EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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BELEROFONTE Y QUIMERA

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Mensaje por Roque Vie Mar 08, 2024 12:59 am


BELEROFONTE Y QUIMERA



Belerofonte era hijo de una noble familia de Corinto. Cuando todavía era muy joven, el destino quiso marcar su vida con la tragedia. Sin querer, en un accidente de caza, mató a un hombre. Perseguido por su propia culpa y por la venganza de los parientes, el muchacho tuvo que irse de su ciudad natal. 
Un largo viaje lo llevó hasta Tirintos, donde fue muy bien recibido por el rey, encantado con sus modales de príncipe, su inteligencia y su simpatía. Pero el mal destino seguía persiguiendo a Belerofonte. También la esposa del rey estaba encantada con él y trató de enamorarlo. Cuando el muchacho la rechazó, indignado, ella fue a quejarse con su marido de que Belerofonte había intentado tomarla por la fuerza. 
Había un solo castigo posible para un delito tan grave: la muerte. Pero el rey de Tirintos no quería romper la antigua ley de hospitalidad, que le prohibía matar a un hombre al que hubiera invitado a comer a su mesa. Entonces decidió dejar el castigo a cargo de su suegro. —Quisiera que le llevaras esta carta a mi suegro, que reina en Licia, donde te recibirá con todos los honores —le dijo a Belerofonte. Yóbates, el rey de Licia, recibió al enviado de su yerno con un gran banquete. 
El mensaje que le entregó Belerofonte era muy breve. Decía simplemente: Pero tampoco el rey de Licia quería matar a ese joven apuesto y agradable, que había comido en su mesa. Entonces se le ocurrió una gran idea. Liberarse de dos problemas al mismo tiempo. O, al menos de uno de ellos. Asolaba por entonces toda la región de Licia un espantoso monstruo, hijo, como tantos, de Equidna y Tifón. Era la Quimera, que tenía el torso de león, el resto del cuerpo de dragón, y dos cabezas, una de león y otra de cabra, por las que lanzaba fuego. Este monstruo mataba hombres y animales abrasándolos con sus llamas.
 —Hijo mío —le dijo a Belerofonte—. Estoy dispuesto a compartir mi reino, dándole la mano de mi hija a quien libre a mi país de la Quimera.
 —Dígame dónde está ese monstruo. ¡Yo lo mataré! —aseguró Belerofonte, que se sentía observado por los bellos ojos negros de la hija del rey, cuyas llamas podían quemar el corazón de un hombre casi tanto como las de la Quimera. 
Excelente, pensó el rey. Si la Quimera mataba a Belerofonte, cumpliría con su yerno. Si Belerofonte mataba a la Quimera, al menos se vería libre del monstruo. Y si tenía mucha suerte, podrían matarse el uno al otro. Belerofonte viajó hacia el Sur. Sabía que allí sería más fácil encontrar al monstruo. Ya no estaba tan tranquilo y tan seguro como en el banquete del palacio.
 Por el camino, la gente trataba de disuadirlo, contándole de qué manera horrible habían muerto otros jóvenes héroes en lucha contra la Quimera. Acampaba a orillas de un río, cuando vio un espectáculo asombroso, que jamás hubiera imaginado. Un caballo blanco, desplegando sus enormes alas, bajaba del cielo para beber de las aguas.
 Era Pegaso, el caballo alado, el hijo de Medusa y Poseidón, que había brotado del cuerpo de la horrenda Medusa cuando el héroe Perseo le cortó la cabeza. Belerofonte se dio cuenta de que solo podría vencer al monstruo si conseguía montar en ese extraordinario animal. Pero ¿cómo? Apenas trataba de acercarse, el caballo levantaba vuelo. Y sin embargo, no escapaba del todo, se quedaba siempre a su alcance. De pronto, una mujer enorme, imponente y hermosa con su escudo y su lanza, se apareció ante él. Era la diosa Atenea, que venía a ayudarlo, compadecida de su destino. Atenea le entregó a Belerofonte unas bridas y riendas de oro. —Si logras colocárselas, Pegaso se dejará montar. 
Muchos días y mucha paciencia empleó el muchacho para hacerse amigo del caballo alado y conseguir que se dejara colocar las bridas de oro. Por fin lo logró y se montó en el animal. Cuando Pegaso salió volando por el aire, Belerofonte disfrutó del viento en la cara, miró las casas y los ríos pequeños allí abajo y sintió que era el dueño del mundo. La lucha contra Quimera no fue larga. El héroe trató en primer lugar de mantenerla a raya con sus flechas. Pero el monstruo se acercaba cada vez más, decidido a quemarlo con su aliento de llamas. Entonces, Belerofonte puso en práctica un plan que se le había ocurrido mientras domesticaba a Pegaso. Empuñó una lanza muy larga, con la punta de acero templado, como todas. En esa punta había ensartado un trozo de plomo, un metal blando que se funde con facilidad. Belerofonte atacó a la Quimera con su lanza y le metió en la boca la bola de metal. Fundido por el calor de las llamas que lanzaba la Quimera, el plomo derretido le atravesó la garganta, destruyendo sus órganos vitales. Yóbates estaba desconcertado, pero contento. ¡Se había librado de la Quimera! Sin embargo, seguía en deuda con su yerno. Y tampoco tenía apuro en casar a su hija con ese extranjero, por valiente que fuera. Para tratar de remediar la situación, se le ocurrieron otras pruebas. Así, envió primero a Belerofonte a luchar contra los sólimos, un pueblo famoso por su ansia guerrera, que asolaba las fronteras de Licia. Por supuesto, Belerofonte casi no necesitó ayuda para destruir el ejército de los sólimos. A continuación, acompañado por un grupo de valientes, el héroe se enfrentó a las amazonas, y una vez más logró vencer. En otra ocasión, sus enemigos le tendieron una emboscada, de la que salió sin una herida después de matarlos a todos. Ahora sí, Yóbates estaba lleno de admiración por sus hazañas. Entonces le mostró a Belerofonte la carta de su yerno y le ofreció el premio que deseara por haber librado a su reino de tantos males. —Nada deseo —dijo Belerofonte—, sino lo que me prometiste: la mano de tu hija menor. Así, Belerofonte se casó con la hermana de la mujer que tanto había hecho para perderlo. Y fueron muy felices hasta un día desgraciado en que el destino trágico volvió a alcanzar al héroe. Belerofonte quería más. No le alcanzaba con ser famoso y adorado por sus hazañas. Muchos habían matado monstruos. Muchos habían triunfado en la guerra. Él quería realizar una proeza tan grande que fuera única en la historia de los humanos. Montado en Pegaso, se propuso llegar hasta el mismísimo Olimpo. Pero Zeus no podía permitir que se alterara el orden del Universo. El Cielo no es el lugar de los mortales. Y, fulminándolo con uno de sus rayos, lo precipitó a tierra.
 


Ana María Shua. 
Libro Dioses Y Héroes De La Mitología Griega




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