El olor del jazmín
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El olor del jazmín
El olor del jazmín
I
Cuando digo "armario" pienso en un espacio estrecho, en ropa colgada de un barral, cajas de zapatos, cajones, puertas corredizas. Un lugar que huele a naftalina o lavanda, en algunos casos un aroma que encierra ciertas humedades, sudores rancios, la estela de un perfume y bolsillos en donde se olvidaron pequeñas historias o secretos, un pañuelo arrugado, el boleto de un tren, monedas y con suerte, un billete de cierto valor o una carta de amor. No pienso por ejemplo que una persona puede vivir en él a lo sumo puedo imaginar un escondite de infancia o el castigo a una desobediencia, la oscuridad del encierro y un mundo inquietante de rumores del otro lado. Luces y oscuridades, pasos y puertas que se abren o cierran. Impensable que alguien pueda refugiarse allí para siempre. Por eso cuando ella desapareció una mañana a nadie se le ocurrió buscarla dentro del armario y la vida siguió su curso. La tía había desaparecido. Esa mujer solitaria, algo excéntrica y silenciosa se fue sin despedirse. Lo extraño fue comprobar ciertas alteraciones en su cuarto, objetos que también se habían ido con ella y al mismo tiempo la sensación de que su presencia permanecía en los cajones semiabiertos, los peines, el cepillo de dientes aún con olor a menta.
II
A las 8 de la mañana cesan todos los ruidos de la casa. Es en ese momento en que salgo y deambulo a mis anchas. Fisgoneo en la heladera y selecciono alimentos en un plato, pequeñas raciones que no denoten su ausencia. Una jarra de agua fresca. Reviso la correspondencia y leo esas cartas que aún vienen a mi nombre y las vuelvo a ensobrar. Nada interesante. Eso me confirma que la decisión de aislamiento no modifica en nada el mundo circundante. Si hubiera dejado mi cuerpo sin vida tendido sobre la cama nada hubiera cambiado tampoco. Prefiero este falso olvido, esta presencia invisible que confirma mi desarraigo. Sé que mi nombre es pronunciado de tanto en tanto por algún familiar de la casa. Incluso percibo su miedo. Porque aquello que no se explica nos produce temor. Y desaparecer es una acción confusa. Necesitamos confirmaciones de vida o muerte. Y yo habitaba desde hace unos meses en ese limbo donde la mente de los demás no podía etiquetarme.
Una tía desaparecida no es una tía viva en alguna parte ni una tía muerta y sepultada bajo tierra. Claro que desaparición puede ser también vivir dentro de un armario, en uno estrecho, oscuro y secreto. Ese que nos asusta en las noches por la posible intromisión de algún extraño, que nos espía desde sus puertas entreabiertas. Por ese miedo infantil y atávico, nadie, absolutamente ningún integrante de la casa quiso profanar el lugar. Impensable buscar a una persona allí y temerario inspeccionarlo, sobre todo porque ellos suponían que allí podría albergarse una presencia fantasmal, la mía, una presencia amenazante y diabólica. Habían escuchado rumores detrás de la puerta y decidieron clausurar toda posibilidad. Lo interesante fue descubrir afecto donde nunca pensaba encontrarlo y a la vez desenmascarar el cariño que sólo era indiferencia e interés.
Esta es mi casa, viven en ella sobrinas y hermanos, quererme entonces, una obligación para muchos, ahora lo sé, como sé que ni muy tristes ni muy desesperados seguirán el curso de sus vidas como si nada pasara.
III
Cuando chica, influenciada por la lectura de las Crónicas de Narnia, creía que en el desván de la casa de la abuela había un ropero mágico. Durante las siestas obligadas de mi infancia, aparte de leer en penumbras a través de los rayos escasos que proyectaba el sol sobre las persianas, solía esconderme en el desván, dentro del armario. Me perdía para ser encontrada. Creo que esa ha sido una constante en mi vida. Poner a prueba el cariño de los demás, la importancia de mi presencia en el mundo. La primera vez que comencé ese juego, tardaron tres horas en encontrarme, recuerdo que al sentir los pasos subiendo la escalera del desván mi corazón galopaba, mi nombre pronunciado por la voz preocupada de mamá se multiplicaba como un eco y yo, adopté una pose de bailarina clásica y cerré los ojos fingiendo estar dormida. Después de los abrazos y la alegría del encuentro vinieron los rezongos y reproches pero no me importó porque yo era tan feliz, a manera de excusa me fingí sonámbula y desorientada, sólo la inocencia de mis pocos años podían asegurar esa historia como creíble. Y a fuerza de repetirla dejó de producir el efecto esperado y a la quinta desaparición cesó la búsqueda al mismo tiempo que las siestas, mientras colocaban nuevas cerraduras en la puerta del desván y llaves en todos los armarios de la casa. La abuela se veía obligada a cargar con un enorme llavero que anunciaba su presencia con el sonido tintineante de un cencerro. Aunque en el fondo de los armarios nunca encontré un bosque encantado, no dejó de ser a lo largo de los años, mi refugio favorito. Y aquí estoy.
IV
Pasó el tiempo y los miedos se fueron aquietando. El cuarto de la tía pasó a ser un lugar de encuentro para su sobrina y sus amigas. En un primer momento, los objetos ocuparon el lugar que les correspondía, como si cualquier alteración fuera una ofensa a su memoria. Luego al sentirse cómodas en ese ambiente, a veces curioseaban los cajones, olían los perfumes y se maravillaban de cada pequeño adorno. Su sobrina repetía las historias que siempre le había contado su tía. Detrás del armario ella se sonreía complacida descubriendo como la imaginación transformaba sencillas anécdotas en aventuras.
Su vida iba creciendo mágicamente como las páginas de una novela. Comenzó a creer que esa historia inventada podía haber sido su historia y una profunda melancolía la fue abatiendo poco a poco. Quizás porque descubrió que la ficción enmascaraba y a la vez enriquecía sus recuerdos, que sin ella eran simples historias de un ser común y solitario. Un grito desgarrador fue subiendo lentamente desde su estómago a su garganta. Las paredes del armario comenzaron a oprimirla como un ataúd y quiso morir.
V
¿Con qué nombre se llamaría si ya no recordaba el suyo? Sólo la voz de su sobrina como una letanía, asegurando que ella había partido lejos, sin despedirse, para vivir una aventura. Que algún día regresaría de ese largo viaje. Estoy segura que existe un amante – decía con voz temblorosa - y decidió reunirse con él. A continuación sacó con cuidado, unas cartas del cajón del pequeño secreter, atadas con una cinta rosa, le llegó el perfume de jazmín, un aroma dulce y penetrante. Sus amigas las miraban como piezas de museo. Cartas de papel- repetían y pasaban sus dedos recorriendo las hileras de letras azules.
Y entonces ella comenzó a leer cada palabra. En ese momento se dio cuenta que su sobrina le estaba inventando una vida. Todo lo que ella no se atrevió a vivir estaba escrito en esas cartas. Fantasías y deseos. Lo perdido era recuperado en esa escritura femenina y potente. ¿Quién las había escrito? Reconocía la historia pero las circunstancias eran inventadas, lo que no había hecho, se concretaba en esa lectura. La última carta decía que ella iría a su encuentro, que dejaría todo por estar con él. Ya ven, esa es la explicación de la ausencia de mi tía. Sólo yo lo sé. Es un secreto entre ambas. Algún día volverá, también lo sé. La espero. Entrará por esa puerta como si llegara la primavera, porque sé que vendrá florecida por dentro, aquí se estaba marchitando de a poco.
Esa historia trunca que jamás se atrevió a vivir, y todos los viajes que no realizó, postergando su felicidad, escondida en el tibio nido de su casa. Y ahora, terminaría sus días en un armario, como una maleta vieja, entre olor a naftalina y cajas de zapatos elegantes que sin usar la habían invitado sin resultados a transitar tantos caminos. Sus vestidos colgaban deslucidos de las perchas, esperando un cuerpo que los habite.
VI
La mañana de su partida, la casa estaba en silencio. Abrió la puerta del armario y comenzó a armar su equipaje. Una pequeña maleta en donde puso escasas prendas. Miró cada uno de los objetos que la acompañaron durante tantos años y sólo tomó un retrato, en la foto la muchacha que había sido, le sonreía, el pelo largo y alborotado el paisaje detrás y un río. Un río siempre promete tantas cosas, un viaje, detenerse en la orilla y verlo fluir, seguir el movimiento del agua, zambullirse en él, un río siempre nos lleva al mar, a las costas lejanas de otros mundos. Se despidió recorriendo todo con su mirada, con ese adiós moroso de los que ya no vuelven. Pero antes de partir, volvió sobre sus pasos, abrió el pequeño cajón del secreter y retiró ese puñado de cartas atadas con cinta rosa, que olían a jazmines. Luego cerró la puerta tras de sí.
Adriana Agrelo
I
Cuando digo "armario" pienso en un espacio estrecho, en ropa colgada de un barral, cajas de zapatos, cajones, puertas corredizas. Un lugar que huele a naftalina o lavanda, en algunos casos un aroma que encierra ciertas humedades, sudores rancios, la estela de un perfume y bolsillos en donde se olvidaron pequeñas historias o secretos, un pañuelo arrugado, el boleto de un tren, monedas y con suerte, un billete de cierto valor o una carta de amor. No pienso por ejemplo que una persona puede vivir en él a lo sumo puedo imaginar un escondite de infancia o el castigo a una desobediencia, la oscuridad del encierro y un mundo inquietante de rumores del otro lado. Luces y oscuridades, pasos y puertas que se abren o cierran. Impensable que alguien pueda refugiarse allí para siempre. Por eso cuando ella desapareció una mañana a nadie se le ocurrió buscarla dentro del armario y la vida siguió su curso. La tía había desaparecido. Esa mujer solitaria, algo excéntrica y silenciosa se fue sin despedirse. Lo extraño fue comprobar ciertas alteraciones en su cuarto, objetos que también se habían ido con ella y al mismo tiempo la sensación de que su presencia permanecía en los cajones semiabiertos, los peines, el cepillo de dientes aún con olor a menta.
II
A las 8 de la mañana cesan todos los ruidos de la casa. Es en ese momento en que salgo y deambulo a mis anchas. Fisgoneo en la heladera y selecciono alimentos en un plato, pequeñas raciones que no denoten su ausencia. Una jarra de agua fresca. Reviso la correspondencia y leo esas cartas que aún vienen a mi nombre y las vuelvo a ensobrar. Nada interesante. Eso me confirma que la decisión de aislamiento no modifica en nada el mundo circundante. Si hubiera dejado mi cuerpo sin vida tendido sobre la cama nada hubiera cambiado tampoco. Prefiero este falso olvido, esta presencia invisible que confirma mi desarraigo. Sé que mi nombre es pronunciado de tanto en tanto por algún familiar de la casa. Incluso percibo su miedo. Porque aquello que no se explica nos produce temor. Y desaparecer es una acción confusa. Necesitamos confirmaciones de vida o muerte. Y yo habitaba desde hace unos meses en ese limbo donde la mente de los demás no podía etiquetarme.
Una tía desaparecida no es una tía viva en alguna parte ni una tía muerta y sepultada bajo tierra. Claro que desaparición puede ser también vivir dentro de un armario, en uno estrecho, oscuro y secreto. Ese que nos asusta en las noches por la posible intromisión de algún extraño, que nos espía desde sus puertas entreabiertas. Por ese miedo infantil y atávico, nadie, absolutamente ningún integrante de la casa quiso profanar el lugar. Impensable buscar a una persona allí y temerario inspeccionarlo, sobre todo porque ellos suponían que allí podría albergarse una presencia fantasmal, la mía, una presencia amenazante y diabólica. Habían escuchado rumores detrás de la puerta y decidieron clausurar toda posibilidad. Lo interesante fue descubrir afecto donde nunca pensaba encontrarlo y a la vez desenmascarar el cariño que sólo era indiferencia e interés.
Esta es mi casa, viven en ella sobrinas y hermanos, quererme entonces, una obligación para muchos, ahora lo sé, como sé que ni muy tristes ni muy desesperados seguirán el curso de sus vidas como si nada pasara.
III
Cuando chica, influenciada por la lectura de las Crónicas de Narnia, creía que en el desván de la casa de la abuela había un ropero mágico. Durante las siestas obligadas de mi infancia, aparte de leer en penumbras a través de los rayos escasos que proyectaba el sol sobre las persianas, solía esconderme en el desván, dentro del armario. Me perdía para ser encontrada. Creo que esa ha sido una constante en mi vida. Poner a prueba el cariño de los demás, la importancia de mi presencia en el mundo. La primera vez que comencé ese juego, tardaron tres horas en encontrarme, recuerdo que al sentir los pasos subiendo la escalera del desván mi corazón galopaba, mi nombre pronunciado por la voz preocupada de mamá se multiplicaba como un eco y yo, adopté una pose de bailarina clásica y cerré los ojos fingiendo estar dormida. Después de los abrazos y la alegría del encuentro vinieron los rezongos y reproches pero no me importó porque yo era tan feliz, a manera de excusa me fingí sonámbula y desorientada, sólo la inocencia de mis pocos años podían asegurar esa historia como creíble. Y a fuerza de repetirla dejó de producir el efecto esperado y a la quinta desaparición cesó la búsqueda al mismo tiempo que las siestas, mientras colocaban nuevas cerraduras en la puerta del desván y llaves en todos los armarios de la casa. La abuela se veía obligada a cargar con un enorme llavero que anunciaba su presencia con el sonido tintineante de un cencerro. Aunque en el fondo de los armarios nunca encontré un bosque encantado, no dejó de ser a lo largo de los años, mi refugio favorito. Y aquí estoy.
IV
Pasó el tiempo y los miedos se fueron aquietando. El cuarto de la tía pasó a ser un lugar de encuentro para su sobrina y sus amigas. En un primer momento, los objetos ocuparon el lugar que les correspondía, como si cualquier alteración fuera una ofensa a su memoria. Luego al sentirse cómodas en ese ambiente, a veces curioseaban los cajones, olían los perfumes y se maravillaban de cada pequeño adorno. Su sobrina repetía las historias que siempre le había contado su tía. Detrás del armario ella se sonreía complacida descubriendo como la imaginación transformaba sencillas anécdotas en aventuras.
Su vida iba creciendo mágicamente como las páginas de una novela. Comenzó a creer que esa historia inventada podía haber sido su historia y una profunda melancolía la fue abatiendo poco a poco. Quizás porque descubrió que la ficción enmascaraba y a la vez enriquecía sus recuerdos, que sin ella eran simples historias de un ser común y solitario. Un grito desgarrador fue subiendo lentamente desde su estómago a su garganta. Las paredes del armario comenzaron a oprimirla como un ataúd y quiso morir.
V
¿Con qué nombre se llamaría si ya no recordaba el suyo? Sólo la voz de su sobrina como una letanía, asegurando que ella había partido lejos, sin despedirse, para vivir una aventura. Que algún día regresaría de ese largo viaje. Estoy segura que existe un amante – decía con voz temblorosa - y decidió reunirse con él. A continuación sacó con cuidado, unas cartas del cajón del pequeño secreter, atadas con una cinta rosa, le llegó el perfume de jazmín, un aroma dulce y penetrante. Sus amigas las miraban como piezas de museo. Cartas de papel- repetían y pasaban sus dedos recorriendo las hileras de letras azules.
Y entonces ella comenzó a leer cada palabra. En ese momento se dio cuenta que su sobrina le estaba inventando una vida. Todo lo que ella no se atrevió a vivir estaba escrito en esas cartas. Fantasías y deseos. Lo perdido era recuperado en esa escritura femenina y potente. ¿Quién las había escrito? Reconocía la historia pero las circunstancias eran inventadas, lo que no había hecho, se concretaba en esa lectura. La última carta decía que ella iría a su encuentro, que dejaría todo por estar con él. Ya ven, esa es la explicación de la ausencia de mi tía. Sólo yo lo sé. Es un secreto entre ambas. Algún día volverá, también lo sé. La espero. Entrará por esa puerta como si llegara la primavera, porque sé que vendrá florecida por dentro, aquí se estaba marchitando de a poco.
Esa historia trunca que jamás se atrevió a vivir, y todos los viajes que no realizó, postergando su felicidad, escondida en el tibio nido de su casa. Y ahora, terminaría sus días en un armario, como una maleta vieja, entre olor a naftalina y cajas de zapatos elegantes que sin usar la habían invitado sin resultados a transitar tantos caminos. Sus vestidos colgaban deslucidos de las perchas, esperando un cuerpo que los habite.
VI
La mañana de su partida, la casa estaba en silencio. Abrió la puerta del armario y comenzó a armar su equipaje. Una pequeña maleta en donde puso escasas prendas. Miró cada uno de los objetos que la acompañaron durante tantos años y sólo tomó un retrato, en la foto la muchacha que había sido, le sonreía, el pelo largo y alborotado el paisaje detrás y un río. Un río siempre promete tantas cosas, un viaje, detenerse en la orilla y verlo fluir, seguir el movimiento del agua, zambullirse en él, un río siempre nos lleva al mar, a las costas lejanas de otros mundos. Se despidió recorriendo todo con su mirada, con ese adiós moroso de los que ya no vuelven. Pero antes de partir, volvió sobre sus pasos, abrió el pequeño cajón del secreter y retiró ese puñado de cartas atadas con cinta rosa, que olían a jazmines. Luego cerró la puerta tras de sí.
Adriana Agrelo
Hipólita- Cantidad de envíos : 215
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Re: El olor del jazmín
Como moderador suplente seré breve .Un placer leer este escrito., gracias por aportar material al foro saludos.
Roque- Poeta especial
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Armando Lopez- Moderador General
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