LAS DOS REBECAS
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LAS DOS REBECAS
Los sábados por las mañanas, Rebeca y su madre suelen ir al mercado de pulgas que se pone en la avenida central. Si quieres antigüedades y curiosidades, es ahí a donde debes ir. En esos lugares se encuentra de todo, hasta lo que uno menos se imagina. Cuando Rebeca vio aquel marco de madera tallado a mano no pudo evitar comprar ese espejo. El hombre que se lo vendió dijo que el espejo tenía por lo menos cincuenta años. Se lo había comprado a la hija de una vecina muy anciana que había pasado a mejor vida, y que lo tenia por objeto muy querido.
El espejo quedó postrado perfectamente sobre el tocador de Rebeca. Todas las mañanas la chica salía de bañarse y se sentaba frente a su nueva adquisición. Sin dejar de mirarse, como en una especie de sopor. Se secaba el cabello y se lo cepillaba. Se vestía, se maquillaba. Era como si pudiera ver algo más que su simple reflejo.
Cuando llegaba de la escuela lo primero que hacia era sentarse en el tocador. Dejaba los libros a un lado y se quedaba ahí por largo tiempo. A veces la madre se asomaba a la habitación de su hija, la miraba sentada ahí en febril contemplación, rozando con delicadeza las puntas de los dedos sobre su mejilla. Como si estuviera delante de algo tan hermoso que mereciera ser adorado.
Los meses pasaron y era notable el cambio de hábitos de la joven. Ya no pasaba tiempo con sus amigas, no escribía con la frecuencia acostumbrada en su diario, y su apetito era de contentillo. Aunque se le notaba más delgada, su rostro seguía siendo muy hermoso. Pero, quien no es hermoso a los veinte años?
Mientras Rebeca se admira con la tersura de su piel y sus sonrosadas mejillas. La otra Rebeca, la que vive adentro del espejo la observa con envidia. Esta Rebeca no es como la que se sienta durante horas a adorarse. Aunque físicamente el parecido es innegable, la otra muchacha, la que vive atrapada en un mundo lleno de sombras, tiene ese brillo de inconfundible maldad en los ojos, una mueca perversa que deja juntar un poco de saliva en la comisura de sus labios.
Todo lo que la verdadera Rebeca posee en sentimientos, valores y virtudes. La otra Rebeca también lo tiene pero revertido. Es la versión bizarra, por eso su belleza se nota turbia. Por eso mira con ojos hambrientos su “yo” que está del otro lado. Por que esa tiene lo que ella no.
La luna llena es cubierta ligeramente por un puñado de nubes. Rebeca, sentada en su tocador, cepilla su cabello antes de irse a dormir. Se siente tan suave entre sus dedos y se mira tan brillante en el espejo, que hoy le toma más tiempo del acostumbrado.
Las nubes se apartan con el viento sur poco a poco, dejando caer de lleno la luz blanquecina sobre toda superficie. Un rayo de luna fugitivo pega sobre el espejo de Rebeca, permitiéndole tan solo por unos segundos, mirar a la otra Rebeca dentro del espejo. La chica advierte aquellos ojos vacíos de vida, la mueca macabra que tuerce ligeramente esos labios, los nudillos engarrotados de contener tanto, esa palidez que solo existe en los que no tienen alma.
De un brinco la joven se levanta del tocador y cubre el espejo con su toalla. La luna va quedando de nuevo cubierta por nubes espesas que no cuelan ningún rayo.
Durante los siguientes días Rebeca no sabe si deshacerse del espejo, devolverlo al mercado de pulgas, quizá, regalarlo.
Al final decide romperlo, pensando que aquel es un espejo maldito, y que solo así salvara a cualquier otra persona de mirar lo que ella no desea volver a ver.
Su madre le pregunta que sucedió con el espejo, la muchacha le dice que tuvo que mover el tocador y se rompió por accidente. Para darle una sorpresa, su madre lo remplaza por uno redondo con marco moderno en tono rosa. Rebeca sonríe complacida por el obsequio.
Después de bañarse, Rebeca se sienta frente a su tocador para secarse el cabello. Del lado opuesto, la otra Rebeca la mira con envidia.
Lilymeth Mena.
El espejo quedó postrado perfectamente sobre el tocador de Rebeca. Todas las mañanas la chica salía de bañarse y se sentaba frente a su nueva adquisición. Sin dejar de mirarse, como en una especie de sopor. Se secaba el cabello y se lo cepillaba. Se vestía, se maquillaba. Era como si pudiera ver algo más que su simple reflejo.
Cuando llegaba de la escuela lo primero que hacia era sentarse en el tocador. Dejaba los libros a un lado y se quedaba ahí por largo tiempo. A veces la madre se asomaba a la habitación de su hija, la miraba sentada ahí en febril contemplación, rozando con delicadeza las puntas de los dedos sobre su mejilla. Como si estuviera delante de algo tan hermoso que mereciera ser adorado.
Los meses pasaron y era notable el cambio de hábitos de la joven. Ya no pasaba tiempo con sus amigas, no escribía con la frecuencia acostumbrada en su diario, y su apetito era de contentillo. Aunque se le notaba más delgada, su rostro seguía siendo muy hermoso. Pero, quien no es hermoso a los veinte años?
Mientras Rebeca se admira con la tersura de su piel y sus sonrosadas mejillas. La otra Rebeca, la que vive adentro del espejo la observa con envidia. Esta Rebeca no es como la que se sienta durante horas a adorarse. Aunque físicamente el parecido es innegable, la otra muchacha, la que vive atrapada en un mundo lleno de sombras, tiene ese brillo de inconfundible maldad en los ojos, una mueca perversa que deja juntar un poco de saliva en la comisura de sus labios.
Todo lo que la verdadera Rebeca posee en sentimientos, valores y virtudes. La otra Rebeca también lo tiene pero revertido. Es la versión bizarra, por eso su belleza se nota turbia. Por eso mira con ojos hambrientos su “yo” que está del otro lado. Por que esa tiene lo que ella no.
La luna llena es cubierta ligeramente por un puñado de nubes. Rebeca, sentada en su tocador, cepilla su cabello antes de irse a dormir. Se siente tan suave entre sus dedos y se mira tan brillante en el espejo, que hoy le toma más tiempo del acostumbrado.
Las nubes se apartan con el viento sur poco a poco, dejando caer de lleno la luz blanquecina sobre toda superficie. Un rayo de luna fugitivo pega sobre el espejo de Rebeca, permitiéndole tan solo por unos segundos, mirar a la otra Rebeca dentro del espejo. La chica advierte aquellos ojos vacíos de vida, la mueca macabra que tuerce ligeramente esos labios, los nudillos engarrotados de contener tanto, esa palidez que solo existe en los que no tienen alma.
De un brinco la joven se levanta del tocador y cubre el espejo con su toalla. La luna va quedando de nuevo cubierta por nubes espesas que no cuelan ningún rayo.
Durante los siguientes días Rebeca no sabe si deshacerse del espejo, devolverlo al mercado de pulgas, quizá, regalarlo.
Al final decide romperlo, pensando que aquel es un espejo maldito, y que solo así salvara a cualquier otra persona de mirar lo que ella no desea volver a ver.
Su madre le pregunta que sucedió con el espejo, la muchacha le dice que tuvo que mover el tocador y se rompió por accidente. Para darle una sorpresa, su madre lo remplaza por uno redondo con marco moderno en tono rosa. Rebeca sonríe complacida por el obsequio.
Después de bañarse, Rebeca se sienta frente a su tocador para secarse el cabello. Del lado opuesto, la otra Rebeca la mira con envidia.
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