CUENTOS DE AMBROSE BIERCE
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EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Biblioteca Virtual-Cultura General :: Novelas y Libros -E-Boock-PDF
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Re: CUENTOS DE AMBROSE BIERCE
El Dedo Medio Del Pie Derecho
CAPITULO I
Es bien sabido que la vieja casa Manton está embrujada. En todo el distrito rural que la rodea, y aún en el pueblo de Marshall, a una milla de distancia, ninguna persona de mente imparcial tiene duda alguna de ello; la incredulidad se confina a aquellas personas opinionadas que serán llamadas "chiflados" tan pronto como esta útil palabra haya penetrado los terrenos intelectuales del Avance Marshall. La evidencia de que la casa está embrujada es de dos tipos: el testimonio de testigos desinteresados que tienen prueba ocular, y el de la casa misma. El primero puede ser ignorado y descartado con cualquiera de las diversas causas de objeción que pueden ser alegadas en su contra por quienes fingen ingenuidad, pero los hechos observables por todos son reales y convincentes.
En primer lugar, la casa Manton no ha sido ocupada por mortales en más de diez años, y junto con sus edificios anexos, está decayendo lentamente - una circunstancia en sí mismo a que alguien con juicio no se atreverá a ignorar. Está a poca distancia de la parte más solitaria del camino a Marshall y Harriston, en un espacio abierto que alguna vez fue una granja y que aún está desfigurado con porciones de cercas en descomposición y medio cubierto de zarzas que se extienden sobre un terreno pedregoso y estéril que hace mucho que no conoce el arado. La casa misma está en condiciones tolerablemente buenas, aunque muy maltratada por el clima y en urgente necesidad de atención por parte del vidriero, ya que la parte más pequeña de la población masculina de la región ha expresado de la manera común en su especie su desaprobación de una morada sin moradores. Tiene dos plantas, es casi cuadrada, con el frente atravesado por una sola puerta flanqueada en cada lado por una ventana cubierta de tablas hasta la parte superior. Arriba, ventanas correspondientes sin protección admiten luz y lluvia a las habitaciones del piso superior. Hierbas y maleza crecen por todas partes, y algunos árboles de sombra, algo maltratados por el viento, e inclinados todos en la misma dirección, parecen hacer un esfuerzo concertado por escapar. En pocas palabras, como explicó el humorista del poblado de Marshall en las columnas del periódico Advance, "la proposición de que la casa Manton está seriamente embrujada es la única conclusión lógica de las premisas". El hecho de que en esta morada el señor Manton consideró adecuado cierta noche hace diez años levantarse y cercenar las gargantas de su esposa y sus dos hijos pequeños, huyendo inmediatamente después a otra parte del país, ha contribuido sin duda a dirigir la atención pública a lo adecuado del lugar para los fenómenos sobrenaturales.
A esta casa, en una tarde de verano, llegaron cuatro hombres en un carruaje. Tres de ellos descendieron de inmediato, y el que había conducido el vehículo ató los animales al único poste restante de lo que había sido una cerca. El cuarto permaneció sentado en el vehículo. "Venga", dijo uno de sus compañeros, aproximándose a él, mientras los otros se alejaban en dirección de la casa - "éste es el lugar".
El aludido no se movió. "¡Por Dios!", dijo rudamente, "este es un truco, y me parece que ustedes están involucrados".
"Quizá lo estoy", dijo el otro, mirándolo directo a la cara y hablando en un tono que contenía algo de desprecio. "Recordará usted, sin embargo, que la elección del lugar fue, con asentimiento de usted, dejada a la otra parte. Por supuesto, si tiene miedo a los fantasmas - ".
"No tengo miedo de nada", interrumpió el hombre con otro juramento, y saltó al suelo. Los dos se unieron entonces a los otros en la puerta, que uno de ellos ya había abierto con algo de dificultad, causada por el óxido en la cerradura y las bisagras. Todos entraron. El interior estaba oscuro, pero el hombre que había abierto la puerta sacó una vela y cerillas y encendió una luz. Abrió después el cerrojo de una puerta que estaba la derecha del pasillo. Esto les dio entrada a una habitación grande y cuadrada que la vela alumbraba débilmente. El piso tenía una gruesa cubierta de polvo, que atenuaba parcialmente sus pisadas. Había telarañas en los ángulos de las paredes y colgando del techo como tiras de encaje antiguo, haciendo movimientos ondulatorios en el perturbado aire. La habitación tenía dos ventanas en paredes adyacentes, pero desde ninguna podía verse nada salvo la rústica superficie interior de las tablas a pocos centímetros del cristal. No había chimenea ni muebles; no había nada: además de las telarañas y el polvo, los cuatro hombres eran los únicos objetos ahí que no eran parte de la estructura.
Se veían bastante extraños a la amarilla luz de la vela. El que había descendido del carruaje tan reticentemente era especialmente espectacular - podría calificarse de sensacional. Era de mediana edad, de constitución gruesa, con pecho poderoso y anchos hombros. Al ver su figura, se habría pensado que tenía la fuerza de un gigante; sus facciones expresaban que la usaría como un gigante. Estaba bien rasurado, su cabello muy corto y gris. Su estrecha frente estaba cubierta de arrugas sobre los ojos, que sobre la nariz se volvían verticales. Las pesadas cejas negras seguían la misma ley, salvándose de encontrarse sólo gracias a un giro hacia arriba en lo que de otro modo habría sido el punto de contacto. Profundamente hundido bajo ellas, brillaba en la oscura luz un par de ojos de color incierto, pero obviamente demasiado pequeños. Había algo imponente en su expresión, que no ayudaban a suavizar la boca cruel y la ancha mandíbula. La nariz no estaba mal, para ser una nariz; uno no espera mucho de las narices. Todo lo que de siniestro tenía el rostro del hombre parecía acentuarse por una palidez innatural - parecía no tener sangre.
La apariencia de los otros hombres era bastante común: eran personas como las que uno conoce y después olvida haber conocido. Todos eran más jóvenes que el hombre descrito, y entre él y el mayor de los otros, que se mantenía apartado, había claramente poca simpatía. Ambos se evitaban mutuamente la mirada.
"Caballeros", dijo el hombre que sostenía la vela y las llaves, "creo que todo está correcto. ¿Está listo, señor Rosser?".
El hombre que se mantenía apartado del grupo hizo una reverencia y sonrió.
"¿Y usted, señor Grossmith?".
El hombre pesado se inclinó y frunció el ceño.
"Me harán el favor de quitarse sus abrigos".
Sus sombreros, abrigos, chalecos y bufandas fueron rápidamente retirados y lanzados por la puerta, hacia el pasillo. El hombre de la vela asintió con la cabeza, y el cuarto hombre - el que había urgido a Grossmith a salir del carruaje - sacó del bolsillo de su gabardina dos largos cuchillos Bowie de aspecto asesino, que sacó ahora de sus fundas de cuero.
"Son exactamente iguales", dijo, presentando uno a cada uno de los protagonistas - pues a estas alturas hasta el observador más lento habría comprendido la naturaleza de la reunión. Sería un duelo a muerte.
Cada combatiente tomó un cuchillo, lo examinó cuidadosamente cerca de la vela y probó la fuerza de la hoja y empuñadura sobre su rodilla levantada. Sus personas fueron registradas después, por turnos, por el segundo de su rival.
"Si le place, señor Grossmith", dijo el hombre que sostenía la luz, "se colocará en esa esquina".
Señaló al ángulo de la habitación que estaba más lejos de la puerta, hacia donde Grossmith se dirigió después de que se segundo se despidió de él con un apretón de manos que no tenía nada de cordial. En el ángulo más cercano a la puerta se colocó el señor Rossner y después de una susurrada consulta su segundo lo dejó, uniéndose al otro cerca de la puerta. En ese momento la vela se extinguió súbitamente, dejando todo en una profunda oscuridad. Quizá la causa fue una ráfaga de viento proveniente de la puerta abierta; cualquiera que fuera la causa, el efecto fue inquietante.
"Caballeros", dijo una voz que sonó extrañamente poco familiar en la alterada condición que afectaba a las relaciones de los sentidos - "caballeros, no se moverán hasta que escuchen que se cierra la puerta exterior".
Se escuchó el sonido de trastabilleos, después cómo se cerraba la puerta interior; y finalmente la exterior se cerró con un golpe que estremeció al edificio entero.
Pocos minutos después, el hijo de un granjero que regresaba tarde se encontró con un carruaje ligero que era conducido furiosamente hacia el poblado de Marshall. Declaró que detrás de las dos figuras en el asiento delantero se sentaba una tercera, con las manos sobre los hombros inclinados de los otros, que parecían luchar en vano por liberarse de sus dedos. Esta figura, a diferencia de las otras, estaba vestida de blanco, y sin duda había subido al carruaje mientras pasaba frente a la casa embrujada. Ya que el muchacho podía presumir de una considerable experiencia con lo sobrenatural, su palabra tenía el peso justamente otorgado al testimonio de un experto. La historia (en conexión con los sucesos del día siguiente) eventualmente apareció en el Advance, con algunos ligeros retoques literarios y una sugerencia al final de que el caballero aludido recibiría la oportunidad de usar las columnas del periódico para dar su versión de la aventura nocturna. Pero el privilegio quedó sin reclamar.
CAPITULO II
Los eventos que llevaron a este "duelo en la oscuridad" fueron de lo más sencillos. Una tarde tres jóvenes del poblado de Marshall estaban sentados en una tranquila esquina del porche del hotel, fumando y discutiendo el tipo de asuntos que tres jóvenes educados de un pueblo sureño encontrarían naturalmente interesantes. Sus nombres eran King, Sancher y Rosser. A poca distancia, dentro del rango auditivo pero sin participar en la conversación, se sentaba un cuarto. Era un extraño para los otros. Sólo sabían que al llegar en la diligencia esa tarde se había registrado en el hotel como Robert Grossmith. No se le había visto hablar con nadie excepto con el encargado del hotel. Parecía, de hecho, singularmente contento con su propia compañía - o, como el personal del Advance lo expresó, "muy adicto a las compañías malignas". Pero también debe decirse en justicia al extraño que el personal era de una disposición demasiado sociable como para juzgar con justicia a alguien de diferente talante, y había, además, experimentado cierto rechazo al intentar hacer una "entrevista".
"Odio cualquier tipo de deformidad en una mujer", dijo King, "ya sea natural o adquirida. Tengo la teoría de que cualquier defecto físico tiene su correspondiente defecto mental y moral".
"Infiero entonces", dijo Rosser gravemente "que una dama que carece de la ventaja moral de una nariz encontraría en la lucha por convertirse en la señora King una ardua empresa".
"Por supuesto que puedes ponerlo así", fue la respuesta; "pero, seriamente, una vez abandoné a una joven de lo más encantador al enterarme por accidente de que había sufrido la amputación de un dedo del pie. Mi conducta fue brutal, si lo desean, pero si me hubiera casado con ella habría sido miserable toda mi vida, y la habría hecho miserable a ella".
"En cambio", dijo Sancher, con una ligera risa, "al casarse con un caballero de opiniones más liberales terminó con una garganta cercenada".
"Ah, sabes a quién me refiero. Sí, se casó con Manton, pero no creo que fuera tan liberal; no me extrañaría que le hubiera cortado la garganta porque descubrió que le faltaba esa cosa tan excelente en una mujer, el dedo medio del pie derecho".
"¡Miren a ese tipo!", dijo Rosser en voz baja, su mirada fija en el extraño.
Ese tipo estaba obviamente escuchando con interés la conversación.
"¡Maldita sea su impudencia!", murmuró King, "¿qué debemos hacer?".
"Eso es fácil", replicó Rosser, levantándose. "Señor", continuó, dirigiéndose al extraño, "creo que sería mejor si llevara su silla al otro lado de la veranda. La presencia de caballeros es claramente una situación poco familiar para usted".
El hombre se levantó de un salto y avanzó con los puños apretados, su cara pálida de rabia. Todos estaban ahora de pie. Sancher se interpuso entre los beligerantes.
"Eres apresurado e injusto", le dijo a Rosser; "este caballero no ha hecho nada para merecer ese lenguaje".
Pero Rosser no quiso retirar ni una palabra. Por las costumbres del país y de la época la discusión sólo podía tener una conclusión.
"Demando la satisfacción que merece un caballero", dijo el extraño, que se había tranquilizado. "No tengo ningún conocido en esta región. Quizá usted, señor", haciendo una reverencia a Sancher, "será tan amable de representarme en este asunto".
Sancher aceptó la confianza - algo renuente, debe confesarse, pues la apariencia y los modales del hombre no eran del todo de su gusto. King, que durante el coloquio no había retirado los ojos del rostro del extraño ni había pronunciado palabra, consintió con un movimiento de cabeza en actuar por Rosser, y el acuerdo final fue que, tras retirarse los protagonistas, se arregló una cita para la noche siguiente. La naturaleza del acuerdo ya se ha relatado. El duelo con cuchillos en un cuarto oscuro fue en cierta época una parte más común de la vida en en suroeste de lo que probablemente volverá a ser. Qué tan ligera era la capa de "caballerosidad" que cubría la esencial brutalidad del código bajo el cual eran posibles tales encuentros es algo que veremos.
CAPITULO I
Es bien sabido que la vieja casa Manton está embrujada. En todo el distrito rural que la rodea, y aún en el pueblo de Marshall, a una milla de distancia, ninguna persona de mente imparcial tiene duda alguna de ello; la incredulidad se confina a aquellas personas opinionadas que serán llamadas "chiflados" tan pronto como esta útil palabra haya penetrado los terrenos intelectuales del Avance Marshall. La evidencia de que la casa está embrujada es de dos tipos: el testimonio de testigos desinteresados que tienen prueba ocular, y el de la casa misma. El primero puede ser ignorado y descartado con cualquiera de las diversas causas de objeción que pueden ser alegadas en su contra por quienes fingen ingenuidad, pero los hechos observables por todos son reales y convincentes.
En primer lugar, la casa Manton no ha sido ocupada por mortales en más de diez años, y junto con sus edificios anexos, está decayendo lentamente - una circunstancia en sí mismo a que alguien con juicio no se atreverá a ignorar. Está a poca distancia de la parte más solitaria del camino a Marshall y Harriston, en un espacio abierto que alguna vez fue una granja y que aún está desfigurado con porciones de cercas en descomposición y medio cubierto de zarzas que se extienden sobre un terreno pedregoso y estéril que hace mucho que no conoce el arado. La casa misma está en condiciones tolerablemente buenas, aunque muy maltratada por el clima y en urgente necesidad de atención por parte del vidriero, ya que la parte más pequeña de la población masculina de la región ha expresado de la manera común en su especie su desaprobación de una morada sin moradores. Tiene dos plantas, es casi cuadrada, con el frente atravesado por una sola puerta flanqueada en cada lado por una ventana cubierta de tablas hasta la parte superior. Arriba, ventanas correspondientes sin protección admiten luz y lluvia a las habitaciones del piso superior. Hierbas y maleza crecen por todas partes, y algunos árboles de sombra, algo maltratados por el viento, e inclinados todos en la misma dirección, parecen hacer un esfuerzo concertado por escapar. En pocas palabras, como explicó el humorista del poblado de Marshall en las columnas del periódico Advance, "la proposición de que la casa Manton está seriamente embrujada es la única conclusión lógica de las premisas". El hecho de que en esta morada el señor Manton consideró adecuado cierta noche hace diez años levantarse y cercenar las gargantas de su esposa y sus dos hijos pequeños, huyendo inmediatamente después a otra parte del país, ha contribuido sin duda a dirigir la atención pública a lo adecuado del lugar para los fenómenos sobrenaturales.
A esta casa, en una tarde de verano, llegaron cuatro hombres en un carruaje. Tres de ellos descendieron de inmediato, y el que había conducido el vehículo ató los animales al único poste restante de lo que había sido una cerca. El cuarto permaneció sentado en el vehículo. "Venga", dijo uno de sus compañeros, aproximándose a él, mientras los otros se alejaban en dirección de la casa - "éste es el lugar".
El aludido no se movió. "¡Por Dios!", dijo rudamente, "este es un truco, y me parece que ustedes están involucrados".
"Quizá lo estoy", dijo el otro, mirándolo directo a la cara y hablando en un tono que contenía algo de desprecio. "Recordará usted, sin embargo, que la elección del lugar fue, con asentimiento de usted, dejada a la otra parte. Por supuesto, si tiene miedo a los fantasmas - ".
"No tengo miedo de nada", interrumpió el hombre con otro juramento, y saltó al suelo. Los dos se unieron entonces a los otros en la puerta, que uno de ellos ya había abierto con algo de dificultad, causada por el óxido en la cerradura y las bisagras. Todos entraron. El interior estaba oscuro, pero el hombre que había abierto la puerta sacó una vela y cerillas y encendió una luz. Abrió después el cerrojo de una puerta que estaba la derecha del pasillo. Esto les dio entrada a una habitación grande y cuadrada que la vela alumbraba débilmente. El piso tenía una gruesa cubierta de polvo, que atenuaba parcialmente sus pisadas. Había telarañas en los ángulos de las paredes y colgando del techo como tiras de encaje antiguo, haciendo movimientos ondulatorios en el perturbado aire. La habitación tenía dos ventanas en paredes adyacentes, pero desde ninguna podía verse nada salvo la rústica superficie interior de las tablas a pocos centímetros del cristal. No había chimenea ni muebles; no había nada: además de las telarañas y el polvo, los cuatro hombres eran los únicos objetos ahí que no eran parte de la estructura.
Se veían bastante extraños a la amarilla luz de la vela. El que había descendido del carruaje tan reticentemente era especialmente espectacular - podría calificarse de sensacional. Era de mediana edad, de constitución gruesa, con pecho poderoso y anchos hombros. Al ver su figura, se habría pensado que tenía la fuerza de un gigante; sus facciones expresaban que la usaría como un gigante. Estaba bien rasurado, su cabello muy corto y gris. Su estrecha frente estaba cubierta de arrugas sobre los ojos, que sobre la nariz se volvían verticales. Las pesadas cejas negras seguían la misma ley, salvándose de encontrarse sólo gracias a un giro hacia arriba en lo que de otro modo habría sido el punto de contacto. Profundamente hundido bajo ellas, brillaba en la oscura luz un par de ojos de color incierto, pero obviamente demasiado pequeños. Había algo imponente en su expresión, que no ayudaban a suavizar la boca cruel y la ancha mandíbula. La nariz no estaba mal, para ser una nariz; uno no espera mucho de las narices. Todo lo que de siniestro tenía el rostro del hombre parecía acentuarse por una palidez innatural - parecía no tener sangre.
La apariencia de los otros hombres era bastante común: eran personas como las que uno conoce y después olvida haber conocido. Todos eran más jóvenes que el hombre descrito, y entre él y el mayor de los otros, que se mantenía apartado, había claramente poca simpatía. Ambos se evitaban mutuamente la mirada.
"Caballeros", dijo el hombre que sostenía la vela y las llaves, "creo que todo está correcto. ¿Está listo, señor Rosser?".
El hombre que se mantenía apartado del grupo hizo una reverencia y sonrió.
"¿Y usted, señor Grossmith?".
El hombre pesado se inclinó y frunció el ceño.
"Me harán el favor de quitarse sus abrigos".
Sus sombreros, abrigos, chalecos y bufandas fueron rápidamente retirados y lanzados por la puerta, hacia el pasillo. El hombre de la vela asintió con la cabeza, y el cuarto hombre - el que había urgido a Grossmith a salir del carruaje - sacó del bolsillo de su gabardina dos largos cuchillos Bowie de aspecto asesino, que sacó ahora de sus fundas de cuero.
"Son exactamente iguales", dijo, presentando uno a cada uno de los protagonistas - pues a estas alturas hasta el observador más lento habría comprendido la naturaleza de la reunión. Sería un duelo a muerte.
Cada combatiente tomó un cuchillo, lo examinó cuidadosamente cerca de la vela y probó la fuerza de la hoja y empuñadura sobre su rodilla levantada. Sus personas fueron registradas después, por turnos, por el segundo de su rival.
"Si le place, señor Grossmith", dijo el hombre que sostenía la luz, "se colocará en esa esquina".
Señaló al ángulo de la habitación que estaba más lejos de la puerta, hacia donde Grossmith se dirigió después de que se segundo se despidió de él con un apretón de manos que no tenía nada de cordial. En el ángulo más cercano a la puerta se colocó el señor Rossner y después de una susurrada consulta su segundo lo dejó, uniéndose al otro cerca de la puerta. En ese momento la vela se extinguió súbitamente, dejando todo en una profunda oscuridad. Quizá la causa fue una ráfaga de viento proveniente de la puerta abierta; cualquiera que fuera la causa, el efecto fue inquietante.
"Caballeros", dijo una voz que sonó extrañamente poco familiar en la alterada condición que afectaba a las relaciones de los sentidos - "caballeros, no se moverán hasta que escuchen que se cierra la puerta exterior".
Se escuchó el sonido de trastabilleos, después cómo se cerraba la puerta interior; y finalmente la exterior se cerró con un golpe que estremeció al edificio entero.
Pocos minutos después, el hijo de un granjero que regresaba tarde se encontró con un carruaje ligero que era conducido furiosamente hacia el poblado de Marshall. Declaró que detrás de las dos figuras en el asiento delantero se sentaba una tercera, con las manos sobre los hombros inclinados de los otros, que parecían luchar en vano por liberarse de sus dedos. Esta figura, a diferencia de las otras, estaba vestida de blanco, y sin duda había subido al carruaje mientras pasaba frente a la casa embrujada. Ya que el muchacho podía presumir de una considerable experiencia con lo sobrenatural, su palabra tenía el peso justamente otorgado al testimonio de un experto. La historia (en conexión con los sucesos del día siguiente) eventualmente apareció en el Advance, con algunos ligeros retoques literarios y una sugerencia al final de que el caballero aludido recibiría la oportunidad de usar las columnas del periódico para dar su versión de la aventura nocturna. Pero el privilegio quedó sin reclamar.
CAPITULO II
Los eventos que llevaron a este "duelo en la oscuridad" fueron de lo más sencillos. Una tarde tres jóvenes del poblado de Marshall estaban sentados en una tranquila esquina del porche del hotel, fumando y discutiendo el tipo de asuntos que tres jóvenes educados de un pueblo sureño encontrarían naturalmente interesantes. Sus nombres eran King, Sancher y Rosser. A poca distancia, dentro del rango auditivo pero sin participar en la conversación, se sentaba un cuarto. Era un extraño para los otros. Sólo sabían que al llegar en la diligencia esa tarde se había registrado en el hotel como Robert Grossmith. No se le había visto hablar con nadie excepto con el encargado del hotel. Parecía, de hecho, singularmente contento con su propia compañía - o, como el personal del Advance lo expresó, "muy adicto a las compañías malignas". Pero también debe decirse en justicia al extraño que el personal era de una disposición demasiado sociable como para juzgar con justicia a alguien de diferente talante, y había, además, experimentado cierto rechazo al intentar hacer una "entrevista".
"Odio cualquier tipo de deformidad en una mujer", dijo King, "ya sea natural o adquirida. Tengo la teoría de que cualquier defecto físico tiene su correspondiente defecto mental y moral".
"Infiero entonces", dijo Rosser gravemente "que una dama que carece de la ventaja moral de una nariz encontraría en la lucha por convertirse en la señora King una ardua empresa".
"Por supuesto que puedes ponerlo así", fue la respuesta; "pero, seriamente, una vez abandoné a una joven de lo más encantador al enterarme por accidente de que había sufrido la amputación de un dedo del pie. Mi conducta fue brutal, si lo desean, pero si me hubiera casado con ella habría sido miserable toda mi vida, y la habría hecho miserable a ella".
"En cambio", dijo Sancher, con una ligera risa, "al casarse con un caballero de opiniones más liberales terminó con una garganta cercenada".
"Ah, sabes a quién me refiero. Sí, se casó con Manton, pero no creo que fuera tan liberal; no me extrañaría que le hubiera cortado la garganta porque descubrió que le faltaba esa cosa tan excelente en una mujer, el dedo medio del pie derecho".
"¡Miren a ese tipo!", dijo Rosser en voz baja, su mirada fija en el extraño.
Ese tipo estaba obviamente escuchando con interés la conversación.
"¡Maldita sea su impudencia!", murmuró King, "¿qué debemos hacer?".
"Eso es fácil", replicó Rosser, levantándose. "Señor", continuó, dirigiéndose al extraño, "creo que sería mejor si llevara su silla al otro lado de la veranda. La presencia de caballeros es claramente una situación poco familiar para usted".
El hombre se levantó de un salto y avanzó con los puños apretados, su cara pálida de rabia. Todos estaban ahora de pie. Sancher se interpuso entre los beligerantes.
"Eres apresurado e injusto", le dijo a Rosser; "este caballero no ha hecho nada para merecer ese lenguaje".
Pero Rosser no quiso retirar ni una palabra. Por las costumbres del país y de la época la discusión sólo podía tener una conclusión.
"Demando la satisfacción que merece un caballero", dijo el extraño, que se había tranquilizado. "No tengo ningún conocido en esta región. Quizá usted, señor", haciendo una reverencia a Sancher, "será tan amable de representarme en este asunto".
Sancher aceptó la confianza - algo renuente, debe confesarse, pues la apariencia y los modales del hombre no eran del todo de su gusto. King, que durante el coloquio no había retirado los ojos del rostro del extraño ni había pronunciado palabra, consintió con un movimiento de cabeza en actuar por Rosser, y el acuerdo final fue que, tras retirarse los protagonistas, se arregló una cita para la noche siguiente. La naturaleza del acuerdo ya se ha relatado. El duelo con cuchillos en un cuarto oscuro fue en cierta época una parte más común de la vida en en suroeste de lo que probablemente volverá a ser. Qué tan ligera era la capa de "caballerosidad" que cubría la esencial brutalidad del código bajo el cual eran posibles tales encuentros es algo que veremos.
Re: CUENTOS DE AMBROSE BIERCE
CAPITULO III
En el calor de un mediodía de verano la vieja casa Manton no era fiel a sus tradiciones. Era de la tierra, terrenal. La luz de sol la acariciaba calurosa y afectuosamente, sin importarle, evidentemente, su mala reputación. La hierba que pintaba de verde todo el terreno al frente parecía crecer, no a duras penas, sino con una natural y alegre exuberancia, y la maleza florecía como hacen las plantas. Llenos de luces y sombras encantadoras y poblados de pájaros de agradable voz, los descuidados árboles de sombra ya no intentaban escapar, sino que se inclinaban reverentemente bajo sus cargas de sol y canción. Aún en las ventanas sin vidrios de la parte superior había una expresión de paz y contento, gracias a la luz interna. Sobre los campos pedregosos el calor visible danzaba con un vivo temblor incompatible con la gravedad que es atributo de lo sobrenatural.
Tal era el aspecto que el lugar presentaba al comisario Adams y a otros dos hombres que habían venido de Marshall para verla. Uno de ellos era el señor King, el ayudante del comisario; el otro, cuyo nombre era Brewer, era hermano de la difunta señora Manton. Bajo una benévola ley estatal referente a la propiedad que ha permanecido abandonada por cierto tiempo por un propietario cuya residencia no puede establecerse, el comisario era el custodio legal de la granja Manton y todo lo que a ella pertenecía. Su visita actual era en mero cumplimiento de alguna orden de una corte en la que el señor Brewer había solicitado la posesión de la propiedad como heredero de su difunta hermana. Por mera coincidencia, la visita se realizó al día siguiente de la noche en la que el oficial King había abierto la casa para otro propósito muy diferente. Su presencia actual no era por propia elección: se le había ordenado acompañar a su superior y por el momento no se le ocurría nada más prudente que simular presteza en su obediencia a la orden.
Abriendo sin preocupación la puerta frontal, que para su sorpresa no estaba cerrada con llave, el comisario se sorprendió al ver, tirado en el piso del pasillo al cual se abría, un confuso montón de ropas de hombre. Un examen mostró que consistía de dos sombreros y la misma cantidad de abrigos, chalecos y bufandas, todo en un notable buen estado de conservación, aunque un tanto maltrecho por el polvo en el que yacía. El señor Brewer estaba igualmente sorprendido, pero la emoción del señor King no quedó registrada. Con un nuevo y vivo interés en sus propios actos, el comisario después abrió una puerta al lado derecho, y los tres entraron. El cuarto estaba al parecer vacío- no conforme sus ojos se acostumbraron a la tenue luz algo se hizo visible en el ángulo más lejano de la pared. Era una figura humana - la de un hombre en cuclillas cerca de la esquina. Algo en su actitud hizo que los intrusos se detuvieran cuando apenas habían atravesado el umbral. La figura se definió más y más claramente. El hombre estaba sobre una rodilla, con la espalda en el ángulo de la pared, sus hombros elevados al nivel de sus orejas, sus manos frente a su cara, no las palmas hacia afuera, los dedos separados y torcidos como garras; el blanco rostro volteado hacia arriba sobre el contraído cuello tenía una expresión de pánico indescriptible, la boca a medio abrir, los ojos increíblemente expandidos. Estaba muerto. Sin embargo, con la excepción de un cuchillo Bowie, que evidentemente había caído de su propia mano, no había otro objeto en la habitación.
En el espeso polvo que cubría el piso había algunas confusas pisadas cerca de la puerta y a lo largo de la pared en la que se abría. A lo largo de una de las paredes adyacentes, también, pasando frente a las ventanas entabladas, estaba el rastro dejado por el propio hombre al dirigirse hacia su esquina. Instintivamente, al aproximarse al cuerpo, los tres hombres siguieron ese rastro. El comisario tomó uno de los extendidos brazos; estaba tan rígido como el hierro, y la aplicación de una ligera fuerza movió el cuerpo entero sin alterar la relación de sus partes. Brewer, pálido de emoción, observó fijamente el distorsionado rostro. "¡Dios misericordioso!", gritó repentinamente. "!Es Manton!".
"Tiene razón", dijo King, que claramente intentaba mantener la calma: "Conocí a Manton. En aquel tiempo tenía barba y cabello largo, pero este es él".
Podría haber agregado: "Lo reconocí cuando retó a Rosser. Le dije a Rosser y Sancher quién era antes de que le jugáramos esta horrible broma. Cuando Rosser salió de este cuarto oscuro detrás de nosotros, olvidando su abrigo en la emoción del momento y alejándose con nosotros en el carruaje sólo en camisa - durante todas las despreciables acciones supimos con quién estábamos tratando, ¡asesino y cobarde que era!".
Pero nada de esto dijo el señor King. Con su mejor luz trataba de penetrar el misterio de la muerte del hombre. Que no se había movido de la esquina en que había sido colocado; que su postura no era de ataque o defensa; que había soltado su arma; que había obviamente perecido de puro terror por algo que vio - circunstancias todas que la perturbada inteligencia del señor King no podía comprender con claridad.
Debatiéndose en la oscuridad intelectual en busca de una pista para su laberinto de duda, su mirada, dirigida mecánicamente hacia abajo como hace uno al ponderar asuntos importantes, cayó sobre algo que, ahí, a plena luz de día y en presencia de compañeros vivientes, le afectó con terror. En el polvo de los años que yacía espeso sobre el suelo - dirigiéndose desde la puerta por la que habían entrado, directamente atravesando la habitación hasta un metro del contorsionado cuerpo de Manton, había tres líneas paralelas de pisadas - ligeras, pero definidas impresiones de pies descalzos, los exteriores de niños pequeños, el interior de una mujer. Desde el punto en que terminaban no regresaban; todas apuntaban en una sola dirección. Brewer, que las había observado en el mismo momento, se inclinaba hacia adelante en una actitud de total atención, horriblemente pálido.
"¡Miren eso!", gritó, señalando con ambas manos a la pisada más cercana del pie derecho de la mujer, donde al parecer se había detenido y permanecido en pie. "Falta el dedo medio del pie - ¡era Gertrude!".
Gertrude era la difunta señora Manton, hermana del señor Brewer.
FIN
En el calor de un mediodía de verano la vieja casa Manton no era fiel a sus tradiciones. Era de la tierra, terrenal. La luz de sol la acariciaba calurosa y afectuosamente, sin importarle, evidentemente, su mala reputación. La hierba que pintaba de verde todo el terreno al frente parecía crecer, no a duras penas, sino con una natural y alegre exuberancia, y la maleza florecía como hacen las plantas. Llenos de luces y sombras encantadoras y poblados de pájaros de agradable voz, los descuidados árboles de sombra ya no intentaban escapar, sino que se inclinaban reverentemente bajo sus cargas de sol y canción. Aún en las ventanas sin vidrios de la parte superior había una expresión de paz y contento, gracias a la luz interna. Sobre los campos pedregosos el calor visible danzaba con un vivo temblor incompatible con la gravedad que es atributo de lo sobrenatural.
Tal era el aspecto que el lugar presentaba al comisario Adams y a otros dos hombres que habían venido de Marshall para verla. Uno de ellos era el señor King, el ayudante del comisario; el otro, cuyo nombre era Brewer, era hermano de la difunta señora Manton. Bajo una benévola ley estatal referente a la propiedad que ha permanecido abandonada por cierto tiempo por un propietario cuya residencia no puede establecerse, el comisario era el custodio legal de la granja Manton y todo lo que a ella pertenecía. Su visita actual era en mero cumplimiento de alguna orden de una corte en la que el señor Brewer había solicitado la posesión de la propiedad como heredero de su difunta hermana. Por mera coincidencia, la visita se realizó al día siguiente de la noche en la que el oficial King había abierto la casa para otro propósito muy diferente. Su presencia actual no era por propia elección: se le había ordenado acompañar a su superior y por el momento no se le ocurría nada más prudente que simular presteza en su obediencia a la orden.
Abriendo sin preocupación la puerta frontal, que para su sorpresa no estaba cerrada con llave, el comisario se sorprendió al ver, tirado en el piso del pasillo al cual se abría, un confuso montón de ropas de hombre. Un examen mostró que consistía de dos sombreros y la misma cantidad de abrigos, chalecos y bufandas, todo en un notable buen estado de conservación, aunque un tanto maltrecho por el polvo en el que yacía. El señor Brewer estaba igualmente sorprendido, pero la emoción del señor King no quedó registrada. Con un nuevo y vivo interés en sus propios actos, el comisario después abrió una puerta al lado derecho, y los tres entraron. El cuarto estaba al parecer vacío- no conforme sus ojos se acostumbraron a la tenue luz algo se hizo visible en el ángulo más lejano de la pared. Era una figura humana - la de un hombre en cuclillas cerca de la esquina. Algo en su actitud hizo que los intrusos se detuvieran cuando apenas habían atravesado el umbral. La figura se definió más y más claramente. El hombre estaba sobre una rodilla, con la espalda en el ángulo de la pared, sus hombros elevados al nivel de sus orejas, sus manos frente a su cara, no las palmas hacia afuera, los dedos separados y torcidos como garras; el blanco rostro volteado hacia arriba sobre el contraído cuello tenía una expresión de pánico indescriptible, la boca a medio abrir, los ojos increíblemente expandidos. Estaba muerto. Sin embargo, con la excepción de un cuchillo Bowie, que evidentemente había caído de su propia mano, no había otro objeto en la habitación.
En el espeso polvo que cubría el piso había algunas confusas pisadas cerca de la puerta y a lo largo de la pared en la que se abría. A lo largo de una de las paredes adyacentes, también, pasando frente a las ventanas entabladas, estaba el rastro dejado por el propio hombre al dirigirse hacia su esquina. Instintivamente, al aproximarse al cuerpo, los tres hombres siguieron ese rastro. El comisario tomó uno de los extendidos brazos; estaba tan rígido como el hierro, y la aplicación de una ligera fuerza movió el cuerpo entero sin alterar la relación de sus partes. Brewer, pálido de emoción, observó fijamente el distorsionado rostro. "¡Dios misericordioso!", gritó repentinamente. "!Es Manton!".
"Tiene razón", dijo King, que claramente intentaba mantener la calma: "Conocí a Manton. En aquel tiempo tenía barba y cabello largo, pero este es él".
Podría haber agregado: "Lo reconocí cuando retó a Rosser. Le dije a Rosser y Sancher quién era antes de que le jugáramos esta horrible broma. Cuando Rosser salió de este cuarto oscuro detrás de nosotros, olvidando su abrigo en la emoción del momento y alejándose con nosotros en el carruaje sólo en camisa - durante todas las despreciables acciones supimos con quién estábamos tratando, ¡asesino y cobarde que era!".
Pero nada de esto dijo el señor King. Con su mejor luz trataba de penetrar el misterio de la muerte del hombre. Que no se había movido de la esquina en que había sido colocado; que su postura no era de ataque o defensa; que había soltado su arma; que había obviamente perecido de puro terror por algo que vio - circunstancias todas que la perturbada inteligencia del señor King no podía comprender con claridad.
Debatiéndose en la oscuridad intelectual en busca de una pista para su laberinto de duda, su mirada, dirigida mecánicamente hacia abajo como hace uno al ponderar asuntos importantes, cayó sobre algo que, ahí, a plena luz de día y en presencia de compañeros vivientes, le afectó con terror. En el polvo de los años que yacía espeso sobre el suelo - dirigiéndose desde la puerta por la que habían entrado, directamente atravesando la habitación hasta un metro del contorsionado cuerpo de Manton, había tres líneas paralelas de pisadas - ligeras, pero definidas impresiones de pies descalzos, los exteriores de niños pequeños, el interior de una mujer. Desde el punto en que terminaban no regresaban; todas apuntaban en una sola dirección. Brewer, que las había observado en el mismo momento, se inclinaba hacia adelante en una actitud de total atención, horriblemente pálido.
"¡Miren eso!", gritó, señalando con ambas manos a la pisada más cercana del pie derecho de la mujer, donde al parecer se había detenido y permanecido en pie. "Falta el dedo medio del pie - ¡era Gertrude!".
Gertrude era la difunta señora Manton, hermana del señor Brewer.
FIN
Re: CUENTOS DE AMBROSE BIERCE
El extraño
de Ambrose Bierce
Un hombre salió de la oscuridad hacia el pequeño círculo de luz alrededor de nuestra casi apagada fogata y se sentó sobre una roca.
"No son los primeros en explorar esta región", dijo, gravemente.
Nadie contradijo su afirmación; él mismo era la prueba de que era cierta, pues no era parte de nuestro grupo y debe haber estado cerca cuando acampamos. Más aún, debía tener compañeros no muy lejos; no era un sitio donde alguien podría vivir o viajar solo. Por más de una semana no habíamos visto, además de a nosotros mismos y a nuestros animales, más entes vivos que víboras de cascabel y sapos cornudos. En un desierto de Arizona uno no coexiste sólo con tales criaturas por mucho tiempo: hacen falta animales de carga, suministros, armas - un "equipo". Y todo ello implica camaradas. Fue tal vez la duda respecto a qué tipo de hombres podían ser los camaradas de este inceremonioso extraño, junto con algo en sus palabras que podía interpretarse como un reto, lo que hizo que cada hombre de nuestra media docena de "aventureros caballeros" enderezara su posición hasta sentarse y colocara sus manos sobre un arma - un acto que significaba, en ese tiempo y lugar, una política de expectativa. El extraño no prestó atención al asunto y empezó a hablar nuevamente en el mismo tono monótono, sin inflexiones, en el que había pronunciado su primera frase.
"Hace treinta años Ramon Gallegos, William Shaw, George M. Kent y Berry Davis, todos ellos de Tucson, cruzaron las montañas de Santa Catalina y viajaron hacia el oeste, tanto como la configuración del terreno lo permitía. Estábamos buscando oro y era nuestra intención, en caso de no encontrar nada, continuar hasta el río Gila en algún punto cerca de Big Bend, donde entendíamos que había un poblado. Teníamos un buen equipo, pero sin guía - sólo Ramón Gallegos, William Shaw, George W. Kent y Berry Davis".
El hombre repitió los nombres de manera lenta y distintiva, como para grabarlos en las memorias de su audiencia, cada miembro de la cual lo observaba ahora atentamente, pero con una ligera aprensión respecto a sus posibles compañeros en algún lugar de la oscuridad que parecía encerrarnos como una pared negra; en los modales de este historiador voluntario no había sugerencia alguna de un propósito hostil. Su acción era más la de un lunático inofensivo que la de un enemigo. No éramos tan nuevos en el territorio como para no saber que la vida solitaria de muchos pioneros tenía la tendencia a desarrollar excentricidades de conducta y carácter que no siempre se distinguen de las aberraciones mentales. Un hombre es como un árbol: En un bosque de sus iguales crecerá tan recto como su naturaleza individual y genérica lo permita; solo en campo abierto, cede a las tensiones y torsiones deformantes que lo rodean. Tales pensamientos estaban en mi mente mientras observaba al hombre desde debajo de mi sombrero, inclinado sobre mi rostro para cubrirme de la luz. Un tipo algo chiflado, sin duda, pero ¿qué podía estar haciendo aquí en el corazón de un desierto?
Habiendo decidido contar esta historia, quisiera poder describir la apariencia del hombre; eso sería lo natural. Por desgracia, y curiosamente, me veo incapaz de hacerlo con el mínimo nivel de confianza, pues concluido el episodio no hubo dos de nosotros que estuvieran de acuerdo en qué ropa usaba y qué apariencia tenía; y cuando trato de fijar mis propias impresiones, me eluden. Cualquiera puede contar algún tipo de historia; la narración es uno de los poderes elementales de la raza. Pero el talento para la descripción es raro.
Sin que alguien más rompiera el silencio, el visitante continuó:
"Este territorio no era entonces lo que es ahora. No había rancho alguno entre el Gila y el Golfo. Había un poco de caza aquí y allá en las montañas, y cerca de los raros pozos de agua había suficiente hierba para evitar que los animales murieran de hambre. Si tuviéramos la fortuna de no encontrar indios, podríamos atravesar el desierto. Pero en menos de una semana el propósito de la expedición se había alterado de hacer fortuna a preservar nuestras vidas. Habíamos avanzado demasiado para regresar, pues lo que había frente a nosotros no podía ser peor que lo que habíamos dejado atrás; así que continuamos, cabalgando de noche para evitar a los indios y al intolerable calor, y ocultándonos de día del mejor modo posible. A veces, tras agotar nuestras reservas de carne y vaciar nuestras cantimploras, pasábamos días sin comida ni agua; después un pozo o un pequeño estanque al fondo de un arroyo restauraba nuestra fuerza y nuestra cordura a tal grado que lográbamos cazar algunos de los animales salvajes que buscaban la misma agua. A veces era un oso, a veces un antílope, un coyote, un puma - lo que Dios quisiera, todo era comida.
"Una mañana mientras recorríamos una cadena montañosa, buscando un paso practicable, fuimos atacados por una banda de apaches que había seguido nuestro rastro por una cañada - no está lejos de aquí. Sabiendo que nos superaban diez a uno, no tomaron las cobardes precauciones que acostumbran, sino que se lanzaron sobre nosotros al galope, disparando y gritando. Luchar era imposible: animamos a nuestros débiles animales a salir de la cañada tan alto como sus pezuñas pudieran llevarlos, después saltamos de la silla y subimos hacia el chaparral por una de las pendientes, abandonando al enemigo todo nuestro equipo. Pero nos llevamos nuestros rifles, cada uno - Ramón Gallegos, William Shaw, George W. Kent y Berry Davis".
"Los mismos de siempre", dijo el humorista del grupo. Era un hombre del este, poco acostumbrado a las reglas de las interacciones sociales. Un gesto de desaprobación de nuestro líder le hizo guardar silencio y el extraño continuó con su historia:
"Los salvajes desmontaron también, y algunos de ellos subieron corriendo por la cañada más allá del punto en que la habíamos dejado, cerrándonos la retirada en esa dirección y obligándonos a seguir subiendo. Por desgracia el chaparral se extendía sólo una corta distancia por la pendiente, y cuando llegamos a campo abierto en la parte más elevada recibimos fuego de una docena de rifles; pero los apaches disparan tan mal cuando se apresuran, y por voluntad de Dios, ninguno de nosotros cayó. Veinte yardas más arriba, donde terminaba la vegetación, había paredes verticales en las que, directamente frente a nosotros, había una estrecha apertura. En ella nos metimos, encontrándonos en una caverna tan grande como la habitación de una casa ordinaria. Aquí estaríamos a salvo por un tiempo; un sólo hombre con un rifle de repetición podía defender la entrada contra todos los apaches del país. Pero contra el hambre y la sed no teníamos defensa. Valor teníamos, pero la esperanza era sólo un recuerdo.
"No volvimos a ver a ninguno de los indios, pero por el humo y el brillo de sus fuegos en la cañada sabíamos que nos observaban día y noche con los rifles preparados en las lindes de los arbustos - sabíamos que si nos atrevíamos a salir ninguno de nosotros viviría lo suficiente para dar tres pasos en campo abierto. Por tres días, haciendo turnos de guardia, permanecimos ahí hasta que nuestro sufrimiento se volvió insoportable. Entonces - era la mañana del cuarto día - Ramón Gallegos dijo:
"'Señores, no sé mucho del buen Dios y de qué le gusta. Tengo ninguna religión, y no conozco de ustedes. Perdón, señores, si les escandalizo, pero para mí es hora de robar la presa a los apaches'.
"Se arrodilló sobre el suelo de piedra de la cueva y oprimió su pistola contra su sien. 'Madre de Dios', dijo, 'viene ahora el alma de Ramón Gallegos'.
"Y así nos dejó - a William Shaw, Georgw W. Kent y Berry Davis.
"Yo era el líder: me tocaba a mí hablar.
"'Era un hombre valiente', dije - 'supo cuándo morir, y cómo. Es una locura volverse loco de sed y caer a los disparos de los apaches, o ser desollado vivo - es de mal gusto. Unámonos a Ramón Gallegos".
"Es verdad", dijo William Shaw.
"Es verdad", dijo George W. Kent.
"Estiré los miembros de Ramón Gallegos y pusimos un pañuelo sobre su cara. Entonces William Shaw dijo: 'Quisiera verme así - por un rato'.
"Y George W. Kent dijo que tenía el mismo deseo.
"'Así será', dije: 'los diablos rojos esperarán una semana. William Shaw y George W. Kent, desenfunden y arrodíllense '.
"Lo hicieron, y me puse de pie frente a ellos.
"'Todopoderoso Dios, nuestro Padre', dije yo.
"'Todopoderoso Dios, nuestro Padre', dijo William Shaw.
"'Todopoderoso Dios, nuestro Padre', dijo George W. Kent.
"'Perdona nuestros pecados', dije yo.
"'Perdona nuestros pecados', dijeron ellos.
"'Y recibe nuestras almas'.
"'Y recibe nuestras almas'.
"'¡Amén!'.
"'¡Amén!'.
"Los tendí junto a Ramón Gallegos y cubrí sus caras".
Hubo una rápida conmoción en el extremo opuesto del campamento: uno de los nuestros se puso de pie rápidamente, pistola en mano.
"¡Y tú!", gritó - "¿te atreviste a escapar? - ¿te atreves a estar vivo? ¡Perro cobarde, te enviaré con ellos aunque me cuelguen!".
Pero con un salto como de pantera el capitán cayó sobre él, tomándolo por la muñeca. "¡Contrólate, Sam Yountsey, contrólate!".
Para entonces todos estábamos ya de pie - excepto el extraño, que permanecía sentado, inmóvil y al parecer sin prestar atención. Alguien tomó el otro brazo de Yountsey.
"Capitán", dije, "aquí hay algo mal. Este tipo es un lunático o un simple mentiroso - sólo un común y ordinario mentiroso que Yountsey no tiene motivo para matar. Si este hombre era parte de ese grupo es que tenía cinco miembros, de uno de los cuales - probablemente él mismo - no ha dado el nombre".
"Sí", dijo el capitán, liberando al rebelde, quien se sentó. "hay algo - raro. Hace años los cuerpos de cuatro hombres blancos, sin cuero cabelludo y horriblemente mutilados, fueron encontrados cerca de la boca de aquella cueva. Están enterrados ahí; he visto las tumbas - todos las veremos mañana.
El extraño se puso de pie, con la espalda recta a la luz del moribundo fuego, que en nuestra cautiva atención a su historia habíamos olvidado atender.
"Había cuatro", dijo - "Ramón Gallegos, William Shaw, George M. Kent y Berry Davis".
Con este reiterado pase de lista a los muertos caminó hacia la oscuridad y no lo vimos más.
En ese momento uno de nuestro grupo, que había estado de guardia, se acercó a nosotros, rifle en mano y con excitación.
"Capitán", dijo, "durante la última media hora tres hombres han estado parados allá, en la mesa". Señaló en la dirección que había tomado el extraño. "Pude verlos claramente, a la luz de la luna, pero como no tenían armas y los tenía cubiertos con la mía pensé esperar a ver qué hacían. No han hecho nada, pero ¡demonios! me han puesto nervioso".
"Regresa a tu puesto, y quédate ahí hasta que los veas de nuevo", dijo el capitán. "El resto de ustedes vuélvanse a acostar, o los patearé hasta echarlos en el fuego".
El centinela se retiró obedientemente, musitando maldiciones, y no regresó. Mientras preparábamos nuestras mantas el encendido Yountsey dijo: "Disculpe, capitán, pero, demonios, ¿quiénes cree que son?".
"Ramón Gallegos, William Shaw y George W. Kent".
"¿Pero qué hay de Berry Davis? Debí haberle disparado".
"No había necesidad; no podías haberlo matado más. Duérmete".
FIN
de Ambrose Bierce
Un hombre salió de la oscuridad hacia el pequeño círculo de luz alrededor de nuestra casi apagada fogata y se sentó sobre una roca.
"No son los primeros en explorar esta región", dijo, gravemente.
Nadie contradijo su afirmación; él mismo era la prueba de que era cierta, pues no era parte de nuestro grupo y debe haber estado cerca cuando acampamos. Más aún, debía tener compañeros no muy lejos; no era un sitio donde alguien podría vivir o viajar solo. Por más de una semana no habíamos visto, además de a nosotros mismos y a nuestros animales, más entes vivos que víboras de cascabel y sapos cornudos. En un desierto de Arizona uno no coexiste sólo con tales criaturas por mucho tiempo: hacen falta animales de carga, suministros, armas - un "equipo". Y todo ello implica camaradas. Fue tal vez la duda respecto a qué tipo de hombres podían ser los camaradas de este inceremonioso extraño, junto con algo en sus palabras que podía interpretarse como un reto, lo que hizo que cada hombre de nuestra media docena de "aventureros caballeros" enderezara su posición hasta sentarse y colocara sus manos sobre un arma - un acto que significaba, en ese tiempo y lugar, una política de expectativa. El extraño no prestó atención al asunto y empezó a hablar nuevamente en el mismo tono monótono, sin inflexiones, en el que había pronunciado su primera frase.
"Hace treinta años Ramon Gallegos, William Shaw, George M. Kent y Berry Davis, todos ellos de Tucson, cruzaron las montañas de Santa Catalina y viajaron hacia el oeste, tanto como la configuración del terreno lo permitía. Estábamos buscando oro y era nuestra intención, en caso de no encontrar nada, continuar hasta el río Gila en algún punto cerca de Big Bend, donde entendíamos que había un poblado. Teníamos un buen equipo, pero sin guía - sólo Ramón Gallegos, William Shaw, George W. Kent y Berry Davis".
El hombre repitió los nombres de manera lenta y distintiva, como para grabarlos en las memorias de su audiencia, cada miembro de la cual lo observaba ahora atentamente, pero con una ligera aprensión respecto a sus posibles compañeros en algún lugar de la oscuridad que parecía encerrarnos como una pared negra; en los modales de este historiador voluntario no había sugerencia alguna de un propósito hostil. Su acción era más la de un lunático inofensivo que la de un enemigo. No éramos tan nuevos en el territorio como para no saber que la vida solitaria de muchos pioneros tenía la tendencia a desarrollar excentricidades de conducta y carácter que no siempre se distinguen de las aberraciones mentales. Un hombre es como un árbol: En un bosque de sus iguales crecerá tan recto como su naturaleza individual y genérica lo permita; solo en campo abierto, cede a las tensiones y torsiones deformantes que lo rodean. Tales pensamientos estaban en mi mente mientras observaba al hombre desde debajo de mi sombrero, inclinado sobre mi rostro para cubrirme de la luz. Un tipo algo chiflado, sin duda, pero ¿qué podía estar haciendo aquí en el corazón de un desierto?
Habiendo decidido contar esta historia, quisiera poder describir la apariencia del hombre; eso sería lo natural. Por desgracia, y curiosamente, me veo incapaz de hacerlo con el mínimo nivel de confianza, pues concluido el episodio no hubo dos de nosotros que estuvieran de acuerdo en qué ropa usaba y qué apariencia tenía; y cuando trato de fijar mis propias impresiones, me eluden. Cualquiera puede contar algún tipo de historia; la narración es uno de los poderes elementales de la raza. Pero el talento para la descripción es raro.
Sin que alguien más rompiera el silencio, el visitante continuó:
"Este territorio no era entonces lo que es ahora. No había rancho alguno entre el Gila y el Golfo. Había un poco de caza aquí y allá en las montañas, y cerca de los raros pozos de agua había suficiente hierba para evitar que los animales murieran de hambre. Si tuviéramos la fortuna de no encontrar indios, podríamos atravesar el desierto. Pero en menos de una semana el propósito de la expedición se había alterado de hacer fortuna a preservar nuestras vidas. Habíamos avanzado demasiado para regresar, pues lo que había frente a nosotros no podía ser peor que lo que habíamos dejado atrás; así que continuamos, cabalgando de noche para evitar a los indios y al intolerable calor, y ocultándonos de día del mejor modo posible. A veces, tras agotar nuestras reservas de carne y vaciar nuestras cantimploras, pasábamos días sin comida ni agua; después un pozo o un pequeño estanque al fondo de un arroyo restauraba nuestra fuerza y nuestra cordura a tal grado que lográbamos cazar algunos de los animales salvajes que buscaban la misma agua. A veces era un oso, a veces un antílope, un coyote, un puma - lo que Dios quisiera, todo era comida.
"Una mañana mientras recorríamos una cadena montañosa, buscando un paso practicable, fuimos atacados por una banda de apaches que había seguido nuestro rastro por una cañada - no está lejos de aquí. Sabiendo que nos superaban diez a uno, no tomaron las cobardes precauciones que acostumbran, sino que se lanzaron sobre nosotros al galope, disparando y gritando. Luchar era imposible: animamos a nuestros débiles animales a salir de la cañada tan alto como sus pezuñas pudieran llevarlos, después saltamos de la silla y subimos hacia el chaparral por una de las pendientes, abandonando al enemigo todo nuestro equipo. Pero nos llevamos nuestros rifles, cada uno - Ramón Gallegos, William Shaw, George W. Kent y Berry Davis".
"Los mismos de siempre", dijo el humorista del grupo. Era un hombre del este, poco acostumbrado a las reglas de las interacciones sociales. Un gesto de desaprobación de nuestro líder le hizo guardar silencio y el extraño continuó con su historia:
"Los salvajes desmontaron también, y algunos de ellos subieron corriendo por la cañada más allá del punto en que la habíamos dejado, cerrándonos la retirada en esa dirección y obligándonos a seguir subiendo. Por desgracia el chaparral se extendía sólo una corta distancia por la pendiente, y cuando llegamos a campo abierto en la parte más elevada recibimos fuego de una docena de rifles; pero los apaches disparan tan mal cuando se apresuran, y por voluntad de Dios, ninguno de nosotros cayó. Veinte yardas más arriba, donde terminaba la vegetación, había paredes verticales en las que, directamente frente a nosotros, había una estrecha apertura. En ella nos metimos, encontrándonos en una caverna tan grande como la habitación de una casa ordinaria. Aquí estaríamos a salvo por un tiempo; un sólo hombre con un rifle de repetición podía defender la entrada contra todos los apaches del país. Pero contra el hambre y la sed no teníamos defensa. Valor teníamos, pero la esperanza era sólo un recuerdo.
"No volvimos a ver a ninguno de los indios, pero por el humo y el brillo de sus fuegos en la cañada sabíamos que nos observaban día y noche con los rifles preparados en las lindes de los arbustos - sabíamos que si nos atrevíamos a salir ninguno de nosotros viviría lo suficiente para dar tres pasos en campo abierto. Por tres días, haciendo turnos de guardia, permanecimos ahí hasta que nuestro sufrimiento se volvió insoportable. Entonces - era la mañana del cuarto día - Ramón Gallegos dijo:
"'Señores, no sé mucho del buen Dios y de qué le gusta. Tengo ninguna religión, y no conozco de ustedes. Perdón, señores, si les escandalizo, pero para mí es hora de robar la presa a los apaches'.
"Se arrodilló sobre el suelo de piedra de la cueva y oprimió su pistola contra su sien. 'Madre de Dios', dijo, 'viene ahora el alma de Ramón Gallegos'.
"Y así nos dejó - a William Shaw, Georgw W. Kent y Berry Davis.
"Yo era el líder: me tocaba a mí hablar.
"'Era un hombre valiente', dije - 'supo cuándo morir, y cómo. Es una locura volverse loco de sed y caer a los disparos de los apaches, o ser desollado vivo - es de mal gusto. Unámonos a Ramón Gallegos".
"Es verdad", dijo William Shaw.
"Es verdad", dijo George W. Kent.
"Estiré los miembros de Ramón Gallegos y pusimos un pañuelo sobre su cara. Entonces William Shaw dijo: 'Quisiera verme así - por un rato'.
"Y George W. Kent dijo que tenía el mismo deseo.
"'Así será', dije: 'los diablos rojos esperarán una semana. William Shaw y George W. Kent, desenfunden y arrodíllense '.
"Lo hicieron, y me puse de pie frente a ellos.
"'Todopoderoso Dios, nuestro Padre', dije yo.
"'Todopoderoso Dios, nuestro Padre', dijo William Shaw.
"'Todopoderoso Dios, nuestro Padre', dijo George W. Kent.
"'Perdona nuestros pecados', dije yo.
"'Perdona nuestros pecados', dijeron ellos.
"'Y recibe nuestras almas'.
"'Y recibe nuestras almas'.
"'¡Amén!'.
"'¡Amén!'.
"Los tendí junto a Ramón Gallegos y cubrí sus caras".
Hubo una rápida conmoción en el extremo opuesto del campamento: uno de los nuestros se puso de pie rápidamente, pistola en mano.
"¡Y tú!", gritó - "¿te atreviste a escapar? - ¿te atreves a estar vivo? ¡Perro cobarde, te enviaré con ellos aunque me cuelguen!".
Pero con un salto como de pantera el capitán cayó sobre él, tomándolo por la muñeca. "¡Contrólate, Sam Yountsey, contrólate!".
Para entonces todos estábamos ya de pie - excepto el extraño, que permanecía sentado, inmóvil y al parecer sin prestar atención. Alguien tomó el otro brazo de Yountsey.
"Capitán", dije, "aquí hay algo mal. Este tipo es un lunático o un simple mentiroso - sólo un común y ordinario mentiroso que Yountsey no tiene motivo para matar. Si este hombre era parte de ese grupo es que tenía cinco miembros, de uno de los cuales - probablemente él mismo - no ha dado el nombre".
"Sí", dijo el capitán, liberando al rebelde, quien se sentó. "hay algo - raro. Hace años los cuerpos de cuatro hombres blancos, sin cuero cabelludo y horriblemente mutilados, fueron encontrados cerca de la boca de aquella cueva. Están enterrados ahí; he visto las tumbas - todos las veremos mañana.
El extraño se puso de pie, con la espalda recta a la luz del moribundo fuego, que en nuestra cautiva atención a su historia habíamos olvidado atender.
"Había cuatro", dijo - "Ramón Gallegos, William Shaw, George M. Kent y Berry Davis".
Con este reiterado pase de lista a los muertos caminó hacia la oscuridad y no lo vimos más.
En ese momento uno de nuestro grupo, que había estado de guardia, se acercó a nosotros, rifle en mano y con excitación.
"Capitán", dijo, "durante la última media hora tres hombres han estado parados allá, en la mesa". Señaló en la dirección que había tomado el extraño. "Pude verlos claramente, a la luz de la luna, pero como no tenían armas y los tenía cubiertos con la mía pensé esperar a ver qué hacían. No han hecho nada, pero ¡demonios! me han puesto nervioso".
"Regresa a tu puesto, y quédate ahí hasta que los veas de nuevo", dijo el capitán. "El resto de ustedes vuélvanse a acostar, o los patearé hasta echarlos en el fuego".
El centinela se retiró obedientemente, musitando maldiciones, y no regresó. Mientras preparábamos nuestras mantas el encendido Yountsey dijo: "Disculpe, capitán, pero, demonios, ¿quiénes cree que son?".
"Ramón Gallegos, William Shaw y George W. Kent".
"¿Pero qué hay de Berry Davis? Debí haberle disparado".
"No había necesidad; no podías haberlo matado más. Duérmete".
FIN
Re: CUENTOS DE AMBROSE BIERCE
La Maldita Cosa
de Ambrose Bierce
CAPITULO I.
No siempre se come uno lo que hay sobre la mesa
A la luz de una vela de cebo que había sido colocada en un extremo de una rústica mesa un hombre estaba leyendo algo que estaba escrito en un libro. Era un escrito antiguo, pues el hombre en ocasiones sostenía la página cerca de la llama de la vela para brillar una luz más potente sobre ella. La sombra del libro dejaría entonces en la oscuridad a la mitad de la habitación, oscureciendo varias caras y figuras; pues además del lector, ocho hombres más estaban presentes. Siete de ellos estaban sentados junto la las rústicas paredes de troncos, silenciosos, inmóviles, y ya que el cuarto era pequeño, no muy lejos de la mesa. Con extender un brazo cualquiera de ellos podría haber tocado al octavo hombre, que yacía sobre la mesa, boca arriba, parcialmente cubierto con una sábana, sus brazos extendidos a sus lados. Estaba muerto.
El hombre que tenía el libro no estaba leyendo en voz alta, y nadie hablaba; todos parecían esperar a que ocurriera algo; sólo el muerto no esperaba nada. De la vacía oscuridad exterior entraban, por la apertura que servía de ventana, todos los nunca familiares sonidos de la noche en el bosque - la larga nota sin nombre de un distante coyote; la serena vibración pulsante de incansables insectos en árboles; extraños graznidos de aves nocturnas, tan diferentes de los de los pájaros diurnos; el zumbido de grandes y torpes escarabajos, y todo ese misterioso coro de pequeños sonidos que parecen siempre haber sido sólo medio escuchados cuando se detienen de repente, como si estuvieran conscientes de una indiscreción. Pero nada de esto fue percibido en esa compañía; sus miembros no eran muy adictos al ocioso interés en asuntos que carecían de importancia práctica; resultaba obvio en cada línea de sus rostros - obvio incluso en la tenue luz de la solitaria vela. Eran obviamente hombres de las cercanías - granjeros y leñadores.
La persona que leía era un poco diferente; podría decirse de él que era del mundo, conocedor de la vida, aunque había algo en su vestimenta que sugería una cierta hermandad con los organismos a su alrededor. Su abrigo difícilmente habría sido aceptable en San Francisco; su calzado no era de origen urbano, y el sombrero que yacía en el suelo a su lado (era el único que tenía la cabeza descubierta) era tal que si alguien lo considerara como un artículo de mero adorno persona habría errado en el significado. En actitud el hombre resultaba más bien agradable, con apenas una pizca de severidad; aunque esta podría ser asumida o cultivada, como es apropiado para alguien con autoridad. Pues él era un examinador médico. Era en virtud de su cargo que tenía posesión del libro del que estaba leyendo; había sido encontrado entre las posesiones del muerto - en su cabaña, donde se realizaba ahora la investigación.
Cuando el examinador médico terminó de leer puso el libro en el bolsillo de su camisa. En ese momento la puerta se abrió y entró un joven. Él, claramente, no era natural de la montaña; estaba vestido como quienes habitan en las ciudades. Sus ropas estaban polvosas, sin embargo, como por el viaje. Había, de hecho, cabalgado a gran velocidad para asistir a la investigación.
El examinador médico asintió con la cabeza; nadie más lo saludó.
"Lo estábamos esperando", dijo el examinador médico. "Es necesario terminar con este asunto hoy mismo".
El joven sonrió. "Lamento haberlos hecho esperar", dijo. "Me fui, no para evitar su llamado, sino para enviar a mi periódico un relato de lo que supongo me han hecho venir para que declare".
El examinador médico sonrió.
"El relato que ha enviado a su periódico", dijo, "difiere, probablemente, del que nos dará aquí bajo juramento".
"Eso", replicó el otro, airadamente y con visible rubor, "es como ustedes deseen. Usé papel carbón y tengo una copia de lo que envié. No fue escrito como una noticia, pues es increíble, sino como ficción. Puede anexarse como parte de mi testimonio jurado".
"Pero dice usted que es increíble".
"Eso no le importa a usted, señor, si además juro que es verdad".
El examinador médico guardó silencio por un tiempo, sus ojos dirigidos al suelo. Los hombres a los lados de la cabaña hablaban en susurros, pero rara vez retiraban la mirada del rostro del cadáver. Después el examinador levantó los ojos y dijo: "Reiniciaremos la investigación".
Los hombres se quitaron los sombreros. El testigo prestó juramento.
"¿Cuál es su nombre?", preguntó el examinador.
"William Harker".
"¿Edad?".
"Ventisiete".
"¿Conocía al difunto, Hugh Morgan?".
"Sí".
"¿Estaba con él cuando murió?".
"Cerca de él".
"¿Cómo ocurrió eso - me refiero a su presencia?".
"Me encontraba como su huésped aquí para cazar y pescar. Parte de mi propósito, sin embargo, era estudiarlo a él y a su extraño, solitario modo de vida. Parecía un buen modelo para un personaje de ficción. A veces escribo cuentos".
"A veces los leo".
"Gracias".
"Cuentos en general - no los de usted".
Algunos de los jurados rieron. Contra un fondo sombrío, el humor brilla más. Los soldados ríen con facilidad en los intervalos de la batalla, y una broma en la cámara de ejecuciones conquista por sorpresa.
"Relate las circunstancias de la muerte de este hombre", dijo el examinador. "Puede usar cualquier tipo de notas o recuerdos que desee".
El testigo comprendió. Sacando un manuscrito de su bolsillo, lo sostuvo cerca de la vela y dando vuelta a las páginas hasta que encontró el pasaje que deseaba, empezó a leer.
de Ambrose Bierce
CAPITULO I.
No siempre se come uno lo que hay sobre la mesa
A la luz de una vela de cebo que había sido colocada en un extremo de una rústica mesa un hombre estaba leyendo algo que estaba escrito en un libro. Era un escrito antiguo, pues el hombre en ocasiones sostenía la página cerca de la llama de la vela para brillar una luz más potente sobre ella. La sombra del libro dejaría entonces en la oscuridad a la mitad de la habitación, oscureciendo varias caras y figuras; pues además del lector, ocho hombres más estaban presentes. Siete de ellos estaban sentados junto la las rústicas paredes de troncos, silenciosos, inmóviles, y ya que el cuarto era pequeño, no muy lejos de la mesa. Con extender un brazo cualquiera de ellos podría haber tocado al octavo hombre, que yacía sobre la mesa, boca arriba, parcialmente cubierto con una sábana, sus brazos extendidos a sus lados. Estaba muerto.
El hombre que tenía el libro no estaba leyendo en voz alta, y nadie hablaba; todos parecían esperar a que ocurriera algo; sólo el muerto no esperaba nada. De la vacía oscuridad exterior entraban, por la apertura que servía de ventana, todos los nunca familiares sonidos de la noche en el bosque - la larga nota sin nombre de un distante coyote; la serena vibración pulsante de incansables insectos en árboles; extraños graznidos de aves nocturnas, tan diferentes de los de los pájaros diurnos; el zumbido de grandes y torpes escarabajos, y todo ese misterioso coro de pequeños sonidos que parecen siempre haber sido sólo medio escuchados cuando se detienen de repente, como si estuvieran conscientes de una indiscreción. Pero nada de esto fue percibido en esa compañía; sus miembros no eran muy adictos al ocioso interés en asuntos que carecían de importancia práctica; resultaba obvio en cada línea de sus rostros - obvio incluso en la tenue luz de la solitaria vela. Eran obviamente hombres de las cercanías - granjeros y leñadores.
La persona que leía era un poco diferente; podría decirse de él que era del mundo, conocedor de la vida, aunque había algo en su vestimenta que sugería una cierta hermandad con los organismos a su alrededor. Su abrigo difícilmente habría sido aceptable en San Francisco; su calzado no era de origen urbano, y el sombrero que yacía en el suelo a su lado (era el único que tenía la cabeza descubierta) era tal que si alguien lo considerara como un artículo de mero adorno persona habría errado en el significado. En actitud el hombre resultaba más bien agradable, con apenas una pizca de severidad; aunque esta podría ser asumida o cultivada, como es apropiado para alguien con autoridad. Pues él era un examinador médico. Era en virtud de su cargo que tenía posesión del libro del que estaba leyendo; había sido encontrado entre las posesiones del muerto - en su cabaña, donde se realizaba ahora la investigación.
Cuando el examinador médico terminó de leer puso el libro en el bolsillo de su camisa. En ese momento la puerta se abrió y entró un joven. Él, claramente, no era natural de la montaña; estaba vestido como quienes habitan en las ciudades. Sus ropas estaban polvosas, sin embargo, como por el viaje. Había, de hecho, cabalgado a gran velocidad para asistir a la investigación.
El examinador médico asintió con la cabeza; nadie más lo saludó.
"Lo estábamos esperando", dijo el examinador médico. "Es necesario terminar con este asunto hoy mismo".
El joven sonrió. "Lamento haberlos hecho esperar", dijo. "Me fui, no para evitar su llamado, sino para enviar a mi periódico un relato de lo que supongo me han hecho venir para que declare".
El examinador médico sonrió.
"El relato que ha enviado a su periódico", dijo, "difiere, probablemente, del que nos dará aquí bajo juramento".
"Eso", replicó el otro, airadamente y con visible rubor, "es como ustedes deseen. Usé papel carbón y tengo una copia de lo que envié. No fue escrito como una noticia, pues es increíble, sino como ficción. Puede anexarse como parte de mi testimonio jurado".
"Pero dice usted que es increíble".
"Eso no le importa a usted, señor, si además juro que es verdad".
El examinador médico guardó silencio por un tiempo, sus ojos dirigidos al suelo. Los hombres a los lados de la cabaña hablaban en susurros, pero rara vez retiraban la mirada del rostro del cadáver. Después el examinador levantó los ojos y dijo: "Reiniciaremos la investigación".
Los hombres se quitaron los sombreros. El testigo prestó juramento.
"¿Cuál es su nombre?", preguntó el examinador.
"William Harker".
"¿Edad?".
"Ventisiete".
"¿Conocía al difunto, Hugh Morgan?".
"Sí".
"¿Estaba con él cuando murió?".
"Cerca de él".
"¿Cómo ocurrió eso - me refiero a su presencia?".
"Me encontraba como su huésped aquí para cazar y pescar. Parte de mi propósito, sin embargo, era estudiarlo a él y a su extraño, solitario modo de vida. Parecía un buen modelo para un personaje de ficción. A veces escribo cuentos".
"A veces los leo".
"Gracias".
"Cuentos en general - no los de usted".
Algunos de los jurados rieron. Contra un fondo sombrío, el humor brilla más. Los soldados ríen con facilidad en los intervalos de la batalla, y una broma en la cámara de ejecuciones conquista por sorpresa.
"Relate las circunstancias de la muerte de este hombre", dijo el examinador. "Puede usar cualquier tipo de notas o recuerdos que desee".
El testigo comprendió. Sacando un manuscrito de su bolsillo, lo sostuvo cerca de la vela y dando vuelta a las páginas hasta que encontró el pasaje que deseaba, empezó a leer.
Re: CUENTOS DE AMBROSE BIERCE
CAPITULO II.
Lo que puede ocurrir en un cambo de avena salvaje
"...El sol apenas había aparecido cuando salimos de la casa. Buscábamos codornices, cada quien con su escopeta, pero teníamos solo un perro. Morgan dijo que el mejor sitio de cacería estaba pasando cierta cadena montañosa que me señaló, y la atravesamos por una vereda que cruzaba el chaparral. Del otro lado había un suelo comparativamente llano, totalmente cubierto de avena salvaje. Conforme salíamos del chaparral, Morgan iba apenas algunos metros por delante. De repente escuchamos, a una corta distancia a nuestra derecha y un poco adelante, un ruido como el de algún animal revolviéndose en los arbustos, que pudimos ver que se agitaban violentamente.
"'Asustamos a un ciervo', dije. 'Ojalá hubiéramos traído un rifle'.
"Morgan, quien se había detenido y observaba con atención el agitado chaparral, no dijo nada, pero había amartillado ambos cañones de su arma y la sostenía listo para apuntar. Me pareció un poco excitado, lo que me sorprendió, pues tenía la reputación de contar con extraordinaria sangre fría, aun en momentos de repentino e inminente peligro.
"'Oh, vamos', dije. 'No va a dispararle a un ciervo con perdigones, ¿verdad?'.
"Siguió sin responder; pero al ver por un momento su cara cuando se volvió ligeramente hacia mí me impresionó la intensidad de su expresión. Entonces comprendí que estábamos en una situación delicada y mi primera conjetura fue que nos habíamos topado con un oso grizzly. Avancé hacia el costado de Morgan, amartillando mi arma mientras me movía.
"Los arbustos estaban ya quietos y los sonidos habían cesado, pero Morgan estaba tan atento al lugar como antes.
"'¿De qué se trata? ¿Qué demonios es?', pregunté.
"'¡Esa Maldita Cosa!', replicó sin volver la cabeza. Su voz era gruesa e innatural. Temblaba visiblemente.
"Me encontraba a punto de decir algo más cuando noté que la avena salvaje, cerca del lugar del disturbio, se movía del modo más inexplicable. Apenas puedo describirlo. Parecía como agitada por un golpe de viento, que no sólo la doblaba sino la oprimía hacia abajo - la aplastaba de modo que no volvía a levantarse, y este movimiento se desplazaba lentamente justo hacia nosotros.
"Nada que haya visto en mi vida me había afectado con tanta extrañeza como este raro e inexplicable fenómeno, y sin embargo no logro recordar sentimiento alguno de miedo. Recuerdo - y lo cuento aquí porque, extrañamente, lo recordé en ese momento - que una vez al asomarme por una ventana abierta por un instante confundí un pequeño árbol cercano con parte de un grupo de árboles más grandes que se encontraban a cierta distancia. Se veía del mismo tamaño que los otros, pero al estar más claramente definido en masa y detalle parecía desentonar con ellos. Era una mera falsificación de las leyes de la perspectiva, pero me sorprendió y casi me aterró. Dependemos tanto de la ordenada operación de las familiares leyes de la naturaleza que cualquier aparente suspensión de ellas parece ser una amenaza a nuestra seguridad, una advertencia de impensables calamidades. Así que ahora el movimiento, al parecer sin motivo, de las hierbas y la lenta, directa aproximación de la línea de disturbio eran claramente inquietantes. Mi compañero parecía estar en verdad asustado, ¡y no pude creer a mis sentidos cuando ví que repentinamente se llevó el arma al hombro y disparó ambos cañones al agitado grano! Antes de que se dispersara el humo de la descarga escuché un potente grito salvaje - un aullido como el de un animal salvaje - y lanzando su arma al suelo Morgan escapó corriendo a toda velocidad. Al mismo tiempo fui lanzado violentamente al suelo por el impacto de algo invisible entre el humo - alguna sustancia suave, pesada, que pareció lanzada contra mí con gran fuerza.
"Antes de que pudiera levantarme y recuperar mi arma, que había sido arrancada de mis manos, oí gritar a Morgan como en mortal agonía, y mezclados con sus gritos había sonidos tan roncos y salvajes como los que emiten los perros al pelear. Inexpresablemente aterrorizado, logré ponerme de pie y mirar en la dirección de la huida de Morgan; y ¡que el Cielo me libre de otra visión como esa! A una distancia de menos de treinta metros estaba mi amigo, sobre una rodilla, con la cabeza hacia atrás a un ángulo imposible, sin sombrero, su largo cabello en desorden y su cuerpo completo moviéndose violentamente de lado a lado, hacia adelante y atrás. Su brazo derecho estaba levantado y parecía faltarle la mano - al menos, yo no podía verla. El otro brazo era invisible. En ocasiones, según mi memoria reporta esta extraordinaria escena, podía discernir sólo parte de su cuerpo; era como si hubiera sido parcialmente borrado - no sé de qué otro modo expresarlo - y después un cambio de posición volvía a hacerlo visible.
"Todo esto debe haber ocurrido en unos pocos segundos, pero en ese lapso Morgan asumió todas las posiciones de un luchador decidido, derrotado por una fuerza y peso superiores. No vi nada más que a él, y a él no siempre claramente. Durante el incidente entero sus gritos y maldiciones se escucharon, como envueltos en una mezcla de rugidos de rabia y furia, ¡como nunca los había yo escuchado de la garganta de hombre o animal!
"Por un momento permanecí indeciso, y después, soltando mi arma, corrí en auxilio de mi amigo. Tenía la vaga creencia de que estaba sufriendo de un ataque, o de alguna forma de convulsión. Antes de que pudiera llegar a su lado estaba derribado y silencioso. Todo sonido había cesado, pero con un sentimiento de terror que aún estos horribles eventos no habían insporado, vi de nuevo el misterioso movimiento de la avena salvaje, desplazándose del área pisoteada en que yacía el hombre hacia la orilla del bosque. Fue sólo cuando alcanzó el bosque que pude alejar mis ojos para ver a mi compañero. Estaba muerto".
Lo que puede ocurrir en un cambo de avena salvaje
"...El sol apenas había aparecido cuando salimos de la casa. Buscábamos codornices, cada quien con su escopeta, pero teníamos solo un perro. Morgan dijo que el mejor sitio de cacería estaba pasando cierta cadena montañosa que me señaló, y la atravesamos por una vereda que cruzaba el chaparral. Del otro lado había un suelo comparativamente llano, totalmente cubierto de avena salvaje. Conforme salíamos del chaparral, Morgan iba apenas algunos metros por delante. De repente escuchamos, a una corta distancia a nuestra derecha y un poco adelante, un ruido como el de algún animal revolviéndose en los arbustos, que pudimos ver que se agitaban violentamente.
"'Asustamos a un ciervo', dije. 'Ojalá hubiéramos traído un rifle'.
"Morgan, quien se había detenido y observaba con atención el agitado chaparral, no dijo nada, pero había amartillado ambos cañones de su arma y la sostenía listo para apuntar. Me pareció un poco excitado, lo que me sorprendió, pues tenía la reputación de contar con extraordinaria sangre fría, aun en momentos de repentino e inminente peligro.
"'Oh, vamos', dije. 'No va a dispararle a un ciervo con perdigones, ¿verdad?'.
"Siguió sin responder; pero al ver por un momento su cara cuando se volvió ligeramente hacia mí me impresionó la intensidad de su expresión. Entonces comprendí que estábamos en una situación delicada y mi primera conjetura fue que nos habíamos topado con un oso grizzly. Avancé hacia el costado de Morgan, amartillando mi arma mientras me movía.
"Los arbustos estaban ya quietos y los sonidos habían cesado, pero Morgan estaba tan atento al lugar como antes.
"'¿De qué se trata? ¿Qué demonios es?', pregunté.
"'¡Esa Maldita Cosa!', replicó sin volver la cabeza. Su voz era gruesa e innatural. Temblaba visiblemente.
"Me encontraba a punto de decir algo más cuando noté que la avena salvaje, cerca del lugar del disturbio, se movía del modo más inexplicable. Apenas puedo describirlo. Parecía como agitada por un golpe de viento, que no sólo la doblaba sino la oprimía hacia abajo - la aplastaba de modo que no volvía a levantarse, y este movimiento se desplazaba lentamente justo hacia nosotros.
"Nada que haya visto en mi vida me había afectado con tanta extrañeza como este raro e inexplicable fenómeno, y sin embargo no logro recordar sentimiento alguno de miedo. Recuerdo - y lo cuento aquí porque, extrañamente, lo recordé en ese momento - que una vez al asomarme por una ventana abierta por un instante confundí un pequeño árbol cercano con parte de un grupo de árboles más grandes que se encontraban a cierta distancia. Se veía del mismo tamaño que los otros, pero al estar más claramente definido en masa y detalle parecía desentonar con ellos. Era una mera falsificación de las leyes de la perspectiva, pero me sorprendió y casi me aterró. Dependemos tanto de la ordenada operación de las familiares leyes de la naturaleza que cualquier aparente suspensión de ellas parece ser una amenaza a nuestra seguridad, una advertencia de impensables calamidades. Así que ahora el movimiento, al parecer sin motivo, de las hierbas y la lenta, directa aproximación de la línea de disturbio eran claramente inquietantes. Mi compañero parecía estar en verdad asustado, ¡y no pude creer a mis sentidos cuando ví que repentinamente se llevó el arma al hombro y disparó ambos cañones al agitado grano! Antes de que se dispersara el humo de la descarga escuché un potente grito salvaje - un aullido como el de un animal salvaje - y lanzando su arma al suelo Morgan escapó corriendo a toda velocidad. Al mismo tiempo fui lanzado violentamente al suelo por el impacto de algo invisible entre el humo - alguna sustancia suave, pesada, que pareció lanzada contra mí con gran fuerza.
"Antes de que pudiera levantarme y recuperar mi arma, que había sido arrancada de mis manos, oí gritar a Morgan como en mortal agonía, y mezclados con sus gritos había sonidos tan roncos y salvajes como los que emiten los perros al pelear. Inexpresablemente aterrorizado, logré ponerme de pie y mirar en la dirección de la huida de Morgan; y ¡que el Cielo me libre de otra visión como esa! A una distancia de menos de treinta metros estaba mi amigo, sobre una rodilla, con la cabeza hacia atrás a un ángulo imposible, sin sombrero, su largo cabello en desorden y su cuerpo completo moviéndose violentamente de lado a lado, hacia adelante y atrás. Su brazo derecho estaba levantado y parecía faltarle la mano - al menos, yo no podía verla. El otro brazo era invisible. En ocasiones, según mi memoria reporta esta extraordinaria escena, podía discernir sólo parte de su cuerpo; era como si hubiera sido parcialmente borrado - no sé de qué otro modo expresarlo - y después un cambio de posición volvía a hacerlo visible.
"Todo esto debe haber ocurrido en unos pocos segundos, pero en ese lapso Morgan asumió todas las posiciones de un luchador decidido, derrotado por una fuerza y peso superiores. No vi nada más que a él, y a él no siempre claramente. Durante el incidente entero sus gritos y maldiciones se escucharon, como envueltos en una mezcla de rugidos de rabia y furia, ¡como nunca los había yo escuchado de la garganta de hombre o animal!
"Por un momento permanecí indeciso, y después, soltando mi arma, corrí en auxilio de mi amigo. Tenía la vaga creencia de que estaba sufriendo de un ataque, o de alguna forma de convulsión. Antes de que pudiera llegar a su lado estaba derribado y silencioso. Todo sonido había cesado, pero con un sentimiento de terror que aún estos horribles eventos no habían insporado, vi de nuevo el misterioso movimiento de la avena salvaje, desplazándose del área pisoteada en que yacía el hombre hacia la orilla del bosque. Fue sólo cuando alcanzó el bosque que pude alejar mis ojos para ver a mi compañero. Estaba muerto".
Re: CUENTOS DE AMBROSE BIERCE
CAPITULO III.
Un hombre desnudo puede estar en harapos
El examinador médico se levantó de su asiento y se acercó al muerto. Levantando una orilla de la sábana, la retiró, exponiendo el cuerpo completo, totalmente desnudo y mostrando a la luz de la vela un tono amarillo arcilloso. Tenía, sin embargo, amplias marcas de negro azuloso, obviamente causadas por sangre acumulada a causa de contusiones. El pecho y los costados parecían haber sido golpeados con un mazo. Había horribles laceraciones; la piel estaba desgarrada en tiras y jirones.
El examinador se dirigió al extremo de la mesa y desató un pañuelo de seda que había sido colocado bajo la barbilla y atado sobre la cabeza. Cuando el pañuelo fue retirado reveló lo que había sido la garganta. Algunos de los jurados que se habían levantado para ver mejor se arrepintieron de su curiosidad y retiraron la mirada. El testigo Harker fue hacia la ventana abierta y sacó la cabeza, débil y asqueado. Tras dejar caer el pañuelo sobre el cuello del muerto, el examinador se dirigió a un ángulo de la habitación y de una pila de ropas removió las piezas una por una, sosteniéndolas un momento inspeccionarlas. Todas estaban desgarradas y tiesas de sangre. Los jurados no las inspeccionaron con detalle. Parecían poco interesados. En realidad ya habían visto todo esto antes; lo único nuevo para ellos era el testimonio de Harker.
"Caballeros", dijo el examinador, "creo que no tenemos más evidencia. Si deber ya les ha sido explicado; si no tienen preguntas pueden salir y considerar su veredicto".
El presidente del jurado se levantó - un hombre alto y barbado de sesenta años, vestido de manera ordinaria.
"Quisiera hacer una pregunta, señor examinador", dijo. "¿De qué manicomio se escapó este su último testigo?".
"Señor Harker", dijo el examinador con gravedad y calma, "¿de qué manicomio se ha escapado usted?".
Harker se ruborizó, pero no dijo nada, y los siete jurados se levantaron y salieron solemnemente de la cabaña.
"Si ya ha terminado de insultarme, señor", dijo Harker, en cuanto él y el oficial se quedaron solos con el muerto, "¿supongo que soy libre de marcharme?".
"Sí".
Harker empezó a retirarse, pero hizo una pausa con la mano ya en la perilla de la puerta. El hábito de su profesión era fuerte en él - más fuerte que su sentido de dignidad personal. Se volvió y dijo:
"El libre que tiene ahí - lo reconozco como el diario de Morgan. Se veía usted muy interesado en él; lo estuvo leyendo mientras yo testificaba. ¿Puedo verlo? Al publico le gustaría - ".
"El libro no será parte de este asunto", replicó el oficial, deslizándolo en el bolsillo de su abrigo, "todo lo que se escribió en él ocurrió antes de la muerte del autor".
Mientras Harker salía de la casa el jurado volvió a entrar y permaneció de pie junto a la mesa, en la que el ahora cubierto cadáver se delineaba bajo la sábana con clara definición. El presidente se sentó cerca de la vela, sacó de su bolsillo un lápiz y un trozo de papel y escribió, con alguna dificultad, el siguiente veredicto, que con diversos grados de esfuerzo todos firmaron:
"Nosotros, el jurado, encontramos que los restos encontraron su muerte a manos de un león de montaña, pero algunos de nosotros piensan, al mismo tiempo, que tuvieron ataques".
Un hombre desnudo puede estar en harapos
El examinador médico se levantó de su asiento y se acercó al muerto. Levantando una orilla de la sábana, la retiró, exponiendo el cuerpo completo, totalmente desnudo y mostrando a la luz de la vela un tono amarillo arcilloso. Tenía, sin embargo, amplias marcas de negro azuloso, obviamente causadas por sangre acumulada a causa de contusiones. El pecho y los costados parecían haber sido golpeados con un mazo. Había horribles laceraciones; la piel estaba desgarrada en tiras y jirones.
El examinador se dirigió al extremo de la mesa y desató un pañuelo de seda que había sido colocado bajo la barbilla y atado sobre la cabeza. Cuando el pañuelo fue retirado reveló lo que había sido la garganta. Algunos de los jurados que se habían levantado para ver mejor se arrepintieron de su curiosidad y retiraron la mirada. El testigo Harker fue hacia la ventana abierta y sacó la cabeza, débil y asqueado. Tras dejar caer el pañuelo sobre el cuello del muerto, el examinador se dirigió a un ángulo de la habitación y de una pila de ropas removió las piezas una por una, sosteniéndolas un momento inspeccionarlas. Todas estaban desgarradas y tiesas de sangre. Los jurados no las inspeccionaron con detalle. Parecían poco interesados. En realidad ya habían visto todo esto antes; lo único nuevo para ellos era el testimonio de Harker.
"Caballeros", dijo el examinador, "creo que no tenemos más evidencia. Si deber ya les ha sido explicado; si no tienen preguntas pueden salir y considerar su veredicto".
El presidente del jurado se levantó - un hombre alto y barbado de sesenta años, vestido de manera ordinaria.
"Quisiera hacer una pregunta, señor examinador", dijo. "¿De qué manicomio se escapó este su último testigo?".
"Señor Harker", dijo el examinador con gravedad y calma, "¿de qué manicomio se ha escapado usted?".
Harker se ruborizó, pero no dijo nada, y los siete jurados se levantaron y salieron solemnemente de la cabaña.
"Si ya ha terminado de insultarme, señor", dijo Harker, en cuanto él y el oficial se quedaron solos con el muerto, "¿supongo que soy libre de marcharme?".
"Sí".
Harker empezó a retirarse, pero hizo una pausa con la mano ya en la perilla de la puerta. El hábito de su profesión era fuerte en él - más fuerte que su sentido de dignidad personal. Se volvió y dijo:
"El libre que tiene ahí - lo reconozco como el diario de Morgan. Se veía usted muy interesado en él; lo estuvo leyendo mientras yo testificaba. ¿Puedo verlo? Al publico le gustaría - ".
"El libro no será parte de este asunto", replicó el oficial, deslizándolo en el bolsillo de su abrigo, "todo lo que se escribió en él ocurrió antes de la muerte del autor".
Mientras Harker salía de la casa el jurado volvió a entrar y permaneció de pie junto a la mesa, en la que el ahora cubierto cadáver se delineaba bajo la sábana con clara definición. El presidente se sentó cerca de la vela, sacó de su bolsillo un lápiz y un trozo de papel y escribió, con alguna dificultad, el siguiente veredicto, que con diversos grados de esfuerzo todos firmaron:
"Nosotros, el jurado, encontramos que los restos encontraron su muerte a manos de un león de montaña, pero algunos de nosotros piensan, al mismo tiempo, que tuvieron ataques".
Re: CUENTOS DE AMBROSE BIERCE
CAPITULO IV.
Una explicación desde la tumba
En el diario del difunto Hugh Morgan hay ciertos escritos interesantes que tienen, posiblemente, valor científico como sugestiones. Durante la investigación de su muerte el libro no fue considerado como evidencia; posiblemente el examinador médico no creyó pertinente confundir al jurado. La fecha de la primera anotación mencionada no puede ser determinada; la parte superior de la hoja ha sido arrancada; la parte de la anotación que queda dice lo siguiente:
"...corría en un medio círculo, manteniendo la cabeza siempre dirigida hacia el centro, y de nuevo se quedaba inmóvil ladrando furiosamente. Al final corrió hacia los arbustos lo más rápido que pudo. Al principio creí que se había vuelto loco, pero al regresar a casa no encontré ninguna alteración en su conducta excepto la que se debía claramente al miedo de ser castigado.
"¿Puede un perro ver con su nariz? ¿Acaso los olores llevan a algún centro del cerebro imágenes de la cosa que los emitió?...".
"Sept. 2. - Al ver las estrellas anoche cuando se levantaban sobre la cresta de la cadena montañosa al este de la casa, observé que desaparecían sucesivamente - de izquierda a derecha. Cada una era eclipsada por un instante, y sólo algunas de ellas a la vez, pero a lo largo de toda la cadena de montañas, las que estaban a uno o dos grados de la cresta se borraban. Era como si algo se hubiera movido entre ellas y yo; pero no pude verlo, y las estrellas no eran lo bastante tupidas como para definir su silueta. ¡Ugh! No me gusta esto".
Varias semanas de anotaciones faltan, pues tres hojas han sido arrancadas del libro.
"Sept. 27. - Ha estado por aquí de nuevo - encuentro evidencias de su presencia todos los días. Hice guardia de nuevo toda la noche desde el mismo sitio, arma en mano, con doble carga de perdigones para caza mayor. En la mañana las pisadas frescas estaban ahí, como antes. Y sin embargo podría jurar que no me dormí - de hecho, apenas puedo dormir. ¡Es terrible, insostenible! Si estas increíbles experiencias son reales me volveré loco; si son fantasías es que ya lo estoy.
"Oct. 3. - No me iré - no me hará escapar. No, esta es mi casa, mi tierra. Dios odia a los cobardes...
"Oct. 5. - No puedo soportarlo más; he invitado a Harker a pasar algunas semanas conmigo - él tiene la cabeza serena. Puede juzgar por sus maneras si cree que estoy loco.
"Oct. 7. - Tengo la solución del misterio; se me ocurrió anoche - de repente, como una revelación. ¡Qué simple - qué terriblemente simple!
"Hay sonidos que no podemos oír. A ambos lados de la escala hay notas que no estimulan cuerda alguna de ese imperfecto instrumento, el oído humano. Son demasiado agudas o demasiado graves. He observado una parvada de mirlos ocupando un árbol entero - varios árboles - todos cantando a la vez. De repente - en un momento - exactamente al mismo tiempo, todas se lanzan al aire y se alejan volando. ¿Cómo? No podían verse unas a otras - había varios árboles involucrados. De ningún modo pudo un ´líder ser visible a todas. Debe haber habido una señal de advertencia o una orden, alta y estridente por encima del escándalo, pero inaudible para mí. He observado, también, el mismo vuelo simultáneo cuando todo estaba silencioso, no sólo entre mirlos, sino también en otros pájaros - por ejemplo, codornices ampliamente separadas por arbustos - aún en extremos opuestos de una colina.
"Es sabido por los marineros que una manada de ballenas que reposa o juega en la superficie del océano, separadas por millas, con la convexidad de la tierra de por medio, a veces se sumergirá en el mismo instante - desaparecen todas en un momento. La señal ha sido sonada - demasiado grave para el oído del marinero sobre el mástil y de sus compañeros en cubierta - quienes, sin embargo, sienten sus vibraciones en la nave como las piedras de la catedral son alteradas por el bajo del órgano.
"Como ocurre con los sonidos, pasa con los colores. A cada extremo del espectro solar el químico puede detectar la presencia de lo que se conoce como rayos 'actínicos'. Representan colores - colores integrales en la composición de la luz - que somos incapaces de discernir. El ojo humano es un instrumento imperfecto; si rango de unas cuantas octavas de la 'escala cromática' real. No estoy loco; hay colores que no podemos ver.
"Y, ¡que Dios me ayude!, la Maldita Cosa es de uno de esos colores!".
FIN
Una explicación desde la tumba
En el diario del difunto Hugh Morgan hay ciertos escritos interesantes que tienen, posiblemente, valor científico como sugestiones. Durante la investigación de su muerte el libro no fue considerado como evidencia; posiblemente el examinador médico no creyó pertinente confundir al jurado. La fecha de la primera anotación mencionada no puede ser determinada; la parte superior de la hoja ha sido arrancada; la parte de la anotación que queda dice lo siguiente:
"...corría en un medio círculo, manteniendo la cabeza siempre dirigida hacia el centro, y de nuevo se quedaba inmóvil ladrando furiosamente. Al final corrió hacia los arbustos lo más rápido que pudo. Al principio creí que se había vuelto loco, pero al regresar a casa no encontré ninguna alteración en su conducta excepto la que se debía claramente al miedo de ser castigado.
"¿Puede un perro ver con su nariz? ¿Acaso los olores llevan a algún centro del cerebro imágenes de la cosa que los emitió?...".
"Sept. 2. - Al ver las estrellas anoche cuando se levantaban sobre la cresta de la cadena montañosa al este de la casa, observé que desaparecían sucesivamente - de izquierda a derecha. Cada una era eclipsada por un instante, y sólo algunas de ellas a la vez, pero a lo largo de toda la cadena de montañas, las que estaban a uno o dos grados de la cresta se borraban. Era como si algo se hubiera movido entre ellas y yo; pero no pude verlo, y las estrellas no eran lo bastante tupidas como para definir su silueta. ¡Ugh! No me gusta esto".
Varias semanas de anotaciones faltan, pues tres hojas han sido arrancadas del libro.
"Sept. 27. - Ha estado por aquí de nuevo - encuentro evidencias de su presencia todos los días. Hice guardia de nuevo toda la noche desde el mismo sitio, arma en mano, con doble carga de perdigones para caza mayor. En la mañana las pisadas frescas estaban ahí, como antes. Y sin embargo podría jurar que no me dormí - de hecho, apenas puedo dormir. ¡Es terrible, insostenible! Si estas increíbles experiencias son reales me volveré loco; si son fantasías es que ya lo estoy.
"Oct. 3. - No me iré - no me hará escapar. No, esta es mi casa, mi tierra. Dios odia a los cobardes...
"Oct. 5. - No puedo soportarlo más; he invitado a Harker a pasar algunas semanas conmigo - él tiene la cabeza serena. Puede juzgar por sus maneras si cree que estoy loco.
"Oct. 7. - Tengo la solución del misterio; se me ocurrió anoche - de repente, como una revelación. ¡Qué simple - qué terriblemente simple!
"Hay sonidos que no podemos oír. A ambos lados de la escala hay notas que no estimulan cuerda alguna de ese imperfecto instrumento, el oído humano. Son demasiado agudas o demasiado graves. He observado una parvada de mirlos ocupando un árbol entero - varios árboles - todos cantando a la vez. De repente - en un momento - exactamente al mismo tiempo, todas se lanzan al aire y se alejan volando. ¿Cómo? No podían verse unas a otras - había varios árboles involucrados. De ningún modo pudo un ´líder ser visible a todas. Debe haber habido una señal de advertencia o una orden, alta y estridente por encima del escándalo, pero inaudible para mí. He observado, también, el mismo vuelo simultáneo cuando todo estaba silencioso, no sólo entre mirlos, sino también en otros pájaros - por ejemplo, codornices ampliamente separadas por arbustos - aún en extremos opuestos de una colina.
"Es sabido por los marineros que una manada de ballenas que reposa o juega en la superficie del océano, separadas por millas, con la convexidad de la tierra de por medio, a veces se sumergirá en el mismo instante - desaparecen todas en un momento. La señal ha sido sonada - demasiado grave para el oído del marinero sobre el mástil y de sus compañeros en cubierta - quienes, sin embargo, sienten sus vibraciones en la nave como las piedras de la catedral son alteradas por el bajo del órgano.
"Como ocurre con los sonidos, pasa con los colores. A cada extremo del espectro solar el químico puede detectar la presencia de lo que se conoce como rayos 'actínicos'. Representan colores - colores integrales en la composición de la luz - que somos incapaces de discernir. El ojo humano es un instrumento imperfecto; si rango de unas cuantas octavas de la 'escala cromática' real. No estoy loco; hay colores que no podemos ver.
"Y, ¡que Dios me ayude!, la Maldita Cosa es de uno de esos colores!".
FIN
Re: CUENTOS DE AMBROSE BIERCE
Un diagnóstico de muerte
de Ambrose Bierce
―No soy tan supersticioso como algunos de sus médicos (hombres de ciencia, como a ustedes les gusta ser llamados) ―dijo Hawver, respondiendo a una acusación que no había sido expresada―. Algunos de ustedes (solo unos pocos, lo confieso) creen en la inmortalidad del alma, y en apariciones que no tienen la honestidad de llamar fantasmas. Tengo apenas una convicción de que en ocasiones los vivos son vistos donde no están, sino donde han estado, donde han vivido tanto tiempo, quizá tan intensamente, como para haber dejado su impresión en todo lo que les rodea. Sé, de hecho, que el medio ambiente puede ser tan afectado por la personalidad de uno para mostrar, mucho después, una imagen de la propia persona a los ojos de otro. Sin duda la personalidad que crea la impresión tiene que ser el tipo de personalidad adecuada, así como los ojos que lo perciben deben ser el tipo correcto de ojos: los míos, por ejemplo.
―Sí, el tipo correcto de ojos, que transportarían sensaciones al tipo equivocado de cerebro ―dijo, sonriendo, el doctor Frayley.
―Gracias; es agradable que se cumplan las expectativas de uno; esa es la respuesta que esperaba de su amabilidad.
―Discúlpeme. Pero dice usted que lo sabe. ¿Eso no es demasiado decir? Quizá no le molestará contarme cómo es que lo aprendió.
―Usted lo llamará una alucinación ―dijo Hawver―, pero no importa.
Y contó la historia:
―El verano pasado fui, como sabe, a pasar la temporada veraniega en el poblado de Meridian. El pariente en cuya casa pensaba hospedarme se encontraba enfermo, así que busqué otras habitaciones. Después de ciertas dificultades conseguí rentar una morada vacía que había sido ocupada por un excéntrico doctor de apellido Mannering, que se había ido años atrás, nadie sabía adónde, ni siquiera su agente. Había construido la casa él mismo y había vivido en ella con un viejo sirviente durante unos diez años. Su clientela, nunca muy extensa, se extinguió por completo tras unos pocos años. No solo eso, sino que él se había retirado casi por completo de la vida social para convertirse en un recluso. Me contó el doctor del pueblo, prácticamente la única persona con la que mantenía relación, que durante su retiro se había dedicado a un solo tema de estudio, cuyos resultados había publicado en un libro que no recibió la aprobación de sus compañeros de profesión, quienes, de hecho, no lo consideraban del todo cuerdo. No he visto el libro y no puedo ahora recordar su título, pero me han contado que exponía una teoría más bien sorprendente. Aseguraba que era posible, en el caso de muchas personas en buenas condiciones de salud, pronosticar la muerte con precisión, varios meses antes del evento. El límite, creo, era de 18 meses. Había historias locales de cómo había ejercido su capacidad de pronóstico, o quizá diría que de diagnóstico; y se decía que en cada caso la persona a cuyos amigos había advertido había muerto repentinamente en el momento señalado, sin causa aparente. Todo esto, sin embargo, no tiene nada que ver con lo que debo contar; pensé que sería interesante para un médico.
»La casa estaba amueblada, tal y como él la había habitado. Era una morada bastante deprimente para alguien que no era un estudiante ni un recluso, y creo que me transmitió algo de su carácter, quizá algo del carácter de su anterior ocupante, pues siempre sentí en ella una cierta melancolía que no forma parte de mi disposición natural, ni era, creo, debida a la soledad. No tenía sirvientes que durmieran en la casa, pero siempre he sido, como sabe, adepto a mi propia compañía, con mucha afición a la lectura aunque poca al estudio. Por la razón que fuera, el efecto fue una sensación de desánimo y de la inminencia de algún mal; ésta era especialmente fuerte en el estudio del doctor Mannering, aunque esa habitación era la más luminosa y ventilada de toda la casa. El retrato al óleo del doctor, de tamaño natural, colgaba en esa habitación y parecía dominarla por completo. No había nada extraño en la pintura; el hombre era evidentemente bien parecido, de unos cincuenta años de edad, con cabello gris acero, una cara bien afeitada y ojos oscuros y serios. Algo en la pintura siempre me llamó la atención. La apariencia del hombre se me hizo familiar, y de alguna manera me obsesionaba.
»Una tarde iba pasando por la habitación rumbo a mi dormitorio, con una lámpara (en Meridian no hay gas). Me detuve, como de costumbre, frente al retrato, que a la luz de la lámpara parecía tener una nueva expresión difícil de describir, pero sin duda extraña. Me interesó, pero no me perturbó. Moví la lámpara de un lado a otro y observé los efectos de la alterada luz. Mientras lo hacía, sentí el impulso de volverme. Al hacerlo ¡vi que un hombre atravesaba la habitación, directamente hacia mí! En cuanto estuvo lo bastante cerca para que la lámpara le iluminara la cara vi que era el doctor Mannering en persona; ¡era como si el retrato estuviera caminando!
»―Discúlpeme ―dije con cierta frialdad―, pero si llamó a la puerta, no lo escuché.
»Pasó de largo, tan cerca que podría haberlo tocado, levantó el índice derecho, como haciendo una advertencia, y sin una palabra salió de la habitación, aunque no observé su salida más de lo que había visto su entrada.
»Por supuesto, no necesito decirle que esto es lo que llamará usted una alucinación y yo llamo una aparición. Esa habitación tenía solo dos puertas, de las cuales una estaba cerrada con llave; la otra llevaba a un dormitorio, del que no había salida. La sensación que experimenté al darme cuenta de esto no forma parte importante del incidente.
»Sin duda a usted ésta le parecerá la típica historia de fantasmas, de las que se componen sobre los principios regulares tendidos por los antiguos maestros de este arte. Pero si así fuera yo no la habría relatado, aún siendo cierta. El hombre no estaba muerto; me lo topé hoy en la calle Union. Lo vi pasar en medio de la multitud».
Hawver había terminado su historia y ambos hombres estaban en silencio. El doctor Frayley tamborileó sobre la mesa con los dedos, con aire ausente.
―¿Él le dijo algo hoy? ―preguntó―, ¿algo de lo que usted pudiera inferir que no está muerto?
Hawver lo miró fijamente y no respondió. El doctor Frayley continuó:
―Quizá hizo una señal, un gesto ―y el doctor Frayley levantó un dedo, como haciendo una advertencia. ―Este es un gesto que él hacía, un hábito cuando decía algo serio: cuando anunciaba el resultado de un diagnóstico, por ejemplo.
―¡Sí, sí, hizo eso, tal y como lo hizo su aparición! Pero, ¡Dios mío!, ¿entonces usted lo conoció?
Hawver parecía estar poniéndose nervioso.
―Sí, lo conocí ―prosiguió el doctor Frayley―. He leído el libro, como algún día lo harán todos los médicos. Es una de las contribuciones más impactantes e importantes a la ciencia médica de este siglo. Sí, lo conocí; hace tres años lo atendí durante su enfermedad. Murió.
Hawver saltó de la silla, claramente perturbado. Caminó de uno a otro lado del cuarto; después se aproximó a su amigo, y con voz no del todo estable, dijo: ―Doctor, ¿tiene algo que decirme... como médico?
―No, Hawver; es usted el hombre más saludable que he conocido. Como amigo, le aconsejo que vaya a su habitación. Usted toca el violín como un ángel. Toque, toque algo alegre y ligero. Sáquese este maldito asunto de su mente.
Al día siguiente Hawver fue encontrado muerto en su habitación, con el violín en el hombro, el arco apoyado sobre las cuerdas, el libro de música abierto frente a él en la Marcha fúnebre de Chopin.
FIN
de Ambrose Bierce
―No soy tan supersticioso como algunos de sus médicos (hombres de ciencia, como a ustedes les gusta ser llamados) ―dijo Hawver, respondiendo a una acusación que no había sido expresada―. Algunos de ustedes (solo unos pocos, lo confieso) creen en la inmortalidad del alma, y en apariciones que no tienen la honestidad de llamar fantasmas. Tengo apenas una convicción de que en ocasiones los vivos son vistos donde no están, sino donde han estado, donde han vivido tanto tiempo, quizá tan intensamente, como para haber dejado su impresión en todo lo que les rodea. Sé, de hecho, que el medio ambiente puede ser tan afectado por la personalidad de uno para mostrar, mucho después, una imagen de la propia persona a los ojos de otro. Sin duda la personalidad que crea la impresión tiene que ser el tipo de personalidad adecuada, así como los ojos que lo perciben deben ser el tipo correcto de ojos: los míos, por ejemplo.
―Sí, el tipo correcto de ojos, que transportarían sensaciones al tipo equivocado de cerebro ―dijo, sonriendo, el doctor Frayley.
―Gracias; es agradable que se cumplan las expectativas de uno; esa es la respuesta que esperaba de su amabilidad.
―Discúlpeme. Pero dice usted que lo sabe. ¿Eso no es demasiado decir? Quizá no le molestará contarme cómo es que lo aprendió.
―Usted lo llamará una alucinación ―dijo Hawver―, pero no importa.
Y contó la historia:
―El verano pasado fui, como sabe, a pasar la temporada veraniega en el poblado de Meridian. El pariente en cuya casa pensaba hospedarme se encontraba enfermo, así que busqué otras habitaciones. Después de ciertas dificultades conseguí rentar una morada vacía que había sido ocupada por un excéntrico doctor de apellido Mannering, que se había ido años atrás, nadie sabía adónde, ni siquiera su agente. Había construido la casa él mismo y había vivido en ella con un viejo sirviente durante unos diez años. Su clientela, nunca muy extensa, se extinguió por completo tras unos pocos años. No solo eso, sino que él se había retirado casi por completo de la vida social para convertirse en un recluso. Me contó el doctor del pueblo, prácticamente la única persona con la que mantenía relación, que durante su retiro se había dedicado a un solo tema de estudio, cuyos resultados había publicado en un libro que no recibió la aprobación de sus compañeros de profesión, quienes, de hecho, no lo consideraban del todo cuerdo. No he visto el libro y no puedo ahora recordar su título, pero me han contado que exponía una teoría más bien sorprendente. Aseguraba que era posible, en el caso de muchas personas en buenas condiciones de salud, pronosticar la muerte con precisión, varios meses antes del evento. El límite, creo, era de 18 meses. Había historias locales de cómo había ejercido su capacidad de pronóstico, o quizá diría que de diagnóstico; y se decía que en cada caso la persona a cuyos amigos había advertido había muerto repentinamente en el momento señalado, sin causa aparente. Todo esto, sin embargo, no tiene nada que ver con lo que debo contar; pensé que sería interesante para un médico.
»La casa estaba amueblada, tal y como él la había habitado. Era una morada bastante deprimente para alguien que no era un estudiante ni un recluso, y creo que me transmitió algo de su carácter, quizá algo del carácter de su anterior ocupante, pues siempre sentí en ella una cierta melancolía que no forma parte de mi disposición natural, ni era, creo, debida a la soledad. No tenía sirvientes que durmieran en la casa, pero siempre he sido, como sabe, adepto a mi propia compañía, con mucha afición a la lectura aunque poca al estudio. Por la razón que fuera, el efecto fue una sensación de desánimo y de la inminencia de algún mal; ésta era especialmente fuerte en el estudio del doctor Mannering, aunque esa habitación era la más luminosa y ventilada de toda la casa. El retrato al óleo del doctor, de tamaño natural, colgaba en esa habitación y parecía dominarla por completo. No había nada extraño en la pintura; el hombre era evidentemente bien parecido, de unos cincuenta años de edad, con cabello gris acero, una cara bien afeitada y ojos oscuros y serios. Algo en la pintura siempre me llamó la atención. La apariencia del hombre se me hizo familiar, y de alguna manera me obsesionaba.
»Una tarde iba pasando por la habitación rumbo a mi dormitorio, con una lámpara (en Meridian no hay gas). Me detuve, como de costumbre, frente al retrato, que a la luz de la lámpara parecía tener una nueva expresión difícil de describir, pero sin duda extraña. Me interesó, pero no me perturbó. Moví la lámpara de un lado a otro y observé los efectos de la alterada luz. Mientras lo hacía, sentí el impulso de volverme. Al hacerlo ¡vi que un hombre atravesaba la habitación, directamente hacia mí! En cuanto estuvo lo bastante cerca para que la lámpara le iluminara la cara vi que era el doctor Mannering en persona; ¡era como si el retrato estuviera caminando!
»―Discúlpeme ―dije con cierta frialdad―, pero si llamó a la puerta, no lo escuché.
»Pasó de largo, tan cerca que podría haberlo tocado, levantó el índice derecho, como haciendo una advertencia, y sin una palabra salió de la habitación, aunque no observé su salida más de lo que había visto su entrada.
»Por supuesto, no necesito decirle que esto es lo que llamará usted una alucinación y yo llamo una aparición. Esa habitación tenía solo dos puertas, de las cuales una estaba cerrada con llave; la otra llevaba a un dormitorio, del que no había salida. La sensación que experimenté al darme cuenta de esto no forma parte importante del incidente.
»Sin duda a usted ésta le parecerá la típica historia de fantasmas, de las que se componen sobre los principios regulares tendidos por los antiguos maestros de este arte. Pero si así fuera yo no la habría relatado, aún siendo cierta. El hombre no estaba muerto; me lo topé hoy en la calle Union. Lo vi pasar en medio de la multitud».
Hawver había terminado su historia y ambos hombres estaban en silencio. El doctor Frayley tamborileó sobre la mesa con los dedos, con aire ausente.
―¿Él le dijo algo hoy? ―preguntó―, ¿algo de lo que usted pudiera inferir que no está muerto?
Hawver lo miró fijamente y no respondió. El doctor Frayley continuó:
―Quizá hizo una señal, un gesto ―y el doctor Frayley levantó un dedo, como haciendo una advertencia. ―Este es un gesto que él hacía, un hábito cuando decía algo serio: cuando anunciaba el resultado de un diagnóstico, por ejemplo.
―¡Sí, sí, hizo eso, tal y como lo hizo su aparición! Pero, ¡Dios mío!, ¿entonces usted lo conoció?
Hawver parecía estar poniéndose nervioso.
―Sí, lo conocí ―prosiguió el doctor Frayley―. He leído el libro, como algún día lo harán todos los médicos. Es una de las contribuciones más impactantes e importantes a la ciencia médica de este siglo. Sí, lo conocí; hace tres años lo atendí durante su enfermedad. Murió.
Hawver saltó de la silla, claramente perturbado. Caminó de uno a otro lado del cuarto; después se aproximó a su amigo, y con voz no del todo estable, dijo: ―Doctor, ¿tiene algo que decirme... como médico?
―No, Hawver; es usted el hombre más saludable que he conocido. Como amigo, le aconsejo que vaya a su habitación. Usted toca el violín como un ángel. Toque, toque algo alegre y ligero. Sáquese este maldito asunto de su mente.
Al día siguiente Hawver fue encontrado muerto en su habitación, con el violín en el hombro, el arco apoyado sobre las cuerdas, el libro de música abierto frente a él en la Marcha fúnebre de Chopin.
FIN
Armando Lopez- Moderador General
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