Ruleros
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Ruleros
Ruleros
I
La mujer los mira con desagrado. Minutos antes acechaban dentro de una bolsa de nylon. Ahora los vuelca sobre la mesa. Cilíndricos, pinches ásperos, restos de pelos, suciedades entre intersticios, celestegristiempo, desordenados, apilados, irregulares. Los mira como a objetos extraños, restos de construcción, piezas gastadas de un rompecabezas cuya estructura no recuerda, introduce uno en cada dedo y bailotea su mano frente al espejo. Los suelta, intenta alejarse de esa mesa, siente asco. Gusanos arrastrándose sobre la superficie, echando a rodar su gristiempo y cayendo, inevitables, al suelo, suben ahora por sus piernas, se enredan en los pliegues de su pollera, atrapan su escote. Se mira al espejo. Ve el rostro de su madre, sus manos manipulando mechones de su pelo, cada cilindro en su lugar formando hileras prolijas, paralelas. Su pelo rubio atrapado en el celeste lavanda de los cilindros. El movimiento perverso de los dedos de su madre, la satisfacción de su sonrisa, ajustando cada vez su pelo hasta el dolor, el recuerdo de esa tortura y luego los rulos apretados sobre su cabeza, esa imagen final de cordero. Ha jurado que nunca más se someterá a esa humillación, que un día destruirá esas piezas tan celestes como los ojos fríos de su madre que ahora se diluyen acusadores desde el espejo, superponiéndose a sus ojos acuosos hasta desaparecer.
II
El espejo vuelve a llenarse de imágenes y refleja otro espejo y otro cuerpo. Vestido con volados, mangas como globos por donde se escurren flacos, los brazos.
- Yo quería un vestido largo, sencillo, con breteles finitos
- No es lo adecuado para tu edad
Me miro las rodillas desnudas, demasiado redondas, nudos, en la mitad de las piernas y el canesú, un babero disimulando el pecho. Me aferro al marco del espejo por miedo a volar.
- Quédate quieta nena que ésta es la última prueba
Prueba. Ésa es la palabra clave. Ahora el espejo refleja las paredes de una peluquería de barrio. Un rulero gigante en medio de mi cabeza, un único rulero verde extraterrestre. Las manos de la peluquera estirando mechones alrededor. En cámara lenta veo esa manos enroscando bucles, haciéndolos desaparecer tras el enorme cilindro, que pasa a ser el único objeto visible en lo alto de mi cabeza. Siento un hormigueo en el estómago, el corazón comienza a latir fuerte, luego se calma, cierro los ojos intentando apartar la imagen de ese rostro flaco, extraño, por la ausencia de marco, casi calvo, con un periscopio sobresaliendo en la cima, catalejo sin horizonte, vacío, sin la perspectiva de encontrar la tierra prometida donde atracar y quemar las naves. Sé que al final me veré insulsa, irremediable destino, sé que una lluvia de recta cabellera borrará toda huella, todo movimiento, toda gracia. Lacia y llovida. Insípida.
Cachetes rojos de impotencia. Ojos en el límite de las lágrimas, me miran a través de su espejo, en mi espejo, la imagen invertida. Tiende su mano pidiéndome ayuda, apenas mueve los labios musitando palabras. Le tiendo mi mano para establecer un puente y tropiezo con el muro frío, muro que ahora rompe las imágenes en círculos concéntricos como piedra que se arroja a un oscuro pozo de agua.
III
Sobre el cristal adornado con marco de madera tallada se refleja la cama, sábanas blancas, un ramo de rosas rojas, en la mesita con tapa de mármol descansa un balde plateado y el champagne, cuello dorado de papel metálico y el corcho todavía rodando sobre las tablas de madera. Unas manos aprisionando su cintura y ella siguiendo la dirección del corcho, cilindro con sombrero, rulero deformado. Se estremece, no por las manos que ahora suben febriles por su talle y se abren sobre sus pechos redondos sino por la imagen del rulero celestelavanda rodando por el piso y, en cada vuelta, como si girara un caleidoscopio de figuras cambiantes se va metamorfoseando, ahora es el ojo de su madre que al estrellarse en el zócalo se queda fijo observando la escena.
Ella siente que sus pezones se tensan rozándole el encaje del corpiño y los dedos del hombre desprenden los botones, una hilera interminable de perlas sobre su espalda. El pelo cae sus hombros en largos bucles desordenados de caricias y abrazos. Y el ojo celestelavanda acecha desde el oscuro rincón.
Recuerda que esa mañana se levantó con dificultad y arrastrando los pies se puso frente al espejo y miró su perfil abultado. La curva de su vientre un gran signo de interrogación que la empuja hacia delante como apresurando el tiempo y preguntando siempre preguntando. Luego gira casi rozando con su vértice el frío espejo y comienza a quitarse la cofia de tul que sostiene los ruleros y luego los desenrosca uno a uno apartando las mechas que forman un rulo apretado contra su cabeza.
Esa rutina diaria del peinado, esa representación frente al espejo la sumerge en un estado hipnótico, como si su vida dependiera de esos pequeños actos cotidianos, como si ese ritual atávico fuera un karma, una penitencia, un tributo que pagar de generación en generación, interrumpido sólo en caso de enfermedad o de muerte, aunque cree recordar o ¿fue sólo un sueño ese rulero que asomaba entre los paños blancos escondido en la mata de pelo gris, cuando ella se inclinó a besar la frente de su madre aferradas las manos al borde del cajón de madera? Siente una contracción y luego otra y un fuerte deseo de expulsar, de gritar, de vaciarse, ya no recuerda como llegó a esta cama de hospital, siente náuseas y sed y escucha con ojos cerrados rumores de voces.
Todo fue tan rápido, pero, por suerte, la nena es preciosa,
y ella casi no sufrió,
la trajeron enseguida,
menos mal que el marido como presintiendo pasó por la casa y allí la encontró, desmayada, sin sentido,
mire, todo sucedió como un torbellino, ni tuvo tiempo de quitarse los ruleros, dicen que durante todo el parto llevaba apretado un rulero en la palma de la mano y no pudieron quitárselo.
Adriana Agrelo
I
La mujer los mira con desagrado. Minutos antes acechaban dentro de una bolsa de nylon. Ahora los vuelca sobre la mesa. Cilíndricos, pinches ásperos, restos de pelos, suciedades entre intersticios, celestegristiempo, desordenados, apilados, irregulares. Los mira como a objetos extraños, restos de construcción, piezas gastadas de un rompecabezas cuya estructura no recuerda, introduce uno en cada dedo y bailotea su mano frente al espejo. Los suelta, intenta alejarse de esa mesa, siente asco. Gusanos arrastrándose sobre la superficie, echando a rodar su gristiempo y cayendo, inevitables, al suelo, suben ahora por sus piernas, se enredan en los pliegues de su pollera, atrapan su escote. Se mira al espejo. Ve el rostro de su madre, sus manos manipulando mechones de su pelo, cada cilindro en su lugar formando hileras prolijas, paralelas. Su pelo rubio atrapado en el celeste lavanda de los cilindros. El movimiento perverso de los dedos de su madre, la satisfacción de su sonrisa, ajustando cada vez su pelo hasta el dolor, el recuerdo de esa tortura y luego los rulos apretados sobre su cabeza, esa imagen final de cordero. Ha jurado que nunca más se someterá a esa humillación, que un día destruirá esas piezas tan celestes como los ojos fríos de su madre que ahora se diluyen acusadores desde el espejo, superponiéndose a sus ojos acuosos hasta desaparecer.
II
El espejo vuelve a llenarse de imágenes y refleja otro espejo y otro cuerpo. Vestido con volados, mangas como globos por donde se escurren flacos, los brazos.
- Yo quería un vestido largo, sencillo, con breteles finitos
- No es lo adecuado para tu edad
Me miro las rodillas desnudas, demasiado redondas, nudos, en la mitad de las piernas y el canesú, un babero disimulando el pecho. Me aferro al marco del espejo por miedo a volar.
- Quédate quieta nena que ésta es la última prueba
Prueba. Ésa es la palabra clave. Ahora el espejo refleja las paredes de una peluquería de barrio. Un rulero gigante en medio de mi cabeza, un único rulero verde extraterrestre. Las manos de la peluquera estirando mechones alrededor. En cámara lenta veo esa manos enroscando bucles, haciéndolos desaparecer tras el enorme cilindro, que pasa a ser el único objeto visible en lo alto de mi cabeza. Siento un hormigueo en el estómago, el corazón comienza a latir fuerte, luego se calma, cierro los ojos intentando apartar la imagen de ese rostro flaco, extraño, por la ausencia de marco, casi calvo, con un periscopio sobresaliendo en la cima, catalejo sin horizonte, vacío, sin la perspectiva de encontrar la tierra prometida donde atracar y quemar las naves. Sé que al final me veré insulsa, irremediable destino, sé que una lluvia de recta cabellera borrará toda huella, todo movimiento, toda gracia. Lacia y llovida. Insípida.
Cachetes rojos de impotencia. Ojos en el límite de las lágrimas, me miran a través de su espejo, en mi espejo, la imagen invertida. Tiende su mano pidiéndome ayuda, apenas mueve los labios musitando palabras. Le tiendo mi mano para establecer un puente y tropiezo con el muro frío, muro que ahora rompe las imágenes en círculos concéntricos como piedra que se arroja a un oscuro pozo de agua.
III
Sobre el cristal adornado con marco de madera tallada se refleja la cama, sábanas blancas, un ramo de rosas rojas, en la mesita con tapa de mármol descansa un balde plateado y el champagne, cuello dorado de papel metálico y el corcho todavía rodando sobre las tablas de madera. Unas manos aprisionando su cintura y ella siguiendo la dirección del corcho, cilindro con sombrero, rulero deformado. Se estremece, no por las manos que ahora suben febriles por su talle y se abren sobre sus pechos redondos sino por la imagen del rulero celestelavanda rodando por el piso y, en cada vuelta, como si girara un caleidoscopio de figuras cambiantes se va metamorfoseando, ahora es el ojo de su madre que al estrellarse en el zócalo se queda fijo observando la escena.
Ella siente que sus pezones se tensan rozándole el encaje del corpiño y los dedos del hombre desprenden los botones, una hilera interminable de perlas sobre su espalda. El pelo cae sus hombros en largos bucles desordenados de caricias y abrazos. Y el ojo celestelavanda acecha desde el oscuro rincón.
Recuerda que esa mañana se levantó con dificultad y arrastrando los pies se puso frente al espejo y miró su perfil abultado. La curva de su vientre un gran signo de interrogación que la empuja hacia delante como apresurando el tiempo y preguntando siempre preguntando. Luego gira casi rozando con su vértice el frío espejo y comienza a quitarse la cofia de tul que sostiene los ruleros y luego los desenrosca uno a uno apartando las mechas que forman un rulo apretado contra su cabeza.
Esa rutina diaria del peinado, esa representación frente al espejo la sumerge en un estado hipnótico, como si su vida dependiera de esos pequeños actos cotidianos, como si ese ritual atávico fuera un karma, una penitencia, un tributo que pagar de generación en generación, interrumpido sólo en caso de enfermedad o de muerte, aunque cree recordar o ¿fue sólo un sueño ese rulero que asomaba entre los paños blancos escondido en la mata de pelo gris, cuando ella se inclinó a besar la frente de su madre aferradas las manos al borde del cajón de madera? Siente una contracción y luego otra y un fuerte deseo de expulsar, de gritar, de vaciarse, ya no recuerda como llegó a esta cama de hospital, siente náuseas y sed y escucha con ojos cerrados rumores de voces.
Todo fue tan rápido, pero, por suerte, la nena es preciosa,
y ella casi no sufrió,
la trajeron enseguida,
menos mal que el marido como presintiendo pasó por la casa y allí la encontró, desmayada, sin sentido,
mire, todo sucedió como un torbellino, ni tuvo tiempo de quitarse los ruleros, dicen que durante todo el parto llevaba apretado un rulero en la palma de la mano y no pudieron quitárselo.
Adriana Agrelo
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