EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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Mensaje por Rosko Jue Mayo 09, 2013 8:29 pm

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Viajé a Europa con visa de estudiante no porque me interesara estudiar, sino para huir del monótono ritmo de vida que por casi treinta años había llevado en la patria. Sin embargo, al cabo de dos meses en el Viejo Continente, noté que continuaba solo, sin hablar con nadie y con frecuencia deprimido. En un momento dado resolví dividir mi tiempo entre la lectura y la diversión; cuando se me acabara el dinero, me preocuparía ya por conseguir más, ya por obtener un préstamo para comprar un boleto de vuelta a casa.
Traté de relacionarme con mujeres en un bar, pero descubrí que, ahí, ellas anteponían la conversación a los placeres de la carne. Toleré un sinfín de pláticas anodinas antes de convencerme de que en ese lugar no hallaría lo que buscaba. Más tarde visité una casa de mala reputación. Me agradaron esos lugares porque advertí que no debía perder tiempo en cortejos antes de llegar a lo que me interesaba. Tomé a un cuarteto de rameras y luego me percaté de que los gastos que hacía en ese antro amenazaban con dejarme en la calle, o bien, con meterme en problemas con proxenetas. De manera que, desalentado, volví a la casa de huéspedes donde residía. La casera me recordó que yo no estaba ahí gratuitamente. Le aseguré que puntualmente pagaría la renta.
No bien me aislé en mi habitación, suspiré y noté que mi estado anímico no había variado en absoluto gracias a mi paseo por el burdel. No negaré que me excitaba al recordar los exquisitos tratamientos que las putas me habían conferido, pero no podía engañarme respecto de lo que en realidad quería. Tenía ganas de enamorarme de una mujer. Nunca antes me había enamorado. Es probable que más de una vez me haya dejado llevar por la pasión. Ser humano implica entregarse a pertinaces deseos fatalmente. Aún no sabía lo que se siente concebir una imagen femenina sin desear poseerla.
La idea del enamoramiento repercutió negativamente en mi disposición para la lectura. Ese placer no se lleva con las tribulaciones. Nunca me hubiera perdonado hojear más de treinta páginas de una novela para, más tarde, ser incapaz de recordar lo supuestamente leído. De manera que aparté los libros y, cruzado de brazos y cabizbajo, me dediqué a errar por mi dormitorio, al tiempo que pensaba en qué hacer para satisfacer mi pretensión. Volví a la universidad donde me había inscrito para probar suerte con alguna condiscípula. No obstante, la fama que me había ganado en las aulas correspondía a la de un misántropo, amén de que mis constantes ausencias me habían costado varios exámenes reprobados. Afronté algunas críticas de directivos, a quienes traté con tacto antes de marcharme para siempre de la universidad.
El clima decembrino se enfriaba en consonancia con el paso de los segundos. La ropa gruesa me ayudó apenas a contrarrestar el congelamiento progresivo de la médula de mis huesos. Menos mal que en mi cuarto había un precario pero eficiente sistema de calefacción. Lo encendí a toda potencia y esperé pacientemente que un vago calor me rodeara. No bien comencé a sudar, me quité chaqueta y suéter y, en mangas de camisa, me quedé alelado, con la vista fija en la ventana. Era una ventana con dos batientes que se abrían sobre una estrecha calle empedrada, reliquia de tiempos medievales. El calor generado por el calefactor produjo que los cristales, que habían estado profusamente empañados, empezaran a clarearse. Nunca antes me había asomado por esa ventana porque lo que ocurriera en la calle me tenía sin cuidado. Ahora bien, no sería el empedrado el centro de mi interés cuando los cristales quedaran limpios. Lo que me intrigó fue otra ventana, la que enfrentaba a la mía. Estaba cerrada y empañada, pero no totalmente. Agucé la mirada para percibir que sobre uno de sus cristales se hallaba escrita, en el idioma de aquel país, una palabra: “Hola.” No necesito decir que el autor de aquello se había cuidado de que su obra fuera leída por un observador externo.
La caligrafía era típicamente femenina. Aquellos trazos sólo podían haber provenido de una mujer. La letra de la mayoría de las mujeres suele ser muy hermosa, redondeada, legible. Y leí a la perfección el saludo, y sonreí y decidí devolverlo. En un área aún no desempañada de mi ventana escribí la misma palabra que acababa de leer, y acto seguido permanecí expectante, con la esperanza de que mi contestación hubiera sido leída por una chica que, con suerte, no tardaría en abrir su ventana para saber cómo era yo. Sin embargo, el tiempo pasó sin que se produjera el fenómeno que yo esperaba. Como un imbécil, con los brazos en jarras y negándome a parpadear, permanecí enfrentando la ventana aquella, esperando que se abriera. Desalentado, al final me tumbé en la cama y traté de conciliar el sueño.
Desperté por culpa del frío, que se había intensificado durante la noche. Tiritando, me sobrecargué de ropa; una gruesa chamarra y una bufanda aminoraron en cierta medida el efecto del frío. Bajé a la cocina para servirme un café. La casera me barrió con la mirada. La ignoré. Servido el café, volví a mi habitación, cavilando sobre cómo mataría el tiempo. Ya encerrado, me aproximé a la ventana y con una mano aparté un poco del vaho que la cubría. Entonces me quedé estático. Había un nuevo mensaje en el cristal de la otra ventana, donde la víspera había aparecido la palabra “hola”. Ahora leí: “Me llamo Inka.” “Hermoso nombre”, pensé. Respondí el mensaje apuntando a mi vez mi nombre, y de nueva cuenta me quedé a la espera de que la otra ventana se abriera y que por ella asomara la joven. Nada ocurrió.
Aún no promediaba el día cuando ya me reprochaba mi tendencia al romanticismo. Me recriminé en mi fuero interno haberme hecho creer que la habitante del otro cuarto pretendía trabar relación conmigo mediante mensajes. Concluí que aquella chica no hacía sino burlarse a mis expensas. Para mediados de la tarde, ya me había cansado de lamentar mi ingenuidad y de intentar leer. La falta de concentración me hacía imposible comprender una sola de las palabras que veía. Harto del encierro, resolví salir a caminar. No volví a mirar por la ventana antes de abandonar la habitación.
En la calle privaban el frío y la gente. No me sentía de humor para mezclarme con la multitud. Requería soledad. Me eché a andar hacia donde no hubiera nadie. Sin sorprenderme observé que el único punto desprovisto de caminantes era la calle paralela a aquella donde se hallaba mi hogar. Mientras recorría esa cuadra, reparé en que en alguna parte a mi derecha debía de alzarse el edificio habitado por Inka. Aunque me había formado de ésta una opinión desfavorable, no pude evitar darme a la tarea de localizar su vivienda. Si mis cálculos no fallaron, ella residía en un viejo y lúgubre edificio de tres pisos. Tragué saliva al verme ante su fachada. Daba la impresión de que el sepulcral silencio circundante respondía a la necesidad de respetar la estampa siniestra y, sin embargo, imponente de la construcción. Divisé muchas ventanas y en ninguna de ellas di con rostro alguno. Al acercarme al vestíbulo, asumí que el edificio estaba desierto.
Un acceso de temeridad me obligó a empujar la puerta principal; para mi asombro, el batiente cedió. Miré por encima del hombro y, seguro de que nadie me espiaba, avancé. El mantenimiento no se cuidaba ahí desde hacía mucho tiempo. El polvo poblaba pisos, paredes y escaleras, y el estado mismo de los cimientos prometía un derrumbe inevitable. Me hallaba todavía en el vestíbulo cuando escuché un ruido proveniente de uno de los pisos, acaso del más alto. Sin temor comencé a subir las escaleras, cuyos peldaños crujían tanto que temí hundirme junto con ellos en un vacío inestimable. Sin soltar la balaustrada y conteniendo la respiración, ascendí dos tramos de escaleras y escuché un nuevo ruido, que sin duda había sido causado en el tercer piso. Fui hacia allá y me vi ante una puerta apolillada. Me acerqué y tomé el pomo con el ánimo de hacerlo girar, pero en ese momento escuché algunos ruidos que, amén de disuadirme del propósito, me horrorizaron. Lo que escuché fue, en un primer momento, como si algo se arrastrara a través del piso, y acto seguido una especie de lamento indescriptible. Inevitablemente evoqué algunas escenas de la Commedia. Oí entonces que subía el volumen de los espantosos ruidos. Hora de huir.
Descendí las escaleras a todo correr. Durante mi huida me acompañó una sinfonía compuesta por los crujidos de los peldaños y los lamentos venidos de allá arriba. A punto de perder el aliento, abandoné el edificio. Los ruidos cesaron cuando traspasé el umbral. El silencio volvió a imponerse. Ahora no oía más que mi propia respiración agitada. Elevé la vista. El cielo, metálico, albergaba nubarrones grises. En mi dirección soplaba un viento gélido. Me cerré la chamarra hasta el cuello, hundí las manos en los bolsillos y me alejé.
De vuelta en casa, puse el calefactor a la máxima potencia. No me quité la ropa sino hasta que empecé a sudar. Entonces encendí un cigarrillo y me acerqué a la ventana. La vi demasiado empañada; la limpié con la palma de la mano. Mi vista se quedó fija en el cristal de la ventana de enfrente: “¿Por qué no entraste?”, estaba escrito allá. Mi corazón dio un vuelco, mis rodillas flaquearon y de mi mano cayó el cigarrillo, cuya brasa ardiente besó uno de mis pies. Di un respingo y caí sentado un una silla. Intenté serenarme. Al rato volví a asomarme por la ventana y no vi ni rastro del anterior mensaje. En cambio, ahora se leía: “Te estuve esperando.” Ebrio de horror, me metí en la cama y oré.
Si bien durante la noche concluí que me convenía marcharme de aquel país, al amanecer cambié de opinión. No tardé en querer trasladarme de nueva cuenta al viejo edificio, para entrar en el departamento de Inka y conocerla al fin. Pero, justo cuando me creía listo para repetir la aventura, mi aplomo disminuía. Tenía miedo. “Estoy muy sola”, “Quiero que estés conmigo” y “Estaremos juntos siempre” fueron los mensajes que sucedieron a los que me dieron a entender que Inka había advertido mi visita. Me fastidiaba horrorizarme cada vez que descubría la presencia de un mensaje nuevo.
Vagar ante la ventana se convirtió en mi tren de vida. Dejé de comer debidamente. Sólo me alimentaba de cigarrillos y café. Olvidé lo que era dormir. Pese a que había dejado de responder los mensajes para que Inka se olvidara de mí, su deseo de seguir en contacto conmigo continuó. El penúltimo mensaje que escribió decía: “Nos veremos mañana.” Casi me desmayé. Logré alcanzar la cama justo a tiempo para perder el sentido.
Me despertó la casera, quien tocó a la puerta desesperadamente. Me gustó regresar a la vigilia, pues durante mi sueño protagonicé pesadillas sobre encierros, lugares malsanos y decadentes, actos demenciales… Con la lengua pastosa y desaliñado, abrí la puerta. La casera me miró con rabia antes de informarme que, si ese día yo no le pagaba, me tendría que preocupar por pasar la noche en otra parte. Asentí sin convicción y sin apartar la vista de una canasta que la vieja traía colgando del brazo. “Voy al mercado”, dijo, y se marchó dando zancadas. Cerré la puerta y me quedé inmóvil, oyendo un barullo típico; deduje que el mercado al que se había referido la casera se había instalado justo en la calle sobre la que se abría mi ventana. Me acerqué a ésta —nada estaba escrito en ella—, desempañé un ápice del cristal y, con mirada displicente, comprobé que había un mercado allá abajo.
Giré sobre los talones para volver a acostarme. Ahora bien, no me había alejado ni un metro de la ventana cuando me detuve de golpe y miré hacia atrás con extrema lentitud. Algo desconocido me obligó a clavar la vista en el cristal de mi ventana, donde había un mensaje más. ¡Inka lo había puesto ahí! Pero ¿cómo se había impreso su letra en la parte exterior de mi ventana? “Ven ahora.” Vacilante y con la frente perlada de sudor, caminé hacia allá, hacia los batientes. Los abrí y observé entonces que la ventana de Inka también estaba abierta, de par en par. Ella, ella era… Parecía ser muy hermosa. A despecho del frío, se encontraba desnuda. Vi sus senos, su cuello, su pelo renegrido, su…, su rostro extraño. Bellísimo, pero extraño. Ella levantó los brazos como si quisiera recibirme entre ellos, movió los dedos en señal de que quería que yo me acercara, y sonrió. Su hipnótica sonrisa me obligó a obedecer. El alféizar quedaba al nivel de mi cintura. Puse una rodilla en él, pasé una pierna hacia afuera y luego la otra, y después me impulsé con las manos.
Me precipité sobre un puesto de cervezas. Rompí una docena de botellas y la especie de carreta que las había sostenido. Pese a que mi caída no fue muy alta, la gravedad de mis heridas asombró a propios y extraños. Un buen samaritano se encargó de que me trasladaran a un hospital de medio pelo, donde yací sin sentido por un rato. Al cabo desperté y supe que me había quedado inválido. No dramaticé. Como nadie dudara que me hubiera intentado suicidar, tuve que charlar con un psiquiatra. Le aseguré que no había querido quitarme la vida, y agregué lo relativo a los mensajes de Inka. El médico me dio por mi lado.
Días después, una enfermera me examinó y me entregó un periódico local para que me distrajera. En primera plana destacaba la noticia de un joven estudiante que, tras haberse instalado en el cuarto que yo ocupara, también se había tirado al vacío. Él no gozó de mi suerte. Murió al impactarse contra el empedrado —el mercado había brillado por su ausencia. Según la nota, se ignoraban las causas de su suicidio. Nada de suicidio.
Sé lo que le ocurrió. Fue Inka. Me amarga no saber cómo lograré subir ahora hasta su departamento. ¡Si pudiera caminar!


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Mensaje por Armando Lopez Vie Mayo 10, 2013 2:34 am


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Mensaje por Admin Sáb Ago 03, 2013 3:11 am

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