MI PEOR DESAYUNO
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MI PEOR DESAYUNO
Era una mañana fría de invierno cuando amanecí en ese pequeño cubículo de hospital, una cortina verde roída cubría la mitad de la vista que tenía del resto de la enorme habitación que compartía con otras cinco camas. Recordaba el día anterior claramente, me había internado por la tarde al romper fuente y esperé un rato antes de pasar al quirofano para dar a luz a mi primer hijo.
Mamá me había echado de casa meses antes sin preguntarme si quiera si el padre del bebé nos quería o si teníamos a donde ir, que comer.
De todas formas yo moría de ganas por que ella estuviera conmigo y fuera compañera de mi embarazo, del crecimiento de su nieto. Pero no fue así.
Llegué sola al hospital y dí todos los datos que me parecieron prudentes, los datos de "aquel" por si algo malo pasaba. Para que le llamaran y supiera. Por si le interesara saber que habría sido de nosotros. Si estábamos bien.
Quise estirarme para recibir el sol pero no pude, me sentía muy cansada y debilitada, la fuerte luz que inundaba toda la habitación me resultaba incómoda. Me trajeron el desayuno, un pan de caja todo seco envuelto en una servilleta, peras en almíbar que no sabían a nada, algo blancuzco que parecía huevo pero sabía a pescado, dos galletas duras y un atole frío.
Finalmente vino una enfermera con un pequeño bulto en brazos.
-Este es tu hijo, lo traje para que intentes darle de comer.
Casi de inmediato lo desvestí, le revisé todo su cuerpecito, dedos, pies, rodillas, orejas, todo estaba en su lugar, mi bebé era una creación hermosa y perfecta con olor a galletas recién horneadas. Ese olorcillo dulzón pero suave que te llega a la sala desde la cocina una tarde de Abril.
Fue de lo más extraño darle el pecho a Patricio, sus pequeños labios se aferraban a la vida que brotaba de mi tímido pezón inexperto.
Luego de eso vino la misma enfermera amable y se lo llevó.
Imprimí un beso rápido en una de sus manitas. Mi nene.
No me di cuenta pero me ganó el sueño, mi cuerpo pesaba una tonelada y sentía las manos dormidas. Pasado un rato una mirada fija y sombría me despertó, era la chica de la cama de al lado, demacrada y despeinada que me miraba fijamente.
-Te ves bien para lo que te pasó. Eres de las afortunadas.
No dije nada, no sabía que decir, ni entendí su comentario. Su bata de hospital era vieja y se veía sucia. Su cuerpo muy delgado y mal trecho. No se le veía nada bien.
-Necesitas que te cheque el médico.
Le dije en el tono más serio posible. Yo escuché muchas veces de muchachas que mueren por que se les deja dentro un pedazo de placenta y esas cosas. Ella hizo una mueca que no entendí, me dijo que si se veía bien o no, ya no importaba, que incluso ya no importaba como se sentía.
Me dijo que el sufrimiento era ya algo muy lejano y que ya había aceptado su "estado" actual, que la vida era un sueño y la muerte también, que por fin había renunciado a los dos.
Terminado su extraño discurso se levanto de la cama y empezó a avanzar lentamente hacía el pasillo, solo hasta ese momento advertí que la parte baja de su bata estaba llena de sangre. Su cama estaba igualmente empapada en sangre muy espesa y oscura.
Grité, no pude evitar el espanto. Ella se volteo hacía mi y me dijo que no temiera, que donde estamos ya no hay abuso, ni dolor.
Entonces lo entendí todo.
La mañana anterior no di a luz, mi hijo no nació.
Yo ya no estaba en el mismo mundo que mi madre. En el mismo mundo que "él".
Mi bebé y yo estábamos atrapados en alguna especie de dimensión, habíamos muerto sobre la fría mesa del quirofano, y nadie estuvo ahí para ayudarnos, quizá no había nada por hacer.
Sin embargo, aquí estaba yo, entre estas seis camas grises, ocupadas cada una con uña triste historia y una triste mujer.
Pero yo tenía más que ellas, infinitamente mucho más. A mi todas las mañanas esa enfermera del infierno me trae a mi pequeño para que lo alimente y este con él un momento. Puedo sostener su cuerpecito y sentir su abrazo, puedo darle de mi absurda leche materna y escuchar sus movimientos, su respiración. Por eso, este viva o no, atrapada o no, cociente o no, todos los días me termino todo el desayuno para tener suficiente leche y poder alimentar a mi bebé.
Lilymeth Mena
Mamá me había echado de casa meses antes sin preguntarme si quiera si el padre del bebé nos quería o si teníamos a donde ir, que comer.
De todas formas yo moría de ganas por que ella estuviera conmigo y fuera compañera de mi embarazo, del crecimiento de su nieto. Pero no fue así.
Llegué sola al hospital y dí todos los datos que me parecieron prudentes, los datos de "aquel" por si algo malo pasaba. Para que le llamaran y supiera. Por si le interesara saber que habría sido de nosotros. Si estábamos bien.
Quise estirarme para recibir el sol pero no pude, me sentía muy cansada y debilitada, la fuerte luz que inundaba toda la habitación me resultaba incómoda. Me trajeron el desayuno, un pan de caja todo seco envuelto en una servilleta, peras en almíbar que no sabían a nada, algo blancuzco que parecía huevo pero sabía a pescado, dos galletas duras y un atole frío.
Finalmente vino una enfermera con un pequeño bulto en brazos.
-Este es tu hijo, lo traje para que intentes darle de comer.
Casi de inmediato lo desvestí, le revisé todo su cuerpecito, dedos, pies, rodillas, orejas, todo estaba en su lugar, mi bebé era una creación hermosa y perfecta con olor a galletas recién horneadas. Ese olorcillo dulzón pero suave que te llega a la sala desde la cocina una tarde de Abril.
Fue de lo más extraño darle el pecho a Patricio, sus pequeños labios se aferraban a la vida que brotaba de mi tímido pezón inexperto.
Luego de eso vino la misma enfermera amable y se lo llevó.
Imprimí un beso rápido en una de sus manitas. Mi nene.
No me di cuenta pero me ganó el sueño, mi cuerpo pesaba una tonelada y sentía las manos dormidas. Pasado un rato una mirada fija y sombría me despertó, era la chica de la cama de al lado, demacrada y despeinada que me miraba fijamente.
-Te ves bien para lo que te pasó. Eres de las afortunadas.
No dije nada, no sabía que decir, ni entendí su comentario. Su bata de hospital era vieja y se veía sucia. Su cuerpo muy delgado y mal trecho. No se le veía nada bien.
-Necesitas que te cheque el médico.
Le dije en el tono más serio posible. Yo escuché muchas veces de muchachas que mueren por que se les deja dentro un pedazo de placenta y esas cosas. Ella hizo una mueca que no entendí, me dijo que si se veía bien o no, ya no importaba, que incluso ya no importaba como se sentía.
Me dijo que el sufrimiento era ya algo muy lejano y que ya había aceptado su "estado" actual, que la vida era un sueño y la muerte también, que por fin había renunciado a los dos.
Terminado su extraño discurso se levanto de la cama y empezó a avanzar lentamente hacía el pasillo, solo hasta ese momento advertí que la parte baja de su bata estaba llena de sangre. Su cama estaba igualmente empapada en sangre muy espesa y oscura.
Grité, no pude evitar el espanto. Ella se volteo hacía mi y me dijo que no temiera, que donde estamos ya no hay abuso, ni dolor.
Entonces lo entendí todo.
La mañana anterior no di a luz, mi hijo no nació.
Yo ya no estaba en el mismo mundo que mi madre. En el mismo mundo que "él".
Mi bebé y yo estábamos atrapados en alguna especie de dimensión, habíamos muerto sobre la fría mesa del quirofano, y nadie estuvo ahí para ayudarnos, quizá no había nada por hacer.
Sin embargo, aquí estaba yo, entre estas seis camas grises, ocupadas cada una con uña triste historia y una triste mujer.
Pero yo tenía más que ellas, infinitamente mucho más. A mi todas las mañanas esa enfermera del infierno me trae a mi pequeño para que lo alimente y este con él un momento. Puedo sostener su cuerpecito y sentir su abrazo, puedo darle de mi absurda leche materna y escuchar sus movimientos, su respiración. Por eso, este viva o no, atrapada o no, cociente o no, todos los días me termino todo el desayuno para tener suficiente leche y poder alimentar a mi bebé.
Lilymeth Mena
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