AMADA MIA
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AMADA MIA
Hacía dos meses que el debilitado cuerpo de Agustín no podía salir de la cama. Conforme venia avanzando octubre las noches se le antojaban mas frías. Desde el jueves pasado el calentador estaba prendido todo el tiempo. Irma su mujer iba y venia de la cocina al pie de la cama. Sus arrugadas manos le traían de beber, lo cobijaban bien para que conciliara el sueño. La noche de ayer y una antes, tuvo fiebre muy alta, Irma no se apartó de su lado ni un instante. Le ponía paños húmedos y le acariciaba la frente. Le recordaba aquellos paseos que hacían por el campo, cuando los dos tenían veintitantos. Agustín se dormía sintiendo las cálidas manos de su esposa, escuchando el eco de su dulce voz. Por la mañana un dolor agudo en el estómago lo despertaba, Agustín no recordaba cuando había sido su última comida. Cuando comenzó a no retener nada luego de la quimioterapia, y se desgarró el esófago con tanto vomito, decidieron que era más sano limitarse a una dieta líquida. El medico había venido algún día de la semana pasada, a traerle algunos remedios para el dolor, que en realidad no se lo quitaban. Morfina inyectada cada hora, pero los dolores eran tan fuertes que cada hora ya no bastaba.
–Don Agustín, su condición es terminal. No debiera quedarse aquí. ¿Quiere que llame a su hijo para que venga a cuidarle? Ande, no sea niño. Desde que muriera Doña Irma ustedes no se hablan. ¿No le gustaría volver al hospital? No se quede a morir aquí solo y con pena –Agustín sonreía con las pocas fuerzas que le quedaban a su cuerpo. –Pero doctor, quien le ha dicho que estoy solo?
Lilymeth Mena.
–Don Agustín, su condición es terminal. No debiera quedarse aquí. ¿Quiere que llame a su hijo para que venga a cuidarle? Ande, no sea niño. Desde que muriera Doña Irma ustedes no se hablan. ¿No le gustaría volver al hospital? No se quede a morir aquí solo y con pena –Agustín sonreía con las pocas fuerzas que le quedaban a su cuerpo. –Pero doctor, quien le ha dicho que estoy solo?
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