Carta IV de José Cadalso
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Carta IV de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Los europeos del siglo presente están insufribles con las alabanzas que amontonan sobre la era en que han nacido. Si los creyeras, dirías que la naturaleza humana hizo una prodigiosa e increíble crisis precisamente a los mil y setecientos años cabales de su nueva cronología. Cada particular funda una vanidad grandísima en haber tenido muchos abuelos no sólo tan buenos como él, sino mucho mejores, y la generación entera abomina de las generaciones que le han precedido. No lo entiendo.
Mi docilidad aun es mayor que su arrogancia. Tanto me han dicho y repetido de las ventajas de este siglo sobre los otros, que me he puesto muy de veras a averiguar este punto. Vuelvo a decir que no lo entiendo; y añado que dificulto si ellos se entienden a sí mismos.
Desde la época en que ellos fijan la de su cultura, hallo los mismos delitos y miserias en la especie humana, y en nada aumentadas sus virtudes y comodidades. Así se lo dije con mi natural franqueza a un cristiano que el otro día, en una concurrencia bastante numerosa, hacía una apología magnífica de la edad, y casi del año, que tuvo la dicha de producirle. Espantose de oírme defender la contraria de su opinión; y fue en vano cuanto le dije, poco más o menos del modo siguiente:
«No nos dejemos alucinar de la apariencia, y vamos a lo sustancial. La excelencia de un siglo sobre otro creo debe regularse por las ventajas morales o civiles que produce a los hombres. Siempre que éstos sean mejores, diremos también que su era es superior en lo moral a la que no produjo tales proporciones; entendiéndose en ambos casos esta ventaja en el mayor número. Sentado este principio, que me parece justo, veamos ahora qué ventajas morales y civiles tiene tu siglo de mil setecientos sobre los anteriores. En lo civil, ¿cuáles son las ventajas que tiene? Mil artes se han perdido de las que florecieron en la antigüedad; y las que se han adelantado en nuestra era, ¿qué producen en la práctica, por mucho que ostenten en la especulativa? Cuatro pescadores vizcaínos en unas malas barcas hacían antiguamente viajes que no se hacen ahora sino rara vez y con tantas y tales precauciones que son capaces de espantar a quien los emprende. De la agricultura, la medicina, ¿sin preocupación no puede decirse lo mismo?
»Por lo que toca a las ventajas morales, aunque la apariencia favorezca nuestros días, en la realidad ¿qué diremos? Sólo puedo asegurar que este siglo tan feliz en tu dictamen ha sido tan desdichado en la experiencia como los antecedentes. Quien escriba sin lisonja la historia, dejará a la posteridad horrorosas relaciones de príncipes dignísimos destronados, quebrantados tratados muy justos, vendidas muchas patrias dignísimas de amor, rotos los vínculos matrimoniales, atropellada la autoridad paterna, profanados juramentos solemnes, violado el derecho de hospitalidad, destruida la amistad y su nombre sagrado, entregados por traición ejércitos valerosos; y sobre las ruinas de tantas maldades levantarse un suntuoso templo al desorden general.
»¿Qué se han hecho esas ventajas tan jactadas por ti y por tus semejantes? Concédote cierta ilustración aparente que ha despojado a nuestro siglo de la austeridad y rigor de los pasados; pero, ¿sabes de qué sirve esta mutación, este oropel que brilla en toda Europa y deslumbra a los menos cuerdos? Creo firmemente que no sirve más que de confundir el orden respectivo, establecido para el bien de cada estado en particular.
»La mezcla de las naciones en Europa ha hecho admitir generalmente los vicios de cada una y desterrar las virtudes respectivas. De aquí nacerá, si ya no ha nacido, que los nobles de todos los países tengan igual despego a su patria, formando entre todos una nación separada de las otras y distinta en idioma, traje y religión; y que los pueblos sean infelices en igual grado, esto es, en proporción de la semejanza de los nobles. Síguese a esto la decadencia general de los estados, pues sólo se mantienen los unos por la flaqueza de los otros, y ninguno por fuerza suya o propio vigor. El tiempo que tardan las cortes en uniformarse exactamente en lujo y relajación tardarán también las naciones en asegurarse las unas de la ambición de las otras: y este grado de universal abatimiento parecerá un apetecible sistema de seguridad a los ojos de los políticos afeminados; pero los buenos, los prudentes, los que merecen este nombre, conocerán que un corto número de años las reducirá todas a un estado de flaqueza que les vaticine pronta y horrorosa destrucción. Si desembarcasen algunas naciones guerreras y desconocidas en los dos extremos de Europa, mandadas por unos héroes de aquellos que produce un clima, cuando otro no da sino hombres medianos, no dudo que se encontrarían en la mitad de Europa, habiendo atravesado y destruido un hermosísimo país. ¿Qué obstáculos hallarían de parte de sus habitantes? No sé si lo diga con risa o con lástima: unos ejércitos muy lucidos y simétricos sin duda, pero debilitados por el peso de sus pasiones y mandados por generales en quienes hay menos de lo que se requiere de aquel gran estímulo de un héroe, a saber, el patriotismo. Ni creas que para detener semejantes irrupciones sea suficiente obstáculo el número de las ciudades fortificadas. Si reinan el lujo, la desidia y otros vicios semejantes, fruto de la relajación de las costumbres, éstos sin duda abrirán las puertas de las ciudadelas a los enemigos. La mayor fortaleza, la más segura, la única invencible, es la que consiste en los corazones de los hombres, no en lo alto de los muros ni en lo profundo de los fosos.
»¿Cuáles fueron las tropas que nos presentaron en las orillas de Guadalete los godos españoles? ¡Cuán pronto, en proporción del número, fueron deshechos por nuestros abuelos, fuertes, austeros y atrevidos! ¡Cuán largo y triste tiempo el de su esclavitud! ¡Cuánta sangre derramada durante ocho siglos para reparar el daño que les hizo la afeminación, y para sacudir el yugo que jamás los hubiera oprimido, si hubiesen mantenido el rigor de las costumbres de sus antepasados!».
No esperaba el apologista del siglo en que nacimos estas razones, y mucho menos las siguientes, en que contraje todo lo dicho a su mismo país, continuando de este modo:
«Aunque todo esto no fuese así en varias partes de Europa, ¿puedes dudarlo respecto de la tuya? La decadencia de tu patria en este siglo es capaz de demostración con todo el rigor geométrico. ¿Hablas de población? Tienes diez millones escasos de almas, mitad del número de vasallos españoles que contaba Fernando el Católico. Esta disminución es evidente. Veo algunas pocas casas nuevas en Madrid y tal cual ciudad grande; pero sal por esas provincias y verás a lo menos dos terceras partes de casas caídas, sin esperanza de que una sola pueda algún día levantarse. Ciudad tienes en España que contó algún día quince mil familias, reducidas hoy a ochocientas. ¿Hablas de ciencias? En el siglo antepasado tu nación era la más docta de Europa, como la francesa en el pasado y la inglesa en el actual; pero hoy, del otro lado de los Pirineos, apenas se conocen los sabios que así se llaman por acá. ¿Hablas de agricultura? Ésta siempre sigue la proporción de la población. Infórmate de los ancianos del pueblo, y oirás lástimas. ¿Hablas de manufacturas? ¿Qué se han hecho las antiguas de Córdoba, Segovia y otras? Fueron famosas en el mundo, y ahora las que las han reemplazado están muy lejos de igualarlas en fama y mérito: se hallan muy en sus principios respecto a las de Francia e Inglaterra».
Me preparaba a proseguir por otros ramos, cuando se levantó muy sofocado el apologista, miró a todas partes y, viendo que nadie le sostenía, jugó como por distracción con los cascabeles de sus dos relojes, y se fue diciendo:
-No consiste en eso la cultura del siglo actual, su excelencia entre todos los pasados y venideros, y la felicidad mía y de mis contemporáneos. El punto está en que se come con más primor; los lacayos hablan de política; los maridos y los amantes no se desafían; y desde el sitio de Troya hasta el de Almeida, no se ha visto producción tan honrosa para el espíritu humano, tan útil para la sociedad y tan maravillosa en sus efectos como los polvos sampareille inventados por Mr. Friboleti en la calle de San Honorato de París.
-Dices muy bien -le repliqué-; y me levanté para ir a mis oraciones acostumbradas, añadiendo una, y muy fervorosa, para que el cielo aparte de mi patria los efectos de la cultura de este siglo, si consiste en lo que éste ponía su defensa.
Los europeos del siglo presente están insufribles con las alabanzas que amontonan sobre la era en que han nacido. Si los creyeras, dirías que la naturaleza humana hizo una prodigiosa e increíble crisis precisamente a los mil y setecientos años cabales de su nueva cronología. Cada particular funda una vanidad grandísima en haber tenido muchos abuelos no sólo tan buenos como él, sino mucho mejores, y la generación entera abomina de las generaciones que le han precedido. No lo entiendo.
Mi docilidad aun es mayor que su arrogancia. Tanto me han dicho y repetido de las ventajas de este siglo sobre los otros, que me he puesto muy de veras a averiguar este punto. Vuelvo a decir que no lo entiendo; y añado que dificulto si ellos se entienden a sí mismos.
Desde la época en que ellos fijan la de su cultura, hallo los mismos delitos y miserias en la especie humana, y en nada aumentadas sus virtudes y comodidades. Así se lo dije con mi natural franqueza a un cristiano que el otro día, en una concurrencia bastante numerosa, hacía una apología magnífica de la edad, y casi del año, que tuvo la dicha de producirle. Espantose de oírme defender la contraria de su opinión; y fue en vano cuanto le dije, poco más o menos del modo siguiente:
«No nos dejemos alucinar de la apariencia, y vamos a lo sustancial. La excelencia de un siglo sobre otro creo debe regularse por las ventajas morales o civiles que produce a los hombres. Siempre que éstos sean mejores, diremos también que su era es superior en lo moral a la que no produjo tales proporciones; entendiéndose en ambos casos esta ventaja en el mayor número. Sentado este principio, que me parece justo, veamos ahora qué ventajas morales y civiles tiene tu siglo de mil setecientos sobre los anteriores. En lo civil, ¿cuáles son las ventajas que tiene? Mil artes se han perdido de las que florecieron en la antigüedad; y las que se han adelantado en nuestra era, ¿qué producen en la práctica, por mucho que ostenten en la especulativa? Cuatro pescadores vizcaínos en unas malas barcas hacían antiguamente viajes que no se hacen ahora sino rara vez y con tantas y tales precauciones que son capaces de espantar a quien los emprende. De la agricultura, la medicina, ¿sin preocupación no puede decirse lo mismo?
»Por lo que toca a las ventajas morales, aunque la apariencia favorezca nuestros días, en la realidad ¿qué diremos? Sólo puedo asegurar que este siglo tan feliz en tu dictamen ha sido tan desdichado en la experiencia como los antecedentes. Quien escriba sin lisonja la historia, dejará a la posteridad horrorosas relaciones de príncipes dignísimos destronados, quebrantados tratados muy justos, vendidas muchas patrias dignísimas de amor, rotos los vínculos matrimoniales, atropellada la autoridad paterna, profanados juramentos solemnes, violado el derecho de hospitalidad, destruida la amistad y su nombre sagrado, entregados por traición ejércitos valerosos; y sobre las ruinas de tantas maldades levantarse un suntuoso templo al desorden general.
»¿Qué se han hecho esas ventajas tan jactadas por ti y por tus semejantes? Concédote cierta ilustración aparente que ha despojado a nuestro siglo de la austeridad y rigor de los pasados; pero, ¿sabes de qué sirve esta mutación, este oropel que brilla en toda Europa y deslumbra a los menos cuerdos? Creo firmemente que no sirve más que de confundir el orden respectivo, establecido para el bien de cada estado en particular.
»La mezcla de las naciones en Europa ha hecho admitir generalmente los vicios de cada una y desterrar las virtudes respectivas. De aquí nacerá, si ya no ha nacido, que los nobles de todos los países tengan igual despego a su patria, formando entre todos una nación separada de las otras y distinta en idioma, traje y religión; y que los pueblos sean infelices en igual grado, esto es, en proporción de la semejanza de los nobles. Síguese a esto la decadencia general de los estados, pues sólo se mantienen los unos por la flaqueza de los otros, y ninguno por fuerza suya o propio vigor. El tiempo que tardan las cortes en uniformarse exactamente en lujo y relajación tardarán también las naciones en asegurarse las unas de la ambición de las otras: y este grado de universal abatimiento parecerá un apetecible sistema de seguridad a los ojos de los políticos afeminados; pero los buenos, los prudentes, los que merecen este nombre, conocerán que un corto número de años las reducirá todas a un estado de flaqueza que les vaticine pronta y horrorosa destrucción. Si desembarcasen algunas naciones guerreras y desconocidas en los dos extremos de Europa, mandadas por unos héroes de aquellos que produce un clima, cuando otro no da sino hombres medianos, no dudo que se encontrarían en la mitad de Europa, habiendo atravesado y destruido un hermosísimo país. ¿Qué obstáculos hallarían de parte de sus habitantes? No sé si lo diga con risa o con lástima: unos ejércitos muy lucidos y simétricos sin duda, pero debilitados por el peso de sus pasiones y mandados por generales en quienes hay menos de lo que se requiere de aquel gran estímulo de un héroe, a saber, el patriotismo. Ni creas que para detener semejantes irrupciones sea suficiente obstáculo el número de las ciudades fortificadas. Si reinan el lujo, la desidia y otros vicios semejantes, fruto de la relajación de las costumbres, éstos sin duda abrirán las puertas de las ciudadelas a los enemigos. La mayor fortaleza, la más segura, la única invencible, es la que consiste en los corazones de los hombres, no en lo alto de los muros ni en lo profundo de los fosos.
»¿Cuáles fueron las tropas que nos presentaron en las orillas de Guadalete los godos españoles? ¡Cuán pronto, en proporción del número, fueron deshechos por nuestros abuelos, fuertes, austeros y atrevidos! ¡Cuán largo y triste tiempo el de su esclavitud! ¡Cuánta sangre derramada durante ocho siglos para reparar el daño que les hizo la afeminación, y para sacudir el yugo que jamás los hubiera oprimido, si hubiesen mantenido el rigor de las costumbres de sus antepasados!».
No esperaba el apologista del siglo en que nacimos estas razones, y mucho menos las siguientes, en que contraje todo lo dicho a su mismo país, continuando de este modo:
«Aunque todo esto no fuese así en varias partes de Europa, ¿puedes dudarlo respecto de la tuya? La decadencia de tu patria en este siglo es capaz de demostración con todo el rigor geométrico. ¿Hablas de población? Tienes diez millones escasos de almas, mitad del número de vasallos españoles que contaba Fernando el Católico. Esta disminución es evidente. Veo algunas pocas casas nuevas en Madrid y tal cual ciudad grande; pero sal por esas provincias y verás a lo menos dos terceras partes de casas caídas, sin esperanza de que una sola pueda algún día levantarse. Ciudad tienes en España que contó algún día quince mil familias, reducidas hoy a ochocientas. ¿Hablas de ciencias? En el siglo antepasado tu nación era la más docta de Europa, como la francesa en el pasado y la inglesa en el actual; pero hoy, del otro lado de los Pirineos, apenas se conocen los sabios que así se llaman por acá. ¿Hablas de agricultura? Ésta siempre sigue la proporción de la población. Infórmate de los ancianos del pueblo, y oirás lástimas. ¿Hablas de manufacturas? ¿Qué se han hecho las antiguas de Córdoba, Segovia y otras? Fueron famosas en el mundo, y ahora las que las han reemplazado están muy lejos de igualarlas en fama y mérito: se hallan muy en sus principios respecto a las de Francia e Inglaterra».
Me preparaba a proseguir por otros ramos, cuando se levantó muy sofocado el apologista, miró a todas partes y, viendo que nadie le sostenía, jugó como por distracción con los cascabeles de sus dos relojes, y se fue diciendo:
-No consiste en eso la cultura del siglo actual, su excelencia entre todos los pasados y venideros, y la felicidad mía y de mis contemporáneos. El punto está en que se come con más primor; los lacayos hablan de política; los maridos y los amantes no se desafían; y desde el sitio de Troya hasta el de Almeida, no se ha visto producción tan honrosa para el espíritu humano, tan útil para la sociedad y tan maravillosa en sus efectos como los polvos sampareille inventados por Mr. Friboleti en la calle de San Honorato de París.
-Dices muy bien -le repliqué-; y me levanté para ir a mis oraciones acostumbradas, añadiendo una, y muy fervorosa, para que el cielo aparte de mi patria los efectos de la cultura de este siglo, si consiste en lo que éste ponía su defensa.
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