BROTES DE IMPACIENCIA
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BROTES DE IMPACIENCIA
Brotes de impaciencia.
Como todo niño de seis años, Lalo era curioso y juguetón. Constantemente su madre tenía que reprenderlo para apaciguar sus ímpetus. Era vivillo y locuaz. Intrépido y muy inteligente, ya sabía leer y escribir.
Un jueves por la noche mientras su madre jugaba canasta con unas amigas, el pequeño se había dedicado a atar las agujetas de los zapatos de las invitadas entre si. Ya podrás imaginarte el escándalo que se armo cuando la señora Berta quiso ir al baño por enésima vez. Aquellas que quisieron ponerse de pie para ayudar a la amiga en desgracia, no solo no pudieron ayudarle, sino que cayeron sobre ella una tras otra como fichas de domino.
Alicia, madre de Lalo, tenía que ponerle un castigo para que aprendiera a respetar a las señoras que gentilmente le hacen compañía cada semana a su abandonada progenitora.
Así que cada mañana cuando su madre preparaba la comida, el niño debía “limpiar” el arroz o los frijoles para que se echaran a cocer. Con toda pereza el chiquillo comenzaba separando con algunos deditos sobre la mesa, las semillas buenas, de las pequeñas piedrecitas, o las ramitas secas que se cuelan en la bolsa de a kilo. Para Lalo no era un castigo, era un suplicio inaguantable, un total fastidio. El montón de semillas que le daban a limpiar parecía inagotable. La cacerola donde debía poner los granos limpios, no se llenaba nunca.
A veces terminaba durmiéndose sobre la mesa llena de arroz, con los brazos entrecruzados sosteniendole la cabeza.
Con las semillas de frijol era un poco menos aburrido, comenzaba acomodando muchos frijolitos en formación y simulaba que eran soldados preparándose para atacar a los del bando contrario.
Una vez se metió un frijol a la boca, se lo fue pasando de lado a lado con la lengua. Cuando el frijol estuvo demasiado blando, perdió la piel. El sabor del frijol desnudo era extraño y desagradable. Así que lo escupió debajo de la mesa. Muchas otras veces volvió a repetir su descubrimiento, pero en cuanto el frijol soltaba la piel, iba a dar al suelo.
Como Lalito aun no entraba a la escuela primaria. Dedicaba el total de sus días a jugar y explorar en el jardín o en el patio trasero. Ya había sido cazador en África, soldado en una guerra de un país muy lejano a su casa, se había colgado de los tendederos hasta tirar todas las sabanas blancas al suelo, y ya le había cortado las pestañas y los bigotes al señor “Cascabel”, el gato de la familia.
Como todo niño travieso y mal criado, Lalo se negaba últimamente a bañarse. Era como un castigo más. La nana le tallaba fuertemente detrás de las orejas, los codos y las rodillas, hasta dejarlo adolorido y colorado. Cada vez que escuchaba a su madre pedirle a la nana que pusiera agua a calentar para darle un baño, el niño salía disparado a buscar algún escondite. Seguido su plan daba resultado. Lograba evadir el agua y los tallones de la nana hasta por una semana.
Un día la abuela llegó de visita. Cuando la criatura corrió a recibirla y ver sus regalos, la anciana percibió un mal olor en el niño. De inmediato lo envió a bañar diciéndole que no le daría los obsequios que traía para él si no se daba un baño.
Sin otro remedio Lalo se sometió a los tallones inmisericordes de su nana, quien le dijo que ya hacia muchos días no se bañaba y seguramente por eso olía muy mal.
Uno de los presentes traídos por la abuela era un carrito de bomberos de madera con todo y campanita, pintado en color rojo. Lalo se la pasaba horas jugando con él.
Una tarde mientras la abuela bebía una taza de te. El niño se le acercó y la abuela sintió el mismo extraño hedor. La abuela notó que ese olorcillo le venia de las orejas y la nariz, pero no sabia que era.
Esa misma tarde la abuela debía volver a su casa.
Pasaron los días y debido a la poca atención de la madre o lo escurridizo que era el niño, el olor del muchacho empeoró. Y unas extrañas ramitas verdes comenzaron a brotarle de los oídos, la nariz y el ombligo.
Cuando su madre se dio cuenta de este fenómeno, el niño ya era una enredadera con patas.
El medico le explico que el niño se había introducido en algún momento sin que nadie lo notara, algunos frijoles, que con el tiempo habían germinado y brotado.
Alicia estaba tan molesta, que decidió darle un castigo ejemplar.
Desde aquella tarde Lalito se mantiene de pie, casi sin hablar ni moverse, en la sala de estar. Como planta de ornato.
Lilymeth Mena.
Como todo niño de seis años, Lalo era curioso y juguetón. Constantemente su madre tenía que reprenderlo para apaciguar sus ímpetus. Era vivillo y locuaz. Intrépido y muy inteligente, ya sabía leer y escribir.
Un jueves por la noche mientras su madre jugaba canasta con unas amigas, el pequeño se había dedicado a atar las agujetas de los zapatos de las invitadas entre si. Ya podrás imaginarte el escándalo que se armo cuando la señora Berta quiso ir al baño por enésima vez. Aquellas que quisieron ponerse de pie para ayudar a la amiga en desgracia, no solo no pudieron ayudarle, sino que cayeron sobre ella una tras otra como fichas de domino.
Alicia, madre de Lalo, tenía que ponerle un castigo para que aprendiera a respetar a las señoras que gentilmente le hacen compañía cada semana a su abandonada progenitora.
Así que cada mañana cuando su madre preparaba la comida, el niño debía “limpiar” el arroz o los frijoles para que se echaran a cocer. Con toda pereza el chiquillo comenzaba separando con algunos deditos sobre la mesa, las semillas buenas, de las pequeñas piedrecitas, o las ramitas secas que se cuelan en la bolsa de a kilo. Para Lalo no era un castigo, era un suplicio inaguantable, un total fastidio. El montón de semillas que le daban a limpiar parecía inagotable. La cacerola donde debía poner los granos limpios, no se llenaba nunca.
A veces terminaba durmiéndose sobre la mesa llena de arroz, con los brazos entrecruzados sosteniendole la cabeza.
Con las semillas de frijol era un poco menos aburrido, comenzaba acomodando muchos frijolitos en formación y simulaba que eran soldados preparándose para atacar a los del bando contrario.
Una vez se metió un frijol a la boca, se lo fue pasando de lado a lado con la lengua. Cuando el frijol estuvo demasiado blando, perdió la piel. El sabor del frijol desnudo era extraño y desagradable. Así que lo escupió debajo de la mesa. Muchas otras veces volvió a repetir su descubrimiento, pero en cuanto el frijol soltaba la piel, iba a dar al suelo.
Como Lalito aun no entraba a la escuela primaria. Dedicaba el total de sus días a jugar y explorar en el jardín o en el patio trasero. Ya había sido cazador en África, soldado en una guerra de un país muy lejano a su casa, se había colgado de los tendederos hasta tirar todas las sabanas blancas al suelo, y ya le había cortado las pestañas y los bigotes al señor “Cascabel”, el gato de la familia.
Como todo niño travieso y mal criado, Lalo se negaba últimamente a bañarse. Era como un castigo más. La nana le tallaba fuertemente detrás de las orejas, los codos y las rodillas, hasta dejarlo adolorido y colorado. Cada vez que escuchaba a su madre pedirle a la nana que pusiera agua a calentar para darle un baño, el niño salía disparado a buscar algún escondite. Seguido su plan daba resultado. Lograba evadir el agua y los tallones de la nana hasta por una semana.
Un día la abuela llegó de visita. Cuando la criatura corrió a recibirla y ver sus regalos, la anciana percibió un mal olor en el niño. De inmediato lo envió a bañar diciéndole que no le daría los obsequios que traía para él si no se daba un baño.
Sin otro remedio Lalo se sometió a los tallones inmisericordes de su nana, quien le dijo que ya hacia muchos días no se bañaba y seguramente por eso olía muy mal.
Uno de los presentes traídos por la abuela era un carrito de bomberos de madera con todo y campanita, pintado en color rojo. Lalo se la pasaba horas jugando con él.
Una tarde mientras la abuela bebía una taza de te. El niño se le acercó y la abuela sintió el mismo extraño hedor. La abuela notó que ese olorcillo le venia de las orejas y la nariz, pero no sabia que era.
Esa misma tarde la abuela debía volver a su casa.
Pasaron los días y debido a la poca atención de la madre o lo escurridizo que era el niño, el olor del muchacho empeoró. Y unas extrañas ramitas verdes comenzaron a brotarle de los oídos, la nariz y el ombligo.
Cuando su madre se dio cuenta de este fenómeno, el niño ya era una enredadera con patas.
El medico le explico que el niño se había introducido en algún momento sin que nadie lo notara, algunos frijoles, que con el tiempo habían germinado y brotado.
Alicia estaba tan molesta, que decidió darle un castigo ejemplar.
Desde aquella tarde Lalito se mantiene de pie, casi sin hablar ni moverse, en la sala de estar. Como planta de ornato.
Lilymeth Mena.
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