La Carta de Gioia
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La Carta de Gioia
La Carta de Gioia
Querida mía:
Como todos los días hoy me siento sobre tu cama y miro una vez más tus paredes repletas de fotos y afiches. Recuerdo que te encantaba comprarlos nuevos para cortarlos y recién pegarlos sobre otros. Está de moda –decías. Algo parecido le sucedía a los pantalones que te comprabas. Los traías del centro comercial e iniciabas la transformación: un hueco en la pierna derecha, varios cortes en la izquierda y flecos para arriba y para abajo. Cómo discutíamos luego, ¿verdad pequeña? Perdona lo de pequeña, olvidé que detestabas que te llamara así.
Hoy, no sé porqué, no me acerco a tus muñecas. Tal vez sea mi inconsciente autodefensa del que tanto renegabas cuando te encontrabas triste y yo sólo decía que descanses. Sí, tal vez sea ello. Quizás evitaba el sufrimiento y huía del abrazo de la tristeza. Sin embargo, desde el día en que volaste a otros cielos, aunque te parezca extraño, hija, no hay un sólo día en que mi rostro no quede húmedo luego de recordarte. Sé que ellas, tus muñecas, te extrañan tanto como yo y como tu padre, aunque él, seguramente, debe estar a tu lado. Tal vez recuerdes sus últimas palabras: “Jamás me separaré de ti, preciosa” –te dijo. Tú sólo te arrojaste a su cuello y te sujetaste de él sin parar de llorar. Apenas bordeabas los siete años y ya la muerte te había golpeado. ¿Recuerdas su sonrisa? No creo que la hayas olvidado. Ni a su ralo bigote ni a sus grandes manos con las que solía sujetarte para jugar al avión o, sencillamente, para acercarte a sus labios y cubrirte de besos. Cuánto te amaba.
También hoy corté flores del jardín para el jarrón azul de tu velador. Claveles rojos, como siempre. Este día he pasado más horas en tu habitación que en la cocina. ¿Recuerdas cómo te enojaba verme con el delantal puesto, picando tomates o lavando verduras? Te morías de rabia y me decías gritando que las mamás de tus amigas no son unas amas de casa como yo. No sabes cómo rogaba y luchaba por no llorar: no quería que te sintieras mal por mis lágrimas; pero cómo sufría.
Pero hoy no quiero recordarte gritando o despreciándome. Hoy deseo estar contigo en tu habitación, en tu cama acariciando tu almohada, riendo con tus paredes y besando tus muñecas, porque hoy, hija, cumplo otro año más de vida. Seguramente lo olvidaste como los últimos dos años y tampoco llamarás ni mucho menos escribirás porque tal vez tengas asuntos más importantes que ocupen todo tu tiempo. Además, por qué tendrías que acordarte de una vieja que vive al otro lado del océano, a la que siempre rechazaste por haberte traído a este mundo lleno de males, horrible, como le llamabas.
Ayer tuve visita. Hace mucho que no la tenía, salvo las del panadero por las mañanas y las de Martita, una joven que dice no descansará hasta tenerme en su templo cristiano escuchando a su pastor. Bien sabes que a duras penas soporto al padre Felipe algunos domingos. Martita viene los martes y me entretengo oyéndola hablar y hablar sobre la salvación eterna. Otra vez me fui por las ramas –debes estar tronando. Te decía que recibí visita: tu tío Polo recordó que tiene una hermana mayor que aún vive y que alguna vez le cambió los pañales mientras su madre trabajaba. Con el correr de los años, hija, una comprende plenamente el profundo significado y la verdadera dimensión de palabras como olvido, soledad y tristeza.
Hoy también saqué los siete álbumes de fotos del armario. Y otra vez me sumergí en el pasado. En nuestro pasado. Aún los jóvenes como tú y tus amigos y los viejos como yo vivimos de él, aunque pregonemos lo contrario. En el fondo todos sabemos que un hombre sin pasado es un hombre sin vida. Nuevamente las inoportunas ramas. Me conoces querida, es algo inevitable ya. Te decía que revisaba los álbumes de la familia: cientos de fotos, cada una con un tiempo y una historia propia, cada una con un instante preso en la eternidad. Hallé las fotos del día en que llegaste a esta casa, en el 75, tres días después de nacida, en pleno invierno. También las de tus primeros pasos de la mano de papá, y las de tus cumpleaños. Qué blanca y qué gordita eras hijita. Cuánto habrás cambiado. Tu tía abuela Lucia, que en paz descanse, decía que eras idéntica a su madre, de la que me contaron que cierta vez se fugó con otro hombre al poco tiempo de nacida tu abuela. Me parece oírte: ¿Hasta cuándo serás tan chismosa? –me decías cada vez que compartía contigo algún secreto familiar o sencillamente cuando preguntaba a dónde ibas por las noches. Estoy segura que sigues pensando igual de mí.
He comprobado, hija, que al llegar a cierta edad aquellas imágenes de la infancia que por años estuvieron escondidas en los laberintos de la memoria, saltan con suma facilidad sobre el presente. Digo esto porque en estos últimos meses mi lejana infancia no deja de visitarme durante mi largo día. Y aunque me acompaña y me abraza tiernamente, muchas veces la soledad se encarga de despertarme y recordarme que me tiene entre sus brazos.
Hace un tiempo leí a un psicólogo en un diario que decía que hay que reírnos de las cosas tristes. Lo intenté. Lo intento cada día, cada hora, pero me es imposible. Sin embargo, recuerdo cuando lloraba de pura contenta cada vez que me decías te quiero, cuando eras pequeña. Qué ironía, ¿verdad?, extraño esas lágrimas.
Nunca antes te escribí algo, hija. Y no sé si estas líneas serán las primeras de otras que vendrán o las últimas de tantas que jamás fueron escritas. La certeza de un por qué lo estoy haciendo no existe. Pero creo que es un impulso inconsciente. Totalmente. Me pregunto si la presencia de la muerte en mis últimos pensamientos tendrá algo que ver en ello. Tal vez. Es que, aunque suene reiterativo, el peso de los años sobre la espalda hace que día a día nos acerquemos más hacia la tierra y que aceptemos, serenamente, el hecho de haberla tenido a nuestro lado, desde el día en que nacimos.
Querida mía, durante mucho tiempo tu habitación recibió mis lágrimas; y los pasillos vacíos de esta casa vacía y la cocina, los muebles, mi almohada, mi habitación. Todos tuvieron su turno. Hoy no fue la excepción. Todo fue igual que ayer también, salvo por un pequeño detalle: hoy, aparte de los muebles, la cocina, tu habitación, hubo algo más que acogió mi húmedo recuerdo con dulzura. Si alguna vez tienes esta pequeña carta entre tus manos, hija, tendrás contigo ese algo que las abrazó hoy.
Un beso, pequeña.
La Jaula del León
Querida mía:
Como todos los días hoy me siento sobre tu cama y miro una vez más tus paredes repletas de fotos y afiches. Recuerdo que te encantaba comprarlos nuevos para cortarlos y recién pegarlos sobre otros. Está de moda –decías. Algo parecido le sucedía a los pantalones que te comprabas. Los traías del centro comercial e iniciabas la transformación: un hueco en la pierna derecha, varios cortes en la izquierda y flecos para arriba y para abajo. Cómo discutíamos luego, ¿verdad pequeña? Perdona lo de pequeña, olvidé que detestabas que te llamara así.
Hoy, no sé porqué, no me acerco a tus muñecas. Tal vez sea mi inconsciente autodefensa del que tanto renegabas cuando te encontrabas triste y yo sólo decía que descanses. Sí, tal vez sea ello. Quizás evitaba el sufrimiento y huía del abrazo de la tristeza. Sin embargo, desde el día en que volaste a otros cielos, aunque te parezca extraño, hija, no hay un sólo día en que mi rostro no quede húmedo luego de recordarte. Sé que ellas, tus muñecas, te extrañan tanto como yo y como tu padre, aunque él, seguramente, debe estar a tu lado. Tal vez recuerdes sus últimas palabras: “Jamás me separaré de ti, preciosa” –te dijo. Tú sólo te arrojaste a su cuello y te sujetaste de él sin parar de llorar. Apenas bordeabas los siete años y ya la muerte te había golpeado. ¿Recuerdas su sonrisa? No creo que la hayas olvidado. Ni a su ralo bigote ni a sus grandes manos con las que solía sujetarte para jugar al avión o, sencillamente, para acercarte a sus labios y cubrirte de besos. Cuánto te amaba.
También hoy corté flores del jardín para el jarrón azul de tu velador. Claveles rojos, como siempre. Este día he pasado más horas en tu habitación que en la cocina. ¿Recuerdas cómo te enojaba verme con el delantal puesto, picando tomates o lavando verduras? Te morías de rabia y me decías gritando que las mamás de tus amigas no son unas amas de casa como yo. No sabes cómo rogaba y luchaba por no llorar: no quería que te sintieras mal por mis lágrimas; pero cómo sufría.
Pero hoy no quiero recordarte gritando o despreciándome. Hoy deseo estar contigo en tu habitación, en tu cama acariciando tu almohada, riendo con tus paredes y besando tus muñecas, porque hoy, hija, cumplo otro año más de vida. Seguramente lo olvidaste como los últimos dos años y tampoco llamarás ni mucho menos escribirás porque tal vez tengas asuntos más importantes que ocupen todo tu tiempo. Además, por qué tendrías que acordarte de una vieja que vive al otro lado del océano, a la que siempre rechazaste por haberte traído a este mundo lleno de males, horrible, como le llamabas.
Ayer tuve visita. Hace mucho que no la tenía, salvo las del panadero por las mañanas y las de Martita, una joven que dice no descansará hasta tenerme en su templo cristiano escuchando a su pastor. Bien sabes que a duras penas soporto al padre Felipe algunos domingos. Martita viene los martes y me entretengo oyéndola hablar y hablar sobre la salvación eterna. Otra vez me fui por las ramas –debes estar tronando. Te decía que recibí visita: tu tío Polo recordó que tiene una hermana mayor que aún vive y que alguna vez le cambió los pañales mientras su madre trabajaba. Con el correr de los años, hija, una comprende plenamente el profundo significado y la verdadera dimensión de palabras como olvido, soledad y tristeza.
Hoy también saqué los siete álbumes de fotos del armario. Y otra vez me sumergí en el pasado. En nuestro pasado. Aún los jóvenes como tú y tus amigos y los viejos como yo vivimos de él, aunque pregonemos lo contrario. En el fondo todos sabemos que un hombre sin pasado es un hombre sin vida. Nuevamente las inoportunas ramas. Me conoces querida, es algo inevitable ya. Te decía que revisaba los álbumes de la familia: cientos de fotos, cada una con un tiempo y una historia propia, cada una con un instante preso en la eternidad. Hallé las fotos del día en que llegaste a esta casa, en el 75, tres días después de nacida, en pleno invierno. También las de tus primeros pasos de la mano de papá, y las de tus cumpleaños. Qué blanca y qué gordita eras hijita. Cuánto habrás cambiado. Tu tía abuela Lucia, que en paz descanse, decía que eras idéntica a su madre, de la que me contaron que cierta vez se fugó con otro hombre al poco tiempo de nacida tu abuela. Me parece oírte: ¿Hasta cuándo serás tan chismosa? –me decías cada vez que compartía contigo algún secreto familiar o sencillamente cuando preguntaba a dónde ibas por las noches. Estoy segura que sigues pensando igual de mí.
He comprobado, hija, que al llegar a cierta edad aquellas imágenes de la infancia que por años estuvieron escondidas en los laberintos de la memoria, saltan con suma facilidad sobre el presente. Digo esto porque en estos últimos meses mi lejana infancia no deja de visitarme durante mi largo día. Y aunque me acompaña y me abraza tiernamente, muchas veces la soledad se encarga de despertarme y recordarme que me tiene entre sus brazos.
Hace un tiempo leí a un psicólogo en un diario que decía que hay que reírnos de las cosas tristes. Lo intenté. Lo intento cada día, cada hora, pero me es imposible. Sin embargo, recuerdo cuando lloraba de pura contenta cada vez que me decías te quiero, cuando eras pequeña. Qué ironía, ¿verdad?, extraño esas lágrimas.
Nunca antes te escribí algo, hija. Y no sé si estas líneas serán las primeras de otras que vendrán o las últimas de tantas que jamás fueron escritas. La certeza de un por qué lo estoy haciendo no existe. Pero creo que es un impulso inconsciente. Totalmente. Me pregunto si la presencia de la muerte en mis últimos pensamientos tendrá algo que ver en ello. Tal vez. Es que, aunque suene reiterativo, el peso de los años sobre la espalda hace que día a día nos acerquemos más hacia la tierra y que aceptemos, serenamente, el hecho de haberla tenido a nuestro lado, desde el día en que nacimos.
Querida mía, durante mucho tiempo tu habitación recibió mis lágrimas; y los pasillos vacíos de esta casa vacía y la cocina, los muebles, mi almohada, mi habitación. Todos tuvieron su turno. Hoy no fue la excepción. Todo fue igual que ayer también, salvo por un pequeño detalle: hoy, aparte de los muebles, la cocina, tu habitación, hubo algo más que acogió mi húmedo recuerdo con dulzura. Si alguna vez tienes esta pequeña carta entre tus manos, hija, tendrás contigo ese algo que las abrazó hoy.
Un beso, pequeña.
La Jaula del León
Karla Benitez- Moderadora
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Fecha de inscripción : 22/03/2013
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