POR SI NO TE VUELVO A VER
EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Historia de Vida y Cartas :: Historias y Relatos de Lilymeth Mena
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POR SI NO TE VUELVO A VER
He de haber medido apenas un metro veinte centímetros. La cama de mi abuelo era de esas altas con patas muy gruesas, de las que tienen postes a los lados para el raso. El abuelo había estado enfermo desde que yo me acuerdo, mucamas iban y venían a su alcoba para atenderle y limpiarle. Yo me paraba de puntillas para mirarlo. De mi abuela ni me acuerdo. Mi madre también había muerto hacía mucho, así que en la casa solo éramos hombres, mi padre, el abuelo enfermo y yo. Las mujeres que nos rodeaban eran todas mucamas o doncellas al servicio de la casa. Mi padre que estaba ahora al cuidado de los cultivos de tabaco era en realidad como un huésped, en ocasiones llegaba solo a dormir y partía otra vez a muy temprana hora. Yo me pasaba las horas vagando por los pasillos de aquel enorme caserío, mirando y remirando los cuadros de los parientes muertos. Las antigüedades que en lugar de decorar, daban un aspecto realmente tétrico a todo el ambiente. El lugar más alegre quizá, era la cocina; mandada a pintar de un amarillo muy subido que según decía la cocinera, había sido escogido y traído de Francia por mi propia abuela. Por las ventanas entraba mucha luz y el olor a pan recién tostado era una maravilla para mis sentidos.
Una mañana escuché decir a mi nana que el abuelo había empeorado, que se tenía que esperar lo peor, le encargó al ama de llaves que escribiera un telegrama para hacer venir a mi padre.
Aunque las mujeres a cargo de la casa eran muy discretas, era imposible ocultar lo que sucedía. Unas traían y llevaban mantas, agua, esponjas.
La nana me hizo bañar y aunque no era domingo me pusieron mi traje oscuro y mis zapatitos de charol.
Por un instante todo aquel movimiento cesó, no más pasos presurosos en los corredores, ni cuchicheos. Entonces me llevaron al cuarto del abuelo. Me dijeron con voz muy quedita que tenia que estarme quieto y muy calladito.
Me dejaron sentado junto a la pared entre la cómoda y la cama del abuelo. Mis pies colgaban y yo los hacia mover en círculos.
Una de las mucamas entró a la habitación acompañada de una de las doncellas más jóvenes, traían un montón de sábanas blancas. Con ellas comenzaron a cubrir todos los espejos de la habitación.
Cuando pasó mucho rato y sentí hambre fui con mi nana y le pedí galletas. Me dijo que tenía que comportarme, que ya habría tiempo después para galletas. ¿Le pregunté entonces por qué habían cubierto los espejos? Nana me dijo suavemente casi en el oído, que mi abuelo ya estaba muy grave y que iba a morir. Que no tenia que tener miedo, porque ahora mi abuelo descansaría de todos los dolores que sufría. Me dijo que aquellos espejos debían cubrirse para que cuando el alma de mi abuelo abandonara su cuerpo, no se quedara atrapada en ninguno de ellos. Por qué a veces las almas se dejan deslumbrar por las cosas bellas, y no hay nada más bello que un alma mirando su propio reflejo.
Me impresionó tanto lo que me dijo la nana que regresé a mi asiento y me quedé muy quieto.
Ya era de noche cuando llegó mi padre todo nervioso y agitado. Venia acompañada de un médico y un sacerdote. En un instante la habitación estaba repleta de gente. Yo no podía dejar de ver al abuelo, esperaba que algo sucediera.
De repente mi abuelo se agitó muy fuerte, su boca se abrió grande pero no dijo nada, Entonces yo me puse atento, deseaba mirar el alma de mi abuelo elevarse por encima del raso de su cama y volar al cielo. Pero no vi nada.
Luego de eso las cosas siguieron como siempre. Mi padre en las plantaciones, y yo perdido en aquella casa. Para mi cumpleaños número doce me regaló una cámara fotográfica, una polaroid instantánea.
Ahí fue donde comenzó mi amor por la fotografía, por capturar imágenes, colores, las miradas de nana, a la cocinera tostando pan. A donde quiera que fuera yo, iba mi cámara.
Aquella tarde de finales de abril hubo una gran tormenta. Mi padre cayó del caballo y lo trajeron a casa muy grave.
Mi nana se paseaba llorando por toda la casa mientras los médicos lo revisaban, pidieron agua caliente, mantas, alcohol.
Le lavaron las heridas, pero nada fue suficiente. Eran las heridas que no se veían las que lo mataban.
Entonces me bañé sin que nadie me lo ordenara, me puse mi traje oscuro y mis zapatos de charol. Entré a la habitación de mi padre y me senté a un lado de su cama. Muchas de las mujeres de la casa lloraban copiosamente. Nana no levantaba la mirada y sumía la nariz en el pañuelo. Esta vez los espejos no fueron cubiertos, tal vez por la premura, por el shock, nadie se acordó de hacerlo.
Yo me quedé muy quieto, esperando, esperando a que algo sucediera como cuando murió el abuelo.
Cuando la tormenta era más fuerte allá afuera, mi padre infló su pecho con aire y luego lo dejó ir. Entonces un delgado hilo de humo blanco salió de la boca de mi padre y se elevó por encima de mi cabeza; cuando estuvo frente al espejo más grande de la habitación, se quedó mirándose con los ojos cubiertos de una ternura que yo jamás había visto en él, se le veía tan tranquilo, tan radiante. Yo saque mi cámara y tomé una fotografía. Luego, la figura de humo blanco se disipó en el aire como el último suspiro de mi padre.
He vivido para capturar cosas que muchos jamás verían si no fuera por mis fotografías.
Ahora que tengo 72 años y estoy muriendo, no he permitido que nadie cubra los espejos de mi habitación.
No le quiero negar a mi alma mirarse a si misma antes de partir.
Lilymeth Mena.
Una mañana escuché decir a mi nana que el abuelo había empeorado, que se tenía que esperar lo peor, le encargó al ama de llaves que escribiera un telegrama para hacer venir a mi padre.
Aunque las mujeres a cargo de la casa eran muy discretas, era imposible ocultar lo que sucedía. Unas traían y llevaban mantas, agua, esponjas.
La nana me hizo bañar y aunque no era domingo me pusieron mi traje oscuro y mis zapatitos de charol.
Por un instante todo aquel movimiento cesó, no más pasos presurosos en los corredores, ni cuchicheos. Entonces me llevaron al cuarto del abuelo. Me dijeron con voz muy quedita que tenia que estarme quieto y muy calladito.
Me dejaron sentado junto a la pared entre la cómoda y la cama del abuelo. Mis pies colgaban y yo los hacia mover en círculos.
Una de las mucamas entró a la habitación acompañada de una de las doncellas más jóvenes, traían un montón de sábanas blancas. Con ellas comenzaron a cubrir todos los espejos de la habitación.
Cuando pasó mucho rato y sentí hambre fui con mi nana y le pedí galletas. Me dijo que tenía que comportarme, que ya habría tiempo después para galletas. ¿Le pregunté entonces por qué habían cubierto los espejos? Nana me dijo suavemente casi en el oído, que mi abuelo ya estaba muy grave y que iba a morir. Que no tenia que tener miedo, porque ahora mi abuelo descansaría de todos los dolores que sufría. Me dijo que aquellos espejos debían cubrirse para que cuando el alma de mi abuelo abandonara su cuerpo, no se quedara atrapada en ninguno de ellos. Por qué a veces las almas se dejan deslumbrar por las cosas bellas, y no hay nada más bello que un alma mirando su propio reflejo.
Me impresionó tanto lo que me dijo la nana que regresé a mi asiento y me quedé muy quieto.
Ya era de noche cuando llegó mi padre todo nervioso y agitado. Venia acompañada de un médico y un sacerdote. En un instante la habitación estaba repleta de gente. Yo no podía dejar de ver al abuelo, esperaba que algo sucediera.
De repente mi abuelo se agitó muy fuerte, su boca se abrió grande pero no dijo nada, Entonces yo me puse atento, deseaba mirar el alma de mi abuelo elevarse por encima del raso de su cama y volar al cielo. Pero no vi nada.
Luego de eso las cosas siguieron como siempre. Mi padre en las plantaciones, y yo perdido en aquella casa. Para mi cumpleaños número doce me regaló una cámara fotográfica, una polaroid instantánea.
Ahí fue donde comenzó mi amor por la fotografía, por capturar imágenes, colores, las miradas de nana, a la cocinera tostando pan. A donde quiera que fuera yo, iba mi cámara.
Aquella tarde de finales de abril hubo una gran tormenta. Mi padre cayó del caballo y lo trajeron a casa muy grave.
Mi nana se paseaba llorando por toda la casa mientras los médicos lo revisaban, pidieron agua caliente, mantas, alcohol.
Le lavaron las heridas, pero nada fue suficiente. Eran las heridas que no se veían las que lo mataban.
Entonces me bañé sin que nadie me lo ordenara, me puse mi traje oscuro y mis zapatos de charol. Entré a la habitación de mi padre y me senté a un lado de su cama. Muchas de las mujeres de la casa lloraban copiosamente. Nana no levantaba la mirada y sumía la nariz en el pañuelo. Esta vez los espejos no fueron cubiertos, tal vez por la premura, por el shock, nadie se acordó de hacerlo.
Yo me quedé muy quieto, esperando, esperando a que algo sucediera como cuando murió el abuelo.
Cuando la tormenta era más fuerte allá afuera, mi padre infló su pecho con aire y luego lo dejó ir. Entonces un delgado hilo de humo blanco salió de la boca de mi padre y se elevó por encima de mi cabeza; cuando estuvo frente al espejo más grande de la habitación, se quedó mirándose con los ojos cubiertos de una ternura que yo jamás había visto en él, se le veía tan tranquilo, tan radiante. Yo saque mi cámara y tomé una fotografía. Luego, la figura de humo blanco se disipó en el aire como el último suspiro de mi padre.
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Ahora que tengo 72 años y estoy muriendo, no he permitido que nadie cubra los espejos de mi habitación.
No le quiero negar a mi alma mirarse a si misma antes de partir.
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