La modestia
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La modestia
La modestia
Alguien debería haber matado a mi padre cuando fue a inscribirme en el registro civil. Pero no lo hicieron y el buen hombre, orgulloso de llamarme como a un hermano suyo que falleció siendo niño, dictó al escribano el nombre que marcaría mi destino.
-¿Nombre?
-Modesto
-¿Primer apellido?
-García
-¿Segundo apellido?
-Martínez.
Llamándome así, comprenderán que uno haya ido por la vida siendo un fracaso ambulante.
En el colegio fui un estudiante modesto; yo quería ser como Salas, al que llovían los sobresalientes sin esfuerzo apenas, pero sólo conseguía suficientes y eso tras muchas horas de estudio. Al acabar la Secundaria busqué trabajo y, tras unos meses en el paro, me incorporé a las oficinas de una modesta empresa de construcción. Cuando mis amigos se casaron yo, por pura inercia, me emparejé con Luisa, una mujer de modesta belleza, de la que no estaba enamorado. Yo de quien sí estaba enamorado era de Mariana, una auténtica perita en dulce, pero ella me ignoraba en grado superlativo: ni en mis mejores sueños podía yo imaginar que Mariana se fijase algún día en un tipo como yo. Se casó con el Salas, claro.
Luisa y yo también nos casamos. Hace diecisiete años. Ahora vivimos en un modesto apartamento de setenta metros cuadrados. Tenemos un coche modesto que ella utiliza los lunes, miércoles y viernes y yo el resto de la semana. Llevamos una vida marital modesta, quizás tediosa, que podríamos resumir así: yo soporto sus ronquiditos nocturnos y ella no me recrimina cuando me hurgo en la nariz con el dedo. Casi todas las noches de los primeros sábados de cada mes y, ocasionalmente, para sofocar algún incendio venéreo, ante su cuerpo desnudo tendido en la cama, el mío reacciona con una erección, modesta pero suficiente para cumplir como varón y no quedar en desventaja frente a Luisa. Ella finge un modesto orgasmo, se vuelve de espaldas y se duerme. Todo ello en cuatro minutos y veintisiete segundos.
Quizás los hijos hubiesen cambiado esta situación: dicen que los niños unen a los esposos. Los nuestros tardaban en llegar, bien sea por la poca pasión de nuestros reflejos conyugales o por la modesta cantidad de espermatozoides viables que chapoteaban en mis fluidos seminales, según quedó claro en unos análisis de fertilidad.
No crean que he sido un tipo amargado, que estaba traumatizado: se podría decir que era feliz dentro de mi modestia porque mis aspiraciones, que la vida había ido recortando como quien poda un seto, estaban más que satisfechas con una cerveza fresca frente al televisor durante el partido de los domingos y un apartamento alquilado en Benidorm, para quince días, en los meses de agosto.
Pero algo sucedió hace un par de meses que vino a poner una tormenta infernal en el remanso de mi mediocridad. Era lunes y el Atletic había ganado jugando fuera de casa, por tanto todo el Universo estaba en orden; nada hacía presagiar la hecatombe que se avecinaba.
Ocurrió cuando fui al Palacio de los condes de San Lázaro, mansión dieciochesca muy desvencijada y casi ruinosa que perteneció a una familia de la aristocracia local, descendientes de los Sannazari italianos. Don Miguel, el último conde, a quien todos en la ciudad conocían como "el Derrocha", empobrecido y venido a menos, quería vender el Palacio, última posesión de la familia. Y don Justo "el Tragaperras", un nuevo rico con ganas de hacer ostentación de su fortuna, quería comprarlo. Acompañando a ambos íbamos un arquitecto de mi empresa y un servidor. Don Justo quería hacer varias modificaciones en el interior de aquella casona. El vendedor tenía que dar su aprobación a los cambios -impuso esta condición en el contrato de compra-venta-; el arquitecto estudiaría la viabilidad de las obras y yo tomaba nota de cuantas reformas, ampliaciones o nuevas instalaciones se acordaban en aquella reunión.
Fuimos de habitación en habitación y dejamos para el final la pequeña capilla anexa en la que reposaban los restos de los primeros condes de la rama española de la familia. Don Miguel, con voz neutra, explicó:
-Aquí están las sepulturas de mis antepasados, lo más valioso del Palacio; fíjense en estas estatuas colosales que adornan las tumbas. Fueron encargadas a un escultor italiano, Antonio Corradini, famoso por su exquisita maestría con el cincel. Simbolizan las virtudes de mi familia. La de la derecha representa al Pudor: apenas puede ocultar sus vergüenzas con las manos; la de la izquierda, la Valentía: noten el arrojo de su gesto y la musculatura en tensión, preparada para la batalla; la del centro representa a la Modestia: toda ella envuelta en un velo vaporoso.
Al oír esta palabra, "Modestia", una fuerza irresistible tiró de mi mirada hacia la escultura y mi existencia sufrió tal sacudida que se volteó ciento ochenta grados.
Era una mujer de mármol; el cuerpo desnudo cubierto por un velo fino que transparentaba su belleza juvenil e insinuaba impúdicamente sus volúmenes y sus geometrías. Bajo el velo se veían sus ojos entrecerrados y su boca que gemía un placer eterno, el multiorgasmo elevado a la enésima potencia, sin falsedades, sin fingimientos. Sus senos no eran senos; eran dos tetas firmes, adornadas con sendos garbanzos prominentes bajo el fino lienzo: los pezones lujuriosos. El ombligo era un lugar para perderse y allí donde comenzaba el monte de Venus, la tela se arremolinaba y se hacía más tupida, ocultando el sexo inútilmente: imaginándolo allí debajo, se hacía más evidente y palpable. Caderas vigorosas, muslos inocentes, casi párvulos de tan suaves... Sólo los pies perfectos y las manos sutiles asomaban bajo la seda marmórea... Sobran los adjetivos, no voy a seguir describiéndola: ninguna palabra hará justicia suficiente a la belleza de esa estatua. "¿Y ésta es la Modestia?"-me pregunté- "¡Qué contrasentido! Modestia porque se oculta pero, al hacerlo, enseña más de lo que tiene".
Aquel fin de semana no puede hacer el amor con Luisa: por primera vez, después de años, ninguna erección, ni modesta ni inmodesta, acudió a mí. En mi mente sólo habitaba la magnífica escultura.
-No te preocupes, debe ser cosa de la edad -dijo mi esposa con condescendencia mientras sonreía, se daba la vuelta y se dormía. En cuatro minutos: esta vez le sobraron los veintisiete segundos.
Desde entonces, pretextando tener que hacer unos estudios, tomar ciertas notas o ultimar algún detalle, he ido todos los días al Palacio de los San Lázaro. En la oscura soledad de la capilla, junto a los huesos -o vaya usted a saber qué- de los condes, me abrazo a la estatua, le palpo los voluptuosos senos (perdón, las tetas), le mordisqueo la comisura tierna de los labios y, mientras, ella me excita con sus ojos entreabiertos, semicerrados... En varias ocasiones me he desnudado completamente para sentir el roce de la cálida piedra -lo juro: está templada- sobre mi piel. A menudo le hablo de mis miedos o de mis dudas; le leo el periódico, le invento historias inverosímiles, le susurro con dulzura melodías románticas. Le he comprado unas gafas oscuras y un "foulard" de seda para satisfacer con ella mis fantasías más ocultas... La Modestia, como una diablesa juguetona, ha tomado posesión de mi persona.
Fuera del Palacio, mi modestia se ha acentuado: no salgo de casa, apenas hablo con los compañeros de trabajo, mi mujer se va a dormir antes que yo (ella parece sacar tajada de mi desgracia, liberada de su obligación de fingir). Me he vuelto más tímido, retraído, huraño. Pero ante ella, sólo ante la Modestia, me despojo de mi vergüenza, soy alegre, creativo, locuaz, feliz...
Esta mañana, abrazado a la estatua, recostado en su regazo, casi he sido sorprendido por los albañiles que ya comienzan las obras de rehabilitación. Si no acabo pronto con esta situación insostenible, se apoderará de mí y me sobrepasará.
He tomado, por tanto, una drástica determinación: iré al Palacio y destruiré a la estatua. Será un acto de exorcismo. Con un martillo, la golpearé en la cabeza, en los senos (tetas), en las manos, en los muslos. Acabaré con la maldita Modestia que me corrompe y se adueña de mi voluntad. La reduciré a un gran montón de piedrecitas de mármol y sólo servirá para completar esas colecciones de minerales que hay en los colegios. ¡Ja, ja...! A partir de entonces, ya liberado, seré otra persona, un triunfador. Retomaré mis ambiciones de juventud (¡se van a enterar Ana y el Salas!), quizás empiece una carrera universitaria; me separaré de Luisa, abandonaré esta ciudad de mierda y me iré a vivir a un ático del centro de Barcelona: lo llenaré de libros y de compact-discs. Me compraré un deportivo descapotable y recorreré con él media Europa, tomando apuntes para el best-seller que escribiré a mi regreso... Tengo aquí el martillo, oculto bajo la camisa, envuelto en un paño... Hoy va a ser el primer día del resto de mi vida.
-¿Has oído lo de García?
-No, ¿qué le pasa?
-Lo han encontrado en la Capilla del Palacio, creo que ha armado un desaguisado tremendo.
-¿Ese donnadie?
-Sí: entró con un martillo, atrancó la puerta por dentro y, gritando como un poseso, ha comenzado a dar golpes... Sigue allí encerrado.
Los compañeros de trabajo se dirigieron al Palacio. La Policía acordonaba la zona y la sirena del camión de bomberos se oía cada vez más cerca. Ni don Miguel ni don Justo estaban autorizados a entrar: se les veía nerviosos, mientras esperaban en las inmediaciones el desenlace del dramático incidente.
El jefe de la Policía Local, desde detrás de la puerta de la capilla, exhortaba a García:
-¡Abra, García! ¡Abra la puerta y no complique más la situación!
-...
-¡Abra o tendremos que entrar a la fuerza!
-...
Ante el silencio reiterado de Modesto, los bomberos con sus hachas destrozaron en unos segundos el recio portón de madera.
Los trocitos de mármol blanco inmaculado inundaban el suelo de la estancia: unos grandes, otros pequeños, la mayoría diminutos; el suelo del recinto parecía cubierto con el atrezo para un paisaje después de un alud. Aquí se distinguía un fragmento de dedo índice y allá lo que pudo haber sido una nariz... Completamente desnudo, como un leopardo de las nieves abatido, se confundía la piel blanquísima de Modesto García sobre los fragmentos de mineral. Oculto su rostro tras las manos salpicadas de microcristales brillantes, lloraba amargamente, sin remisión ni consuelo.
Estaba agazapado bajo la estatua central, la Modestia: fue la única que salió ilesa de su iracunda y repentina locura.
Autor: desconocido
Alguien debería haber matado a mi padre cuando fue a inscribirme en el registro civil. Pero no lo hicieron y el buen hombre, orgulloso de llamarme como a un hermano suyo que falleció siendo niño, dictó al escribano el nombre que marcaría mi destino.
-¿Nombre?
-Modesto
-¿Primer apellido?
-García
-¿Segundo apellido?
-Martínez.
Llamándome así, comprenderán que uno haya ido por la vida siendo un fracaso ambulante.
En el colegio fui un estudiante modesto; yo quería ser como Salas, al que llovían los sobresalientes sin esfuerzo apenas, pero sólo conseguía suficientes y eso tras muchas horas de estudio. Al acabar la Secundaria busqué trabajo y, tras unos meses en el paro, me incorporé a las oficinas de una modesta empresa de construcción. Cuando mis amigos se casaron yo, por pura inercia, me emparejé con Luisa, una mujer de modesta belleza, de la que no estaba enamorado. Yo de quien sí estaba enamorado era de Mariana, una auténtica perita en dulce, pero ella me ignoraba en grado superlativo: ni en mis mejores sueños podía yo imaginar que Mariana se fijase algún día en un tipo como yo. Se casó con el Salas, claro.
Luisa y yo también nos casamos. Hace diecisiete años. Ahora vivimos en un modesto apartamento de setenta metros cuadrados. Tenemos un coche modesto que ella utiliza los lunes, miércoles y viernes y yo el resto de la semana. Llevamos una vida marital modesta, quizás tediosa, que podríamos resumir así: yo soporto sus ronquiditos nocturnos y ella no me recrimina cuando me hurgo en la nariz con el dedo. Casi todas las noches de los primeros sábados de cada mes y, ocasionalmente, para sofocar algún incendio venéreo, ante su cuerpo desnudo tendido en la cama, el mío reacciona con una erección, modesta pero suficiente para cumplir como varón y no quedar en desventaja frente a Luisa. Ella finge un modesto orgasmo, se vuelve de espaldas y se duerme. Todo ello en cuatro minutos y veintisiete segundos.
Quizás los hijos hubiesen cambiado esta situación: dicen que los niños unen a los esposos. Los nuestros tardaban en llegar, bien sea por la poca pasión de nuestros reflejos conyugales o por la modesta cantidad de espermatozoides viables que chapoteaban en mis fluidos seminales, según quedó claro en unos análisis de fertilidad.
No crean que he sido un tipo amargado, que estaba traumatizado: se podría decir que era feliz dentro de mi modestia porque mis aspiraciones, que la vida había ido recortando como quien poda un seto, estaban más que satisfechas con una cerveza fresca frente al televisor durante el partido de los domingos y un apartamento alquilado en Benidorm, para quince días, en los meses de agosto.
Pero algo sucedió hace un par de meses que vino a poner una tormenta infernal en el remanso de mi mediocridad. Era lunes y el Atletic había ganado jugando fuera de casa, por tanto todo el Universo estaba en orden; nada hacía presagiar la hecatombe que se avecinaba.
Ocurrió cuando fui al Palacio de los condes de San Lázaro, mansión dieciochesca muy desvencijada y casi ruinosa que perteneció a una familia de la aristocracia local, descendientes de los Sannazari italianos. Don Miguel, el último conde, a quien todos en la ciudad conocían como "el Derrocha", empobrecido y venido a menos, quería vender el Palacio, última posesión de la familia. Y don Justo "el Tragaperras", un nuevo rico con ganas de hacer ostentación de su fortuna, quería comprarlo. Acompañando a ambos íbamos un arquitecto de mi empresa y un servidor. Don Justo quería hacer varias modificaciones en el interior de aquella casona. El vendedor tenía que dar su aprobación a los cambios -impuso esta condición en el contrato de compra-venta-; el arquitecto estudiaría la viabilidad de las obras y yo tomaba nota de cuantas reformas, ampliaciones o nuevas instalaciones se acordaban en aquella reunión.
Fuimos de habitación en habitación y dejamos para el final la pequeña capilla anexa en la que reposaban los restos de los primeros condes de la rama española de la familia. Don Miguel, con voz neutra, explicó:
-Aquí están las sepulturas de mis antepasados, lo más valioso del Palacio; fíjense en estas estatuas colosales que adornan las tumbas. Fueron encargadas a un escultor italiano, Antonio Corradini, famoso por su exquisita maestría con el cincel. Simbolizan las virtudes de mi familia. La de la derecha representa al Pudor: apenas puede ocultar sus vergüenzas con las manos; la de la izquierda, la Valentía: noten el arrojo de su gesto y la musculatura en tensión, preparada para la batalla; la del centro representa a la Modestia: toda ella envuelta en un velo vaporoso.
Al oír esta palabra, "Modestia", una fuerza irresistible tiró de mi mirada hacia la escultura y mi existencia sufrió tal sacudida que se volteó ciento ochenta grados.
Era una mujer de mármol; el cuerpo desnudo cubierto por un velo fino que transparentaba su belleza juvenil e insinuaba impúdicamente sus volúmenes y sus geometrías. Bajo el velo se veían sus ojos entrecerrados y su boca que gemía un placer eterno, el multiorgasmo elevado a la enésima potencia, sin falsedades, sin fingimientos. Sus senos no eran senos; eran dos tetas firmes, adornadas con sendos garbanzos prominentes bajo el fino lienzo: los pezones lujuriosos. El ombligo era un lugar para perderse y allí donde comenzaba el monte de Venus, la tela se arremolinaba y se hacía más tupida, ocultando el sexo inútilmente: imaginándolo allí debajo, se hacía más evidente y palpable. Caderas vigorosas, muslos inocentes, casi párvulos de tan suaves... Sólo los pies perfectos y las manos sutiles asomaban bajo la seda marmórea... Sobran los adjetivos, no voy a seguir describiéndola: ninguna palabra hará justicia suficiente a la belleza de esa estatua. "¿Y ésta es la Modestia?"-me pregunté- "¡Qué contrasentido! Modestia porque se oculta pero, al hacerlo, enseña más de lo que tiene".
Aquel fin de semana no puede hacer el amor con Luisa: por primera vez, después de años, ninguna erección, ni modesta ni inmodesta, acudió a mí. En mi mente sólo habitaba la magnífica escultura.
-No te preocupes, debe ser cosa de la edad -dijo mi esposa con condescendencia mientras sonreía, se daba la vuelta y se dormía. En cuatro minutos: esta vez le sobraron los veintisiete segundos.
Desde entonces, pretextando tener que hacer unos estudios, tomar ciertas notas o ultimar algún detalle, he ido todos los días al Palacio de los San Lázaro. En la oscura soledad de la capilla, junto a los huesos -o vaya usted a saber qué- de los condes, me abrazo a la estatua, le palpo los voluptuosos senos (perdón, las tetas), le mordisqueo la comisura tierna de los labios y, mientras, ella me excita con sus ojos entreabiertos, semicerrados... En varias ocasiones me he desnudado completamente para sentir el roce de la cálida piedra -lo juro: está templada- sobre mi piel. A menudo le hablo de mis miedos o de mis dudas; le leo el periódico, le invento historias inverosímiles, le susurro con dulzura melodías románticas. Le he comprado unas gafas oscuras y un "foulard" de seda para satisfacer con ella mis fantasías más ocultas... La Modestia, como una diablesa juguetona, ha tomado posesión de mi persona.
Fuera del Palacio, mi modestia se ha acentuado: no salgo de casa, apenas hablo con los compañeros de trabajo, mi mujer se va a dormir antes que yo (ella parece sacar tajada de mi desgracia, liberada de su obligación de fingir). Me he vuelto más tímido, retraído, huraño. Pero ante ella, sólo ante la Modestia, me despojo de mi vergüenza, soy alegre, creativo, locuaz, feliz...
Esta mañana, abrazado a la estatua, recostado en su regazo, casi he sido sorprendido por los albañiles que ya comienzan las obras de rehabilitación. Si no acabo pronto con esta situación insostenible, se apoderará de mí y me sobrepasará.
He tomado, por tanto, una drástica determinación: iré al Palacio y destruiré a la estatua. Será un acto de exorcismo. Con un martillo, la golpearé en la cabeza, en los senos (tetas), en las manos, en los muslos. Acabaré con la maldita Modestia que me corrompe y se adueña de mi voluntad. La reduciré a un gran montón de piedrecitas de mármol y sólo servirá para completar esas colecciones de minerales que hay en los colegios. ¡Ja, ja...! A partir de entonces, ya liberado, seré otra persona, un triunfador. Retomaré mis ambiciones de juventud (¡se van a enterar Ana y el Salas!), quizás empiece una carrera universitaria; me separaré de Luisa, abandonaré esta ciudad de mierda y me iré a vivir a un ático del centro de Barcelona: lo llenaré de libros y de compact-discs. Me compraré un deportivo descapotable y recorreré con él media Europa, tomando apuntes para el best-seller que escribiré a mi regreso... Tengo aquí el martillo, oculto bajo la camisa, envuelto en un paño... Hoy va a ser el primer día del resto de mi vida.
-¿Has oído lo de García?
-No, ¿qué le pasa?
-Lo han encontrado en la Capilla del Palacio, creo que ha armado un desaguisado tremendo.
-¿Ese donnadie?
-Sí: entró con un martillo, atrancó la puerta por dentro y, gritando como un poseso, ha comenzado a dar golpes... Sigue allí encerrado.
Los compañeros de trabajo se dirigieron al Palacio. La Policía acordonaba la zona y la sirena del camión de bomberos se oía cada vez más cerca. Ni don Miguel ni don Justo estaban autorizados a entrar: se les veía nerviosos, mientras esperaban en las inmediaciones el desenlace del dramático incidente.
El jefe de la Policía Local, desde detrás de la puerta de la capilla, exhortaba a García:
-¡Abra, García! ¡Abra la puerta y no complique más la situación!
-...
-¡Abra o tendremos que entrar a la fuerza!
-...
Ante el silencio reiterado de Modesto, los bomberos con sus hachas destrozaron en unos segundos el recio portón de madera.
Los trocitos de mármol blanco inmaculado inundaban el suelo de la estancia: unos grandes, otros pequeños, la mayoría diminutos; el suelo del recinto parecía cubierto con el atrezo para un paisaje después de un alud. Aquí se distinguía un fragmento de dedo índice y allá lo que pudo haber sido una nariz... Completamente desnudo, como un leopardo de las nieves abatido, se confundía la piel blanquísima de Modesto García sobre los fragmentos de mineral. Oculto su rostro tras las manos salpicadas de microcristales brillantes, lloraba amargamente, sin remisión ni consuelo.
Estaba agazapado bajo la estatua central, la Modestia: fue la única que salió ilesa de su iracunda y repentina locura.
Autor: desconocido
Ruben- Poeta especial
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Armando Lopez- Moderador General
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