LAS MANZANAS DE ORO DE LAS HESPÉRIDES
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LAS MANZANAS DE ORO DE LAS HESPÉRIDES
Cuando Hera se casó con Zeus todo era alegría. Nadie sabía aún que su matrimonio sería tan desdichado. Su madre Gea, la Tierra, le regaló tres manzanas de oro. Tanto le gustaron a Hera que decidió plantar las semillas en el jardín secreto de los dioses. Ordenó a las Ninfas del Atardecer que cuidaran su jardín y no permitieran entrar a nadie.
A estas ninfas se las llamaba las Hespérides; eran hijas del titán Atlas, el gigante que sostenía la bóveda celeste, impidiendo que el cielo cayera sobre la tierra. Pero como las mismas Hespérides de vez en cuando se robaban alguna manzana, para estar más segura de que nadie las tocaría, Hera instaló en el jardín al terrible Ladón, un dragón de cien cabezas.
Y este fue uno de los últimos trabajos que Euristeo le impuso a Heracles: que le llevara tres manzanas de oro del Jardín de las Hespérides. La primera y gravísima dificultad era que nadie sabía dónde quedaba el famoso jardín. Los rumores hablaban del Norte, y hacia allí partió Heracles.
Al cruzar un río, unas ninfas, compadecidas y admiradas de su apostura, le dijeron que el viejo dios marino Nereo podía saber el camino. Con ayuda de las ninfas, Heracles sorprendió a Nereo durmiendo y lo atrapó. —¡No te soltaré hasta que me señales el camino! —lo amenazó. —Tal vez no sueltes a Nereo, pero ¿por qué vas a retener a un pobre animal? Es que el viejo dios podía tomar cualquier forma que quisiera. Heracles tuvo que utilizar toda su inteligencia, su fuerza y su paciencia para dominar al toro y la serpiente en los que se convirtió Nereo.
Fue más difícil todavía cuando se transformó en agua, y enseguida tuvo que soportar el dolor quemante de una enorme llama que seguía siendo Nereo. Pero sin hacer caso de sus ojos, guiándose por el tacto de lo que aferraba entre sus fuertes brazos, nunca lo soltó y así consiguió que el viejo dios le revelara el lugar donde estaba el jardín. Por el camino, Heracles tuvo que escalar las montañas del Cáucaso y allí encontró encadenado al titán Prometeo.
Todos los días un águila le devoraba el hígado, que por las noches volvía a crecer, para que fuera eterno su castigo por haber robado el fuego. Heracles no pudo soportar ver a Prometeo sufriendo esa horrible tortura y con sus flechas envenenadas mató al águila y soltó al titán. Infinitamente agradecido, Prometeo no solo le señaló el camino, sino que le contó otro secreto fundamental para su misión: en todo el Universo, el único que podía conseguir que las Hespérides le entregaran las tres manzanas de oro era el gigante Atlas, su padre.
Atlas no podía moverse del lugar en que estaba, siempre allí parado sosteniendo el Cielo sobre sus hombros. Siguiendo el consejo de Prometeo, Heracles le propuso reemplazarlo por unas horas mientras Atlas iba a buscarle las manzanas. ¡Nada mejor podía desear el gigante! Pero antes le pidió a Heracles que matara a Ladón, el dragón de cien cabezas. De un solo flechazo, Heracles atravesó el corazón del monstruo y las cien malignas cabezas cayeron muertas al mismo tiempo.
Entonces, con inmenso alivio, Atlas colocó delicadamente el Cielo sobre los hombros de Heracles y partió. No tardó mucho Atlas en volver con las tres manzanas de oro. Pero, pensándolo bien, ahora que estaba disfrutando de la maravillosa libertad, ¿por qué volver a su condena? —Heracles, haces mi trabajo tan bien como yo. Puedo estar tranquilo de que el Cielo no se caerá. No hace falta que vayas a Micenas. Yo mismo puedo entregarle sus manzanas a Euristeo. —¡Qué suerte tengo! —contestó Heracles—. Precisamente estaba a punto de rogarte que me dejaras ocupar para siempre tu lugar.
Estoy muy orgulloso de poder demostrar mi fuerza y de tener a mi cargo una tarea de tanta responsabilidad. Sí, me quedaré para siempre. Lo único que necesito es una almohadilla para que el Cielo no me lastime la piel de los hombros. ¿No querrías sostenerlo un momentito mientras me la acomodo? Por supuesto, en cuando el tonto de Atlas se puso los Cielos otra vez sobre sus hombros, Heracles tomó las tres manzanas de oro y corrió sin parar hasta Micenas.
Euristeo no sabía qué hacer con esos objetos tan maravillosos y decidió consagrarlos a Hera. La diosa, con un gran suspiro porque no había logrado vencer a Heracles (y ella misma comenzaba a admirar al héroe), las devolvió al Jardín de las Hespérides, donde debían estar por ley divina.
Ana María Shua.
Libro Dioses y Héroes de la Mitología Griega.
A estas ninfas se las llamaba las Hespérides; eran hijas del titán Atlas, el gigante que sostenía la bóveda celeste, impidiendo que el cielo cayera sobre la tierra. Pero como las mismas Hespérides de vez en cuando se robaban alguna manzana, para estar más segura de que nadie las tocaría, Hera instaló en el jardín al terrible Ladón, un dragón de cien cabezas.
Y este fue uno de los últimos trabajos que Euristeo le impuso a Heracles: que le llevara tres manzanas de oro del Jardín de las Hespérides. La primera y gravísima dificultad era que nadie sabía dónde quedaba el famoso jardín. Los rumores hablaban del Norte, y hacia allí partió Heracles.
Al cruzar un río, unas ninfas, compadecidas y admiradas de su apostura, le dijeron que el viejo dios marino Nereo podía saber el camino. Con ayuda de las ninfas, Heracles sorprendió a Nereo durmiendo y lo atrapó. —¡No te soltaré hasta que me señales el camino! —lo amenazó. —Tal vez no sueltes a Nereo, pero ¿por qué vas a retener a un pobre animal? Es que el viejo dios podía tomar cualquier forma que quisiera. Heracles tuvo que utilizar toda su inteligencia, su fuerza y su paciencia para dominar al toro y la serpiente en los que se convirtió Nereo.
Fue más difícil todavía cuando se transformó en agua, y enseguida tuvo que soportar el dolor quemante de una enorme llama que seguía siendo Nereo. Pero sin hacer caso de sus ojos, guiándose por el tacto de lo que aferraba entre sus fuertes brazos, nunca lo soltó y así consiguió que el viejo dios le revelara el lugar donde estaba el jardín. Por el camino, Heracles tuvo que escalar las montañas del Cáucaso y allí encontró encadenado al titán Prometeo.
Todos los días un águila le devoraba el hígado, que por las noches volvía a crecer, para que fuera eterno su castigo por haber robado el fuego. Heracles no pudo soportar ver a Prometeo sufriendo esa horrible tortura y con sus flechas envenenadas mató al águila y soltó al titán. Infinitamente agradecido, Prometeo no solo le señaló el camino, sino que le contó otro secreto fundamental para su misión: en todo el Universo, el único que podía conseguir que las Hespérides le entregaran las tres manzanas de oro era el gigante Atlas, su padre.
Atlas no podía moverse del lugar en que estaba, siempre allí parado sosteniendo el Cielo sobre sus hombros. Siguiendo el consejo de Prometeo, Heracles le propuso reemplazarlo por unas horas mientras Atlas iba a buscarle las manzanas. ¡Nada mejor podía desear el gigante! Pero antes le pidió a Heracles que matara a Ladón, el dragón de cien cabezas. De un solo flechazo, Heracles atravesó el corazón del monstruo y las cien malignas cabezas cayeron muertas al mismo tiempo.
Entonces, con inmenso alivio, Atlas colocó delicadamente el Cielo sobre los hombros de Heracles y partió. No tardó mucho Atlas en volver con las tres manzanas de oro. Pero, pensándolo bien, ahora que estaba disfrutando de la maravillosa libertad, ¿por qué volver a su condena? —Heracles, haces mi trabajo tan bien como yo. Puedo estar tranquilo de que el Cielo no se caerá. No hace falta que vayas a Micenas. Yo mismo puedo entregarle sus manzanas a Euristeo. —¡Qué suerte tengo! —contestó Heracles—. Precisamente estaba a punto de rogarte que me dejaras ocupar para siempre tu lugar.
Estoy muy orgulloso de poder demostrar mi fuerza y de tener a mi cargo una tarea de tanta responsabilidad. Sí, me quedaré para siempre. Lo único que necesito es una almohadilla para que el Cielo no me lastime la piel de los hombros. ¿No querrías sostenerlo un momentito mientras me la acomodo? Por supuesto, en cuando el tonto de Atlas se puso los Cielos otra vez sobre sus hombros, Heracles tomó las tres manzanas de oro y corrió sin parar hasta Micenas.
Euristeo no sabía qué hacer con esos objetos tan maravillosos y decidió consagrarlos a Hera. La diosa, con un gran suspiro porque no había logrado vencer a Heracles (y ella misma comenzaba a admirar al héroe), las devolvió al Jardín de las Hespérides, donde debían estar por ley divina.
Ana María Shua.
Libro Dioses y Héroes de la Mitología Griega.
Roque- Poeta especial
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