ROMANCE EN SOCUÉLLAMOS. Juan José Alcolea Jiménez
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EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Grandes Poetas y Escritores Consagrados :: Talentos de la Poesía
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ROMANCE EN SOCUÉLLAMOS. Juan José Alcolea Jiménez
ROMANCE EN SOCUÉLLAMOS
I
En un lugar donde nunca
en el Quijote se habla,
en un rincón de ese campo
horizontal de la Mancha,
pudo ocurrir el suceso
que este romance nos narra.
La palabra es un obrero
que no duerme ni descansa
siempre surcando caminos
de tiempo por la garganta.
Es como el curso de un río
que va allegando en su marcha
mil murmullo y que luego
en voz al mar se los canta.
Lo que ocurrió aquella tarde
en la estepa castellana
que desde Cuenca a Albacete
junto a Socuéllamos pasa,
un pastor, cansado y viejo
pero sabio, lo contaba
mientras en mudo silencio
este poeta escuchaba.
II
Era por el mil quinientos,
cuando en Castilla reinaba
un español que de negro
vestía y su blanca barba
era señal del gran peso
que el gobernar le mandaba.
El mes era de por Mayo,
ese en que el campo se cambia
su triste paño de invierno
por verde jubón y blanca
camisa que de gorgueras
en mil flores se levanta.
Daba el sol del mediodía
en vertical su cascada,
ni una brizna se movía
el viento de tanta calma.
Por la cañada el silencio
era la voz que cantaba
y las encinas dormían
un sueño de siestas pardas.
Del fondo del horizonte,
línea que nunca se acaba,
primero fue un punto negro,
y luego yegua montada
por un noble caballero,
cruz de Santiago y espada.
Las botas de fino cuero,
las espuelas son de plata,
el jubón de terciopelo,
y la camisa de holanda.
Lleva el mentón sobre el pecho
y ya canosa la barba,
arrugado el entrecejo
y las espaldas cansadas
de cien combates y sueños
de la grandeza de España.
Mancha de los caballeros
que alzado te han a la fama,
tierra que de extremo a extremo
estás al cielo abocada.
III
De pronto el hondo silencio
por un cuchillo se rasga,
el cuchillo es un lamento
que horada el aire... y el alma.
El caballero, al oírlo,
del estribo se levanta,
su mirada recia busca
de tanto dolor la llama.
El lamento se repite,
ya es un ¡Ay! débil que clama
de algún lugar escondido
y de una dulce garganta.
Se ha bajado el caballero
de su yegua peliblanca,
y metiéndose en el bosque
busca la voz que le llama.
Tendida ha, sobre el suelo,
encontrado una zagala
bajo las zarzas y el pecho
amapolas le mandaban.
¡Dios bendito de los cielos!
¡Esta niña se desangra!
Le ha vendado el joven cuerpo
con su camisa y su capa.
¿Quién eres mujer y dónde
están tu familia y casa?
¿Quién ha encendido este velo
de dolor sobre tu infancia?
-“Soy morisca, caballero,
y mis padres tienen casa
a media legua y el suelo
para cosechar lo labran.
En la fuente que aquí corre,
junto a la encina más alta,
estaba de barro un rojo
cántaro llenando de agua.
Unos vaqueros que al punto
por la vereda pasaban
me han malherido y abierto
heridas que ya no sanan.
Eran tres, uno de cuero
llevaba sucia zamarra,
otro era tuerto, el tercero
hablaba roncas palabras”.
Ha dicho esto y ha muerto
de pena y dolor cansada.
Mancha de los caballeros
de sangre niña manchada,
los niños labriegos piden
negra y cumplida venganza.
IV
El caballero ha llevado
la niña muerta a su casa
y ha jurado hacer justicia
sobre la cruz de su espada.
Bruñido ha puesto el acero
toledano de sus armas,
ha pedido que le dejen
a solas orar y manda
que le limpien los arreos
y ensillen su yegua blanca.
A las siete de la tarde,
el poniente ya empezaba
a enrojecer el abismo
donde el sol hunde su llama,
ha partido el caballero,
fiel, a cumplir su palabra.
Las crines peinan el viento,
el aire afila la cara,
la mirada dura al frente
y el corazón con su carga.
No le temblará la mano
ni el cierzo le halará el alma
cuando le llegue el momento
de hacer de muerte su causa.
Mancha de los caballeros,
la noche se alarga y tapa
tus límites, y sus flecos
por Alcaraz se derraman.
V
La noche lleva subiendo
la luna redonda y blanca
y en los ramajes del cielo
cuelgan las estrellas sabias.
Tres hombres rudos a un tiempo
de noche negra se tapan
y en taimados pensamientos
miran de soslayo y callan.
Han terminado la cena
junto a la hoguera que manda
reflejos sobre los rostros
de tan rufiana canalla.
Tienen miedo y escudriñan
la oscuridad sus miradas,
les parece que han oido
ruido. –“¡Serán alimañas!”
- dice el mas viejo – y empuña
bajo su mantón la daga.
Angeles negros empiezan
a cepillarse las alas
y van abriendo tres huecos
en el infierno a tres almas.
Del silencio de la noche
una voz de hierro alza
esta pregunta que cierra
de terror las tres gargantas.
- ¿Habeis visto, por ventura,
una niña que llevaba
apoyado en la cadera
un rojo cántaro de agua?
Uno alcanza su ballesta,
el otro su daga plana
y el tercero por el mango
levanta el rayo de un hacha.
Furia de luz el acero,
en una terrible danza,
ha levantado un invierno
de frigidez en tres almas.
No han enterrado a los muertos,
para escarnio y enseñanza,
han dejado que los cuerpos
los coman las alimañas.
Dicen que aquel caballero,
que a Socuéllamos marchaba,
para conseguir del cielo
el perdón de su venganza,
se hizo eremita, viviendo
junto a una laguna blanca
que en Ruidera esta prendida
por cruces a sus murallas.
Mancha de los caballeros,
tierra bronca donde manda
la locura hidalgos viejos
y poetas que la ensanchan.
Juan José Alcolea Jiménez
I
En un lugar donde nunca
en el Quijote se habla,
en un rincón de ese campo
horizontal de la Mancha,
pudo ocurrir el suceso
que este romance nos narra.
La palabra es un obrero
que no duerme ni descansa
siempre surcando caminos
de tiempo por la garganta.
Es como el curso de un río
que va allegando en su marcha
mil murmullo y que luego
en voz al mar se los canta.
Lo que ocurrió aquella tarde
en la estepa castellana
que desde Cuenca a Albacete
junto a Socuéllamos pasa,
un pastor, cansado y viejo
pero sabio, lo contaba
mientras en mudo silencio
este poeta escuchaba.
II
Era por el mil quinientos,
cuando en Castilla reinaba
un español que de negro
vestía y su blanca barba
era señal del gran peso
que el gobernar le mandaba.
El mes era de por Mayo,
ese en que el campo se cambia
su triste paño de invierno
por verde jubón y blanca
camisa que de gorgueras
en mil flores se levanta.
Daba el sol del mediodía
en vertical su cascada,
ni una brizna se movía
el viento de tanta calma.
Por la cañada el silencio
era la voz que cantaba
y las encinas dormían
un sueño de siestas pardas.
Del fondo del horizonte,
línea que nunca se acaba,
primero fue un punto negro,
y luego yegua montada
por un noble caballero,
cruz de Santiago y espada.
Las botas de fino cuero,
las espuelas son de plata,
el jubón de terciopelo,
y la camisa de holanda.
Lleva el mentón sobre el pecho
y ya canosa la barba,
arrugado el entrecejo
y las espaldas cansadas
de cien combates y sueños
de la grandeza de España.
Mancha de los caballeros
que alzado te han a la fama,
tierra que de extremo a extremo
estás al cielo abocada.
III
De pronto el hondo silencio
por un cuchillo se rasga,
el cuchillo es un lamento
que horada el aire... y el alma.
El caballero, al oírlo,
del estribo se levanta,
su mirada recia busca
de tanto dolor la llama.
El lamento se repite,
ya es un ¡Ay! débil que clama
de algún lugar escondido
y de una dulce garganta.
Se ha bajado el caballero
de su yegua peliblanca,
y metiéndose en el bosque
busca la voz que le llama.
Tendida ha, sobre el suelo,
encontrado una zagala
bajo las zarzas y el pecho
amapolas le mandaban.
¡Dios bendito de los cielos!
¡Esta niña se desangra!
Le ha vendado el joven cuerpo
con su camisa y su capa.
¿Quién eres mujer y dónde
están tu familia y casa?
¿Quién ha encendido este velo
de dolor sobre tu infancia?
-“Soy morisca, caballero,
y mis padres tienen casa
a media legua y el suelo
para cosechar lo labran.
En la fuente que aquí corre,
junto a la encina más alta,
estaba de barro un rojo
cántaro llenando de agua.
Unos vaqueros que al punto
por la vereda pasaban
me han malherido y abierto
heridas que ya no sanan.
Eran tres, uno de cuero
llevaba sucia zamarra,
otro era tuerto, el tercero
hablaba roncas palabras”.
Ha dicho esto y ha muerto
de pena y dolor cansada.
Mancha de los caballeros
de sangre niña manchada,
los niños labriegos piden
negra y cumplida venganza.
IV
El caballero ha llevado
la niña muerta a su casa
y ha jurado hacer justicia
sobre la cruz de su espada.
Bruñido ha puesto el acero
toledano de sus armas,
ha pedido que le dejen
a solas orar y manda
que le limpien los arreos
y ensillen su yegua blanca.
A las siete de la tarde,
el poniente ya empezaba
a enrojecer el abismo
donde el sol hunde su llama,
ha partido el caballero,
fiel, a cumplir su palabra.
Las crines peinan el viento,
el aire afila la cara,
la mirada dura al frente
y el corazón con su carga.
No le temblará la mano
ni el cierzo le halará el alma
cuando le llegue el momento
de hacer de muerte su causa.
Mancha de los caballeros,
la noche se alarga y tapa
tus límites, y sus flecos
por Alcaraz se derraman.
V
La noche lleva subiendo
la luna redonda y blanca
y en los ramajes del cielo
cuelgan las estrellas sabias.
Tres hombres rudos a un tiempo
de noche negra se tapan
y en taimados pensamientos
miran de soslayo y callan.
Han terminado la cena
junto a la hoguera que manda
reflejos sobre los rostros
de tan rufiana canalla.
Tienen miedo y escudriñan
la oscuridad sus miradas,
les parece que han oido
ruido. –“¡Serán alimañas!”
- dice el mas viejo – y empuña
bajo su mantón la daga.
Angeles negros empiezan
a cepillarse las alas
y van abriendo tres huecos
en el infierno a tres almas.
Del silencio de la noche
una voz de hierro alza
esta pregunta que cierra
de terror las tres gargantas.
- ¿Habeis visto, por ventura,
una niña que llevaba
apoyado en la cadera
un rojo cántaro de agua?
Uno alcanza su ballesta,
el otro su daga plana
y el tercero por el mango
levanta el rayo de un hacha.
Furia de luz el acero,
en una terrible danza,
ha levantado un invierno
de frigidez en tres almas.
No han enterrado a los muertos,
para escarnio y enseñanza,
han dejado que los cuerpos
los coman las alimañas.
Dicen que aquel caballero,
que a Socuéllamos marchaba,
para conseguir del cielo
el perdón de su venganza,
se hizo eremita, viviendo
junto a una laguna blanca
que en Ruidera esta prendida
por cruces a sus murallas.
Mancha de los caballeros,
tierra bronca donde manda
la locura hidalgos viejos
y poetas que la ensanchan.
Juan José Alcolea Jiménez
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