PELUSA EN MIS RECUERDOS
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PELUSA EN MIS RECUERDOS
Pelusa en mis recuerdos...
Aquella casa era como un castillo tenebroso con enormes cuartos a media luz, el papel tapiz que cubría las paredes era sórdido, deprimente, de un color olivo muy bajo que muchas veces llegue a sospechar que la abuela había elegido para hacernos callar, y como no si tan solo de mirarlo te comía las fuerzas, creo que hasta el grillo mas cantarín se moriría de tristeza entre aquellas paredes, el baño del recibidor me daba pánico, dios sabe cuantas veces me aguante las ganas de orinar con tal de no entrar a ese baño, los muebles antiguos tallados al estilo colonial habitaban por toda la casa, como si fueran hermanos o primos todos se parecían entre si y eran del mismo color de madera oscura, de un café tan cargado que de noche parecían negros, un ejercito de negros que nos cuidaban de hacer travesuras, las sillas del comedor eran tan altas que para sentarnos a comer en ellas teníamos que doblar las piernas debajo de las nalgas, de otro modo, no comías, ese comedor, como recuerdo a mi bola de primos jugando a las escondidas ahí abajo, no se como nos divertíamos si era bien fácil ver nuestros pares de pies entre el suelo y el largo mantel traído de Francia por una de las tías mas viejas.
La cocina era de techos y paredes en un tono mas grisáceo pero sin romper el ambiente conservador, en aquel entonces parecía que los muebles estaban hechos para gigantes, alcanzar un vaso del escurridor o de la alacena era como un tormento chiquito, las vitrinas y alacenas eran altas, los vasos y tazas estaban en la segunda repisa muy fuera del alcance de una enana como yo, en la parte alta estaban las charolas de plata y el juego de te de porcelana fina. Al fondo de la cocina había una puerta trasera que daba al garaje que a su vez daba al jardín, una de las razones por las que entraba a esa cocina pese a que me daba un miedo terrible era por que me gustaba mirar através de los cristales de esa puerta, ponía los pies de puntitas y me asomaba para ver a la perrita de la casa allá afuera amarrada a su casita de madera, la “pelusa” se me quedaba mirando alegremente moviendo el rabo y ladrándome, cuando me cansaba de tener mis pies en vertical me subía a la silla que estaba al centro de la cocina junto a la mesita, ahí estaba la jaula del “güero” cubierta por un largo paño con flores, el canario de la abuela que justo unos minutos antes que se ocultara el sol llenaba toda la casa con su alegre canto, tenia la pechuga redondita y blanca, dicen que los canarios son todos amarillos pero este no, este era casi anaranjado.
Cuando coincidíamos de visita con otros primos nos gustaba jugar en las escaleras, nos subíamos al segundo piso y hacíamos apuestas o ajustábamos algún castigo, cuando estábamos todos de acuerdo nos dejábamos caer de nalgas escalón por escalón hasta llegar al piso de abajo, era un escándalo y unas carcajadas que ahora comprendo por que la abuela se la pasaba gruñéndonos y gritándonos “cállense, bájense de ahí” de momento le hacíamos caso pero nomás estábamos esperando a ver a que hora se descuidaba para empezar otra carrera.
Siempre que volvíamos de visitar esa casa yo regresaba con las rodillas raspadas y el vestido sucio, Ah¡ pero como me divertía.
Cuando papá y la abuela se retiraron la palabra dejamos de visitar esa casa muchos años, ni siquiera íbamos para las navidades, el día de las madres o la cena de año nuevo, afortunadamente jamás resentimos el distanciamiento con la familia de papá por que si algo le sobraban a mis padres eran buenos amigos, pasábamos los días de fiesta en casa de gente que no solo era agradable sino que para hacer las cosas aun mas perfectas generalmente tenían hijos para jugar con nosotros.
Años después cuando volví a esa casa me lleve una impresión muy fuerte, todo estaba exactamente igual y sin embargo nada era como lo recordaba, el baño del recibidor no daba miedo, era tan solo un baño pequeño, oscuro y feo, la cocina tampoco daba miedo era una cocina anticuada, fría y húmeda, no pude evitar asomarme por los cristales de la puerta trasera, ahí estaba la casita de la “pelusa”, solo dios sabe el escalofrío que recorrió mi espalda cuando vi el collar casi desbaratado por la intemperie sujeto al final de la correa, en la pared del garaje colgando de un clavo estaba la jaula del “güero”, un día vino el gato…y lo atrapó.
Con la mirada casi mojada retiré la vista de aquellos despojos de mi infancia, me inundó una melancolía cubierta por una tristeza inocente, los recuerdos de mi hermosa niñez se reducían a esas cosas materiales tan desgastadas, una casita con techo triangular con sus tablitas despegadas y una jaula oxidada pendiente de un clavo flojo.
Tomé un vaso de la segunda repisa de la alacena y lo llené de agua, no sabes que sorpresa me llevé cuando al inclinar la cabeza para beber descubrí hasta arriba de la vitrina aquel frasco enorme de cristal donde mi tía la solterona guardaba las galletas de canela, recordé cuando uno de mis primos se subió a la silla mas alta para alcanzar el frasco, se puso de rodillas sobre la misma vitrina con el frasco entre las piernas y repartió las galletas como se reparte el oro que se roba a un banco en las películas del viejo oeste, cuando mi tía entró a la cocina ya no quedaban galletas, todo corrimos para donde se pudo, nos escondimos en la tina del baño de arriba, debajo del comedor, atrás del sillón grande de la sala, el jardín, una sonrisa de niña se me escapo de los labios, una sonrisa que me dura hasta el día de hoy cada vez que recuerdo a mi tía que no dejaba de agitar las manos en el aire y no paraba de gritar “de la nalgada no te libras, de la nalgada no te libras, de la nalgada...”
Lilymeth Mena.
Aquella casa era como un castillo tenebroso con enormes cuartos a media luz, el papel tapiz que cubría las paredes era sórdido, deprimente, de un color olivo muy bajo que muchas veces llegue a sospechar que la abuela había elegido para hacernos callar, y como no si tan solo de mirarlo te comía las fuerzas, creo que hasta el grillo mas cantarín se moriría de tristeza entre aquellas paredes, el baño del recibidor me daba pánico, dios sabe cuantas veces me aguante las ganas de orinar con tal de no entrar a ese baño, los muebles antiguos tallados al estilo colonial habitaban por toda la casa, como si fueran hermanos o primos todos se parecían entre si y eran del mismo color de madera oscura, de un café tan cargado que de noche parecían negros, un ejercito de negros que nos cuidaban de hacer travesuras, las sillas del comedor eran tan altas que para sentarnos a comer en ellas teníamos que doblar las piernas debajo de las nalgas, de otro modo, no comías, ese comedor, como recuerdo a mi bola de primos jugando a las escondidas ahí abajo, no se como nos divertíamos si era bien fácil ver nuestros pares de pies entre el suelo y el largo mantel traído de Francia por una de las tías mas viejas.
La cocina era de techos y paredes en un tono mas grisáceo pero sin romper el ambiente conservador, en aquel entonces parecía que los muebles estaban hechos para gigantes, alcanzar un vaso del escurridor o de la alacena era como un tormento chiquito, las vitrinas y alacenas eran altas, los vasos y tazas estaban en la segunda repisa muy fuera del alcance de una enana como yo, en la parte alta estaban las charolas de plata y el juego de te de porcelana fina. Al fondo de la cocina había una puerta trasera que daba al garaje que a su vez daba al jardín, una de las razones por las que entraba a esa cocina pese a que me daba un miedo terrible era por que me gustaba mirar através de los cristales de esa puerta, ponía los pies de puntitas y me asomaba para ver a la perrita de la casa allá afuera amarrada a su casita de madera, la “pelusa” se me quedaba mirando alegremente moviendo el rabo y ladrándome, cuando me cansaba de tener mis pies en vertical me subía a la silla que estaba al centro de la cocina junto a la mesita, ahí estaba la jaula del “güero” cubierta por un largo paño con flores, el canario de la abuela que justo unos minutos antes que se ocultara el sol llenaba toda la casa con su alegre canto, tenia la pechuga redondita y blanca, dicen que los canarios son todos amarillos pero este no, este era casi anaranjado.
Cuando coincidíamos de visita con otros primos nos gustaba jugar en las escaleras, nos subíamos al segundo piso y hacíamos apuestas o ajustábamos algún castigo, cuando estábamos todos de acuerdo nos dejábamos caer de nalgas escalón por escalón hasta llegar al piso de abajo, era un escándalo y unas carcajadas que ahora comprendo por que la abuela se la pasaba gruñéndonos y gritándonos “cállense, bájense de ahí” de momento le hacíamos caso pero nomás estábamos esperando a ver a que hora se descuidaba para empezar otra carrera.
Siempre que volvíamos de visitar esa casa yo regresaba con las rodillas raspadas y el vestido sucio, Ah¡ pero como me divertía.
Cuando papá y la abuela se retiraron la palabra dejamos de visitar esa casa muchos años, ni siquiera íbamos para las navidades, el día de las madres o la cena de año nuevo, afortunadamente jamás resentimos el distanciamiento con la familia de papá por que si algo le sobraban a mis padres eran buenos amigos, pasábamos los días de fiesta en casa de gente que no solo era agradable sino que para hacer las cosas aun mas perfectas generalmente tenían hijos para jugar con nosotros.
Años después cuando volví a esa casa me lleve una impresión muy fuerte, todo estaba exactamente igual y sin embargo nada era como lo recordaba, el baño del recibidor no daba miedo, era tan solo un baño pequeño, oscuro y feo, la cocina tampoco daba miedo era una cocina anticuada, fría y húmeda, no pude evitar asomarme por los cristales de la puerta trasera, ahí estaba la casita de la “pelusa”, solo dios sabe el escalofrío que recorrió mi espalda cuando vi el collar casi desbaratado por la intemperie sujeto al final de la correa, en la pared del garaje colgando de un clavo estaba la jaula del “güero”, un día vino el gato…y lo atrapó.
Con la mirada casi mojada retiré la vista de aquellos despojos de mi infancia, me inundó una melancolía cubierta por una tristeza inocente, los recuerdos de mi hermosa niñez se reducían a esas cosas materiales tan desgastadas, una casita con techo triangular con sus tablitas despegadas y una jaula oxidada pendiente de un clavo flojo.
Tomé un vaso de la segunda repisa de la alacena y lo llené de agua, no sabes que sorpresa me llevé cuando al inclinar la cabeza para beber descubrí hasta arriba de la vitrina aquel frasco enorme de cristal donde mi tía la solterona guardaba las galletas de canela, recordé cuando uno de mis primos se subió a la silla mas alta para alcanzar el frasco, se puso de rodillas sobre la misma vitrina con el frasco entre las piernas y repartió las galletas como se reparte el oro que se roba a un banco en las películas del viejo oeste, cuando mi tía entró a la cocina ya no quedaban galletas, todo corrimos para donde se pudo, nos escondimos en la tina del baño de arriba, debajo del comedor, atrás del sillón grande de la sala, el jardín, una sonrisa de niña se me escapo de los labios, una sonrisa que me dura hasta el día de hoy cada vez que recuerdo a mi tía que no dejaba de agitar las manos en el aire y no paraba de gritar “de la nalgada no te libras, de la nalgada no te libras, de la nalgada...”
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