El torrero Ole
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El torrero Ole
El torrero Ole
-¡En el mundo todo es subir y bajar, y bajar y subir! Yo no puedo subir ya más arriba -dijo el torrero Ole-. Arriba y abajo, abajo y arriba; la mayoría han de pasar por ello. A fin de cuentas, todos acabamos siendo torreros, para ver desde lo alto la vida y las cosas.
Así hablaba Ole en su torre, mi amigo el viejo vigía, un hombre jovial, que parecía decir todo lo que llevaba dentro, pero que, sin embargo, se guardaba muchas cosas y muy serias en el fondo del corazón. Era hijo de buena familia, afirmaban algunos. Según ellos, era hijo de un consejero diplomático o podía haberlo sido. Había estudiado, había llegado a profesor auxiliar y a ayudante de sacristán, pero, ¿de qué servía todo eso? Cuando vivía en casa del sacristán, todo lo tenía gratis. Era joven y guapo, según dicen. Quería limpiarse las botas con crema brillante, pero el sacristán sólo le daba betún ordinario; por eso estalló la desavenencia entre ellos. Uno habló de avaricia, el otro de vanidad, el betún fue el negro motivo de la enemistad, y así se separaron. Pero lo que había exigido al sacristán, lo exigía a todo el mundo: crema brillante; y le daban siempre vulgar betún. Por eso huyó de los hombres y se hizo ermitaño; pero en una ciudad, un puesto de ermitaño que al mismo tiempo permita ganarse la vida sólo se encuentra en un campanario. A él se subió, pues, y se instaló, fumando su pipa en su solitaria morada, mirando arriba y abajo, reflexionando sobre lo que veía y contando a su manera lo que había visto y lo que no, lo que había leído en los libros y dentro de sí mismo. Yo le prestaba con frecuencia algo que leer, libros recomendables: «Dime con quién andas y te diré quién eres». No daba un maravedí por las novelas para institutrices inglesas, ni por las francesas, compuestas de una mezcla de aire y tallos de rosa; lo que quería eran relatos vividos, libros sobre las maravillas de la Naturaleza. Yo lo visitaba por lo menos una vez al año, generalmente los primeros días de enero; el cambio de año siempre solía sugerirle algún pensamiento nuevo e interesante.
Les relataré dos de mis visitas, y me atendré a sus palabras lo más fielmente que pueda.
Primera visita
Entre los libros que últimamente había prestado a Ole, había uno sobre el sílice que le había interesado y divertido de una manera especial.
-Son unos verdaderos matusalenes esos sílices -dijo-, y pasamos junto a ellos sin prestarles la menor atención. También yo lo he hecho en el campo y en la playa, donde están a montones. Caminamos sobre los adoquines, sin pensar en que son vestigios de la más remota antigüedad. Yo mismo lo he hecho. Pero desde ahora, cada losa puede contar con todos mis respetos. Gracias por el libro, que me ha enriquecido, me ha librado de mis viejas ideas y costumbres y me ha hecho venir ganas de enterarme de más cosas. La novela de la Tierra es la más notable de todas, no cabe duda. Lástima que no podamos leer los primeros capítulos, por no conocer el lenguaje. Hay que leer en todos los estratos de la Tierra, en los guijarros, en los diversos períodos geológicos, y sólo en la sexta parte aparecen los personajes humanos, el señor Adán y la señora Eva. Muchos lectores encuentran que vienen algo tarde; preferirían que salieran desde el principio, pero a mí me da igual. Es una novela llena de aventuras, en la que todos desempeñamos un papel. Nos movemos y ajetreamos, y, sin embargo, estamos siempre en el mismo sitio; pero la esfera gira sin abocarnos encima el océano. La corteza que pisamos se aguanta firme, no nos hundimos en ella; y todo esto en un proceso que viene durando desde hace millones de años. ¡Gracias por el libro sobre los guijarros! ¡Lo que nos contarían, si pudiesen hablar! ¿No es una satisfacción convertirme por un momento en un cero, aunque se esté tan alto como yo estoy, y que de repente os recuerden que todos, incluso los más lustrosos, no somos en esta Tierra más que hormigas efímeras, incluso las hormigas llenas de condecoraciones, las hormigas de primera clase? ¡Se siente uno tan ridículamente joven, frente a esas piedras venerables, que cuentan millones de años! La víspera de Año Nuevo estuve leyendo este libro, y me enfrasqué tanto en él, que me olvidé de ir a ver mi espectáculo habitual en esta fecha: «La salvaje tropa de Amager». Claro, usted no sabe lo que es eso.
Todo el mundo ha oído hablar de la cabalgata de las brujas sobre sus palos de escoba. Se celebra en el Blocksberg, la noche de San Juan. Pero tenemos otra cabalgata, no menos salvaje, aunque más nacional y moderna, que acude a Amager la noche de Año Nuevo. Todos los malos poetas, poetisas, actores, periodistas y artistas de la publicidad, verdadera hueste de gente inútil, se congregan en Amager en dicho día, montados a horcajadas sobre sus pinceles o plumas de ganso; las de acero no pueden llevarlas, son demasiado rígidas. Como ya dije, presencio este espectáculo cada Nochevieja. Podría dar el nombre de la mayoría de los concurrentes, pero es gente con la que no interesa entablar relaciones. Además, tampoco a ellos les gusta mucho que el público se entere de su viaje a Amager, montados en sus plumas de ganso. Tengo una especie de prima, una vendedora de pescado, que, según ella dice, suministra tres hojas de palabras malévolas, muy acreditadas por lo demás; estuvo allí como invitada, pero la echaron, pues ni maneja la pluma de ganso ni sabe montar. Ella lo ha contado. La mitad de lo que dice es mentira, pero nos basta con el resto. La ceremonia empezó con cantos: cada invitado había compuesto su canción, y cada uno cantó la suya, que a su juicio era la mejor. Pero todo venía a ser lo mismo. Luego desfilaron en corrillos los que se imponen por su mucha labia; eran los que dan las grandes campanadas. Les siguieron los tamborileros menores, que lo pregonan todo en las familias. Allí se daban a conocer los que escriben sin dar su nombre, es decir, los que hacen pasar betún ordinario por crema brillante. Allí estaban el verdugo y su asistente, y éste era el más entusiasta, pues de otro modo no le habrían hecho caso. Y también estaba el buen basurero, que vierte el cubo y lo califica de «bueno, muy bueno, excelente».
En medio de tanta diversión, pues todo el mundo debía divertirse, salió del pozo un tallo, un árbol, una flor monstruosa, un gran hongo, tan ancho como un tejado; era la cucaña de la respetable asamblea, de la que colgaba todo lo que había dado al mundo en el curso del año que acababa de transcurrir. De ella saltaban chispas como llamaradas; eran todos los pensamientos e ideas ajenos que ellos se habían apropiado, y que ahora se desprendían y salían despedidos como un castillo de fuegos artificiales. Se representó una mascarada, y los poetastros recitaron sus producciones. Los más graciosos hicieron juegos de palabras, pues no se toleraban cosas de menor categoría. Los chistes resonaban como si fueran golpes de ollas vacías contra la puerta. Según mi prima, fue divertidísimo. En realidad dijo muchas cosas más, tan maliciosas como entretenidas, pero me las callo, pues hay que ser buena persona, pero no charlatán. Por lo dicho se habrá hecho cargo de que, sabiendo lo que allí ocurre, es más que natural que cada noche de Año Nuevo uno esté atento para presenciar el desfile de la tropa salvaje. Si un año echo de menos algunos, otros ocupan su puesto. Pero esta vez no vi a ninguno de los invitados; los guijarros me transportaron a muchas leguas de ellos, a millones de años de distancia, contemplando cómo las piedras se soltaban con estrépito y marchaban a la deriva arrastradas por los hielos, mucho antes de que se hubiese construido el arca de Noé. Las veía caer al fondo y emerger de nuevo sobre un banco de arena que, sobresaliendo del agua, decía: «¡Esto será Zelanda!». Las vi convertirse en refugios de aves de especies desconocidas y de caudillos salvajes que aún conocemos menos, hasta que el hacha imprimió sus runas en algunas piedras, que luego pudieron servir para el cómputo del tiempo. Pero yo me había esfumado por completo, convertido en nada. Cayeron entonces tres, cuatro estrellas fugaces, magníficas y brillantes, y los pensamientos tomaron otra dirección. Usted sabrá seguramente lo que es una estrella fugaz. Pues los sabios no lo saben. Yo tengo mis ideas acerca de ellas, y de mis ideas parto. ¡Cuántas veces se pronuncia, con íntimo sentimiento de gratitud, el nombre del que ha creado cosas tan buenas y admirables! Con frecuencia la gratitud es silenciosa, pero no se pierde por ello. Yo imagino que la recoge el sol, y uno de sus rayos lleva el sentimiento hasta el bienhechor. Si es un pueblo entero el que envía su agradecimiento a lo largo de los años, entonces éste llega como un ramillete, que se deposita sobre la tumba del bienhechor. Para mí resulta un verdadero placer el contemplar el paso de una estrella fugaz -especialmente en la noche de Año Nuevo-, conjeturar a quién irá dirigido aquel ramillete de gratitud. Hace poco cayó una brillantísima, hacia el Sudoeste, una acción de gracias de muchas y muchas personas ¿A quién iría destinada? Sin duda cayó en la ladera del fiordo de Flensburg, donde el Darebrog acaricia con su hálito la tumba de Schleppegrell, Lässöe y sus compañeros. Una cayó en el centro del país, cerca de Sorö, un ramo sobre la tumba de Holberg, expresión de gratitud de tantos y tantos por sus bellas obras teatrales.
Es un magnífico pensamiento, y reconfortante, el de saber que una estrella fugaz caerá sobre nuestra sepultura. No será sobre la mía, es cierto, ningún rayo de sol me traerá palabras de gratitud, pues no habrá motivo. Yo no daré lustre a nada -terminó Ole-, mi sino en el mundo ha sido el servir de betún ordinario.
Segunda visita
Era Año Nuevo cuando me presenté en la torre; Ole me habló de las copas que se vacían con ocasión del trasiego del viejo goteo al nuevo goteo, como él llamaba al año. Luego me contó su historia de las copas, que no dejaba de tener su miga.
Cuando el reloj da las doce campanadas en la última noche del año, las gentes, reunidas en torno a la mesa, levantan las copas y brindan por el año que empieza. Se entra en él con el vaso en la mano; buen principio para los bebedores. Si se inicia yéndose a la cama, entonces es buen principio para los holgazanes. En el transcurso del año, el sueño desempeñará, indudablemente un importante papel, pero las copas también. ¿Sabe usted quién habita en las copas? -me preguntó-. Pues moran en ellas la salud, la alegría y el desenfreno, y también el enojo y la amarga desventura. Cuando cuento las copas, cuento, naturalmente, los brindis que se hacen para las distintas personas.
¿Ves? La primera copa es la de la salud. En ella crece la hierba salutífera. Si la fijas en las vigas, al término del año podrás estar en la glorieta de la salud.
Toma ahora la segunda copa. De ella volará un pajarito, piando ingenua y alegremente, por lo que el hombre aguzará el oído, y tal vez cantará con él: «¡La vida es bella! ¡No agachemos la cabeza! ¡Valor y adelante!».
De la tercera copa saldrá un mocito alado; no se le puede llamar un ángel, pues tiene sangre y mentalidad de duende, no por malicia, sino por pura travesura. Si se coloca detrás de la oreja, nos inspira una alegre ocurrencia. Si se instala en nuestro corazón, éste se calienta tanto que uno se siente retozón, se vuelve una buena cabeza a juicio de las demás cabezas.
En la cuarta copa no hay hierbas, ni pájaros, ni chiquillos; en ella se encuentra la norma del entendimiento, y nunca hay que salirse de la norma.
Si tomas la quinta copa, llorarás sobre ti mismo, sentirás una alegría interior o te desahogarás de una manera u otra. Saltará de la copa, con un chasquido, el príncipe Carnaval, locuaz y travieso; te arrastrará y te olvidarás de tu dignidad, suponiendo que la tengas. Olvidarás más cosas de las que debieras. Todo será baile, canto y bullicio; las máscaras te llevarán con ellas; las hijas del diablo, vestidas de seda y terciopelo, vendrán con el pelo suelto y los hermosos miembros -¡huye de ellas si puedes!
La sexta copa... ¡Oh!, en ella está Satán en persona, un hombrecillo bien vestido, elocuente, agradable, amabilísimo, que te comprenderá perfectamente, te dará siempre la razón, será todo tu YO. Acudirá con una linterna y te guiará a casa. Existe una vieja leyenda acerca de aquel santo que debía elegir uno entre los siete pecados capitales, y, pareciéndole que sería el menor, escogió la embriaguez, y de este modo se quedó con los seis restantes. El hombre y el diablo mezclan su sangre, ésta es la sexta copa, y entonces proliferan todos los gérmenes del mal, cada uno de los cuales se alza con una fuerza semejante a la de la semilla de mostaza de la Biblia, que crece hasta convertirse en un árbol y se extiende por el mundo entero; y a la mayoría no les queda entonces más remedio que ir a parar al crisol para ser refundidos.
-Ésta es la historia de las copas -dijo el torrero Ole-. Y puede contarse junto con la de la crema brillante y el betún. Yo le pongo las dos a su disposición.
Tal fue la segunda visita a Ole. Si te apetece saber más de él, habrá que menudear esas visitas.
Hans Christian Andersen
-¡En el mundo todo es subir y bajar, y bajar y subir! Yo no puedo subir ya más arriba -dijo el torrero Ole-. Arriba y abajo, abajo y arriba; la mayoría han de pasar por ello. A fin de cuentas, todos acabamos siendo torreros, para ver desde lo alto la vida y las cosas.
Así hablaba Ole en su torre, mi amigo el viejo vigía, un hombre jovial, que parecía decir todo lo que llevaba dentro, pero que, sin embargo, se guardaba muchas cosas y muy serias en el fondo del corazón. Era hijo de buena familia, afirmaban algunos. Según ellos, era hijo de un consejero diplomático o podía haberlo sido. Había estudiado, había llegado a profesor auxiliar y a ayudante de sacristán, pero, ¿de qué servía todo eso? Cuando vivía en casa del sacristán, todo lo tenía gratis. Era joven y guapo, según dicen. Quería limpiarse las botas con crema brillante, pero el sacristán sólo le daba betún ordinario; por eso estalló la desavenencia entre ellos. Uno habló de avaricia, el otro de vanidad, el betún fue el negro motivo de la enemistad, y así se separaron. Pero lo que había exigido al sacristán, lo exigía a todo el mundo: crema brillante; y le daban siempre vulgar betún. Por eso huyó de los hombres y se hizo ermitaño; pero en una ciudad, un puesto de ermitaño que al mismo tiempo permita ganarse la vida sólo se encuentra en un campanario. A él se subió, pues, y se instaló, fumando su pipa en su solitaria morada, mirando arriba y abajo, reflexionando sobre lo que veía y contando a su manera lo que había visto y lo que no, lo que había leído en los libros y dentro de sí mismo. Yo le prestaba con frecuencia algo que leer, libros recomendables: «Dime con quién andas y te diré quién eres». No daba un maravedí por las novelas para institutrices inglesas, ni por las francesas, compuestas de una mezcla de aire y tallos de rosa; lo que quería eran relatos vividos, libros sobre las maravillas de la Naturaleza. Yo lo visitaba por lo menos una vez al año, generalmente los primeros días de enero; el cambio de año siempre solía sugerirle algún pensamiento nuevo e interesante.
Les relataré dos de mis visitas, y me atendré a sus palabras lo más fielmente que pueda.
Primera visita
Entre los libros que últimamente había prestado a Ole, había uno sobre el sílice que le había interesado y divertido de una manera especial.
-Son unos verdaderos matusalenes esos sílices -dijo-, y pasamos junto a ellos sin prestarles la menor atención. También yo lo he hecho en el campo y en la playa, donde están a montones. Caminamos sobre los adoquines, sin pensar en que son vestigios de la más remota antigüedad. Yo mismo lo he hecho. Pero desde ahora, cada losa puede contar con todos mis respetos. Gracias por el libro, que me ha enriquecido, me ha librado de mis viejas ideas y costumbres y me ha hecho venir ganas de enterarme de más cosas. La novela de la Tierra es la más notable de todas, no cabe duda. Lástima que no podamos leer los primeros capítulos, por no conocer el lenguaje. Hay que leer en todos los estratos de la Tierra, en los guijarros, en los diversos períodos geológicos, y sólo en la sexta parte aparecen los personajes humanos, el señor Adán y la señora Eva. Muchos lectores encuentran que vienen algo tarde; preferirían que salieran desde el principio, pero a mí me da igual. Es una novela llena de aventuras, en la que todos desempeñamos un papel. Nos movemos y ajetreamos, y, sin embargo, estamos siempre en el mismo sitio; pero la esfera gira sin abocarnos encima el océano. La corteza que pisamos se aguanta firme, no nos hundimos en ella; y todo esto en un proceso que viene durando desde hace millones de años. ¡Gracias por el libro sobre los guijarros! ¡Lo que nos contarían, si pudiesen hablar! ¿No es una satisfacción convertirme por un momento en un cero, aunque se esté tan alto como yo estoy, y que de repente os recuerden que todos, incluso los más lustrosos, no somos en esta Tierra más que hormigas efímeras, incluso las hormigas llenas de condecoraciones, las hormigas de primera clase? ¡Se siente uno tan ridículamente joven, frente a esas piedras venerables, que cuentan millones de años! La víspera de Año Nuevo estuve leyendo este libro, y me enfrasqué tanto en él, que me olvidé de ir a ver mi espectáculo habitual en esta fecha: «La salvaje tropa de Amager». Claro, usted no sabe lo que es eso.
Todo el mundo ha oído hablar de la cabalgata de las brujas sobre sus palos de escoba. Se celebra en el Blocksberg, la noche de San Juan. Pero tenemos otra cabalgata, no menos salvaje, aunque más nacional y moderna, que acude a Amager la noche de Año Nuevo. Todos los malos poetas, poetisas, actores, periodistas y artistas de la publicidad, verdadera hueste de gente inútil, se congregan en Amager en dicho día, montados a horcajadas sobre sus pinceles o plumas de ganso; las de acero no pueden llevarlas, son demasiado rígidas. Como ya dije, presencio este espectáculo cada Nochevieja. Podría dar el nombre de la mayoría de los concurrentes, pero es gente con la que no interesa entablar relaciones. Además, tampoco a ellos les gusta mucho que el público se entere de su viaje a Amager, montados en sus plumas de ganso. Tengo una especie de prima, una vendedora de pescado, que, según ella dice, suministra tres hojas de palabras malévolas, muy acreditadas por lo demás; estuvo allí como invitada, pero la echaron, pues ni maneja la pluma de ganso ni sabe montar. Ella lo ha contado. La mitad de lo que dice es mentira, pero nos basta con el resto. La ceremonia empezó con cantos: cada invitado había compuesto su canción, y cada uno cantó la suya, que a su juicio era la mejor. Pero todo venía a ser lo mismo. Luego desfilaron en corrillos los que se imponen por su mucha labia; eran los que dan las grandes campanadas. Les siguieron los tamborileros menores, que lo pregonan todo en las familias. Allí se daban a conocer los que escriben sin dar su nombre, es decir, los que hacen pasar betún ordinario por crema brillante. Allí estaban el verdugo y su asistente, y éste era el más entusiasta, pues de otro modo no le habrían hecho caso. Y también estaba el buen basurero, que vierte el cubo y lo califica de «bueno, muy bueno, excelente».
En medio de tanta diversión, pues todo el mundo debía divertirse, salió del pozo un tallo, un árbol, una flor monstruosa, un gran hongo, tan ancho como un tejado; era la cucaña de la respetable asamblea, de la que colgaba todo lo que había dado al mundo en el curso del año que acababa de transcurrir. De ella saltaban chispas como llamaradas; eran todos los pensamientos e ideas ajenos que ellos se habían apropiado, y que ahora se desprendían y salían despedidos como un castillo de fuegos artificiales. Se representó una mascarada, y los poetastros recitaron sus producciones. Los más graciosos hicieron juegos de palabras, pues no se toleraban cosas de menor categoría. Los chistes resonaban como si fueran golpes de ollas vacías contra la puerta. Según mi prima, fue divertidísimo. En realidad dijo muchas cosas más, tan maliciosas como entretenidas, pero me las callo, pues hay que ser buena persona, pero no charlatán. Por lo dicho se habrá hecho cargo de que, sabiendo lo que allí ocurre, es más que natural que cada noche de Año Nuevo uno esté atento para presenciar el desfile de la tropa salvaje. Si un año echo de menos algunos, otros ocupan su puesto. Pero esta vez no vi a ninguno de los invitados; los guijarros me transportaron a muchas leguas de ellos, a millones de años de distancia, contemplando cómo las piedras se soltaban con estrépito y marchaban a la deriva arrastradas por los hielos, mucho antes de que se hubiese construido el arca de Noé. Las veía caer al fondo y emerger de nuevo sobre un banco de arena que, sobresaliendo del agua, decía: «¡Esto será Zelanda!». Las vi convertirse en refugios de aves de especies desconocidas y de caudillos salvajes que aún conocemos menos, hasta que el hacha imprimió sus runas en algunas piedras, que luego pudieron servir para el cómputo del tiempo. Pero yo me había esfumado por completo, convertido en nada. Cayeron entonces tres, cuatro estrellas fugaces, magníficas y brillantes, y los pensamientos tomaron otra dirección. Usted sabrá seguramente lo que es una estrella fugaz. Pues los sabios no lo saben. Yo tengo mis ideas acerca de ellas, y de mis ideas parto. ¡Cuántas veces se pronuncia, con íntimo sentimiento de gratitud, el nombre del que ha creado cosas tan buenas y admirables! Con frecuencia la gratitud es silenciosa, pero no se pierde por ello. Yo imagino que la recoge el sol, y uno de sus rayos lleva el sentimiento hasta el bienhechor. Si es un pueblo entero el que envía su agradecimiento a lo largo de los años, entonces éste llega como un ramillete, que se deposita sobre la tumba del bienhechor. Para mí resulta un verdadero placer el contemplar el paso de una estrella fugaz -especialmente en la noche de Año Nuevo-, conjeturar a quién irá dirigido aquel ramillete de gratitud. Hace poco cayó una brillantísima, hacia el Sudoeste, una acción de gracias de muchas y muchas personas ¿A quién iría destinada? Sin duda cayó en la ladera del fiordo de Flensburg, donde el Darebrog acaricia con su hálito la tumba de Schleppegrell, Lässöe y sus compañeros. Una cayó en el centro del país, cerca de Sorö, un ramo sobre la tumba de Holberg, expresión de gratitud de tantos y tantos por sus bellas obras teatrales.
Es un magnífico pensamiento, y reconfortante, el de saber que una estrella fugaz caerá sobre nuestra sepultura. No será sobre la mía, es cierto, ningún rayo de sol me traerá palabras de gratitud, pues no habrá motivo. Yo no daré lustre a nada -terminó Ole-, mi sino en el mundo ha sido el servir de betún ordinario.
Segunda visita
Era Año Nuevo cuando me presenté en la torre; Ole me habló de las copas que se vacían con ocasión del trasiego del viejo goteo al nuevo goteo, como él llamaba al año. Luego me contó su historia de las copas, que no dejaba de tener su miga.
Cuando el reloj da las doce campanadas en la última noche del año, las gentes, reunidas en torno a la mesa, levantan las copas y brindan por el año que empieza. Se entra en él con el vaso en la mano; buen principio para los bebedores. Si se inicia yéndose a la cama, entonces es buen principio para los holgazanes. En el transcurso del año, el sueño desempeñará, indudablemente un importante papel, pero las copas también. ¿Sabe usted quién habita en las copas? -me preguntó-. Pues moran en ellas la salud, la alegría y el desenfreno, y también el enojo y la amarga desventura. Cuando cuento las copas, cuento, naturalmente, los brindis que se hacen para las distintas personas.
¿Ves? La primera copa es la de la salud. En ella crece la hierba salutífera. Si la fijas en las vigas, al término del año podrás estar en la glorieta de la salud.
Toma ahora la segunda copa. De ella volará un pajarito, piando ingenua y alegremente, por lo que el hombre aguzará el oído, y tal vez cantará con él: «¡La vida es bella! ¡No agachemos la cabeza! ¡Valor y adelante!».
De la tercera copa saldrá un mocito alado; no se le puede llamar un ángel, pues tiene sangre y mentalidad de duende, no por malicia, sino por pura travesura. Si se coloca detrás de la oreja, nos inspira una alegre ocurrencia. Si se instala en nuestro corazón, éste se calienta tanto que uno se siente retozón, se vuelve una buena cabeza a juicio de las demás cabezas.
En la cuarta copa no hay hierbas, ni pájaros, ni chiquillos; en ella se encuentra la norma del entendimiento, y nunca hay que salirse de la norma.
Si tomas la quinta copa, llorarás sobre ti mismo, sentirás una alegría interior o te desahogarás de una manera u otra. Saltará de la copa, con un chasquido, el príncipe Carnaval, locuaz y travieso; te arrastrará y te olvidarás de tu dignidad, suponiendo que la tengas. Olvidarás más cosas de las que debieras. Todo será baile, canto y bullicio; las máscaras te llevarán con ellas; las hijas del diablo, vestidas de seda y terciopelo, vendrán con el pelo suelto y los hermosos miembros -¡huye de ellas si puedes!
La sexta copa... ¡Oh!, en ella está Satán en persona, un hombrecillo bien vestido, elocuente, agradable, amabilísimo, que te comprenderá perfectamente, te dará siempre la razón, será todo tu YO. Acudirá con una linterna y te guiará a casa. Existe una vieja leyenda acerca de aquel santo que debía elegir uno entre los siete pecados capitales, y, pareciéndole que sería el menor, escogió la embriaguez, y de este modo se quedó con los seis restantes. El hombre y el diablo mezclan su sangre, ésta es la sexta copa, y entonces proliferan todos los gérmenes del mal, cada uno de los cuales se alza con una fuerza semejante a la de la semilla de mostaza de la Biblia, que crece hasta convertirse en un árbol y se extiende por el mundo entero; y a la mayoría no les queda entonces más remedio que ir a parar al crisol para ser refundidos.
-Ésta es la historia de las copas -dijo el torrero Ole-. Y puede contarse junto con la de la crema brillante y el betún. Yo le pongo las dos a su disposición.
Tal fue la segunda visita a Ole. Si te apetece saber más de él, habrá que menudear esas visitas.
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Roana Varela- Moderadora
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Marcela Noemí Silva- Admin
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