Los buitres
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Los buitres
Los buitres
Cuando subió al tranvía, no advirtió de momento su presencia. (Había dejado pasar un taxímetro, sin detenerlo —no sabía por qué—, luego dos omnibuses abarrotados de pasajeros. No quería viajar incómodo, no quería exponerse al maltrato de las aglomeraciones, las odiaba. Pero los tranvías no le eran menos aborrecibles; le parecían vehículos para viejos y mujeres gordas, artefactos asmáticos y ruidosos. Se decidió, sin embargo, por ese que se acercaba dando cabezazos. Una señora joven con una niña se habían detenido a su lado. Si suben ellas, lo tomo, pensó. La señora hizo una señal al motorista, y el tranvía, jadeante, se detuvo. Subieron los tres).
Pero al llegar a la mitad del pasillo sintió —sin que la sensación tomara forma en su conciencia— que algo de irregular había allí dentro, en las personas o en la atmósfera.
(El tranvía partió con brusquedad; sus nervios vibraron, adaptándose al aire rumoroso de hierros y vidrios que circulaba en su interior).
Fue entonces cuando percibió algo como un fluido, y sus ojos se pusieron a buscar involuntariamente de dónde provenía ese llamado. No se sentó en seguida, ni avanzó por el pasillo, sino que tomándose de un asidero dejó errar su mirada un segundo, como si esperase encontrar a un conocido, mientras buscaba acomodo con movimientos calmosos, de autómata. Ocupó al fin el primer sitio que halló libre; se disponía ya a desplegar su diario cuando, de repente, una muchacha, sentada en uno de los asientos delanteros, volvió la cabeza. Fue como un choque. De inmediato supo que era eso lo que lo había turbado vagamente, y casi ya no apartó los ojos de ella. En el breve instante en que se cruzaron sus miradas, buscó hasta el último detalle de su rostro, y como en una súbita instantánea, quedó grabado en la placa de su cerebro. Ahora que miraba su pelo de color de miel, suavemente ondulado, luminoso, sabía cómo era ella. Y aunque no la había oído hablar, conocía el timbre de su voz, clara, nítida, sin diapasones sentimentales. Estaba enterado de todo eso, y, sin embargo, no habría podido describirla. Cuando se esforzaba por hacerlo, con la mirada fija en sus cabellos, mientras el tranvía rodaba bajo el sol por las verdes alamedas próximas a la Plaza Italia, sólo conseguía arribar a la convicción de que era dulce, femenina, con unos labios de un rojo pálido y una luz en las mejillas que iluminaba y al propio tiempo diluía los demás rasgos de su cara. El guarda se le acercó. Un poco confundido alargó la moneda (acababa de advertir que la tenía fuertemente asida entre los dedos, como un niño). Se había ubicado cuatro o cinco asientos más atrás, y recordó que antes de hacerlo, en ese segundo en que se mantuvo en pie, buscando, la había visto por la espalda (la acompañaba una amiga, quizá su hermana, sentada a su lado), sin detenerse en ella, que por detrás se confundía con los demás pasajeros, como si su magnetismo femenino sólo obrase por el oficio de sus ojos o de su rostro.
Subían y bajaban los pasajeros. El tranvía seguía rodando, con un estrépito de hierros sin aceitar, quejándose y sacudiendo su armazón estropeada. A los costados se elevaban ahora los altos edificios de la calle Santa Fe, lúcidos de cal hiriente bañada de sol, mientras el guarda, en la plataforma, tiraba enérgicamente del cordón de la campanilla, con la primavera repicando en su sangre.
La muchacha no había vuelto a mirarlo. Hablaba con su compañera, parecía ignorar por completo su presencia. Pero el fluido imponderable continuaba actuando en sus nervios, y eso le decía que estaba tácitamente en comunicación con su pensamiento.
Grupos de mujeres jóvenes, vestidas con telas ligeras, de colores alegres, flotaban en el río del tránsito. El tranvía bogaba como un cetáceo, entre las olas de la calle, los racimos humanos peligrosamente colgados de sus barrotes. Así cargado viraba (con ese chirrido en el que se evade el doloroso cansancio del hierro) por la esquina de Paraguay y Maipú, cuando asomó un inmenso camión, como un monstruo furioso, y se abalanzó rugiendo sobre él. El pasaje gritó, paralizado. Pero la bestia relampagueante cruzó a dos pulgadas de la tragedia. No había sucedido nada. A lo más, unos paquetes que rodaron por el suelo. Pensó, sin embargo, en abandonar el vehículo. Seguiría a pie, o tomaría un taxímetro. Ese armatoste lo inquietaba. Me van a matar cualquier día. Pero en seguida rechazó esos presagios. El tranvía siguió rodando perezosamente; su mismo traqueteo sosegado pareció devolverle la confianza; la risa despreocupada de una pasajera acabó por disipar sus recelos. Además, estaban ya cerca de la calle Corrientes.
Las edificaciones se hicieron familiares, las reconoció: ésa era la cuadra en que habitaba. Tenía que bajar. Pero algo lo ataba a su asiento, algo le impedía dejarlo. Sólo entonces comprendió que era la desconocida, y cuando llegó a la esquina en que debía descender, siguió en su sitio, sin moverse. Es ridículo, pensó, profundamente turbado. Nunca había hecho eso. No acostumbraba seguir a las mujeres que encontraba en la calle. Es cierto que era un hombre solo, que amaba la vida. Es decir, que le habría gustado compartirla con uno de esos seres delicados. Tal vez era su obligación buscarlo. Pero un recato íntimo le impedía confundirse con un perseguidor callejero. Tuvo la impresión de que el guarda lo espiaba, que tiraba con más violencia del cordón de la campanilla. En seguida, viendo su rostro joven y desaprensivo, comprendió que su sospecha era ilógica, puesto que el guarda, probablemente, no lo había visto en su vida. Dejaron atrás la Avenida de Mayo. Habían llegado a los barrios del sur de la ciudad, y se deslizaban ahora por un bulevar espacioso, sólo que marchito, como sin amparo. Al fondo, el humo de las fábricas ensombrecía el cielo. No pueden ir muy lejos, se dijo. Tienen que bajar pronto. El tranvía se iba vaciando. Observó, asimismo, que a medida que se internaba en los suburbios de la población, el día se apagaba paulatinamente.
Atravesaron el Riachuelo, espeso como un vino. Las dos muchachas seguían en sus asientos, sin hablar. A la luz declinante de la tarde discernía sus espaldas rígidas, por las que trepaban las sombras, como devorándolas. El tranvía, poco a poco, fue quedando solitario, sólo ellas (ellas y él) permanecían inmóviles en su sitio. Cayó la noche. Luces siniestras iluminaban una ciudad desconocida. Ojos cargados de crimen los miraban desde la tiniebla. Un viento perverso ambulaba por los rincones de las calles, arrastrando desolación y hojas muertas. No sabía en qué lugar se encontraba ni por qué estaba allí ni adónde se dirigía.
En el interior del tranvía goteaba una claridad amarilla. De vez en cuando subían unos pasajeros esfumados y volvían a desaparecer, misteriosamente, sin que el vehículo se detuviese. Enfilaba dando saltos por una región lamida por el abatimiento, en la que se escurrían sombras apelotonadas, a ras del suelo. En lo alto soplaba el viento enfurecido. Relámpagos como navajas desgarraban la noche. En el seno de la obscuridad se incubaba una tormenta. Truenos apagados rodaban en la lejanía. El tiempo había cambiado. Hacía frío, se sintió helado. Una humedad peligrosa como una fiebre lo calaba hasta los huesos. Y de pronto se derrumbó el temporal. Masas de agua negra caían sobre el tranvía, resonaban los truenos hondamente, como galgas que se despeñan en un precipicio, y el vehículo zigzagueaba en la sombra perseguido por los rayos y los relámpagos.
La tempestad bramó toda la noche. El tranvía siguió corriendo embozado en la cólera nocturna, traqueteando, ciego, tenaz, sin detenerse, como impelido por esa cólera, que sólo cedió al amanecer. Volvió a lucir el sol, pero pálido, ahora sobre una ciudad extraña. ¿Qué ciudad era ésa, que él nunca había visto? Cubos y torres grises sucedíanse unos al lado de otros, y entre sus vagos muros, habitantes de niebla, fantasmales. ¿Hablaban esas gentes, pertenecían a su mundo? Subían y bajaban, él las sentía cerca, rozándolo, y al mismo tiempo lejanas, como irreales, pero amenazantes. Todas parecían a punto de volverse contra él, de mirarlo con ojos de fuego, de desenfundar heladas armas. Pero en seguida el sol se hundió de nuevo, de nuevo reinó la obscuridad. Bandas incógnitas y ebrias saltaban al tranvía, silenciosas o vociferantes, volvían a desaparecer. Los perros aullaban a lo lejos. Y se alzaba el día y caía la noche, y el tranvía seguía rodando sin detenerse.
Sólo las muchachas no se habían movido. Ni hablaban. Ni se volvían a mirarlo.
Ahora la campanilla se agitaba débilmente. La mano del guarda parecía fatigada. La miró asida al cordón, y vio que era una mano de viejo, con la piel rugosa y seca. Siguió la dirección de la mano cuando ésta descendió y, horrorizado, advirtió que el guarda había envejecido: sus cabellos, blancos, lacios, le colgaban como ramas de cerezo sobre los hombros y la espalda; hondas arrugas surcaban su rostro en todas direcciones. Su uniforme, deshilachado, había perdido color y forma.
Tuvo miedo de llevarse la mano a la cara, de mirar siquiera la piel de sus manos. La sangre había dejado de latir en sus sienes. Con los sentidos como suspensos sobre él mismo, ingrávido, ausente, percibía la ascensión penosa de las ruedas por una angosta quebrada. Las horas resbalaban afuera a modo de gotas de tiempo, opacas, por las barbas eternas de las montañas. Luego el tranvía entró en una vasta extensión desierta y se deslizaba ahora sin ruido, blandamente, en medio de un aire inmóvil y congelado. Su marcha era fácil, pero lenta, inquietante. Como si con el ruido hubiera desaparecido algo esencial, algo vital y tranquilizador, semejante a la facultad misma de sentir, de sentirse parte del mundo. Como si bruscamente hubiese ensordecido. Su corazón repicaba con la presión de las alturas. El aire helado se hizo denso. Pareció estacionarse en el interior del tranvía, pesado como el sueño de la arena. En todo el contorno, afuera, no se distinguía el menor signo de vida. Una luz extraña, irreal, estancada como el aire, bajaba de alguna parte sobre el árido paisaje. Casi se respiraba una atmósfera de cripta. Un ligero graznido atrajo su atención. ¿Acaso estaré muerto y...? Se estremeció sin atreverse a completar su pensamiento. Miró frente a él con alarma: sobre el pecho de la muchacha se hallaba posado un buitre. Su plumaje negro parecía descolorido, con esa condición del lodo y la herrumbre, que le daba apariencia repulsiva de rata, de murciélago. Se preguntaba cuándo había entrado allí, por dónde. Y en medio de su preocupación, casi superflua, advirtió con espanto que el pájaro no estaba ocioso, que el avieso pico se ensañaba en uno de los ojos de la muchacha, la cual permanecía rígida como una estatua y muda, como su compañera. Se alzó prontamente de su asiento, para espantar al intruso, y para descubrir en ese mismo instante que una espesa nube de buitres volaba junto al tranvía, escoltándolo. Algunos trataban de introducirse por las ventanillas cerradas y sus picos repiqueteaban en los cristales con un redoble sordo y funeral. No alcanzó a dar dos pasos: por la puerta delantera irrumpió un huracán tenebroso. Las furiosas aves carniceras se estrellaban enceguecidas contra las paredes del tranvía y contra su propio pecho. Se defendió con los puños crispados, golpeando al azar. Esforzábase por proteger sus ojos de la agresión iracunda. La tromba de buitres seguía penetrando inacabable, era cada vez más ávida y poderosa. La sintió encima de él, como una ola. Vaciló. Trastabilló. Fue a caer sobre el filo de uno de los asientos. Un sudor viscoso como la sangre le humedecía la frente. Pudo levantarse de nuevo, comenzó a retroceder. La rabiosa acometida lo empujaba hacia el fondo, hacia atrás. Era un viento de cólera desencadenado, una columna turbia que bajaba sobre su cabeza, un brazo de la muerte. Se debatió unos instantes en el marco de la puerta, enredado en la pierna inerte del guarda allí caído (la tierra volaba bajo sus pies con un hervor de vértigo) antes de lanzarse al vacío.
Oscar Cerruto
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