Carta XXIII de José Cadalso
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Carta XXIII de José Cadalso
Gazel a Ben-Beley
Hay hombres en este país que tienen por oficio el disputar. Asistí últimamente a unas juntas de sabios, que llaman conclusiones. Lo que son no lo sé, ni lo que dijeron, ni si se entendieron, ni si se reconciliaron, o si se quedaron con el rencor que se manifestaron delante de una infinidad de gentes, de las cuales ni un hombre se levantó para apaciguarlos, no obstante el peligro en que estaban de darse puñaladas, según los gestos que se hacían y las injurias que se decían; antes los indiferentes estaban mirando con mucho sosiego y aun con gusto la quimera de los adversarios. Uno de ellos, que tenía más de dos varas de alto, casi otras tantas de grueso, fuertes pulmones, voz de gigante y ademanes de frenético, defendió por la mañana que una cosa era negra, y a la tarde que era blanca. Lo celebré infinito, pareciéndome esto un efecto de docilidad poco común entre los sabios; pero desengañéme cuando vi que los mismos que por la mañana se habían opuesto con todo su brío, que no era corto, a que la tal cosa fuese negra, se oponían igualmente por la tarde a que la misma fuese blanca. Y un hombre grave, que se sentó a mi lado, me dijo que esto se llamaba defender una cosa problemáticamente; que el sujeto que estaba luciendo su ingenio problemático era un mozo de muchas prendas y grandes esperanzas; pero que era, como si dijéramos, su primera campaña, y que los que le combatían eran hombres ya hechos a estas contiendas con cincuenta años de iguales fatigas, soldados veteranos, acuchillados y aguerridos. -Setenta años -me dijo- he gastado, y he criado estas canas -añadió, quitándose una especie de turbante pequeño y negro- asistiendo a estas tareas; pero en ninguna vez, de las muchas que se han suscitado estas cuestiones, la he visto tratar con el empeño que hoy.
Nada entendí de todo esto. No puedo comprender qué utilidad pueda sacarse de disputar setenta años una misma cosa sin el gusto, ni siquiera la esperanza de aclararla. Y comunicando este lance a Nuño, me dijo que en su vida había disputado dos minutos seguidos, porque en aquellas cosas humanas en que no cabe la demostración es inútil tan porfiada controversia, pues en la vanidad del hombre, su ignorancia y preocupación, todo argumento permanece indeciso, quedando cada argumentante en la persuasión de que su antagonista no entiende de la cuestión o no quiere confesarse vencido. Soy del dictamen de Nuño, y no dudo que tú lo fueras si oyeras las disputas literarias de España.
Hay hombres en este país que tienen por oficio el disputar. Asistí últimamente a unas juntas de sabios, que llaman conclusiones. Lo que son no lo sé, ni lo que dijeron, ni si se entendieron, ni si se reconciliaron, o si se quedaron con el rencor que se manifestaron delante de una infinidad de gentes, de las cuales ni un hombre se levantó para apaciguarlos, no obstante el peligro en que estaban de darse puñaladas, según los gestos que se hacían y las injurias que se decían; antes los indiferentes estaban mirando con mucho sosiego y aun con gusto la quimera de los adversarios. Uno de ellos, que tenía más de dos varas de alto, casi otras tantas de grueso, fuertes pulmones, voz de gigante y ademanes de frenético, defendió por la mañana que una cosa era negra, y a la tarde que era blanca. Lo celebré infinito, pareciéndome esto un efecto de docilidad poco común entre los sabios; pero desengañéme cuando vi que los mismos que por la mañana se habían opuesto con todo su brío, que no era corto, a que la tal cosa fuese negra, se oponían igualmente por la tarde a que la misma fuese blanca. Y un hombre grave, que se sentó a mi lado, me dijo que esto se llamaba defender una cosa problemáticamente; que el sujeto que estaba luciendo su ingenio problemático era un mozo de muchas prendas y grandes esperanzas; pero que era, como si dijéramos, su primera campaña, y que los que le combatían eran hombres ya hechos a estas contiendas con cincuenta años de iguales fatigas, soldados veteranos, acuchillados y aguerridos. -Setenta años -me dijo- he gastado, y he criado estas canas -añadió, quitándose una especie de turbante pequeño y negro- asistiendo a estas tareas; pero en ninguna vez, de las muchas que se han suscitado estas cuestiones, la he visto tratar con el empeño que hoy.
Nada entendí de todo esto. No puedo comprender qué utilidad pueda sacarse de disputar setenta años una misma cosa sin el gusto, ni siquiera la esperanza de aclararla. Y comunicando este lance a Nuño, me dijo que en su vida había disputado dos minutos seguidos, porque en aquellas cosas humanas en que no cabe la demostración es inútil tan porfiada controversia, pues en la vanidad del hombre, su ignorancia y preocupación, todo argumento permanece indeciso, quedando cada argumentante en la persuasión de que su antagonista no entiende de la cuestión o no quiere confesarse vencido. Soy del dictamen de Nuño, y no dudo que tú lo fueras si oyeras las disputas literarias de España.
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