EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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Orgullo y prejuicio.Jane Austen

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Mensaje por EURIDICE CANOVA Sáb Ago 24, 2013 11:25 pm

Recuerdo del primer mensaje :

ORGULLO Y PREJUICIO DE JANE AUSTEN
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Mensaje por EURIDICE CANOVA Lun Sep 30, 2013 2:19 pm

CAPÍTULO XLI

Pasó pronto la primera semana del regreso, y entraron en la segunda, que era la última de la estancia del regimiento en Meryton. Las jóvenes de la localidad languidecían; la tristeza era casi general. Sólo las hijas mayores de los Bennet eran capaces de comer, beber y dormir como si no pasara nada. Catherine y Lydia les reprochaban a menudo su insensibilidad. Estaban muy abatidas y no podían comprender tal dureza de corazón en miembros de su propia familia.

––¡Dios mío! ¿Qué va a ser de nosotras? ¿Qué vamos a hacer? ––exclamaban desoladas––. ¿Cómo puedes sonreír de esa manera, Elizabeth?

Su cariñosa madre compartía su pesar y se acordaba de lo que ella misma había sufrido por una ocasión semejante hacía veinticinco años.

––Recuerdo ––decía–– que lloré dos días seguidos cuando se fue el regimiento del coronel Miller, creí que se me iba a partir el corazón.

––El mío también se hará pedazos ––dijo Lydia.

––¡Si al menos pudiéramos ir a Brighton! ––suspiró la señora Bennet.

––¡Oh, sí! ¡Si al menos pudiéramos ir a Brighton! ¡Pero papá es tan poco complaciente!

––Unos baños de mar me dejarían como nueva. ––Y tía Philips asegura que a mí también me sentarían muy bien ––añadió Catherine.

Estas lamentaciones resonaban de continuo en la casa de Longbourn. Elizabeth trataba de mantenerse aislada, pero no podía evitar la vergüenza. Reconocía de nuevo la justicia de las observaciones de Darcy, y nunca se había sentido tan dispuesta a perdonarle por haberse opuesto a los planes de su amigo.

Pero la melancolía de Lydia no tardó en disiparse, pues recibió una invitación de la señora Forster, la esposa del coronel del regimiento, para que la acompañase a Brighton. Esta inapreciable amiga de Lydia era muy joven y hacía poco que se había casado. Como las dos eran igual de alegres y animadas, congeniaban perfectamente y a los tres meses de conocerse eran ya íntimas.

El entusiasmo de Lydia y la adoración que le entró por la señora Forster, la satisfacción de la señora Bennet, y la mortificación de Catherine, fueron casi indescriptibles. Sin preocuparse lo más mínimo por el disgusto de su hermana, Lydia corrió por la casa completamente extasiada, pidiendo a todas que la felicitaran, riendo y hablando con más ímpetu que nunca, mientras la pobre Catherine continuaba en el salón lamentando su mala suerte en términos poco razonables y con un humor de perros.

––No veo por qué la señora Forster no me invita a mí también ––decía––, aunque Lydia sea su amiga particular. Tengo el mismo derecho que ella a que me invite, y más aún, porque yo soy mayor.

En vano procuró Elizabeth que entrase en razón y en vano pretendió Jane que se resignase. La dichosa invitación despertó en Elizabeth sentimientos bien distintos a los de Lydia y su madre; comprendió claramente que ya no había ninguna esperanza de que la señora Bennet diese alguna prueba de sentido común. No pudo menos que pedirle a su padre que no dejase a Lydia ir a Brighton, pues semejante paso podía tener funestas consecuencias. Le hizo ver la inconveniencia de Lydia, las escasas ventajas que podía reportarle su amistad con la señora Forster, y el peligro de que con aquella compañía redoblase la imprudencia de Lydia en Brighton, donde las tentaciones serían mayores. El señor Bennet escuchó con atención a su hija y le dijo:

––Lydia no estará tranquila hasta que haga el ridículo en público en un sitio u otro, y nunca podremos esperar que lo haga con tan poco gasto y sacrificio para su familia como en esta ocasión.

––Si supieras ––replicó Elizabeth–– los grandes daños que nos puede acarrear a todos lo que diga la gente del proceder inconveniente e indiscreto de Lydia, y los que ya nos ha acarreado, estoy segura de que pensarías de modo muy distinto.

––¡Que ya nos ha acarreado! ––exclamó el señor Bennet––. ¿Ha ahuyentado a alguno de tus pretendientes? ¡Pobre Lizzy! Pero no te aflijas. Esos jóvenes tan delicados que no pueden soportar tales tonterías no valen la pena. Ven, dime cuáles son los remilgados galanes a quienes ha echado atrás la locura de Lydia.

––No me entiendes. No me quejo de eso. No denuncio peligros concretos, sino generales. Nuestro prestigio y nuestra respetabilidad ante la gente serán perjudicados por la extrema ligereza, el desdén y el desenfreno de Lydia. Perdona, pero tengo que hablarte claramente. Si tú, querido padre, no quieres tomarte la molestia de reprimir su euforia, de enseñarle que no debe consagrar su vida a sus actuales pasatiempos, dentro de poco será demasiado tarde para que se enmiende. Su carácter se afirmará y a los dieciséis años será una coqueta incorregible que no sólo se pondrá en ridículo a sí misma, sino a toda su familia; coqueta, además, en el peor y más ínfimo grado de coquetería, sin más atractivo que su juventud y sus regulares prendas físicas; ignorante y de cabeza hueca, incapaz de reparar en lo más mínimo el desprecio general que provocará su afán de ser admirada. Catherine se encuentra en el mismo peligro, porque irá donde Lydia la lleve; vana, ignorante, perezosa y absolutamente incontrolada. Padre, ¿puedes creer que no las criticarán y las despreciarán en dondequiera que vayan, y que no envolverán en su desgracia a las demás hermanas?

El señor Bennet se dio cuenta de que Elizabeth hablaba con el corazón. Le tomó la mano afectuosamente y le contestó:

––No te intranquilices, amor mío. Tú y Jane seréis siempre respetadas y queridas en todas partes, y no pareceréis menos aventajadas por tener dos o quizá tres hermanas muy necias. No habrá paz en Longbourn si Lydia no va a Brighton. Déjala que, vaya. El coronel Forster es un hombre sensato y la vigilará. Y ella es por suerte demasiado pobre para ser objeto de la rapiña de nadie. Su coquetería tendrá menos importancia en Brighton que aquí, pues los oficiales encontrarán allí mujeres más atractivas. De modo que le servirá para comprender se propia insignificancia. De todas formas, ya no puede empeorar mucho, y si lo hace, tendríamos entonces suficientes motivos para encerrarla bajo llave el resto de su vida.

Elizabeth tuvo que contentarse con esta respuesta; pero su opinión seguía siendo la misma, y se separó de su padre pesarosa y decepcionada. Pero su carácter le impedía acrecentar sus sinsabores insistiendo en ellos. Creía que había cumplido con su deber y no estaba dispuesta a consumirse pensando en males inevitables o a aumentarlos con su ansiedad.

Si Lydia o su madre hubiesen sabido lo que Elizabeth había estado hablando con su padre, su indignación no habría tenido límites. Una visita a Brighton era para Lydia el dechado de la felicidad terrenal. Con su enorme fantasía veía las calles de aquella alegre ciudad costera plagada de oficiales; se veía a sí misma atrayendo las miradas de docenas y docenas de ellos que aún no conocía. Se imaginaba en mitad del campamento, con sus tiendas tendidas en la hermosa uniformidad de sus líneas, llenas de jóvenes alegres y deslumbrantes con sus trajes de color carmesí; y para completar el cuadro se imaginaba a sí misma sentada junto a una de aquellas tiendas y coqueteando tiernamente con no menos de seis oficiales a la vez.

Si hubiese sabido que su hermana pretendía arrebatarle todos aquellos sueños, todas aquellas realidades, ¿qué habría pasado? Sólo su madre habría sido capaz de comprenderlo, pues casi sentía lo mismo que ella. El viaje de Lydia a Brighton era lo único que la consolaba de su melancólica convicción de que jamás lograría llevar allí a su marido.

Pero ni la una ni la otra sospechaban lo ocurrido, y su entusiasmo continuó hasta el mismo día en que Lydia salió de casa.

Elizabeth iba a ver ahora a Wickham por última vez. Había estado con frecuencia en su compañía desde que regresó de Hunsford, y su agitación se había calmado mucho; su antiguo interés por él había desaparecido por completo. Había aprendido a descubrir en aquella amabilidad que al principio le atraía una cierta afectación que ahora le repugnaba. Por otra parte, la actitud de Wickham para con ella acababa de disgustarla, pues el joven manifestaba deseos de renovar su galanteo, y después de todo lo ocurrido Elizabeth no podía menos que sublevarse. Refrenó con firmeza sus vanas y frívolas atenciones, sin dejar de sentir la ofensa que implicaba la creencia de Wickham de que por más tiempo que la hubiese tenido abandonada y cualquiera que fuese la causa de su abandono, la halagaría y conquistaría de nuevo sólo con volver a solicitarla.

El último día de la estancia del regimiento en Meryton, Wickham cenó en Longbourn con otros oficiales. Elizabeth estaba tan poco dispuesta a soportarle que cuando Wickham le preguntó qué tal lo había pasado en Hunsford, le respondió que el coronel Fitzwilliam y Darcy habían pasado tres semanas en Rosings, y quiso saber si conocía al primero.

Wickham pareció sorprendido, molesto y alarmado; pero se repuso en seguida y con una sonrisa contestó que en otro tiempo le veía a menudo. Dijo que era todo un caballero y le preguntó si le había gustado. Elizabeth respondió que sí con entusiasmo. Pero después Wickham añadió, con aire indiferente:

––¿Cuánto tiempo dice que estuvo el coronel en Rosings?

––Cerca de tres semanas.

––¿Y le veía con frecuencia?

––Casi todos los días.

––Es muy diferente de su primo.

––Sí, en efecto. Pero creo que el señor Darcy gana mucho en cuanto se le trata.

––¡Vaya! ––exclamó Wickham con una mirada que a Elizabeth no le pasó inadvertida––. ¿En qué? ––pero, reprimiéndose, continuó en tono más jovial––: ¿En los modales? ¿Se ha dignado portarse más correctamente que de costumbre? Porque no puedo creer ––continuó en voz más baja y seria–– que haya mejorado en lo esencial.

––¡Oh, no! En lo esencial sigue siendo el de siempre.

Wickham no sabía si alegrarse con sus palabras o desconfiar de su significado. Había un algo en el aire de Elizabeth que le hizo escuchar con ansiosa atención y con recelo lo que la joven dijo a continuación:

––Al decir que gana con el trato, no quiero dar a entender que su modo de ser o sus maneras hayan mejorado, sino que al conocerle mejor, más fácilmente se comprende su actitud.

La alarma de Wickham se delató entonces por su rubor y la agitación de su mirada; se quedó callado unos instantes hasta que logró vencer su embarazo y dirigiéndose de nuevo a Elizabeth dijo en el tono más amable:

––Usted que conoce tan bien mi resentimiento contra el señor Darcy, comprenderá cuán sinceramente me he de alegrar de que sea lo bastante astuto para asumir al menos una corrección exterior. Con ese sistema su orgullo puede ser útil, si no a él; a muchos otros, pues le apartará del mal comportamiento del que yo fui víctima. Pero mucho me temo que esa especie de prudencia a que usted parece aludir la emplee únicamente en sus visitas a su tía, pues no le conviene conducirse mal en su presencia. Sé muy bien que siempre ha cuidado las apariencias delante de ella con el deseo de llevar a buen fin su boda con la señorita de Bourgh, en la que pone todo su empeño.

Elizabeth no pudo reprimir una sonrisa al oír esto; pero no contestó más que con una ligera inclinación de cabeza. Advirtió que Wickham iba a volver a hablar del antiguo tema de sus desgracias, y no estaba de humor para permitírselo. Durante el resto de la velada Wickham fingió su acostumbrada alegría, pero ya no intentó cortejar a Elizabeth. Al fin se separaron con mutua cortesía y también probablemente con el mutuo deseo de no volver a verse nunca.

Al terminar la tertulia, Lydia se fue a Meryton con la señora Forster, de donde iban a partir temprano a la mañana siguiente. Su despedida de la familia fue más ruidosa que patética. Catherine fue la única que lloró, aunque de humillación y de envidia. La señora Bennet le deseó a su hija que se divirtiera tanto como pudiese, consejo que la muchacha estaba dispuesta a seguir al pie de la letra. Y su alboroto al despedirse fue tan clamoroso, que ni siquiera oyó el gentil adiós de sus hermanas.

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Mensaje por EURIDICE CANOVA Lun Sep 30, 2013 2:20 pm

CAPÍTULO XLII

Si la opinión de Elizabeth se derivase de lo que veía en su propia familia, no podría haber formado una idea muy agradable de la felicidad conyugal y del bienestar doméstico. Su padre, cautivado por la juventud y la belleza, y la aparente ilusión y alegría que ambas conllevan, se había casado con una mujer cuyo débil entendimiento y espíritu mezquino habían puesto fin a todo el afecto ya en los comienzos de su matrimonio. El respeto, la estima y la confianza se habían desvanecido para siempre; y todas las perspectivas de dicha del señor Bennet dentro del hogar se habían venido abajo. Pero él no era de esos hombres que buscan consuelo por los efectos de su propia imprudencia en los placeres que a menudo confortan a los que han llegado a ser desdichados por sus locuras y sus vicios. Amaba el campo y los libros y ellos constituían la fuente de sus principales goces. A su mujer no le debía más que la risa que su ignorancia y su locura le proporcionaban de vez en cuando. Ésa no es la clase de felicidad que un hombre desearía deber a su esposa; pero a falta de... El buen filósofo sólo saca beneficio de donde lo hay.

Elizabeth, no obstante, nunca había dejado de reconocer la inconveniencia de la conducta de su padre como marido. Siempre la había observado con pena, pero respetaba su talento y le agradecía su cariño, por lo que procuraba olvidar lo que no podía ignorar y apartar de sus pensamientos su continua infracción de los deberes conyugales y del decoro que, por el hecho de exponer a su esposa al desprecio de sus propias hijas, era tan sumamente reprochable. Pero nunca había sentido como entonces los males que puede causar a los hijos un matrimonio mal avenido, ni nunca se había dado cuenta tan claramente de los peligros que entraña la dirección errada del talento, talento que, bien empleado, aunque no hubiese bastado para aumentar la inteligencia de su mujer, habría podido, al menos, conservar la respetabilidad de las hijas.

Si bien es cierto que Elizabeth se alegró de la ausencia de Wickham, no puede decirse que le regocijara la partida del regimiento. Sus salidas eran menos frecuentes que antes, y las constantes quejas de su madre y su hermana por el aburrimiento en que habían caído entristecían la casa. Y aunque Catherine llegase a recobrar el sentido común perdido al haberse marchado los causantes de su perturbación, su otra hermana, de cuyo modo de ser podían esperar todas las calamidades, estaba en peligro de afirmar su locura y su descaro, pues hallándose al lado de una playa y un campamento, su situación era doblemente amenazadora. En resumidas cuentas, veía ahora lo que ya otras veces había comprobado, que un acontecimiento anhelado con impaciencia no podía, al realizarse, traerle toda la satisfacción que era de esperar. Era preciso, por lo tanto, abrir otro período para el comienzo de su felicidad, señalar otra meta para la consecución de sus deseos y de sus esperanzas, que alegrándola con otro placer anticipado, la consolase de lo presente y la preparase para otro desengaño. Su viaje a los Lagos se convirtió en el objeto de sus pensamientos más dichosos y constituyó su mejor refugio en las desagradables horas que el descontento de su madre y de Catherine hacían inevitables. Y si hubiese podido incluir a Jane en el plan, todo habría sido perfecto.

––«Es una suerte ––pensaba–– tener algo que desear. Si todo fuese completo, algo habría, sin falta, que me decepcionase. Pero ahora, llevándome esa fuente de añoranza que será la ausencia de Jane, puedo pensar razonablemente que todas mis expectativas de placer se verán colmadas. Un proyecto que en todas sus partes promete dichas, nunca sale bien; y no te puedes librar de algún contratiempo, si no tienes una pequeña contrariedad.»

Lydia, al marcharse, prometió escribir muy a menudo y con todo detalle a su madre y a Catherine, pero sus cartas siempre se hacían esperar mucho y todas eran breves. Las dirigidas a su madre decían poco más que acababan de regresar de la sala de lectura donde las habían saludado tales y cuales oficiales, que el decorado de la sala era tan hermoso que le había quitado el sentido, que tenía un vestido nuevo o una nueva sombrilla que describiría más extensamente, pero que no podía porque la señora Forster la esperaba para ir juntas al campamento... Por la correspondencia dirigida a su hermana, menos se podía saber aún, pues sus cartas a Catherine, aunque largas, tenían muchas líneas subrayadas que no podían hacerse públicas.

Después de las dos o tres semanas de la ausencia de Lydia, la salud y el buen humor empezaron a reinar en Longbourn. Todo presentaba mejor aspecto. Volvían las familias que habían pasado el invierno en la capital y resurgían las galas y las invitaciones del verano. La señora Bennet se repuso de su estado quejumbroso y hacia mediados de junio Catherine estaba ya lo bastante consolada para poder entrar en Meryton sin lágrimas. Este hecho era tan prometedor, que Elizabeth creyó que en las próximas Navidades Catherine sería ya tan razonable que no mencionaría a un oficial ni una sola vez al día, a no ser que por alguna cruel y maligna orden del ministerio de la Guerra se acuartelara en Meryton un nuevo regimiento.

La época fijada para la excursión al Norte ya se aproximaba; no faltaban más que dos semanas, cuando se recibió una carta de la señora Gardiner que aplazaba la fecha de la misma y, a la vez, abreviaba su duración. Los negocios del señor Gardiner le impedían partir hasta dos semanas después de comenzado julio, y tenía que estar de vuelta en Londres en un mes; y como esto reducía demasiado el tiempo para ir hasta tan lejos y para que viesen todas las cosas que habían proyectado, o para que pudieran verlas con el reposo y comodidad suficientes, no había más remedio que renunciar a los Lagos y pensar en otra excursión más limitada, en vista de lo cual no pasarían de Derbyshire. En aquella comarca había bastantes cosas dignas de verse como para llenar la mayor parte del tiempo de que disponían, y, además, la señora Gardiner sentía una atracción muy especial por Derbyshire. La ciudad donde había pasado varios años de su vida acaso resultaría para ella tan interesante como todas las célebres bellezas de Matlock, Chatsworth, Dovedale o el Peak.

Elizabeth se sintió muy defraudada; le hacía mucha ilusión ir a los Lagos, y creía que habría habido tiempo de sobra para ello. Pero, de todas formas, debía estar satisfecha, seguramente lo pasarían bien, y no tardó mucho en conformarse.

Para Elizabeth, el nombre de Derbyshire iba unido a muchas otras cosas. Le hacía pensar en Pemberley y en su dueño. «Pero ––se decía–– podré entrar en su condado impunemente y hurtarle algunas piedras sin que él se dé cuenta.»

La espera se le hizo entonces doblemente larga. Faltaban cuatro semanas para que llegasen sus tíos. Pero, al fin, pasaron y los señores Gardiner se presentaron en Longbourn con sus cuatro hijos. Los niños ––dos chiquillas de seis y ocho años de edad respectivamente, y dos varones más pequeños–– iban a quedar bajo el cuidado especial de su prima Jane, favorita de todos, cuyo dulce y tranquilo temperamento era ideal para instruirlos, jugar con ellos y quererlos.

Los Gardiner durmieron en Longbourn aquella noche y a la mañana siguiente partieron con Elizabeth en busca de novedades y esparcimiento. Tenían un placer asegurado: eran los tres excelentes compañeros de viaje, lo que suponía salud y carácter a propósito para soportar incomodidades, alegría para aumentar toda clase de felicidad, y cariño e inteligencia para suplir cualquier contratiempo.

No vamos a describir aquí Derbyshire, ni ninguno de los notables lugares que atravesaron: Oxford, Blenheim, Warwick, Kenelworth, Birmingham y todos los demás, son sobradamente conocidos. No vamos a referirnos más que a una pequeña parte de Derbyshire. Hacia la pequeña ciudad de Lambton, escenario de la juventud de la señora Gardiner, donde últimamente había sabido que residían aún algunos conocidos, encaminaron sus pasos los viajeros, después de haber visto las principales maravillas de la comarca. Elizabeth supo por su tía que Pemberley estaba a unas cinco millas de Lambton. No les cogía de paso, pero no tenían que desviarse más que una o dos millas para visitarlo. Al hablar de su ruta la tarde anterior, la señora Gardiner manifestó deseos de volver a ver Pemberley. El señor Gardiner no puso inconveniente y solicitó la aprobación de Elizabeth.

––Querida ––le dijo su tía––, ¿no te gustaría ver un sitio del que tanto has oído hablar y que está relacionado con tantos conocidos tuyos? Ya sabes que Wickham pasó allí toda su juventud.

Elizabeth estaba angustiada. Sintió que nada tenía que hacer en Pemberley y se vio obligada a decir que no le interesaba. Tuvo que confesar que estaba cansada de las grandes casas, después de haber visto tantas; y que no encontraba ningún placer en ver primorosas alfombras y cortinas de raso.

La señora Gardiner censuró su tontería.

––Si sólo se tratase de una casa ricamente amueblada ––dijo–– tampoco me interesaría a mí; pero la finca es una maravilla. Contiene uno de los más bellos bosques del país.

Elizabeth no habló más, pero ya no tuvo punto de reposo. Al instante pasó por su mente la posibilidad de encontrarse con Darcy mientras visitaban Pemberley. ¡Sería horrible! Sólo de pensarlo se ruborizó, y creyó que valdría más hablar con claridad a su tía que exponerse a semejante riesgo. Pero esta decisión tenía sus inconvenientes, y resolvió que no la adoptaría más que en el caso de que sus indagaciones sobre la ausencia de la familia del propietario fuesen negativas.

En consecuencia, al irse a descansar aquella noche preguntó a la camarera si Pemberley era un sitio muy bonito, cuál era el nombre de su dueño y por fin, con no poca preocupación, si la familia estaba pasando el verano allí. La negativa que siguió a esta última pregunta fue la más bien recibida del mundo. Desaparecida ya su inquietud, sintió gran curiosidad hasta por la misma casa, y cuando a la mañana siguiente se volvió a proponer el plan y le consultaron, respondió al instante, con evidente aire de indiferencia, que no le disgustaba la idea.

Por lo tanto salieron para Pemberley.


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Mensaje por EURIDICE CANOVA Lun Sep 30, 2013 2:21 pm

CAPÍTULO XLIII



Elizabeth divisó los bosques de Pemberley con cierta turbación, y cuando por fin llegaron a la puerta, su corazón latía fuertemente.

La finca era enorme y comprendía gran variedad de tierras. Entraron por uno de los puntos más bajos y pasearon largamente a través de un hermoso bosque que se extendía sobre su amplia superficie.

La mente de Elizabeth estaba demasiado ocupada para poder conversar; pero observaba y admiraba todos los parajes notables y todas las vistas. Durante media milla subieron una cuesta que les condujo a una loma considerable donde el bosque se interrumpía y desde donde vieron en seguida la casa de Pemberley, situada al otro lado del valle por el cual se deslizaba un camino algo abrupto. Era un edificio de piedra, amplio y hermoso, bien emplazado en un altozano que se destacaba delante de una cadena de elevadas colinas cubiertas de bosque, y tenía enfrente un arroyo bastante caudaloso que corría cada vez más potente, completamente natural y salvaje. Sus orillas no eran regulares ni estaban falsamente adornadas con obras de jardinería. Elizabeth se quedó maravillada. Jamás había visto un lugar más favorecido por la naturaleza o donde la belleza natural estuviese menos deteriorada por el mal gusto. Todos estaban llenos de admiración, y Elizabeth comprendió entonces lo que podría significar ser la señora de Pemberley.

Bajaron la colina, cruzaron un puente y siguieron hasta la puerta. Mientras examinaban el aspecto de la casa de cerca, Elizabeth temió otra vez encontrarse con el dueño. ¿Y si la camarera se hubiese equivocado? Después de pedir permiso para ver la mansión, les introdujeron en el vestíbulo. Mientras esperaban al ama de llaves, Elizabeth tuvo tiempo para maravillarse de encontrarse en semejante lugar.

El ama de llaves era una mujer de edad, de aspecto respetable, mucho menos estirada y mucho más cortés de lo que Elizabeth había imaginado. Los llevó al comedor. Era una pieza de buenas proporciones y elegantemente amueblada. Elizabeth la miró ligeramente y se dirigió a una de las ventanas para contemplar la vista. La colina coronada de bosque por la que habían descendido, a distancia resultaba más abrupta y más hermosa. Toda la disposición del terreno era buena; miró con delicia aquel paisaje: el arroyo, los árboles de las orillas y la curva del valle hasta donde alcanzaba la vista. Al pasar a otras habitaciones, el paisaje aparecía en ángulos distintos, pero desde todas las ventanas se divisaban panoramas magníficos. Las piezas eran altas y bellas, y su mobiliario estaba en armonía con la fortuna de su propietario. Elizabeth notó, admirando el gusto de éste, que no había nada llamativo ni cursi y que había allí menos pompa pero más elegancia que en Rosings.

«¡Y pensar ––se decía–– que habría podido ser dueña de todo esto! ¡Estas habitaciones podrían ahora ser las mías! ¡En lugar de visitarlas como una forastera, podría disfrutarlas y recibir en ellas la visita de mis tíos! Pero no ––repuso recobrándose––, no habría sido posible, hubiese tenido que renunciar a mis tíos; no se me hubiese permitido invitarlos.»

Esto la reanimó y la salvó de algo parecido al arrepentimiento.

Quería averiguar por el ama de llaves si su amo estaba de veras ausente, pero le faltaba valor. Por fin fue su tío el que hizo la pregunta y Elizabeth se volvió asustada cuando la señora Reynolds dijo que sí, añadiendo:

––Pero le esperamos mañana. Va a venir con muchos amigos.

Elizabeth se alegró de que su viaje no se hubiese aplazado un día por cualquier circunstancia.

Su tía la llamó para que viese un cuadro. Elizabeth se acercó y vio un retrato de Wickham encima de la repisa de la chimenea entre otras miniaturas. Su tía le preguntó sonriente qué le parecía. El ama de llaves vino a decirles que aquel era una joven hijo del último administrador de su señor, educado por éste a expensas suyas.

––Ahora ha entrado en el ejército ––––añadió–– y creo que es un bala perdida.

La señora Gardiner miró a su sobrina con una sonrisa, pero Elizabeth se quedó muy seria.

––Y éste ––dijo la señora Reynolds indicando otra de las miniaturas–– es mi amo, y está muy parecido. Lo pintaron al mismo tiempo que el otro, hará unos ocho años.

––He oído hablar mucho de la distinción de su amo ––replicó la señora Gardiner contemplando el retrato––, es guapo. Elizabeth, dime si está o no parecido.

El respeto de la señora Reynolds hacia Elizabeth pareció aumentar al ver que conocía a su señor ––¿Conoce la señorita al señor Darcy?

Elizabeth se sonrojó y respondió:

––Un poco.

––¿Y no cree la señorita que es un caballero muy apuesto?

––Sí, muy guapo.

––Juraría que es el más guapo que he visto; pero en la galería del piso de arriba verán ustedes un retrato suyo mejor y más grande. Este cuarto era el favorito de mi anterior señor, y estas miniaturas están tal y como estaban en vida suya. Le gustaban mucho.

Elizabeth se explicó entonces porque estaba entre ellas la de Wickham.

La señora Reynolds les enseñó entonces un retrato de la señorita Darcy, pintado cuando sólo tenía ocho años.

––¿Y la señorita Darcy es tan guapa como su hermano?

––¡Oh, sí! ¡Es la joven más bella que se haya visto jamás! ¡Y tan aplicada! Toca y canta todo el día. En la siguiente habitación hay un piano nuevo que le acaban de traer, regalo de mi señor. Ella también llegará mañana con él.

El señor Gardiner, con amabilidad y destreza, le tiraba de la lengua, y la señora Reynolds, por orgullo y por afecto, se complacía evidentemente en hablar de su señor y de la hermana.

––¿Viene su señor muy a menudo a Pemberley a lo largo del año?

––No tanto como yo querría, señor; pero diría que pasa aquí la mitad del tiempo; la señorita Darcy siempre está aquí durante los meses de verano. «Excepto ––pensó Elizabeth–– cuando va a Ramsgate.»

––Si su amo se casara, lo vería usted más.

––Sí, señor; pero no sé cuando será. No sé si habrá alguien que lo merezca.

Los señores Gardiner se sonrieron. Elizabeth no pudo menos que decir:

––Si así lo cree, eso dice mucho en favor del señor Darcy.

––No digo más que la verdad y lo que diría cualquiera que le conozca ––replicó la señora Reynolds. Elizabeth creyó que la cosa estaba yendo demasiado lejos, y escuchó con creciente asombro lo que continuó diciendo el ama de llaves.

––Nunca en la vida tuvo una palabra de enojo conmigo. Y le conozco desde que tenía cuatro años. Era un elogio más importante que todos los otros y más opuesto a lo que Elizabeth pensaba de Darcy. Siempre creyó firmemente que era hombre de mal carácter. Con viva curiosidad esperaba seguir oyendo lo que decía el ama, cuando su tío observó:

––Pocas personas hay de quienes se pueda decir eso. Es una suerte para usted tener un señor así.

––Sí, señor; es una suerte. Aunque diese la vuelta al mundo, no encontraría otro mejor. Siempre me he fijado en que los que son bondadosos de pequeños, siguen siéndolo de mayores. Y el señor Darcy era el niño más dulce y generoso de la tierra.

Elizabeth se quedó mirando fijamente a la anciana: «¿Puede ser ése Darcy?», pensó.

––Creo que su padre era una excelente persona ––agregó la señora Gardiner.

––Sí, señora; sí que lo era, y su hijo es exactamente como él, igual de bueno con los pobres.

Elizabeth oía, se admiraba, dudaba y deseaba saber más. La señora Reynolds no lograba llamar su atención con ninguna otra cosa. Era inútil que le explicase el tema de los cuadros, las dimensiones de las piezas y el valor del mobiliario. El señor Gardiner, muy divertido ante lo que él suponía prejuicio de familia y que inspiraba los rendidos elogios de la anciana a su señor, no tardó en insistir en sus preguntas, y mientras subían la gran escalera, la señora Reynolds siguió ensalzando los muchos méritos de Darcy.

––Es el mejor señor y el mejor amo que pueda haber; no se parece a los atolondrados jóvenes de hoy en día que no piensen más que en sí mismos. No hay uno solo de sus colonos y criados que no le alabe. Algunos dicen que es orgulloso, pero yo nunca se lo he notado. Me figuro que lo encuentran orgulloso porque no es bullanguero como los demás.

«En qué buen lugar lo sitúa todo esto», pensó Elizabeth.

––Tan delicado elogio ––cuchicheó su tía mientras seguían visitando la casa–– no se aviene con lo que hizo a nuestro pobre amigo.

––Tal vez estemos equivocados.

––No es probable; lo sabemos de muy buena tinta. En el amplio corredor de arriba se les mostró un lindo aposento recientemente adornado con mayor elegancia y tono más claro que los departamentos inferiores, y se les dijo que todo aquello se había hecho para complacer a la señorita Darcy, que se había aficionado a aquella habitación la última vez que estuvo en Pemberley.

––Es realmente un buen hermano ––dijo Elizabeth dirigiéndose a una de las ventanas.

La señora Reynolds dijo que la señorita Darcy se quedaría encantada cuando viese aquella habitación.

––Y es siempre así ––añadió––, se desvive por complacer a su hermana. No hay nada que no hiciera por ella.

Ya no quedaban por ver más que la galería de pinturas y dos o tres de los principales dormitorios. En la primera había varios cuadros buenos, pero Elizabeth no entendía nada de arte, y entre los objetos de esa naturaleza que ya había visto abajo, no miró más que unos cuantos dibujos en pastel de la señorita Darcy de tema más interesante y más inteligible para ella.

En la galería había también varios retratos de familia, pero no era fácil que atrajesen la atención de un extraño. Elizabeth los recorrió buscando el único retrato cuyas facciones podía reconocer. Al llegar a él se detuvo, notando su sorprendente exactitud. El rostro de Darcy tenía aquella misma sonrisa que Elizabeth le había visto cuando la miraba. Permaneció varios minutos ante el cuadro, en la más atenta contemplación, y aun volvió a mirarlo antes de abandonar la galería. La señora Reynolds le comunicó que había sido hecho en vida del padre de Darcy.

Elizabeth sentía en aquellos momentos mucha mayor inclinación por el original de la que había sentido en el auge de sus relaciones. Las alabanzas de la señora Reynolds no eran ninguna nimiedad. ¿Qué elogio puede ser más valioso que el de un criado inteligente? ¡Cuánta gente tenía puesta su felicidad en las manos de Darcy en calidad de hermano, de propietario y de señor! ¡Cuánto placer y cuánto dolor podía otorgar! ¡Cuánto mal y cuánto bien podía hacer! Todo lo dicho por el ama de llaves le enaltecía. Al estar ante el lienzo en el que él estaba retratado, le pareció a Elizabeth que sus ojos la miraban, y pensó en su estima hacia ella con una gratitud mucho más profunda de la que antes había sentido; Elizabeth recordó la fuerza y el calor de sus palabras y mitigó su falta de decoro.

Ya habían visto todo lo que mostraba al público de la casa; bajaron y se despidieron del ama de llaves, quien les confió a un jardinero que esperaba en la puerta del vestíbulo.

Cuando atravesaban la pradera camino del arroyo, Elizabeth se volvió para contemplar de nuevo la casa. Sus tíos se detuvieron también, y mientras el señor Gardiner se hacía conjeturas sobre la época del edificio, el dueño de éste salió de repente de detrás de la casa por el sendero que conducía a las caballerizas.

Estaban a menos de veinte yardas, y su aparición fue tan súbita que resultó imposible evitar que los viera. Los ojos de Elizabeth y Darcy se encontraron al instante y sus rostros se cubrieron de intenso rubor. Él paró en seco y durante un momento se quedó inmóvil de sorpresa; se recobró en seguida y, adelantándose hacia los visitantes, habló a Elizabeth, si no en términos de perfecta compostura, al menos con absoluta cortesía.

Ella se había vuelto instintivamente, pero al acercarse él se detuvo y recibió sus cumplidos con embarazo. Si el aspecto de Darcy a primera vista o su parecido con los retratos que acababan de contemplar hubiesen sido insuficientes para revelar a los señores Gardiner que tenían al propio Darcy ante ellos, el asombro del jardinero al encontrarse con su señor no les habría dejado lugar a dudas. Aguardaron a cierta distancia mientras su sobrina hablaba con él. Elizabeth, atónita y confusa, apenas se atrevía a alzar los ojos hacia Darcy y no sabía qué contestar a las preguntas que él hacía sobre su familia. Sorprendida por el cambio de modales desde que se habían separado por última vez, cada frase que decía aumentaba su cohibición, y como entre tanto pensaba en lo impropio de haberse encontrado allí, los pocos momentos que estuvieron juntos fueron los más intranquilos de su existencia. Darcy tampoco parecía más dueño de sí que ella; su acento no tenía nada de la calma que le era habitual, y seguía preguntándole cuándo había salido de Longbourn y cuánto tiempo llevaba en Derbyshire, con tanto desorden, y tan apresurado, que a las claras se veía la agitación de sus pensamientos.

Por fin pareció que ya no sabía qué decir; permaneció unos instantes sin pronunciar palabra, se reportó de pronto y se despidió.

Los señores Gardiner se reunieron con Elizabeth y elogiaron la buena presencia de Darcy; pero ella no oía nada; embebida en sus pensamientos, los siguió en silencio. Se hallaba dominaba por la vergüenza y la contrariedad. ¿Cómo se le había ocurrido ir allí? ¡Había sido la decisión más desafortunada y disparatada del mundo! ¡Qué extraño tenía que parecerle a Darcy! ¡Cómo había de interpretar aquello un hombre ––tan vanidoso! Su visita a Pemberley parecería hecha adrede para ir en su busca. ¿Por qué habría ido? ¿Y él, por qué habría venido un día antes? Si ellos mismos hubiesen llegado a Pemberley sólo diez minutos más temprano, no habrían coincidido, pues era evidente que Darcy acababa de llegar, que en aquel instante bajaba del caballo o del coche. Elizabeth no dejaba de avergonzarse de su desdichado encuentro. Y el comportamiento de Darcy, tan notablemente cambiado, ¿qué podía significar? Era sorprendente que le hubiese dirigido la palabra, pero aún más que lo hiciese con tanta finura y que le preguntase por su familia. Nunca había visto tal sencillez en sus modales ni nunca le había oído expresarse con tanta gentileza. ¡Qué contraste con la última vez que la abordó en la finca de Rosings para poner en sus manos la carta! Elizabeth no sabía qué pensar ni cómo juzgar todo esto.

Entretanto, habían entrado en un hermoso paseo paralelo al arroyo, y a cada paso aparecía ante ellos un declive del terreno más bello o una vista más impresionante de los bosques a los que se aproximaban. Pero pasó un tiempo hasta que Elizabeth se diese cuenta de todo aquello, y aunque respondía mecánicamente a las repetidas preguntas de sus tíos y parecía dirigir la mirada a los objetos que le señalaban, no distinguía ninguna parte del paisaje. Sus pensamientos no podían apartarse del sitio de la mansión de Pemberley, cualquiera que fuese, en donde Darcy debía de encontrarse. Anhelaba saber lo que en aquel momento pasaba por su mente, qué pensaría de ella y si todavía la querría. Puede que su cortesía obedeciera únicamente a que ya la había olvidado; pero había algo en su voz que denotaba inquietud. No podía adivinar si Darcy sintió placer o pesar al verla; pero lo cierto es que parecía desconcertado.

Las observaciones de sus acompañantes sobre su falta de atención, la despertaron y le hicieron comprender que debía aparentar serenidad.

Penetraron en el bosque y alejándose del arroyo por un rato, subieron a uno de los puntos más elevados, desde el cual, por los claros de los árboles, podía extenderse la vista y apreciar magníficos panoramas del valle y de las colinas opuestas cubiertas de arboleda, y se divisaban también partes del arroyo. El señor Gardiner hubiese querido dar la vuelta a toda la finca, pero temía que el paseo resultase demasiado largo. Con sonrisa triunfal les dijo el jardinero que la finca tenía diez millas de longitud, por lo que decidieron no dar la vuelta planeada, y se dirigieron de nuevo a una bajada con árboles inclinados sobre el agua en uno de los puntos más estrechos del arroyo. Lo cruzaron por un puente sencillo en armonía con el aspecto general del paisaje. Aquel paraje era el menos adornado con artificios de todos los que habían visto. El valle, convertido aquí en cañada, sólo dejaba espacio para el arroyo y para un estrecho paseo en medio del rústico soto que lo bordeaba. Elizabeth quería explorar sus revueltas, pero en cuanto pasaron el puente y pudieron apreciar lo lejos que estaban de la casa, la señora Gardiner, que no era amiga de caminar, no quiso seguir adelante y sólo pensó en volver al coche lo antes posible. Su sobrina se vio obligada a ceder y emprendieron el regreso hacia la casa por el lado opuesto al arroyo y por el camino más corto. Pero andaban muy despacio porque el señor Gardiner era aficionado a la pesca, aunque pocas veces podía dedicarse a ella, y se distraía cada poco acechando la aparición de alguna trucha y comentándolo con el jardinero. Mientras seguían su lenta marcha, fueron sorprendidos de nuevo; y esta vez el asombro de Elizabeth fue tan grande como la anterior al ver a Darcy encaminándose hacia ellos y a corta distancia. Como el camino no quedaba tan oculto como el del otro lado, se vieron desde lejos. Por lo tanto, Elizabeth estaba más prevenida y resolvió demostrar tranquilidad en su aspecto y en sus palabras si realmente Darcy tenía intención de abordarles. Hubo un momento en que creyó firmemente que Darcy iba a tomar otro sendero, y su convicción duró mientras un recodo del camino le ocultaba, pero pasado el recodo, Darcy apareció ante ellos. A la primera mirada notó que seguía tan cortés como hacía un momento, y para imitar su buena educación comenzó a admirar la belleza del lugar; pero no acababa de decir «delicioso» y «encantador», cuando pensó que el elogiar Pemberley podría ser mal interpretado. Cambió de color y no dijo más.

La señora Gardiner venía un poco más atrás y Darcy aprovechó el silencio de Elizabeth para que le hiciese el honor de presentarle a sus amigos. Elizabeth no estaba preparada para este rasgo de cortesía, y no pudo evitar una sonrisa al ver que pretendía conocer a una de aquellas personas contra las que su orgullo se había rebelado al declarársele. «¿Cuál será su sorpresa ––pensó–– cuando sepa quiénes son? Se figura que son gente de alcurnia.»

Hizo la presentación al punto y, al mencionar el parentesco, miró rápidamente a Darcy para ver el efecto que le hacía y esperó que huiría a toda prisa de semejante compañía. Fue evidente que Darcy se quedó sorprendido, pero se sobrepuso y en lugar de seguir su camino retrocedió con todos ellos y se puso a conversar con el señor Gardiner. Elizabeth no pudo menos que sentirse satisfecha y triunfante. Era consolador que Darcy supiera que tenía parientes de los que no había por qué avergonzarse. Escuchó atentamente lo que decían y se ufanó de las frases y observaciones de su tío que demostraban su inteligencia, su buen gusto y sus excelentes modales.

La conversación recayó pronto sobre la pesca, y Elizabeth oyó que Darcy invitaba a su tío a ir a pescar allí siempre que quisiera mientras estuviesen en la ciudad vecina, ofreciéndose incluso a procurarle aparejos y señalándole los puntos del río más indicados para pescar. La señora Gardiner, que paseaba del brazo de Elizabeth, la miraba con expresión de incredulidad. Elizabeth no dijo nada, pero estaba sumamente complacida; las atenciones de Darcy debían dirigirse a ella seguramente. Su asombro, sin embargo, era extraordinario y no podía dejar de repetirse: «¿Por qué estará tan cambiado? No puede ser por mí, no puede ser por mi causa que sus modales se hayan suavizado tanto. Mis reproches en Hunsford no pueden haber efectuado una transformación semejante. Es imposible que aún me ame.»

Después de andar un tiempo de esta forma, las dos señoras delante y los dos caballeros detrás, al volver a emprender el camino, después de un descenso al borde del río para ver mejor una curiosa planta acuática, hubo un cambio de parejas. Lo originó la señora Gardiner, que fatigada por el trajín del día, encontraba el brazo de Elizabeth demasiado débil para sostenerla y prefirió, por lo tanto, el de su marido. Darcy entonces se puso al lado de la sobrina y siguieron así su paseo. Después de un corto silencio, Elizabeth tomó la palabra. Quería hacerle saber que antes de ir a Pemberley se había cerciorado de que él no estaba y que su llegada les era totalmente inesperada.

––Su ama de llaves ––añadió–– nos informó que no llegaría usted hasta mañana; y aun antes de salir de Bakewell nos dijeron que tardaría usted en volver a Derbyshire.

Darcy reconoció que así era, pero unos asuntos que tenía que resolver con su administrador le habían obligado a adelantarse a sus acompañantes.

––Mañana temprano ––continuó–– se reunirán todos conmigo. Entre ellos hay conocidos suyos que desearán verla; el señor Bingley y sus hermanas.

Elizabeth no hizo más que una ligera inclinación de cabeza. Se acordó al instante de la última vez que el nombre de Bingley había sido mencionado entre ellos, y a juzgar por la expresión de Darcy, él debía estar pensando en lo mismo.

––Con sus amigos viene también una persona que tiene especial deseo de conocerla a usted ––prosiguió al cabo de una pausa––. ¿Me permitirá, o es pedirle demasiado, que le presente a mi hermana mientras están ustedes en Lambton?

Elizabeth se quedó boquiabierta. No alcanzaba a imaginar cómo podía pretender aquello la señorita Darcy; pero en seguida comprendió que el deseo de ésta era obra de su hermano, y sin sacar más conclusiones, le pareció muy halagador. Era grato saber que Darcy no le guardaba rencor.

Siguieron andando en silencio, profundamente abstraídos los dos en sus pensamientos. Elizabeth no podía estar tranquila, pero se sentía adulada y complacida. La intención de Darcy de presentarle a su hermana era una gentileza excepcional. Pronto dejaron atrás a los otros y, cuando llegaron al coche, los señores Gardiner estaban a medio cuarto de milla de ellos.

Darcy la invitó entonces a pasar a la casa, pero Elizabeth declaró que no estaba cansada y esperaron juntos en el césped. En aquel rato podían haber hablado de muchas cosas, el silencio resultaba violento. Ella quería hablar pero tenía la mente en blanco y todos los temas que se le ocurrían parecían estar prohibidos. Al fin recordó su viaje, y habló de Matlock y Dove Dale con gran perseverancia. El tiempo pasaba, su tía andaba muy despacio y la paciencia y las ideas de Elizabeth se agotaban antes de que acabara el tete––à––tete. Cuando llegaron los señores Gardiner, Darcy les invitó a todos a entrar en la casa y tomar un refrigerio; pero ellos se excusaron y se separaron con la mayor cortesía. Darcy les acompañó hasta el coche y cuando éste echó a andar, Elizabeth le vio encaminarse despacio hacia la casa.

Entonces empezaron los comentarios de los tíos; ambos declararon que Darcy era superior a cuanto podía imaginarse.

––Su educación es perfecta y su elegancia y sencillez admirables ––dijo su tío.

––Hay en él un poco de altivez ––añadió la tía pero sólo en su porte, y no le sienta mal. Puedo decir, como el ama de llaves, que aunque se le tache de orgulloso, no se le nota nada.

––Su actitud con nosotros me ha dejado atónito. Ha estado más que cortés, ha estado francamente atento y nada le obligaba a ello. Su amistad con Elizabeth era muy superficial.

––Claro que no es tan guapo como Wickham ––repuso la tía––; o, mejor dicho, que no es tan bien plantado, pero sus facciones son perfectas. ¿Cómo pudiste decirnos que era tan desagradable, Lizzy?

Elizabeth se disculpó como pudo; dijo que al verse en Kent le había agradado más que antes y que nunca le había encontrado tan complaciente como aquella mañana.

––Puede que sea un poco caprichoso en su cortesía ––replicó el tío––; esos señores tan encopetados suelen ser así. Por eso no le tomaré la palabra en lo referente a la pesca, no vaya a ser que otro día cambie de parecer y me eche de la finca.

Elizabeth se dio cuenta de que estaban completamente equivocados sobre su carácter, pero no dijo nada.

––Después de haberle visto ahora, nunca habría creído que pudiese portarse tan mal como lo hizo con Wickham ––continuó la señora Gardiner––, no parece un desalmado. Al contrario, tiene un gesto muy agradable al hablar. Y hay también una dignidad en su rostro que a nadie podría hacer pensar que no tiene buen corazón. Pero, a decir verdad, la buena mujer que nos enseñó la casa exageraba un poco su carácter. Hubo veces que casi se me escapaba la risa. Lo que pasa es que debe ser un amo muy generoso y eso, a los ojos de un criado, equivale a todas las virtudes.

Al oír esto, Elizabeth creyó que debía decir algo en defensa del proceder de Darcy con Wickham. Con todo el cuidado que le fue posible, trató de insinuarles que, por lo que había oído decir a sus parientes de Kent, sus actos podían interpretarse de muy distinto modo, y que ni su carácter era tan malo ni el de Wickham tan bueno como en Hertfordshire se había creído. Para confirmar lo dicho les refirió los detalles de todas las transacciones pecuniarias que habían mediado entre ellos, sin mencionar cómo lo había sabido, pero afirmando que era rigurosamente cierto.

A la señora Gardiner le sorprendió y sintió curiosidad por el tema, pero como en aquel momento se acercaban al escenario de sus antiguos placeres, cedió al encanto de sus recuerdos y ya no hizo más que señalar a su marido todos los lugares interesantes y sus alrededores. A pesar de lo fatigada que estaba por el paseo de la mañana, en cuanto cenaron salieron en busca de antiguos conocidos, y la velada transcurrió con la satisfacción de las relaciones reanudadas después de muchos años de interrupción.

Los acontecimientos de aquel día habían sido demasiado arrebatadores para que Elizabeth pudiese prestar mucha atención a ninguno de aquellos nuevos amigos, y no podía más que pensar con admiración en las amabilidades de Darcy, y sobre todo en su deseo de que conociera a su hermana.

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Mensaje por EURIDICE CANOVA Lun Sep 30, 2013 2:22 pm

CAPÍTULO XLIV

Elizabeth había calculado que Darcy llevaría a su hermana a visitarla al día siguiente de su llegada a Pemberley, y en consecuencia, resolvió no perder de vista la fonda en toda aquella mañana. Pero se equivocó, pues recibió la visita el mismo día que llegaron. Los Gardiner y Elizabeth habían estado paseando por el pueblo con algunos de los nuevos amigos, y regresaban en aquel momento a la fonda para vestirse e ir a comer con ellos, cuando el ruido de un carruaje les hizo asomarse a la ventana y vieron a un caballero y a una señorita en un cabriolé que subía por la calle. Elizabeth reconoció al instante la librea de los lacayos, adivinó lo que aquello significaba y dejó a sus tíos atónitos al comunicarles el honor que les esperaba. Estaban asustados; aquella visita, lo desconcertada que estaba Elizabeth y las circunstancias del día anterior les hicieron formar una nueva idea del asunto. No había habido nada que lo sugiriese anteriormente, pero ahora se daban cuenta que no había otro modo de explicar las atenciones de Darcy más que suponiéndole interesado por su sobrina. Mientras ellos pensaban en todo esto, la turbación de Elizabeth aumentaba por momentos. Le alarmaba su propio desconcierto, y entre las otras causas de su desasosiego figuraba la idea de que Darcy, en su entusiasmo, le hubiese hablado de ella a su hermana con demasiado elogio. Deseaba agradar más que nunca, pero sospechaba que no iba a poder conseguirlo.

Se retiró de la ventana por temor a que la viesen, y, mientras paseaba de un lado a otro de la habitación, las miradas interrogantes de sus tíos la ponían aún más nerviosa.

Por fin aparecieron la señorita Darcy y su hermano y la gran presentación tuvo lugar. Elizabeth notó con asombro que su nueva conocida estaba, al menos, tan turbada como ella. Desde que llegó a Lambton había oído decir que la señorita Darcy era extremadamente orgullosa pero, después de haberla observado unos minutos, se convenció de que sólo era extremadamente tímida. Difícilmente consiguió arrancarle una palabra, a no ser unos cuantos monosílabos.

La señorita Darcy era más alta que Elizabeth y, aunque no tenía más que dieciséis años, su cuerpo estaba ya formado y su aspecto era muy femenino y grácil. No era tan guapa como su hermano, pero su rostro revelaba inteligencia y buen carácter, y sus modales eran sencillísimos y gentiles. Elizabeth, que había temido que fuese una observadora tan aguda y desenvuelta como Darcy, experimentó un gran alivio al ver lo distinta que era.

Poco rato llevaban de conversación, cuando Darcy le dijo a Elizabeth que Bingley vendría también a visitarla, y apenas había tenido tiempo la joven de expresar su satisfacción y prepararse para recibirle cuando oyeron los precipitados pasos de Bingley en la escalera, y en seguida entró en la habitación. Toda la indignación de Elizabeth contra él había desaparecido desde hacía tiempo, pero si todavía le hubiese quedado algún rencor, no habría podido resistirse a la franca cordialidad que Bingley le demostró al verla de nuevo. Le preguntó por su familia de manera cariñosa, aunque en general, y se comportó y habló con su acostumbrado buen humor.

Los señores Gardiner acogieron a Bingley con el mismo interés que Elizabeth. Hacía tiempo que tenían ganas de conocerle. A decir verdad, todos los presentes les inspiraban la más viva curiosidad. Las sospechas que acababan de concebir sobre Darcy y su sobrina les llevaron a concentrar su atención en ellos examinándolos detenidamente, aunque con disimulo, y muy pronto se dieron cuenta de que al menos uno de ellos estaba muy enamorado. Los sentimientos de Elizabeth eran algo dudosos, pero era evidente que Darcy rebosaba admiración a todas luces.

Elizabeth, por su parte, tenía mucho que hacer. Debía adivinar los sentimientos de cada uno de sus visitantes y al mismo tiempo tenía que contener los suyos y hacerse agradable a todos. Bien es verdad que lo último, que era lo que más miedo le daba, era lo que con más seguridad podía conseguir, pues los interesados estaban ya muy predispuestos en su favor. Bingley estaba listo, Georgiana lo deseaba y Darcy estaba completamente decidido.

Al ver a Bingley, los pensamientos de Elizabeth volaron, como es natural, hacia su hermana, y se dedicó afanosamente a observar si alguno de los pensamientos de aquél iban en la misma dirección. Se hacía ilusiones pensando que hablaba menos que en otras ocasiones, y una o dos veces se complació en la idea de que, al mirarla, Bingley trataba de buscar un parecido. Pero, aunque todo eso no fuesen más que fantasías suyas, no podía equivocarse en cuanto a su conducta con la señorita Darcy, de la que le habían hablado como presunta rival de Jane. No notó ni una mirada por parte del uno ni por parte del otro que pudiese justificar las esperanzas de la hermana de Bingley. En lo referente a este tema se quedó plenamente satisfecha. Antes de que se fueran, todavía notó por dos o tres pequeños detalles que Bingley se acordaba de Jane con ternura y parecía que quería decir algo más y que no se atrevía. En un momento en que los demás conversaban, lo dijo en un tono pesaroso:

––¡Cuánto tiempo hacía que no tenía el gusto de verla!

Y, antes de que Elizabeth tuviese tiempo de responder, añadió:

––Hace cerca de ocho meses. No nos habíamos visto desde el veintiséis de noviembre cuando bailamos todos juntos en Netherfield.

Elizabeth se alegró de ver que no le fallaba la memoria. Después, aprovechando que los demás estaban distraídos, le preguntó si todas sus hermanas estaban en Longbourn. Ni la pregunta ni el recuerdo anterior eran importantes, pero la mirada y el gesto de Bingley fueron muy significativos.

Elizabeth no miraba muy a menudo a Darcy; pero cuando lo hacía, veía en él una expresión de complacencia y en lo que decía percibía un acento que borraba todo desdén o altanería hacia sus acompañantes, y la convencía de que la mejoría de su carácter de la que había sido testigo el día anterior, aunque fuese pasajera, había durado, al menos, hasta la fecha. Al verle intentando ser sociable, procurando la buena opinión de los allí presentes, con los que tener algún trato hacía unos meses habría significado para él una deshonra; al verle tan cortés, no sólo con ella, sino con los mismísimos parientes que había despreciado, y recordaba la violenta escena en la casa parroquial de Hunsford, la diferencia, el cambio era tan grande, que a duras penas pudo impedir que su asombro se hiciera visible. Nunca, ni en compañía de sus queridos amigos en Netherfield, ni en la de sus encopetadas parientes de Rosings, le había hallado tan ansioso de agradar, tan ajeno a darse importancia ni a mostrarse reservado, como ahora en que ninguna vanidad podía obtener con el éxito de su empeño, y en que el trato con aquellos a quienes colmaba de atenciones habría sido censurado y ridiculizado por las señoras de Netherfield y de Rosings.

La visita duró una media hora, y cuando se levantaron para despedirse, Darcy pidió a su hermana que apoyase la invitación a los Gardiner y a la señorita Bennet, para que fuesen a cenar en Pemberley antes de irse de la comarca. La señorita Darcy, aunque con una timidez que descubría su poca costumbre de hacer invitaciones, obedeció al punto. La señora Gardiner miró a su sobrina para ver cómo ésta, a quien iba dirigida la invitación, la acogería; pero Elizabeth había vuelto la cabeza. Presumió, sin embargo, que su estudiada evasiva significaba más bien un momentáneo desconcierto que disgusto por la proposición, y viendo a su marido, que era muy aficionado a la vida social, deseoso de acceder, se arriesgó a aceptar en nombre de los tres; y la fecha se fijó para dos días después.

Bingley se manifestó encantado de saber que iba a volver a ver a Elizabeth, pues tenía que decirle aún muchas cosas y hacerle muchas preguntas acerca de todos los amigos de Hertfordshire. Elizabeth creyó entender que deseaba oírle hablar de su hermana y se quedó muy complacida. Este y algunos otros detalles de la visita la dejaron dispuesta, en cuanto se hubieron ido sus amigos, a recordarla con agrado, aunque durante la misma se hubiese sentido un poco incómoda. Con el ansia de estar sola y temerosa de las preguntas o suposiciones de sus tíos, estuvo con ellos el tiempo suficiente para oír sus comentarios favorables acerca de Bingley, y se apresuró a vestirse.

Pero estaba muy equivocada al temer la curiosidad de los señores Gardiner, que no tenían la menor intención de hacerle hablar. Era evidente que sus relaciones con Darcy eran mucho más serias de lo que ellos habían creído, y estaba más claro que el agua que él estaba enamoradísimo de ella. Habían visto muchas cosas que les interesaban, pero no justificaban su indagación.

Lo importante ahora era que Darcy fuese un buen muchacho. Por lo que ellos podían haber apreciado, no tenía peros. Sus amabilidades les habían conmovido, y si hubiesen tenido que describir su carácter según su propia opinión y según los informes de su sirvienta, prescindiendo de cualquier otra referencia, lo habrían hecho de tal modo que el círculo de Hertfordshire que le conocía no lo habría reconocido. Deseaban ahora dar crédito al ama de llaves y pronto convinieron en que el testimonio de una criada que le conocía desde los cuatro años y que parecía tan respetable, no podía ser puesto en tela de juicio. Por otra parte, en lo que decían sus amigos de Lambton no había nada capaz de aminorar el peso de aquel testimonio. No le acusaban más que de orgullo; orgulloso puede que sí lo fuera, pero, aunque no lo hubiera sido, los habitantes de aquella pequeña ciudad comercial, donde nunca iba la familia de Pemberley, del mismo modo le habrían atribuido el calificativo. Pero decían que era muy generoso y que hacía mucho bien entre los pobres.

En cuanto a Wickham, los viajeros vieron pronto que no se le tenía allí en mucha estima; no se sabía lo principal de sus relaciones con el hijo de su señor, pero en cambio era notorio el hecho de que al salir de Derbyshire había dejado una multitud de deudas que Darcy había pagado.

Elizabeth pensó aquella noche en Pemberley más aún que la anterior. Le pareció larguísima, pero no lo bastante para determinar sus sentimientos hacia uno de los habitantes de la mansión. Después de acostarse estuvo despierta durante dos horas intentando descifrarlos. No le odiaba, eso no; el odio se había desvanecido hacía mucho, y durante casi todo ese tiempo se había avergonzado de haber sentido contra aquella persona un desagrado que pudiera recibir ese nombre. El respeto debido a sus valiosas cualidades, aunque admitido al principio contra su voluntad, había contribuido a que cesara la hostilidad de sus sentimientos y éstos habían evolucionado hasta convertirse en afectuosos ante el importante testimonio en su favor que había oído y ante la buena disposición que él mismo ––había mostrado el día anterior. Pero por encima de todo eso, por encima del respeto y la estima, sentía Elizabeth otro impulso de benevolencia hacia Darcy que no podía pasarse por alto. Era gratitud; gratitud no sólo por haberla amado, sino por amarla todavía lo bastante para olvidar toda la petulancia y mordacidad de su rechazo y todas las injustas acusaciones que lo acompañaron. Él, que debía considerarla ––así lo suponía Elizabeth–– como a su mayor enemiga, al encontrarla casualmente parecía deseoso de conservar su amistad, y sin ninguna demostración de indelicadeza ni afectación en su trato, en un asunto que sólo a los dos interesaba, solicitaba la buena opinión de sus amigos y se decidía a presentarle a su hermana. Semejante cambio en un hombre tan orgulloso no sólo tenía que inspirar asombro, sino también gratitud, pues había que atribuirlo al amor, a un amor apasionado. Pero, aunque esta impresión era alentadora y muy contraria al desagrado, no podía definirla con exactitud. Le respetaba, le estimaba, le estaba agradecida, y deseaba vivamente que fuese feliz. No necesitaba más que saber hasta qué punto deseaba que aquella felicidad dependiera de ella, y hasta qué punto redundaría en la felicidad de ambos que emplease el poder que imaginaba poseer aún de inducirle a renovar su proposición.

Por la tarde la tía y la sobrina acordaron que una atención tan extraordinaria como la de la visita de la señorita Darcy el mismo día de su llegada a Pemberley ––donde había llegado poco después del desayuno debía ser correspondida, si no con algo equivalente, por lo menos con alguna cortesía especial. Por lo tanto, decidieron ir a visitarla a Pemberley a la mañana siguiente. Elizabeth se sentía contenta, a pesar de que cuando se preguntaba por qué, no alcanzaba a encontrar una respuesta.

Después del desayuno, el señor Gardiner las dejó. El ofrecimiento de la pesca había sido renovado el día anterior y le habían asegurado que a mediodía le acompañaría alguno de los caballeros de Pemberley.


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Mensaje por EURIDICE CANOVA Lun Sep 30, 2013 2:23 pm

CAPÍTULO XLV



Elizabeth estaba ahora convencida de que la antipatía que por ella sentía la señorita Bingley provenía de los celos. Comprendía, pues, lo desagradable que había de ser para aquella el verla aparecer en Pemberley y pensaba con curiosidad en cuánta cortesía pondría por su parte para reanudar sus relaciones.

Al llegar a la casa atravesaron el vestíbulo y entraron en el salón cuya orientación al norte lo hacía delicioso en verano. Las ventanas abiertas de par en par brindaban una vista refrigerante de las altas colinas pobladas de bosque que estaban detrás del edificio, y de los hermosos robles y castaños de España dispersados por la pradera que se extendía delante de la casa.

En aquella pieza fueron recibidas por la señorita Darcy que las esperaba junto con la señora Hurst, la señorita Bingley y su dama de compañía. La acogida de Georgiana fue muy cortés, pero dominada por aquella cortedad debida a su timidez y al temor de hacer las cosas mal, que le había dado fama de orgullosa y reservada entre sus inferiores. Pero la señora Gardiner y su sobrina la comprendían y compadecían.

La señora Hurst y la señorita Bingley les hicieron una simple reverencia y se sentaron. Se estableció un silencio molestísimo que duró unos instantes. Fue interrumpido por la señora Annesley, persona gentil y agradable que, al intentar romper el hielo, mostró mejor educación que ninguna de las otras señoras. La charla continuó entre ella y la señora Gardiner, con algunas intervenciones de Elizabeth. La señorita Darcy parecía desear tener la decisión suficiente para tomar parte en la conversación, y de vez en cuando aventuraba alguna corta frase, cuando menos peligro había de que la oyesen.

Elizabeth se dio cuenta en seguida de que la señorita Bingley la vigilaba estrechamente y que no podía decir una palabra, especialmente a la señorita Darcy, sin que la otra agudizase el oído. No obstante, su tenaz observación no le habría impedido hablar con Georgiana si no hubiesen estado tan distantes la una de la otra; pero no le afligió el no poder hablar mucho, así podía pensar más libremente. Deseaba y temía a la vez que el dueño de la casa llegase, y apenas podía aclarar si lo temía más que lo deseaba. Después de estar así un cuarto de hora sin oír la voz de la señorita Bingley, Elizabeth se sonrojó al preguntarle aquélla qué tal estaba su familia. Contestó con la misma indiferencia y brevedad y la otra no dijo más.

La primera variedad de la visita consistió en la aparición de unos criados que traían fiambres, pasteles y algunas de las mejores frutas de la estación, pero esto aconteció después de muchas miradas significativas de la señora Annesley a Georgiana con el fin de recordarle sus deberes. Esto distrajo a la reunión, pues, aunque no todas las señoras pudiesen hablar, por lo menos todas podrían comer. Las hermosas pirámides de uvas, albérchigos y melocotones las congregaron en seguida alrededor de la mesa.

Mientras estaban en esto, Elizabeth se dedicó a pensar si temía o si deseaba que llegase Darcy por el efecto que había de causarle su presencia; y aunque un momento antes creyó que más bien lo deseaba, ahora empezaba a pensar lo contrario.

Darcy había estado con el señor Gardiner, que pescaba en el río con otros dos o tres caballeros, pero al saber que las señoras de su familia pensaban visitar a Georgiana aquella misma mañana, se fue a casa. Al verle entrar, Elizabeth resolvió aparentar la mayor naturalidad, cosa necesaria pero difícil de lograr, pues le constaba que toda la reunión estaba pendiente de ellos, y en cuanto Darcy llegó todos los ojos se pusieron a examinarle. Pero en ningún rostro asomaba la curiosidad con tanta fuerza como en el de la señorita Bingley, a pesar de las sonrisas que prodigaba al hablar con cualquiera; sin embargo, sus celos no habían llegado hasta hacerla desistir de sus atenciones a Darcy––. Georgiana, en cuanto entró su hermano, se esforzó más en hablar, y Elizabeth comprendió que Darcy quería que las dos intimasen, para lo cual favorecía todas las tentativas de conversación por ambas partes. La señorita Bingley también lo veía y con la imprudencia propia de su ira, aprovechó la primera oportunidad para decir con burlona finura:

––Dígame, señorita Elizabeth, ¿es cierto que la guarnición de Meryton ha sido trasladada? Ha debido de ser una gran pérdida para su familia.

En presencia de Darcy no se atrevió a pronunciar el nombre de Wickham, pero Elizabeth adivinó que tenía aquel nombre en su pensamiento; los diversos recuerdos que le despertó la afligieron durante un momento, pero se sobrepuso con entereza para repeler aquel descarado ataque y respondió a la pregunta en tono despreocupado. Al hacerlo, una mirada involuntaria le hizo ver a Darcy con el color encendido, que la observaba atentamente, y a su hermana completamente confusa e incapaz de levantar los ojos. Si la señorita Bingley hubiese podido sospechar cuánto apenaba a su amado, se habría refrenado, indudablemente; pero sólo había intentado descomponer a Elizabeth sacando a relucir algo relacionado con un hombre por el que ella había sido parcial y para provocar en ella algún movimiento en falso que la perjudicase a los ojos de Darcy y que, de paso, recordase a éste los absurdos y las locuras de la familia Bennet. No sabía una palabra de la fuga de la señorita Darcy, pues se había mantenido estrictamente en secreto, y Elizabeth era la única persona a quien había sido revelada. Darcy quería ocultarla a todos los parientes de Bingley por aquel mismo deseo, que Elizabeth le atribuyó tanto tiempo, de llegar a formar parte de su familia. Darcy, en efecto, tenía este propósito, y aunque no fue por esto por lo que pretendió separar a su amigo de Jane, es probable que se sumara a su vivo interés por la felicidad de Bingley.

Pero la actitud de Elizabeth le tranquilizó. La señorita Bingley, humillada y decepcionada, no volvió a atreverse a aludir a nada relativo a Wickham. Georgiana se fue recobrando, pero ya se quedó definitivamente callada, sin osar afrontar las miradas de su hermano. Darcy no se ocupó más de lo sucedido, pero en vez de apartar su pensamiento de Elizabeth, la insinuación de la señorita Bingley pareció excitar más aún su pasión.

Después de la pregunta y contestación referidas, la visita no se prolongó mucho más y mientras Darcy acompañaba a las señoras al coche, la señorita Bingley se desahogó criticando la conducta y la indumentaria de Elizabeth. Pero Georgiana no le hizo ningún caso. El interés de su hermano por la señorita Bennet era más que suficiente para asegurar su beneplácito; su juicio era infalible, y le había hablado de Elizabeth en tales términos que Georgiana tenía que encontrarla por fuerza amable y atrayente. Cuando Darcy volvió al salón, la señorita Bingley no pudo contenerse y tuvo que repetir algo de lo que ya le había dicho a su hermana:

––¡Qué mal estaba Elizabeth Bennet, señor Darcy! ––exclamó––. ¡Qué cambiada la he encontrado desde el invierno! ¡Qué morena y qué poco fina se ha puesto! Ni Louisa ni yo la habríamos reconocido.

La observación le hizo a Darcy muy poca gracia, pero se contuvo y contestó fríamente que no le había notado más variación que la de estar tostada por el sol, cosa muy natural viajando en verano.

––Por mi parte ––prosiguió la señorita Bingley confieso que nunca me ha parecido guapa. Tiene la cara demasiado delgada, su color es apagado y sus facciones no son nada bonitas; su nariz no tiene ningún carácter y no hay nada notable en sus líneas; tiene unos dientes pasables, pero no son nada fuera de lo común, y en cuanto a sus ojos tan alabados, yo no veo que tengan nada extraordinario, miran de un modo penetrante y adusto muy desagradable; y en todo su aire, en fin, hay tanta pretensión y una falta de buen tono que resulta intolerable.

Sabiendo como sabía la señorita Bingley que Darcy admiraba a Elizabeth, ése no era en absoluto el mejor modo de agradarle, pero la gente irritada no suele actuar con sabiduría; y al ver que lo estaba provocando, ella consiguió el éxito que esperaba. Sin embargo, él se quedó callado, pero la señorita Bingley tomó la determinación de hacerle hablar y prosiguió:

––Recuerdo que la primera vez que la vimos en Hertfordshire nos extrañó que tuviese fama de guapa; y recuerdo especialmente que una noche en que habían cenado en Netherfield, usted dijo: «¡Si ella es una belleza, su madre es un genio!» Pero después pareció que le iba gustando y creo que la llegó a considerar bonita en algún tiempo.

––Sí ––replicó Darcy, sin poder contenerse por más tiempo––, pero eso fue cuando empecé a conocerla, porque hace ya muchos meses que la considero como una de las mujeres más bellas que he visto.

Dicho esto, se fue y la señorita Bingley se quedó muy satisfecha de haberle obligado a decir lo que sólo a ella le dolía.

Camino de Lambton, la señora Gardiner y Elizabeth comentaron todo lo ocurrido en la visita, menos lo que más les interesaba a las dos. Discutieron el aspecto y la conducta de todos, sin referirse a la persona a la que más atención habían dedicado. Hablaron de su hermana, de sus amigos, de su casa, de sus frutas, de todo menos de él mismo, a pesar del deseo de Elizabeth de saber lo que la señora Gardiner pensaba de Darcy, y de lo mucho que ésta se habría alegrado de que su sobrina entrase en materia.


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Orgullo y prejuicio.Jane Austen - Página 2 Empty Re: Orgullo y prejuicio.Jane Austen

Mensaje por EURIDICE CANOVA Lun Sep 30, 2013 2:28 pm

CAPÍTULO XLVI



Al llegar a Lambton, le disgustó a Elizabeth no encontrar carta de Jane; el disgusto se renovó todas las mañanas, pero a la tercera recibió dos cartas a la vez, en una de las cuales había una nota diciendo que se había extraviado y había sido desviada a otro lugar, cosa que a Elizabeth no le sorprendió, porque Jane había puesto muy mal la dirección.

En el momento en que llegaron las dos cartas, se disponían a salir de paseo, y para dejarla que las disfrutase tranquilamente, sus tíos se marcharon solos. Elizabeth leyó primero la carta extraviada que llevaba un retraso de cinco días. Al principio relataba las pequeñas tertulias e invitaciones, y daba las pocas noticias que el campo permitía; pero la última mitad, fechada un día después y escrita con evidente agitación, decía cosas mucho más importantes:

«Después de haber escrito lo anterior, queridísima Elizabeth, ha ocurrido algo muy serio e inesperado; pero no te alarmes todos estamos bien. Lo que voy a decirte se refiere a la pobre Lydia. Anoche a las once, cuando nos íbamos a acostar, llegó un expreso enviado por el coronel Forster para informarnos de que nuestra hermana se había escapado a Escocia con uno de los oficiales; para no andar con rodeos: con Wickham. Imagínate nuestra sorpresa. Sin embargo, a Catherine no le pareció nada sorprendente. Estoy muy triste. ¡Qué imprudencia por parte de ambos! Pero quiero esperar lo mejor y que Wickham no sea tan malo como se ha creído, que no sea más que ligero e indiscreto; pues lo que ha hecho ––alegrémonos de ello–– no indica mal corazón. Su elección, al fin y al cabo, es desinteresada, porque sabe que nuestro padre no le puede dar nada a Lydia. Nuestra pobre madre está consternada. Papá lo lleva mejor. ¡Qué bien hicimos en no decirles lo que supimos de Wickham! Nosotras mismas debemos olvidarlo. Se supone que se fugaron el sábado a las doce aproximadamente, pero no se les echó de menos hasta ayer a las ocho de la mañana. Inmediatamente mandaron el expreso. Querida Elizabeth, ¡han debido pasar a menos de diez millas de vosotros! El coronel Forster dice que vendrá en seguida. Lydia dejó escritas algunas líneas para la señora Forster comunicándole sus propósitos. Tengo que acabar, pues no puedo extenderme a causa de mi pobre madre. Temo que no entiendas lo escrito, pues ni siquiera sé lo que he puesto.»

Sin tomar tiempo para meditar y sin saber apenas lo que sentía al acabar la lectura de esta carta, Elizabeth abrió la otra con impaciencia y leyó lo que sigue, escrito un día después:

«A estas horas, queridísima hermana, habrás recibido mi apresurada carta. Ojalá la presente sea más inteligible; pero, aunque dispongo de tiempo, mi cabeza está tan aturdida que no puedo ser coherente. Eliza querida, preferiría no escribirte, pero tengo malas noticias que darte y no puedo aplazarlas. Por muy imprudente que pueda ser la boda de Wickham y nuestra pobre Lydia, estamos ansiosos de saber que ya se ha realizado, pues hay sobradas razones para temer que no hayan ido a Escocia. El coronel Forster llegó ayer; salió de Brighton pocas horas después que el propio. A pesar de que la carta de Lydia a la señora Forster daba a entender que iba a Gretna Green , Denny dijo que él estaba enterado y que Wickham jamás pensó en ir allí ni casarse con Lydia; el coronel Forster, al saberlo, se alarmó y salió al punto de Brighton con la idea de darles alcance. Siguió, en efecto, su rastro con facilidad hasta Clapham, pero no pudo continuar adelante, porque ellos al llegar a dicho punto tomaron un coche de alquiler dejando la silla de postas que los había llevado desde Epsom. Y ya no se sabe nada más sino que se les vio tomar el camino de Londres. No sé qué pensar. Después de haber hecho todas las investigaciones posibles de allí a Londres, el coronel Forster vino a Hertfordshire para repetirlas en todos los portazgos y hosterías de Barnet y Hatfield, pero sin ningún resultado; nadie ha visto por allí a esas personas. Con el mayor pesar llegó a Longbourn a darnos cuenta de todo, de un modo que le honra. Estoy de veras apenada por él y por su esposa; nadie podrá recriminarles. Nuestra aflicción es muy grande. Papá y mamá esperan lo peor, pero yo no puedo creer que Wickham sea tan malvado. Muchas circunstancias pueden haberles impulsado a casarse en secreto en la capital en vez de seguir su primer plan; y aun en el caso de que él hubiese tramado la perdición de una muchacha de buena familia como Lydia, cosa que no es probable, ¿he de creerla a ella tan perdida? Imposible. Me desola, no obstante, ver que el coronel Forster no confía en que se hayan casado; cuando yo le dije mis esperanzas, sacudió la cabeza y manifestó su temor de que Wickham no sea de fiar. Mi pobre madre está enferma de veras y no sale de su cuarto. En cuanto a mi padre, nunca le he visto tan afectado. La pobre Catherine está desesperada por haber encubierto los amores de Lydia y Wickham, pero no hay que extrañarse de que las niñas se hiciesen confidencias. Queridísima Lizzy, me alegro sinceramente de que te hayas ahorrado estas dolorosas escenas. Pero ahora que el primer golpe ya ha pasado, te confieso que anhelo tu regreso. No soy egoísta, sin embargo, hasta el extremo de rogarte que vuelvas si no puedes. Adiós. Tomo de nuevo la pluma para hacer lo que acabo de decirte que no haría, pero las circunstancias son tales que no puedo menos que suplicaros a los tres que vengáis cuanto antes. Conozco tan bien a nuestros queridos tíos, que no dudo que accederán. A nuestro tío tengo, además, que pedirle otra cosa. Mi padre va a ir a Londres con el coronel Forster para ver si la encuentran. No sé qué piensan hacer, pero está tan abatido que no podrá tomar las medidas mejores y más expeditivas, y el coronel Forster no tiene más remedio que estar en Brighton mañana por la noche. En esta situación, los consejos y la asistencia de nuestro tío serían de gran utilidad. Él se hará cargo de esto; cuento con su bondad.»

––¿Dónde, dónde está mi tío? ––exclamó Elizabeth alzándose de la silla en cuanto terminó de leer y resuelta a no perder un solo instante; pero al llegar a la puerta, un criado la abría y entraba Darcy. El pálido semblante y el ímpetu de Elizabeth le asustaron. Antes de que él se hubiese podido recobrar lo suficiente para dirigirle la palabra, Elizabeth, que no podía pensar más que en la situación de Lydia, exclamó precipitadamente:

––Perdóneme, pero tengo que dejarle; necesito hablar inmediatamente con el señor Gardiner de un asunto que no puede demorarse; no hay tiempo que perder.

––¡Dios mío! ¿De qué se trata? ––preguntó él con más sentimiento que cortesía; después, reponiéndose, dijo––: No quiero detenerla ni un minuto; pero permítame que sea yo el que vaya en busca de los señores Gardiner o mande a un criado. Usted no puede ir en esas condiciones.

Elizabeth dudó; pero le temblaban las rodillas y comprendió que no ganaría nada con tratar de alcanzarlos. Por consiguiente, llamó al criado y le encargó que trajera sin dilación a sus señores, aunque dio la orden con voz tan apagada que casi no se le oía.

Cuando el criado salió de la estancia, Elizabeth se desplomó en una silla, incapaz de sostenerse. Parecía tan descompuesta, que Darcy no pudo dejarla sin decirle en tono afectuoso y compasivo:

––Voy a llamar a su doncella. ¿Qué podría tomar para aliviarse? ¿Un vaso de vino? Voy a traérselo. Usted está enferma.

––No, gracias ––contestó Elizabeth tratando de serenarse––. No se trata de nada mío. Yo estoy bien. Lo único que me pasa es que estoy desolada por una horrible noticia que acabo de recibir de Longbourn.

Al decir esto rompió a llorar y estuvo unos minutos sin poder hablar. Darcy, afligido y suspenso, no dijo más que algunas vaguedades sobre su interés por ella, y luego la observó en silencio. Al fin Elizabeth prosiguió:

––He tenido carta de Jane y me da unas noticias espantosas que a nadie pueden ocultarse. Mi hermana menor nos ha abandonado, se ha fugado, se ha entregado a... Wickham. Los dos se han escapado de Brighton. Usted conoce a Wickham demasiado bien para comprender lo que eso significa. Lydia no tiene dinero ni nada que a él le haya podido tentar... Está perdida para siempre.

Darcy se quedó inmóvil de estupor.

––¡Cuando pienso ––añadió Elizabeth aún más agitada–– que yo habría podido evitarlo! ¡Yo que sabía quién era Wickham! ¡Si hubiese explicado a mi familia sólo una parte, algo de lo que supe de él! Si le hubiesen conocido, esto no habría pasado. Pero ya es tarde para todo.

––Estoy horrorizado ––exclamó Darcy––. ¿Pero es cierto, absolutamente cierto?

––¡Por desgracia! Se fueron de Brighton el domingo por la noche y les han seguido las huellas hasta cerca de Londres, pero no más allá; es indudable que no han ido a Escocia.

––¿Y qué se ha hecho, qué han intentado hacer para encontrarla?

––Mi padre ha ido a Londres y Jane escribe solicitando la inmediata ayuda de mi tío; espero que nos iremos dentro de media hora. Pero no se puede hacer nada, sé que no se puede hacer nada. ¿Cómo convencer a un hombre semejante? ¿Cómo descubrirles? No tengo la menor esperanza. Se mire como se mire es horrible.

Darcy asintió con la cabeza en silencio.

––¡Oh, si cuando abrí los ojos y vi quién era Wickham hubiese hecho lo que debía! Pero no me atreví, temí excederme. ¡Qué desdichado error!

Darcy no contestó. Parecía que ni siquiera la escuchaba; paseaba de un lado a otro de la habitación absorto en sus cavilaciones, con el ceño fruncido y el aire sombrío. Elizabeth le observó, y al instante lo comprendió todo. La atracción que ejercía sobre él se había terminado; todo se había terminado ante aquella prueba de la indignidad de su familia y ante la certeza de tan profunda desgracia. Ni le extrañaba ni podía culparle. Pero la creencia de que Darcy se había recobrado, no consoló su dolor ni atenuó su desesperación. Al contrario, sirvió para que la joven se diese cuenta de sus propios sentimientos, y nunca sintió tan sinceramente como en aquel momento que podía haberle amado, cuando ya todo amor era imposible.

Pero ni esta consideración logró distraerla. No pudo apartar de su pensamiento a Lydia, ni la humillación y el infortunio en que a todos les había sumido. Se cubrió el rostro con un pañuelo y olvidó todo lo demás. Después de un silencio de varios minutos, oyó la voz de Darcy que de manera compasiva, aunque reservada, le decía:

––Me temo que desea que me vaya, y no hay nada que disculpe mi presencia; pero me ha movido un verdadero aunque inútil interés. ¡Ojalá pudiese decirle o hacer algo que la consolase en semejante desgracia! Pero no quiero atormentarla con vanos deseos que parecerían formulados sólo para que me diese usted las gracias. Creo que este desdichado asunto va a privar a mi hermana del gusto de verla a usted hoy en Pemberley.

––¡Oh, sí! Tenga la bondad de excusarnos ante la señorita Darcy. Dígale que cosas urgentes nos reclaman en casa sin demora. Ocúltele la triste verdad, aunque ya sé que no va a serle muy fácil.

Darcy le prometió ser discreto, se condolió de nuevo por la desgracia, le deseó que el asunto no acabase tan mal como podía esperarse y encargándole que saludase a sus parientes se despidió sólo con una mirada, muy serio.

Cuando Darcy salió de la habitación, Elizabeth comprendió cuán poco probable era que volviesen a verse con la cordialidad que había caracterizado sus encuentros en Derbyshire. Rememoró la historia de sus relaciones con Darcy, tan llena de contradicciones y de cambios, y apreció la perversidad de los sentimientos que ahora le hacían desear que aquellas relaciones continuasen, cuando antes le habían hecho alegrarse de que terminaran.

Si la gratitud o la estima son buenas bases para el afecto, la transformación de los sentimientos de Elizabeth no parecerá improbable ni condenable. Pero si no es así, si el interés que nace de esto es menos natural y razonable que el que brota espontáneamente, como a menudo se describe, del primer encuentro y antes de haber cambiado dos palabras con el objeto de dicho interés, no podrá decirse en defensa de Elizabeth más que una cosa: que ensayó con Wickham este sistema y que los malos resultados que le dio la autorizaban quizás a inclinarse por el otro método, aunque fuese menos apasionante. Sea como sea, vio salir a Darcy con gran pesar, y este primer ejemplo de las desgracias que podía ocasionar la infamia de Lydia aumentó la angustia que le causaba el pensar en aquel desastroso asunto.

En cuanto leyó la segunda carta de Jane, no creyó que Wickham quisiese casarse con Lydia. Nadie más que Jane podía tener aquella esperanza. La sorpresa era el último de sus sentimientos. Al leer la primera carta se asombró de que Wickham fuera a casarse con una muchacha que no era un buen partido y no entendía cómo Lydia había podido atraerle. Pero ahora lo veía todo claro. Lydia era bonita, y aunque no suponía que se hubiese comprometido a fugarse sin ninguna intención de matrimonio, Elizabeth sabía que ni su virtud ni su buen juicio podían preservarla de caer como presa fácil.

Mientras el regimiento estuvo en Hertfordshire, jamás notó que Lydia se sintiese atraída por Wickham; pero estaba convencida de que sólo necesitaba que le hicieran un poco de caso para enamorarse de cualquiera. Tan pronto le gustaba un oficial como otro, según las atenciones que éstos le dedicaban. Siempre había mariposeado, sin ningún objeto fijo. ¡Cómo pagaban ahora el abandono y la indulgencia en que habían criado a aquella niña!

No veía la hora de estar en casa para ver, oír y estar allí, y compartir con Jane los cuidados que requería aquella familia tan trastornada, con el padre ausente y la madre incapaz de ningún esfuerzo y a la que había que atender constantemente. Aunque estaba casi convencida de que no se podría hacer nada por Lydia, la ayuda de su tío le parecía de máxima importancia, por lo que hasta que le vio entrar en la habitación padeció el suplicio de una impaciente espera. Los señores Gardiner regresaron presurosos y alarmados, creyendo, por lo que le había contado el criado, que su sobrina se había puesto enferma repentinamente. Elizabeth les tranquilizó sobre este punto y les comunicó en seguida la–– causa de su llamada leyéndoles las dos cartas e insistiendo en la posdata con trémula energía. Aunque los señores Gardiner nunca habían querido mucho a Lydia, la noticia les afectó profundamente. La desgracia alcanzaba no sólo a Lydia, sino a todos. Después de las primeras exclamaciones de sorpresa y de horror, el señor Gardiner ofreció toda la ayuda que estuviese en su mano. Elizabeth no esperaba menos y les dio las gracias con lágrimas en los ojos. Movidos los tres por un mismo espíritu dispusieron todo para el viaje rápidamente.

––¿Y qué haremos con Pemberley? ––preguntó la señora Gardiner––. John nos ha dicho que el señor Darcy estaba aquí cuando le mandaste a buscarnos. ¿Es cierto?

––Sí; le dije que no estábamos en disposición de cumplir nuestro compromiso. Eso ya está arreglado. ––Eso ya está arreglado ––repitió la señora Gardiner mientras corría al otro cuarto a prepararse–. ¿Están en tan estrechas relaciones como para haberle revelado la verdad? ¡Cómo me gustaría descubrir lo que ha pasado!

Pero su curiosidad era inútil. A lo sumo le sirvió para entretenerse en la prisa y la confusión de la hora siguiente. Si Elizabeth se hubiese podido estar con los brazos cruzados, habría creído que una desdichada como ella era incapaz de cualquier trabajo, pero estaba tan ocupada como su tía y, para colmo, había que escribir tarjetas a todos los amigos de Lambton para explicarles con falsas excusas su repentina marcha. En una hora estuvo todo despachado. El señor Gardiner liquidó mientras tanto la cuenta de la fonda y ya no faltó más que partir. Después de la tristeza de la mañana, Elizabeth se encontró en menos tiempo del que había supuesto sentada en el coche y caminó de Longbourn.


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Orgullo y prejuicio.Jane Austen - Página 2 Empty Re: Orgullo y prejuicio.Jane Austen

Mensaje por EURIDICE CANOVA Lun Sep 30, 2013 2:30 pm

CAPÍTULO XLVII



He estado pensándolo otra vez, Elizabeth ––le dijo su tío cuando salían de la ciudad––, y finalmente, después de serias consideraciones, me siento inclinado a adoptar el parecer de tu hermana mayor. Me parece poco probable que Wickham quiera hacer daño a una muchacha que no carece de protección ni de amigos y que estaba viviendo con la familia Forster. No iba a suponer que los amigos de la chica se quedarían con los brazos cruzados, ni que él volvería a ser admitido en el regimiento tras tamaña ofensa a su coronel. La tentación no es proporcional al riesgo.

––¿Lo crees así de veras? ––preguntó Elizabeth animándose por un momento.

––Yo también empiezo a ser de la opinión de tu tío ––dijo la señora Gardiner––. Es una violación demasiado grande de la decencia, del honor y del propio interés, para haber obrado tan a la ligera. No puedo admitir que Wickham sea tan insensato. Y tú misma, Elizabeth, ¿le tienes en tan mal concepto para creerle capaz de una locura semejante?

––No lo creo capaz de olvidar su propia conveniencia, pero sí de olvidar todo lo que no se refiera a ello. ¡Ojalá fuese como vosotros decís! Yo no me atrevo a esperarlo. Y si no, ¿por qué no han ido a Escocia?

––En primer lugar ––contestó el señor Gardiner––, no hay pruebas de que no hayan ido.

––¿Qué mejor prueba que el haber dejado la silla de postas y haber tomado un coche de alquiler? Además, no pasaron por el camino de Barnet.

––Bueno, supongamos que están en Londres. Pueden no haberlo hecho más que con el propósito de ocultarse. No es probable que ninguno de los dos ande sobrado de dinero, y habrán creído que les saldría más barato casarse en Londres que en Escocia, aunque les sea más difícil.

––¿Pero a qué ese secreto? ¿Por qué tienen que casarse a escondidas? Sabes por Jane que el más íntimo amigo de Wickham asegura que nunca pensó casarse con Lydia. Wickham no se casará jamás con una mujer que no tenga dinero, porque él no puede afrontar lo gastos de un matrimonio. ¿Y qué merecimientos tiene Lydia, qué atractivos, aparte de su salud, de su juventud y de su buen humor, para que Wickham renuncie por ella a la posibilidad de hacer un buen casamiento? No puedo apreciar con exactitud hasta qué punto le ha de perjudicar en el Cuerpo una fuga deshonrosa, pues ignoro las medidas que se toman en estos casos, pero en cuanto a tus restantes objeciones, me parece difícil que puedan sostenerse. Lydia no tiene hermanos que tomen cartas en el asunto; y dado el carácter de mi padre, su indolencia y la poca atención que siempre ha prestado a su familia, Wickham ha podido creer que no se lo tomaría muy a la tremenda.

––Pero ¿cómo supones que Lydia sea tan inconsiderada para todo lo que no sea amarle, que consienta en vivir con él de otra manera que siendo su mujer legítima?

––Así parece ––replicó Elizabeth con los ojos llenos de lágrimas––, y es espantoso tener que dudar de la decencia y de la virtud de una hermana. Pero en realidad no sé qué decir. Tal vez la juzgo mal, pero es muy joven, nunca se le ha acostumbrado a pensar en cosas serias, y durante el último medio año, o más bien durante un año entero, no ha hecho más que correr en pos de las diversiones y de la vanidad. Se le ha dejado que se entregara al ocio y a la frivolidad y que no hiciese más que lo que se le antojaba. Desde que la guarnición del condado se acuarteló en Meryton, no pensó más que en el amor, en el coqueteo y en los oficiales. Hizo todo lo que pudo para excitar, ¿cómo lo diría?, la susceptibilidad de sus sentimientos, que ya son lo bastante vivos por naturaleza. Y todos sabemos que Wickham posee en su persona y en su trato todos los encantos que pueden cautivar a una mujer.

––Pero ya ves ––insistió su tía–– que tu hermana no cree a Wickham capaz de tal atentado.

––Jane nunca cree nada malo de nadie. Y mucho menos tratándose de una cosa así, hasta que no se lo hayan demostrado. Pero Jane sabe tan bien como yo quién es Wickham. Las dos sabemos que es un libertino en toda la extensión de la palabra, que carece de integridad y de honor y que es tan falso y engañoso como atractivo.

––¿Estás segura? ––preguntó la señora Gardiner que ardía en deseos de conocer la fuente de información de su sobrina.

––Segurísima ––replicó Elizabeth, sonrojándose––. Ya te hablé el otro día de su infame conducta con el señor Darcy, y tú misma oíste la última vez en Longbourn de qué manera hablaba del hombre que con tanta indulgencia y generosidad le ha tratado. Y aún hay otra circunstancia que no estoy autorizada... que no vale la pena contar. Lo cierto es que sus embustes sobre la familia de Pemberley no tienen fin. Por lo que nos había dicho de la señorita Darcy, yo creí que sería una muchacha altiva, reservada y antipática. Sin embargo, él sabía que era todo lo contrario. El debe saber muy bien, como nosotros hemos comprobado, cuán afectuosa y sencilla es.

––¿Y Lydia no está enterada de nada de eso? ¿Cómo ignora lo que Jane y tú sabéis?

––Tienes razón. Hasta que estuve en Kent y traté al señor Darcy y a su primo el coronel Fitzwilliam, yo tampoco lo supe. Cuando llegué a mi casa, la guarnición del condado iba a salir de Meryton dentro de tres semanas, de modo que ni Jane, a quien informé de todo, ni yo creímos necesario divulgarlo; porque ¿qué utilidad tendría que echásemos a perder la buena opinión que tenían de él en Hertfordshire? Y cuando se decidió que Lydia iría con los señores Forster a Brighton, jamás se me ocurrió descubrirle la verdadera personalidad de Wickham, pues no me pasó por la cabeza que corriera ningún peligro de ese tipo. Ya comprenderéis que estaba lejos de sospechar que hubiesen de derivarse tan funestas consecuencias.

––¿Cuando trasladaron la guarnición a Brighton, no tenías idea de que hubiese algo entre ellos?

––Ni la más mínima. No recuerdo haber notado ninguna señal de afecto ni por parte del uno ni por parte del otro. Si hubiese habido algo, ¡buena es mi familia para que les pasara inadvertido! Cuando Wickham entró en el Cuerpo, a Lydia le gustó mucho, pero no más que a todas nosotras. Todas las chicas de Meryton y de los alrededores perdieron la cabeza por él durante los dos primeros meses, pero él nunca hizo a Lydia ningún caso especial, por lo que después de un período de admiración extravagante y desenfrenada, dejó de acordarse de él y se dedicó a otros oficiales que le prestaban mayor atención.

Aunque pocas cosas nuevas podían añadir a sus temores, esperanzas y conjeturas sobre tan interesante asunto, los viajeros lo debatieron durante todo el camino. Elizabeth no podía pensar en otra cosa. La más punzante de todas las angustias, el reproche a sí misma, le impedía encontrar el menor intervalo de alivio o de olvido.

Anduvieron lo más de prisa que pudieron, pasaron la noche en una posada, y llegaron a Longbourn al día siguiente, a la hora de comer. El único consuelo de Elizabeth fue que no habría hecho esperar a Jane demasiado.

Los pequeños Gardiner, atraídos al ver un carruaje, esperaban de pie en las escaleras de la casa mientras éste atravesaba el camino de entrada. Cuando el coche paró en la puerta, la alegre sorpresa que brillaba en sus rostros y retozaba por todo su cuerpo haciéndoles dar saltos, fue el preludio de su bienvenida.

Elizabeth les dio un beso a cada uno y corrió al vestíbulo, en donde se encontró con Jane que bajaba a toda prisa de la habitación de su madre.

Se abrazaron con efusión, con los ojos llenos de lágrimas, y Elizabeth preguntó sin perder un segundo si se había sabido algo de los fugitivos.

––Todavía no ––respondió Jane––, pero ahora que ya ha llegado nuestro querido tío, espero que todo vaya bien.

––¿Está papá en la capital?

––Sí, se fue el martes, como te escribí.

––¿Y qué noticias habéis tenido de él?

––Pocas. El miércoles me puso unas líneas diciéndome que había llegado bien y dándome su dirección, como yo le había pedido. Sólo añadía que no volvería a escribir hasta que tuviese algo importante que comunicarnos.

––¿Y mamá, cómo está? ¿Cómo estáis todas?

––Mamá está bien, según veo, aunque muy abatida. Está arriba y tendrá gran satisfacción en veros a todos. Todavía no sale de su cuarto. Mary y Catherine se encuentran perfectamente, gracias a Dios.

––¿Y tú, cómo te encuentras? ––preguntó Elizabeth––. Estás pálida. ¡Cuánto habrás tenido que pasar! Pero Jane aseguró que estaba muy bien. Mientras tanto, los señores Gardiner, que habían estado ocupados con sus hijos, llegaron y pusieron fin a la conversación de las dos hermanas. Jane corrió hacia sus tíos y les dio la bienvenida y las gracias entre lágrimas y sonrisas.

Una vez reunidos en el salón, las preguntas hechas por Elizabeth fueron repetidas por los otros, y vieron que la pobre Jane no tenía ninguna novedad. Pero su ardiente confianza en que todo acabaría bien no la había abandonado; todavía esperaba que una de esas mañanas llegaría una carta de Lydia o de su padre explicando los sucesos y anunciando quizá el casamiento.

La señora Bennet, a cuya habitación subieron todos después de su breve conversación, les recibió como era de suponer: con lágrimas y lamentaciones, improperios contra la villana conducta de Wickham y quejas por sus propios sufrimientos, echándole la culpa a todo el mundo menos a quien, por su tolerancia y poco juicio, se debían principalmente los errores de su hija.

––Si hubiera podido ––decía–– realizar mi proyecto de ir a Brighton con toda mi familia, eso no habría ocurrido; pero la pobre Lydia no tuvo a nadie que cuidase de ella. Los Forster no tenían que haberla perdido de su vista. Si la hubiesen vigilado bien, no habría hecho una cosa así, Lydia no es de esa clase de chicas. Siempre supe que los Forster eran muy poco indicados para hacerse cargo de ella, pero a mí no se me hizo caso, como siempre. ¡Pobre niña mía! Y ahora Bennet se ha ido y supongo que desafiará a Wickham dondequiera que le encuentre, y como morirá en el lance, ¿qué va a ser de nosotras?. Los Collins nos echarán de aquí antes de que él esté frío en su tumba, y si tú, hermano mío, no nos asistes, no sé qué haremos.

Todos protestaron contra tan terroríficas ideas. El señor Gardiner le aseguró que no les faltaría su amparo y dijo que pensaba estar en Londres al día siguiente para ayudar al señor Bennet con todo su esfuerzo para encontrar a Lydia.

––No os alarméis inútilmente ––añadió––; aunque bien está prepararse para lo peor, tampoco debe darse por seguro. Todavía no hace una semana que salieron de Brighton. En pocos días más averiguaremos algo; y hasta que no sepamos que no están casados y que no tienen intenciones de estarlo, no demos el asunto por perdido. En cuanto llegue a Londres recogeré a mi hermano y me lo llevaré a Gracechurch Street; juntos deliberaremos lo que haya que hacer.

––¡Oh, querido hermano mío! exclamó la señora Bennet––, ése es justamente mi mayor deseo. Cuando llegues a Londres, encuéntralos dondequiera que estén, y si no están casados, haz que se casen. No les permitas que demoren la boda por el traje de novia, dile a Lydia que tendrá todo el dinero que quiera para comprárselo después. Y sobre todo, impide que Bennet se bata en duelo con Wickham. Dile en el horrible estado en que me encuentro: destrozada, trastornada, con tal temblor y agitación, tales convulsiones en el costado, tales dolores de cabeza y tales palpitaciones que no puedo reposar ni de día ni de noche. Y dile a mi querida Lydia que no encargue sus trajes hasta que me haya visto, pues ella no sabe cuáles son los mejores almacenes. ¡Oh, hermano! ¡Qué bueno eres! Sé que tú lo arreglarás todo.

El señor Gardiner le repitió que haría todo lo que pudiera y le recomendó que moderase sus esperanzas y sus temores. Conversó con ella de este modo hasta que la comida estuvo en la mesa, y la dejó que se desahogase con el ama de llaves que la asistía en ausencia de sus hijas.

Aunque su hermano y su cuñada estaban convencidos de que no había motivo para que no bajara a comer, no se atrevieron a pedirle que se sentara con ellos a la mesa, porque temían su imprudencia delante de los criados y creyeron preferible que sólo una de ellas, en la que más podían confiar, se enterase de sus cuitas.

En el comedor aparecieron Mary y Catherine que habían estado demasiado ocupadas en sus habitaciones para presentarse antes. La una acababa de dejar sus libros y la otra su tocador. Pero tanto la una como la otra estaban muy tranquilas y no parecían alteradas. Sólo la segunda tenía un acento más colérico que de costumbre, sea por la pérdida de la hermana favorita o por la rabia de no hallarse ella en su lugar. Poco después de sentarse a la mesa, Mary, muy segura de sí misma, cuchicheó con Elizabeth con aires de gravedad en su reflexión:

Es un asunto muy desdichado y probablemente será muy comentado; pero hemos de sobreponernos a la oleada de la malicia y derramar sobre nuestros pechos heridos el bálsamo del consuelo fraternal.

Al llegar aquí notó que Elizabeth no tenía ganas de contestar, y añadió:

––Aunque sea una desgracia para Lydia, para nosotras puede ser una lección provechosa: la pérdida de la virtud en la mujer es irreparable; un solo paso en falso lleva en sí la ruina final; su reputación no es menos frágil que su belleza, y nunca será lo bastante cautelosa en su comportamiento hacia las indignidades del otro sexo.

Elizabeth, atónita, alzó los ojos, pero estaba demasiado angustiada para responder. Mary continuó consolándose con moralejas por el estilo extraídas del infortunio que tenían ante ellos.

Por la tarde las dos hijas mayores de los Bennet pudieron estar solas durante media hora, y Elizabeth aprovechó al instante la oportunidad para hacer algunas preguntas que Jane tenía igual deseo de contestar.

Después de lamentarse juntas de las terribles consecuencias del suceso, que Elizabeth daba por ciertas y que la otra no podía asegurar que fuesen imposibles, la primera dijo:

Cuéntame todo lo que yo no sepa. Dame más detalles. ¿Qué dijo el coronel Forster? ¿No tenía ninguna sospecha de la fuga? Debían verlos siempre juntos.

––El coronel Forster confesó que alguna vez notó algún interés, especialmente por parte de Lydia, pero no vio nada que le alarmase. Me da pena de él. Estuvo de lo más atento y amable. Se disponía a venir a vernos antes de saber que no habían ido a Escocia, y cuando se presumió que estaban en Londres, apresuró su viaje.

––Y Denny, testaba convencido de que Wickham no se casaría? ¿Sabía que iban a fugarse? ¿Ha visto a Denny el coronel Forster?

––Sí, pero cuando le interrogó, Denny dijo que no estaba enterado de nada y se negó a dar su verdadera opinión sobre el asunto. No repitió su convicción de que no se casarían y por eso pienso que a lo mejor lo interpretó mal.

––Supongo que hasta que vino el coronel Forster, nadie de la casa dudó de que estuviesen casados. ––¿Cómo se nos iba a ocurrir tal cosa? Yo me sentí triste porque sé que es difícil que mi hermana sea feliz casándose con Wickham debido a sus pésimos antecedentes. Nuestros padres no sabían nada de eso, pero se dieron cuenta de lo imprudente de semejante boda. Entonces Catherine confesó, muy satisfecha de saber más que nosotros, que la última carta de Lydia ya daba a entender lo que tramaban. Parece que le decía que se amaban desde hacía unas semanas.

––Pero no antes de irse a Brighton.

––Creo que no.

––Y el coronel Forster, ¿tiene mal concepto de Wickham? ¿Sabe cómo es en realidad?

––He de confesar que no habló tan bien de él como antes. Le tiene por imprudente y manirroto. Y se dice que ha dejado en Meryton grandes deudas, pero yo espero que no sea cierto.

––¡Oh, Jane! Si no hubiésemos sido tan reservadas y hubiéramos dicho lo que sabíamos de Wickham, esto no habría sucedido.

––Tal vez habría sido mejor ––repuso su hermana––, pero no es justo publicar las faltas del pasado de una persona, ignorando si se ha corregido. Nosotras obramos de buena fe.

––¿Repitió el coronel Forster los detalles de la nota que Lydia dejó a su mujer?

––La trajo consigo para enseñárnosla.

Jane la sacó de su cartera y se la dio a Elizabeth. Éste era su contenido:

«Querida Harriet: Te vas a reír al saber adónde me he ido, y ni yo puedo dejar de reírme pensando en el susto que te llevarás mañana cuando no me encuentres. Me marcho a Gretna Green, y si no adivinas con quién, creeré que eres una tonta, pues es el único hombre a quien amo en el mundo, por lo que no creo hacer ningún disparate yéndome con él. Si no quieres, no se lo digas a los de mi casa, pues así será mayor su sorpresa cuando les escriba y firme Lydia Wickham. ¡Será una broma estupenda! Casi no puedo escribir de risa. Te ruego que me excuses con Pratt por no cumplir mi compromiso de bailar con él esta noche; dile que espero que me perdone cuando lo sepa todo, y también que bailaré con él con mucho gusto en el primer baile en que nos encontremos. Mandaré por mis trajes cuando vaya a Longbourn, pero dile a Sally que arregle el corte del vestido de muselina de casa antes de que lo empaquetes. Adiós. Dale recuerdos al coronel Forster. Espero que brindaréis por nuestro feliz viaje. Afectuosos saludos de tu amiga,

Lydia Bennet.»

––¡Oh, Lydia, qué inconsciente! ¡Qué inconsciente! ––exclamó Elizabeth al acabar de leer––. ¡Qué carta para estar escrita en semejante momento! Pero al menos parece que se tomaba en serio el objeto de su viaje; no sabemos a qué puede haberla arrastrado Wickham, pero el propósito de Lydia no era tan infame. ¡Pobre padre mío! ¡Cuánto lo habrá sentido!

––Nunca vi a nadie tan abrumado. Estuvo diez minutos sin poder decir una palabra. Mamá se puso mala en seguida. ¡Había tal confusión en toda la casa!

––¿Hubo algún criado que no se enterase de toda la historia antes de terminar el día?

––No sé, creo que no. Pero era muy difícil ser cauteloso en aquellos momentos. Mamá se puso histérica y aunque yo la asistí lo mejor que pude, no sé si hice lo que debía. El horror de lo que había sucedido casi me hizo perder el sentido.

––Te has sacrificado demasiado por mamá; no tienes buena cara. ¡Ojalá hubiese estado yo a tu lado! Así habrías podido cuidarte tú.

––Mary y Catherine se portaron muy bien y no dudo que me habrían ayudado, pero no lo creí conveniente para ninguna de las dos; Catherine es débil y delicada, y Mary estudia tanto que sus horas de reposo no deben ser interrumpidas. Tía Philips vino a Longbourn el martes, después de marcharse papá, y fue tan buena que se quedó conmigo hasta el jueves. Nos ayudó y animó mucho a todas. Lady Lucas estuvo también muy amable: vino el viernes por la mañana para condolerse y ofrecernos sus servicios en todo lo que le fuera posible y enviarnos a cualquiera de sus hijas si creíamos que podrían sernos útiles.

––Más habría valido que se hubiese quedado en su casa ––dijo Elizabeth––; puede que sus intenciones fueran buenas; pero en desgracias como ésta se debe rehuir de los vecinos. No pueden ayudarnos y su condolencia es ofensiva. ¡Que se complazcan criticándonos a distancia!

Preguntó entonces cuáles eran las medidas que pensaba tomar su padre en la capital con objeto de encontrar a su hija.

––Creo que tenía intención de ir a Epsom ––contestó Jane––, que es donde ellos cambiaron de caballos por última vez; hablará con los postillones y verá qué puede sonsacarles. Su principal objetivo es descubrir el número del coche de alquiler con el que salieron de Clapham; que había llegado de Londres con un pasajero; y como mi padre opina que el hecho de que un caballero y una dama cambien de carruaje puede ser advertido, quiere hacer averiguaciones en Clapham. Si pudiese descubrir la casa en la que el cochero dejó al viajero no sería difícil averiguar el tipo de coche que era y el número. No sé qué otros planes tendría; pero tenía tal prisa por irse y estaba tan desolado que sólo pude sacarle esto.




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Mensaje por EURIDICE CANOVA Lun Sep 30, 2013 2:35 pm

CAPÍTULO XLVIII



Todos esperaban carta del señor Bennet a la mañana siguiente; pero llegó el correo y no trajo ni una línea suya. Su familia sabía que no era muy aficionado a escribir, pero en aquella ocasión creían que bien podía hacer una excepción. Se vieron, por tanto, obligados a suponer que no había buenas noticias; pero incluso en ese caso, preferían tener la certeza. El señor Gardiner esperó sólo a que llegase el correo y se marchó.

Cuando se fue todos se quedaron con la seguridad de que así, al menos tendrían constante información de lo que ocurriese. El señor Gardiner les prometió persuadir al señor Bennet de que regresara a Longbourn cuanto antes para consuelo de su esposa, que consideraba su vuelta como única garantía de que no moriría en el duelo.

La señora Gardiner y sus hijos permanecerían en Hertfordshire unos días más, pues ésta creía que su presencia sería útil a sus sobrinas. Las ayudaba a cuidar a la señora Bennet y les servía de gran alivio en sus horas libres. Su otra tía las visitaba a menudo con el fin, según decía, de darles ánimos; pero como siempre les contaba algún nuevo ejemplo de los despilfarros y de la falta de escrúpulos de Wickham, rara vez se marchaba sin dejarlas aún más descorazonadas.

Todo Meryton se empeñaba en desacreditar al hombre que sólo tres meses antes había sido considerado como un ángel de luz. Se decía que debía dinero en todos los comercios de la ciudad, y sus intrigas, honradas con el nombre de seducciones, se extendían a todas las familias de los comerciantes. Todo el mundo afirmaba que era el joven más perverso del mundo, y empezaron a decir que siempre habían desconfiado de su aparente bondad. Elizabeth, a pesar de no dar crédito ni a la mitad de lo que murmuraban, creía lo bastante para afianzar su previa creencia en la ruina de su hermana, y hasta Jane comenzó a perder las esperanzas, especialmente cuando llegó el momento en que, de haber ido a Escocia, se habrían recibido ya noticias suyas.

El señor Gardiner salió de Longbourn el domingo y el martes tuvo carta su mujer. Le decía que a su llegada había ido en seguida en busca de su cuñado y se lo había llevado a Gracechurch Street; que el señor Bennet había estado en Epsom y en Clapham, pero sin ningún resultado, y que ahora quería preguntar en todas las principales hosterías de la ciudad, pues creía posible que se hubiesen albergado en una de ellas a su llegada a Londres, antes de procurarse otro alojamiento. El señor Gardiner opinaba que esta tentativa era inútil, pero como su cuñado estaba empeñado en llevarla a cabo, le ayudaría. Añadía que el señor Bennet se negaba a irse de Londres, y prometía escribir en breve. En una posdata decía lo siguiente:

«He escrito al coronel Forster suplicándole que averigüe entre los amigos del regimiento si Wickham tiene parientes o relaciones que puedan saber en qué parte de la ciudad estará oculto. Si hubiese alguien a quien se pudiera acudir con alguna probabilidad de obtener esa pista, se adelantaría mucho. Por ahora no hay nada que nos oriente. No dudo que el coronel Forster hará todo lo que esté a su alcance para complacernos, pero quizá Elizabeth pueda indicarnos mejor que nadie si Wickham tiene algún pariente.»

Elizabeth comprendió el porqué de esta alusión, pero no podía corresponder a ella. Jamás había oído decir si tenía parientes aparte de su padre y su madre muertos hacía muchos años. Pero era posible que alguno de sus compañeros fuera capaz de dar mejor información, y aunque no era optimista, consideraba acertado preguntarlo.

En Longbourn los días transcurrían con gran ansiedad, ansiedad que crecía con la llegada del correo. Todas las mañanas esperaban las cartas con impaciencia. Por carta habrían de saber la mala o buena marcha del asunto, y cada día creían que iban a recibir alguna noticia de importancia.

Pero antes de que volvieran a saber del señor Gardiner, llegó de Hunsford una misiva para el señor Bennet de su primo Collins. Como Jane había recibido la orden de leer en ausencia de su padre todo lo que recibiese, abrió la carta. Elizabeth, que sabía cómo eran las epístolas de Collins, leyó también por encima del hombro de su hermana. Decía así:

«Mi querido señor: Nuestro parentesco y mi situación en la vida me llevan a darle mis condolencias por la grave aflicción que está padeciendo, de la que fuimos informados por una carta de Hertfordshire. No dude de que tanto la señora Collins como yo les acompañamos en el sentimiento a usted y a toda su respetable familia en la presente calamidad, que ha de ser muy amarga, puesto que el tiempo no la puede borrar. No faltarán argumentos por mi parte para aliviar tan tremenda desventura o servir de consuelo en circunstancias que para un padre han de ser más penosas que para todos los demás. La muerte de una hija habría sido una bendición comparada con esto. Y es más lamentable porque hay motivos para suponer, según me dice mi querida Charlotte, que esa licenciosa conducta de su hija procede de un deplorable exceso de indulgencia; aunque al mismo tiempo y para consuelo suyo y de su esposa, me inclino a pensar que debía de ser de naturaleza perversa, pues de otra suerte no habría incurrido en tal atrocidad a una edad tan temprana. De todos modos es usted digno de compasión, opinión que no sólo comparte la señora Collins, sino también lady Catherine y su hija, a quienes he referido el hecho. Están de acuerdo conmigo en que ese mal paso de su hija será perjudicial para la suerte de las demás; porque, ¿quién ––como la propia lady Catherine dice afablemente–– querrá emparentar con semejante familia? Esta consideración me mueve a recordar con la mayor satisfacción cierto suceso del pasado noviembre, pues a no haber ido las cosas como fueron, me vería ahora envuelto en toda la tristeza y desgracia de ustedes. Permítame, pues, que le aconseje, querido señor, que se resigne todo lo que pueda y arranque a su indigna hija para siempre de su corazón, y deje que recoja ella los frutos de su abominable ofensa.»

El señor Gardiner no volvió a escribir hasta haber recibido contestación del coronel Forster, pero no pudo decir nada bueno. No se sabía que Wickham tuviese relación con ningún pariente y se aseguraba que no tenía ninguno cercano. Antiguamente había tenido muchas amistades, pero desde su ingreso en el ejército parecía apartado de todo el mundo. No había nadie, por consiguiente, capaz de dar noticias de su paradero. Había un poderoso motivo para que se ocultara, que venía a sumarse al temor de ser descubierto por la familia de Lydia, y era que había dejado tras sí una gran cantidad de deudas de juego. El coronel Forster opinaba que serían necesarias más de mil libras para clarear sus cuentas en Brighton. Mucho debía en la ciudad, pero sus deudas de honor eran aún más elevadas. El señor Gardiner no se atrevió a ocultar estos detalles a la familia de Longbourn. Jane se horrorizó:

––¡Un jugador! Eso no lo esperaba. ¡No podía imaginármelo!

Añadía el señor Gardiner en su carta que el señor Bennet iba a regresar a Longbourn al día siguiente, que era sábado. Desanimado por el fracaso de sus pesquisas había cedido a las instancias de su cuñado para que se volviese a su casa y le dejase hacer a él mientras las circunstancias no fuesen más propicias para una acción conjunta. Cuando se lo dijeron a la señora Bennet, no demostró la satisfacción que sus hijas esperaban en vista de sus inquietudes por la vida de su marido.

––¿Que viene a casa y sin la pobre Lydia? exclamó––. No puedo creer que salga de Londres sin haberlos encontrado. ¿Quién retará a Wickham y hará que se case, si Bennet regresa?

Como la señora Gardiner ya tenía ganas de estar en su casa se convino que se iría a Londres con los niños aprovechando la vuelta del señor Bennet. Por consiguiente, el coche de Longbourn les condujo hasta la primera etapa de su camino y trajo de vuelta al señor Bennet.

La señora Gardiner se fue perpleja aún al pensar en el encuentro casual de Elizabeth y su amigo de Derbyshire en dicho lugar. Elizabeth se había abstenido de pronunciar su nombre, y aquella especie de semiesperanza que la tía había alimentado de que recibirían una carta de él al llegar a Longbourn, se había quedado en nada. Desde su llegada, Elizabeth no había tenido ninguna carta de Pemberley.

El desdichado estado de toda la familia hacía innecesaria cualquier otra excusa para explicar el abatimiento de Elizabeth; nada, por lo tanto, podía conjeturarse sobre aquello, aunque a Elizabeth, que por aquel entonces sabía a qué atenerse acerca de sus sentimientos, le constaba que, a no ser por Darcy, habría soportado mejor sus temores por la deshonra de Lydia. Se habría ahorrado una o dos noches de no dormir.

El señor Bennet llegó con su acostumbrado aspecto de filósofo. Habló poco, como siempre; no dijo nada del motivo que le había impulsado a regresar, y pasó algún tiempo antes de que sus hijas tuvieran el valor de hablar del tema.

Por la tarde, cuando se reunió con ellas a la hora del té, Elizabeth se aventuró a tocar la cuestión; expresó en pocas palabras su pena por lo que su padre debía haber sufrido, y éste contestó:

––Déjate. ¿Quién iba a sufrir sino yo? Ha sido por mi culpa y está bien que lo pague.

––No seas tan severo contigo mismo replicó Elizabeth.

––No hay contemplaciones que valgan en males tan grandes. La naturaleza humana es demasiado propensa a recurrir a ellas. No, Lizzy; deja que una vez en la vida me dé cuenta de lo mal que he obrado. No voy a morir de la impresión; se me pasará bastante pronto.

––¿Crees que están en Londres?

––Sí; ¿dónde, si no podrían estar tan bien escondidos?

––¡Y Lydia siempre deseó tanto ir a Londres! ––añadió Catherine.

––Entonces debe de ser feliz ––dijo su padre fríamente–– y no saldrá de allí en mucho tiempo. Después de un corto silencio, prosiguió:

Lizzy, no me guardes rencor por no haber seguido tus consejos del pasado mayo; lo ocurrido demuestra que eran acertados.

En ese momento fueron interrumpidos por Jane que venía a buscar el té para su madre.

––¡Mira qué bien! ––exclamó el señor Bennet––. ¡Eso presta cierta elegancia al infortunio! Otro día haré yo lo mismo: me quedaré en la biblioteca con mi gorro de dormir y mi batín y os daré todo el trabajo que pueda, o acaso lo deje para cuando se escape Catherine...

––¡Yo no voy a escaparme, papá! ––gritó Catherine furiosa––. Si yo hubiese ido a Brighton, me habría portado mejor que Lydia.

––¡Tú a Brighton! ¡No me fiaría de ti ni que fueras nada más que a la esquina! No, Catherine. Por fin he aprendido a ser cauto, y tú lo has de sentir. No volverá a entrar en esta casa un oficial aunque vaya de camino. Los bailes quedarán absolutamente prohibidos, a menos que os acompañe una de vuestras hermanas, y nunca saldréis ni a la puerta de la casa sin haber demostrado que habéis vivido diez minutos del día de un modo razonable.

Catherine se tomó en serio todas estas amenazas y se puso a llorar.

––Bueno, bueno ––dijo el señor Bennet––, no te pongas así. Si eres buena chica en los próximos diez años, en cuanto pasen, te llevaré a ver un desfile.


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Mensaje por EURIDICE CANOVA Lun Sep 30, 2013 2:36 pm

CAPITULO XLIX

Dos días después de la vuelta del señor Bennet, mientras Jane y Elizabeth paseaban juntas por el plantío de arbustos de detrás de la casa, vieron al ama de llaves que venía hacia ellas. Creyeron que iba a llamarlas de parte de su madre y corrieron a su encuentro; pero la mujer le dijo a Jane: Dispense que la interrumpa, señorita; pero he supuesto que tendría usted alguna buena noticia de la capital y por eso me he tomado la libertad de venir a preguntárselo.

––¿Qué dice usted, Hill? No he sabido nada.

––¡Querida señorita! ––exclamó la señora Hill con gran asombro––. ¿Ignora que ha llegado un propio para el amo, enviado por el señor Gardiner? Ha estado aquí media hora y el amo ha tenido una carta.

Las dos muchachas se precipitaron hacia la casa, demasiado ansiosas para poder seguir conversando. Pasaron del vestíbulo al comedor de allí a la biblioteca, pero su padre no estaba en ninguno de esos sitios; iban a ver si estaba arriba con su madre, cuando se encontraron con el mayordomo que les dijo:

––Si buscan ustedes a mi amo, señoritas, lo encontrarán paseando por el sotillo.

Jane y Elizabeth volvieron a atravesar el vestíbulo y, cruzando el césped, corrieron detrás de su padre que se encaminaba hacia un bosquecillo de al lado de la cerca.

Jane, que no era tan ligera ni tenía la costumbre de correr de Elizabeth, se quedó atrás, mientras su hermana llegaba jadeante hasta su padre y exclamó:

––¿Qué noticias hay, papá? ¿Qué noticias hay? ¿Has sabido algo de mi tío?

––Sí, me ha mandado una carta por un propio.

––¿Y qué nuevas trae, buenas o malas?

––¿Qué se puede esperar de bueno? ––dijo el padre sacando la carta del bolsillo––. Tomad, leed si queréis.

Elizabeth cogió la carta con impaciencia. Jane llegaba entonces.

––Léela en voz alta ––pidió el señor Bennet––, porque todavía no sé de qué se trata.

«Gracechurch Street, lunes 2 de agosto.

»Mi querido hermano: Por fin puedo enviarte noticias de mi sobrina, y tales, en conjunto, que espero te satisfagan. Poco después de haberte marchado tú el sábado, tuve la suerte de averiguar en qué parte de Londres se encontraban. Los detalles me los reservo para cuando nos veamos; bástete saber que ya están descubiertos; les he visto a los dos.»

Entonces es lo que siempre he esperado exclamó Jane––. ¡Están casados!

Elizabeth siguió leyendo:

«No están casados ni creo que tengan intención de estarlo, pero si quieres cumplir los compromisos que me he permitido contraer en tu nombre, no pasará mucho sin que lo estén. Todo lo que tienes que hacer es asegurar a tu hija como dote su parte igual en las cinco mil libras que recibirán tus hijas a tu muerte y a la de tu esposa, y prometer que le pasarás, mientras vivas, cien libras anuales. Estas son las condiciones que, bien mirado, no he vacilado en aceptar por ti, pues me creía autorizado para ello. Te mando la presente por un propio, pues no hay tiempo que perder para que me des una contestación. Comprenderás fácilmente por todos los detalles que la situación del señor Wickham no es tan desesperada como se ha creído. La gente se ha equivocado y me complazco en afirmar que después de pagadas todas las deudas todavía quedará algún dinerillo para dotar a mi sobrina como adición a su propia fortuna. Si, como espero, me envías plenos poderes para actuar en tu nombre en todo este asunto, daré órdenes enseguida a Haggerston para que redacte el oportuno documento. No hay ninguna necesidad de que vuelvas a la capital; por consiguiente, quédate tranquilo en Longbourn y confía en mi diligencia y cuidado. Contéstame cuanto antes y procura escribir con claridad. Hemos creído lo mejor que mi sobrina salga de mi casa para ir a casarse, cosa que no dudo aprobarás. Hoy va a venir. Volveré a escribirte tan pronto como haya algo nuevo. »Tuyo,

E. Gardiner.»

––¿Es posible? ––exclamó Elizabeth al terminar la carta––. ¿Será posible que se case con ella?

––Entonces Wickham no es tan despreciable como creíamos ––observó Jane––. Querido papá, te doy la enhorabuena.

––¿Ya has contestado la carta?

––No, pero hay que hacerlo en seguida.

Elizabeth le rogó vehementemente que no lo demorase.

––Querido papá, vuelve a casa y ponte a escribir inmediatamente. Piensa lo importante que son los minutos en estos momentos.

––Deja que yo escriba por ti ––dijo Jane––, si no quieres molestarte.

––Mucho me molesta ––repuso él––, pero no hay más remedio.

Y regresó con ellas a la casa.

––Supongo que aceptarás añadió Elizabeth.

––¡Aceptar! ¡Si estoy avergonzado de que pida tan poco!

––¡Deben casarse! Aunque él sea como es.

––Sí, sí, deben casarse. No se puede hacer otra cosa. Pero hay dos puntos que quiero aclarar: primero, cuánto dinero ha adelantado tu tío para resolver eso, y segundo, cómo voy a pagárselo.

––¿Dinero, mi tío? ––preguntó Jane––. ¿Qué quieres decir?

––Digo que no hay hombre en su sano juicio que se case con Lydia por tan leve tentación como son cien libras anuales durante mi vida y cincuenta cuando yo me muera.

––Es muy cierto ––dijo Elizabeth––; no se me había ocurrido. ¡Pagadas sus deudas y que todavía quede algo! Eso debe de ser obra de mi tío. ¡Qué hombre tan bueno y generoso! Temo que esté pasando apuros, pues con una pequeña cantidad no se hace todo eso.

––No ––dijo el señor Bennet––, Wickham es un loco si acepta a Lydia por menos de diez mil libras. Sentiría juzgarle tan mal cuando vamos a empezar a ser parientes.

––¡Diez mil libras! ¡No lo quiera Dios! ¿Cuándo podríamos pagar la mitad de esa suma?

El señor Bennet no contestó, y, ensimismados todos en sus pensamientos, continuaron en silencio hasta llegar a la casa. El padre se metió en la biblioteca para escribir, y las muchachas se fueron al comedor.

––¿Se irán a casar, de veras? ––exclamó Elizabeth en cuanto estuvieron solas––.¡Qué raro! Y habremos de dar gracias aún. A pesar de las pocas probabilidades de felicidad de ese matrimonio y de la perfidia de Wickham, todavía tendremos que alegrarnos. ¡Oh, Lydia!

––Me consuelo pensando ––replicó Jane–– que seguramente no se casaría con Lydia si no la quisiera. Aunque nuestro bondadoso tío haya hecho algo por salvarlo, no puedo creer que haya adelantado diez mil libras ni nada parecido. Tiene hijos y puede tener más. No alcanzaría a ahorrar ni la mitad de esa suma.

––Si pudiéramos averiguar a cuánto ascienden las deudas de Wickham ––dijo Elizabeth–– y cuál es la dote que el tío Gardiner da a nuestra hermana, sabríamos exactamente lo que ha hecho por ellos, pues Wickham no tiene ni medio chelín. Jamás podremos pagar la bondad del tío. El llevarla a su casa y ponerla bajo su dirección y amparo personal es un sacrificio que nunca podremos agradecer bastante. Ahora debe de estar con ellos. Si tanta bondad no le hace sentirse miserable, nunca merecerá ser feliz. ¡Qué vergüenza para ella encontrarse cara a cara con nuestra tía!

––Unos y otros hemos de procurar olvidar lo sucedido ––dijo Jane––: Espero que todavía sean dichosos. A mi modo de ver, el hecho de que Wickham haya accedido a casarse es prueba de que ha entrado por el buen camino. Su mutuo afecto les hará sentar la cabeza y confío que les volverá tan razonables que con el tiempo nos harán olvidar su pasada imprudencia:

––Se han portado de tal forma ––replicó Elizabeth–– que ni tú; ni yo, ni nadie podrá olvidarla nunca. Es inútil hablar de eso.

Se les ocurrió entonces a las muchachas que su madre ignoraba por completo todo aquello. Fueron a la biblioteca y le preguntaron a su padre si quería que se lo dijeran. El señor Bennet estaba escribiendo y sin levantar la cabeza contestó fríamente:

––Como gustéis.

––¿Podemos enseñarle la carta de tío Gardiner?

––Enseñadle lo que queráis y largaos.

Elizabeth cogió la carta de encima del escritorio y las dos hermanas subieron a la habitación de su madre. Mary y Catherine estaban con la señora Bennet, y, por lo tanto, tenían que enterarse también. Después de una ligera preparación para las buenas nuevas, se leyó la carta en voz alta. La señora Bennet apenas pudo contenerse, y en cuanto Jane llegó a las esperanzas del señor Gardiner de que Lydia estaría pronto casada, estalló su gozo, y todas las frases siguientes lo aumentaron. El júbilo le producía ahora una exaltación que la angustia y el pesar no le habían ocasionado. Lo principal era que su hija se casase; el temor de que no fuera feliz no le preocupó lo más mínimo, no la humilló el pensar en su mal proceder.

––¡Mi querida, mi adorada Lydia! ––exclamó––. ¡Es estupendo! ¡Se casará! ¡La volveré a ver! ¡Casada a los dieciséis años! ¡Oh, qué bueno y cariñoso eres, hermano mío! ¡Ya sabía yo que había de ser así, que todo se arreglaría! ¡Qué ganas tengo de verla, y también al querido Wickham! ¿Pero, y los vestidos? ¿Y el traje de novia? Voy a escribirle ahora mismo a mi cuñada para eso. Lizzy, querida mía, corre a ver a tu padre y pregúntale cuánto va a darle. Espera, espera, iré yo misma. Toca la campanilla, Catherine, para que venga Hill. Me vestiré en un momento. ¡Mi querida, mi Lydia de mi alma! ¡Qué contentas nos pondremos las dos al vernos!

La hermana mayor trató de moderar un poco la violencia de su exaltación y de hacer pensar a su madre en las obligaciones que el comportamiento del señor Gardiner les imponía a todos.

––Pues hemos de atribuir este feliz desenlace añadió–– a su generosidad. Estamos convencidos de que ha socorrido a Wickham con su dinero.

––Bueno ––exclamó la madre––, es muy natural. ¿Quién lo había de hacer, más que tu tío? Si no hubiese tenido hijos, habríamos heredado su fortuna, ya lo sabéis, y ésta es la primera vez que hace algo por nosotros, aparte de unos pocos regalos. ¡Qué feliz soy! Dentro de poco tendré una hija casada: ¡la señora Wickham! ¡Qué bien suena! Y cumplió sólo dieciséis años el pasado junio. Querida Jane, estoy tan emocionada que no podré escribir; así que yo dictaré y tú escribirás por mí. Después determinaremos con tu padre lo relativo al dinero, pero las otras cosas hay que arreglarlas ahora mismo.

Se disponía a tratar de todos los particulares sobre sedas, muselinas y batistas, y al instante habría dictado algunas órdenes si Jane no la hubiese convencido, aunque con cierta dificultad, de que primero debería consultar con su marido. Le hizo comprender que un día de retraso no tendría la menor importancia, y la señora Bennet estaba muy feliz para ser tan obstinada como siempre. Además, ya se le habían ocurrido otros planes:

––Iré a Meryton en cuanto me vista, a comunicar tan excelentes noticias a mi hermana Philips. Y al regreso podré visitar a lady Lucas y a la señora Long. ¡Catherine, baja corriendo y pide el coche! Estoy segura de que me sentará muy bien tomar el aire. Niñas, ¿queréis algo para Meryton? ¡Oh!, aquí viene Hill. Querida Hill, ¿se ha enterado ya de las buenas noticias? La señorita Lydia va a casarse, y para que brinden por su boda, se beberán ustedes un ponche.

La señora Hill manifestó su satisfacción y les dio sus parabienes a todas. Elizabeth, mareada ante tanta locura, se refugió en su cuarto para dar libre curso a sus pensamientos.

La situación de la pobre Lydia había de ser, aun poniéndose en lo mejor, bastante mala; pero no era eso lo peor; tenía que estar aún agradecida, pues aunque mirando al porvenir su hermana no podía esperar ninguna felicidad razonable ni ninguna prosperidad en el mundo, mirando hacia atrás, a lo que sólo dos horas antes Elizabeth había temido tanto, no se podía negar que todavía había tenido suerte.


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Mensaje por EURIDICE CANOVA Lun Sep 30, 2013 2:38 pm

CAPÍTULO L



Anteriormente, el señor Bennet había querido muchas veces ahorrar una cierta cantidad anual para mejorar el caudal de sus hijas y de su mujer, si ésta le sobrevivía, en vez de gastar todos sus ingresos. Y ahora se arrepentía de no haberlo hecho. Esto le habría evitado a Lydia endeudarse con su tío por todo lo que ahora tenía que hacer por ella tanto en lo referente a la honra como al dinero. Habría podido darse, además, el gusto de tentar a cualquiera de los más brillantes jóvenes de Gran Bretaña a casarse con ella.

Estaba seriamente consternado de que por un asunto que tan pocas ventajas ofrecía para nadie, su cuñado tuviese que hacer tantos sacrificios, y quería averiguar el importe de su donativo a fin de devolvérselo cuando le fuese posible.

En los primeros tiempos del matrimonio del señor Bennet, se consideró que no había ninguna necesidad de hacer economía, pues se daba por descontado que nacería un hijo varón y que éste heredaría la hacienda al llegar a la edad conveniente, con lo que la viuda y las hijas quedarían aseguradas. Pero vinieron al mundo sucesivamente cinco hijas y el varón no aparecía. Años después del nacimiento de Lydia, la señora Bennet creía aún que llegaría el heredero, pero al fin se dio ya por vencida. Ahora era demasiado tarde para ahorrar: la señora Bennet no tenía ninguna aptitud para la economía y el amor de su marido a la independencia fue lo único que impidió que se excediesen en sus gastos.

En las capitulaciones matrimoniales había cinco mil libras aseguradas para la señora Bennet y sus hijas; pero la distribución dependía de la voluntad de los padres. Por fin este punto iba a decidirse en lo referente a Lydia, y el señor Bennet no vaciló en acceder a lo propuesto. En términos de gratitud por la bondad de su cuñado, aunque expresados muy concisamente, confió al papel su aprobación a todo lo hecho y su deseo de cumplir los compromisos contraídos en su nombre. Nunca hubiera creído que Wickham consintiese en casarse con Lydia a costa de tan pocos inconvenientes como los que resultaban de aquel arreglo. Diez libras anuales era lo máximo que iba a perder al dar las cien que debía entregarles, pues entre los gastos ordinarios fijos, el dinero suelto que le daba a Lydia y los continuos regalos en metálico que le hacía su madre se iba en Lydia poco menos que aquella suma.

Otra de las cosas que le sorprendieron gratamente fue que todo se hiciera con tan insignificante molestia para él, pues su principal deseo era siempre que le dejasen tranquilo. Pasado el primer arranque de ira que le motivó buscar a su hija, volvió, como era de esperar, a su habitual indolencia. Despachó pronto la carta, eso sí tardaba en emprender las cosas, pero era rápido en ejecutarlas. En la carta pedía más detalles acerca de lo que le adeudaba a su cuñado, pero estaba demasiado resentido con Lydia para enviarle ningún mensaje.

Las buenas nuevas se extendieron rápidamente por la casa y con proporcional prontitud, por la vecindad. Cierto que hubiera dado más que hablar que Lydia Bennet hubiese venido a la ciudad, y que habría sido mejor aún si la hubiesen recluido en alguna granja distante; pero ya había bastante que charlar sobre su matrimonio, y los bien intencionados deseos de que fuese feliz que antes habían expresado las malévolas viejas de Meryton, no perdieron más que un poco de su viveza en este cambio de circunstancias, pues con semejante marido se daba por segura la desgracia de Lydia.

Hacía quince días que la señora Bennet no bajaba de sus habitaciones, pero a fin de solemnizar tan faustos acontecimientos volvió a ocupar radiante su sitio a la cabecera de la mesa. En su triunfo no había el más mínimo sentimiento de vergüenza. El matrimonio de una hija que constituyó el principal de sus anhelos desde que Jane tuvo dieciséis años, iba ahora a realizarse. No pensaba ni hablaba más que de bodas elegantes, muselinas finas, nuevos criados y nuevos carruajes. Estaba ocupadísima buscando en la vecindad una casa conveniente para la pareja, y sin saber ni considerar cuáles serían sus ingresos, rechazó muchas por falta de amplitud o de suntuosidad.

––Haye Park ––decía–– iría muy bien si los Gouldings lo dejasen; o la casa de Stoke, si el salón fuese mayor; ¡pero Asworth está demasiado lejos! Yo no podría resistir que viviese a diez millas de distancia. En cuanto a la Quinta de Purvis, los áticos son horribles.

Su marido la dejaba hablar sin interrumpirla mientras los criados estaban delante. Pero cuando se marcharon, le dijo:

––Señora Bennet, antes de tomar ninguna de esas casas o todas ellas para tu hija, vamos a dejar las cosas claras. Hay en esta vecindad una casa donde nunca serán admitidos. No animaré el impudor de ninguno de los dos recibiéndolos en Longbourn.

A esta declaración siguió una larga disputa, pero el señor Bennet se mantuvo firme. Se pasó de este punto a otro y la señora Bennet vio con asombro y horror que su marido no quería adelantar ni una guinea para comprar el traje de novia a su hija. Aseguró que no recibiría de él ninguna prueba de afecto en lo que a ese tema se refería. La señora Bennet no podía comprenderlo; era superior a las posibilidades de su imaginación que el rencor de su marido llegase hasta el punto de negar a su hija un privilegio sin el cual su matrimonio apenas parecería válido. Era más sensible a la desgracia de que su hija no tuviese vestido de novia que ponerse, que a la vergüenza de que se hubiese fugado y hubiese vivido con Wickham quince días antes de que la boda se celebrara.

Elizabeth se arrepentía más que nunca de haber comunicado a Darcy, empujada por el dolor del momento, la acción de su hermana, pues ya que la boda iba a cubrir el escándalo de la fuga, era de suponer que los ingratos preliminares serían ocultados a todos los que podían ignorarlos.

No temía la indiscreción de Darcy; pocas personas le inspiraban más confianza que él; pero le mortificaba que supiese la flaqueza de su hermana. Y no por el temor de que le acarrease a ella ningún perjuicio, porque de todos modos el abismo que parecía mediar entre ambos era invencible. Aunque el matrimonio de Lydia se hubiese arreglado de la manera más honrosa, no se podía suponer que Darcy quisiera emparentar con una familia que a todos sus demás reparos iba a añadir ahora la alianza más íntima con el hombre que con tanta justicia Darcy despreciaba.

Ante una cosa así era natural que Darcy retrocediera. El deseo de ganarse el afecto de Elizabeth que ésta había adivinado en él en Derbyshire, no podía sobrevivir a semejante golpe. Elizabeth se sentía humillada, entristecida, y llena de vagos remordimientos. Ansiaba su cariño cuando ya no podía esperar obtenerlo. Quería saber de él cuando ya no había la más mínima oportunidad de tener noticias suyas. Estaba convencida de que habría podido ser feliz con él, cuando era probable que no se volvieran a ver.

«¡Qué triunfo para él ––pensaba–– si supiera que las proposiciones que deseché con tanto orgullo hace sólo cuatro meses, las recibiría ahora encantada.»

No dudaba que era generoso como el que más, pero mientras viviese, aquello tenía que constituir para él un triunfo.

Empezó entonces a comprender que Darcy era exactamente, por su modo de ser y su talento, el hombre que más le habría convenido. El entendimiento y el carácter de Darcy, aunque no semejantes a los suyos, habrían colmado todos sus deseos. Su unión habría sido ventajosa para ambos: con la soltura y la viveza de ella, el temperamento de él se habría suavizado y habrían mejorado sus modales. Y el juicio, la cultura y el conocimiento del mundo que él poseía le habrían reportado a ella importantes beneficios.

Pero ese matrimonio ideal ya no podría dar una lección a las admiradoras multitudes de lo que era la felicidad conyugal; la unión que iba a efectuarse en la familia de Elizabeth era muy diferente y excluía la posibilidad de la primera.

No podían imaginar cómo se las arreglarían Wickham y Lydia para vivir con una pasable independencia; pero no le era difícil conjeturar lo poco estable que había de ser la felicidad de una pareja unida únicamente porque sus pasiones eran más fuertes que su virtud.

El señor Gardiner no tardó en volver a escribir a su cuñado. Contestaba brevemente al agradecimiento del señor Bennet diciendo que su mayor deseo era contribuir al bienestar de toda su familia y terminaba rogando que no se volviese a hablar más del tema. El principal objeto de la carta era informarle de que Wickham había resuelto abandonar el regimiento.

«Tenía muchas ganas de que lo hiciese ––añadía cuando ultimamos el matrimonio; y creo que convendrás conmigo en que su salida de ese Cuerpo es altamente provechosa tanto para él como para mi sobrina. La intención del señor Wickham es entrar en el Ejército regular, y entre sus antiguos amigos hay quien puede y quiere ayudarle a conseguirlo. Se le ha prometido el grado de alférez en el regimiento del general X, actualmente acuartelado en el Norte. Es mucho mejor que se aleje de esta parte del reino. Él promete firmemente, y espero que sea así, que hallándose entre otras gentes ante las cuales no deberán desacreditarse, los dos serán más prudentes. He escrito al coronel Forster participándole nuestros arreglos y suplicándole que diga a los diversos acreedores del señor Wickham en Brighton y sus alrededores, que se les pagará inmediatamente bajo mi responsabilidad. ¿Te importaría tomarte la molestia de dar las mismas seguridades a los acreedores de Meryton, de los que te mando una lista de acuerdo con lo que el señor Wickham me ha indicado? Nos ha confesado todas sus deudas y espero que al menos en esto no nos haya engañado. Haggerston tiene ya instrucciones y dentro de una semana estará todo listo. Entonces el señor Wickham se incorporará a su regimiento, a no ser que primero se le invite a ir a Longbourn, pues me dice mi mujer que Lydia tiene muchos deseos de veros a todos antes de dejar el Sur. Está muy bien y os ruega sumisamente que os acordéis de ella su madre y tú. »

Tuyo,

E. Gardiner.»

El señor Bennet y sus hijas comprendieron las ventajas de que Wickham saliese de la guarnición del condado tan claramente como el señor Gardiner; pero la señora Bennet no estaba tan satisfecha como ellos. Le disgustaba mucho que Lydia se estableciese en el Norte precisamente cuando ella esperaba con placer y orgullo disfrutar de su compañía, pues no había renunciado a su ilusión de que residiera en Hertfordshire. Y además era una lástima que Lydia se separase de un regimiento donde todos la conocían y donde tenía tantos admiradores.

––Quiere tanto a la señora Forster, que le será muy duro abandonarla. Y, además, hay varios muchachos que le gustan. Puede que los oficiales del regimiento del general X no sean tan simpáticos.

La súplica ––pues como tal había de considerarse de su hija de ser admitida de nuevo en la familia antes de partir para el Norte fue al principio rotundamente denegada; pero Jane y Elizabeth, por los sentimientos y por el porvenir de su hermana, deseaban que notificase su matrimonio a sus padres en persona, e insistieron con tal interés, suavidad y dulzura en que el señor Bennet accediese a recibirles a ella y a su marido en Longbourn después de la boda, que le convencieron. De modo que la señora Bennet tuvo la satisfacción de saber que podrían presentar a la vecindad a su hija casada antes de que fuese desterrada al Norte. En consecuencia, cuando el señor Bennet volvió a escribir a su cuñado, le dio permiso para que la pareja viniese, y se determinó que al acabar la ceremonia saldrían para Longbourn. Elizabeth se quejó de que Wickham aceptase este plan, y si se hubiese guiado sólo por sus propios deseos, Wickham sería para ella la última persona con quien querría encontrarse.
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Mensaje por EURIDICE CANOVA Lun Sep 30, 2013 2:48 pm

CAPÍTULO L



Anteriormente, el señor Bennet había querido muchas veces ahorrar una cierta cantidad anual para mejorar el caudal de sus hijas y de su mujer, si ésta le sobrevivía, en vez de gastar todos sus ingresos. Y ahora se arrepentía de no haberlo hecho. Esto le habría evitado a Lydia endeudarse con su tío por todo lo que ahora tenía que hacer por ella tanto en lo referente a la honra como al dinero. Habría podido darse, además, el gusto de tentar a cualquiera de los más brillantes jóvenes de Gran Bretaña a casarse con ella.

Estaba seriamente consternado de que por un asunto que tan pocas ventajas ofrecía para nadie, su cuñado tuviese que hacer tantos sacrificios, y quería averiguar el importe de su donativo a fin de devolvérselo cuando le fuese posible.

En los primeros tiempos del matrimonio del señor Bennet, se consideró que no había ninguna necesidad de hacer economía, pues se daba por descontado que nacería un hijo varón y que éste heredaría la hacienda al llegar a la edad conveniente, con lo que la viuda y las hijas quedarían aseguradas. Pero vinieron al mundo sucesivamente cinco hijas y el varón no aparecía. Años después del nacimiento de Lydia, la señora Bennet creía aún que llegaría el heredero, pero al fin se dio ya por vencida. Ahora era demasiado tarde para ahorrar: la señora Bennet no tenía ninguna aptitud para la economía y el amor de su marido a la independencia fue lo único que impidió que se excediesen en sus gastos.

En las capitulaciones matrimoniales había cinco mil libras aseguradas para la señora Bennet y sus hijas; pero la distribución dependía de la voluntad de los padres. Por fin este punto iba a decidirse en lo referente a Lydia, y el señor Bennet no vaciló en acceder a lo propuesto. En términos de gratitud por la bondad de su cuñado, aunque expresados muy concisamente, confió al papel su aprobación a todo lo hecho y su deseo de cumplir los compromisos contraídos en su nombre. Nunca hubiera creído que Wickham consintiese en casarse con Lydia a costa de tan pocos inconvenientes como los que resultaban de aquel arreglo. Diez libras anuales era lo máximo que iba a perder al dar las cien que debía entregarles, pues entre los gastos ordinarios fijos, el dinero suelto que le daba a Lydia y los continuos regalos en metálico que le hacía su madre se iba en Lydia poco menos que aquella suma.

Otra de las cosas que le sorprendieron gratamente fue que todo se hiciera con tan insignificante molestia para él, pues su principal deseo era siempre que le dejasen tranquilo. Pasado el primer arranque de ira que le motivó buscar a su hija, volvió, como era de esperar, a su habitual indolencia. Despachó pronto la carta, eso sí tardaba en emprender las cosas, pero era rápido en ejecutarlas. En la carta pedía más detalles acerca de lo que le adeudaba a su cuñado, pero estaba demasiado resentido con Lydia para enviarle ningún mensaje.

Las buenas nuevas se extendieron rápidamente por la casa y con proporcional prontitud, por la vecindad. Cierto que hubiera dado más que hablar que Lydia Bennet hubiese venido a la ciudad, y que habría sido mejor aún si la hubiesen recluido en alguna granja distante; pero ya había bastante que charlar sobre su matrimonio, y los bien intencionados deseos de que fuese feliz que antes habían expresado las malévolas viejas de Meryton, no perdieron más que un poco de su viveza en este cambio de circunstancias, pues con semejante marido se daba por segura la desgracia de Lydia.

Hacía quince días que la señora Bennet no bajaba de sus habitaciones, pero a fin de solemnizar tan faustos acontecimientos volvió a ocupar radiante su sitio a la cabecera de la mesa. En su triunfo no había el más mínimo sentimiento de vergüenza. El matrimonio de una hija que constituyó el principal de sus anhelos desde que Jane tuvo dieciséis años, iba ahora a realizarse. No pensaba ni hablaba más que de bodas elegantes, muselinas finas, nuevos criados y nuevos carruajes. Estaba ocupadísima buscando en la vecindad una casa conveniente para la pareja, y sin saber ni considerar cuáles serían sus ingresos, rechazó muchas por falta de amplitud o de suntuosidad.

––Haye Park ––decía–– iría muy bien si los Gouldings lo dejasen; o la casa de Stoke, si el salón fuese mayor; ¡pero Asworth está demasiado lejos! Yo no podría resistir que viviese a diez millas de distancia. En cuanto a la Quinta de Purvis, los áticos son horribles.

Su marido la dejaba hablar sin interrumpirla mientras los criados estaban delante. Pero cuando se marcharon, le dijo:

––Señora Bennet, antes de tomar ninguna de esas casas o todas ellas para tu hija, vamos a dejar las cosas claras. Hay en esta vecindad una casa donde nunca serán admitidos. No animaré el impudor de ninguno de los dos recibiéndolos en Longbourn.

A esta declaración siguió una larga disputa, pero el señor Bennet se mantuvo firme. Se pasó de este punto a otro y la señora Bennet vio con asombro y horror que su marido no quería adelantar ni una guinea para comprar el traje de novia a su hija. Aseguró que no recibiría de él ninguna prueba de afecto en lo que a ese tema se refería. La señora Bennet no podía comprenderlo; era superior a las posibilidades de su imaginación que el rencor de su marido llegase hasta el punto de negar a su hija un privilegio sin el cual su matrimonio apenas parecería válido. Era más sensible a la desgracia de que su hija no tuviese vestido de novia que ponerse, que a la vergüenza de que se hubiese fugado y hubiese vivido con Wickham quince días antes de que la boda se celebrara.

Elizabeth se arrepentía más que nunca de haber comunicado a Darcy, empujada por el dolor del momento, la acción de su hermana, pues ya que la boda iba a cubrir el escándalo de la fuga, era de suponer que los ingratos preliminares serían ocultados a todos los que podían ignorarlos.

No temía la indiscreción de Darcy; pocas personas le inspiraban más confianza que él; pero le mortificaba que supiese la flaqueza de su hermana. Y no por el temor de que le acarrease a ella ningún perjuicio, porque de todos modos el abismo que parecía mediar entre ambos era invencible. Aunque el matrimonio de Lydia se hubiese arreglado de la manera más honrosa, no se podía suponer que Darcy quisiera emparentar con una familia que a todos sus demás reparos iba a añadir ahora la alianza más íntima con el hombre que con tanta justicia Darcy despreciaba.

Ante una cosa así era natural que Darcy retrocediera. El deseo de ganarse el afecto de Elizabeth que ésta había adivinado en él en Derbyshire, no podía sobrevivir a semejante golpe. Elizabeth se sentía humillada, entristecida, y llena de vagos remordimientos. Ansiaba su cariño cuando ya no podía esperar obtenerlo. Quería saber de él cuando ya no había la más mínima oportunidad de tener noticias suyas. Estaba convencida de que habría podido ser feliz con él, cuando era probable que no se volvieran a ver.

«¡Qué triunfo para él ––pensaba–– si supiera que las proposiciones que deseché con tanto orgullo hace sólo cuatro meses, las recibiría ahora encantada.»

No dudaba que era generoso como el que más, pero mientras viviese, aquello tenía que constituir para él un triunfo.

Empezó entonces a comprender que Darcy era exactamente, por su modo de ser y su talento, el hombre que más le habría convenido. El entendimiento y el carácter de Darcy, aunque no semejantes a los suyos, habrían colmado todos sus deseos. Su unión habría sido ventajosa para ambos: con la soltura y la viveza de ella, el temperamento de él se habría suavizado y habrían mejorado sus modales. Y el juicio, la cultura y el conocimiento del mundo que él poseía le habrían reportado a ella importantes beneficios.

Pero ese matrimonio ideal ya no podría dar una lección a las admiradoras multitudes de lo que era la felicidad conyugal; la unión que iba a efectuarse en la familia de Elizabeth era muy diferente y excluía la posibilidad de la primera.

No podían imaginar cómo se las arreglarían Wickham y Lydia para vivir con una pasable independencia; pero no le era difícil conjeturar lo poco estable que había de ser la felicidad de una pareja unida únicamente porque sus pasiones eran más fuertes que su virtud.

El señor Gardiner no tardó en volver a escribir a su cuñado. Contestaba brevemente al agradecimiento del señor Bennet diciendo que su mayor deseo era contribuir al bienestar de toda su familia y terminaba rogando que no se volviese a hablar más del tema. El principal objeto de la carta era informarle de que Wickham había resuelto abandonar el regimiento.

«Tenía muchas ganas de que lo hiciese ––añadía cuando ultimamos el matrimonio; y creo que convendrás conmigo en que su salida de ese Cuerpo es altamente provechosa tanto para él como para mi sobrina. La intención del señor Wickham es entrar en el Ejército regular, y entre sus antiguos amigos hay quien puede y quiere ayudarle a conseguirlo. Se le ha prometido el grado de alférez en el regimiento del general X, actualmente acuartelado en el Norte. Es mucho mejor que se aleje de esta parte del reino. Él promete firmemente, y espero que sea así, que hallándose entre otras gentes ante las cuales no deberán desacreditarse, los dos serán más prudentes. He escrito al coronel Forster participándole nuestros arreglos y suplicándole que diga a los diversos acreedores del señor Wickham en Brighton y sus alrededores, que se les pagará inmediatamente bajo mi responsabilidad. ¿Te importaría tomarte la molestia de dar las mismas seguridades a los acreedores de Meryton, de los que te mando una lista de acuerdo con lo que el señor Wickham me ha indicado? Nos ha confesado todas sus deudas y espero que al menos en esto no nos haya engañado. Haggerston tiene ya instrucciones y dentro de una semana estará todo listo. Entonces el señor Wickham se incorporará a su regimiento, a no ser que primero se le invite a ir a Longbourn, pues me dice mi mujer que Lydia tiene muchos deseos de veros a todos antes de dejar el Sur. Está muy bien y os ruega sumisamente que os acordéis de ella su madre y tú. »

Tuyo,

E. Gardiner.»

El señor Bennet y sus hijas comprendieron las ventajas de que Wickham saliese de la guarnición del condado tan claramente como el señor Gardiner; pero la señora Bennet no estaba tan satisfecha como ellos. Le disgustaba mucho que Lydia se estableciese en el Norte precisamente cuando ella esperaba con placer y orgullo disfrutar de su compañía, pues no había renunciado a su ilusión de que residiera en Hertfordshire. Y además era una lástima que Lydia se separase de un regimiento donde todos la conocían y donde tenía tantos admiradores.

––Quiere tanto a la señora Forster, que le será muy duro abandonarla. Y, además, hay varios muchachos que le gustan. Puede que los oficiales del regimiento del general X no sean tan simpáticos.

La súplica ––pues como tal había de considerarse de su hija de ser admitida de nuevo en la familia antes de partir para el Norte fue al principio rotundamente denegada; pero Jane y Elizabeth, por los sentimientos y por el porvenir de su hermana, deseaban que notificase su matrimonio a sus padres en persona, e insistieron con tal interés, suavidad y dulzura en que el señor Bennet accediese a recibirles a ella y a su marido en Longbourn después de la boda, que le convencieron. De modo que la señora Bennet tuvo la satisfacción de saber que podrían presentar a la vecindad a su hija casada antes de que fuese desterrada al Norte. En consecuencia, cuando el señor Bennet volvió a escribir a su cuñado, le dio permiso para que la pareja viniese, y se determinó que al acabar la ceremonia saldrían para Longbourn. Elizabeth se quejó de que Wickham aceptase este plan, y si se hubiese guiado sólo por sus propios deseos, Wickham sería para ella la última persona con quien querría encontrarse.
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Mensaje por EURIDICE CANOVA Lun Sep 30, 2013 2:50 pm

CAPÍTULO LI

Llegó el día de la boda de Lydia, y Jane y Elizabeth se interesaron por ella probablemente más que ella misma. Se envió el coche a buscarlos a X, y volvería con ellos a la hora de comer. Jane y Elizabeth temían su llegada, especialmente Jane, que suponía en Lydia los mismos sentimientos que a ella la habrían embargado si hubiese sido la culpable, y se atormentaba pensando en lo que Lydia debía sufrir.

Llegaron. La familia estaba reunida en el saloncillo esperándolos. La sonrisa adornaba el rostro de la señora Bennet cuando el coche se detuvo frente a la puerta; su marido estaba impenetrablemente serio, y sus hijas, alarmadas, ansiosas e inquietas.

Se oyó la voz de Lydia en el vestíbulo; se abrió la puerta y la recién casada entró en la habitación. Su madre se levantó, la abrazó y le dio con entusiasmo la bienvenida, tendiéndole la mano a Wickham que seguía a su mujer, deseándoles a ambos la mayor felicidad, con una presteza que demostraba su convicción de que sin duda serían felices.

El recibimiento del señor Bennet, hacia quien se dirigieron luego, ya no fue tan cordial. Reafirmó su seriedad y apenas abrió los labios. La tranquilidad de la joven pareja era realmente suficiente para provocarle. A Elizabeth le daban vergüenza e incluso Jane estaba escandalizada. Lydia seguía siendo Lydia: indómita, descarada, insensata, chillona y atrevida. Fue de hermana en hermana pidiéndoles que la felicitaran, y cuando al fin se sentaron todos, miró con avidez por toda la estancia, notando que había habido un pequeño cambio, y, soltando una carcajada, dijo que hacía un montón de tiempo que no estaba allí.

Wickham no parecía menos contento que ella; pero sus modales seguían siendo tan agradables que si su modo de ser y su boda hubieran sido como debían, sus sonrisas y sus desenvueltos ademanes al reclamar el reconocimiento de su parentesco por parte de sus cuñadas, les habrían seducido a todas. Elizabeth nunca creyó que fuese capaz de tanta desfachatez, pero se sentó decidida a no fijar límites en adelante a la desvergüenza de un desvergonzado. Tanto Jane como ella estaban ruborizadas, pero las mejillas de los causantes de su turbación permanecían inmutables.

No faltó la conversación. La novia y la madre hablaban sin respiro, y Wickham, que se sentó al lado de Elizabeth, comenzó a preguntar por sus conocidos de la vecindad con una alegría y buen humor, que ella no habría podido igualar en sus respuestas. Tanto Lydia como Wickham parecían tener unos recuerdos maravillosos. Recordaban todo lo pasado sin ningún pesar, y ella hablaba voluntariamente de cosas a las que sus hermanas no habrían hecho alusión por nada del mundo.

––¡Ya han pasado tres meses desde que me fui! ––exclamó––. ¡Y parece que fue hace sólo quince días! Y, sin embargo, ¡cuántas cosas han ocurrido! ¡Dios mío! Cuando me fui no tenía ni idea de que cuando volviera iba a estar casada; aunque pensaba que sería divertidísimo que así fuese.

Su padre alzó los ojos; Jane estaba angustiada; Elizabeth miró a Lydia significativamente, pero ella, que nunca veía ni oía lo que no le interesaba, continuó alegremente:

––Mamá, ¿sabe la gente de por aquí que me he casado? Me temía que no, y por eso, cuando adelantamos el carruaje de William Goulding, quise que se enterase; bajé el cristal que quedaba a su lado y me quité el guante y apoyé la mano en el marco de la ventanilla para que me viese el anillo. Entonces le saludé y sonreí como si nada.

Elizabeth no lo aguantó más. Se levantó y se fue a su cuarto y no bajó hasta oír que pasaban por el vestíbulo en dirección al comedor. Llegó a tiempo de ver cómo Lydia, pavoneándose, se colocaba en la mesa al lado derecho de su madre y le decía a su hermana mayor:

––Jane, ahora me corresponde a mí tu puesto. Tú pasas a segundo lugar, porque yo soy una señora casada.

No cabía suponer que el tiempo diese a Lydia aquella mesura de la que siempre había carecido. Su tranquilidad de espíritu y su desenfado iban en aumento. Estaba impaciente por ver a la señora Philips, a los Lucas y a todos los demás vecinos, para oír cómo la llamaban «señora Wickham». Mientras tanto, después de comer, fue a enseñar su anillo de boda a la señora Hill y a las dos criadas para presumir de casada.

––Bien, mamá ––dijo cuando todos volvieron al saloncillo––, ¿qué te parece mi marido? ¿No es encantador? Estoy segura de que todas mis hermanas me envidian; sólo deseo que tengan la mitad de suerte que yo. Deberían ir a Brighton; es un sitio ideal para conseguir marido. ¡Qué pena que no hayamos ido todos!

––Es verdad. Si yo mandase, habríamos ido. Lydia, querida mía, no me gusta nada que te vayas tan lejos. ¿Tiene que ser así?

––¡Oh, Señor! Sí, no hay más remedio. Pero me gustará mucho. Tú, papá y mis hermanas tenéis que venir a vernos. Estaremos en Newcastle todo el invierno, y habrá seguramente algunos bailes; procuraré conseguir buenas parejas para todas.

––¡Eso es lo que más me gustaría! ––suspiró su madre.

––Y cuando regreséis, que se queden con nosotros una o dos de mis hermanas, y estoy segura de que les habré encontrado marido antes de que acabe el invierno:

––Te agradezco la intención ––repuso Elizabeth––, pero no me gusta mucho que digamos tu manera de conseguir marido.

Los invitados iban a estar en Longbourn diez días solamente. Wickham había recibido su destino antes de salir de Londres y tenía que incorporarse a su regimiento dentro de una quincena.

Nadie, excepto la señora Bennet, sentía que su estancia fuese tan corta. La mayor parte del tiempo se lo pasó en hacer visitas acompañada de su hija y en organizar fiestas en la casa. Las fiestas eran gratas a todos; evitar el círculo familiar era aún más deseable para los que pensaban que para los que no pensaban.

El cariño de Wickham por Lydia era exactamente tal como Elizabeth se lo había imaginado, y muy distinto que el de Lydia por él. No necesitó Elizabeth más que observar un poco a su hermana para darse cuenta de que la fuga había obedecido más al amor de ella por él que al de él por ella. Se habría extrañado de que Wickham se hubiera fugado con una mujer hacia la que no sentía ninguna atracción especial, si no hubiese tenido por cierto que la mala situación en que se encontraba le había impuesto aquella acción, y no era él hombre, en semejante caso, para rehuir la oportunidad de tener una compañera.

Lydia estaba loca por él; su «querido Wickham» no se la caía de la boca, era el hombre más perfecto del mundo y todo lo que hacía estaba bien hecho. Aseguraba que a primeros de septiembre Wickham mataría más pájaros que nadie de la comarca.

Una mañana, poco después de su llegada, mientras estaba sentada con sus hermanas mayores, Lydia le dijo a Elizabeth:

––Creo que todavía no te he contado cómo fue mi boda. No estabas presente cuando se la expliqué a mamá y a las otras. ¿No te interesa saberlo?

––Realmente, no ––contestó Elizabeth––; no deberías hablar mucho de ese asunto.

––¡Ay, qué rara eres! Pero quiero contártelo. Ya sabes que nos casamos en San Clemente, porque el alojamiento de Wickham pertenecía a esa parroquia. Habíamos acordado estar todos allí a las once. Mis tíos y yo teníamos que ir juntos y reunirnos con los demás en la iglesia. Bueno; llegó la mañana del lunes y yo estaba que no veía. ¿Sabes? ¡Tenía un miedo de que pasara algo que lo echase todo a perder, me habría vuelto loca! Mientras me vestí, mi tía me estuvo predicando dale que dale como si me estuviera leyendo un sermón. Pero yo no escuché ni la décima parte de sus palabras porque, como puedes suponer, pensaba en mi querido Wickham, y en si se pondría su traje azul para la boda.

»Bueno; desayunamos a las diez, como de costumbre. Yo creí que aquello no acabaría nunca, porque has de saber que los tíos estuvieron pesadísimos conmigo durante todo el tiempo que pasé con ellos. Créeme, no puse los pies fuera de casa en los quince días; ni una fiesta, ninguna excursión, ¡nada! La verdad es que Londres no estaba muy animado; pero el Little Theatre estaba abierto. En cuanto llegó el coche a la puerta, mi tío tuvo que atender a aquel horrible señor Stone para cierto asunto. Y ya sabes que en cuanto se encuentran, la cosa va para largo. Bueno, yo tenía tanto miedo que no sabía qué hacer, porque mi tío iba a ser el padrino, y si llegábamos después de la hora, ya no podríamos casarnos aquel día. Pero, afortunadamente, mi tío estuvo listo a los dos minutos y salimos para la iglesia. Pero después me acordé de que si tío Gardiner no hubiese podido ir a la boda, de todos modos no se habría suspendido, porque el señor Darcy podía haber ocupado su lugar.

¡El señor Darcy! ––repitió Elizabeth con total asombro.

¡Claro! Acompañaba a Wickham, ya sabes. Pero ¡ay de mí, se me había olvidado! No debí decirlo. Se lo prometí fielmente. ¿Qué dirá Wickham? ¡Era un secreto!

––Si era un secreto ––dijo Jane–– no digas ni una palabra más. Yo no quiero saberlo.

––Naturalmente ––añadió Elizabeth, a pesar de que se moría de curiosidad––, no te preguntaremos nada.

––Gracias ––dijo Lydia––, porque si me preguntáis, os lo contaría todo y Wickham se enfadaría.

Con semejante incentivo para sonsacarle, Elizabeth se abstuvo de hacerlo y para huir de la tentación se marchó.

Pero ignorar aquello era imposible o, por lo menos, lo era no tratar de informarse. Darcy había asistido a la boda de Lydia. Tanto el hecho como sus protagonistas parecían precisamente los menos indicados para que Darcy se mezclase con ellos. Por su cabeza cruzaron rápidas y confusas conjeturas sobre lo que aquello significaba, pero ninguna le pareció aceptable. Las que más le complacían, porque enaltecían a Darcy, eran aparentemente improbables. No podía soportar tal incertidumbre, por lo que se apresuró y cogió una hoja de papel para escribir una breve carta a su tía pidiéndole le aclarase lo que a Lydia se le había escapado, si era compatible con el secreto del asunto.

«Ya comprenderás ––añadía–– que necesito saber por qué una persona que no tiene nada que ver con nosotros y que propiamente hablando es un extraño para nuestra familia, ha estado con vosotros en ese momento. Te suplico que me contestes a vuelta de correo y me lo expliques, a no ser que haya poderosas razones que impongan el secreto que Lydia dice, en cuyo caso tendré que tratar de resignarme con la ignorancia.»

«Pero no lo haré», se dijo a sí misma al acabar la carta; «y querida tía, si no me lo cuentas, me veré obligada a recurrir a tretas y estratagemas para averiguarlo».

El delicado sentido del honor de Jane le impidió hablar a solas con Elizabeth de lo que a Lydia se le había escapado. Elizabeth se alegró, aunque de esta manera, si sus pesquisas daban resultado, no podría tener un confidente.





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Orgullo y prejuicio.Jane Austen - Página 2 Empty Re: Orgullo y prejuicio.Jane Austen

Mensaje por EURIDICE CANOVA Lun Sep 30, 2013 2:51 pm

CAPÍTULO LII



Elizabeth tuvo la satisfacción de recibir inmediata respuesta a su carta. Corrió con ella al sotillo, donde había menos probabilidades de que la molestaran, se sentó en un banco y se preparó a ser feliz, pues la extensión de la carta la convenció de que no contenía una negativa.

«Gracechurch Street, 8 de septiembre.

»Mi querida sobrina: Acabo de recibir tu carta y voy a dedicar toda la mañana a contestarla, pues creo que en pocas palabras no podré decirte lo mucho que tengo que contarte. Debo confesar que me sorprendió tu pregunta, pues no la esperaba de ti. No te enfades, sólo deseo que sepas que no creía que tales aclaraciones fueran necesarias por tu parte. Si no quieres entenderme, perdona mi impertinencia. Tu tío está tan sorprendido como yo, y sólo por la creencia de que eres parte interesada se ha permitido obrar como lo ha hecho. Pero por si efectivamente eres inocente y no sabes nada de nada, tendré que ser más explícita.

»El mismo día que llegué de Longbourn, tu tío había tenido una visita muy inesperada. El señor Darcy vino y estuvo encerrado con él varias horas. Cuando yo regresé, ya estaba todo arreglado; así que mi curiosidad no padeció tanto como la tuya. Darcy vino para decir a Gardiner que había descubierto el escondite de Wickham y tu hermana, y que les había visto y hablado a los dos: a Wickham varias veces, a tu hermana una solamente. Por lo que puedo deducir, Darcy se fue de Derbyshire al día siguiente de habernos ido nosotros y vino a Londres con la idea de buscarlos. El motivo que dio es que se reconocía culpable de que la infamia de Wickham no hubiese sido suficientemente conocida para impedir que una muchacha decente le amase o se confiara a él. Generosamente lo imputó todo a su ciego orgullo, diciendo que antes había juzgado indigno de él publicar sus asuntos privados. Su conducta hablaría por él. Por lo tanto creyó su deber intervenir y poner remedio a un mal que él mismo había ocasionado. Si tenía otro motivo, estoy segura de que no era deshonroso... Había pasado varios días en la capital sin poder dar con ellos, pero tenía una pista que podía guiarle y que era más importante que todas las nuestras y que, además, fue otra de las razones que le impulsaron a venir a vernos.

»Parece ser que hay una señora, una tal señora Younge, que tiempo atrás fue el aya de la señorita Darcy, y hubo que destituirla de su cargo por alguna causa censurable que él no nos dijo. Al separarse de la familia Darcy, la señora Younge tomó una casa grande en Edwards Street y desde entonces se ganó la vida alquilando habitaciones. Darcy sabía que esa señora Younge tenía estrechas relaciones con Wickham, y a ella acudió en busca de noticias de éste en cuanto llegó a la capital. Pero pasaron dos o tres días sin que pudiera obtener de dicha señora lo que necesitaba. Supongo que no quiso hablar hasta que le sobornaran, pues, en realidad, sabía desde el principio en dónde estaba su amigo. Wickham, en efecto, acudió a ella a su llegada a Londres, y si hubiese habido lugar en su casa, allí se habría alojado. Pero, al fin, nuestro buen amigo consiguió la dirección que buscaba. Estaban en la calle X. Vio a Wickham y luego quiso ver a Lydia. Nos confesó que su primer propósito era convencerla de que saliese de aquella desdichada situación y volviese al seno de su familia si se podía conseguir que la recibieran, y le ofreció su ayuda en todo lo que estuviera a su alcance. Pero encontró a Lydia absolutamente decidida a seguir tal como estaba. Su familia no le importaba un comino y rechazó la ayuda de Darcy; no quería oír hablar de abandonar a Wickham; estaba convencida de que se casarían alguna vez y le tenía sin cuidado saber cuándo. En vista de esto, Darcy pensó que lo único que había que hacer era facilitar y asegurar el matrimonio; en su primer diálogo con Wickham, vio que el matrimonio no entraba en los cálculos de éste. Wickham confesó que se había visto obligado a abandonar el regimiento debido a ciertas deudas de honor que le apremiaban; no tuvo el menor escrúpulo en echar la culpa a la locura de Lydia todas las desdichadas consecuencias de la huida. Dijo que renunciaría inmediatamente a su empleo, y en cuanto al porvenir, no sabía qué iba a ser de él; debía irse a alguna parte, pero no sabía dónde y reconoció que no tenía dónde caerse muerto.

»El señor Darcy le preguntó por qué no se había casado con tu hermana en el acto. Aunque el señor Bennet no debía de ser muy rico, algo podría hacer por él y su situación mejoraría con el matrimonio. Pero por la contestación que dio Wickham, Darcy comprendió que todavía acariciaba la esperanza de conseguir una fortuna más sólida casándose con otra muchacha en algún otro país; no obstante, y dadas las circunstancias en que se hallaba, no parecía muy reacio a la tentación de obtener una solución inmediata.

»Se entrevistaron repetidas veces porque había muchas cosas que discutir. Wickham, desde luego, necesitaba mucho más de lo que podía dársele, pero al fin se prestó a ser razonable.

»Cuando todo estuvo convenido entre ellos, lo primero que hizo el señor Darcy fue informar a tu tío, por lo cual vino a Gracechurch Street por vez primera, la tarde anterior a mi llegada. Pero no pudo ver a Gardiner. Darcy averiguó que tu padre seguía aún en nuestra casa, pero que iba a marcharse al día siguiente. No creyó que tu padre fuese persona más a propósito que tu tío para tratar del asunto, y entonces aplazó su visita hasta que tu padre se hubo ido. No dejó su nombre, y al otro día supimos únicamente que había venido un caballero por una cuestión de negocios.

»El sábado volvió. Tu padre se había marchado y tu tío estaba en casa. Como he dicho antes, hablaron largo rato los dos.

»El domingo volvieron a reunirse y entonces le vi yo también. Hasta el lunes no estuvo todo decidido, y entonces fue cuando se mandó al propio a Longbourn. Pero nuestro visitante se mostró muy obstinado; te aseguro, Elizabeth, que la obstinación es el verdadero defecto de su carácter. Le han acusado de muchas faltas en varias ocasiones, pero ésa es la única verdadera. Todo lo quiso hacer él por su cuenta, a pesar de que tu tío ––y no lo digo para que me lo agradezcas, así que te ruego no hables de ello–– lo habría arreglado todo al instante.

»Discutieron los dos mucho tiempo, mucho más de lo que merecían el caballero y la señorita en cuestión. Pero al cabo tu tío se vio obligado a ceder, y en lugar de permitirle que fuese útil a su sobrina, le redujo a aparentarlo únicamente, por más disgusto que esto le causara a tu tío. Así es que me figuro que tu carta de esta mañana le ha proporcionado un gran placer al darle la oportunidad de confesar la verdad y quitarse los méritos que se deben a otro. Pero te suplico que no lo divulgues y que, como máximo, no se lo digas más que a Jane.

»Me imagino que sabrás lo que se ha hecho por esos jóvenes. Se han pagado las deudas de Wickham, que ascienden, según creo, a muchísimo más de mil libras; se han fijado otras mil para aumentar la dote de Lydia, y se le ha conseguido a él un empleo. Según Darcy, las razones por las cuales ha hecho todo esto son unicamente las que te he dicho antes: por su reserva no se supo quién era Wickham y se le recibió y consideró de modo que no merecía. Puede que haya algo de verdad en esto, aunque yo no dudo que ni la reserva de Darcy ni la de nadie tenga nada que ver en el asunto. Pero a pesar de sus bonitas palabras, mi querida Elizabeth, puedes estar segura de que tu tío jamás habría cedido a no haberle creído movido por otro interés.

»Cuando todo estuvo resuelto, el señor Darcy regresó junto a sus amigos que seguían en Pemberley, pero prometió volver a Londres para la boda y para liquidar las gestiones monetarias.

»Creo que ya te lo he contado todo. Si es cierto lo que dices, este relato te habrá de sorprender muchísimo, pero me figuro que no te disgustará. Lydia vino a casa y Wickham tuvo constante acceso a ella. El era el mismo que conocí en Hertfordshire, pero no te diría lo mucho que me desagradó la conducta de Lydia durante su permanencia en nuestra casa, si no fuera porque la carta de Jane del miércoles me dio a entender que al llegar a Longbourn se portó exactamente igual, por lo que no habrá de extrañarte lo que ahora cuento. Le hablé muchas veces con toda seriedad haciéndole ver la desgracia que había acarreado a su familia, pero si me oyó sería por casualidad, porque estoy convencida de que ni siquiera me escuchaba. Hubo veces en que llegó a irritarme; pero me acordaba de mis queridas Elizabeth y Jane y me revestía de paciencia.

»El señor Darcy volvió puntualmente y, como Lydia os dijo, asistió a la boda. Comió con nosotros al día siguiente. Se disponía a salir de Londres el miércoles o el jueves. ¿Te enojarás conmigo, querida Lizzy, si aprovecho esta oportunidad para decirte lo que nunca me habría atrevido a decirte antes, y es lo mucho que me gusta Darcy? Su conducta con nosotros ha sido tan agradable en todo como cuando estábamos en Derbyshire. Su inteligencia, sus opiniones, todo me agrada. No le falta más que un poco de viveza, y eso si se casa juiciosamente, su mujer se lo enseñará. Me parece que disimula muy bien; apenas pronunció tu nombre. Pero se ve que el disimulo está de moda.

»Te ruego que me perdones si he estado muy suspicaz, o por lo menos no me castigues hasta el punto de excluirme de Pemberley. No seré feliz del todo hasta que no haya dado la vuelta completa a la finca. Un faetón bajo con un buen par de jacas sería lo ideal.

»No puedo escribirte más. Los niños me están llamando desde hace media hora.

»Tuya afectísima,

M. Gardiner.»

El contenido de esta carta dejó a Elizabeth en una conmoción en la que no se podía determinar si tomaba mayor parte el placer o la pena. Las vagas sospechas que en su incertidumbre sobre el papel de Darcy en la boda de su hermana había concebido, sin osar alentarlas porque implicaban alardes de bondad demasiado grandes para ser posibles, y temiendo que fueran ciertas por la humillación que la gratitud impondría, quedaban, pues, confirmadas. Darcy había ido detrás de ellos expresamente, había asumido toda la molestia y mortificación inherentes a aquella búsqueda, imploró a una mujer a la que debía detestar y se vio obligado a tratar con frecuencia, a persuadir y a la postre sobornar, al hombre que más deseaba evitar y cuyo solo nombre le horrorizaba pronunciar. Todo lo había hecho para salvar a una muchacha que nada debía de importarle y por quien no podía sentir ninguna estimación. El corazón le decía a Elizabeth que lo había hecho por ella, pero otras consideraciones reprimían esta esperanza y pronto se dio cuenta de que halagaba su vanidad al pretender explicar el hecho de esa manera, pues Darcy no podía sentir ningún afecto por una mujer que le había rechazado y, si lo sentía, no sería capaz de sobreponerse a un sentimiento tan natural como el de emparentar con Wickham. ¡Darcy, cuñado de Wickham! El más elemental orgullo tenía que rebelarse contra ese vínculo. Verdad es que Darcy había hecho tanto que Elizabeth estaba confundida, pero dio una razón muy verosímil. No era ningún disparate pensar que Darcy creyese haber obrado mal; era generoso y tenía medios para demostrarlo, y aunque Elizabeth se resistía a admitir que hubiese sido ella el móvil principal, cabía suponer que un resto de interés por ella había contribuido a sus gestiones en un asunto que comprometía la paz de su espíritu. Era muy penoso quedar obligados de tal forma a una persona a la que nunca podrían pagar lo que había hecho. Le debían la salvación y la reputación de Lydia. ¡Cuánto le dolieron a Elizabeth su ingratitud y las insolentes palabras que le había dirigido! Estaba avergonzada de sí misma, pero orgullosa de él, orgullosa de que se hubiera portado tan compasivo y noblemente. Leyó una y otra vez los elogios que le tributaba su tía, y aunque no le parecieron suficientes, le complacieron. Le daba un gran placer, aunque también la entristecía pensar que sus tíos creían que entre Darcy y ella subsistía afecto y confianza.

Se levantó de su asiento y salió de su meditación al notar que alguien se aproximaba; y antes de que pudiera alcanzar otro sendero, Wickham la abordó.

––Temo interrumpir tu solitario paseo, querida hermana ––le dijo poniéndose a su lado.

––Así es, en efecto ––replicó con una sonrisa––, pero no quiere decir que la interrupción me moleste.

––Sentiría molestarte. Nosotros hemos sido siempre buenos amigos. Y ahora somos algo más.

––Cierto. ¿Y los demás, han salido?

––No sé. La señora Bennet y Lydia se han ido en coche a Meryton. Me han dicho tus tíos, querida hermana, que has estado en Pemberley.

Elizabeth contestó afirmativamente.

––Te envidio ese placer, y si me fuera posible pasaría por allí de camino a Newcastle. Supongo que verías a la anciana ama de llaves. ¡Pobre señora Reynolds! ¡Cuánto me quería! Pero me figuro que no me nombraría delante de vosotros.

––Sí, te nombró.

––¿Y qué dijo?

––Que habías entrado en el ejército y que andabas en malos pasos. Ya sabes que a tanta distancia las cosas se desfiguran.

––Claro ––contestó él mordiéndose los labios.

Elizabeth creyó haberle callado, pero Wickham dijo en seguida:

Me sorprendió ver a Darcy el mes pasado en la capital. Nos encontramos varias veces. Me gustaría saber qué estaba haciendo en Londres.

––Puede que preparase su matrimonio con la señorita de Bourgh ––dijo Elizabeth––. Debe de ser algo especial para que esté en Londres en esta época del año.

––Indudablemente. ¿Le viste cuando estuviste en Lambton? Creo que los Gardiner me dijeron que sí.

––Efectivamente; nos presentó a su hermana.

––¿Y te gustó?

––Muchísimo.

––Es verdad que he oído decir que en estos dos últimos años ha mejorado extraordinariamente. La última vez que la vi no prometía mucho. Me alegro de que te gustase. Espero que le vaya bien.

––Le irá bien. Ha pasado ya la edad más difícil.

––¿Pasaste por el pueblo de Kimpton?

––No me acuerdo.

––Te lo digo, porque ésa es la rectoría que debía haber tenido yo. ¡Es un lugar delicioso! ¡Y qué casa parroquial tan excelente tiene! Me habría convenido desde todos los puntos de vista.

––¿Te habría gustado componer sermones?

––Muchísimo. Lo habría tomado como una parte de mis obligaciones y pronto no me habría costado ningún esfuerzo. No puedo quejarme, pero no hay duda de que eso habría sido lo mejor para mí. La quietud y el retiro de semejante vida habrían colmado todos mis anhelos. ¡Pero no pudo ser! ¿Le oíste a Darcy mencionar ese tema cuando estuviste en Kent?

––Supe de fuentes fidedignas que la parroquia se te legó sólo condicionalmente y a la voluntad del actual señor de Pemberley.

––¿Eso te ha dicho? Sí, algo de eso había; así te lo conté la primera vez, ¿te acuerdas?

––También oí decir que hubo un tiempo en que el componer sermones no te parecía tan agradable como ahora, que entonces declaraste tu intención de no ordenarte nunca, y que el asunto se liquidó de acuerdo contigo.

––Sí, es cierto. Debes recordar lo que te dije acerca de eso cuando hablamos de ello la primera vez.

Estaba ya casi a la puerta de la casa, pues Elizabeth había seguido paseando para quitárselo de encima. Por consideración a su hermana no quiso provocarle y sólo le dijo con una sonrisa:

––Vamos, Wickham; somos hermanos. No discutamos por el pasado. Espero que de ahora en adelante no tengamos por qué discutir.

Le dio la mano y él se la besó con afectuosa galantería, aunque no sabía qué cara poner, y entraron en la casa.

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Mensaje por EURIDICE CANOVA Lun Sep 30, 2013 2:52 pm

CAPÍTULO LIII



Wickham quedó tan escarmentado con aquella conversación que nunca volvió a exponerse, ni a provocar a su querida hermana Elizabeth a reanudarla. Y ella se alegró de haber dicho lo suficiente para que no mencionase el tema más.

Llegó el día de la partida del joven matrimonio, y la señora Bennet se vio forzada a una separación que al parecer iba a durar un año, por lo menos, ya que de ningún modo entraba en los cálculos del señor Bennet el que fuesen todos a Newcastle.

––¡Oh, señor! ¡No lo sé! ¡Acaso tardaremos dos o tres años!

––Escríbeme muy a menudo, querida.

––Tan a menudo como pueda. Pero ya sabes que las mujeres casadas no disponemos de mucho tiempo para escribir. Mis hermanas sí podrán escribirme; no tendrán otra cosa que hacer.

El adiós de Wickham fue mucho más cariñoso que el de su mujer. Sonrió, estuvo muy agradable y dijo cosas encantadoras.

––Es un joven muy fino ––dijo el señor Bennet en cuanto se habían ido––; no he visto nunca otro igual. Es una máquina de sonrisas y nos hace la pelota a todos. Estoy orgullosísimo de él. Desafío al mismo sir William Lucas a que consiga un yerno más valioso.

La pérdida de su hija sumió en la tristeza a la señora Bennet por varios días.

––Muchas veces pienso ––decía–– que no hay nada peor que separarse de las personas queridas. ¡Se queda una tan desamparada sin ellas!

––Pues ya ves, ésa es una consecuencia de casar a las hijas ––observó Elizabeth––. Te hará más feliz que las otras cuatro sigamos solteras.

No es eso. Lydia no me abandona porque se haya casado, sino porque el regimiento de su marido está lejos. Si hubiera estado más cerca, no se habría marchado tan pronto.

Pero el desaliento que este suceso le causó se alivió en seguida y su mente empezó a funcionar de nuevo con gran agitación ante la serie de noticias que circulaban por aquel entonces. El ama de llaves de Netherfield había recibido órdenes de preparar la llegada de su amo que iba a tener lugar dentro de dos o tres días, para dedicarse a la caza durante unas semanas. La señora Bennet estaba nerviosísima. Miraba a Jane y sonreía y sacudía la cabeza alternativamente.

––Bueno, bueno, ¿conque viene el señor Bingley, hermana? ––pues fue la señora Philips la primera en darle la noticia––. Pues mejor. Aunque no me importa. Tú sabes que nada tenemos que ver con él y que no quiero volver a verlo. Si quiere venir a Netherfield, que venga. ¿Y quién sabe lo que puede pasar? Pero no nos importa. Ya sabes que hace tiempo acordamos no volver a decir palabra de esto. ¿Es cierto que viene?

––Puedes estar segura ––respondió la otra––, porque la señora Nicholls estuvo en Meryton ayer tarde; la vi pasar y salí dispuesta a saber la verdad; ella me dijo que sí, que su amo llegaba. Vendrá el jueves a más tardar; puede que llegue el miércoles. La señora Nicholls me dijo que iba a la carnicería a encargar carne para el miércoles y llevaba tres pares de patos listos para matar.

Al saber la noticia, Jane mudó de color. Hacía meses que entre ella y Elizabeth no se hablaba de Bingley, pero ahora en cuanto estuvieron solas le dijo:

––He notado, Elizabeth, que cuando mi tía comentaba la noticia del día, me estabas mirando. Ya sé que pareció que me dio apuro, pero no te figures que era por alguna tontería. Me quedé confusa un momento porque me di cuenta de que me estaríais observando. Te aseguro que la noticia no me da tristeza ni gusto. De una cosa me alegro: de que viene solo, porque así lo veremos menos. No es que tenga miedo por mí, pero temo los comentarios de la gente.

Elizabeth no sabía qué pensar. Si no le hubiera visto en Derbyshire, habría podido creer que venía tan sólo por el citado motivo, pero no dudaba de que aún amaba a Jane, y hasta se arriesgaba a pensar que venía con la aprobación de su amigo o que se había atrevido incluso a venir sin ella.

«Es duro ––pensaba a veces–– que este pobre hombre no pueda venir a una casa que ha alquilado legalmente sin levantar todas estas cábalas. Yo le dejaré en paz.»

A pesar de lo que su hermana decía y creía de buena fe, Elizabeth pudo notar que la expectativa de la llegada de Bingley le afectaba. Estaba distinta y más turbada que de costumbre.

El tema del que habían discutido sus padres acaloradamente hacía un año, surgió ahora de nuevo. ––Querido mío, supongo que en cuanto llegue el señor Bingley irás a visitarle.

––No y no. Me obligaste a hacerlo el año pasado, prometiéndome que se iba a casar con una de mis hijas. Pero todo acabó en agua de borrajas, y no quiero volver a hacer semejante paripé como un tonto.

Su mujer le observó lo absolutamente necesaria que sería aquella atención por parte de todos los señores de la vecindad en cuanto Bingley llegase a Netherfield.

––Es una etiqueta que me revienta ––repuso el señor Bennet––. Si quiere nuestra compañía, que la busque; ya sabe dónde vivimos. No puedo perder el tiempo corriendo detrás de los vecinos cada vez que se van y vuelven.

––Bueno, será muy feo que no le visites; pero eso no me impedirá invitarle a comer. Vamos a tener en breve a la mesa a la señora Long y a los Goulding, y como contándonos a nosotros seremos trece, habrá justamente un lugar para él.

Consolada con esta decisión, quedó perfectamente dispuesta a soportar la descortesía de su esposo, aunque le molestara enormemente que, con tal motivo, todos los vecinos viesen a Bingley antes que ellos. Al acercarse el día de la llegada, Jane dijo:

––A pesar de todo, empiezo a sentir que venga. No me importaría nada y le veré con la mayor indiferencia, pero no puedo resistir oír hablar de él perpetuamente. Mi madre lo hace con la mejor intención, pero no sabe, ni sabe nadie, el sufrimiento que me causa. No seré feliz hasta que Bingley se haya ido de Netherfield.

––Querría decirte algo para consolarte ––contestó Elizabeth––, pero no puedo. Debes comprenderlo. Y la normal satisfacción de recomendar paciencia a los que sufren me está vedada porque a ti nunca te falta.

Bingley llegó. La señora Bennet trató de obtener con ayuda de las criadas las primeras noticias, para aumentar la ansiedad y el mal humor que la consumían. Contaba los días que debían transcurrir para invitarle, ya que no abrigaba esperanzas de verlo antes. Pero a la tercera mañana de la llegada de Bingley al condado, desde la ventana de su vestidor le vio que entraba por la verja a caballo y se dirigía hacia la casa.

Llamó al punto a sus hijas para que compartieran su gozo. Jane se negó a dejar su lugar junto a la mesa. Pero Elizabeth, para complacer a su madre, se acercó a la ventana, miró y vio que Bingley entraba con Darcy, y se volvió a sentar al lado de su hermana.

––Mamá, viene otro caballero con él ––dijo Catherine––. ¿Quién será?

––Supongo que algún conocido suyo, querida; no le conozco.

––¡Oh! –– exclamó Catherine––. Parece aquel señor que antes estaba con él. El señor... ¿cómo se llama? Aquel señor alto y orgulloso.

––¡Santo Dios! ¿El señor Darcy? Pues sí, es él. Bueno; cualquier amigo del señor Bingley será siempre bienvenido a esta casa; si no fuera por eso... No puedo verle ni en pintura.

Jane miró a Elizabeth con asombro e interés. Sabía muy poco de su encuentro en Derbyshire y, por consiguiente, comprendía el horror que había de causarle a su hermana ver a Darcy casi por primera vez después de la carta aclaratoria. Las dos hermanas estaban bastante intranquilas; cada una sufría por la otra, y como es natural, por sí misma. Entretanto la madre seguía perorando sobre su odio a Darcy y sobre su decisión de estar cortés con él sólo por consideración a Bingley. Ninguna de las chicas la escuchaba. Elizabeth estaba inquieta por algo que Jane no podía sospechar, pues nunca se había atrevido a mostrarle la carta de la señora Gardiner, ni a revelarle el cambio de sus sentimientos por Darcy. Para Jane, Darcy no era más que el hombre cuyas proposiciones había rechazado Elizabeth y cuyos méritos menospreciaba. Pero para Elizabeth, Darcy era el hombre a quien su familia debía el mayor de los favores, y a quien ella miraba con un interés, si no tan tierno, por lo menos tan razonable y justo como el que Jane sentía por Bingley. Su asombro ante la venida de Darcy a Netherfield, a Longbourn, buscándola de nuevo voluntariamente, era casi igual al que experimentó al verlo tan cambiado en Derbyshire.

El color, que había desaparecido de su semblante, acudió en seguida violentamente a sus mejillas, y una sonrisa de placer dio brillo a sus ojos al pensar que el cariño y los deseos de Darcy seguían siendo los mismos. Pero no quería darlo por seguro.

«Primero veré cómo se comporta ––se dijo–– y luego Dios dirá si puedo tener esperanzas.»

Se puso a trabajar atentamente y se esforzó por mantener la calma. No osaba levantar los ojos, hasta que su creciente curiosidad le hizo mirar a su hermana cuando la criada fue a abrir la puerta. Jane estaba más pálida que de costumbre, pero más sosegada de lo que Elizabeth hubiese creído. Cuando entraron los dos caballeros, enrojeció, pero los recibió con bastante tranquilidad, y sin dar ninguna muestra de resentimiento ni de innecesaria complacencia.

Elizabeth habló a los dos jóvenes lo menos que la educación permitía, y se dedicó a bordar con más aplicación que nunca. Sólo se aventuró a dirigir una mirada a Darcy. Éste estaba tan serio como siempre, y a ella se le antojó que se parecía más al Darcy que había conocido en Hertfordshire que al que había visto en Pemberley. Pero quizá en presencia de su madre no se sentía igual que en presencia de sus tíos. Era una suposición dolorosa, pero no improbable.

Miró también un instante a Bingley, y le pareció que estaba contento y cohibido a la vez. La señora Bennet le recibió con unos aspavientos que dejaron avergonzadas a sus dos hijas, especialmente por el contraste con su fría y ceremoniosa manera de saludar y tratar a Darcy.

Particularmente Elizabeth, sabiendo que su madre le debía a Darcy la salvación de su hija predilecta de tan irremediable infamia, se entristeció profundamente por aquella grosería.

Darcy preguntó cómo estaban los señores Gardiner, y Elizabeth le contestó con cierta turbación. Después, apenas dijo nada. No estaba sentado al lado de Elizabeth, y acaso se debía a esto su silencio; pero no estaba así en Derbyshire. Allí, cuando no podía hablarle a ella hablaba con sus amigos; pero ahora pasaron varios minutos sin que se le oyera la voz, y cuando Elizabeth, incapaz de contener su curiosidad, alzaba la vista hacia él, le encontraba con más frecuencia mirando a Jane que a ella, y a menudo mirando sólo al suelo. Parecía más pensativo y menos deseoso de agradar que en su último encuentro. Elizabeth estaba decepcionada y disgustada consigo misma por ello.

«¿Cómo pude imaginarme que estuviese de otro modo? se decía––. Ni siquiera sé por qué ha venido aquí.»

No tenía humor para hablar con nadie más que con él, pero le faltaba valor para dirigirle la palabra. Le preguntó por su hermana, pero ya no supo más qué decirle.

––Mucho tiempo ha pasado, señor Bingley, desde que se fue usted ––dijo la señora Bennet. ––Efectivamente ––dijo Bingley.

––Empezaba a temer ––continuó ella–– que ya no volvería. La gente dice que por San Miguel piensa usted abandonar esta comarca; pero espero que no sea cierto. Han ocurrido muchas cosas en la vecindad desde que usted se fue; la señorita Lucas se casó y está establecida en Hunsford, y también se casó una de mis hijas. Supongo que lo habrá usted sabido, seguramente lo habrá leído en los periódicos. Salió en el Times y en el Courrier, sólo que no estaba bien redactado. Decía solamente: «El caballero George Wickham contrajo matrimonio con la señorita Lydia Bennet», sin mencionar a su padre ni decir dónde vivía la novia ni nada. La gacetilla debió de ser obra de mi hermano Gardiner, y no comprendo cómo pudo hacer una cosa tan desabrida. ¿Lo vio usted?

Bingley respondió que sí y la felicitó. Elizabeth no se atrevía a levantar los ojos y no pudo ver qué cara ponía Darcy.

––Es delicioso tener una hija bien casada ––siguió diciendo––, pero al mismo tiempo, señor Bingley, es muy duro que se me haya ido tan lejos. Se han trasladado a Newcastle, que cae muy al Norte, según creo, y allí estarán no sé cuánto tiempo. El regimiento de mi yerno está destinado allí, porque habrán usted oído decir que ha dejado la guarnición del condado y que se ha pasado a los regulares. Gracias a Dios tiene todavía algunos amigos, aunque quizá no tantos como merece.

Elizabeth, sabiendo que esto iba dirigido a Darcy, sintió tanta vergüenza que apenas podía sostenerse en la silla. Sin embargo, hizo un supremo esfuerzo para hablar y preguntó a Bingley si pensaba permanecer mucho tiempo en el campo. El respondió que unas semanas.

––Cuando haya matado usted todos sus pájaros, señor Bingley ––dijo la señora Bennet––, venga y mate todos los que quiera en la propiedad de mi esposo. Estoy segura que tendrá mucho gusto en ello y de que le reservará sus mejores nidadas.

El malestar de Elizabeth aumentó con tan innecesaria y oficiosa atención. No le cabía la menor duda de que todas aquellas ilusiones que renacían después de un año acabarían otra vez del mismo modo. Pensó que años enteros de felicidad no podrían compensarle a ella y a Jane de aquellos momentos de penosa confusión.

«No deseo más que una cosa ––se dijo––, y es no volver a ver a ninguno de estos dos hombres. Todo el placer que pueda proporcionar su compañía no basta para compensar esta vergüenza. ¡Ojalá no tuviera que volver a encontrármelos nunca!»

Pero aquella desdicha que no podrían compensar años enteros de felicidad, se atenuó poco después al observar que la belleza de su hermana volvía a despertar la admiración de su antiguo enamorado. Al principio Bingley habló muy poco con Jane, pero a cada instante parecía más prendado de ella. La encontraba tan hermosa como el año anterior, tan sensible y tan afable, aunque no tan habladora. Jane deseaba que no se le notase ninguna variación y creía que hablaba como siempre, pero su mente estaba tan ocupada que a veces no se daba cuenta de su silencio.

Cuando los caballeros se levantaron para irse, la señora Bennet no olvidó su proyectada invitación. Los dos jóvenes aceptaron y se acordó que cenarían en Longbourn dentro de pocos días.

––Me debía una visita, señor Bingley añadió la señora Bennet––, pues cuando se fue usted a la capital el último invierno, me prometió comer en familia con nosotros en cuanto regresara. Ya ve que no lo he olvidado. Estaba muy disgustada porque no volvió usted para cumplir su compromiso.

Bingley pareció un poco desconcertado por esa reflexión, y dijo que lo sentía mucho, pero que sus asuntos le habían retenido. Darcy y él se marcharon.

La señora Bennet había estado a punto de invitarles a comer aquel mismo día, pero a pesar de que siempre se comía bien en su casa, no creía que dos platos fuesen de ningún modo suficientes para un hombre que le inspiraba tan ambiciosos proyectos, ni para satisfacer el apetito y el orgullo de otro que tenía diez mil libras al año de renta.

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Orgullo y prejuicio.Jane Austen - Página 2 Empty Re: Orgullo y prejuicio.Jane Austen

Mensaje por EURIDICE CANOVA Lun Sep 30, 2013 2:53 pm

CAPÍTULO LIV



En cuanto se marcharon, Elizabeth salió a pasear para recobrar el ánimo o, mejor dicho, para meditar la causa que le había hecho perderlo. La conducta de Darcy la tenía asombrada y enojada. ¿Por qué vino ––se decía–– para estar en silencio, serio e indiferente?»

No podía explicárselo de modo satisfactorio.

«Si pudo estar amable y complaciente con mis tíos en Londres, ¿por qué no conmigo? Si me temía, ¿por qué vino? Y si ya no le importo nada, ¿por qué estuvo tan callado? ¡Qué hombre más irritante! No quiero pensar más en él.»

Involuntariamente mantuvo esta resolución durante un rato, porque se le acercó su hermana, cuyo alegre aspecto demostraba que estaba más satisfecha de la visita que ella.

––Ahora ––le dijo––, pasado este primer encuentro, me siento completamente tranquila. Sé que soy fuerte y que ya no me azoraré delante de él. Me alegro de que venga a comer el martes, porque así se verá que nos tratamos simplemente como amigos indiferentes.

––Sí, muy indiferentes ––contestó Elizabeth riéndose––. ¡Oh, Jane! ¡Ten cuidado!

––Lizzy, querida, no vas a creer que soy tan débil como para correr ningún peligro.

––Creo que estás en uno muy grande, porque él te ama como siempre.

No volvieron a ver a Bingley hasta el martes, y, entretanto, la señora Bennet se entregó a todos los venturosos planes que la alegría y la constante dulzura del caballero habían hecho revivir en media hora de visita. El martes se congregó en Longbourn un numeroso grupo de gente y los señores que con más ansias eran esperados llegaron con toda puntualidad. Cuando entraron en el comedor, Elizabeth observó atentamente a Bingley para ver si ocupaba el lugar que siempre le había tocado en anteriores comidas al lado de su hermana; su prudente madre, pensando lo mismo, se guardó mucho de invitarle a que tomase asiento a su lado. Bingley pareció dudar, pero Jane acertó a mirar sonriente a su alrededor y la cosa quedó decidida: Bingley se sentó al lado de Jane.

Elizabeth, con triunfal satisfacción, miró a Darcy. Éste sostuvo la mirada con noble indiferencia, Elizabeth habría imaginado que Bingley había obtenido ya permiso de su amigo para disfrutar de su felicidad si no hubiese sorprendido los ojos de éste vueltos también hacia Darcy, con una expresión risueña, pero de alarma.

La conducta de Bingley con Jane durante la comida reveló la admiración que sentía por ella, y aunque era más circunspecta que antes, Elizabeth se quedó convencida de que si sólo dependiese de él, su dicha y la de Jane quedaría pronto asegurada. A pesar de que no se atrevía a confiar en el resultado, Elizabeth se quedó muy satisfecha y se sintió todo lo animada que su mal humor le permitía. Darcy estaba al otro lado de la mesa, sentado al lado de la señora Bennet, y Elizabeth comprendía lo poco grata que les era a los dos semejante colocación, y lo poco ventajosa que resultaba para nadie. No estaba lo bastante cerca para oír lo que decían, pero pudo observar que casi no se hablaban y lo fríos y ceremoniosos que eran sus modales cuando lo hacían. Esta antipatía de su madre por Darcy le hizo más penoso a Elizabeth el recuerdo de lo que todos le debían, y había momentos en que habría dado cualquier cosa por poder decir que su bondad no era desconocida ni inapreciada por toda la familia.

Esperaba que la tarde le daría oportunidad de estar al lado de Darcy y que no acabaría la visita sin poder cambiar con él algo más que el sencillo saludo de la llegada. Estaba tan ansiosa y desasosegada que mientras esperaba en el salón la entrada de los caballeros, su desazón casi la puso de mal talante. De la presencia de Darcy dependía para ella toda esperanza de placer en aquella tarde.

«Si no se dirige hacia mí ––se decía–– me daré por vencida.»

Entraron los caballeros y pareció que Darcy iba a hacer lo que ella anhelaba; pero desgraciadamente las señoras se habían agrupado alrededor de la mesa en donde la señora Bennet preparaba el té y Elizabeth servía el café, estaban todas tan apiñadas que no quedaba ningún sito libre a su lado ni lugar para otra silla. Al acercarse los caballeros, una de las muchachas se aproximó a Elizabeth y le dijo al oído:

––Los hombres no vendrán a separarnos; ya lo tengo decidido; no nos hacen ninguna falta, ¿no es cierto?

Darcy entonces se fue a otro lado de la estancia. Elizabeth le seguía con la vista y envidiaba a todos con quienes conversaba; apenas tenía paciencia para servir el café, y llegó a ponerse furiosa consigo misma por ser tan tonta.

«¡Un hombre al que he rechazado! Loca debo estar si espero que renazca su amor. No hay un solo hombre que no se rebelase contra la debilidad que supondría una segunda declaración a la misma mujer. No hay indignidad mayor para ellos.»

Se reanimó un poco al ver que Darcy venía a devolverle la taza de café, y ella aprovechó la oportunidad para preguntarle:

––¿Sigue su hermana en Pemberley?

––Sí, estará allí hasta las Navidades.

––¿Y está sola? ¿Se han ido ya todos sus amigos?

––Sólo la acompaña la señora Annesley; los demás se han ido a Scarborough a pasar estas tres semanas.

A Elizabeth no se le ocurrió más que decir, pero si él hubiese querido hablar, ¡con qué placer le habría contestado! No obstante, se quedó a su lado unos minutos, en silencio, hasta que la muchacha de antes se puso a cuchichear con Elizabeth, y entonces él se retiró.

Una vez quitado el servicio de té y puestas las mesas de juego, se levantaron todas las señoras. Elizabeth creyó entonces que podría estar con él, pero sus esperanzas rodaron por el suelo cuando vio que su madre se apoderaba de Darcy y le obligaba a sentarse a su mesa de whist. Elizabeth renunció ya a todas sus ilusiones. Toda la tarde estuvieron confinados en mesas diferentes, pero los ojos de Darcy se volvían tan a menudo donde ella estaba, que tanto el uno como el otro perdieron todas las partidas.

La señora Bennet había proyectado que los dos caballeros de Netherfield se quedaran a cenar, pero fueron los primeros en pedir su coche y no hubo manera de retenerlos.

––Bueno, niñas ––dijo la madre en cuanto se hubieron ido todos––, ¿qué me decís? A mi modo de ver todo ha ido hoy a pedir de boca. La comida ha estado tan bien presentada como las mejores que he visto; el venado asado, en su punto, y todo el mundo dijo que las ancas eran estupendas; la sopa, cincuenta veces mejor que la que nos sirvieron la semana pasada en casa de los Lucas; y hasta el señor Darcy reconoció que las perdices estaban muy bien hechas, y eso que él debe de tener dos o tres cocineros franceses. Y, por otra parte, Jane querida, nunca estuviste más guapa que esta tarde; la señora Long lo afirmó cuando yo le pregunté su parecer. Y ¿qué crees que me dijo, además? «¡Oh, señora Bennet, por fin la tendremos en Netherfield!» Así lo dijo. Opino que la señora Long es la mejor persona del mundo, y sus sobrinas son unas muchachas muy bien educadas y no son feas del todo; me gustan mucho.

Total que la señora Bennet estaba de magnífico humor. Se había fijado lo bastante en la conducta de Bingley para con Jane para convencerse de que al fin lo iba a conseguir. Estaba tan excitada y sus fantasías sobre el gran porvenir que esperaba a su familia fueron tan lejos de lo razonable, que se disgustó muchísimo al ver que Bingley no se presentaba al día siguiente para declararse.

––Ha sido un día muy agradable ––dijo Jane a Elizabeth––. ¡Qué selecta y qué cordial fue la fiesta! Espero que se repita.

Elizabeth se sonrió.

––No te rías. Me duele que seas así, Lizzy. Te aseguro que ahora he aprendido a disfrutar de su conversación y que no veo en él más que un muchacho inteligente y amable. Me encanta su proceder y no me importa que jamás haya pensado en mí. Sólo encuentro que su trato es dulce y más atento que el de ningún otro hombre.

––¡Eres cruel! ––contestó su hermana––. No me dejas sonreír y me estás provocando a hacerlo a cada momento.

––¡Qué difícil es que te crean en algunos casos!

––¡Y qué imposible en otros!

––¿Por qué te empeñas en convencerme de que siento más de lo que confieso?

––No sabría qué contestarte. A todos nos gusta dar lecciones, pero sólo enseñamos lo que no merece la pena saber. Perdóname, pero si persistes en tu indiferencia, es mejor que yo no sea tu confidente.
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Orgullo y prejuicio.Jane Austen - Página 2 Empty Re: Orgullo y prejuicio.Jane Austen

Mensaje por EURIDICE CANOVA Lun Sep 30, 2013 2:53 pm

CAPÍTULO LV



Pocos días después de aquella visita, Bingley volvió a Longbourn, solo. Su amigo se había ido a Londres por la mañana, pero iba a regresar dentro de diez días. Pasó con ellas una hora, y estuvo de excelente humor. La señora Bennet le invitó a comer, Bingley dijo que lo sentía, pero que estaba convidado en otro sitio.

––La próxima vez que venga ––repuso la señora Bennet–– espero que tengamos más suerte.

––Tendré mucho gusto ––respondió Bingley. Y añadió que, si se lo permitían, aprovecharía cualquier oportunidad para visitarles.

––¿Puede usted venir mañana?

Bingley dijo que sí, pues no tenía ningún compromiso para el día siguiente.

Llegó tan temprano que ninguna de las señoras estaba vestida, La señora Bennet corrió al cuarto de sus hijas, en bata y a medio peinar, exclamando:

––¡Jane, querida, date prisa y ve abajo! ¡Ha venido el señor Bingley! Es él, sin duda. ¡Ven, Sara! Anda en seguida a ayudar a vestirse a la señorita Jane. No te preocupes del peinado de la señorita Elizabeth.

––Bajaremos en cuanto podamos ––dijo Jane––, pero me parece que Catherine está más adelantada que nosotras, porque subió hace media hora.

––¡Mira con lo que sales! ¿Qué tiene que ver en esto Catherine? Tú eres la que debe bajar en seguida. ¿Dónde está tu corsé?

Pero cuando su madre había salido, Jane no quiso bajar sin alguna de sus hermanas.

Por la tarde, la madre volvió a intentar que Bingley se quedara a solas con Jane. Después del té, el señor Bennet se retiró a su biblioteca como de costumbre, y Mary subió a tocar el piano. Habiendo desaparecido dos de los cinco obstáculos, la señora Bennet se puso a mirar y a hacer señas y guiños a Elizabeth y a Catherine sin que ellas lo notaran. Catherine lo advirtió antes que Elizabeth y preguntó con toda inocencia:

––¿Qué pasa, mamá? ¿Por qué me haces señas? ¿Qué quieres que haga?

––Nada, niña, nada. No te hacía ninguna seña.

Siguió sentada cinco minutos más, pero era incapaz de desperdiciar una ocasión tan preciosa. Se levantó de pronto y le dijo a Catherine:

––Ven, cariño. Tengo que hablar contigo.

Y se la llevó de la habitación. Jane miró al instante a Elizabeth denotando su pesar por aquella salida tan premeditada y pidiéndole que no se fuera.

Pero a los pocos minutos la señora Bennet abrió la puerta y le dijo a Elizabeth:

––Ven, querida. Tengo que hablarte.

Elizabeth no tuvo más remedio que salir.

––Dejémoslos solos, ¿entiendes? ––le dijo su madre en el vestíbulo––. Catherine y yo nos vamos arriba a mi cuarto.

Elizabeth no se atrevió a discutir con su madre; pero se quedó en el vestíbulo hasta que la vio desaparecer con Catherine, y entonces volvió al salón.

Los planes de la señora Bennet no se realizaron aquel día. Bingley era un modelo de gentileza, pero no el novio declarado de su hija. Su soltura y su alegría contribuyeron en gran parte a la animación de la reunión de la noche; aguantó toda la indiscreción y las impertinencias de la madre y escuchó todas sus necias advertencias con una paciencia y una serenidad que dejaron muy complacida a Jane.

Apenas necesitó que le invitaran para quedarse a cenar y, antes de que se fuera, la señora Bennet le hizo una nueva invitación para que viniese a la mañana siguiente a cazar con su marido.

Después de este día, Jane ya no dijo que Bingley le fuese indiferente. Las dos hermanas no hablaron una palabra acerca de él, pero Elizabeth se acostó con la feliz convicción de que todo se arreglaría pronto, si Darcy no volvía antes del tiempo indicado. Sin embargo, estaba seriamente convencida de que todo esto habría tenido igualmente lugar sin la ausencia de dicho caballero.

Bingley acudió puntualmente a la cita, y él y el señor Bennet pasaron juntos la mañana del modo convenido. El señor Bennet estuvo mucho más agradable de lo que su compañero esperaba. No había nada en Bingley de presunción o de tontería que el otro pudiese ridiculizar o disgustarle interiormente, por lo que estuvo con él más comunicativo y menos hosco de lo que solía. Naturalmente, Bingley regresó con el señor Bennet a la casa para comer, y por la tarde la señora Bennet volvió a maquinar para dejarle solo con su hija. Elizabeth tenía que escribir una carta, y fue con ese fin al saloncillo poco después del té, pues como los demás se habían sentado a jugar, su presencia ya no era necesaria para estorbar las tramas de su madre.

Pero al entrar en el salón, después de haber terminado la carta, vio con infinita sorpresa que había razón para temer que su madre se hubiera salido con la suya. En efecto, al abrir la puerta divisó a. su hermana y a Bingley solos, apoyados en la chimenea como abstraídos en la más interesante conversación; y por si esto no hubiese dado lugar a todas las sospechas, los rostros de ambos al volverse rápidamente y separarse lo habrían dicho todo. La situación debió de ser muy embarazosa para ellos, pero Elizabeth iba a marcharse, cuando Bingley, que, como Jane, se había sentado, se levantó de pronto, dijo algunas palabras al oído de Jane y salió de la estancia.

Jane no podía tener secretos para Elizabeth, sobre todo, no podía ocultarle una noticia que sabía que la alegraría. La estrechó entre sus brazos y le confesó con la más viva emoción que era la mujer más dichosa del mundo.

––¡Es demasiado! ––añadió. ¡Es demasiado! No lo merezco. ¡Oh! ¿Por qué no serán todos tan felices como yo?

La enhorabuena de Elizabeth fue tan sincera y tan ardiente y reveló tanto placer que no puede expresarse con palabras. Cada una de sus frases cariñosas fue una fuente de dicha para Jane. Pero no pudo quedarse con Elizabeth ni contarle la mitad de las cosas que tenía que comunicarle todavía.

––Voy a ver al instante a mamá ––dijo––. No puedo ignorar su afectuosa solicitud ni permitir que se entere por otra persona. Él acaba de ir a hablar con papá. ¡Oh, Lizzy! Lo que voy a decir llenará de alegría a toda la familia. ¿Cómo podré resistir tanta dicha?

Se fue presurosamente en busca de su madre que había suspendido adrede la partida de cartas y estaba arriba con Catherine.

Elizabeth se quedó sonriendo ante la facilidad y rapidez con que se había resuelto un asunto que había causado tantos meses de incertidumbre y de dolor.

«¡He aquí en qué ha parado ––se dijo–– la ansiosa circunspección de su amigo y toda la falsedad y las tretas de sus hermanas! No podía darse un desenlace más feliz, más prudente y más razonable.»

A los pocos minutos entró Bingley, que había terminado su corta conferencia con el señor Bennet. ––¿Dónde está su hermana? ––le dijo al instante de abrir la puerta.

––Arriba, con mamá. Creo que bajará en seguida.

Entonces Bingley cerró la puerta y le pidió su parabién, rogándole que le considerase como un hermano. Elizabeth le dijo de todo corazón lo mucho que se alegraba de aquel futuro parentesco. Se dieron las manos cordialísimamente y hasta que bajó Jane, Bingley estuvo hablando de su felicidad y de las perfecciones de su amada. Elizabeth no creyó exageradas sus esperanzas de dicha, a pesar del amor que cegaba al joven, pues al buen entendimiento y al excelente corazón de Jane se unían la semejanza de sentimientos y gustos con su prometida.

La tarde transcurrió en medio del embeleso general la satisfacción de Jane daba a su rostro una luz y una expresión tan dulce que le hacían parecer más hermosa que nunca. Catherine sonreía pensando que pronto le llegaría su turno. La señora Bennet dio su consentimiento y expresó su aprobación en términos calurosísimos que, no obstante, no alcanzaron a describir el júbilo que sentía, y durante media hora no pudo hablarle a Bingley de otra cosa. Cuando el señor Bennet se reunió con ellos para la cena, su voz y su aspecto revelaban su alegría.

Pero ni una palabra salió de sus labios que aludiese al asunto hasta que el invitado se despidió. Tan pronto como se hubo ido, el señor Bennet se volvió a su hija y le dijo:

––Te felicito, Jane. Serás una mujer muy feliz. Jane corrió hacia su padre, le dio un beso y las gracias por su bondad.

––Eres una buena muchacha ––añadió el padre–– y mereces la suerte que has tenido. Os llevaréis muy bien. Vuestros caracteres son muy parecidos. Sois tan complacientes el uno con el otro que nunca resolveréis nada, tan confiados que os engañará cualquier criado, y tan generosos que siempre gastaréis más de lo que tengáis.

––Eso sí que no. La imprudencia o el descuido en cuestiones de dinero sería imperdonable para mí. ––¡Gastar más de lo tenga! ––exclamó la señora Bennet––. ¿Qué estás diciendo? Bingley posee cuatro o cinco mil libras anuales, y puede que más. Después, dirigiéndose a su hija, añadió:

¡Oh, Jane, querida, vida mía, soy tan feliz que no voy a poder cerrar ojo en toda la noche! Ya sabía yo que esto llegaría; siempre dije que al final se arreglaría todo. Estaba segura de que tu hermosura no iba a ser en balde. Recuerdo que en cuanto lo vi la primera vez que llegó a Hertfordshire, pensé que por fuerza teníais que casaros. ¡Es el hombre más guapo que he visto en mi vida!

Wickham y Lydia quedaron olvidados. Jane era ahora su hija favorita, sin ninguna comparación; en aquel momento las demás no le importaban nada. Las hermanas menores pronto empezaron a pedirle a Jane todo lo que deseaban y que ella iba a poder dispensarles en breve.

Mary quería usar la biblioteca de Netherfield, y Catherine le suplicó que organizase allí unos cuantos bailes en invierno.

Bingley, como era natural, iba a Longbourn todos los días. Con frecuencia llegaba antes del almuerzo y se quedaba hasta después de la cena, menos cuando algún bárbaro vecino, nunca detestado lo bastante, le invitaba a comer, y Bingley se creía obligado a aceptar.

Elizabeth tenía pocas oportunidades de conversar con su hermana, pues mientras Bingley estaba presente, Jane no tenía ojos ni oídos para nadie más; pero resultaba muy útil al uno y al otro en las horas de separación que a veces se imponían. En ausencia de Jane, Bingley buscaba siempre a Elizabeth para darse el gusto de hablar de su amada; y cuando Bingley se iba, Jane recurría constantemente al mismo consuelo. ––¡No sabes lo feliz que me ha hecho ––le dijo una noche a su hermana–– al participarme que ignoraba que yo había estado en Londres la pasada primavera! ¡Me parecía imposible!

––Me lo figuraba. Pero ¿cómo se explica?

––Debe de haber sido cosa de sus hermanas. La verdad es que no querían saber nada conmigo, cosa que no me extraña, pues Bingley hubiese podido encontrar algo mejor desde todos los puntos de vista. Pero cuando vean, como supongo que verán, que su hermano es feliz a mi lado, se contentarán y volveremos a ser amigas, aunque nunca como antes.

––Esto es lo más imperdonable que te he oído decir en mi vida ––exclamó Elizabeth––. ¡Infeliz! Me irrita de veras que creas en la pretendida amistad de la señorita Bingley.

––¿Creerás, Elizabeth, que al irse a la capital el pasado noviembre me amaba de veras y sólo la certeza de que me era indiferente le impidió volver?

––Se equivocó un poquito, en realidad; pero esto habla muy en favor de su modestia.

Esto indujo a Jane, naturalmente, a hacer un panegírico de la falta de presunción de su novio y del poco valor que daba a sus propias cualidades.

Elizabeth se alegró de que no hubiese traicionado a su amigo hablándole de la intromisión de éste, pues a pesar de que Jane poseía el corazón más generoso y propenso al perdón del mundo, esto podía haber creado en ella algún prejuicio contra Darcy.

––Soy indudablemente la criatura más afortunada de la tierra exclamó Jane . ¡Oh, Lizzy, qué pena me da ser la más feliz de la casa! ¡Si por lo menos tú también lo fueses! ¡Si hubiera otro hombre como Bingley para ti!

––Aunque me dieras cuarenta como él nunca sería tan dichosa como tú. Mientras no tenga tu carácter, jamás podré disfrutar de tanta felicidad. No, no; déjame como estoy. Si tengo buena suerte, puede que con el tiempo encuentre otro Collins.

El estado de los asuntos de la familia de Longbourn no podía permanecer en secreto. La señora Bennet tuvo el privilegio de comunicarlo a la señora Philips y ésta se lanzó a pregonarlo sin previo permiso por las casas de todos los vecinos de Meryton.

Los Bennet no tardaron en ser proclamados la familia más afortunada del mundo, a pesar de que pocas semanas antes, con ocasión de la fuga de Lydia, se les había considerado como la gente más desgraciada de la tierra.
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Orgullo y prejuicio.Jane Austen - Página 2 Empty Re: Orgullo y prejuicio.Jane Austen

Mensaje por EURIDICE CANOVA Lun Sep 30, 2013 2:54 pm

CAPÍTULO LVI



Una mañana, aproximadamente una semana después de la declaración de Bingley, mientras éste se hallaba reunido en el saloncillo con las señoras de Longbourn, fueron atraídos por el ruido de un carruaje y miraron a la ventana, divisando un landó de cuatro caballos que cruzaba la explanada de césped de delante de la casa. Era demasiado temprano para visitas y además el equipo del coche no correspondía a ninguno de los vecinos; los caballos eran de posta y ni el carruaje ni la librea de los lacayos les eran conocidos. Pero era evidente que alguien venía a la casa. Bingley le propuso a Jane irse a pasear al plantío de arbustos para evitar que el intruso les separase. Se fueron los dos, y las tres que se quedaron en el comedor continuaron sus conjeturas, aunque con poca satisfacción, hasta que se abrió la puerta y entró la visita. Era lady Catherine de Bourgh.

Verdad es que todas esperaban alguna sorpresa, pero ésta fue superior a todas las previsiones. Aunque la señora Bennet y Catherine no conocían a aquella señora, no se quedaron menos atónitas que Elizabeth.

Entró en la estancia con aire todavía más antipático que de costumbre; contestó al saludo de Elizabeth con una simple inclinación de cabeza, y se sentó sin decir palabra. Elizabeth le había dicho su nombre a la señora Bennet, cuando entró Su Señoría, aunque ésta no había solicitado ninguna presentación.

La señora Bennet, pasmadísima aunque muy ufana al ver en su casa a persona de tanto rango, la recibió con la mayor cortesía. Estuvieron sentadas todas en silencio durante un rato, hasta que al fin lady Catherine dijo con empaque a Elizabeth:

––Supongo que estará usted bien, y calculo que esa señora es su madre.

Elizabeth contestó que sí concisamente.

––Y esa otra imagino que será una de sus hermanas.

––Sí, señora ––respondió la señora Bennet muy oronda de poder hablar con lady Catherine––. Es la penúltima; la más joven de todas se ha casado hace poco, y la mayor está en el jardín paseando con un caballero que creo no tardará en formar parte de nuestra familia.

––Tienen ustedes una finca muy pequeña ––dijo Su Señoría después de un corto silencio.

––No es nada en comparación con Rosings, señora; hay que reconocerlo; pero le aseguro que es mucho mejor que la de sir William Lucas.

––Ésta ha de ser una habitación muy molesta en las tardes de verano; las ventanas dan por completo a poniente.

La señora Bennet le aseguró que nunca estaban allí después de comer, y añadió:

––¿Puedo tomarme la libertad de preguntar a Su Señoría qué tal ha dejado a los señores Collins?

––Muy bien; les vi anteayer por la noche. Elizabeth esperaba que ahora le daría alguna carta de Charlotte, pues éste parecía el único motivo probable de su visita; pero lady Catherine no sacó ninguna carta, y Elizabeth siguió con su perplejidad.

La señora Bennet suplicó finísimamente a Su Señoría que tomase algo, pero lady Catherine rehusó el obsequio con gran firmeza y sin excesiva educación. Luego levantándose, le dijo a Elizabeth:

––Señorita Bennet, me parece que ahí, a un lado de la pradera, hay un sitio precioso y retirado. Me gustaría dar una vuelta por él si me hiciese el honor de acompañarme.

––Anda, querida ––exclamó la madre––, enséñale a Su Señoría todos los paseos. Creo que la ermita le va a gustar.

Elizabeth obedeció, corrió a su cuarto a buscar su sombrilla y esperó abajo a su noble visitante. Al pasar por el vestíbulo, lady Catherine abrió las puertas del comedor y del salón y después de una corta inspección declaró que eran piezas decentes, después de lo cual siguió andando.

El carruaje seguía en la puerta y Elizabeth vio que la doncella de Su Señoría estaba en él. Caminaron en silencio por el sendero de gravilla que conducía a los corrales. Elizabeth estaba decidida a no dar conversación a quella señora que parecía más insolente y desagradable aún que de costumbre.

¿Cómo pude decir alguna vez que se parecía a su sobrino?, se dijo al mirarla a la cara.

Cuando entraron en un breñal, lady Catherine le dijo lo siguiente:

––Seguramente sabrá usted, señorita Bennet, la razón de mi viaje hasta aquí. Su propio corazón y su conciencia tienen que decirle el motivo de mi visita. Elizabeth la contempló con el natural asombro:

––Está usted equivocada, señora. De ningún modo puedo explicarme el honor de su presencia.

––Señorita Bennet ––repuso Su Señoría con tono enfadado––, debe usted saber que no me gustan las bromas; por muy poco sincera que usted quiera ser, yo no soy así. Mi carácter ha sido siempre celebrado por su lealtad y franqueza y en un asunto de tanta importancia como el que aquí me trae me apartaré mucho menos de mi modo de ser. Ha llegado a mis oídos que no sólo su hermana está a punto de casarse muy ventajosamente, sino que usted, señorita Bennet, es posible que se una después con mi sobrino Darcy. Aun sabiendo que esto es una espantosa falsedad y aunque no quiero injuriar a mi sobrino, admitiendo que haya algún asomo de verdad en ello, decidí en el acto venir a comunicarle a usted mis sentimientos.

––Si creyó usted de veras que eso era imposible –replicó Elizabeth roja de asombro y de desdén–, me admira que se haya molestado en venir tan lejos. ¿Qué es lo que se propone?

––Ante todo, intentar que esa noticia sea rectificada en todas sus partes.

––Su venida a Longbourn para visitarme a mí y a mi familia ––observó Elizabeth fríamente––, la confirmará con más visos de verdad, si es que tal noticia ha circulado.

––¿Que si ha circulado? ¿Pretende ignorarlo? ¿No han sido ustedes mismos los que se han tomado el trabajo de difundirla?

––Jamás he oído nada que se le parezca.

––¿Y va usted a decirme también que no hay ningún fundamento de lo que le digo?

––No presumo de tanta franqueza como Su Señoría. Usted puede hacerme preguntas que yo puedo no querer contestar.

––¡Es inaguantable! Señorita Bennet, insisto en que me responda. ¿Le ha hecho mi sobrino proposiciones de matrimonio?

––Su Señoría ha declarado ya que eso era imposible.

––Debe serlo, tiene que serlo mientras Darcy conserve el uso de la razón. Pero sus artes y sus seducciones pueden haberle hecho olvidar en un momento de ceguera lo que debe a toda su familia y a sí mismo. A lo mejor le ha arrastrado usted a hacerlo.

––Si lo hubiese hecho, no sería yo quien lo confesara.

––Señorita Bennet, ¿sabe usted quién soy? No estoy acostumbrada a ese lenguaje. Soy casi el familiar más cercano que tiene mi sobrino en el mundo, y tengo motivos para saber cuáles son sus más caros intereses.

––Pero no los tiene usted para saber cuáles son los míos, ni el proceder de usted es el más indicado para inducirme a ser más explícita.

––Entiéndame bien: ese matrimonio al que tiene usted la presunción de aspirar nunca podrá realizarse, nunca. El señor Darcy está comprometido con mi hija. ¿Qué tiene usted que decir ahora?

––Sólo esto: que si es así, no tiene usted razón para suponer que me hará proposición alguna.

Lady Catherine vaciló un momento y luego dijo:

––El compromiso entre ellos es peculiar. Desde su infancia han sido destinados el uno para el otro. Era el mayor deseo de la madre de él y de la de ella. Desde que nacieron proyectamos su unión; y ahora, en el momento en que los anhelos de las dos hermanas iban a realizarse, ¿lo va a impedir la intrusión de una muchacha de cuna inferior, sin ninguna categoría y ajena por completo a la familia? ¿No valen nada para usted los deseos de los amigos de Darcy, relativos a su tácito compromiso con la señorita de Bourgh? ¿Ha perdido usted toda noción de decencia y de delicadeza? ¿No me ha oído usted decir que desde su edad más temprana fue destinado a su prima?

––Sí, lo he oído decir; pero, ¿qué tiene que ver eso conmigo? Si no hubiera otro obstáculo para que yo me casara con su sobrino, tenga por seguro que no dejaría de efectuarse nuestra boda por suponer que su madre y su tía deseaban que se uniese con la señorita de Bourgh. Ustedes dos hicieron lo que pudieron con proyectar ese matrimonio, pero su realización depende de otros. Si el señor Darcy no se siente ligado a su prima ni por el honor ni por la inclinación, ¿por qué no habría de elegir a otra? Y si soy yo la elegida, ¿por qué no habría de aceptarlo?

––Porque se lo impiden el honor, el decoro, la prudencia e incluso el interés. Sí, señorita Bennet, el interés; porque no espere usted ser reconocida por la familia o los amigos de Darcy si obra usted tercamente contra la voluntad de todos. Será usted censurada, desairada y despreciada por todas las relaciones de Darcy. Su enlace será una calamidad; sus nombres no serán nunca pronunciados por ninguno de nosotros.

––Graves desgracias son ésas ––replicó Elizabeth––. Pero la esposa del señor Darcy gozará seguramente de tales venturas que podrá a pesar de todo sentirse muy satisfecha.

––¡Ah, criatura tozuda y obstinada! ¡Me da usted vergüenza! ¿Es esa su gratitud por mis atenciones en la pasada primavera? Sentémonos. Ha de saber usted, señorita Bennet, que he venido aquí con la firme resolución de conseguir mi propósito. No me daré por vencida. No estoy acostumbrada a someterme a los caprichos de nadie; no estoy hecha a pasar sinsabores.

––Esto puede que haga más lastimosa la situación actual de Su Señoría, pero a mí no me afecta. ––¡No quiero que me interrumpa! Escuche usted en silencio. Mi hija y mi sobrino han sido formados el uno para el otro. Por línea materna descienden de la misma ilustre rama, y por la paterna, de familias respetables, honorables y antiguas, aunque sin título. La fortuna de ambos lados es espléndida. Están destinados el uno para el otro por el voto de todos los miembros de sus casas respectivas; y ¿qué puede separarlos? Las intempestivas pretensiones de una muchacha de humilde cuna y sin fortuna. ¿Cómo puede admitirse? ¡Pero no ocurrirá! Si velara por su propio bien, no querría salir de la esfera en que ha nacido.

––Al casarme con su sobrino no creería salirme de mi esfera. Él es un caballero y yo soy hija de otro caballero; por consiguiente, somos iguales.

––Así es; usted es hija de un caballero. Pero, ¿quién es su madre? ¿Quiénes son sus tíos y tías? ¿Se figura que ignoro su condición?

––Cualesquiera que sean mis parientes, si su sobrino no tiene nada que decir de ellos, menos tiene que decir usted ––repuso Elizabeth.

Dígame de una vez por todas, ¿está usted comprometida con él?

Aunque por el mero deseo de que se lo agradeciese lady Catherine, Elizabeth no habría contestado a su pregunta; no pudo menos que decir, tras un instante de deliberación:

––No lo estoy.

Lady Catherine parecía complacida.

––¿Y me promete usted no hacer nunca semejante compromiso?

––No haré ninguna promesa de esa clase. ¡Señorita Bennet! ¡Estoy horrorizada y sorprendida! Esperaba que fuese usted más sensata. Pero no se haga usted ilusiones: no pienso ceder. No me iré hasta que me haya dado la seguridad que le exijo.

––Pues la verdad es que no se la daré jamás. No crea usted que voy a intimidarme por una cosa tan disparatada. Lo que Su Señoría quiere es que Darcy se case con su hija; pero si yo le hiciese a usted la promesa que ansía, ¿resultaría más probable ese matrimonio? Supongamos que esté interesado por mí; ¿si yo me negara a aceptar su mano, cree usted que iría a ofrecérsela a su prima? Permítame decirle, lady Catherine, que los argumentos en que ha apoyado usted su extraordinaria exigencia han sido tan frívolos como irreflexiva la exigencia. Se ha equivocado usted conmigo enormemente, si se figura que puedo dejarme convencer por semejantes razones. No sé hasta qué punto podrá aprobar su sobrino la intromisión de usted en sus asuntos; pero desde luego no tiene usted derecho a meterse en los míos. Por consiguiente, le suplico que no me importune más sobre esta cuestión.

––No se precipite, por favor, no he terminado todavía. A todas las objeciones que he expuesto, tengo que añadir otra más. No ignoro los detalles del infame rapto de su hermana menor. Lo sé todo. Sé que el muchacho se casó con ella gracias a un arreglo hecho entre su padre y su tío. ¿Y esa mujer ha de ser la hermana de mi sobrino? Y su marido, el hijo del antiguo administrador de su padre, ¿se ha de convertir en el hermano de Darcy? ¡Por todos los santos! ¿Qué se cree usted? ¿Han de profanarse así los antepasados de Pemberley?

––Ya lo ha dicho usted todo ––contestó Elizabeth indignada––. Me ha insultado de todas las formas posibles. Le ruego que volvamos a casa.

Y al decir esto se levantó. Lady Catherine se levantó también y regresaron. Su Señoría estaba hecha una furia.

––¿Así, pues, no tiene usted ninguna consideración a la honra y a la reputación de mi sobrino? ¡Criatura insensible y egoísta! ¿No repara en que si se casa con usted quedará desacreditado a los ojos de todo el mundo?

Lady Catherine, no tengo nada más que decir. Ya sabe cómo pienso.

––¿Está usted, pues, decidida a conseguirlo?

––No he dicho tal cosa., No estoy decidida más que a proceder del modo que crea más conveniente para mi felicidad sin tenerla en cuenta a usted ni a nadie que tenga tan poco que ver conmigo.

––Muy bien. Entonces se niega usted a complacerme. Rehúsa usted obedecer al imperio del deber, del honor y de la gratitud. Está usted determinada a rebajar a mi sobrino delante de todos sus amigos y a convertirle en el hazmerreír de todo el mundo.

––Ni el deber, ni el honor, ni la gratitud ––repuso Elizabeth––, pueden exigirme nada en las presentes circunstancias. Ninguno de sus principios sería violado por mi casamiento con Darcy. Y en cuanto al resentimiento de su familia o a la indignación del mundo, si los primeros se enfurecen por mi boda con su sobrino, no me importaría lo más mínimo; y el mundo tendría el suficiente buen sentido de sumarse a mi desprecio.

––¿Y ésta es su actitud, su última resolución? Muy bien; ya sé lo que tengo que hacer. No se figure que su ambición, señorita Bennet, quedará nunca satisfecha. Vine para probarla. Esperaba que fuese usted una persona razonable. Pero tenga usted por seguro que me saldré con la mía.

Todo esto fue diciendo lady Catherine hasta que llegaron a la puerta del coche. Entonces se volvió y dijo:

––No me despido de usted, señorita Bennet; no mando ningún saludo a su madre; no se merece usted esa atención. Me ha ofendido gravemente. Elizabeth no respondió ni trató de convencer a Su Señoría de que entrase en la casa. Se fue sola y despacio. Cuando subía la escalera, oyó que el coche partía. Su madre, impaciente, le salió al encuentro a la puerta del vestidor para preguntarle cómo no había vuelto a descansar lady Catherine.

––No ha querido ––dijo su hija––. Se ha marchado.

––¡Qué mujer tan distinguida! ¡Y qué cortesía la suya al venir a visitarnos! Porque supongo que habrá venido para decirnos que los Collins están bien. Debía de ir a alguna parte y al pasar por Meryton pensó que podría visitarnos. Supongo que no tenía nada de particular que decirte, ¿verdad, Lizzy?

Elizabeth se vio obligada a contar una pequeña mentira, porque descubrir la materia de su conversación era imposible.

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Mensaje por EURIDICE CANOVA Lun Sep 30, 2013 2:55 pm

CAPITULO LVII



No sin dificultad logró vencer Elizabeth la agitación que le causó aquella extraordinaria visita. Estuvo muchas horas sin poder pensar en otra cosa. Al parecer, lady Catherine se había tomado la molestia de hacer el viaje desde Rosings a Hertfordshire con el único fin de romper su supuesto compromiso con Darcy. Aunque lady Catherine era muy capaz de semejante proyecto, Elizabeth no alcanzaba a imaginar de dónde había sacado la noticia de dicho compromiso, hasta que recordó que el ser él tan amigo de Bingley y ella hermana de Jane, podía haber dado origen a la idea, ya que la boda de los unos predisponía a suponer la de los otros. Elizabeth había pensado, efectivamente, que el matrimonio de su hermana les acercaría a ella y a Darcy. Por eso mismo debió de ser por lo que los Lucas ––por cuya correspondencia con los Collins presumía Elizabeth que la conjetura había llegado a oídos de lady Catherine dieron por inmediato lo que ella también había creído posible para más adelante.

Pero al meditar sobre las palabras de lady Catherine, no pudo evitar cierta intranquilidad por las consecuencias que podía tener su intromisión. De lo que dijo acerca de su resolución de impedir el casamiento, dedujo Elizabeth que tenía el propósito de interpelar a su sobrino, y no sabía cómo tomaría Darcy la relación de los peligros que entrañaba su unión con ella. Ignoraba hasta dónde llegaba el afecto de Darcy por su tía y el caso que hacía de su parecer; pero era lógico suponer que tuviese más consideración a Su Señoría de la que tenía ella, y estaba segura de que su tía le tocaría el punto flaco al enumerar las desdichas de un matrimonio con una persona de familia tan desigual a la suya. Dadas las ideas de Darcy sobre ese particular, Elizabeth creía probable que los argumentos que a ella le habían parecido tan débiles y ridículos se le antojasen a él llenos de buen sentido y sólido razonamiento.

De modo que si Darcy había vacilado antes sobre lo que tenía que hacer, cosa que a menudo había aparentado, las advertencias e instancias de un deudo tan allegado disiparían quizá todas sus dudas y le inclinarían de una vez para siempre a ser todo lo feliz que le permitiese una dignidad inmaculada. En ese caso, Darcy no volvería a Hertfordshire. Lady Catherine le vería a su paso por Londres, y el joven rescindiría su compromiso con Bingley de volver a Netherfield.

«Por lo tanto ––se dijo Elizabeth––, si dentro de pocos días Bingley recibe una excusa de Darcy para no venir, sabré a qué atenerme. Y entonces tendré que alejar de mí toda esperanza y toda ilusión sobre su constancia. Si se conforma con lamentar mi pérdida cuando podía haber obtenido mi amor y mi mano, yo también dejaré pronto de lamentar el perderle a él.»

La sorpresa del resto de la familia al saber quién había sido la visita fue enorme; pero se lo explicaron todo del mismo modo que la señora Bennet, y Elizabeth se ahorró tener que mencionar su indignación.

A la mañana siguiente, al bajar de su cuarto, se encontró con su padre que salía de la biblioteca con una carta en la mano.

––Elizabeth ––le dijo––, iba a buscarte. Ven conmigo.

Elizabeth le siguió y su curiosidad por saber lo que tendría que comunicarle aumentó pensando que a lo mejor estaba relacionado con lo del día anterior. Repentinamente se le ocurrió que la carta podía ser de lady Catherine, y previó con desaliento de lo que se trataba.

Fue con su padre hasta la chimenea y ambos se sentaron. Entonces el señor Bennet dijo:

––He recibido una carta esta mañana que me ha dejado patidifuso. Como se refiere a ti principalmente, debes conocer su contenido. No he sabido hasta ahora que tenía dos hijas a punto de casarse. Permíteme que te felicite por una conquista así.

Elizabeth se quedó demudada creyendo que la carta en vez de ser de la tía era del sobrino; y titubeaba entre alegrarse de que Darcy se explicase por fin, y ofenderse de que no le hubiese dirigido a ella la carta, cuando su padre continuó:

––Parece que lo adivinas. Las muchachas tenéis una gran intuición para estos asuntos. Pero creo poder desafiar tu sagacidad retándote a que descubras el nombre de tu admirador. La carta es de Collins.

––¡De Collins! ¿Y qué tiene él que decir? ––Como era de esperar, algo muy oportuno. Comienza con la enhorabuena por la próxima boda de mi hija mayor, de la cual parece haber sido informado por alguno de los bondadosos y parlanchines Lucas. No te aburriré leyéndote lo que dice sobre ese punto. Lo referente a ti es lo siguiente:

«Después de haberle felicitado a usted de parte de la señora Collins y mía por tan fausto acontecimiento, permítame añadir una breve advertencia acerca de otro asunto, del cual hemos tenido noticia por el mismo conducto. Se supone que su hija Elizabeth no llevará mucho tiempo el nombre de Bennet en cuanto lo haya dejado su hermana mayor, y que la pareja que le ha tocado en suerte puede razonablemente ser considerada como una de nuestras más ilustres personalidades.»

––¿Puedes sospechar, Lizzy, lo que esto significa?

«Ese joven posee todo lo que se puede ambicionar en este mundo: soberbias propiedades, ilustre familia y un extenso patronato. Pero a pesar de todas esas tentaciones, permítame advertir a mi prima Elizabeth y a usted mismo los peligros a que pueden exponerse con una precipitada aceptación de las proposiciones de semejante caballero, que, como es natural, se inclinarán ustedes considerar como ventajosas.»

––¿No tienes idea de quién es el caballero, Elizabeth? Ahora viene.

«Los motivos que tengo para avisarle son los siguientes: su tía, lady Catherine de Bourgh, no mira ese matrimonio con buenos ojos.»

––Como ves, el caballero en cuestión es el señor Darcy. Creo, Elizabeth, que te habrás quedado de una pieza. Ni Collins ni los Lucas podían haber escogido entre el círculo de nuestras amistades un nombre que descubriese mejor que lo que propagan es un infundio. ¡El señor Darcy, que no mira a una mujer más que para criticarla, y que probablemente no te ha mirado a ti en su vida! ¡Es fenomenal!

Elizabeth trató de bromear con su padre, pero su esfuerzo no llegó más que a una sonrisa muy tímida. El humor de su padre no había tomado nunca un derrotero más desagradable para ella.

––¿No te ha divertido?

––¡Claro! Sigue leyendo.

«Cuando anoche mencioné a Su Señoría la posibilidad de ese casamiento, con su habitual condescendencia expresó su parecer sobre el asunto. Si fuera cierto, lady Catherine no daría jamás su consentimiento a lo que considera desatinadísima unión por ciertas objeciones a la familia de mi prima. Yo creí mi deber comunicar esto cuanto antes a mi prima, para que ella y su noble admirador sepan lo que ocurre y no se apresuren a efectuar un matrimonio que no ha sido debidamente autorizado.»

Y el señor Collins, además, añadía:

«Me alegro sinceramente de que el asunto de su hija Lydia se haya solucionado tan bien, y sólo lamento que se extendiese la noticia de que vivían juntos antes de que el casamiento se hubiera celebrado. No puedo olvidar lo que debo a mi situación absteniéndome de declarar mi asombro al saber que recibió usted a la joven pareja cuando estuvieron casados. Eso fue alentar el vicio; y si yo hubiese sido el rector de Longbourn, me habría opuesto resueltamente. Verdad es que debe usted perdonarlos como cristiano, pero no admitirlos en su presencia ni permitir que sus nombres sean pronunciados delante de usted.»

––¡Éste es su concepto del perdón cristiano! El resto de la carta se refiere únicamente al estado de su querida Charlotte, y a su esperanza de tener un retoño. Pero, Elizabeth, parece que no te ha divertido. Supongo que no irías a enojarte y a darte por ofendida por esta imbecilidad. ¿Para qué vivimos si no es para entretener a nuestros vecinos y reírnos nosotros de ellos a la vez?

––Sí, me he divertido mucho ––exclamó Elizabeth––. ¡Pero es tan extraño!

––Pues eso es lo que lo hace más gracioso. Si hubiesen pensado en otro hombre, no tendría nada de particular; pero la absoluta indiferencia de Darcy y la profunda tirria que tú le tienes, es lo que hace el chiste. Por mucho que me moleste escribir, no puedo prescindir de la correspondencia de Collins. La verdad es que cuando leo una carta suya, me parece superior a Wickham, a pesar de que tengo a mi yerno por el espejo de la desvergüenza y de la hipocresía. Y dime, Eliza, ¿cómo tomó la cosa lady Catherine? ¿Vino para negarte su consentimiento?

A esta pregunta Elizabeth contestó con una carcajada, y como su padre se la había dirigido sin la menor sospecha, no le importaba ––que se la repitiera. Elizabeth no se había visto nunca en la situación de fingir que sus sentimientos eran lo que no eran en realidad. Pero ahora tuvo que reír cuando más bien habría querido llorar. Su padre la había herido cruelmente al decirle aquello de la indiferencia de Darcy, y no pudo menos que maravillarse de la falta de intuición de su padre, o temer que en vez de haber visto él demasiado poco, hubiese ella visto demasiado mucho.

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Mensaje por EURIDICE CANOVA Lun Sep 30, 2013 2:56 pm

CAPÍTULO LVIII



Pocos días después de la visita de lady Catherine, Bingley no sólo no recibió ninguna carta de excusa de su amigo, sino que le llevó a Longbourn en persona. Los caballeros llegaron temprano, y antes de que la señora Bennet tuviese tiempo de decirle a Darcy que había venido a visitarles su tía, cosa que Elizabeth temió por un momento, Bingley, que quería estar solo con Jane, propuso que todos salieran de paseo. Se acordó así, pero la señora Bennet no tenía costumbre de pasear y Mary no podía perder el tiempo. Así es que salieron los cinco restantes. Bingley y Jane dejaron en seguida que los otros se adelantaran y ellos se quedaron atrás. Elizabeth, Darcy y Catherine iban juntos, pero hablaban muy poco. Catherine tenía demasiado miedo a Darcy para poder charlar; Elizabeth tomaba en su fuero interno una decisión desesperada, y puede que Darcy estuviese haciendo lo mismo.

Se encaminaron hacia la casa de los Lucas, porque Catherine quería ver a María, y como Elizabeth creyó que esto podía interesarle a ella, cuando Catherine les dejó siguió andando audazmente sola con Darcy. Llegó entonces el momento de poner en práctica su decisión, y armándose de valor dijo inmediatamente:

––Señor Darcy, soy una criatura muy egoísta que no me preocupo más que de mis propios sentimientos, sin pensar que quizá lastimaría los suyos. Pero ya no puedo pasar más tiempo sin darle a usted las gracias por su bondad sin igual para con mi pobre hermana. Desde que lo supe he estado ansiando manifestarle mi gratitud. Si mi familia lo supiera, ellos también lo habrían hecho.

––Siento muchísimo ––replicó Darcy en tono de sorpresa y emoción–– que haya sido usted informada de una cosa que, mal interpretada, podía haberle causado alguna inquietud. No creí que la señora Gardiner fuese tan poco reservada.

––No culpe a mi tía. La indiscreción de Lydia fue lo primero que me descubrió su intervención en el asunto; y, como es natural, no descansé hasta que supe todos los detalles. Déjeme que le agradezca una y mil veces, en nombre de toda mi familia, el generoso interés que le llevó a tomarse tanta molestia y a sufrir tantas mortificaciones para dar con el paradero de los dos.

––Si quiere darme las gracias ––repuso Darcy––, hágalo sólo en su nombre. No negaré que el deseo de tranquilizarla se sumó a las otras razones que me impulsaron a hacer lo que hice; pero su familia no me debe nada. Les tengo un gran respeto, pero no pensé más que en usted.

Elizabeth estaba tan confusa que no podía hablar. Después de una corta pausa, su compañero añadió: ––Es usted demasiado generosa para burlarse de mí. Si sus sentimientos son aún los mismos que en el pasado abril, dígamelo de una vez. Mi cariño y mis deseos no han cambiado, pero con una sola palabra suya no volveré a insistir más.

Elizabeth, sintiéndose más torpe y más angustiada que nunca ante la situación de Darcy, hizo un esfuerzo para hablar en seguida, aunque no rápidamente, le dio a entender que sus sentimientos habían experimentado un cambio tan absoluto desde la época a la que él se refería, que ahora recibía con placer y gratitud sus proposiciones. La dicha que esta contestación proporcionó a Darcy fue la mayor de su existencia, y se expresó con todo el calor y la ternura que pueden suponerse en un hombre locamente enamorado. Si Elizabeth hubiese sido capaz de mirarle a los ojos, habría visto cuán bien se reflejaba en ellos la delicia que inundaba su corazón; pero podía escucharle, y los sentimientos que Darcy le confesaba y que le demostraban la importancia que ella tenía para él, hacían su cariño cada vez más valioso.

Siguieron paseando sin preocuparse de la dirección que llevaban. Tenían demasiado que pensar, que sentir y que decir para fijarse en nada más. Elizabeth supo en seguida que debían su acercamiento a los afanes de la tía de Darcy, que le visitó en Londres a su regreso y le contó su viaje a Longbourn, los móviles del mismo y la sustancia de su conversación con la joven, recalcando enfáticamente las expresiones que denotaban, a juicio de Su Señoría, la perversidad y descaro de Elizabeth, segura de que este relato le ayudaría en su empresa de arrancar al sobrino la promesa que ella se había negado a darle. Pero por desgracia para Su Señoría, el efecto fue contraproducente.

––Gracias a eso concebí esperanzas que antes apenas me habría atrevido a formular. Conocía de sobra el carácter de usted para saber que si hubiese estado absoluta e irrevocablemente decidida contra mí, se lo habría dicho a lady Catherine con toda claridad y franqueza.

Elizabeth se ruborizó y se rió, contestando:

––Sí, conocía usted de sobra mi franqueza para creerme capaz de eso. Después de haberle rechazado tan odiosamente cara a cara, no podía tener reparos en decirle lo mismo a todos sus parientes.

––No me dijo nada que no me mereciese. Sus acusaciones estaban mal fundadas, pero mi proceder con usted era acreedor del más severo reproche. Aquello fue imperdonable; me horroriza pensarlo.

––No vamos a discutir quién estuvo peor aquella tarde ––dijo Elizabeth––. Bien mirado, los dos tuvimos nuestras culpas. Pero me parece que los dos hemos ganado en cortesía desde entonces.

––Yo no puedo reconciliarme conmigo mismo con tanta facilidad. El recuerdo de lo que dije e hice en aquella ocasión es y será por mucho tiempo muy doloroso para mí. No puedo olvidar su frase tan acertada: «Si se hubiese portado usted más caballerosamente.» Éstas fueron sus palabras. No sabe, no puede imaginarse cuánto me han torturado, aunque confieso que tardé en ser lo bastante razonable para reconocer la verdad que encerraban.

––Crea usted que yo estaba lejos de suponer que pudieran causarle tan mala impresión. No tenía la menor idea de que le afligirían de ese modo.

––No lo dudo. Entonces me suponía usted desprovisto de todo sentimiento elevado, estoy seguro. Nunca olvidaré tampoco su expresión al decirme que de cualquier modo que me hubiese dirigido a usted, no me habría aceptado.

––No repita todas mis palabras de aquel día. Hemos de borrar ese recuerdo. Le juro que hace tiempo que estoy sinceramente avergonzada de aquello.

Darcy le habló de su carta:

––¿Le hizo a usted rectificar su opinión sobre mí? ¿Dio crédito a su contenido?

Ella le explicó el efecto que le había producido y cómo habían ido desapareciendo sus anteriores prejuicios.

––Ya sabía ––prosiguió Darcy–– que lo que le escribí tenía que apenarla, pero era necesario. Supongo que habrá destruido la carta. Había una parte, especialmente al empezar, que no querría que volviese usted a leer. Me acuerdo de ciertas expresiones que podrían hacer que me odiase.

––Quemaremos la carta si cree que es preciso para preservar mi afecto, pero aunque los dos tenemos razones para pensar que mis opiniones no son enteramente inalterables, no cambian tan fácilmente como usted supone.

––Cuando redacté aquella carta ––replicó Darcy me creía perfectamente frío y tranquilo; pero después me convencí de que la había escrito en un estado de tremenda amargura.

––Puede que empezase con amargura, pero no terminaba de igual modo. La despedida era muy cariñosa. Pero no piense más en la carta. Los sentimientos de la persona que la escribió y los de la persona que la recibió son ahora tan diferentes, que todas las circunstancias desagradables que a ella se refieran deben ser olvidadas. Ha de aprender mi filosofía. Del pasado no tiene usted que recordar más que lo placentero.

––No puedo creer en esa filosofia suya. Sus recuerdos deben de estar tan limpios de todo reproche que la satisfacción que le producen no proviene de la filosofía, sino de algo mejor: de la tranquilidad de conciencia. Pero conmigo es distinto: me salen al paso recuerdos penosos que no pueden ni deben ser ahuyentados. He sido toda mi vida un egoísta en la práctica, aunque no en los principios. De niño me enseñaron a pensar bien, pero no a corregir mi temperamento. Me inculcaron buenas normas, pero dejaron que las siguiese cargado de orgullo y de presunción. Por desgracia fui hijo único durante varios años, y mis padres, que eran buenos en sí, particularmente mi padre, que era la bondad y el amor personificados, me permitieron, me consintieron y casi me encaminaron hacia el egoísmo y el autoritarismo, hacia la despreocupación por todo lo que no fuese mi propia familia, hacia el desprecio del resto del mundo o, por lo menos, a creer que la inteligencia y los méritos de los demás eran muy inferiores a los míos. Así desde los ocho hasta los veintiocho años, y así sería aún si no hubiese sido por usted, amadísima Elizabeth. Se lo debo todo. Me dio una lección que fue, por cierto, muy dura al principio, pero también muy provechosa. Usted me humilló como convenía, usted me enseñó lo insuficientes que eran mis pretensiones para halagar a una mujer que merece todos los halagos.

––¿Creía usted que le iba a aceptar?

––Claro que sí. ¿Qué piensa usted de mi vanidad? Creía que usted esperaba y deseaba mi declaración.

––Me porté mal, pero fue sin intención. Nunca quise engañarle, y sin embargo muchas veces me

equivoco. ¡Cómo debió odiarme después de aquella tarde!

––¡Odiarla! Tal vez me quedé resentido al principio; pero el resentimiento no tardó en transformarse en algo mejor.

––Casi no me atrevo a preguntarle qué pensó al encontrarme en Pemberley. ¿Le pareció mal que hubiese ido?

––Nada de eso. Sólo me quedé sorprendido.

––Su sorpresa no sería mayor que la mía al ver que usted me saludaba. No creí tener derecho a sus atenciones y confieso que no esperaba recibir más que las merecidas.

––Me propuse ––contestó Darcy–– demostrarle, con mi mayor cortesía, que no era tan ruin como para estar dolido de lo pasado, y esperaba conseguir su perdón y atenuar el mal concepto en que me tenía probándole que no había menospreciado sus reproches. Me es difícil decirle cuánto tardaron en mezclarse a estos otros deseos, pero creo que fue a la media hora de haberla visto.

Entonces le explicó lo encantada que había quedado Georgiana al conocerla y lo que lamentó la repentina interrupción de su amistad. Esto les llevó, naturalmente, a tratar de la causa de dicha interrupción, y Elizabeth se enteró de que Darcy había decidido irse de Derbyshire en busca de Lydia antes de salir de la fonda, y que su seriedad y aspecto meditabundo no obedecían a más cavilaciones que las inherentes al citado proyecto.

Volvió Elizabeth a darle las gracias, pero aquel asunto era demasiado agobiante para ambos y no insistieron en él.

Después de andar varias millas en completo abandono y demasiado ocupados para cuidarse de otra cosa, miraron sus relojes y vieron que era hora de volver a casa.

––¿Qué habrá sido de Bingley y de Jane?

Esta exclamación les llevó a hablar de los asuntos de ambos. Darcy estaba contentísimo con su compromiso, que Bingley le había notificado inmediatamente.

––¿Puedo preguntarle si le sorprendió? ––dijo Elizabeth.

––De ningún modo. Al marcharme comprendí que la cosa era inminente.

––Es decir, que le dio usted su permiso. Ya lo sospechaba.

Y aunque él protestó de semejantes términos, ella encontró que eran muy adecuados.

––La tarde anterior a mi viaje a Londres ––dijo Darcy–– le hice una confesión que debí haberle hecho desde mucho antes. Le dije todo lo que había ocurrido para convertir mi intromisión en absurda e impertinente. Se quedó boquiabierto. Nunca había sospechado nada. Le dije además que me había engañado al suponer que Jane no le amaba, y cuando me di cuenta de que Bingley la seguía queriendo, ya no dudé de que serían felices.

Elizabeth no pudo menos que sonreír al ver cuán fácilmente manejaba a su amigo.

––Cuando le dijo que mi hermana le amaba, ¿fue porque usted lo había observado o porque yo se lo había confesado la pasada primavera?

––Por lo primero. La observé detenidamente durante las dos visitas que le hice últimamente, y me quedé convencido de su cariño por Bingley.

––Y su convencimiento le dejó a él también convencido, ¿verdad?

––Así es. Bingley es el hombre más modesto y menos presumido del mundo. Su apocamiento le impidió fiarse de su propio juicio en un caso de tanta importancia;. pero su sumisión al mío lo arregló todo. Tuve que declararle una cosa que por un tiempo y con toda razón le tuvo muy disgustado. No pude ocultarle que su hermana había estado tres meses en Londres el pasado invierno, que yo lo sabía y que no se lo dije a propósito. Se enfadó mucho. Pero estoy seguro de que se le pasó al convencerse de que su hermana le amaba todavía. Ahora me ha perdonado ya de todo corazón.

Elizabeth habría querido añadir que Bingley era el más estupendo de los amigos por la facilidad con que se le podía traer y llevar, y que era realmente impagable. Pero su contuvo. Recordó que Darcy tenía todavía que aprender a reírse de estas cosas, y que era demasiado pronto para empezar. Haciendo cábalas sobre la felicidad de Bingley que, desde luego, sólo podía ser inferior a la de ellos dos, Darcy siguió hablando hasta que llegaron a la casa. En el vestíbulo se despidieron.

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Mensaje por EURIDICE CANOVA Lun Sep 30, 2013 2:57 pm

CAPÍTULO LIX



Elizabeth, querida, ¿por dónde has estado paseando?

Ésta es la pregunta que Jane le dirigió a Elizabeth en cuanto estuvieron en su cuarto, y la que le hicieron todos los demás al sentarse a la mesa. Elizabeth respondió que habían estado vagando hasta donde acababa el camino que ella conocía. Al decir esto se sonrojó, pero ni esto ni nada despertó la menor sospecha sobre la verdad.

La velada pasó tranquilamente sin que ocurriese nada extraordinario. Los novios oficiales charlaron y rieron, y los no oficiales estuvieron callados. La felicidad de Darcy nunca se desbordaba en regocijo; Elizabeth, agitada y confusa, sabía que era feliz más que sentirlo, pues además de su aturdimiento inmediato la inquietaban otras cosas. Preveía la que se armaría en la familia cuando supiesen lo que había ocurrido. Le constaba que Darcy no gustaba a ninguno de los de su casa más que a Jane, e incluso temía que ni su fortuna ni su posición fuesen bastante para contentarles.

Por la noche abrió su corazón a Jane, y aunque Jane no era de natural desconfiada, no pudo creer lo que su hermana le decía:

––¡Estás bromeando, Eliza! ¡Eso no puede ser! ¡Tú, comprometida con Darcy! No, no; no me engañarás. Ya sé que es imposible.

––¡Pues sí que empieza mal el asunto! Sólo en ti confiaba, pero si tú no me crees, menos me van a creer los demás. Te estoy diciendo la pura verdad. Darcy todavía me quiere y nos hemos comprometido.

Jane la miró dudando:

––Elizabeth, no es posible. ¡Pero si sé que no le puedes ni ver!

––No sabes nada de nada. Hemos de olvidar todo eso. Tal vez no siempre le haya querido como ahora; pero en estos casos una buena memoria es imperdonable. Ésta es la última vez que yo lo recuerdo.

Jane contemplaba a su hermana con asombro. Elizabeth volvió a afirmarle con la mayor seriedad que lo que decía era cierto.

––¡Cielo Santo! ¿Es posible? ¿De veras? Pero ahora ya te creo ––exclamó Jane––. ¡Querida Elizabeth! Te felicitaría, te felicito, pero..., ¿estás segura, y perdona la pregunta, completamente segura de que serás dichosa con él?

––Sin duda alguna. Ya hemos convenido que seremos la pareja más venturosa de la tierra. ¿Estás contenta, Jane? ¿Te gustará tener a Darcy por hermano?

––Mucho, muchísimo, es lo que más placer puede darnos a Bingley y a mí. Y tú, ¿le quieres realmente bastante? ¡Oh, Elizabeth! Haz cualquier cosa menos casarte sin amor. ¿Estás absolutamente segura de que sientes lo que debe sentirse?

––¡Oh, sí! Y te convencerás de que siento más de lo que debo cuando te lo haya contado todo.

––¿Qué quieres decir?

––Pues que he de confesarte que le quiero más que tú a Bingley. Temo que te disgustes.

––Hermana, querida, no estás hablando en serio. Dime una cosa que necesito saber al momento: ¿desde cuándo le quieres?

––Ese amor me ha ido viniendo tan gradualmente que apenas sé cuándo empezó; pero creo que data de la primera vez que vi sus hermosas posesiones de Pemberley.

Jane volvió a pedirle formalidad y Elizabeth habló entonces solemnemente afirmando que adoraba a Darcy. Jane quedó convencida y se dio enteramente por satisfecha.

––Ahora sí soy feliz del todo ––dijo––, porque tú vas a serlo tanto como yo. Siempre he sentido gran estimación por Darcy. Aunque no fuera más que por su amor por ti, ya le tendría que querer; pero ahora que además de ser el amigo de Bingley será tu marido, sólo a Bingley y a ti querré más que a él. ¡Pero qué callada y reservada has estado conmigo! ¿Cómo no me hablaste de lo que pasó en Pemberley y en Lambton? Lo tuve que saber todo por otra persona y no por ti.

Elizabeth le expuso los motivos de su secreto. No había querido nombrarle a Bingley, y la indecisión de sus propios sentimientos le hizo evitar también el nombre de su amigo. Pero ahora no quiso ocultarle la intervención de Darcy en el asunto de Lydia. Todo quedó aclarado y las dos hermanas se pasaron hablando la mitad de la noche.

––¡Ay, ojalá ese antipático señor Darcy no. venga otra vez con nuestro querido Bingley! ––suspiró la señora Bennet al asomarse a la ventana al día siguiente––. ¿Por qué será tan pesado y vendrá aquí continuamente? Ya podría irse a cazar o a hacer cualquier cosa en lugar de venir a importunarnos. ¿Cómo podríamos quitárnoslo de encima? Elizabeth, tendrás que volver a salir de paseo con él para que no estorbe a Bingley.

Elizabeth por poco suelta una carcajada al escuchar aquella proposición tan interesante, a pesar de que le dolía que su madre le estuviese siempre insultando.

En cuanto entraron los dos caballeros, Bingley miró a Elizabeth expresivamente y le estrechó la mano con tal ardor que la joven comprendió que ya lo sabía todo. Al poco rato Bingley dijo:

Señor Bennet, ¿no tiene usted por ahí otros caminos en los que Elizabeth pueda hoy volver a perderse?

––Recomiendo al señor Darcy, a Lizzy y a Kitty ––dijo la señora Bennet–– que vayan esta mañana a la montaña de Oagham. Es un paseo largo y precioso y el señor Darcy nunca ha visto ese panorama.

––Esto puede estar bien para los otros dos ––explicó Bingley––, pero me parece que Catherine se cansaría. ¿Verdad?

La muchacha confesó que preferiría quedarse en casa; Darcy manifestó gran curiosidad por disfrutar de la vista de aquella montaña, y Elizabeth accedió a acompañarle. Cuando subió para arreglarse, la señora Bennet la siguió para decirle:

––Lizzy, siento mucho que te veas obligada a andar con una persona tan antipática; pero espero que lo hagas por Jane. Además, sólo tienes que hablarle de vez en cuando. No te molestes mucho.

Durante el paseo decidieron que aquella misma tarde pedirían el consentimiento del padre. Elizabeth se reservó el notificárselo a la madre. No podía imaginarse cómo lo tomaría; a veces dudaba de si toda la riqueza y la alcurnia de Darcy serían suficientes para contrarrestar el odio que le profesaba; pero tanto si se oponía violentamente al matrimonio, como si lo aprobaba también con violencia, lo que no tenía duda era que sus arrebatos no serían ninguna muestra de buen sentido, y por ese motivo no podría soportar que Darcy presenciase ni los primeros raptos de júbilo ni las primeras manifestaciones de su desaprobación.

Por la tarde, poco después de haberse retirado el señor Bennet a su biblioteca, Elizabeth vio que Darcy se levantaba también y le seguía. El corazón se le puso a latir fuertemente. No temía que su padre se opusiera, pero le afligiría mucho y el hecho de que fuese ella, su hija favorita, la que le daba semejante disgusto y la que iba a inspirarle tantos cuidados y pesadumbres con su desafortunada elección, tenía a Elizabeth muy entristecida. Estuvo muy abatida hasta que Darcy volvió a entrar y hasta que, al mirarle, le dio ánimos su sonrisa. A los pocos minutos Darcy se acercó a la mesa junto a la cual estaba sentada Elizabeth con Catherine, y haciendo como que miraba su labor, le dijo al oído:

––Vaya a ver a su padre: la necesita en la biblioteca.

Elizabeth salió disparada.

Su padre se paseaba por la estancia y parecía muy serio e inquieto.

––Elizabeth ––le dijo––, ¿qué vas a hacer? ¿Estás en tu sano juicio al aceptar a ese hombre? ¿No habíamos quedado en que le odiabas?

¡Cuánto sintió Elizabeth que su primer concepto de Darcy hubiera sido tan injusto y sus expresiones tan inmoderadas! Así se habría ahorrado ciertas explicaciones y confesiones que le daban muchísima vergüenza, pero que no había más remedio que hacer. Bastante confundida, Elizabeth aseguró a su padre que amaba a Darcy profundamente.

––En otras palabras, que estás decidida a casarte con él. Es rico, eso sí; podrás tener mejores trajes y mejores coches que Jane. Pero ¿te hará feliz todo eso?

––¿Tu única objeción es que crees que no le amo?

––Ni más ni menos. Todos sabemos que es un hombre orgulloso y desagradable; pero esto no tiene nada que ver si a ti te gusta.

––Pues sí, me gusta ––replicó Elizabeth con lágrimas en los ojos––; le amo. Además no tiene ningún orgullo. Es lo más amable del mundo. Tú no le conoces. Por eso te suplico que no me hagas daño hablándome de él de esa forma.

––Elizabeth ––añadió su padre––, le he dado mi consentimiento. Es uno de esos hombres, además, a quienes nunca te atreverías a negarles nada de lo que tuviesen la condescendencia de pedirte. Si estás decidida a casarte con él, te doy a ti también mi consentimiento. Pero déjame advertirte que lo pienses mejor. Conozco tu carácter, Lizzy. Sé que nunca podrás ser feliz ni prudente si no aprecias verdaderamente a tu marido, si no le consideras como a un superior. La viveza de tu talento te pondría en el más grave de los peligros si hicieras un matrimonio desigual. Difícilmente podrías salvarte del descrédito y la catástrofe. Hija mía, no me des el disgusto de verte incapaz de respetar al compañero de tu vida. No sabes lo que es eso.

Elizabeth, más conmovida aun que su padre, le respondió con vehemencia y solemnidad; y al fin logró vencer la incredulidad de su padre reiterándole la sinceridad de su amor por Darcy, exponiéndole el cambio gradual que se había producido en sus sentimientos por él, afirmándole que el afecto de él no era cosa de un día, sino que había resistido la prueba de muchos meses, y enumerando enérgicamente todas sus buenas cualidades. Hasta el punto que el señor Bennet aprobó ya sin reservas la boda.

––Bueno, querida ––le dijo cuando ella terminó de hablar––, no tengo más que decirte. Siendo así, es digno de ti. Lizzy mía, no te habría entregado a otro que valiese menos.

Para completar la favorable impresión de su padre, Elizabeth le relató lo que Darcy había hecho espontáneamente por Lydia.

––¡Ésta es de veras una tarde de asombro! ¿De modo que Darcy lo hizo todo: llevó a efecto el casamiento, dio el dinero, pagó las deudas del pollo y le obtuvo el destino? Mejor: así me libraré de un mar de confusiones y de cuentas. Si lo hubiese hecho tu tío, habría tenido que pagarle; pero esos jóvenes y apasionados enamorados cargan con todo. Mañana le ofreceré pagarle; él protestará y hará una escena invocando su amor por ti, y asunto concluido.

Entonces recordó el señor Bennet lo mal que lo había pasado Elizabeth mientras él le leía la carta de Collins, y después de bromear con ella un rato, la dejó que se fuera y le dijo cuando salía de la habitación:

––Si viene algún muchacho por Mary o Catherine, envíamelo, que estoy completamente desocupado.

Elizabeth sintió que le habían quitado un enorme peso de encima, y después de media hora de tranquila reflexión en su aposento, se halló en disposición de reunirse con los demás, bastante sosegada. Las cosas estaban demasiado recientes para poderse abandonar a la alegría, pero la tarde pasó en medio de la mayor serenidad. Nada tenía que temer, y el bienestar de la soltura y de la familiaridad vendrían a su debido tiempo.

Cuando su madre se retiró a su cuarto por la noche, Elizabeth entró con ella y le hizo la importante comunicación. El efecto fue extraordinario, porque al principio la señora Bennet se quedó absolutamente inmóvil, incapaz de articular palabra; y hasta al cabo de muchos minutos no pudo comprender lo que había oído, a pesar de que comúnmente no era muy reacia a creer todo lo que significase alguna ventaja para su familia o noviazgo para alguna de sus hijas. Por fin empezó a recobrarse y a agitarse. Se levantaba y se volvía a sentar. Se maravillaba y se congratulaba:

––¡Cielo santo! ¡Que Dios me bendiga! ¿Qué dices querida hija? ¿El señor Darcy? ¡Quién lo iba a decir! ¡Oh, Eliza de mi alma! ¡Qué rica y qué importante vas a ser! ¡Qué dineral, qué joyas, qué coches vas a tener! Lo de Jane no es nada en comparación, lo que se dice nada. ¡Qué contenta estoy, qué feliz! ¡Qué hombre tan encantador, tan guapo, tan bien plantado! ¡Lizzy, vida mía, perdóname que antes me fuese tan antipático! Espero que él me perdone también. ¡Elizabeth de mi corazón! ¡Una casa en la capital! ¡Todo lo apetecible! ¡Tres hijas casadas! ¡Diez mil libras al año! ¡Madre mía! ¿Qué va a ser de mí? ¡Voy a enloquecer!

Esto bastaba para demostrar que su aprobación era indudable. Elizabeth, encantada de que aquellas efusiones no hubiesen sido oídas más que por ella, se fue en seguida. Pero no hacía tres minutos que estaba en su cuarto, cuando entró su madre.

––¡Hija de mi corazón! ––exclamó . No puedo pensar en otra cosa. ¡Diez mil libras anuales y puede que más! ¡Vale tanto como un lord! Y licencia especial, porque debéis tener que casaros con licencia especial. Prenda mía, dime qué plato le gusta más a Darcy para que pueda preparárselo para mañana.

Mal presagio era esto de lo que iba a ser la conducta de la señora Bennet con el caballero en cuestión, y Elizabeth comprendió que a pesar de poseer el ardiente amor de Darcy y el consentimiento de toda su familia, todavía le faltaba algo. Pero la mañana siguiente transcurrió mejor de lo que había creído, porque, felizmente, su futuro yerno le infundía a la señora Bennet tal pavor, que no se atrevía a hablarle más que cuando podía dedicarle alguna atención o asentir a lo que él decía.

Elizabeth tuvo la satisfacción de ver que su padre se esforzaba en intimar con él, y le aseguró, para colmo, que cada día le gustaba más.

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Mensaje por EURIDICE CANOVA Lun Sep 30, 2013 2:57 pm

CAPÍTULO LX



Elizabeth no tardó en recobrar su alegría, y quiso que Darcy le contara cómo se había enamorado de ella:

––¿Cómo empezó todo? ––le dijo––. Comprendo que una vez en el camino siguieras adelante, pero ¿cuál fue el primer momento en el que te gusté?

––No puedo concretar la hora, ni el sitio, ni la mirada, ni las palabras que pusieron los cimientos de mi amor. Hace bastante tiempo. Estaba ya medio enamorado de ti antes de saber que te quería.

––Pues mi belleza bien poco te conmovió. Y en lo que se refiere a mis modales contigo, lindaban con la grosería. Nunca te hablaba más que para molestarte. Sé franco: ¿me admiraste por mi impertinencia?

––Por tu vigor y por tu inteligencia.

––Puedes llamarlo impertinencia, pues era poco menos que eso. Lo cierto es que estabas harto de cortesías, de deferencias, de atenciones. Te fastidiaban las mujeres que hablaban sólo para atraerte. Yo te irrité y te interesé porque no me parecía a ellas. Por eso, si no hubieses sido en realidad tan afable, me habrías odiado; pero a pesar del trabajo que te tomabas en disimular, tus sentimientos eran nobles y justos, y desde el fondo de tu corazón despreciabas por completo a las personas que tan asiduamente te cortejaban. Mira cómo te he ahorrado la molestia de explicármelo. Y, la verdad, al fin y al cabo, empiezo a creer que es perfectamente razonable. Estoy segura de que ahora no me encuentras ningún mérito, pero nadie repara en eso cuando se enamora.

––¿No había ningún mérito en tu cariñosa conducta con Jane cuando cayó enferma en Netherfield?

––¡Mi querida Jane! Cualquiera habría hecho lo mismo por ella. Pero interprétalo como virtud, si quieres. Mis buenas cualidades te pertenecen ahora, y puedes exagerarlas cuanto se te antoje. En cambio a mí me corresponde el encontrar ocasiones de contrariarte y de discutir contigo tan a menudo como pueda. Así es que voy a empezar ahora mismo. ¿Por qué tardaste tanto en volverme a hablar de tu cariño? ¿Por qué estabas tan tímido cuando viniste la primera vez y luego cuando comiste con nosotros? ¿Por qué, especialmente, mientras estabas en casa, te comportabas como si yo no te importase nada?

––Porque te veía seria y silenciosa y no me animabas.

––Estaba muy violenta.

––Y yo también.

––Podías haberme hablado más cuando venías a comer.

––Si hubiese estado menos conmovido, lo habría hecho.

––¡Qué lástima que siempre tengas una contestación razonable, y que yo sea también tan razonable que la admita! Pero si tú hubieses tenido que decidirte, todavía estaríamos esperando. ¿Cuándo me habrías dicho algo, si no soy yo la que empieza? Mi decisión de darte las gracias por lo que hiciste por Lydia surtió buen efecto; demasiado: estoy asustada; porque ¿cómo queda la moral si nuestra felicidad brotó de la infracción de una promesa? Yo no debí haber hablado de aquello, no volveré a hacerlo.

––No te atormentes. La moral quedará a salvo por completo. El incalificable proceder de lady Catherine para separarnos fue lo que disipó todas mis dudas. No debo mi dicha actual a tu vehemente deseo de expresarme tu gratitud. No necesitaba que tú me dijeras nada. La narración de mi tía me había dado esperanzas y estaba decidido a saberlo todo de una vez.

––Lady Catherine nos ha sido, pues, infinitamente útil, cosa que debería extasiarla a ella que tanto le gusta ser útil a todo el mundo. Pero dime, ¿por qué volviste a Netherfield? ¿Fue sólo para venir a Longbourn a azorarte, o pensaste en obtener un resultado más serio?

––Mi verdadero propósito era verte y comprobar si podía abrigar aún esperanzas de que me amases. Lo que confesaba o me confesaba a mí mismo era ver si tu hermana quería todavía a Bingley, y, de ser así, reiterarle la confesión que ya otra vez le había hecho.

––¿Tendrás valor de anunciarle a lady Catherine lo que le espera?

––Puede que más bien me falte tiempo que valor. Vamos a ello ahora mismo. Si me das un pliego de papel, lo hago inmediatamente.

––Y si yo no tuviese que escribir otra carta, podría sentarme a tu lado y admirar la uniformidad de tu letra, como hacía cierta señorita en otra ocasión. Pero yo tengo una tía a la que no quiero dejar olvidada por más tiempo.

Por no querer confesar que habían exagerado su intimidad con Darcy, Elizabeth no había contestado aún a la larga carta de la señora Gardiner. Pero ahora, al poder anunciarles lo que tan bien recibido sería, casi se avergonzaba de que sus tíos se hubieran perdido tres días de disfrutar de aquella noticia. Su carta fue como sigue:

«Querida tía: te habría dado antes, como era mi deber, las gracias por tu extensa, amable y satisfactoria descripción del hecho que tú sabes; pero sabrás que estaba demasiado afligida para hacerlo. Tus suposiciones iban más allá de la realidad. Pero ahora ya puedes suponer lo que te plazca, puedes dar rienda suelta a tu fantasía, puedes permitir a tu imaginación que vuele libremente, y no errarás más que si te figuras que ya estoy casada. Tienes que escribirme pronto y alabar a Darcy mucho más de lo que le alababas en tu última carta. Doy gracias a Dios una y mil veces por no haber ido a los Lagos. ¡Qué necedad la mía al desearlo! Tu idea de las jacas es magnífica; todos los días recorreremos la finca. Soy la criatura más dichosa del mundo. Tal vez otros lo hayan dicho antes, pero nadie con tanta justicia. Soy todavía más feliz que Jane. Ella sólo sonríe. Yo me río del todo. Darcy te envía todo el cariño de que pueda privarme. Vendréis todos a Pemberley para las Navidades.»

La misiva de Darcy a lady Catherine fue diferente. Y todavía más diferente fue la que el señor Bennet le mandó al señor Collins en contestación a su última:

«Querido señor: tengo que molestarle una vez más con la cuestión de las enhorabuenas: Elizabeth será pronto la esposa del señor Darcy. Consuele a lady Catherine lo mejor que pueda; pero yo que usted me quedaría con el sobrino. Tiene más que ofrecer. Le saludo atentamente.»

Los parabienes de la señorita Bingley a su hermano con ocasión de su próxima boda fueron muy cariñosos, pero no sinceros. Escribió también a Jane para expresarle su alegría y repetirle sus antiguas manifestaciones de afecto. Jane no se engañó, pero se sintió conmovida, y aunque no le inspiraba ninguna confianza, no pudo menos que remitirle una contestación mucho más amable de lo que pensaba que merecía. La alegría que le causó a la señorita Darcy la noticia fue tan verdadera como la de su hermano al comunicársela. Mandó una carta de cuatro páginas que todavía le pareció insuficiente para expresar toda su satisfacción y su vivo deseo de obtener el cariño de su hermana.

Antes de que llegara ninguna respuesta de Collins ni felicitación de su esposa a Elizabeth, la familia de Longbourn se enteró de que los Collins iban a venir a casa de los Lucas. Pronto se supo la razón de tan repentino traslado. Lady Catherine se había puesto tan furiosa al recibir la carta de su sobrino, que Charlotte, que de veras se alegraba de la boda, quiso marcharse hasta que la tempestad amainase. La llegada de su amiga en aquellos momentos fue un gran placer para Elizabeth; aunque durante sus encuentros este placer se le venía abajo al ver a Darcy expuesto a la ampulosa cortesía de Collins. Pero Darcy lo soportó todo con admirable serenidad. Incluso atendió a sir William Lucas cuando fue a cumplimentarle por llevarse la más brillante joya del condado y le expresó sus esperanzas de que se encontrasen todos en St. James. Darcy se encogió de hombros, pero cuando ya sir William no podía verle.

La vulgaridad de la señora Philips fue otra y quizá la mayor de las contribuciones impuestas a su paciencia, pues aunque dicha señora, lo mismo que su hermana, le tenía demasiado respeto para hablarle con la familiaridad a que se prestaba el buen humor de Bingley, no podía abrir la boca sin decir una vulgaridad. Ni siquiera aquel respeto que la reportaba un poco consiguió darle alguna elegancia. Elizabeth hacía todo lo que podía para protegerle de todos y siempre procuraba tenerle junto a ella o junto a las personas de su familia cuya conversación no le mortificaba. Las molestias que acarreó todo esto quitaron al noviazgo buena parte de sus placeres, pero añadieron mayores esperanzas al futuro. Elizabeth pensaba con delicia en el porvenir, cuando estuvieran alejados de aquella sociedad tan ingrata para ambos y disfrutando de la comodidad y la elegancia de su tertulia familiar de Pemberley.

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Orgullo y prejuicio.Jane Austen - Página 2 Empty Re: Orgullo y prejuicio.Jane Austen

Mensaje por EURIDICE CANOVA Lun Sep 30, 2013 2:59 pm

CAPÍTULO LXI



El día en que la señora Bennet se separó de sus dos mejores hijas, fue de gran bienaventuranza para todos sus sentimientos maternales. Puede suponerse con qué delicioso orgullo visitó después a la señora Bingley y habló de la señora Darcy. Querría poder decir, en atención a su familia, que el cumplimiento de sus más vivos anhelos al ver colocadas a tantas de sus hijas, surtió el feliz efecto de convertirla en una mujer sensata, amable y juiciosa para toda su vida; pero quizá fue una suerte para su marido (que no habría podido gozar de la dicha del hogar en forma tan desusada) que siguiese ocasionalmente nerviosa e invariablemente mentecata.

El señor Bennet echó mucho de menos a su Elizabeth; su afecto por ella le sacó de casa con una frecuencia que no habría logrado ninguna otra cosa. Le deleitaba ir a Pemberley, especialmente cuando menos le esperaban.

Bingley y Jane sólo estuvieron un año en Netherfield. La proximidad de su madre y de los parientes de Meryton no era deseable ni aun contando con el fácil carácter de Bingley y con el cariñoso corazón de Jane. Entonces se realizó el sueño dorado de las hermanas de Bingley; éste compró una posesión en un condado cercano a Derbyshire, y Jane y Elizabeth, para colmo de su felicidad, no estuvieron más que a treinta millas de distancia.

Catherine, sólo por su interés material, se pasaba la mayor parte del tiempo con sus dos hermanas mayores; y frecuentando una sociedad tan superior a la que siempre había conocido, progresó notablemente. Su temperamento no era tan indomable como el de Lydia, y lejos del influjo de ésta, llegó, gracias a una atención y dirección conveniente, a ser menos irritable, menos ignorante y menos insípida. Como era natural, la apartaron cuidadosamente de las anteriores desventajas de la compañía de Lydia, y aunque la señora Wickham la invitó muchas veces a ir a su casa, con la promesa de bailes y galanes, su padre nunca consintió que fuese.

Mary fue la única que se quedó en la casa y se vio obligada a no despegarse de las faldas de la señora Bennet, que no sabía estar sola. Con tal motivo tuvo que mezclarse más con el mundo, pero pudo todavía moralizar acerca de todas las visitas de las mañanas, y como ahora no la mortificaban las comparaciones entre su belleza y la de sus hermanas, su padre sospechó que había aceptado el cambio sin disgusto.

En cuanto a Wickham y Lydia, las bodas de sus hermanas les dejaron tal como estaban. Él aceptaba filosóficamente la convicción de que Elizabeth sabría ahora todas sus falsedades y toda su ingratitud que antes había ignorado; pero, no obstante, alimentaba aún la esperanza de que Darcy influiría para labrar su suerte. La carta de felicitación por su matrimonio que Elizabeth recibió de Lydia daba a entender que tal esperanza era acariciada, si no por él mismo, por lo menos por su mujer. Decía textualmente así:

«Mi querida Lizzy: Te deseo la mayor felicidad. Si quieres al señor Darcy la mitad de lo que yo quiero a mi adorado Wickham, serás muy dichosa. Es un gran consuelo pensar que eres tan rica; y cuando no tengas nada más que hacer, acuérdate de nosotros. Estoy segura de que a Wickham le gustaría muchísimo un destino de la corte, y nunca tendremos bastante dinero para vivir allí sin alguna ayuda. Me refiero a una plaza de trescientas o cuatrocientas libras anuales aproximadamente; pero, de todos modos, no le hables a Darcy de eso si no lo crees conveniente.»

Y como daba la casualidad de que Elizabeth lo creía muy inconveniente, en su contestación trató de poner fin a todo ruego y sueño de esa índole. Pero con frecuencia le mandaba todas las ayudas que le permitía su práctica de lo que ella llamaba economía en sus gastos privados. Siempre se vio que los ingresos administrados por personas tan manirrotas como ellos dos y tan descuidados por el porvenir, habían de ser insuficientes para mantenerse. Cada vez que se mudaban, o Jane o ella recibían alguna súplica de auxilio para pagar sus cuentas. Su vida, incluso después de que la paz les confinó a un hogar, era extremadamente agitada. Siempre andaban cambiándose de un lado para otro en busca de una casa más barata y siempre gastando más de lo que podían. El afecto de Wickham por Lydia no tardó en convertirse en indiferencia; el de Lydia duró un poco más, y a pesar de su juventud y de su aire, conservó todos los derechos a la reputación que su matrimonio le había dado.

Aunque Darcy nunca recibió a Wickham en Pemberley, le ayudó a progresar en su carrera por consideración a Elizabeth. Lydia les hizo alguna que otra visita cuando su marido iba a divertirse a Londres o iba a tomar baños. A menudo pasaban temporadas con los Bingley, hasta tan punto que lograron acabar con el buen humor de Bingley y llegó a insinuarles que se largasen.

La señorita Bingley quedó muy resentida con el matrimonio de Darcy, pero en cuanto se creyó con derecho a visitar Pemberley, se le pasó el resentimiento: estuvo más loca que nunca por Georgiana, casi tan atenta con Darcy como en otro tiempo y tan cortés con Elizabeth que le pagó sus atrasos de urbanidad.

Georgiana se quedó entonces a vivir en Pemberley y se encariñó con su hermana tanto como Darcy había previsto. Las dos se querían tiernamente. Georgiana tenía el más alto concepto de Elizabeth, aunque al principio se asombrase y casi se asustase al ver lo juguetona que era con su hermano; veía a aquel hombre que siempre le había inspirado un respeto que casi sobrepasaba al cariño, convertido en objeto de francas bromas. Su entendimiento recibió unas luces con las que nunca se había tropezado. Ilustrada por Elizabeth, empezó a comprender que una mujer puede tomarse con su marido unas libertades que un hermano nunca puede tolerar a una hermana diez años menor que él.

Lady Catherine se puso como una fiera con la boda de su sobrino, y como abrió la esclusa a toda su genuina franqueza al contestar a la carta en la que él le informaba de su compromiso, usó un lenguaje tan inmoderado, especialmente al referirse a Elizabeth, que sus relaciones quedaron interrumpidas por algún tiempo. Pero, al final, convencido por Elizabeth, Darcy accedió a perdonar la ofensa y buscó la reconciliación. Su tía resistió todavía un poquito, pero cedió o a su cariño por él o a su curiosidad por ver cómo se comportaba su esposa, de modo que se dignó visitarles en Pemberley, a pesar de la profanación que habían sufrido sus bosques no sólo por la presencia de semejante dueña, sino también por las visitas de sus tíos de Londres.

Con los Gardiner estuvieron siempre los Darcy en las más íntima relación. Darcy, lo mismo que Elizabeth, les quería de veras; ambos sentían la más ardiente gratitud por las personas que, al llevar a Elizabeth a Derbyshire, habían sido las causantes de su unión.

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Orgullo y prejuicio.Jane Austen - Página 2 Empty Re: Orgullo y prejuicio.Jane Austen

Mensaje por Armando Lopez Lun Oct 25, 2021 3:39 am

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