ahora me sale con una exigencia. ¡Hasta tiene exigencias, Señor! ‑exclamó Porfirio Petrovitch con perfecta calma y cierto tonillo de burla‑. Pero ¿a qué vienen esas preguntas? ¿Acaso sospecha alguien de usted? Se comporta como un niño caprichoso que quiere tocar el fuego. ¿Y por qué se inquieta usted de ese modo y viene a visitarnos cuando nadie le llama?
‑¡Le repito ‑replicó Raskolnikof, ciego de ira‑ que no puedo soportar...!
‑¿La incertidumbre? ‑le interrumpió Porfirio.
‑¡No me saque de quicio! ¡No se lo puedo permitir! ¡De ningún modo lo permitiré! ¿Lo ha oído? ¡De ningún modo!
Y Raskolnikof dio un fuerte puñetazo en la mesa.
‑¡Silencio! Hable más bajo. Se lo digo en serio. Procure reprimirse. No estoy bromeando.
Al decir esto Porfirio, su semblante había perdido su expresión de temor y de bondad. Ahora ordenaba francamente, severamente, con las cejas fruncidas y un gesto amenazador. Parecía haber terminado con las simples alusiones y los misterios y estar dispuesto a quitarse la careta. Pero esta actitud fue momentánea.
Raskolnikof se sintió interesado al principio; después, de súbito, notó que la ira le dominaba. Sin embargo, aunque su exasperación había llegado al límite, obedeció ‑cosa extraña‑ la orden de bajar la voz.
‑No me dejaré torturar -murmuró en el mismo tono de antes. Pero advertía, con una mezcla de amargura y rencor, que no podía obrar de otro modo, y esta convicción aumentaba su cólera‑. Deténgame ‑añadió‑, regístreme si quiere; pero aténgase a las reglas y no juegue conmigo. ¡Se lo prohíbo!
‑Nada de reglas ‑respondió Porfirio, que seguía sonriendo burlonamente y miraba a Raskolnikof con cierto júbilo‑. Le invité a venir a verme como amigo.
‑No quiero para nada su amistad, la desprecio. ¿Oye usted? Y ahora cojo mi gorra y me marcho. Veremos qué dice usted, si tiene intención de arrestarme.
Cogió su gorra y se dirigió a la puerta.
‑¿No quiere ver la sorpresa que le he reservado? ‑le dijo Porfirio Petrovitch, con su irónica sonrisita y cogiéndole del brazo, cuando ya estaba ante la puerta. Parecía cada vez más alegre y burlón, y esto ponía a Raskolnikof fuera de sí.
‑¿Una sorpresa? ¿Qué sorpresa? ‑preguntó Rodia, fijando en el juez de instrucción una mirada llena de inquietud.
‑Una sorpresa que está detrás de esa puerta... ¡Je, je, je!
Señalaba la puerta cerrada que comunicaba con sus habitaciones.
‑Incluso la he encerrado bajo llave para que no se escape.
‑¿Qué demonios se trae usted entre manos?
Raskolnikof se acercó a la puerta y trató de abrirla, pero no le fue posible.
‑Está cerrada con llave y la llave la tengo yo -dijo Porfirio.
Y, en efecto, le mostró una llave que acababa de sacar del bolsillo.
‑No haces más que mentir -gruñó Raskolnikof sin poder dominarse‑. ¡Mientes, mientes, maldito polichinela!
Y se arrojó sobre el juez de instrucción, que retrocedió hasta la puerta, aunque sin demostrar temor alguno.
‑¡Comprendo tu táctica! ¡Lo comprendo todo! ‑siguió vociferando Raskolnikof‑. Mientes y me insultas para irritarme y que diga lo que no debo.
‑¡Pero si usted no tiene nada que ocultar, mi querido Rodion Romanovitch! ¿Por qué se excita de ese modo? No grite más o llamo.
‑¡Mientes, mientes! ¡No pasará nada! ¡Ya puedes llamar! Sabes que estoy enfermo y has pretendido exasperarme, aturdirme, para que diga lo que no debo. Éste ha sido tu plan. No tienes pruebas; lo único que tienes son míseras sospechas, conjeturas tan vagas como las de Zamiotof. Tú conocías mi carácter y me has sacado de mis casillas para que aparezcan de pronto los popes y los testigos. ¿Verdad que es éste tu propósito? ¿Qué esperas para hacerlos entrar? ¿Dónde están? ¡Ea! Diles de una vez que pasen.
‑Pero ¿qué dice usted? ¡Qué ideas tiene, amigo mío! No se pueden seguir las reglas tan ciegamente como usted cree. Usted no entiende de estas cosas, querido. Las reglas se seguirán en el momento debido. Ya lo verá por sus propios ojos.
Y Porfirio parecía prestar atención a lo que sucedía detrás de la puerta del despacho.
En efecto, se oyeron ruidos procedentes de la pieza vecina.
‑Ya vienen ‑exclamó Raskolnikof‑. Has enviado por ellos... Los esperabas... Lo tenías todo calculado... Bien, hazlos entrar a todos; haz entrar a los testigos y a quien quieras... Estoy preparado.
Pero en ese momento ocurrió algo tan sorprendente, tan ajeno al curso ordinario de las cosas, que, sin duda, ni Porfirio Petrovitch ni Raskolnikof lo habrían podido prever jamás.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
Cuarta Parte: Capítulo VI
He aquí el recuerdo que esta escena dejó en Raskolnikof. En la pieza inmediata aumentó el ruido rápidamente y la puerta se entreabrió.
‑¿Qué pasa? ‑gritó Porfirio Petrovitch, contrariado‑. Ya he advertido que...
Nadie contestó, pero fue fácil deducir que tras la puerta había varias personas que trataban de impedir el paso a alguien.
‑¿Quieren decir de una vez qué pasa? ‑repitió Porfirio, perdiendo la paciencia.
‑Es que está aquí el procesado Nicolás ‑dijo una voz.
‑No lo necesito. Que se lo lleven.
Pero, acto seguido, Porfirio corrió hacia la puerta.
‑¡Esperen! ¿A qué ha venido? ¿Qué significa este desorden?
‑Es que Nicolás... ‑empezó a decir el mismo que había hablado antes.
Pero se interrumpió de súbito. Entonces, y durante unos segundos, se oyó el fragor de una verdadera lucha. Después pareció que alguien rechazaba violentamente a otro, y, seguidamente, un hombre pálido como un muerto irrumpió en el despacho.
El aspecto de aquel hombre era impresionante. Miraba fijamente ante sí y parecía no ver a nadie. Sus ojos tenían un brillo de resolución. Sin embargo, su semblante estaba lívido como el del condenado a muerte al que llevan a viva fuerza al patíbulo. Sus labios, sin color, temblaban ligeramente.
Era muy joven y vestía con la modestia de la gente del pueblo. Delgado, de talla media, cabello cortado al rape, rostro enjuto y finas facciones. El hombre al que acababa de rechazar entró inmediatamente tras él y le cogió por un hombro. Era un gendarme. Pero Nicolás consiguió desprenderse de él nuevamente.
Algunos curiosos se hacinaron en la puerta. Los más osados pugnaban por entrar. Todo esto había ocurrido en menos tiempo del que se tarda en describirlo.
‑¡Fuera de aquí! ¡Espera a que te llamen! ¿Por qué lo han traído? ‑exclamó el juez, sorprendido e irritado.
De pronto, Nicolás se arrodilló.
‑¿Qué haces? ‑exclamó Porfirio, asombrado.
‑¡Soy culpable! ¡He cometido un crimen! ¡Soy un asesino! ‑dijo Nicolás con voz jadeante pero enérgica.
Durante diez segundos reinó en la estancia un silencio absoluto, como si todos los presentes hubieran perdido el habla. El gendarme había retrocedido: sin atreverse a acercarse a Nicolás, se había retirado hacia la puerta y allí permanecía inmóvil.
‑¿Qué dices? ‑preguntó Porfirio cuando logró salir de su asombro.
‑Yo... soy... un asesino ‑repitió Nicolás tras una pausa.
‑¿Tú? ‑exclamó el juez de instrucción, dando muestras de gran desconcierto‑. ¿A quién has matado?
Tras un momento de silencio, Nicolás respondió:
‑A Alena Ivanovna y a su hermana Lisbeth Ivanovna. Las maté... con un hacha. No estaba en mi juicio ‑añadió.
Y guardó silencio, sin levantarse.
Porfirio Petrovitch estuvo un momento sumido en profundas reflexiones. Después, con un violento ademán, ordenó a los curiosos que se marcharan. Éstos obedecieron en el acto y la puerta se cerró tras ellos. Entonces, Porfirio dirigió una mirada a Raskolnikof, que permanecía de pie en un rincón y que observaba a Nicolás petrificado de asombro. El juez de instrucción dio un paso hacia él, pero, como cambiando de idea, se detuvo, mirándole. Después volvió los ojos hacia Nicolás, luego miró de nuevo a Raskolnikof y al fin se acercó al pintor con una especie de arrebato.
‑Ya dirás si estabas o no en tu juicio cuando se lo pregunte ‑exclamó, irritado‑. Nadie te ha preguntado nada sobre ese particular. Contesta a esto: ¿has cometido un crimen?
‑Sí, soy un asesino; lo confieso ‑repuso Nicolás.
‑¿Qué arma empleaste?
‑Un hacha que llevaba conmigo.
‑¡Con qué rapidez respondes! ¿Solo?
Nicolás no comprendió la pregunta.
‑Digo que si tuviste cómplices.
‑No, Mitri es inocente. No tuvo ninguna participación en el crimen.
‑No te precipites a hablar de Mitri... Sin embargo, habrás de explicarme cómo bajaste la escalera. Los porteros os vieron a los dos juntos.
‑Corrí hasta alcanzar a Mitri. Me dije que de este modo no se sospecharía de mí ‑respondió Nicolás al punto, como quien recita una lección bien aprendida.
‑La cosa está clara: repite una serie de palabras que ha estudiado ‑murmuró para sí el juez de instrucción.
En esto, su vista tropezó con Raskolnikof, de cuya presencia se había olvidado, tan profunda era la emoción que su escena con Nicolás le había producido.
Al ver a Raskolnikof volvió a la realidad y se turbó. Se fue hacia él, presuroso.
‑Rodion Romanovitch, amigo mío, perdóneme... Ya ve usted que... Usted no tiene nada que hacer aquí... Yo soy el primer sorprendido, como puede usted ver... Váyase, se lo ruego...
Y le cogió del brazo, indicándole la puerta.
‑Esto ha sido inesperado para usted, ¿verdad? ‑dijo Raskolnikof, que, dándose cuenta de todo, había cobrado ánimos.
‑Tampoco usted lo esperaba, amigo mío. Su mano tiembla.¡Je, je, je!
‑También usted está temblando, Porfirio Petrovitch.
‑Desde luego, no ha sido una sorpresa para mí.
Estaban ya junto a la puerta. Porfirio esperaba con impaciencia que se marchara Raskolnikof. El joven preguntó de pronto:
‑Entonces, ¿no me muestra usted la sorpresa?
‑¡Le están castañeteando los dientes y miren ustedes cómo habla! ¡Es usted un hombre cáustico! ¡Bueno, hasta la vista!
‑Yo creo que sería mejor que nos dijéramos adiós.
‑Será lo que Dios quiera, lo que Dios quiera -gruñó Porfirio con una sonrisa sarcástica.
Al cruzar la oficina, Raskolnikof advirtió que varios empleados le miraban fijamente. Al llegar a la antesala vio que, entre otras personas, estaban los dos porteros de la casa del crimen, aquellos a los que él había pedido días atrás que lo llevaran a la comisaría. De su actitud se deducía que esperaban algo. Apenas llegó a la escalera, oyó que le llamaba Porfirio Petrovitch. Se volvió y vio que el juez de instrucción corría hacia él, jadeante.
‑Sólo dos palabras, Rodion Romanovitch. Este asunto terminará como Dios quiera, pero yo tendré que hacerle todavía, por pura fórmula, algunas preguntas. Nos volveremos a ver, ¿no?
Porfirio se había detenido ante él, sonriente.
‑¿No? ‑repitió.
Al parecer, deseaba añadir algo, pero no dijo nada más.
‑Perdóneme por mi conducta de hace un momento -dijo Raskolnikof, que había recobrado la presencia de ánimo y experimentaba un deseo irresistible de fanfarronear ante el magistrado‑. He estado demasiado vehemente.
‑No tiene importancia ‑repuso Porfirio con excelente humor‑. También yo tengo un carácter bastante áspero; lo reconozco. Ya nos volveremos a ver, si Dios quiere.
‑Y terminaremos de conocernos -dijo Raskolnikof.
‑Sí ‑convino Porfirio, mirándole seriamente, con los ojos entornados‑. Ahora va usted a una fiesta de cumpleaños,¿no?
‑No; a un entierro.
‑¡Ah, sí! A un entierro... Cuídese, créame; cuídese.
‑Yo no sé qué desearle ‑dijo Raskolnikof, que ya había empezado a bajar la escalera y se había vuelto de pronto‑. Quisiera poderle desear grandes éxitos, pero ya ve usted que sus funciones resultan a veces bastante cómicas.
‑¿Cómicas? ‑exclamó el juez de instrucción, que ya se disponía a volver a su despacho, pero que se había detenido al oír la réplica de Raskolnikof.
‑Sí. Ahí tiene usted a ese pobre Nicolás, al que habrá atormentado usted con sus métodos psicológicos hasta hacerle confesar. Sin duda, usted le repetía a todas horas y en todos los tonos: «Eres un asesino, eres un asesino.» Y ahora que ha confesado, empieza usted a torturarlo con esta otra canción: «Mientes; no eres un asesino, no has cometido ningún crimen; dices una lección aprendida de memoria.» Después de esto, usted no puede negar que sus funciones resultan a veces bastante cómicas.
‑¡Je, je, je! Ya veo que usted se ha dado cuenta de que he dicho a Nicolás que repetía palabras aprendidas de memoria.
‑¡Claro que me he dado cuenta!
‑¡Je, je! Es usted muy sutil. No se le escapa nada. Además, posee usted una perspicacia especial para captar los detalles cómicos. ¡Je, je! Me parece que era Gogol el escritor que se distinguía por esta misma aptitud.
He aquí el recuerdo que esta escena dejó en Raskolnikof. En la pieza inmediata aumentó el ruido rápidamente y la puerta se entreabrió.
‑¿Qué pasa? ‑gritó Porfirio Petrovitch, contrariado‑. Ya he advertido que...
Nadie contestó, pero fue fácil deducir que tras la puerta había varias personas que trataban de impedir el paso a alguien.
‑¿Quieren decir de una vez qué pasa? ‑repitió Porfirio, perdiendo la paciencia.
‑Es que está aquí el procesado Nicolás ‑dijo una voz.
‑No lo necesito. Que se lo lleven.
Pero, acto seguido, Porfirio corrió hacia la puerta.
‑¡Esperen! ¿A qué ha venido? ¿Qué significa este desorden?
‑Es que Nicolás... ‑empezó a decir el mismo que había hablado antes.
Pero se interrumpió de súbito. Entonces, y durante unos segundos, se oyó el fragor de una verdadera lucha. Después pareció que alguien rechazaba violentamente a otro, y, seguidamente, un hombre pálido como un muerto irrumpió en el despacho.
El aspecto de aquel hombre era impresionante. Miraba fijamente ante sí y parecía no ver a nadie. Sus ojos tenían un brillo de resolución. Sin embargo, su semblante estaba lívido como el del condenado a muerte al que llevan a viva fuerza al patíbulo. Sus labios, sin color, temblaban ligeramente.
Era muy joven y vestía con la modestia de la gente del pueblo. Delgado, de talla media, cabello cortado al rape, rostro enjuto y finas facciones. El hombre al que acababa de rechazar entró inmediatamente tras él y le cogió por un hombro. Era un gendarme. Pero Nicolás consiguió desprenderse de él nuevamente.
Algunos curiosos se hacinaron en la puerta. Los más osados pugnaban por entrar. Todo esto había ocurrido en menos tiempo del que se tarda en describirlo.
‑¡Fuera de aquí! ¡Espera a que te llamen! ¿Por qué lo han traído? ‑exclamó el juez, sorprendido e irritado.
De pronto, Nicolás se arrodilló.
‑¿Qué haces? ‑exclamó Porfirio, asombrado.
‑¡Soy culpable! ¡He cometido un crimen! ¡Soy un asesino! ‑dijo Nicolás con voz jadeante pero enérgica.
Durante diez segundos reinó en la estancia un silencio absoluto, como si todos los presentes hubieran perdido el habla. El gendarme había retrocedido: sin atreverse a acercarse a Nicolás, se había retirado hacia la puerta y allí permanecía inmóvil.
‑¿Qué dices? ‑preguntó Porfirio cuando logró salir de su asombro.
‑Yo... soy... un asesino ‑repitió Nicolás tras una pausa.
‑¿Tú? ‑exclamó el juez de instrucción, dando muestras de gran desconcierto‑. ¿A quién has matado?
Tras un momento de silencio, Nicolás respondió:
‑A Alena Ivanovna y a su hermana Lisbeth Ivanovna. Las maté... con un hacha. No estaba en mi juicio ‑añadió.
Y guardó silencio, sin levantarse.
Porfirio Petrovitch estuvo un momento sumido en profundas reflexiones. Después, con un violento ademán, ordenó a los curiosos que se marcharan. Éstos obedecieron en el acto y la puerta se cerró tras ellos. Entonces, Porfirio dirigió una mirada a Raskolnikof, que permanecía de pie en un rincón y que observaba a Nicolás petrificado de asombro. El juez de instrucción dio un paso hacia él, pero, como cambiando de idea, se detuvo, mirándole. Después volvió los ojos hacia Nicolás, luego miró de nuevo a Raskolnikof y al fin se acercó al pintor con una especie de arrebato.
‑Ya dirás si estabas o no en tu juicio cuando se lo pregunte ‑exclamó, irritado‑. Nadie te ha preguntado nada sobre ese particular. Contesta a esto: ¿has cometido un crimen?
‑Sí, soy un asesino; lo confieso ‑repuso Nicolás.
‑¿Qué arma empleaste?
‑Un hacha que llevaba conmigo.
‑¡Con qué rapidez respondes! ¿Solo?
Nicolás no comprendió la pregunta.
‑Digo que si tuviste cómplices.
‑No, Mitri es inocente. No tuvo ninguna participación en el crimen.
‑No te precipites a hablar de Mitri... Sin embargo, habrás de explicarme cómo bajaste la escalera. Los porteros os vieron a los dos juntos.
‑Corrí hasta alcanzar a Mitri. Me dije que de este modo no se sospecharía de mí ‑respondió Nicolás al punto, como quien recita una lección bien aprendida.
‑La cosa está clara: repite una serie de palabras que ha estudiado ‑murmuró para sí el juez de instrucción.
En esto, su vista tropezó con Raskolnikof, de cuya presencia se había olvidado, tan profunda era la emoción que su escena con Nicolás le había producido.
Al ver a Raskolnikof volvió a la realidad y se turbó. Se fue hacia él, presuroso.
‑Rodion Romanovitch, amigo mío, perdóneme... Ya ve usted que... Usted no tiene nada que hacer aquí... Yo soy el primer sorprendido, como puede usted ver... Váyase, se lo ruego...
Y le cogió del brazo, indicándole la puerta.
‑Esto ha sido inesperado para usted, ¿verdad? ‑dijo Raskolnikof, que, dándose cuenta de todo, había cobrado ánimos.
‑Tampoco usted lo esperaba, amigo mío. Su mano tiembla.¡Je, je, je!
‑También usted está temblando, Porfirio Petrovitch.
‑Desde luego, no ha sido una sorpresa para mí.
Estaban ya junto a la puerta. Porfirio esperaba con impaciencia que se marchara Raskolnikof. El joven preguntó de pronto:
‑Entonces, ¿no me muestra usted la sorpresa?
‑¡Le están castañeteando los dientes y miren ustedes cómo habla! ¡Es usted un hombre cáustico! ¡Bueno, hasta la vista!
‑Yo creo que sería mejor que nos dijéramos adiós.
‑Será lo que Dios quiera, lo que Dios quiera -gruñó Porfirio con una sonrisa sarcástica.
Al cruzar la oficina, Raskolnikof advirtió que varios empleados le miraban fijamente. Al llegar a la antesala vio que, entre otras personas, estaban los dos porteros de la casa del crimen, aquellos a los que él había pedido días atrás que lo llevaran a la comisaría. De su actitud se deducía que esperaban algo. Apenas llegó a la escalera, oyó que le llamaba Porfirio Petrovitch. Se volvió y vio que el juez de instrucción corría hacia él, jadeante.
‑Sólo dos palabras, Rodion Romanovitch. Este asunto terminará como Dios quiera, pero yo tendré que hacerle todavía, por pura fórmula, algunas preguntas. Nos volveremos a ver, ¿no?
Porfirio se había detenido ante él, sonriente.
‑¿No? ‑repitió.
Al parecer, deseaba añadir algo, pero no dijo nada más.
‑Perdóneme por mi conducta de hace un momento -dijo Raskolnikof, que había recobrado la presencia de ánimo y experimentaba un deseo irresistible de fanfarronear ante el magistrado‑. He estado demasiado vehemente.
‑No tiene importancia ‑repuso Porfirio con excelente humor‑. También yo tengo un carácter bastante áspero; lo reconozco. Ya nos volveremos a ver, si Dios quiere.
‑Y terminaremos de conocernos -dijo Raskolnikof.
‑Sí ‑convino Porfirio, mirándole seriamente, con los ojos entornados‑. Ahora va usted a una fiesta de cumpleaños,¿no?
‑No; a un entierro.
‑¡Ah, sí! A un entierro... Cuídese, créame; cuídese.
‑Yo no sé qué desearle ‑dijo Raskolnikof, que ya había empezado a bajar la escalera y se había vuelto de pronto‑. Quisiera poderle desear grandes éxitos, pero ya ve usted que sus funciones resultan a veces bastante cómicas.
‑¿Cómicas? ‑exclamó el juez de instrucción, que ya se disponía a volver a su despacho, pero que se había detenido al oír la réplica de Raskolnikof.
‑Sí. Ahí tiene usted a ese pobre Nicolás, al que habrá atormentado usted con sus métodos psicológicos hasta hacerle confesar. Sin duda, usted le repetía a todas horas y en todos los tonos: «Eres un asesino, eres un asesino.» Y ahora que ha confesado, empieza usted a torturarlo con esta otra canción: «Mientes; no eres un asesino, no has cometido ningún crimen; dices una lección aprendida de memoria.» Después de esto, usted no puede negar que sus funciones resultan a veces bastante cómicas.
‑¡Je, je, je! Ya veo que usted se ha dado cuenta de que he dicho a Nicolás que repetía palabras aprendidas de memoria.
‑¡Claro que me he dado cuenta!
‑¡Je, je! Es usted muy sutil. No se le escapa nada. Además, posee usted una perspicacia especial para captar los detalles cómicos. ¡Je, je! Me parece que era Gogol el escritor que se distinguía por esta misma aptitud.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
‑Sí, era Gogol.
‑¿Verdad que sí? Bueno, hasta que tenga el gusto de volverle a ver.
Raskolnikof volvió inmediatamente a su casa. Estaba tan sorprendido, tan desconcertado ante todo lo que acababa de suceder, que, apenas llegó a su habitación, se dejó caer en el diván y estuvo un cuarto de hora tratando de serenarse y de recobrar la lucidez. No intentó explicarse la conducta de Nicolás: estaba demasiado confundido para ello. Comprendía que aquella confesión encerraba un misterio que él no conseguiría descifrar, por lo menos en aquellos momentos. Sin embargo, esta declaración era una realidad cuyas consecuencias veía claramente. No cabía duda de que aquella mentira acabaría por descubrirse, y entonces volverían a pensar en él. Mas, entre tanto, estaba en libertad y debía tomar sus precauciones ante el peligro que juzgaba inminente.
Pero ¿hasta qué punto estaba en peligro? La situación empezaba a aclararse. No pudo evitar un estremecimiento de inquietud al recordar la escena que se había desarrollado entre Porfirio y él. Claro que no podía prever las intenciones del juez de instrucción ni adivinar sus pensamientos, pero lo que había sacado en claro le permitía comprender el peligro que había corrido. Poco le había faltado para perderse irremisiblemente. El temible magistrado, que conocía la irritabilidad de su carácter enfermizo, se había lanzado a fondo, demasiado audazmente tal vez, pero casi sin riesgo. Sin duda, él, Raskolnikof, se había comprometido desde el primer momento, pero las imprudencias cometidas no constituían pruebas contra él, y toda su conducta tenía un valor muy relativo.
Pero ¿no se equivocaría en sus juicios? ¿Qué fin perseguía el juez de instrucción? ¿Sería verdad que le había preparado una sorpresa? ¿En qué consistiría? ¿Cómo habría terminado su entrevista con Porfirio si no se hubiese producido la espectacular aparición de Nicolás?
Porfirio no había disimulado su juego; táctica arriesgada, pero cuyo riesgo había decidido correr. Raskolnikof no dejaba de pensar en ello. Si el juez hubiera tenido otros triunfos, se los habría enseñado igualmente. ¿Qué sería aquella sorpresa que le reservaba? ¿Una simple burla o algo que tenía su significado? ¿Constituiría una prueba? ¿Contendría, por lo menos, alguna acusación...? ¿El desconocido del día anterior? ¿Cómo se explicaba que hubiera desaparecido de aquel modo? ¿Dónde estaría? Si Porfirio tenía alguna prueba, debía de estar relacionada con aquel hombre misterioso.
Raskolnikof estaba sentado en el diván, con los codos apoyados en las rodillas y la cara en las manos. Un temblor nervioso seguía agitando todo su cuerpo. Al fin se levantó, cogió la gorra, se detuvo un momento para reflexionar y se dirigió a la puerta.
Consideraba que, por lo menos durante todo aquel día, estaba fuera de peligro. De pronto experimentó una sensación de alegría y le acometió el deseo de trasladarse lo más rápidamente posible a casa de Catalina Ivanovna. Desde luego, era ya demasiado tarde para ir al entierro, pero llegaría a tiempo para la comida y vería a Sonia.
Volvió a detenerse para reflexionar y esbozó una sonrisa dolorosa.
‑Hoy, hoy ‑murmuró‑. Hoy mismo. Es necesario...
Ya se disponía a abrir la puerta, cuando ésta se abrió sin que él la tocase. Se estremeció y retrocedió rápidamente. La puerta se fue abriendo poco a poco, sin ruido, y de súbito apareció la figura del personaje del día anterior, del hombre que parecía haber surgido de la tierra.
El desconocido se detuvo en el umbral, miró en silencio a Raskolnikof y dio un paso hacia el interior del aposento.
Vestía exactamente igual que la víspera, pero su semblante y la expresión de su mirada habían cambiado. Parecía profundamente apenado. Tras unos segundos de silencio, lanzó un suspiro. Sólo le faltaba llevarse la mano a la mejilla y volver la cabeza para parecer una pobre mujer desolada.
‑¿Qué desea usted? ‑preguntó Raskolnikof, paralizado de espanto.
El recién llegado no contestó. De pronto hizo una reverencia tan profunda, que su mano derecha tocó el suelo.
‑¿Qué hace usted? ‑exclamó Raskolnikof.
‑Me siento culpable ‑dijo el desconocido en voz baja.
‑¿De qué?
‑De pensar mal.
Cruzaron una mirada.
‑Yo no estaba tranquilo... Cuando llegó usted, el otro día, seguramente embriagado, y dijo a los porteros que lo llevaran a la comisaría, después de haber interrogado a los pintores sobre las manchas de sangre, me contrarió que no le hicieran caso por creer que estaba usted bebido. Esto me atormentó de tal modo, que no pude dormir. Y como me acordaba de su dirección, decidimos venir ayer a preguntar...
‑¿Quién vino? ‑le interrumpió Raskolnikof, que empezaba a comprender.
‑Yo. Por lo tanto, soy yo el que le insultó.
‑Entonces, ¿vive usted en aquella casa?
‑Sí, y estaba en el portal con otras personas. ¿No se acuerda? Hace ya mucho tiempo que vivo y trabajo en aquella casa. Tengo el oficio de peletero. Lo que más me inquieta es...
Raskolnikof se acordó de súbito de toda la escena de la antevíspera. Efectivamente, en el portal, además de los porteros, había varias personas, hombres y mujeres. Uno de los hombres había dicho que debían llevarle a la comisaría. No recordaba cómo era el que había manifestado este parecer ‑ni siquiera ahora podía reconocerle‑, pero estaba seguro de haberse vuelto hacia él y haber respondido algo...
Se había aclarado el inquietante misterio del día anterior. Y lo más notable era que había estado a punto de perderse por un hecho tan insignificante. Aquel hombre únicamente podía haber revelado que él, Raskolnikof, había ido allí para alquilar una habitación y hecho ciertas preguntas sobre las manchas de sangre. Por consiguiente, esto era todo lo que Porfirio Petrovitch podía saber; es decir, que tenía conocimiento de su acceso de delirio, pero de nada más, a pesar de su «arma psicológica de dos filos». En resumidas cuentas, que no sabía nada positivo. De modo que, si no surgían nuevos hechos (y no debían surgir), ¿qué le podían hacer? Aunque llegaran a detenerle, ¿cómo podrían confundirle? Otra cosa que podía deducirse era que Porfirio acababa de enterarse de su visita a la vivienda de las víctimas. Antes de ver al peletero no sabía nada.
‑¿Ha sido usted el que le ha contado hoy a Porfirio mi visita a aquella casa? ‑preguntó, obedeciendo a una idea repentina.
‑¿Quién es Porfirio?
‑El juez de instrucción.
‑Sí, yo he sido. Como los porteros no fueron, he ido yo.
‑¿Hoy?
‑He llegado un momento antes que usted y lo he oído todo: sé cómo le han torturado.
‑¿Dónde estaba usted?
‑En la vivienda del juez, detrás de la puerta interior del despacho. Allí he estado durante toda la escena.
‑Entonces, ¿era usted la sorpresa? Cuéntemelo todo. ¿Por qué estaba usted escondido allí?
‑Pues verá ‑dijo el peletero‑. En vista de que los porteros no querían ir a dar parte a la policía, con el pretexto de que era tarde y les pondrían de vuelta y media por haber ido a molestarlos a hora tan intempestiva, me indigné de tal modo, que no pude dormir, y ayer empecé a informarme acerca de usted. Hoy, ya debidamente informado, he ido a ver al juez de instrucción. La primera vez que he preguntado por él, estaba ausente. He vuelto una hora después y no me ha recibido. Al fin, a la tercera vez, me han hecho pasar a su despacho. Se lo he contado todo exactamente como ocurrió. Mientras me escuchaba, Porfirio Petrovitch iba y venía apresuradamente por el despacho, golpeándose el pecho con el puño. «¡Qué cosas he de hacer por vuestra culpa, cretinos! ‑exclamó‑. Si hubiera sabido esto antes, lo habría hecho detener.» En seguida salió precipitadamente del despacho, llamó a alguien y se puso a hablar con él en un rincón. Después volvió a mi lado y de nuevo empezó a hacerme preguntas y a insultarme. Mientras él me dirigía reproche tras reproche, yo se lo he contado todo. Le he dicho que usted se había callado cuando yo le acusé de asesino y que no me reconoció. Él ha vuelto a sus idas y venidas precipitadas y a darse golpes en el pecho, y cuando le han anunciado a usted, ha venido hacia mí y me ha dicho: «Pasa detrás de esa puerta y, oigas lo que oigas, no te muevas de ahí.» Me ha traído una silla, me ha encerrado y me ha advertido: «Tal vez te llame.» Pero cuando ha llegado Nicolás y le ha despedido a usted, en seguida me ha dicho a mí que me marchase, advirtiéndome que tal vez me llamaría para interrogarme de nuevo.
‑¿Ha interrogado a Nicolás delante de ti?
‑Me ha hecho salir inmediatamente después de usted, y sólo entonces ha empezado a interrogar a Nicolás.
El visitante se inclinó otra vez hasta tocar el suelo.
‑Perdone mi denuncia y mi malicia.
‑Que Dios lo perdone ‑dijo Raskolnikof.
El visitante se volvió a inclinar; aunque ya no tan profundamente, y se fue a paso lento.
«Ya no hay más que pruebas de doble sentido», se dijo Raskolnikof, y salió de su habitación reconfortado.
«Ahora, a continuar la lucha» se dijo con una agria sonrisa mientras bajaba la escalera. Se detestaba a sí mismo y se sentía humillado por su pusilanimidad.
‑¿Verdad que sí? Bueno, hasta que tenga el gusto de volverle a ver.
Raskolnikof volvió inmediatamente a su casa. Estaba tan sorprendido, tan desconcertado ante todo lo que acababa de suceder, que, apenas llegó a su habitación, se dejó caer en el diván y estuvo un cuarto de hora tratando de serenarse y de recobrar la lucidez. No intentó explicarse la conducta de Nicolás: estaba demasiado confundido para ello. Comprendía que aquella confesión encerraba un misterio que él no conseguiría descifrar, por lo menos en aquellos momentos. Sin embargo, esta declaración era una realidad cuyas consecuencias veía claramente. No cabía duda de que aquella mentira acabaría por descubrirse, y entonces volverían a pensar en él. Mas, entre tanto, estaba en libertad y debía tomar sus precauciones ante el peligro que juzgaba inminente.
Pero ¿hasta qué punto estaba en peligro? La situación empezaba a aclararse. No pudo evitar un estremecimiento de inquietud al recordar la escena que se había desarrollado entre Porfirio y él. Claro que no podía prever las intenciones del juez de instrucción ni adivinar sus pensamientos, pero lo que había sacado en claro le permitía comprender el peligro que había corrido. Poco le había faltado para perderse irremisiblemente. El temible magistrado, que conocía la irritabilidad de su carácter enfermizo, se había lanzado a fondo, demasiado audazmente tal vez, pero casi sin riesgo. Sin duda, él, Raskolnikof, se había comprometido desde el primer momento, pero las imprudencias cometidas no constituían pruebas contra él, y toda su conducta tenía un valor muy relativo.
Pero ¿no se equivocaría en sus juicios? ¿Qué fin perseguía el juez de instrucción? ¿Sería verdad que le había preparado una sorpresa? ¿En qué consistiría? ¿Cómo habría terminado su entrevista con Porfirio si no se hubiese producido la espectacular aparición de Nicolás?
Porfirio no había disimulado su juego; táctica arriesgada, pero cuyo riesgo había decidido correr. Raskolnikof no dejaba de pensar en ello. Si el juez hubiera tenido otros triunfos, se los habría enseñado igualmente. ¿Qué sería aquella sorpresa que le reservaba? ¿Una simple burla o algo que tenía su significado? ¿Constituiría una prueba? ¿Contendría, por lo menos, alguna acusación...? ¿El desconocido del día anterior? ¿Cómo se explicaba que hubiera desaparecido de aquel modo? ¿Dónde estaría? Si Porfirio tenía alguna prueba, debía de estar relacionada con aquel hombre misterioso.
Raskolnikof estaba sentado en el diván, con los codos apoyados en las rodillas y la cara en las manos. Un temblor nervioso seguía agitando todo su cuerpo. Al fin se levantó, cogió la gorra, se detuvo un momento para reflexionar y se dirigió a la puerta.
Consideraba que, por lo menos durante todo aquel día, estaba fuera de peligro. De pronto experimentó una sensación de alegría y le acometió el deseo de trasladarse lo más rápidamente posible a casa de Catalina Ivanovna. Desde luego, era ya demasiado tarde para ir al entierro, pero llegaría a tiempo para la comida y vería a Sonia.
Volvió a detenerse para reflexionar y esbozó una sonrisa dolorosa.
‑Hoy, hoy ‑murmuró‑. Hoy mismo. Es necesario...
Ya se disponía a abrir la puerta, cuando ésta se abrió sin que él la tocase. Se estremeció y retrocedió rápidamente. La puerta se fue abriendo poco a poco, sin ruido, y de súbito apareció la figura del personaje del día anterior, del hombre que parecía haber surgido de la tierra.
El desconocido se detuvo en el umbral, miró en silencio a Raskolnikof y dio un paso hacia el interior del aposento.
Vestía exactamente igual que la víspera, pero su semblante y la expresión de su mirada habían cambiado. Parecía profundamente apenado. Tras unos segundos de silencio, lanzó un suspiro. Sólo le faltaba llevarse la mano a la mejilla y volver la cabeza para parecer una pobre mujer desolada.
‑¿Qué desea usted? ‑preguntó Raskolnikof, paralizado de espanto.
El recién llegado no contestó. De pronto hizo una reverencia tan profunda, que su mano derecha tocó el suelo.
‑¿Qué hace usted? ‑exclamó Raskolnikof.
‑Me siento culpable ‑dijo el desconocido en voz baja.
‑¿De qué?
‑De pensar mal.
Cruzaron una mirada.
‑Yo no estaba tranquilo... Cuando llegó usted, el otro día, seguramente embriagado, y dijo a los porteros que lo llevaran a la comisaría, después de haber interrogado a los pintores sobre las manchas de sangre, me contrarió que no le hicieran caso por creer que estaba usted bebido. Esto me atormentó de tal modo, que no pude dormir. Y como me acordaba de su dirección, decidimos venir ayer a preguntar...
‑¿Quién vino? ‑le interrumpió Raskolnikof, que empezaba a comprender.
‑Yo. Por lo tanto, soy yo el que le insultó.
‑Entonces, ¿vive usted en aquella casa?
‑Sí, y estaba en el portal con otras personas. ¿No se acuerda? Hace ya mucho tiempo que vivo y trabajo en aquella casa. Tengo el oficio de peletero. Lo que más me inquieta es...
Raskolnikof se acordó de súbito de toda la escena de la antevíspera. Efectivamente, en el portal, además de los porteros, había varias personas, hombres y mujeres. Uno de los hombres había dicho que debían llevarle a la comisaría. No recordaba cómo era el que había manifestado este parecer ‑ni siquiera ahora podía reconocerle‑, pero estaba seguro de haberse vuelto hacia él y haber respondido algo...
Se había aclarado el inquietante misterio del día anterior. Y lo más notable era que había estado a punto de perderse por un hecho tan insignificante. Aquel hombre únicamente podía haber revelado que él, Raskolnikof, había ido allí para alquilar una habitación y hecho ciertas preguntas sobre las manchas de sangre. Por consiguiente, esto era todo lo que Porfirio Petrovitch podía saber; es decir, que tenía conocimiento de su acceso de delirio, pero de nada más, a pesar de su «arma psicológica de dos filos». En resumidas cuentas, que no sabía nada positivo. De modo que, si no surgían nuevos hechos (y no debían surgir), ¿qué le podían hacer? Aunque llegaran a detenerle, ¿cómo podrían confundirle? Otra cosa que podía deducirse era que Porfirio acababa de enterarse de su visita a la vivienda de las víctimas. Antes de ver al peletero no sabía nada.
‑¿Ha sido usted el que le ha contado hoy a Porfirio mi visita a aquella casa? ‑preguntó, obedeciendo a una idea repentina.
‑¿Quién es Porfirio?
‑El juez de instrucción.
‑Sí, yo he sido. Como los porteros no fueron, he ido yo.
‑¿Hoy?
‑He llegado un momento antes que usted y lo he oído todo: sé cómo le han torturado.
‑¿Dónde estaba usted?
‑En la vivienda del juez, detrás de la puerta interior del despacho. Allí he estado durante toda la escena.
‑Entonces, ¿era usted la sorpresa? Cuéntemelo todo. ¿Por qué estaba usted escondido allí?
‑Pues verá ‑dijo el peletero‑. En vista de que los porteros no querían ir a dar parte a la policía, con el pretexto de que era tarde y les pondrían de vuelta y media por haber ido a molestarlos a hora tan intempestiva, me indigné de tal modo, que no pude dormir, y ayer empecé a informarme acerca de usted. Hoy, ya debidamente informado, he ido a ver al juez de instrucción. La primera vez que he preguntado por él, estaba ausente. He vuelto una hora después y no me ha recibido. Al fin, a la tercera vez, me han hecho pasar a su despacho. Se lo he contado todo exactamente como ocurrió. Mientras me escuchaba, Porfirio Petrovitch iba y venía apresuradamente por el despacho, golpeándose el pecho con el puño. «¡Qué cosas he de hacer por vuestra culpa, cretinos! ‑exclamó‑. Si hubiera sabido esto antes, lo habría hecho detener.» En seguida salió precipitadamente del despacho, llamó a alguien y se puso a hablar con él en un rincón. Después volvió a mi lado y de nuevo empezó a hacerme preguntas y a insultarme. Mientras él me dirigía reproche tras reproche, yo se lo he contado todo. Le he dicho que usted se había callado cuando yo le acusé de asesino y que no me reconoció. Él ha vuelto a sus idas y venidas precipitadas y a darse golpes en el pecho, y cuando le han anunciado a usted, ha venido hacia mí y me ha dicho: «Pasa detrás de esa puerta y, oigas lo que oigas, no te muevas de ahí.» Me ha traído una silla, me ha encerrado y me ha advertido: «Tal vez te llame.» Pero cuando ha llegado Nicolás y le ha despedido a usted, en seguida me ha dicho a mí que me marchase, advirtiéndome que tal vez me llamaría para interrogarme de nuevo.
‑¿Ha interrogado a Nicolás delante de ti?
‑Me ha hecho salir inmediatamente después de usted, y sólo entonces ha empezado a interrogar a Nicolás.
El visitante se inclinó otra vez hasta tocar el suelo.
‑Perdone mi denuncia y mi malicia.
‑Que Dios lo perdone ‑dijo Raskolnikof.
El visitante se volvió a inclinar; aunque ya no tan profundamente, y se fue a paso lento.
«Ya no hay más que pruebas de doble sentido», se dijo Raskolnikof, y salió de su habitación reconfortado.
«Ahora, a continuar la lucha» se dijo con una agria sonrisa mientras bajaba la escalera. Se detestaba a sí mismo y se sentía humillado por su pusilanimidad.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
Crimen y castigo
Quinta Parte: Capítulo I
Al día siguiente de la noche fatal en que había roto con Dunia y Pulqueria Alejandrovna, Piotr Petrovitch se despertó de buena mañana. Sus pensamientos se habían aclarado, y hubo de reconocer, muy a pesar suyo, que lo ocurrido la víspera, hecho que le había parecido fantástico y casi imposible entonces, era completamente real e irremediable. La negra serpiente del amor propio herido no había cesado de roerle el corazón en toda la noche. Lo primero que hizo al saltar de la cama fue ir a mirarse al espejo: temía haber sufrido un derrame de bilis.
Afortunadamente, no se había producido tal derrame. Al ver su rostro blanco, de persona distinguida, y un tanto carnoso, se consoló momentáneamente y tuvo el convencimiento de que no le sería difícil reemplazar a Dunia incluso con ventaja; pero pronto volvió a ver las cosas tal como eran, y entonces lanzó un fuerte salivazo, lo que arrancó una sonrisa de burla a su joven amigo y compañero de habitación Andrés Simonovitch Lebeziatnikof. Piotr Petrovitch, que había advertido esta sonrisa, la anotó en el debe, ya bastante cargado desde hacía algún tiempo, de Andrés Simonovitch.
Su cólera aumentó, y se dijo que no debió haber confiado a su compañero de hospedaje el resultado de su entrevista de la noche anterior. Era la segunda torpeza que su irritación y la necesidad de expansionarse le habían llevado a cometer. Para colmo de desdichas, el infortunio le persiguió durante toda la mañana. En el Senado tuvo un fracaso al debatirse su asunto. Un último incidente colmó su mal humor. El propietario del departamento que había alquilado con miras a su próximo matrimonio, departamento que había hecho reparar a costa suya, se negó en redondo a rescindir el contrato. Este hombre era extranjero, un obrero alemán enriquecido, y reclamaba el pago de los alquileres estipulados en el contrato de arrendamiento, a pesar de que Piotr Petrovitch le devolvía la vivienda tan remozada que parecía nueva. Además, el mueblista pretendía quedarse hasta el último rublo de la cantidad anticipada por unos muebles que Piotr Petrovitch no había recibido todavía.
«¡No voy a casarme sólo por tener los muebles!», exclamó para sí mientras rechinaba los dientes. Pero, al mismo tiempo, una última esperanza, una loca ilusión, pasó por su pensamiento. «¿Es verdaderamente irremediable el mal? ¿No podría intentarse algo todavía?» El seductor recuerdo de Dunetchka le atravesó el corazón como una aguja, y si en aquel momento hubiera bastado un simple deseo para matar a Raskolnikof, no cabe duda de que Piotr Petrovitch lo habría expresado.
«Otro error mío ha sido no darles dinero ‑siguió pensando mientras regresaba, cabizbajo, al rincón de Lebeziatnikof‑. ¿Por qué demonio habré sido tan judío? Mis cálculos han fallado por completo. Yo creía que, dejándolas momentáneamente en la miseria, las preparaba para que luego vieran en mí a la providencia en persona. Y se me han escapado de las manos... Si les hubiera dado..., ¿qué diré yo?, unos mil quinientos rublos para el ajuar, para comprar esas telas y esos menudos objetos, esas bagatelas, en fin, que se venden en el bazar inglés, me habría conducido con más habilidad y el negocio me habría ido mejor. Ellas no me habrían soltado tan fácilmente. Por su manera de ser, después de la ruptura se habrían creído obligadas a devolverme el dinero recibido, y esto no les habría sido ni grato ni fácil. Además, habría entrado en juego su conciencia. Se habrían dicho que cómo podían romper con un hombre que se había mostrado tan generoso y delicado con ellas. En fin, que he cometido una verdadera pifia.»
Y Piotr Petrovitch, con un nuevo rechinar de dientes, se llamó imbécil a sí mismo.
Después de llegar a esta conclusión, volvió a su alojamiento más irritado y furioso que cuando había salido. Sin embargo, al punto despertó su curiosidad el bullicio que llegaba de las habitaciones de Catalina Ivanovna, donde se estaba preparando la comida de funerales. El día anterior había oído decir algo de esta ceremonia. Incluso se acordó de que le habían invitado, aunque sus muchas preocupaciones le habían impedido prestar atención.
Se apresuró a informarse de todo, preguntando a la señora Lipevechsel, que, por hallarse ausente Catalina Ivanovna (estaba en el cementerio), se cuidaba de todo y correteaba en torno a la mesa, ya preparada para la colación. Así se enteró Piotr Petrovitch de que la comida de funerales sería un acto solemne. Casi todos los inquilinos, incluso algunos que ni siquiera habían conocido al difunto, estaban invitados. Andrés Simonovitch Lebeziatnikof se sentaría a la mesa, no obstante su reciente disgusto con Catalina Ivanovna. A él, Piotr Petrovitch, se le esperaba como al huésped distinguido de la casa. Amalia Ivanovna había recibido una invitación en toda regla a pesar de sus diferencias con Catalina Ivanovna. Por eso ahora se preocupaba de la comida con visible satisfacción. Se había arreglado como para una gran solemnidad: aunque iba de luto, lucía orgullosamente un flamante vestido de seda.
Todos estos informes y detalles inspiraron a Piotr Petrovitch una idea que ocupaba su magín mientras regresaba a su habitación, mejor dicho, a la de Andrés Simonovitch Lebeziatnikof.
Andrés Simonovitch había pasado toda la mañana en su aposento, no sé por qué motivo. Entre éste y Piotr Petrovitch se habían establecido unas relaciones sumamente extrañas, pero fáciles de explicar. Piotr Petrovitch le odiaba, le despreciaba profundamente, casi desde el mismo día en que se había instalado en su habitación; pero, al mismo tiempo, le temía. No era únicamente la tacañería lo que le había llevado a hospedarse en aquella casa a su llegada a Petersburgo. Este motivo era el principal, pero no el único. Estando aún en su localidad provinciana, había oído hablar de Andrés Simonovitch, su antiguo pupilo, al que se consideraba como uno de los jóvenes progresistas más avanzados de la capital, e incluso como un miembro destacado de ciertos círculos, verdaderamente curiosos, que gozaban de extraordinaria reputación. Esto había impresionado a Piotr Petrovitch. Aquellos círculos todopoderosos que nada ignoraban, que despreciaban y desenmascaraban a todo el mundo, le infundían un vago terror. Claro que, al estar alejado de estos círculos, no podía formarse una idea exacta acerca de ellos. Había oído decir, como todo el mundo, que en Petersburgo había progresistas, nihilistas y toda suerte de enderezadores de entuertos, pero, como la mayoría de la gente, exageraba el sentido de estas palabras del modo más absurdo. Lo que más le inquietaba desde hacía ya tiempo, lo que le llenaba de una intranquilidad exagerada y continua, eran las indagaciones que realizaban tales partidos. Sólo por esta razón había estado mucho tiempo sin decidirse a elegir Petersburgo como centro de sus actividades.
Estas sociedades le inspiraban un terror que podía calificarse de infantil. Varios años atrás, cuando comenzaba su carrera en su provincia, había visto a los revolucionarios desenmascarar a dos altos funcionarios con cuya protección contaba. Uno de estos casos terminó del modo más escandaloso en contra del denunciado; el otro había tenido también un final sumamente enojoso. De aquí que Piotr Petrovitch, apenas llegado a Petersburgo, procurase enterarse de las actividades de tales asociaciones: así, en caso de necesidad, podría presentarse como simpatizante y asegurarse la aprobación de las nuevas generaciones. Para esto había contado con Andrés Simonovitch, y que se había adaptado rápidamente al lenguaje de los reformadores lo demostraba su visita a Raskolnikof.
Pero en seguida se dio cuenta de que Andrés Simonovitch no era sino un pobre hombre, una verdadera mediocridad. No obstante, ello no alteró sus convicciones ni bastó para tranquilizarle. Aunque todos los progresistas hubieran sido igualmente estúpidos, su inquietud no se habría calmado.
Aquellas doctrinas, aquellas ideas, aquellos sistemas (con los que Andrés Simonovitch le llenaba la cabeza) no le impresionaban demasiado. Sólo deseaba poder seguir el plan que se había trazado, y, en consecuencia, únicamente le interesaba saber cómo se producían los escándalos citados anteriormente y si los hombres que los provocaban eran verdaderamente todopoderosos. En otras palabras, ¿tendría motivos para inquietarse si se le denunciaba cuando emprendiera algún negocio? ¿Por qué actividades se le podía denunciar? ¿Quiénes eran los que atraían la atención de semejantes inspectores? Y, sobre todo, ¿podría llegar a un acuerdo con tales investigadores, comprometiéndolos, al mismo tiempo, en sus asuntos, si eran en verdad tan temibles? ¿Sería prudente intentarlo? ¿No se les podría incluso utilizar para llevar a cabo los propios proyectos? Piotr Petrovitch se habría podido hacer otras muchas preguntas como éstas...
Andrés Simonovitch era un hombrecillo enclenque, escrofuloso, que pertenecía al cuerpo de funcionarios y trabajaba en una oficina pública. Su cabello era de un rubio casi blanco y lucía unas pobladas patillas de las que se sentía sumamente orgulloso. Casi siempre tenía los ojos enfermos. En el fondo, era una buena persona, pero su lenguaje, de una presunción que rayaba en la pedantería, contrastaba grotescamente con su esmirriada figura. Se le consideraba como uno de los inquilinos más distinguidos de Amalia Ivanovna, ya que no se embriagaba y pagaba puntualmente el alquiler.
Pese a todas estas cualidades, Andrés Simonovitch era bastante necio. Su afiliación al partido progresista obedeció a un impulso irreflexivo. Era uno de esos innumerables pobres hombres, de esos testarudos ignorantes que se apasionan por cualquier tendencia de moda, para envilecerla y desacreditarla en seguida. Estos individuos ponen en ridículo todas las causas, aunque a veces se entregan a ellas con la mayor sinceridad.
Digamos además que Lebeziatnikof, a pesar de su buen carácter, empezaba también a no poder soportar a su huésped y antiguo tutor Piotr Petrovitch: la antipatía había surgido espontánea y recíprocamente por ambas partes. Por poco perspicaz que fuera, Andrés Simonovitch se había dado cuenta de que Piotr Petrovitch no era sincero con él y le despreciaba secretamente; en una palabra, que tenía ante sí a un hombre distinto del que Lujine aparentaba ser. Había intentado exponerle el sistema de Fourier y la teoría de Darwin, pero Piotr Petrovitch le escuchaba con un gesto sarcástico desde hacía algún tiempo, y últimamente incluso le respondía con expresiones insultantes. En resumen, que Lujine se había dado cuenta de que Andrés Simonovitch era, además de un imbécil, un charlatán que no tenía la menor influencia en el partido. Sólo sabía las cosas por conductos sumamente indirectos, e incluso en su misión especial, la de la propaganda, no estaba muy seguro, pues solía armarse verdaderos enredos en sus explicaciones. Por consiguiente, no era de temer como investigador al servicio del partido.
Digamos de paso que Piotr Petrovitch, al instalarse en casa de Lebeziatnikof, sobre todo en los primeros días, aceptaba de buen grado los cumplimientos, verdaderamente extraños, de su patrón, o, por lo menos, no protestaba cuando Andrés Simonovitch le consideraba dispuesto a favorecer el establecimiento de una nueva commune en la calle de los Bourgeois, o a consentir que Dunetchka tuviera un amante al mes de casarse con ella, o a comprometerse a no bautizar a sus hijos. Le halagaban de tal modo las alabanzas, fuera cual fuere su condición, que no rechazaba estos cumplimientos.
Aquella mañana había negociado varios títulos y, sentado a la mesa, contaba los fajos de billetes que acababa de recibir. Andrés Simonovitch, que casi siempre andaba escaso de dinero, se paseaba por la habitación, fingiendo mirar aquellos papeles con una indiferencia rayana en el desdén. Desde luego, Piotr Petrovitch no admitía en modo alguno la sinceridad de esta indiferencia, y Lebeziatnikof, además de comprender esta actitud de Lujine se decía, no sin amargura, que aun se complacía en mostrarle su dinero para mortificarle, hacerle sentir su insignificancia y recordarle la distancia que los bienes de fortuna establecían entre ambos.
Andrés Simonovitch advirtió que aquella mañana su huésped apenas le prestaba atención, a pesar de que él había empezado a hablarle de su tema favorito: el establecimiento de una nueva commune.
Las objeciones y las lacónicas réplicas que lanzaba de vez en cuando Lujine sin interrumpir sus cuentas parecían impregnadas de una consciente ironía que se confundía con la falta de educación. Pero Andrés Simonovitch atribuía estas muestras de mal humor al disgusto que le había causado su ruptura con Dunetchka, tema que ardía en deseos de abordar. Consideraba que podía exponer sobre esta cuestión puntos de vista progresistas que consolarían a su respetable amigo y prepararían el terreno para su posterior filiación al partido.
‑¿Sabe usted algo de la comida de funerales que da esa viuda vecina nuestra? ‑preguntó Piotr Petrovitch, interrumpiendo a Lebeziatnikof en el punto más interesante de sus explicaciones.
‑Pero ¿no se acuerda de que le hablé de esto ayer y le di mi opinión sobre tales ceremonias...? Además, la viuda le ha invitado a usted. Incluso habló usted con ella ayer.
‑Es increíble que esa imbécil se haya gastado en una comida de funerales todo el dinero que le dio ese otro idiota: Raskolnikof. Me he quedado estupefacto al ver hace un rato, al pasar, esos preparativos, esas bebidas... Ha invitado a varias personas. El diablo sabrá por qué lo hace.
Piotr Petrovitch parecía haber abordado este asunto con una intención secreta. De pronto levantó la cabeza y exclamó:
‑¡Cómo! ¿Dice que me ha invitado también a mí? ¿Cuándo? No recuerdo... No pienso ir... ¿Qué papel haría yo en esa casa? Yo sólo crucé unas palabras con esa mujer para decirle que, como viuda pobre de un
Quinta Parte: Capítulo I
Al día siguiente de la noche fatal en que había roto con Dunia y Pulqueria Alejandrovna, Piotr Petrovitch se despertó de buena mañana. Sus pensamientos se habían aclarado, y hubo de reconocer, muy a pesar suyo, que lo ocurrido la víspera, hecho que le había parecido fantástico y casi imposible entonces, era completamente real e irremediable. La negra serpiente del amor propio herido no había cesado de roerle el corazón en toda la noche. Lo primero que hizo al saltar de la cama fue ir a mirarse al espejo: temía haber sufrido un derrame de bilis.
Afortunadamente, no se había producido tal derrame. Al ver su rostro blanco, de persona distinguida, y un tanto carnoso, se consoló momentáneamente y tuvo el convencimiento de que no le sería difícil reemplazar a Dunia incluso con ventaja; pero pronto volvió a ver las cosas tal como eran, y entonces lanzó un fuerte salivazo, lo que arrancó una sonrisa de burla a su joven amigo y compañero de habitación Andrés Simonovitch Lebeziatnikof. Piotr Petrovitch, que había advertido esta sonrisa, la anotó en el debe, ya bastante cargado desde hacía algún tiempo, de Andrés Simonovitch.
Su cólera aumentó, y se dijo que no debió haber confiado a su compañero de hospedaje el resultado de su entrevista de la noche anterior. Era la segunda torpeza que su irritación y la necesidad de expansionarse le habían llevado a cometer. Para colmo de desdichas, el infortunio le persiguió durante toda la mañana. En el Senado tuvo un fracaso al debatirse su asunto. Un último incidente colmó su mal humor. El propietario del departamento que había alquilado con miras a su próximo matrimonio, departamento que había hecho reparar a costa suya, se negó en redondo a rescindir el contrato. Este hombre era extranjero, un obrero alemán enriquecido, y reclamaba el pago de los alquileres estipulados en el contrato de arrendamiento, a pesar de que Piotr Petrovitch le devolvía la vivienda tan remozada que parecía nueva. Además, el mueblista pretendía quedarse hasta el último rublo de la cantidad anticipada por unos muebles que Piotr Petrovitch no había recibido todavía.
«¡No voy a casarme sólo por tener los muebles!», exclamó para sí mientras rechinaba los dientes. Pero, al mismo tiempo, una última esperanza, una loca ilusión, pasó por su pensamiento. «¿Es verdaderamente irremediable el mal? ¿No podría intentarse algo todavía?» El seductor recuerdo de Dunetchka le atravesó el corazón como una aguja, y si en aquel momento hubiera bastado un simple deseo para matar a Raskolnikof, no cabe duda de que Piotr Petrovitch lo habría expresado.
«Otro error mío ha sido no darles dinero ‑siguió pensando mientras regresaba, cabizbajo, al rincón de Lebeziatnikof‑. ¿Por qué demonio habré sido tan judío? Mis cálculos han fallado por completo. Yo creía que, dejándolas momentáneamente en la miseria, las preparaba para que luego vieran en mí a la providencia en persona. Y se me han escapado de las manos... Si les hubiera dado..., ¿qué diré yo?, unos mil quinientos rublos para el ajuar, para comprar esas telas y esos menudos objetos, esas bagatelas, en fin, que se venden en el bazar inglés, me habría conducido con más habilidad y el negocio me habría ido mejor. Ellas no me habrían soltado tan fácilmente. Por su manera de ser, después de la ruptura se habrían creído obligadas a devolverme el dinero recibido, y esto no les habría sido ni grato ni fácil. Además, habría entrado en juego su conciencia. Se habrían dicho que cómo podían romper con un hombre que se había mostrado tan generoso y delicado con ellas. En fin, que he cometido una verdadera pifia.»
Y Piotr Petrovitch, con un nuevo rechinar de dientes, se llamó imbécil a sí mismo.
Después de llegar a esta conclusión, volvió a su alojamiento más irritado y furioso que cuando había salido. Sin embargo, al punto despertó su curiosidad el bullicio que llegaba de las habitaciones de Catalina Ivanovna, donde se estaba preparando la comida de funerales. El día anterior había oído decir algo de esta ceremonia. Incluso se acordó de que le habían invitado, aunque sus muchas preocupaciones le habían impedido prestar atención.
Se apresuró a informarse de todo, preguntando a la señora Lipevechsel, que, por hallarse ausente Catalina Ivanovna (estaba en el cementerio), se cuidaba de todo y correteaba en torno a la mesa, ya preparada para la colación. Así se enteró Piotr Petrovitch de que la comida de funerales sería un acto solemne. Casi todos los inquilinos, incluso algunos que ni siquiera habían conocido al difunto, estaban invitados. Andrés Simonovitch Lebeziatnikof se sentaría a la mesa, no obstante su reciente disgusto con Catalina Ivanovna. A él, Piotr Petrovitch, se le esperaba como al huésped distinguido de la casa. Amalia Ivanovna había recibido una invitación en toda regla a pesar de sus diferencias con Catalina Ivanovna. Por eso ahora se preocupaba de la comida con visible satisfacción. Se había arreglado como para una gran solemnidad: aunque iba de luto, lucía orgullosamente un flamante vestido de seda.
Todos estos informes y detalles inspiraron a Piotr Petrovitch una idea que ocupaba su magín mientras regresaba a su habitación, mejor dicho, a la de Andrés Simonovitch Lebeziatnikof.
Andrés Simonovitch había pasado toda la mañana en su aposento, no sé por qué motivo. Entre éste y Piotr Petrovitch se habían establecido unas relaciones sumamente extrañas, pero fáciles de explicar. Piotr Petrovitch le odiaba, le despreciaba profundamente, casi desde el mismo día en que se había instalado en su habitación; pero, al mismo tiempo, le temía. No era únicamente la tacañería lo que le había llevado a hospedarse en aquella casa a su llegada a Petersburgo. Este motivo era el principal, pero no el único. Estando aún en su localidad provinciana, había oído hablar de Andrés Simonovitch, su antiguo pupilo, al que se consideraba como uno de los jóvenes progresistas más avanzados de la capital, e incluso como un miembro destacado de ciertos círculos, verdaderamente curiosos, que gozaban de extraordinaria reputación. Esto había impresionado a Piotr Petrovitch. Aquellos círculos todopoderosos que nada ignoraban, que despreciaban y desenmascaraban a todo el mundo, le infundían un vago terror. Claro que, al estar alejado de estos círculos, no podía formarse una idea exacta acerca de ellos. Había oído decir, como todo el mundo, que en Petersburgo había progresistas, nihilistas y toda suerte de enderezadores de entuertos, pero, como la mayoría de la gente, exageraba el sentido de estas palabras del modo más absurdo. Lo que más le inquietaba desde hacía ya tiempo, lo que le llenaba de una intranquilidad exagerada y continua, eran las indagaciones que realizaban tales partidos. Sólo por esta razón había estado mucho tiempo sin decidirse a elegir Petersburgo como centro de sus actividades.
Estas sociedades le inspiraban un terror que podía calificarse de infantil. Varios años atrás, cuando comenzaba su carrera en su provincia, había visto a los revolucionarios desenmascarar a dos altos funcionarios con cuya protección contaba. Uno de estos casos terminó del modo más escandaloso en contra del denunciado; el otro había tenido también un final sumamente enojoso. De aquí que Piotr Petrovitch, apenas llegado a Petersburgo, procurase enterarse de las actividades de tales asociaciones: así, en caso de necesidad, podría presentarse como simpatizante y asegurarse la aprobación de las nuevas generaciones. Para esto había contado con Andrés Simonovitch, y que se había adaptado rápidamente al lenguaje de los reformadores lo demostraba su visita a Raskolnikof.
Pero en seguida se dio cuenta de que Andrés Simonovitch no era sino un pobre hombre, una verdadera mediocridad. No obstante, ello no alteró sus convicciones ni bastó para tranquilizarle. Aunque todos los progresistas hubieran sido igualmente estúpidos, su inquietud no se habría calmado.
Aquellas doctrinas, aquellas ideas, aquellos sistemas (con los que Andrés Simonovitch le llenaba la cabeza) no le impresionaban demasiado. Sólo deseaba poder seguir el plan que se había trazado, y, en consecuencia, únicamente le interesaba saber cómo se producían los escándalos citados anteriormente y si los hombres que los provocaban eran verdaderamente todopoderosos. En otras palabras, ¿tendría motivos para inquietarse si se le denunciaba cuando emprendiera algún negocio? ¿Por qué actividades se le podía denunciar? ¿Quiénes eran los que atraían la atención de semejantes inspectores? Y, sobre todo, ¿podría llegar a un acuerdo con tales investigadores, comprometiéndolos, al mismo tiempo, en sus asuntos, si eran en verdad tan temibles? ¿Sería prudente intentarlo? ¿No se les podría incluso utilizar para llevar a cabo los propios proyectos? Piotr Petrovitch se habría podido hacer otras muchas preguntas como éstas...
Andrés Simonovitch era un hombrecillo enclenque, escrofuloso, que pertenecía al cuerpo de funcionarios y trabajaba en una oficina pública. Su cabello era de un rubio casi blanco y lucía unas pobladas patillas de las que se sentía sumamente orgulloso. Casi siempre tenía los ojos enfermos. En el fondo, era una buena persona, pero su lenguaje, de una presunción que rayaba en la pedantería, contrastaba grotescamente con su esmirriada figura. Se le consideraba como uno de los inquilinos más distinguidos de Amalia Ivanovna, ya que no se embriagaba y pagaba puntualmente el alquiler.
Pese a todas estas cualidades, Andrés Simonovitch era bastante necio. Su afiliación al partido progresista obedeció a un impulso irreflexivo. Era uno de esos innumerables pobres hombres, de esos testarudos ignorantes que se apasionan por cualquier tendencia de moda, para envilecerla y desacreditarla en seguida. Estos individuos ponen en ridículo todas las causas, aunque a veces se entregan a ellas con la mayor sinceridad.
Digamos además que Lebeziatnikof, a pesar de su buen carácter, empezaba también a no poder soportar a su huésped y antiguo tutor Piotr Petrovitch: la antipatía había surgido espontánea y recíprocamente por ambas partes. Por poco perspicaz que fuera, Andrés Simonovitch se había dado cuenta de que Piotr Petrovitch no era sincero con él y le despreciaba secretamente; en una palabra, que tenía ante sí a un hombre distinto del que Lujine aparentaba ser. Había intentado exponerle el sistema de Fourier y la teoría de Darwin, pero Piotr Petrovitch le escuchaba con un gesto sarcástico desde hacía algún tiempo, y últimamente incluso le respondía con expresiones insultantes. En resumen, que Lujine se había dado cuenta de que Andrés Simonovitch era, además de un imbécil, un charlatán que no tenía la menor influencia en el partido. Sólo sabía las cosas por conductos sumamente indirectos, e incluso en su misión especial, la de la propaganda, no estaba muy seguro, pues solía armarse verdaderos enredos en sus explicaciones. Por consiguiente, no era de temer como investigador al servicio del partido.
Digamos de paso que Piotr Petrovitch, al instalarse en casa de Lebeziatnikof, sobre todo en los primeros días, aceptaba de buen grado los cumplimientos, verdaderamente extraños, de su patrón, o, por lo menos, no protestaba cuando Andrés Simonovitch le consideraba dispuesto a favorecer el establecimiento de una nueva commune en la calle de los Bourgeois, o a consentir que Dunetchka tuviera un amante al mes de casarse con ella, o a comprometerse a no bautizar a sus hijos. Le halagaban de tal modo las alabanzas, fuera cual fuere su condición, que no rechazaba estos cumplimientos.
Aquella mañana había negociado varios títulos y, sentado a la mesa, contaba los fajos de billetes que acababa de recibir. Andrés Simonovitch, que casi siempre andaba escaso de dinero, se paseaba por la habitación, fingiendo mirar aquellos papeles con una indiferencia rayana en el desdén. Desde luego, Piotr Petrovitch no admitía en modo alguno la sinceridad de esta indiferencia, y Lebeziatnikof, además de comprender esta actitud de Lujine se decía, no sin amargura, que aun se complacía en mostrarle su dinero para mortificarle, hacerle sentir su insignificancia y recordarle la distancia que los bienes de fortuna establecían entre ambos.
Andrés Simonovitch advirtió que aquella mañana su huésped apenas le prestaba atención, a pesar de que él había empezado a hablarle de su tema favorito: el establecimiento de una nueva commune.
Las objeciones y las lacónicas réplicas que lanzaba de vez en cuando Lujine sin interrumpir sus cuentas parecían impregnadas de una consciente ironía que se confundía con la falta de educación. Pero Andrés Simonovitch atribuía estas muestras de mal humor al disgusto que le había causado su ruptura con Dunetchka, tema que ardía en deseos de abordar. Consideraba que podía exponer sobre esta cuestión puntos de vista progresistas que consolarían a su respetable amigo y prepararían el terreno para su posterior filiación al partido.
‑¿Sabe usted algo de la comida de funerales que da esa viuda vecina nuestra? ‑preguntó Piotr Petrovitch, interrumpiendo a Lebeziatnikof en el punto más interesante de sus explicaciones.
‑Pero ¿no se acuerda de que le hablé de esto ayer y le di mi opinión sobre tales ceremonias...? Además, la viuda le ha invitado a usted. Incluso habló usted con ella ayer.
‑Es increíble que esa imbécil se haya gastado en una comida de funerales todo el dinero que le dio ese otro idiota: Raskolnikof. Me he quedado estupefacto al ver hace un rato, al pasar, esos preparativos, esas bebidas... Ha invitado a varias personas. El diablo sabrá por qué lo hace.
Piotr Petrovitch parecía haber abordado este asunto con una intención secreta. De pronto levantó la cabeza y exclamó:
‑¡Cómo! ¿Dice que me ha invitado también a mí? ¿Cuándo? No recuerdo... No pienso ir... ¿Qué papel haría yo en esa casa? Yo sólo crucé unas palabras con esa mujer para decirle que, como viuda pobre de un
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funcionario, podría obtener en concepto de socorro una cantidad equivalente a un año de sueldo del difunto. ¿Me habrá invitado por eso? ¡Je, je!
‑Yo tampoco pienso ir -dijo Lebeziatnikof.
‑Sería el colmo que fuera usted. Después de haber dado una paliza a esa señora, comprendo que no se atreva a ir a su casa.¡Je, je, je!
‑¿Qué yo le di una paliza? ¿Quién se lo ha dicho? ‑exclamó Lebeziatnikof, turbado y enrojeciendo.
‑Me lo contaron ayer: hace un mes o cosa así, usted golpeó a Catalina Ivanovna... ¡Así son sus convicciones! Usted dejó a un lado su feminismo por un momento. ¡Je, je, je!
Piotr Petrovitch, que parecía muy satisfecho después de lo que acababa de decir, volvió a sus cuentas.
‑Eso son estúpidas calumnias ‑replicó Andrés Simonovitch, que temía que este incidente se divulgara‑. Las cosas no ocurrieron así. ¡No, ni mucho menos! lo que le han contado es una verdadera calumnia. Yo no hice más que defenderme. Ella se arrojó sobre mí con las uñas preparadas. Casi me arranca una patilla... Yo considero que los hombres tenemos derecho a defendernos. Por otra parte, yo no toleraré jamás que se ejerza sobre mí la menor violencia... Esto es un principio... Lo contrario sería favorecer el despotismo. ¿Qué quería usted que hiciera: que me dejase golpear pasivamente? Yo me limité a rechazarla.
Lujine dejó escapar su risita sarcástica.
‑¡Je, je, je!
‑Usted quiere molestarme porque está de mal humor. Y dice usted cosas que no tienen nada que ver con la cuestión del feminismo. Usted no me ha comprendido. Yo me dije que si se considera a la mujer igual al hombre incluso en lo que concierne a la fuerza física (opinión que empieza a extenderse), la igualdad debía existir también en el campo de la contienda. Como es natural, después comprendí que no había lugar a plantear esta cuestión, ya que la sociedad futura estaría organizada de modo que las diferencias entre los seres humanos no existirían... Por lo tanto, es absurdo buscar la igualdad en lo que concierne a las riñas y a los golpes. Claro que no estoy ciego y veo que las querellas existen todavía..., pero, andando el tiempo no existirán, y si ahora existen... ¡Demonio! Uno pierde el hilo de sus ideas cuando habla con usted... Si no asisto a la comida de funerales no es por el incidente que estamos comentando, sino por principio, por no aprobar con mi presencia esa costumbre estúpida de celebrar la muerte con una comida... Cierto que habría podido acudir por diversión, para reírme... Y habría ido si hubiesen asistido popes; pero, por desgracia, no asisten.
‑Es decir, que usted aceptaría la hospitalidad que le ofrece una persona y se sentaría a su mesa para burlarse de ella y escupirle, por decirlo así, si no he entendido mal.
‑Nada de escupir. Se trata de una simple protesta. Yo procedo con vistas a una finalidad útil. Así puedo prestar una ayuda indirecta a la propaganda de las nuevas ideas y a la civilización, lo que representa un deber para todos. Y este deber tal vez se cumple mejor prescindiendo de los convencionalismos sociales. Puedo sembrar la idea, la buena semilla. De esta semilla germinarán hechos. ¿En qué ofendo a las personas con las que procedo así? Empezarán por sentirse heridas, pero después verán que les he prestado un servicio. He aquí un ejemplo: se ha reprochado a Terebieva, que ahora forma parte de la commune y que ha dejado a su familia para... entregarse libremente, que haya escrito una carta a sus padres diciéndoles claramente que no quería vivir ligada a los prejuicios y que iba a contraer una unión libre. Se dice que ha sido demasiado dura, que debía haber tenido piedad y haberse conducido con más diplomacia. Pues bien, a mí me parece que este modo de pensar es absurdo, que en este caso las fórmulas están de más y se impone una protesta clara y directa. Otro caso: Ventza ha vivido siete años con su marido y lo ha abandonado con sus dos hijos, enviándole una carta en la que le ha dicho francamente: «Me he dado cuenta de que no puedo ser feliz a tu lado. No te perdonaré jamás que me hayas engañado, ocultándome que hay otra organización social: la commune. Me ha informado de ello últimamente un hombre magnánimo, al que me he entregado y al que voy a seguir para fundar con él una commune. Te hablo así porque me parecería vergonzoso engañarte. Tú puedes hacer lo que quieras. No esperes que vuelva a tu lado: ya no es posible. Te deseo que seas muy feliz.» Así se han de escribir estas cartas.
‑Oiga: esa Terebieva, ¿no es aquella de la que usted me dijo que andaba por la tercera unión libre?
‑Bien mirado, sólo era la segunda. Pero aunque fuese la cuarta o la decimoquinta, esto tiene muy poca importancia. Ahora más que nunca siento haber perdido a mi padre y a mi madre. ¡Cuántas veces he soñado en mi protesta contra ellos! Ya me las habría arreglado para provocar la ocasión de decirles estas cosas. Estoy seguro de que les habría convencido. Los habría anonadado. Créame que siento no tener a nadie a quien...
‑Anonadar. ¡Je, je, je! En fin, dejemos esto. Oiga: ¿conoce usted a la hija del difunto, esa muchachita delgaducha? ¿Verdad que es cierto lo que se dice de ella?
‑¡He aquí un asunto interesante! A mi entender, es decir, según mis convicciones personales, la situación de esa joven es la más normal de la mujer. ¿Por qué no? Es decir, distinguons. En la sociedad actual, ese género de vida no es normal, desde luego, pues se adopta por motivos forzosos, pero lo será en la sociedad futura, donde se podrá elegir libremente. Por otra parte, ella tenía perfecto derecho a entregarse. Estaba en la miseria. ¿Por qué no había de disponer de lo que constituía su capital, por decirlo así? Naturalmente, en la sociedad futura, el capital no tendría razón de ser, pero el papel de la mujer galante tomará otra significación y será regulado de un modo racional. En lo que concierne a Sonia Simonovna, yo considero sus actos en el momento actual como una viva protesta, una protesta simbólica contra el estado de la sociedad presente. Por eso siento por ella especial estimación, tanto, que sólo de verla experimento una gran alegría.
‑Pues a mí me han dicho que usted la echó de la casa.
Lebeziatnikof montó en cólera.
‑¡Nueva calumnia! ‑bramó‑. Las cosas no ocurrieron así, ni mucho menos. ¡No, no, de ningún modo! Catalina Ivanovna lo ha contado todo como le ha parecido, porque no ha comprendido nada. Yo no he buscado nunca los favores de Sonia Simonovna. Yo procuré únicamente ilustrarla del modo más desinteresado, esforzándome en despertar en ella el espíritu de protesta... Esto era todo lo que yo deseaba. Ella misma se dio cuenta de que no podía permanecer aquí.
‑Supongo que la habrá invitado usted a formar parte de la commune.
‑Permítame que le diga que usted todo lo toma a broma y que ello me parece lamentable. Usted no comprende nada. La commune no admite ciertas situaciones personales; precisamente se ha fundado para suprimirlas. El papel de esa joven perderá su antigua significación dentro de la commune: lo que ahora nos parece una torpeza, entonces nos parecerá un acto inteligente, y lo que ahora se considera una corrupción, entonces será algo completamente natural. Todo depende del medio, del ambiente. El medio lo es todo, y el hombre nada. En cuanto a Sonia Simonovna, mis relaciones con ella no pueden ser mejores, lo que demuestra que esa joven no me ha considerado jamás como enemigo. Verdad es que yo me esfuerzo por atraerla a nuestra agrupación, pero con intenciones completamente distintas a las que usted supone... ¿De qué se ríe? Nosotros tenemos el propósito de establecer nuestra propia commune sobre bases más sólidas que las precedentes; nosotros vamos más lejos que nuestros predecesores. Rechazamos muchas cosas. Si Dobroliubof saliera de la tumba, discutiría con él. En cuanto a Bielinsky, remacharé el clavo que él ha clavado. Entre tanto, sigo educando a Sonia Simonovna. Tiene un natural hermoso.
‑Y usted se aprovecha de él, ¿no? ¡Je, je!
‑De ningún modo; todo lo contrario.
‑Dice que todo lo contrario. ¡Je, je! lo que es a usted, palabras no le faltan.
‑Pero ¿por qué no me cree? ¿Por qué razón he de engañarle, dígame? Le aseguro que..., y yo soy el primer sorprendido..., ella se muestra conmigo extremadamente, casi morbosamente púdica.
‑Y usted, naturalmente, sigue ilustrándola. ¡Je, je, je! Usted procura hacerle comprender que todos esos pudores son absurdos.¡Je, je, je!
‑¡De ningún modo, de ningún modo; se lo aseguro...! ¡Oh, qué sentido tan grosero y, perdóneme, tan estúpido da a la palabra «cultura»! Usted no comprende nada. ¡Qué poco avanzado está usted todavía, Dios mío! Nosotros deseamos la libertad de la mujer, y usted, usted sólo piensa en esas cosas... Dejando a un lado las cuestiones de la castidad y el pudor femeninos, que a mi entender son absurdos e inútiles, admito la reserva de esa joven para conmigo. Ella expresa de este modo su libertad de acción, que es el único derecho que puede ejercer. Desde luego, si ella viniera a decirme: «Te quiero», yo me sentiría muy feliz, pues esa muchacha me gusta mucho, pero en las circunstancias actuales nadie se muestra con ella más respetuoso que yo. Me limito a esperar y confiar.
‑Sería más práctico que le hiciera usted un regalito. Estoy seguro de que no ha pensado en ello.
‑Usted no comprende nada, se lo repito. La situación de esa muchacha le autoriza a pensar así, desde luego; pero no se trata de eso, no, de ningún modo. Usted la desprecia sin más ni más. Aferrándose a un hecho que le parece, erróneamente, despreciable, se niega a considerar humanamente a un ser humano. Usted no sabe cómo es esa joven. Lo que me contraría es que en estos últimos tiempos ha dejado de leer. Ya no me pide libros, como hacía antes. También me disgusta que, a pesar de toda su energía y de todo el espíritu de protesta que ha demostrado, dé todavía pruebas de cierta falta de resolución, de independencia, por decirlo así; de negación, si quiere usted, que le impide romper con ciertos prejuicios..., con ciertas estupideces. Sin embargo, esa muchacha comprende perfectamente muchas cosas. Por ejemplo se ha dado exacta cuenta de lo que supone la costumbre de besar la mano, mediante la cual el hombre ofende a la mujer, puesto que le demuestra que no la considera igual a él. He debatido esta cuestión con mis compañeros y he expuesto a la chica los resultados del debate. También me escuchó atentamente cuando le hablé de las asociaciones obreras de Francia. Ahora le estoy explicando el problema de la entrada libre en las casas particulares en nuestra sociedad futura.
‑¿Qué es eso?
‑En estos últimos tiempos se ha debatido la cuestión siguiente: un miembro de la commune, ¿tiene derecho a entrar libremente en casa de otro miembro de la commune, a cualquier hora y sea este miembro varón o mujer...? La respuesta a esta pregunta ha sido afirmativa.
‑¿Aun en el caso de que ese hombre o esa mujer estén ocupados en una necesidad urgente? ¡Je, je, je!
Andrés Simonovitch se enfureció.
‑¡No tiene usted otra cosa en la cabeza! ¡Sólo piensa en esas malditas necesidades! ¡Qué arrepentido estoy de haberle expuesto mi sistema y haberle hablado de esas necesidades prematuramente! ¡El diablo me lleve! ¡Ésa es la piedra de toque de todos los hombres que piensan como usted! Se burlan de una cosa antes de conocerla. ¡Y todavía pretenden tener razón! Adoptan el aire de enorgullecerse de no sé qué. Yo siempre he sido de la opinión de que estas cuestiones no pueden exponerse a los novicios más que al final, cuando ya conocen bien el sistema, en una palabra, cuando ya han sido convenientemente dirigidos y educados. Pero, en fin, dígame, se lo ruego, qué es lo que ve usted de vergonzoso y vil en... las letrinas, llamémoslas así. Yo soy el primero que está dispuesto a limpiar todas las
‑Yo tampoco pienso ir -dijo Lebeziatnikof.
‑Sería el colmo que fuera usted. Después de haber dado una paliza a esa señora, comprendo que no se atreva a ir a su casa.¡Je, je, je!
‑¿Qué yo le di una paliza? ¿Quién se lo ha dicho? ‑exclamó Lebeziatnikof, turbado y enrojeciendo.
‑Me lo contaron ayer: hace un mes o cosa así, usted golpeó a Catalina Ivanovna... ¡Así son sus convicciones! Usted dejó a un lado su feminismo por un momento. ¡Je, je, je!
Piotr Petrovitch, que parecía muy satisfecho después de lo que acababa de decir, volvió a sus cuentas.
‑Eso son estúpidas calumnias ‑replicó Andrés Simonovitch, que temía que este incidente se divulgara‑. Las cosas no ocurrieron así. ¡No, ni mucho menos! lo que le han contado es una verdadera calumnia. Yo no hice más que defenderme. Ella se arrojó sobre mí con las uñas preparadas. Casi me arranca una patilla... Yo considero que los hombres tenemos derecho a defendernos. Por otra parte, yo no toleraré jamás que se ejerza sobre mí la menor violencia... Esto es un principio... Lo contrario sería favorecer el despotismo. ¿Qué quería usted que hiciera: que me dejase golpear pasivamente? Yo me limité a rechazarla.
Lujine dejó escapar su risita sarcástica.
‑¡Je, je, je!
‑Usted quiere molestarme porque está de mal humor. Y dice usted cosas que no tienen nada que ver con la cuestión del feminismo. Usted no me ha comprendido. Yo me dije que si se considera a la mujer igual al hombre incluso en lo que concierne a la fuerza física (opinión que empieza a extenderse), la igualdad debía existir también en el campo de la contienda. Como es natural, después comprendí que no había lugar a plantear esta cuestión, ya que la sociedad futura estaría organizada de modo que las diferencias entre los seres humanos no existirían... Por lo tanto, es absurdo buscar la igualdad en lo que concierne a las riñas y a los golpes. Claro que no estoy ciego y veo que las querellas existen todavía..., pero, andando el tiempo no existirán, y si ahora existen... ¡Demonio! Uno pierde el hilo de sus ideas cuando habla con usted... Si no asisto a la comida de funerales no es por el incidente que estamos comentando, sino por principio, por no aprobar con mi presencia esa costumbre estúpida de celebrar la muerte con una comida... Cierto que habría podido acudir por diversión, para reírme... Y habría ido si hubiesen asistido popes; pero, por desgracia, no asisten.
‑Es decir, que usted aceptaría la hospitalidad que le ofrece una persona y se sentaría a su mesa para burlarse de ella y escupirle, por decirlo así, si no he entendido mal.
‑Nada de escupir. Se trata de una simple protesta. Yo procedo con vistas a una finalidad útil. Así puedo prestar una ayuda indirecta a la propaganda de las nuevas ideas y a la civilización, lo que representa un deber para todos. Y este deber tal vez se cumple mejor prescindiendo de los convencionalismos sociales. Puedo sembrar la idea, la buena semilla. De esta semilla germinarán hechos. ¿En qué ofendo a las personas con las que procedo así? Empezarán por sentirse heridas, pero después verán que les he prestado un servicio. He aquí un ejemplo: se ha reprochado a Terebieva, que ahora forma parte de la commune y que ha dejado a su familia para... entregarse libremente, que haya escrito una carta a sus padres diciéndoles claramente que no quería vivir ligada a los prejuicios y que iba a contraer una unión libre. Se dice que ha sido demasiado dura, que debía haber tenido piedad y haberse conducido con más diplomacia. Pues bien, a mí me parece que este modo de pensar es absurdo, que en este caso las fórmulas están de más y se impone una protesta clara y directa. Otro caso: Ventza ha vivido siete años con su marido y lo ha abandonado con sus dos hijos, enviándole una carta en la que le ha dicho francamente: «Me he dado cuenta de que no puedo ser feliz a tu lado. No te perdonaré jamás que me hayas engañado, ocultándome que hay otra organización social: la commune. Me ha informado de ello últimamente un hombre magnánimo, al que me he entregado y al que voy a seguir para fundar con él una commune. Te hablo así porque me parecería vergonzoso engañarte. Tú puedes hacer lo que quieras. No esperes que vuelva a tu lado: ya no es posible. Te deseo que seas muy feliz.» Así se han de escribir estas cartas.
‑Oiga: esa Terebieva, ¿no es aquella de la que usted me dijo que andaba por la tercera unión libre?
‑Bien mirado, sólo era la segunda. Pero aunque fuese la cuarta o la decimoquinta, esto tiene muy poca importancia. Ahora más que nunca siento haber perdido a mi padre y a mi madre. ¡Cuántas veces he soñado en mi protesta contra ellos! Ya me las habría arreglado para provocar la ocasión de decirles estas cosas. Estoy seguro de que les habría convencido. Los habría anonadado. Créame que siento no tener a nadie a quien...
‑Anonadar. ¡Je, je, je! En fin, dejemos esto. Oiga: ¿conoce usted a la hija del difunto, esa muchachita delgaducha? ¿Verdad que es cierto lo que se dice de ella?
‑¡He aquí un asunto interesante! A mi entender, es decir, según mis convicciones personales, la situación de esa joven es la más normal de la mujer. ¿Por qué no? Es decir, distinguons. En la sociedad actual, ese género de vida no es normal, desde luego, pues se adopta por motivos forzosos, pero lo será en la sociedad futura, donde se podrá elegir libremente. Por otra parte, ella tenía perfecto derecho a entregarse. Estaba en la miseria. ¿Por qué no había de disponer de lo que constituía su capital, por decirlo así? Naturalmente, en la sociedad futura, el capital no tendría razón de ser, pero el papel de la mujer galante tomará otra significación y será regulado de un modo racional. En lo que concierne a Sonia Simonovna, yo considero sus actos en el momento actual como una viva protesta, una protesta simbólica contra el estado de la sociedad presente. Por eso siento por ella especial estimación, tanto, que sólo de verla experimento una gran alegría.
‑Pues a mí me han dicho que usted la echó de la casa.
Lebeziatnikof montó en cólera.
‑¡Nueva calumnia! ‑bramó‑. Las cosas no ocurrieron así, ni mucho menos. ¡No, no, de ningún modo! Catalina Ivanovna lo ha contado todo como le ha parecido, porque no ha comprendido nada. Yo no he buscado nunca los favores de Sonia Simonovna. Yo procuré únicamente ilustrarla del modo más desinteresado, esforzándome en despertar en ella el espíritu de protesta... Esto era todo lo que yo deseaba. Ella misma se dio cuenta de que no podía permanecer aquí.
‑Supongo que la habrá invitado usted a formar parte de la commune.
‑Permítame que le diga que usted todo lo toma a broma y que ello me parece lamentable. Usted no comprende nada. La commune no admite ciertas situaciones personales; precisamente se ha fundado para suprimirlas. El papel de esa joven perderá su antigua significación dentro de la commune: lo que ahora nos parece una torpeza, entonces nos parecerá un acto inteligente, y lo que ahora se considera una corrupción, entonces será algo completamente natural. Todo depende del medio, del ambiente. El medio lo es todo, y el hombre nada. En cuanto a Sonia Simonovna, mis relaciones con ella no pueden ser mejores, lo que demuestra que esa joven no me ha considerado jamás como enemigo. Verdad es que yo me esfuerzo por atraerla a nuestra agrupación, pero con intenciones completamente distintas a las que usted supone... ¿De qué se ríe? Nosotros tenemos el propósito de establecer nuestra propia commune sobre bases más sólidas que las precedentes; nosotros vamos más lejos que nuestros predecesores. Rechazamos muchas cosas. Si Dobroliubof saliera de la tumba, discutiría con él. En cuanto a Bielinsky, remacharé el clavo que él ha clavado. Entre tanto, sigo educando a Sonia Simonovna. Tiene un natural hermoso.
‑Y usted se aprovecha de él, ¿no? ¡Je, je!
‑De ningún modo; todo lo contrario.
‑Dice que todo lo contrario. ¡Je, je! lo que es a usted, palabras no le faltan.
‑Pero ¿por qué no me cree? ¿Por qué razón he de engañarle, dígame? Le aseguro que..., y yo soy el primer sorprendido..., ella se muestra conmigo extremadamente, casi morbosamente púdica.
‑Y usted, naturalmente, sigue ilustrándola. ¡Je, je, je! Usted procura hacerle comprender que todos esos pudores son absurdos.¡Je, je, je!
‑¡De ningún modo, de ningún modo; se lo aseguro...! ¡Oh, qué sentido tan grosero y, perdóneme, tan estúpido da a la palabra «cultura»! Usted no comprende nada. ¡Qué poco avanzado está usted todavía, Dios mío! Nosotros deseamos la libertad de la mujer, y usted, usted sólo piensa en esas cosas... Dejando a un lado las cuestiones de la castidad y el pudor femeninos, que a mi entender son absurdos e inútiles, admito la reserva de esa joven para conmigo. Ella expresa de este modo su libertad de acción, que es el único derecho que puede ejercer. Desde luego, si ella viniera a decirme: «Te quiero», yo me sentiría muy feliz, pues esa muchacha me gusta mucho, pero en las circunstancias actuales nadie se muestra con ella más respetuoso que yo. Me limito a esperar y confiar.
‑Sería más práctico que le hiciera usted un regalito. Estoy seguro de que no ha pensado en ello.
‑Usted no comprende nada, se lo repito. La situación de esa muchacha le autoriza a pensar así, desde luego; pero no se trata de eso, no, de ningún modo. Usted la desprecia sin más ni más. Aferrándose a un hecho que le parece, erróneamente, despreciable, se niega a considerar humanamente a un ser humano. Usted no sabe cómo es esa joven. Lo que me contraría es que en estos últimos tiempos ha dejado de leer. Ya no me pide libros, como hacía antes. También me disgusta que, a pesar de toda su energía y de todo el espíritu de protesta que ha demostrado, dé todavía pruebas de cierta falta de resolución, de independencia, por decirlo así; de negación, si quiere usted, que le impide romper con ciertos prejuicios..., con ciertas estupideces. Sin embargo, esa muchacha comprende perfectamente muchas cosas. Por ejemplo se ha dado exacta cuenta de lo que supone la costumbre de besar la mano, mediante la cual el hombre ofende a la mujer, puesto que le demuestra que no la considera igual a él. He debatido esta cuestión con mis compañeros y he expuesto a la chica los resultados del debate. También me escuchó atentamente cuando le hablé de las asociaciones obreras de Francia. Ahora le estoy explicando el problema de la entrada libre en las casas particulares en nuestra sociedad futura.
‑¿Qué es eso?
‑En estos últimos tiempos se ha debatido la cuestión siguiente: un miembro de la commune, ¿tiene derecho a entrar libremente en casa de otro miembro de la commune, a cualquier hora y sea este miembro varón o mujer...? La respuesta a esta pregunta ha sido afirmativa.
‑¿Aun en el caso de que ese hombre o esa mujer estén ocupados en una necesidad urgente? ¡Je, je, je!
Andrés Simonovitch se enfureció.
‑¡No tiene usted otra cosa en la cabeza! ¡Sólo piensa en esas malditas necesidades! ¡Qué arrepentido estoy de haberle expuesto mi sistema y haberle hablado de esas necesidades prematuramente! ¡El diablo me lleve! ¡Ésa es la piedra de toque de todos los hombres que piensan como usted! Se burlan de una cosa antes de conocerla. ¡Y todavía pretenden tener razón! Adoptan el aire de enorgullecerse de no sé qué. Yo siempre he sido de la opinión de que estas cuestiones no pueden exponerse a los novicios más que al final, cuando ya conocen bien el sistema, en una palabra, cuando ya han sido convenientemente dirigidos y educados. Pero, en fin, dígame, se lo ruego, qué es lo que ve usted de vergonzoso y vil en... las letrinas, llamémoslas así. Yo soy el primero que está dispuesto a limpiar todas las
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
letrinas que usted quiera, y no veo en ello ningún sacrificio. Por el contrario, es un trabajo noble, ya que beneficia a la sociedad, y desde luego superior al de un Rafael o un Pushkin, puesto que es más útil.
‑Y más noble, mucho más noble. ¡Je, je, je!
‑¿Qué quiere usted decir con eso de «más noble»? Yo no comprendo esas expresiones cuando se aplican a la actividad humana. Nobleza..., magnanimidad... Estos conceptos no son sino absurdas estupideces, viejas frases dictadas por los prejuicios y que yo rechazo. Todo lo que es útil a la humanidad es noble. Para mí sólo tiene valor una palabra: utilidad. Ríase usted cuanto quiera, pero es así.
Piotr Petrovitch se desternillaba de risa. Había terminado de contar el dinero y se lo había guardado, dejando sólo algunos billetes en la mesa. El tema de las letrinas, pese a su vulgaridad, había motivado más de una discusión entre Piotr Petrovitch y su joven amigo.
Lo gracioso del caso era que Andrés Simonovitch se enfadaba de verdad. Lujine no veía en ello sino un pasatiempo, y entonces sentía el deseo especial de ver a Lebeziatnikof encolerizado.
‑Usted está tan nervioso y cizañero por su fracaso de ayer ‑se atrevió a decir Andrés Simonovitch, que, pese a toda su independencia y a sus gritos de protesta, no osaba enfrentarse abiertamente con Piotr Petrovitch, pues sentía hacia él, llevado sin duda de una antigua costumbre, cierto respeto.
‑Dígame una cosa ‑replicó Lujine en un tono de grosero desdén‑: ¿podría usted...? Mejor dicho, ¿tiene usted la suficiente confianza en esa joven para hacerla venir un momento? Me parece que ya han regresado todos del cementerio. Los he oído subir. Necesito ver un momento a esa muchacha.
‑¿Para qué? ‑preguntó Andrés Simonovitch, asombrado.
‑Tengo que hablarle. Me marcharé pronto de aquí y quisiera hacerle saber que... Pero, en fin; usted puede estar presente en la conversación. Esto será lo mejor, pues, de otro modo, sabe Dios lo que usted pensaría.
‑Yo no pensaría absolutamente nada. No he dado a mi pregunta la menor importancia. Si usted tiene que tratar algún asunto con esa joven, nada más fácil que hacerla venir. Voy por ella, y puede estar usted seguro de que no les molestaré.
Efectivamente, al cabo de cinco minutos, Lebeziamikof llegaba con Sonetchka. La joven estaba, como era propio de ella, en extremo turbada y sorprendida. En estos casos, se sentía siempre intimidada: las caras nuevas le producían verdadero terror. Era una impresión de la infancia, que había ido acrecentándose con el tiempo.
Piotr Petrovitch le dispensó un cortés recibimiento, no exento de cierta jovial familiaridad, que parecía muy propia de un hombre serio y respetable como él que se dirigía a una persona tan joven y, en ciertos aspectos tan interesante. Se apresuró a instalarla cómodamente ante la mesa y frente a él. Cuando se sentó, Sonia paseó una mirada en torno de ella: sus ojos se posaron en Lebeziatnikof, después en el dinero que había sobre la mesa y finalmente en Piotr Petrovitch, del que ya no pudieron apartarse. Se diría que había quedado fascinada. Lebeziatnikof se dirigió a la puerta.
Piotr Petrovitch se levantó, dijo a Sonia por señas que no se moviese y detuvo a Andrés Simonovitch en el momento en que éste iba a salir.
‑¿Está abajo Raskolnikof? ‑le preguntó en voz baja‑. ¿Ha llegado ya?
‑¿Raskolnikof? Sí, está abajo. ¿Por qué? Sí, lo he visto entrar. ¿Por qué lo pregunta?
‑Le ruego que permanezca aquí y que no me deje solo con esta... señorita. El asunto que tenemos que tratar es insignificante, pero sabe Dios las conclusiones que podría extraer de nuestra entrevista esa gente... No quiero que Raskolnikof vaya contando por ahí... ¿Comprende lo que quiero decir?
‑Comprendo, comprendo‑ dijo Lebeziatnikof con súbita lucidez‑. Está usted en su derecho. Sus temores respecto a mí son francamente exagerados, pero... Tiene usted perfecto derecho a obrar así. En fin, me quedaré. Me iré al lado de la ventana y no los molestaré lo más mínimo. A mi juicio, usted tiene derecho a...
Piotr Petrovitch volvió al sofá y se sentó frente a Sonia. La miró atentamente, y su semblante cobró una expresión en extremo grave, incluso severa. «No vaya usted a imaginarse tampoco cosas que no son», parecía decir con su mirada. Sonia acabó de perder la serenidad.
‑Ante todo, Sonia Simonovna, transmita mis excusas a su honorable madre... No me equivoco, ¿verdad? Catalina Ivanovna es su señora madre, ¿no es cierto?
Piotr Petrovitch estaba serio y amabilísimo. Evidentemente abrigaba las más amistosas relaciones respecto a Sonia.
‑Sí ‑repuso ésta, presurosa y asustada‑, es mi segunda madre.
‑Pues bien, dígale que me excuse. Circunstancias ajenas a mi voluntad me impiden asistir al festín. Me refiero a esa comida de funerales a que ha tenido la gentileza de invitarme.
‑Se lo voy a decir ahora mismo.
Y Sonetchka se puso en pie en el acto.
‑Tengo que decirle algo más ‑le advirtió Piotr Petrovitch, sonriendo ante la ingenuidad de la muchacha y su ignorancia de las costumbres sociales‑. Sólo quien no me conozca puede suponerme capaz de molestar a otra persona, de hacerle venir a verme, por un motivo tan fútil como el que le acabo de exponer y que únicamente tiene interés para mí. No, mis intenciones son otras.
Sonia se apresuró a volver a sentarse. Sus ojos tropezaron de nuevo con los billetes multicolores, pero ella los apartó en seguida y volvió a fijarlos en Lujine. Mirar el dinero ajeno le parecía una inconveniencia, sobre todo en la situación en que se hallaba... Se dedicó a observar los lentes de montura de oro que Piotr Petrovitch tenía en su mano izquierda, y después fijó su mirada en la soberbia sortija adornada con una piedra amarilla que el caballero ostentaba en el dedo central de la misma mano. Finalmente, no sabiendo adónde mirar, fijó la vista en la cara de Piotr Petrovitch. El cual, tras un majestuoso silencio, continuó:
‑Ayer tuve ocasión de cambiar dos palabras con la infortunada Catalina Ivanovna, y esto me bastó para darme cuenta de que se halla en un estado... anormal, por decirlo así.
‑Cierto: es un estado anormal ‑se apresuró a repetir Sonia.
‑O, para decirlo más claramente, más exactamente, en un estado morboso.
‑Sí, sí, más claramente..., morboso.
‑Pues bien; llevado de un sentimiento humanitario y... y de compasión, por decirlo así, yo desearía serle útil, en vista de la posición extremadamente difícil en que forzosamente se ha de encontrar. Porque tengo entendido que es usted el único sostén de esa desventurada familia.
Sonia se levantó súbitamente.
‑Permítame preguntarle ‑dijo‑ si usted le habló ayer de una pensión. Ella me dijo que usted se encargaría de conseguir que se la dieran. ¿Es eso verdad?
‑¡No, no, ni remotamente! Eso es incluso absurdo en cierto sentido. Yo sólo le hablé de un socorro temporal que se le entregaría por su condición de viuda de un funcionario muerto en servicio, y le advertí que tal socorro sólo podría recibirlo si contaba con influencias. Por otra parte, me parece que su difunto padre no solamente no había servido tiempo suficiente para tener derecho al retiro, sino que ni siquiera prestaba servicio en el momento de su muerte. En resumen, que uno siempre puede esperar, pero que en este caso la esperanza tendría poco fundamento pues no existe el derecho de percibir socorro alguno... ¡Y ella soñaba ya con una pensión! ¡Je, je, je! ¡Qué imaginación posee esa señora!
‑Sí, esperaba una pensión..., pues es muy buena y su bondad la lleva a creerlo todo..., y es..., sí, tiene usted razón... Con su permiso.
Sonia se dispuso a marcharse.
‑Un momento. No he terminado todavía.
‑¡Ah! Bien ‑balbuceó la joven.
‑Siéntese, haga el favor.
Sonia, desconcertada, se sentó una vez más.
‑Viendo la triste situación de esa mujer, que ha de atender a niños de corta edad, yo desearía, como ya le he dicho, serle útil en la medida de mis medios... Compréndame, en la medida de mis medios y nada más. Por ejemplo, se podría organizar una suscripción, o una rifa, o algo análogo, como suelen hacer en estos casos los parientes o las personas extrañas que desean acudir en ayuda de algún desgraciado. Esto es lo que quería decir. La cosa me parece posible.
‑Sí, está muy bien... Dios se lo... ‑balbuceó Sonia sin apartar los ojos de Piotr Petrovitch.
‑La cosa es posible, sí, pero... dejémoslo para más tarde, aunque hayamos de empezar hoy mismo. Nos volveremos a ver al atardecer, y entonces podremos establecer las bases del negocio, por decirlo así. Venga a eso de las siete. Confío en que Andrés Simonovitch querrá acompañarnos... Pero hay un punto que desearía tratar con usted previamente con toda seriedad. Por eso principalmente me he permitido llamarla, Sonia Simonovna. Yo creo que el dinero no debe ponerse en manos de Catalina Ivanovna. La comida de hoy es buena prueba de ello. No teniendo, como quien dice, un pedazo de pan para mañana, ni zapatos que ponerse, ni nada, en fin, hoy ha comprado ron de Jamaica, e incluso creo que café y vino de Madeira, lo he visto al pasar. Mañana toda la familia volverá a estar a sus expensas y usted tendrá que procurarles hasta el último bocado de pan. Esto es absurdo. Por eso yo opino que la suscripción debe organizarse a espaldas de esa desgraciada viuda, para que sólo usted maneje el dinero. ¿Qué le parece?
‑Pues... no sé... Ella es así sólo hoy..., una vez en la vida... Tenía en mucho poder honrar la memoria... Pero es muy inteligente. Además, usted puede hacer lo que le parezca, y yo le quedaré muy... muy..., y todos ellos también... Y Dios le... le..., y los huerfanitos...
Sonia no pudo terminar: se lo impidió el llanto.
‑Entonces no se hable más del asunto. Y ahora tenga la bondad de aceptar para las primeras necesidades de su madre esta cantidad, que representa mi aportación personal. Es mi mayor deseo que mi nombre no se pronuncie para nada en relación con este asunto. Aquí tiene. Como mis gastos son muchos, aun sintiéndolo de veras, no puedo hacer más.
Y Piotr Petrovitch entregó a Sonia un billete de diez rublos después de haberlo desplegado cuidadosamente. Sonia lo tomó, enrojeció, se levantó de un salto, pronunció algunas palabras ininteligibles y se apresuró a retirarse. Piotr Petrovitch la acompañó con toda cortesía hasta la puerta. Ella salió de la habitación a toda prisa, profundamente turbada, y corrió a casa de Catalina Ivanovna, presa de extraordinaria emoción.
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‑Y más noble, mucho más noble. ¡Je, je, je!
‑¿Qué quiere usted decir con eso de «más noble»? Yo no comprendo esas expresiones cuando se aplican a la actividad humana. Nobleza..., magnanimidad... Estos conceptos no son sino absurdas estupideces, viejas frases dictadas por los prejuicios y que yo rechazo. Todo lo que es útil a la humanidad es noble. Para mí sólo tiene valor una palabra: utilidad. Ríase usted cuanto quiera, pero es así.
Piotr Petrovitch se desternillaba de risa. Había terminado de contar el dinero y se lo había guardado, dejando sólo algunos billetes en la mesa. El tema de las letrinas, pese a su vulgaridad, había motivado más de una discusión entre Piotr Petrovitch y su joven amigo.
Lo gracioso del caso era que Andrés Simonovitch se enfadaba de verdad. Lujine no veía en ello sino un pasatiempo, y entonces sentía el deseo especial de ver a Lebeziatnikof encolerizado.
‑Usted está tan nervioso y cizañero por su fracaso de ayer ‑se atrevió a decir Andrés Simonovitch, que, pese a toda su independencia y a sus gritos de protesta, no osaba enfrentarse abiertamente con Piotr Petrovitch, pues sentía hacia él, llevado sin duda de una antigua costumbre, cierto respeto.
‑Dígame una cosa ‑replicó Lujine en un tono de grosero desdén‑: ¿podría usted...? Mejor dicho, ¿tiene usted la suficiente confianza en esa joven para hacerla venir un momento? Me parece que ya han regresado todos del cementerio. Los he oído subir. Necesito ver un momento a esa muchacha.
‑¿Para qué? ‑preguntó Andrés Simonovitch, asombrado.
‑Tengo que hablarle. Me marcharé pronto de aquí y quisiera hacerle saber que... Pero, en fin; usted puede estar presente en la conversación. Esto será lo mejor, pues, de otro modo, sabe Dios lo que usted pensaría.
‑Yo no pensaría absolutamente nada. No he dado a mi pregunta la menor importancia. Si usted tiene que tratar algún asunto con esa joven, nada más fácil que hacerla venir. Voy por ella, y puede estar usted seguro de que no les molestaré.
Efectivamente, al cabo de cinco minutos, Lebeziamikof llegaba con Sonetchka. La joven estaba, como era propio de ella, en extremo turbada y sorprendida. En estos casos, se sentía siempre intimidada: las caras nuevas le producían verdadero terror. Era una impresión de la infancia, que había ido acrecentándose con el tiempo.
Piotr Petrovitch le dispensó un cortés recibimiento, no exento de cierta jovial familiaridad, que parecía muy propia de un hombre serio y respetable como él que se dirigía a una persona tan joven y, en ciertos aspectos tan interesante. Se apresuró a instalarla cómodamente ante la mesa y frente a él. Cuando se sentó, Sonia paseó una mirada en torno de ella: sus ojos se posaron en Lebeziatnikof, después en el dinero que había sobre la mesa y finalmente en Piotr Petrovitch, del que ya no pudieron apartarse. Se diría que había quedado fascinada. Lebeziatnikof se dirigió a la puerta.
Piotr Petrovitch se levantó, dijo a Sonia por señas que no se moviese y detuvo a Andrés Simonovitch en el momento en que éste iba a salir.
‑¿Está abajo Raskolnikof? ‑le preguntó en voz baja‑. ¿Ha llegado ya?
‑¿Raskolnikof? Sí, está abajo. ¿Por qué? Sí, lo he visto entrar. ¿Por qué lo pregunta?
‑Le ruego que permanezca aquí y que no me deje solo con esta... señorita. El asunto que tenemos que tratar es insignificante, pero sabe Dios las conclusiones que podría extraer de nuestra entrevista esa gente... No quiero que Raskolnikof vaya contando por ahí... ¿Comprende lo que quiero decir?
‑Comprendo, comprendo‑ dijo Lebeziatnikof con súbita lucidez‑. Está usted en su derecho. Sus temores respecto a mí son francamente exagerados, pero... Tiene usted perfecto derecho a obrar así. En fin, me quedaré. Me iré al lado de la ventana y no los molestaré lo más mínimo. A mi juicio, usted tiene derecho a...
Piotr Petrovitch volvió al sofá y se sentó frente a Sonia. La miró atentamente, y su semblante cobró una expresión en extremo grave, incluso severa. «No vaya usted a imaginarse tampoco cosas que no son», parecía decir con su mirada. Sonia acabó de perder la serenidad.
‑Ante todo, Sonia Simonovna, transmita mis excusas a su honorable madre... No me equivoco, ¿verdad? Catalina Ivanovna es su señora madre, ¿no es cierto?
Piotr Petrovitch estaba serio y amabilísimo. Evidentemente abrigaba las más amistosas relaciones respecto a Sonia.
‑Sí ‑repuso ésta, presurosa y asustada‑, es mi segunda madre.
‑Pues bien, dígale que me excuse. Circunstancias ajenas a mi voluntad me impiden asistir al festín. Me refiero a esa comida de funerales a que ha tenido la gentileza de invitarme.
‑Se lo voy a decir ahora mismo.
Y Sonetchka se puso en pie en el acto.
‑Tengo que decirle algo más ‑le advirtió Piotr Petrovitch, sonriendo ante la ingenuidad de la muchacha y su ignorancia de las costumbres sociales‑. Sólo quien no me conozca puede suponerme capaz de molestar a otra persona, de hacerle venir a verme, por un motivo tan fútil como el que le acabo de exponer y que únicamente tiene interés para mí. No, mis intenciones son otras.
Sonia se apresuró a volver a sentarse. Sus ojos tropezaron de nuevo con los billetes multicolores, pero ella los apartó en seguida y volvió a fijarlos en Lujine. Mirar el dinero ajeno le parecía una inconveniencia, sobre todo en la situación en que se hallaba... Se dedicó a observar los lentes de montura de oro que Piotr Petrovitch tenía en su mano izquierda, y después fijó su mirada en la soberbia sortija adornada con una piedra amarilla que el caballero ostentaba en el dedo central de la misma mano. Finalmente, no sabiendo adónde mirar, fijó la vista en la cara de Piotr Petrovitch. El cual, tras un majestuoso silencio, continuó:
‑Ayer tuve ocasión de cambiar dos palabras con la infortunada Catalina Ivanovna, y esto me bastó para darme cuenta de que se halla en un estado... anormal, por decirlo así.
‑Cierto: es un estado anormal ‑se apresuró a repetir Sonia.
‑O, para decirlo más claramente, más exactamente, en un estado morboso.
‑Sí, sí, más claramente..., morboso.
‑Pues bien; llevado de un sentimiento humanitario y... y de compasión, por decirlo así, yo desearía serle útil, en vista de la posición extremadamente difícil en que forzosamente se ha de encontrar. Porque tengo entendido que es usted el único sostén de esa desventurada familia.
Sonia se levantó súbitamente.
‑Permítame preguntarle ‑dijo‑ si usted le habló ayer de una pensión. Ella me dijo que usted se encargaría de conseguir que se la dieran. ¿Es eso verdad?
‑¡No, no, ni remotamente! Eso es incluso absurdo en cierto sentido. Yo sólo le hablé de un socorro temporal que se le entregaría por su condición de viuda de un funcionario muerto en servicio, y le advertí que tal socorro sólo podría recibirlo si contaba con influencias. Por otra parte, me parece que su difunto padre no solamente no había servido tiempo suficiente para tener derecho al retiro, sino que ni siquiera prestaba servicio en el momento de su muerte. En resumen, que uno siempre puede esperar, pero que en este caso la esperanza tendría poco fundamento pues no existe el derecho de percibir socorro alguno... ¡Y ella soñaba ya con una pensión! ¡Je, je, je! ¡Qué imaginación posee esa señora!
‑Sí, esperaba una pensión..., pues es muy buena y su bondad la lleva a creerlo todo..., y es..., sí, tiene usted razón... Con su permiso.
Sonia se dispuso a marcharse.
‑Un momento. No he terminado todavía.
‑¡Ah! Bien ‑balbuceó la joven.
‑Siéntese, haga el favor.
Sonia, desconcertada, se sentó una vez más.
‑Viendo la triste situación de esa mujer, que ha de atender a niños de corta edad, yo desearía, como ya le he dicho, serle útil en la medida de mis medios... Compréndame, en la medida de mis medios y nada más. Por ejemplo, se podría organizar una suscripción, o una rifa, o algo análogo, como suelen hacer en estos casos los parientes o las personas extrañas que desean acudir en ayuda de algún desgraciado. Esto es lo que quería decir. La cosa me parece posible.
‑Sí, está muy bien... Dios se lo... ‑balbuceó Sonia sin apartar los ojos de Piotr Petrovitch.
‑La cosa es posible, sí, pero... dejémoslo para más tarde, aunque hayamos de empezar hoy mismo. Nos volveremos a ver al atardecer, y entonces podremos establecer las bases del negocio, por decirlo así. Venga a eso de las siete. Confío en que Andrés Simonovitch querrá acompañarnos... Pero hay un punto que desearía tratar con usted previamente con toda seriedad. Por eso principalmente me he permitido llamarla, Sonia Simonovna. Yo creo que el dinero no debe ponerse en manos de Catalina Ivanovna. La comida de hoy es buena prueba de ello. No teniendo, como quien dice, un pedazo de pan para mañana, ni zapatos que ponerse, ni nada, en fin, hoy ha comprado ron de Jamaica, e incluso creo que café y vino de Madeira, lo he visto al pasar. Mañana toda la familia volverá a estar a sus expensas y usted tendrá que procurarles hasta el último bocado de pan. Esto es absurdo. Por eso yo opino que la suscripción debe organizarse a espaldas de esa desgraciada viuda, para que sólo usted maneje el dinero. ¿Qué le parece?
‑Pues... no sé... Ella es así sólo hoy..., una vez en la vida... Tenía en mucho poder honrar la memoria... Pero es muy inteligente. Además, usted puede hacer lo que le parezca, y yo le quedaré muy... muy..., y todos ellos también... Y Dios le... le..., y los huerfanitos...
Sonia no pudo terminar: se lo impidió el llanto.
‑Entonces no se hable más del asunto. Y ahora tenga la bondad de aceptar para las primeras necesidades de su madre esta cantidad, que representa mi aportación personal. Es mi mayor deseo que mi nombre no se pronuncie para nada en relación con este asunto. Aquí tiene. Como mis gastos son muchos, aun sintiéndolo de veras, no puedo hacer más.
Y Piotr Petrovitch entregó a Sonia un billete de diez rublos después de haberlo desplegado cuidadosamente. Sonia lo tomó, enrojeció, se levantó de un salto, pronunció algunas palabras ininteligibles y se apresuró a retirarse. Piotr Petrovitch la acompañó con toda cortesía hasta la puerta. Ella salió de la habitación a toda prisa, profundamente turbada, y corrió a casa de Catalina Ivanovna, presa de extraordinaria emoción.
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Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
Durante toda esta escena, Andrés Simonovitch, a fin de no poner al diálogo la menor dificultad, había permanecido junto a la ventana, o había paseado en silencio por la habitación; pero cuando Sonia se hubo retirado, se acercó a Piotr Petrovitch y le tendió la mano con gesto solemne.
‑Lo he visto todo y todo lo he oído -dijo, recalcando esta última palabra‑. Lo que usted acaba de hacer es noble, es decir, humano. Ya he visto que usted no quiere que le den las gracias. Y aunque mis principios particulares me prohíben, lo confieso, practicar la caridad privada, pues no sólo es insuficiente para extirpar el mal, sino que, por el contrario, lo fomenta, no puedo menos de confesarle que su gesto me ha producido verdadera satisfacción. Sí, sí; su gesto me ha impresionado.
‑¡Bah! No tiene importancia ‑murmuró Piotr Petrovitch un poco emocionado y mirando a Lebeziatnikof atentamente.
‑Sí, sí que tiene importancia. Un hombre que como usted se siente ofendido, herido, por lo que ocurrió ayer, y que, no obstante, es capaz de interesarse por la desgracia ajena: un hombre así, aunque sus actos constituyan un error social, es digno de estimación. No esperaba esto de usted, Piotr Petrovitch, sobre todo teniendo en cuenta sus ideas, que son para usted una verdadera traba, ¡y cuán importante! ¡Ah, cómo le ha impresionado el incidente de ayer! ‑exclamó el bueno de Andrés Simonovitch, sintiendo que volvía a despertarse en él su antigua simpatía por Piotr Petrovitch‑. Pero dígame: ¿por qué da usted tanta importancia al matrimonio legal, mi muy querido y noble Piotr Petrovitch? ¿Por qué conceder un puesto tan alto a esa legalidad? Pégueme si quiere, pero le confieso que me siento feliz, sí, feliz, de ver que ese compromiso se ha roto; de saber que es usted libre y de pensar que usted no está completamente perdido para la humanidad... Sí, me siento feliz: ya ve usted que le soy franco.
‑Yo doy importancia al matrimonio legal porque no quiero llevar cuernos ‑repuso Lujine, que parecía preocupado por decir algo‑ y porque tampoco quiero educar hijos de los que no seria yo el padre, como ocurre con frecuencia en las uniones libres que usted predica.
‑¿Los hijos? ¿Ha dicho usted los hijos? ‑exclamó Andrés Simonovitch, estremeciéndose como un caballo de guerra que oye el son del clarín‑. Desde luego, es una cuestión social de la más alta importancia, estamos de acuerdo, pero que se resolverá mediante normas muy distintas de las que rigen ahora. Algunos llegan incluso a no considerarlos como tales, del mismo modo que no admiten nada de lo que concierne a la familia... Pero ya hablaremos de eso más adelante. Ahora analicemos tan sólo la cuestión de los cuernos. Le confieso que es mi tema favorito. Esta expresión baja y grosera difundida por Pushkin no figurará en los diccionarios del futuro. Pues, en resumidas cuentas, ¿qué es eso de los cuernos? ¡Oh, qué aberración! ¡Cuernos...! ¿Por qué? Eso es absurdo, no lo dude. La unión libre los hará desaparecer. Los cuernos no son sino la consecuencia lógica del matrimonio legal, su correctivo, por decirlo así..., un acto de protesta... Mirados desde este punto de vista, no tienen nada de humillantes. Si alguna vez..., aunque esto sea una suposición absurda..., si alguna vez yo contrajera matrimonio legal y llevara esos malditos cuernos, me sentiría muy feliz y diría a mi mujer: «Hasta este momento, amiga mía, me he limitado a quererte; pero ahora te respeto por el hecho de haber sabido protestar...» ¿Se ríe...? Eso prueba que no ha tenido usted valor para romper con los prejuicios... ¡El diablo me lleve...! Comprendo perfectamente el enojo que supone verse engañado cuando se está casado legalmente; pero esto no es sino una mísera consecuencia de una situación humillante y degradante para los dos cónyuges. Porque cuando a uno le ponen los cuernos con toda franqueza, como sucede en las uniones libres, se puede decir que no existen, ya que pierden toda su significación, e incluso el nombre de cuernos. Es más, en este caso, la mujer da a su compañero una prueba de estimación, ya que le considera incapaz de oponerse a su felicidad y lo bastante culto para no intentar vengarse del nuevo esposo... ¡El diablo me lleve...! Yo me digo a veces que si me casase, si me uniese a una mujer, legal o libremente, que eso poco importa, y pasara el tiempo sin que mi mujer tuviera un amante, se lo llevaría yo mismo y le diría: «Amiga mía, te amo de veras, pero lo que más me importa es merecer tu estimación.» ¿Qué le parece? ¿Tengo razón o no la tengo?
Piotr Petrovitch sonrió burlonamente pero con gesto distraído. Su pensamiento estaba en otra parte, cosa que Lebeziatnikof no tardó en notar, además de leer la preocupación en su semblante.
Lujine parecía afectado y se frotaba las manos con aire pensativo. Andrés Simonovitch recordaría estos detalles algún tiempo después.
‑Lo he visto todo y todo lo he oído -dijo, recalcando esta última palabra‑. Lo que usted acaba de hacer es noble, es decir, humano. Ya he visto que usted no quiere que le den las gracias. Y aunque mis principios particulares me prohíben, lo confieso, practicar la caridad privada, pues no sólo es insuficiente para extirpar el mal, sino que, por el contrario, lo fomenta, no puedo menos de confesarle que su gesto me ha producido verdadera satisfacción. Sí, sí; su gesto me ha impresionado.
‑¡Bah! No tiene importancia ‑murmuró Piotr Petrovitch un poco emocionado y mirando a Lebeziatnikof atentamente.
‑Sí, sí que tiene importancia. Un hombre que como usted se siente ofendido, herido, por lo que ocurrió ayer, y que, no obstante, es capaz de interesarse por la desgracia ajena: un hombre así, aunque sus actos constituyan un error social, es digno de estimación. No esperaba esto de usted, Piotr Petrovitch, sobre todo teniendo en cuenta sus ideas, que son para usted una verdadera traba, ¡y cuán importante! ¡Ah, cómo le ha impresionado el incidente de ayer! ‑exclamó el bueno de Andrés Simonovitch, sintiendo que volvía a despertarse en él su antigua simpatía por Piotr Petrovitch‑. Pero dígame: ¿por qué da usted tanta importancia al matrimonio legal, mi muy querido y noble Piotr Petrovitch? ¿Por qué conceder un puesto tan alto a esa legalidad? Pégueme si quiere, pero le confieso que me siento feliz, sí, feliz, de ver que ese compromiso se ha roto; de saber que es usted libre y de pensar que usted no está completamente perdido para la humanidad... Sí, me siento feliz: ya ve usted que le soy franco.
‑Yo doy importancia al matrimonio legal porque no quiero llevar cuernos ‑repuso Lujine, que parecía preocupado por decir algo‑ y porque tampoco quiero educar hijos de los que no seria yo el padre, como ocurre con frecuencia en las uniones libres que usted predica.
‑¿Los hijos? ¿Ha dicho usted los hijos? ‑exclamó Andrés Simonovitch, estremeciéndose como un caballo de guerra que oye el son del clarín‑. Desde luego, es una cuestión social de la más alta importancia, estamos de acuerdo, pero que se resolverá mediante normas muy distintas de las que rigen ahora. Algunos llegan incluso a no considerarlos como tales, del mismo modo que no admiten nada de lo que concierne a la familia... Pero ya hablaremos de eso más adelante. Ahora analicemos tan sólo la cuestión de los cuernos. Le confieso que es mi tema favorito. Esta expresión baja y grosera difundida por Pushkin no figurará en los diccionarios del futuro. Pues, en resumidas cuentas, ¿qué es eso de los cuernos? ¡Oh, qué aberración! ¡Cuernos...! ¿Por qué? Eso es absurdo, no lo dude. La unión libre los hará desaparecer. Los cuernos no son sino la consecuencia lógica del matrimonio legal, su correctivo, por decirlo así..., un acto de protesta... Mirados desde este punto de vista, no tienen nada de humillantes. Si alguna vez..., aunque esto sea una suposición absurda..., si alguna vez yo contrajera matrimonio legal y llevara esos malditos cuernos, me sentiría muy feliz y diría a mi mujer: «Hasta este momento, amiga mía, me he limitado a quererte; pero ahora te respeto por el hecho de haber sabido protestar...» ¿Se ríe...? Eso prueba que no ha tenido usted valor para romper con los prejuicios... ¡El diablo me lleve...! Comprendo perfectamente el enojo que supone verse engañado cuando se está casado legalmente; pero esto no es sino una mísera consecuencia de una situación humillante y degradante para los dos cónyuges. Porque cuando a uno le ponen los cuernos con toda franqueza, como sucede en las uniones libres, se puede decir que no existen, ya que pierden toda su significación, e incluso el nombre de cuernos. Es más, en este caso, la mujer da a su compañero una prueba de estimación, ya que le considera incapaz de oponerse a su felicidad y lo bastante culto para no intentar vengarse del nuevo esposo... ¡El diablo me lleve...! Yo me digo a veces que si me casase, si me uniese a una mujer, legal o libremente, que eso poco importa, y pasara el tiempo sin que mi mujer tuviera un amante, se lo llevaría yo mismo y le diría: «Amiga mía, te amo de veras, pero lo que más me importa es merecer tu estimación.» ¿Qué le parece? ¿Tengo razón o no la tengo?
Piotr Petrovitch sonrió burlonamente pero con gesto distraído. Su pensamiento estaba en otra parte, cosa que Lebeziatnikof no tardó en notar, además de leer la preocupación en su semblante.
Lujine parecía afectado y se frotaba las manos con aire pensativo. Andrés Simonovitch recordaría estos detalles algún tiempo después.
Re: Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievski.
Quinta Parte: Capítulo II
No es fácil explicar cómo había nacido en el trastornado cerebro de Catalina Ivanovna la idea insensata de aquella comida. En ella había invertido la mitad del dinero que le había entregado Raskolnikof para el entierro de Marmeladof. Tal vez se creía obligada a honrar convenientemente la memoria del difunto, a fin de demostrar a todos los inquilinos, y sobre todo a Amalia Ivanovna, que él valía tanto como ellos, si no más, y que ninguno tenía derecho a adoptar un aire de superioridad al compararse con él. Acaso aquel proceder obedecía a ese orgullo que en determinadas circunstancias, y especialmente en las ceremonias públicas ineludibles para todas las clases sociales, impulsa a los pobres a realizar un supremo esfuerzo y sacrificar sus últimos recursos solamente para hacer las cosas tan bien como los demás y no dar pábulo a comadreos.
También podía ser que Catalina Ivanovna, en aquellos momentos en que su soledad y su infortunio eran mayores, experimentara el deseo de demostrar a aquella «pobre gente» que ella, como hija de un coronel y persona educada en una noble y aristocrática mansión, no sólo sabía vivir y recibir, sino que no había nacido para barrer ni para lavar por las noches la ropa de sus hijos. Estos arrebatos de orgullo y vanidad se apoderan a veces de las más míseras criaturas y cobran la forma de una necesidad furiosa e irresistible. Por otra parte, Catalina Ivanovna no era de esas personas que se aturden ante la desgracia. Los reveses de fortuna podían abrumarla, pero no abatir su moral ni anular su voluntad.
Tampoco hay que olvidar que Sonetchka afirmaba, y no sin razón, que no estaba del todo cuerda. Esto no era cosa probada, pero últimamente, en el curso de todo un año, su pobre cabeza había tenido que soportar pruebas especialmente rudas. En fin, también hay que tener en cuenta que, según los médicos, la tisis, en los períodos avanzados de su evolución, perturba las facultades mentales.
Las botellas no eran numerosas ni variadas. No se veía en la mesa vino de Madeira: Lujine había exagerado. Había, verdad es, otros vinos, vodka, ron, oporto, todo de la peor calidad, pero en cantidad suficiente. El menú, preparado en la cocina de Amalia Ivanovna, se componía, además del kutia ritual, de tres o cuatro platos, entre los que no faltaban los populares crêpes.
Además, se habían preparado dos samovares para los invitados que quisieran tomar té o ponche después de la comida.
Catalina Ivanovna se había encargado personalmente de las compras ayudada por un inquilino de la casa, un polaco famélico que habitaba, sólo Dios sabía por qué, en el departamento de la señora Lipevechsel y que desde el primer momento se había puesto a disposición de la viuda. Desde el día anterior había demostrado un celo extraordinario. A cada momento y por la cuestión más insignificante iba a ponerse a las órdenes de Catalina Ivanovna, y la perseguía hasta los Gostiny Dvor, llamándola pani comandanta. De aquí que, después de haber declarado que no habría sabido qué hacer sin este hombre, Catalina Ivanovna acabara por no poder soportarlo. Esto le ocurría con frecuencia: se entusiasmaba ante el primero que se presentaba a ella, lo adornaba con todas las cualidades imaginables, le atribuía mil méritos inexistentes, pero en los que ella creía de todo corazón, para sentirse de pronto desencantada y rechazar con palabras insultantes al mismo ante el cual se había inclinado horas antes con la más viva admiración. Era de natural alegre y bondadoso, pero sus desventuras y la mala suerte que la perseguía le hacían desear tan furiosamente la paz y el bienestar, que el menor tropiezo la ponía fuera de sí, y entonces, a las esperanzas más brillantes y fantásticas sucedían las maldiciones, y desgarraba y destruía todo cuanto caía en sus manos, y terminaba por dar cabezadas en las paredes.
Amalia Feodorovna adquirió una súbita y extraordinaria importancia a los ojos de Catalina Ivanovna y el puesto que ocupaba en su estimación se amplió considerablemente, tal vez por el solo motivo de haberse entregado en alma y vida a la organización de la comida de funerales. Se había encargado de poner la mesa, proporcionando la mantelería, la vajilla y todo lo demás, amén de preparar los platos en su propia cocina.
Catalina Ivanovna le había delegado sus poderes cuando tuvo que ir al cementerio, y Amalia Feodorovna se había mostrado digna de esta confianza. La mesa estaba sin duda bastante bien puesta. Cierto que los platos, los vasos, los cuchillos, los tenedores no hacían juego, porque procedían de aquí y de allá; pero a la hora señalada todo estaba a punto, y Amalia Feodorovna, consciente de haber desempeñado sus funciones a la perfección, se pavoneaba con un vestido negro y un gorro adornado con flamantes cintas de luto. Y así ataviada recibía a los invitados con una mezcla de satisfacción y orgullo.
Este orgullo, aunque legítimo, contrarió a Catalina Ivanovna, que pensó: « ¡Cualquiera diría que nosotros no habríamos podido poner la mesa sin su ayuda! » El gorro adornado con cintas nuevas le chocó también. «Esta estúpida alemana estará diciéndose que, por caridad, ha venido en socorro nuestro, pobres inquilinos. ¡Por caridad! ¡Habráse visto! » En casa del padre de Catalina Ivanovna, que era coronel y casi gobernador, se reunían a veces cuarenta personas en la mesa, y aquella Amalia Feodorovna, mejor dicho, Ludwigovna, no habría podido figurar entre ellas de ningún modo.
Catalina Ivanovna decidió no manifestar sus sentimientos en seguida, pero se prometió parar los pies aquel mismo día a aquella impertinente que sabe Dios lo que se habría creído. Por el momento se limitó a mostrarse fría con ella.
Otra circunstancia contribuyó a irritar a Catalina Ivanovna. Excepto el polaco, ningún inquilino había ido al cementerio. Pero en el momento de sentarse a la mesa acudió la gente más mísera e insignificante de la casa. Algunos incluso se presentaron vestidos de cualquier modo. En cambio, las personas un poco distinguidas parecían haberse puesto de acuerdo para no presentarse, empezando por Lujine, el más respetable de todos.
El mismo día anterior, por la noche, Catalina Ivanovna había explicado a todo el mundo, es decir, a Amalia Feodorovna, a Poletchka, a Sonia y al polaco, que Piotr Petrovitch era un hombre noble y magnánimo, y además rico y superiormente relacionado, que había sido amigo de su primer esposo y había frecuentado la casa de su padre. Y afirmó que le había prometido dar los pasos necesarios para que le asignaran una importante pensión. A propósito de esto hay que decir que cuando Catalina Ivanovna se hacía lenguas de la fortuna o las relaciones de alguien y se envanecía de ello, no lo hacía por interés personal, sino simplemente para realzar el prestigio de la persona que era objeto de sus alabanzas.
Como Lujine, y seguramente por seguir su ejemplo, faltaba aquel tunante de Lebeziatnikof. ¿Qué idea se habría forjado de sí mismo aquel hombre? Ella le había invitado solamente porque compartía la habitación de Piotr Petrovitch y habría sido un desaire no hacerlo. Tampoco habían acudido una gran señora y su hija, no ya demasiado joven, que vivían desde hacía sólo dos semanas en casa de la señora Lipevechsel, pero que habían tenido tiempo para quejarse más de una vez de los ruidos y los gritos procedentes de la habitación de los Marmeladof, sobre todo cuando el difunto llegaba bebido. Como es de suponer, Catalina Ivanovna había sido informada inmediatamente de ello por Amalia Ivanovna en persona, que, en el calor de sus disputas, había llegado a amenazarla con echarla a la calle con toda su familia por turbar ‑así lo decía a voz en grito‑ el reposo de unos inquilinos tan honorables que los Marmeladof no eran dignos ni siquiera de atarles los cordones de los zapatos.
Catalina Ivanovna había tenido especial interés en invitar a aquellas dos damas «a las que ni siquiera merecía atar los cordones de los zapatos», sobre todo porque le habían vuelto la cabeza desdeñosamente cada vez que se habían encontrado con ella. Catalina Ivanovna se decía que su invitación era un modo de demostrarles que era superior a ellas en sentimientos y que sabía perdonar las malas acciones. Por otra parte, las invitadas tendrían ocasión de convencerse de que ella no había nacido para vivir como vivía.
No es fácil explicar cómo había nacido en el trastornado cerebro de Catalina Ivanovna la idea insensata de aquella comida. En ella había invertido la mitad del dinero que le había entregado Raskolnikof para el entierro de Marmeladof. Tal vez se creía obligada a honrar convenientemente la memoria del difunto, a fin de demostrar a todos los inquilinos, y sobre todo a Amalia Ivanovna, que él valía tanto como ellos, si no más, y que ninguno tenía derecho a adoptar un aire de superioridad al compararse con él. Acaso aquel proceder obedecía a ese orgullo que en determinadas circunstancias, y especialmente en las ceremonias públicas ineludibles para todas las clases sociales, impulsa a los pobres a realizar un supremo esfuerzo y sacrificar sus últimos recursos solamente para hacer las cosas tan bien como los demás y no dar pábulo a comadreos.
También podía ser que Catalina Ivanovna, en aquellos momentos en que su soledad y su infortunio eran mayores, experimentara el deseo de demostrar a aquella «pobre gente» que ella, como hija de un coronel y persona educada en una noble y aristocrática mansión, no sólo sabía vivir y recibir, sino que no había nacido para barrer ni para lavar por las noches la ropa de sus hijos. Estos arrebatos de orgullo y vanidad se apoderan a veces de las más míseras criaturas y cobran la forma de una necesidad furiosa e irresistible. Por otra parte, Catalina Ivanovna no era de esas personas que se aturden ante la desgracia. Los reveses de fortuna podían abrumarla, pero no abatir su moral ni anular su voluntad.
Tampoco hay que olvidar que Sonetchka afirmaba, y no sin razón, que no estaba del todo cuerda. Esto no era cosa probada, pero últimamente, en el curso de todo un año, su pobre cabeza había tenido que soportar pruebas especialmente rudas. En fin, también hay que tener en cuenta que, según los médicos, la tisis, en los períodos avanzados de su evolución, perturba las facultades mentales.
Las botellas no eran numerosas ni variadas. No se veía en la mesa vino de Madeira: Lujine había exagerado. Había, verdad es, otros vinos, vodka, ron, oporto, todo de la peor calidad, pero en cantidad suficiente. El menú, preparado en la cocina de Amalia Ivanovna, se componía, además del kutia ritual, de tres o cuatro platos, entre los que no faltaban los populares crêpes.
Además, se habían preparado dos samovares para los invitados que quisieran tomar té o ponche después de la comida.
Catalina Ivanovna se había encargado personalmente de las compras ayudada por un inquilino de la casa, un polaco famélico que habitaba, sólo Dios sabía por qué, en el departamento de la señora Lipevechsel y que desde el primer momento se había puesto a disposición de la viuda. Desde el día anterior había demostrado un celo extraordinario. A cada momento y por la cuestión más insignificante iba a ponerse a las órdenes de Catalina Ivanovna, y la perseguía hasta los Gostiny Dvor, llamándola pani comandanta. De aquí que, después de haber declarado que no habría sabido qué hacer sin este hombre, Catalina Ivanovna acabara por no poder soportarlo. Esto le ocurría con frecuencia: se entusiasmaba ante el primero que se presentaba a ella, lo adornaba con todas las cualidades imaginables, le atribuía mil méritos inexistentes, pero en los que ella creía de todo corazón, para sentirse de pronto desencantada y rechazar con palabras insultantes al mismo ante el cual se había inclinado horas antes con la más viva admiración. Era de natural alegre y bondadoso, pero sus desventuras y la mala suerte que la perseguía le hacían desear tan furiosamente la paz y el bienestar, que el menor tropiezo la ponía fuera de sí, y entonces, a las esperanzas más brillantes y fantásticas sucedían las maldiciones, y desgarraba y destruía todo cuanto caía en sus manos, y terminaba por dar cabezadas en las paredes.
Amalia Feodorovna adquirió una súbita y extraordinaria importancia a los ojos de Catalina Ivanovna y el puesto que ocupaba en su estimación se amplió considerablemente, tal vez por el solo motivo de haberse entregado en alma y vida a la organización de la comida de funerales. Se había encargado de poner la mesa, proporcionando la mantelería, la vajilla y todo lo demás, amén de preparar los platos en su propia cocina.
Catalina Ivanovna le había delegado sus poderes cuando tuvo que ir al cementerio, y Amalia Feodorovna se había mostrado digna de esta confianza. La mesa estaba sin duda bastante bien puesta. Cierto que los platos, los vasos, los cuchillos, los tenedores no hacían juego, porque procedían de aquí y de allá; pero a la hora señalada todo estaba a punto, y Amalia Feodorovna, consciente de haber desempeñado sus funciones a la perfección, se pavoneaba con un vestido negro y un gorro adornado con flamantes cintas de luto. Y así ataviada recibía a los invitados con una mezcla de satisfacción y orgullo.
Este orgullo, aunque legítimo, contrarió a Catalina Ivanovna, que pensó: « ¡Cualquiera diría que nosotros no habríamos podido poner la mesa sin su ayuda! » El gorro adornado con cintas nuevas le chocó también. «Esta estúpida alemana estará diciéndose que, por caridad, ha venido en socorro nuestro, pobres inquilinos. ¡Por caridad! ¡Habráse visto! » En casa del padre de Catalina Ivanovna, que era coronel y casi gobernador, se reunían a veces cuarenta personas en la mesa, y aquella Amalia Feodorovna, mejor dicho, Ludwigovna, no habría podido figurar entre ellas de ningún modo.
Catalina Ivanovna decidió no manifestar sus sentimientos en seguida, pero se prometió parar los pies aquel mismo día a aquella impertinente que sabe Dios lo que se habría creído. Por el momento se limitó a mostrarse fría con ella.
Otra circunstancia contribuyó a irritar a Catalina Ivanovna. Excepto el polaco, ningún inquilino había ido al cementerio. Pero en el momento de sentarse a la mesa acudió la gente más mísera e insignificante de la casa. Algunos incluso se presentaron vestidos de cualquier modo. En cambio, las personas un poco distinguidas parecían haberse puesto de acuerdo para no presentarse, empezando por Lujine, el más respetable de todos.
El mismo día anterior, por la noche, Catalina Ivanovna había explicado a todo el mundo, es decir, a Amalia Feodorovna, a Poletchka, a Sonia y al polaco, que Piotr Petrovitch era un hombre noble y magnánimo, y además rico y superiormente relacionado, que había sido amigo de su primer esposo y había frecuentado la casa de su padre. Y afirmó que le había prometido dar los pasos necesarios para que le asignaran una importante pensión. A propósito de esto hay que decir que cuando Catalina Ivanovna se hacía lenguas de la fortuna o las relaciones de alguien y se envanecía de ello, no lo hacía por interés personal, sino simplemente para realzar el prestigio de la persona que era objeto de sus alabanzas.
Como Lujine, y seguramente por seguir su ejemplo, faltaba aquel tunante de Lebeziatnikof. ¿Qué idea se habría forjado de sí mismo aquel hombre? Ella le había invitado solamente porque compartía la habitación de Piotr Petrovitch y habría sido un desaire no hacerlo. Tampoco habían acudido una gran señora y su hija, no ya demasiado joven, que vivían desde hacía sólo dos semanas en casa de la señora Lipevechsel, pero que habían tenido tiempo para quejarse más de una vez de los ruidos y los gritos procedentes de la habitación de los Marmeladof, sobre todo cuando el difunto llegaba bebido. Como es de suponer, Catalina Ivanovna había sido informada inmediatamente de ello por Amalia Ivanovna en persona, que, en el calor de sus disputas, había llegado a amenazarla con echarla a la calle con toda su familia por turbar ‑así lo decía a voz en grito‑ el reposo de unos inquilinos tan honorables que los Marmeladof no eran dignos ni siquiera de atarles los cordones de los zapatos.
Catalina Ivanovna había tenido especial interés en invitar a aquellas dos damas «a las que ni siquiera merecía atar los cordones de los zapatos», sobre todo porque le habían vuelto la cabeza desdeñosamente cada vez que se habían encontrado con ella. Catalina Ivanovna se decía que su invitación era un modo de demostrarles que era superior a ellas en sentimientos y que sabía perdonar las malas acciones. Por otra parte, las invitadas tendrían ocasión de convencerse de que ella no había nacido para vivir como vivía.
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