La Ilíada - Canto VII
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La Ilíada - Canto VII
La Ilíada - Canto VII
de Homero
vv. 1 y ss.
Dichas estas palabras, el esclarecido Héctor y su hermano Alejandro traspusieron las puertas, con el ánimo impaciente por combatir y pelear. Como cuando un dios envía próspero viento a navegantes que lo anhelan porque están cansados de romper las olas, batiendo los pulidos remos, y tienen relajados los miembros a causa de la fatiga; así, tan deseados, aparecieron aquéllos a los tuecros.
vv. 8 y ss.
Paris mató a Menestio, que vivía en Arna y era hijo del rey Areitoo, famoso por su clava, y de Filomedusa la de los grandes ojos; y Héctor con la puntiaguda lanza tiró a Eyoneo un bote en la cerviz, debajo del casco de bronce, y dejóle sin vigor los miembros. Glauco, hijo de Hipóloco y príncipe de los licios, arrojó en la reñida pelea un dardo a Ifínoo Dexíada cuando subía al carro de corredoras yeguas, y le acertó en la espalda: Ifínoo cayó al suelo y sus miembros se relajaron.
vv. 17 y ss.
Cuando Atenea, la diosa de los brillantes ojos, vio que aquéllos mataban a muchos argivos en el duro combate, descendiendo en raudo vuelo de las cumbres del Olimpo, se encaminó a la sagrada Ilión. Pero, al advertirlo Apolo desde Pérgamo, fue a oponérsele porque deseaba que los teucros ganaran la victoria. Encontráronse ambas deidades en la encina; y el soberano Apolo, hijo de Zeus, habló diciendo:
vv. 24 y ss.
—¿Por qué, enardecida nuevamente, oh hija del gran Zeus, vienes del Olimpo? ¿Qué poderoso afecto te mueve? ¿Acaso quieres dar a los aqueos la indecisa victoria? Porque de los teucros no te compadecerías, aunque estuviesen pereciendo. Si quieres condescender con mi deseo —y sería lo mejor— suspenderemos por hoy el combate y la pelea; y luego volverán a batallar hasta que logren arruinar a Ilión, ya que os place a las diosas destruir esta ciudad.
vv. 33 y ss.
Respondióle Atenea, la diosa de los brillantes ojos: — Sea así, Flechador; con este propósito vine del Olimpo al campo de los teucros y de los aquivos. Mas ¿por qué medio has pensado suspender la batalla?
vv. 37 y ss.
Contestó el soberano Apolo, hijo de Zeus: — Hagamos que Héctor, de corazón fuerte, domador de caballos, provoque a los dánaos a pelear con él en terrible y singular combate; e indignados los aqueos, de hermosas grebas, susciten a alguien que mida sus armas con el divino Héctor.
vv. 43 y ss.
Así dijo; y Atenea, la diosa de los brillantes ojos, no se opuso. Heleno, hijo amado de Príamo, comprendió al punto lo que era grato a los dioses que conversaban, y llegándose a Héctor, le dirigió estas palabras:
vv. 47 y ss.
—¡Héctor, hijo de Príamo, igual en prudencia a Zeus! ¿Querrás hacer lo que te diga yo, que soy tu hermano? Manda que suspendan la pelea los teucros y los aqueos todos, y reta al más valiente de éstos a luchar contigo en terrible combate, pues aun no ha dispuesto el hado que mueras y llegues al término fatal de tu vida. He oído que así lo decían los sempiternos dioses.
vv. 54 y ss.
En tales términos habló. Oyóle Héctor con intenso placer, y corriendo al centro de ambos ejércitos con la lanza cogida por el medio, detuvo las falanges troyanas, que al momento se quedaron quietas. Agamemnón contuvo a los aqueos, de hermosas grebas; y Atenea y Apolo, el del arco de plata, transfigurados en buitres, se posaron en la alta encina del padre Zeus, que lleva la égida, y se deleitaban en contemplar a los guerreros cuyas densas filas aparecían erizadas de escudos, cascos y lanzas. Como el Céfiro, cayendo sobre el mar, encrespa las olas, y el ponto negrea; de semejante modo sentáronse en la llanura las hileras de aquivos y teucros. Y Héctor, puesto entre unos y otros, dijo:
vv. 67 y ss.
—¡Oídme teucros y aqueos, de hermosas grebas, y os diré lo que en el pecho mi corazón me dicta! El excelso Cronión no ratificó nuestros juramentos, y seguirá causándonos males a unos y a otros, hasta que toméis la torreada Ilión o sucumbáis junto a las naves que atraviesan el ponto. Entre vosotros se hallan los más valientes aqueos; aquel a quien el ánimo incite a combatir conmigo, adelántese y será campeón con el divino Héctor. Propongo lo siguiente y Zeus sea testigo: Si aquél, con su bronce de larga punta, consigue quitarme la vida, despójeme de las armas, lléveselas a las cóncavas naves, y entregue mi cuerpo a los míos para que los troyanos y sus esposas lo suban a la pira; y si yo le matare a él, por concederme Apolo tal gloria, me llevaré sus armas a la sagrada Ilión, las colgaré en el templo del flechador Apolo, y enviaré el cadáver a los navíos de muchos bancos, para que los aqueos, de larga cabellera, le hagan exequias y le erijan un túmulo a orillas del espacioso Helesponto. Y dirá alguno de los futuros hombres, atravesando el vinoso mar en un bajel de muchos órdenes de remos:
vv. 89 y ss.
Esa es la tumba de un varón que peleaba valerosamente y fue muerto en edad remota por el esclarecido Héctor. Así hablará, y mi gloria será eterna.
vv. 92 y ss.
De tal modo se expresó. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos, pues por vergüenza no rehusaban el desafío y por miedo no se decidían a aceptarlo. Al fin levantóse Menelao, con el corazón afligidísimo, y los apostrofó de esta manera:
vv. 96 y ss.
—¡Ay de mí, hombres jactanciosos; aqueas, que no aqueos. Grande y horrible será nuestro oprobio si no sale ningún dánao al encuentro de Héctor. Ojalá os volvierais agua y tierra ahí mismo donde estáis sentados, hombres sin corazón y sin honor. Yo seré quien se arme y luche con aquel, pues la victoria la conceden desde lo alto los inmortales dioses.
vv. 103 y ss.
Esto dicho, empezó a ponerse la magnífica armadura. Entonces oh Menelao, hubieras acabado la vida en manos de Héctor, cuya fuerza era muy superior, si los reyes aqueos no se hubiesen apresurado a detenerte. El mismo Agamemnón Atrida, el de vasto poder, asióle de la diestra exclamando:
vv. 109 y ss.
—Deliras, Menelao, alumno de Zeus! Nada te fuerza a cometer tal locura. Domínate, aunque estés afligido, y no quieras luchar por despique con un hombre más fuerte que tú, con Héctor Priámida, que a todos amedrenta y cuyo encuentro en la batalla, donde los varones adquieren gloria, causaba horror al mismo Aquileo, que tanto en bravura te aventaja. Vuelve a juntarte con tus compañeros, siéntate, y los aqueos harán que se levante un campeón tal, que, aunque aquél sea intrépido e incansable en la pelea, con gusto, creo, se entregará al descanso si consigue escapar de tan fiero combate, de tan terrible lucha.
vv. 120 y ss.
Dijo; y el héroe cambió la mente de su hermano con la oportuna exhortación. Menelao obedeció y sus servidores, alegres, quitáronle la armadura de los hombros. Entonces levantóse Néstor, y arengó a los argivos diciendo:
vv. 124 y ss.
—¡Oh dioses! ¡Qué motivo de pesar tan grande para la tierra aquea! ¡Cuánto gemiría el anciano jinete Peleo, ilustre consejero y arengador de los mirmidones, que en su palacio se gozaba con preguntarme por la prosapia y la descendencia de los argivos todos! Si supiera que éstos tiemblan ante Héctor, alzaría las manos a los inmortales para que su alma, separándose del cuerpo, bajara a la morada de Hades. Ojalá, ¡padre Zeus, Atenea, Apolo!, fuese yo tan joven como cuando, encontrándose los pilios con los belicosos arcadios al pie de las murallas de Fea, cerca de la corriente del Jardano, trabaron el combate a orillas del impetuoso Celadonte. Entre los arcadios aparecía en primera línea Ereutalión, varón igual a un dios, que llevaba la armadura del rey Areitoo; del divino Areitoo, a quien por sobrenombre llamaban el Macero así los hombres como las mujeres de hermosa cintura, porque no peleaba con el arco y la formidable lanza, sino que rompía las falanges con la férrea maza. Al rey Areitoo matóle Licurgo, valiéndose no de la fuerza, sino de la astucia, en un camino estrecho, donde la férrea clava no podía librarle de la muerte: Licurgo se le adelantó, envasóle la lanza en medio del cuerpo, tumbóle de espaldas, y despojóle de la armadura, regalo del férreo Ares, que llevaba en las batallas. Cuando Licurgo envejeció en el palacio, entregó dicha armadura a Ereutalión, su escudero querido, para que la usara; y éste, con tales armas, desafiaba entonces a los más valientes. Todos estaban amedrentados y temblando, y nadie se atrevía a aceptar el reto, pero mi ardido corazón me impulsó a pelear con aquel presuntuoso —era yo el más joven de todos— y combatí con él y Atenea me dio gloria, pues logré matar a aquel hombre gigantesco y fortísimo, que tendido en el suelo ocupaba un gran espacio. Ojalá me rejuveneciera tanto y mis fuerzas conservaran su robustez. ¡Cuán pronto Héctor, de tremolante casco, tendría combate! ¡Pero ni los que sois los más valientes de los aqueos todos, ni siquiera vosotros, estáis dispuestos a hacer campo contra Héctor!
vv. 161 y ss.
De esta manera los increpó el anciano, y nueve en junto se levantaron. Levantóse, mucho antes que los otros, el rey de hombres Agamemnón; luego, el fuerte Diomedes Tidida; después, ambos Ayaces, revestidos de impetuoso valor; tras ellos Idomeneo y su escudero Meriones que al homicida Ares igualaba; en seguida Eurípilo, hijo ilustre de Evemón; y, finalmente, Toante Andremónida y el divino Odiseo: todos éstos querían pelear con el ilustre Héctor. Y Néstor, caballero gerenio, les dijo:
vv. 171 y ss.
—Echad suertes, y aquel a quien le toque alegrará a los aqueos, de hermosas grebas, y sentirá regocijo en el corazón si logra escapar del fiero combate, de la terrible lucha.
vv. 175 y ss.
Tal fue lo que propuso. Los nueve señalaron sus respectivas tarjas, y seguidamente las metieron en el casco de Agamemnón Atrida. Los guerreros oraban y alzaban las manos a los dioses. Y algunos exclamaron, mirando al anchuroso cielo:
vv. 179 y ss.
—¡Padre Zeus! Haz que le caiga la suerte a Ayante, al hijo de Tideo, o al mismo rey de Micenas rica en oro.
vv. 181 y ss.
Así decían. Néstor, caballero gerenio, meneaba el casco, hasta que por fin saltó la tarja que ellos querían, la de Ayante. Un heraldo llevóla por el concurso y, empezando por la derecha, la enseñaba a los próceres aqueos, quienes, al no reconocerla, negaban que fuese la suya; pero cuando llegó al que la había marcado y echado en el casco, al ilustre Ayante, éste tendió la mano, y aquél se detuvo y le entregó la contraseña. El héroe la reconoció, con gran júbilo de su corazón, y tirándola al suelo, a sus pies exclamó:
vv. 191 y ss.
—¡Oh amigos! Mi tarja es, y me alegro en el alma porque espero vencer al divino Héctor. ¡Ea! Mientras visto la bélica armadura, orad al soberano Jove Cronión mentalmente, para que no lo oigan los teucros; o en alta voz, pues a nadie tememos. No habrá quien, valiéndose de la fuerza o de la astucia, me ponga en fuga contra mi voluntad; porque no creo que naciera y me criara en Salamina, tan inhábil para la lucha.
vv. 200 y 201
Tales fueron sus palabras. Ellos oraron al soberano Jove Cronión, y algunos dijeron mirando al anchuroso cielo:
vv. 202 y ss.
—¡Padre Zeus, que reinas desde el Ida, gloriosísimo máximo! Conceded a Ayante la victoria y un brillante triunfo y si amas también a Héctor y por él te interesas, dales a entrambos igual fuerza y gloria.
vv. 206 y ss.
Así hablaban. Púsose Ayante la armadura de luciente bronce; y vestidas las armas, marchó tan animoso como el terrible Ares cuando se encamina al combate de los hombres a quienes el Cronión hace venir a las manos por una roedora discordia. Tan terrible se levantó Ayante, antemural de los aqueos, que sonreía con torva faz, andaba a paso largo y blandía enorme lanza. Los argivos se regocijaron grandemente así que le vieron; y un violento temblor se apoderó de los teucros; al mismo Héctor palpitóle el corazón en el pecho; pero ya no podía manifestar temor ni retirarse a su ejército, porque de él había partido la provocación. Ayante se le acercó con su escudo como una torre, broncíneo, de siete pieles de buey, que en otro tiempo le hiciera Tiquio, el cual habitaba en Hila y era el mejor de los curtidores. Este formó el versátil escudo con siete pieles de corpulentos bueyes y puso encima como octava capa, una lámina de bronce. Ayante Telamonio paróse, con la rodela al pecho, muy cerca de Héctor; y amenazándole, dijo:
vv. 226 y ss.
—¡Héctor! Ahora sabrás claramente, de solo a solo, cuáles adalides pueden presentar los dánaos, aun prescindiendo de Aquileo, que destruye los escuadrones y tiene el ánimo de un león. Mas el héroe, enojado con Agamemnón, pastor de hombres, permanece en las corvas naves, que atraviesan el ponto, y somos muchos los capaces de pelear contigo. Pero empiece ya la lucha y el combate.
vv. 233 y ss.
Respondióle el gran Héctor, de tremolante casco: —¡Ayante Telamonio, de jovial linaje, príncipe de hombres! No me tientes cual si fuera un débil niño o una mujer que no conoce las cosas de la guerra. Versado estoy en los combates y en las matanzas de hombres; sé mover a diestro y siniestro la seca piel de buey que llevo para luchar denodadamente, sé lanzarme a la pelea cuando en prestos carros se batalla, y sé deleitar a Ares en el cruel estadio de la guerra. Pero a ti, siendo cual eres, no quiero herirte con alevosía, sino cara a cara, si conseguirlo puedo.
vv. 244 y ss.
Dijo y blandiendo la enorme lanza, arrojóla y atravesó el bronce que cubría como octava capa el gran escudo de Ayante, formado por siete boyunos cueros: la indomable punta horadó seis de éstos y en el séptimo quedó detenida. Ayante, descendiente de Zeus, tiró a su vez un bote en el escudo liso del Priámida, y el asta, pasando por la tersa rodela, se hundió en la labrada coraza y rasgó la túnica sobre el ijar; inclinóse el héroe, y evitó la negra muerte. Y arrancando ambos las luengas lanzas de los escudos, acometiéronse como carniceros leones o puercos monteses, cuya fuerza es inmensa. El Priámida hirió con la lanza el centro del escudo de Ayante y el bronce no pudo romperlo porque la punta se torció. Ayante, arremetiendo, clavó la suya en la rodela de aquél, e hizo vacilar al héroe cuando se disponía para el ataque; la punta abrióse camino hasta el cuello de Héctor, y en seguida brotó la negra sangre. Mas no por eso cesó de combatir Héctor, de tremolante casco, sino que, volviéndose, cogió con su robusta mano un pedrejón negro y erizado de puntas que había en el campo; lo tiró, acertó a dar en el bollón central del gran escudo de Ayante, de siete boyunas pieles, e hizo resonar el bronce de la rodela. Ayante entonces, tomando una piedra mucho mayor, la despidió haciéndola voltear con una fuerza inmensa. La piedra torció el borde inferior del hectóreo escudo, cual pudiera hacerlo una muela de molino, y chocando con las rodillas de Héctor le tumbó de espaldas, asido a la rodela; pero Apolo en seguida le puso en pie. Y ya se hubieran atacado de cerca con las espadas, si no hubiesen acudido dos heraldos, mensajeros de Zeus y de los hombres, que llegaron, respectivamente, del campo de los teucros y del de los aqueos, de broncíneas corazas: Taltibio e Ideo, prudentes ambos. Estos interpusieron sus cetros entre los campeones, e Ideo, hábil en dar sabios consejos, pronunció estas palabras:
vv. 279 y ss.
—¡Hijos queridos! No peleéis ni combatáis más; a entrambos os ama Zeus, que amontona las nubes, y ambos sois belicosos. Esto lo sabemos todos. Pero la noche comienza ya, y será bueno obedecerla.
vv. 283 y ss.
Respondióle Ayante Telamonio: — ¡Ideo! Ordenad a Héctor que lo disponga, pues fue él quien retó a los más valientes. Sea el primero en desistir; que yo obedeceré, si él lo hiciere.
vv. 287 y ss.
Díjole el gran Héctor, de tremolante casco: — ¡Ayante! Puesto que los dioses te han dado corpulencia valor y cordura, y en el manejo de la lanza descuellas entre los aqueos, suspendamos por hoy el combate y la lucha, y otro día volveremos a pelear hasta que una deidad nos separe, después de otorgar la victoria a quien quisiere. La noche comienza ya, y será bueno obedecerla. Así tú regocijarás, en las naves, a todos los aqueos y especialmente a tus amigos y compañeros; y yo alegraré, en la gran ciudad del rey Príamo, a los troyanos y a las troyanas, de rozagantes peplos, que habrán ido a los sagrados templos a orar por mí. ¡Ea! Hagámonos magníficos regalos, para que digan aqueos y teucros: Combatieron con roedor encono, y se separaron por la amistad unidos.
vv. 303 y ss.
Cuando esto hubo dicho, entregó a Ayante una espada guarnecida con argénteos clavos ofreciéndosela con la vaina y el bien cortado ceñidor; y Ayante regaló a Héctor un vistoso tahalí teñido de púrpura. Separáronse luego, volviendo el uno a las tropas aqueas y el otro al ejército de los teucros. Estos se alegraron al ver a Héctor vivo, y que regresaba incólume, libre de la fuerza y de las invictas manos de Ayante, cuando ya desesperaban de que se salvara; y le acompañaron a la ciudad. Por su parte los aqueos, de hermosas grebas, llevaron a Ayante, ufano de la victoria, a la tienda del divino Agamemnón.
vv. 313 y ss.
Así que estuvieron en ella, Agamemnón Atrida, rey de hombres, sacrificó al prepotente Cronión un buey de cinco años. Tan pronto como lo hubieron desollado y preparado, lo descuartizaron hábilmente y cogiendo con pinchos los pedazos, los asaron con el cuidado debido y los retiraron del fuego. Terminada la faena y dispuesto el festín, comieron sin que nadie careciese de su respectiva porción; y el poderoso héroe Agamemnón Atrida, obsequió a Ayante con el ancho lomo. Cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y de beber, el anciano Néstor, cuya opinión era considerada siempre como la mejor, comenzó a darles un consejo. Y arengándolos con benevolencia, así les dijo:
vv. 327 y ss.
—¡Atrida y demás príncipes de los aqueos todos! Ya que han muerto tantos aquivos, de larga cabellera, cuya sangre esparció el cruel Ares por la ribera del Escamandro de límpida corriente y cuyas almas descendieron al Hades, conviene que suspendas los combates; y mañana, reunidos todos al comenzar del día, traeremos los cadáveres en carros tirados por bueyes y mulos, y los quemaremos cerca de los bajeles para llevar sus cenizas a los hijos de los difuntos cuando regresemos a la patria. Erijamos luego con tierra de la llanura, amontonada en torno de la pira, un túmulo común; edifiquemos a partir del mismo una muralla con altas torres que sea un reparo para las naves y para nosotros mismos; dejemos puertas, que se cierren con bien ajustadas tablas, para que pasen los carros, y cavemos al pie del muro un profundo foso, que detenga a los hombres y a los caballos si algún día no podemos resistir la acometida de los altivos teucros.
vv. 344 y ss.
Así hablo, y los demás reyes aplaudieron. Reuniéronse los teucros en la acrópolis de Ilión, cerca del palacio de Príamo; y la junta fue agitada y turbulenta. El prudente Antenor comenzó a arengarles de esta manera:
vv. 348 y ss.
—¡Oídme, troyanos, dárdanos y aliados, y os manifestaré lo que en el pecho mi corazón me dicta! Ea, restituyamos la argiva Helena con sus riquezas y que los Atridas se la lleven. Ahora combatimos después quebrar la fe ofrecida en los juramentos, y no espero que alcancemos éxito alguno mientras no hagamos lo que propongo.
vv. 354 y ss.
Dijo, y se sentó. Levantóse el divino Alejandro, esposo de Helena, la de hermosa cabellera, y dirigiéndose a aquél, pronunció estas aladas palabras:
vv. 357 y ss.
—¡Antenor! No me place lo que propones, y podías haber pensado algo mejor. Si realmente hablas con seriedad, los mismos dioses te han hecho perder el juicio. Y a los troyanos, domadores de caballos, les diré lo siguiente: Paladinamente lo declaro, no devolveré la esposa; pero sí quiero dar cuantas riquezas traje de Argos y aun otras que añadiré de mi casa.
vv. 365, 366 y 367
Dijo, y se sentó. Levantóse Príamo Dardánida, consejero igual a los dioses, y les arengó con benevolencia diciendo:
vv. 368 y ss.
—¡Oídme, troyanos, dárdanos y aliados, y os manifestaré lo que en el pecho mi corazón me dicta! Cenad en la ciudad, como siempre; acordaos de la guardia, y vigilad todos; al romper el alba vaya Ideo a las cóncavas naves, anuncie a los Atridas, Agamemnón y Menelao, la proposición de Alejandro, por quien se suscitó la contienda, y hágales esta prudente consulta: Si quieren que se suspenda el horrísimo combate, para quemar los cadáveres, y luego volveremos a pelear hasta que una deidad nos separe y otorgue la victoria a quien le plazca.
vv. 379 y ss.
De esta suerte habló; ellos le escucharon y obedecieron, tomando la cena en el campo, sin romper las filas, y apenas comenzó a alborear, encaminóse Ideo a las cóncavas naves y halló a los dánaos, ministros de Ares, reunidos en junta cerca del bajel de Agamemnón. El heraldo de voz sonora, puesto en medio, les dijo:
vv. 385 y ss.
—¡Atrida y demás príncipes de los aqueos todos! Mándanme Príamo y los ilustres troyanos que os participe, y ojalá os fuera acepta y grata, la proposición de Alejandro, por quien se suscitó la contienda. Ofrece dar cuantas riquezas trajo a Ilión en las cóncavas naves —¡así hubiese perecido antes!— y aun añadir otras de su casa; pero se niega a devolver la legítima esposa del glorioso Menelao, a pesar de que los troyanos se lo aconsejan. Me han ordenado también que os haga esta consulta: Si queréis que se suspenda el horrísono combate, para quemar los cadáveres, y luego volveremos a pelear hasta que una deidad nos separe y otorgue la victoria a quien le plazca.
vv. 398 y 399
Así habló. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos. Pero al fin Diomedes, valiente en la pelea, dijo:
vv. 400, 401 y 402
—No se acepten ni las riquezas de Alejandro ni a Helena tampoco pues es evidente, hasta para el más simple, que la ruina pende sobre los troyanos.
vv. 403, 404 y 405
Así se expresó; y todos los aqueos aplaudieron, admirados del discurso de Diomedes, domador de caballos. Y el rey Agamemnón dijo entonces a Ideo:
vv. 406 y ss.
—¡Ideo! Tú mismo oyes las palabras con que te responden los aqueos; ellas son de mi agrado. En cuanto a los cadáveres, no me opongo a que sean quemados, pues ha de ahorrarse toda dilación para satisfacer prontamente a los que murieron, entregando sus cuerpos a las llamas. Zeus tonante, esposo de Hera, reciba el juramento.
vv. 412 y ss.
Dicho esto, alzó el cetro a todos los dioses; e Ideo regresó a la sagrada Troya, donde le esperaban reunidos en junta, troyanos y dárdanos. El heraldo, puesto en medio, dijo la respuesta. En seguida dispusiéronse unos a recoger los cadáveres y otros a ir por leña. A su vez, los argivos salieron de las naves de numerosos bancos; unos, para recoger los cadáveres, y otros, para cortar leña.
vv. 421 y ss.
Ya el sol hería con sus rayos los campos, subiendo al cielo desde la plácida corriente del profundo Océano, cuando aqueos y teucros se mezclaron unos con otros en la llanura. Difícil era reconocer a cada varón; pero lavaban con agua las manchas de sangre de los cadáveres y derramando ardientes lágrimas, los subían a los carros. El gran Príamo no permitía que los teucros lloraran: éstos, en silencio y con el corazón afligido, hacinaron los cadáveres sobre la pira, los quemaron y volvieron a la sacra Ilión. Del mismo modo, los aqueos, de hermosas grebas, hacinaron los cadáveres sobre la pira, los quemaron y volvieron a las cóncavas naves.
vv. 433 y ss.
Cuando aún no despuntaba la aurora, pero ya la luz del alba aparecía, un grupo escogido de aqueos se reunió en torno a la pira. Erigieron con tierra de la llanura un túmulo común; construyeron a partir del mismo una muralla con altas torres, que sirviese de reparo a las naves y a ellos mismos; dejaron puertas, que se cerraban con bien ajustadas tablas, para que pudieran pasar los carros, y cavaron al pie del muro un gran foso profundo y ancho que defendieron con estacas. De tal suerte trabajaban los aqueos, de larga cabellera.
vv. 443 y ss.
Los dioses sentados a la vela de Zeus fulminador contemplaban la grande obra de los aqueos de broncíneas corazas: y Poseidón que sacude la tierra, empezó a decirles:
vv. 446 y ss.
—¡Padre Zeus! ¿Cuál de los mortales de la vasta tierra consultará con los dioses sus pensamientos y proyectos? ¿No ves que los aqueos, de larga cabellera, han construido delante de las naves un muro con su foso, sin ofrecer a los dioses hecatombes perfectas? La fama de este muro se extenderá tanto como la luz de la aurora; y se echará en olvido el que labramos Febo Apolo y yo, cuando con gran fatiga construimos la ciudad para el héroe Laomedonte.
vv. 454 y ss.
Zeus, que amontona las nubes, respondió indignado: — ¡Oh dioses! ¡Tú, prepotente batidor de la tierra, qué palabras proferiste! A un dios muy inferior en fuerza, y ánimo podría asustarle tal pensamiento; pero no a ti, cuya fama se extenderá tanto como la luz de la aurora. Ea, cuando los aqueos, de larga cabellera, regresen en las naves a su patria, derriba el muro, arrójalo entero al mar, y enarena otra vez la espaciosa playa para que desaparezca la gran muralla aquiva.
vv. 464 y ss.
Así éstos conversaban. A la puesta del sol los aqueos tenían la obra acabada; inmolaron bueyes y se pusieron a cenar en las respectivas tiendas, cuando arribaron, procedentes de Lemnos, muchas naves cargadas de vino que enviaba Euneo, hijo de Hipsípile y de Jasón, pastor de hombres. El hijo de Jasón mandaba separadamente, para los Atridas Agamemnón y Menelao, mil medidas de vino. Los aqueos, de larga cabellera, acudieron a las naves; compraron vino, unos con bronce otros con luciente hierro, otros con pieles, otros con vacas y otros con esclavos, y prepararon un festín espléndido. Toda la noche los aquivos, de larga cabellera, disfrutaron del banquete, y lo mismo hicieron en la ciudad los troyanos y sus aliados. Toda la noche estuvo el próvido Zeus meditando como les causaría males, hasta que por fin tronó de un modo horrible: el pálido temor se apoderó de todos; derramaron a tierra el vino de las copas, y nadie se atrevió a beber sin que antes hiciera libaciones al prepotente Cronión. Después se acostaron y el don del sueño recibieron.
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