Los toros
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Los toros
Los toros
Está en la plaza Mayor
todo Madrid celebrando
con un festejo los días
de su rey Felipe cuarto.
Este ocupa, con la reina
y los jefes de palacio,
el regio balcón vestido
de tapices y brocados.
En los otros, que hermosean
reposteros y damascos,
los grandes, con sus señoras
y los nobles cortesanos,
ostentan soberbias galas,
terciopelos y penachos;
las damas y caballeros
llenan los segundos altos,
y de fiesta gran gentío
los barandales y andamios,
jardín do a impulso del viento
ondean colores varios.
Ante la Panadería,
del balcón del rey debajo
y de espalda a la barrera
en la arena del estadio,
la guardia tudesca en ala,
parece un muro de paño
rojo y jalde, con cornisa
hecha de rostros humanos,
sobre la cual vuelan plumas
en lugar de jaramagos,
y brillan las alabardas
heridas del sol de mayo.
Los alguaciles de corte
con sus varas en la mano,
a la jineta en rocines,
están en fila a los lados.
El rey, la reina, los grandes,
las damas, los cortesanos,
los tudescos y alguaciles,
el inmenso pueblo, y cuantos
en la plaza están, los ojos
tornan de Toledo al arco,
por cuya barrera asoma
un caballero a caballo.
Vese en medio de la arena,
furia y humo respirando,
los ojos como dos brasas,
los cuernos ensangrentados,
con la pezuña esparciendo
ardiente polvo, el más bravo
retinto, a quien dio Jarama
hierba encantada en sus campos.
Aún no estrenó la almohadilla
de su cuello erguido y alto,
hierro alguno, ni ha embestido
una sola vez en vano.
Entre capas desgarradas
y moribundos caballos,
se ostenta como el guerrero
que se coronó de lauro,
entre rendidos pendones,
sobre muros derribados;
del genio del exterminio
parece emblema y retrato.
En un tordillo fogoso,
de africana yegua parto,
que de alba espuma salpica
el pretal, el pecho y brazos,
que desdeñoso la tierra
hiere a compás con los cascos,
que una purpúrea gualdrapa
con primorosos recamos,
de felpa y ante la silla,
en el testero un penacho,
la cabezada y rendaje
de oro y seda roja, y lazos
en el cordón y en las crines
soberbio ostenta y ufano,
a combatir con el toro
sale aquel señor gallardo.
Viste una capa y ropilla
de terciopelo más blanco
que la nieve, de oro y perlas
trencillas y pasamanos;
las cuchilladas, aforros,
vueltas y faja de raso
carmesí; calzas de punto,
borceguíes datilados,
valona y puños de encaje;
esparcen reflejos claros
en su pecho los rubíes
de la cruz de Santïago.
Un sombrero con cintillo
de diamantes, sujetando
seis blancas gentiles plumas,
corona su noble garbo.
Con la izquierda rige el freno,
en la diestra lleva en alto
un pequeño rejoncillo
con la cuchilla de a palmo.
Acompáñanle dos pajes,
a pie, de uno y otro lado;
y llevan las rojas capas
prontas al lance en la mano:
Síguenle sus escuderos
y un gran tropel de lacayos,
los que, por respeto al toro,
se van haciendo reacios.
Puesto en medio de la plaza
personaje tan bizarro,
saluda al rey y a la reina
con gentil desembarazo.
Aquel, serio, corresponde;
esta muestra sobresalto,
mientras el concurso inmenso
prorrumpe en vivas y aplausos.
Era el gran don Juan de Tassis,
caballero cortesano,
conde de Villamediana,
de Madrid y España encanto
por su esclarecido ingenio,
por su generoso trato,
por su gallarda presencia,
por su discreción y fausto.
Gran favor se le supone,
aunque secreto, en palacio,
pues susurran malas lenguas...
pero mejor es dejarlo.
De todos y todas dicen,
y es poner puertas al campo
querer de los maliciosos
sellar los ojos y labios.
Valiente Villamediana,
cortas las riendas, y bajo
del rejoncillo el acero,
vase al toro paso a paso.
Este cabecea, bufa,
la tierra escarba marrajo,
y espera instante oportuno
en que partir como el rayo.
El paje de la derecha,
con grande soltura y garbo,
a la fiera irrita y llama,
la capa ante ella ondeando.
Embiste, pues; el jinete
tuerce el bridón, de soslayo
pasa el toro, el otro paje
con la capa hace un engaño,
y lo revuelve, y de nuevo
lo para. Determinado
le hostiga de frente el conde;
torna a embestir rebramando
el jarameño; parece
que el caballero y caballo
van a volar a las nubes,
cuando de la fiera intactos,
en primorosas corvetas
se separan y con saltos.
Un punto el toro vacila
bramido ronco lanzando,
y desplómase en la tierra,
haciendo de sangre un lago
con el torrente que brota
por la cerviz, do, clavado,
medio rejón aparece,
que el otro medio, en la mano
del noble y valiente conde
va al concurso saludando.
Por balcones y barandas,
vallas, barreras y andamios,
formando una riza nube,
ondean pañuelos blancos;
y «¡Viva!», el pueblo repite,
y los caballeros «¡Bravo!»,
y «¡Qué galán!» las mujeres,
haciendo lenguas las manos.
La reina, que, sin aliento,
los ojos desencajados
en jinete y toro tuvo,
vuelve, ansiosa, respirando;
«¡Qué bien pica el conde!», dice,
y «Muy bien», los cortesanos
repiten. El rey responde:
«Bien pica, pero muy alto.»
Y en el rostro de la reina
clavó los ojos un rato.
Esta demudose, y todos
los señores de palacio,
en quienes opinión propia
fuera un peregrino hallazgo,
repitieron, no sabiendo
lo que decían acaso,
y de entrambas majestades
queriendo seguir el rastro:
«Pica muy bien; mas debiera
haber picado más bajo.»
Dos toros más se corrieron,
en que caballeros varios
con gala y con valentía
gran destreza demostraron;
mas es pretender lucirlo
después del conde gallardo,
exceso del amor propio,
cuyos esfuerzos son vanos.
Ser en punto mediodía
las campanas avisaron
de Santa Cruz en la torre.
En su carroza a palacio
retiráronse los reyes,
tras ellos los cortesanos,
y aquel inmenso gentío,
la plaza desocupando,
se apiñó en arcos y puertas,
haciendo un todo compacto,
que por las primeras calles
rompió, que luego en pedazos
por otras más dividiose,
después en grupos, que al cabo
reducidos a familias,
muy pronto se dispersaron.
Tal vez así se desagua
un artificial pantano,
cuando se abren las compuertas
del malecón, y apretados
torrentes por ellas salen,
que luego en arroyos varios
se dividen, y se pierden
finalmente por los campos.
Ángel de Saavedra
Está en la plaza Mayor
todo Madrid celebrando
con un festejo los días
de su rey Felipe cuarto.
Este ocupa, con la reina
y los jefes de palacio,
el regio balcón vestido
de tapices y brocados.
En los otros, que hermosean
reposteros y damascos,
los grandes, con sus señoras
y los nobles cortesanos,
ostentan soberbias galas,
terciopelos y penachos;
las damas y caballeros
llenan los segundos altos,
y de fiesta gran gentío
los barandales y andamios,
jardín do a impulso del viento
ondean colores varios.
Ante la Panadería,
del balcón del rey debajo
y de espalda a la barrera
en la arena del estadio,
la guardia tudesca en ala,
parece un muro de paño
rojo y jalde, con cornisa
hecha de rostros humanos,
sobre la cual vuelan plumas
en lugar de jaramagos,
y brillan las alabardas
heridas del sol de mayo.
Los alguaciles de corte
con sus varas en la mano,
a la jineta en rocines,
están en fila a los lados.
El rey, la reina, los grandes,
las damas, los cortesanos,
los tudescos y alguaciles,
el inmenso pueblo, y cuantos
en la plaza están, los ojos
tornan de Toledo al arco,
por cuya barrera asoma
un caballero a caballo.
Vese en medio de la arena,
furia y humo respirando,
los ojos como dos brasas,
los cuernos ensangrentados,
con la pezuña esparciendo
ardiente polvo, el más bravo
retinto, a quien dio Jarama
hierba encantada en sus campos.
Aún no estrenó la almohadilla
de su cuello erguido y alto,
hierro alguno, ni ha embestido
una sola vez en vano.
Entre capas desgarradas
y moribundos caballos,
se ostenta como el guerrero
que se coronó de lauro,
entre rendidos pendones,
sobre muros derribados;
del genio del exterminio
parece emblema y retrato.
En un tordillo fogoso,
de africana yegua parto,
que de alba espuma salpica
el pretal, el pecho y brazos,
que desdeñoso la tierra
hiere a compás con los cascos,
que una purpúrea gualdrapa
con primorosos recamos,
de felpa y ante la silla,
en el testero un penacho,
la cabezada y rendaje
de oro y seda roja, y lazos
en el cordón y en las crines
soberbio ostenta y ufano,
a combatir con el toro
sale aquel señor gallardo.
Viste una capa y ropilla
de terciopelo más blanco
que la nieve, de oro y perlas
trencillas y pasamanos;
las cuchilladas, aforros,
vueltas y faja de raso
carmesí; calzas de punto,
borceguíes datilados,
valona y puños de encaje;
esparcen reflejos claros
en su pecho los rubíes
de la cruz de Santïago.
Un sombrero con cintillo
de diamantes, sujetando
seis blancas gentiles plumas,
corona su noble garbo.
Con la izquierda rige el freno,
en la diestra lleva en alto
un pequeño rejoncillo
con la cuchilla de a palmo.
Acompáñanle dos pajes,
a pie, de uno y otro lado;
y llevan las rojas capas
prontas al lance en la mano:
Síguenle sus escuderos
y un gran tropel de lacayos,
los que, por respeto al toro,
se van haciendo reacios.
Puesto en medio de la plaza
personaje tan bizarro,
saluda al rey y a la reina
con gentil desembarazo.
Aquel, serio, corresponde;
esta muestra sobresalto,
mientras el concurso inmenso
prorrumpe en vivas y aplausos.
Era el gran don Juan de Tassis,
caballero cortesano,
conde de Villamediana,
de Madrid y España encanto
por su esclarecido ingenio,
por su generoso trato,
por su gallarda presencia,
por su discreción y fausto.
Gran favor se le supone,
aunque secreto, en palacio,
pues susurran malas lenguas...
pero mejor es dejarlo.
De todos y todas dicen,
y es poner puertas al campo
querer de los maliciosos
sellar los ojos y labios.
Valiente Villamediana,
cortas las riendas, y bajo
del rejoncillo el acero,
vase al toro paso a paso.
Este cabecea, bufa,
la tierra escarba marrajo,
y espera instante oportuno
en que partir como el rayo.
El paje de la derecha,
con grande soltura y garbo,
a la fiera irrita y llama,
la capa ante ella ondeando.
Embiste, pues; el jinete
tuerce el bridón, de soslayo
pasa el toro, el otro paje
con la capa hace un engaño,
y lo revuelve, y de nuevo
lo para. Determinado
le hostiga de frente el conde;
torna a embestir rebramando
el jarameño; parece
que el caballero y caballo
van a volar a las nubes,
cuando de la fiera intactos,
en primorosas corvetas
se separan y con saltos.
Un punto el toro vacila
bramido ronco lanzando,
y desplómase en la tierra,
haciendo de sangre un lago
con el torrente que brota
por la cerviz, do, clavado,
medio rejón aparece,
que el otro medio, en la mano
del noble y valiente conde
va al concurso saludando.
Por balcones y barandas,
vallas, barreras y andamios,
formando una riza nube,
ondean pañuelos blancos;
y «¡Viva!», el pueblo repite,
y los caballeros «¡Bravo!»,
y «¡Qué galán!» las mujeres,
haciendo lenguas las manos.
La reina, que, sin aliento,
los ojos desencajados
en jinete y toro tuvo,
vuelve, ansiosa, respirando;
«¡Qué bien pica el conde!», dice,
y «Muy bien», los cortesanos
repiten. El rey responde:
«Bien pica, pero muy alto.»
Y en el rostro de la reina
clavó los ojos un rato.
Esta demudose, y todos
los señores de palacio,
en quienes opinión propia
fuera un peregrino hallazgo,
repitieron, no sabiendo
lo que decían acaso,
y de entrambas majestades
queriendo seguir el rastro:
«Pica muy bien; mas debiera
haber picado más bajo.»
Dos toros más se corrieron,
en que caballeros varios
con gala y con valentía
gran destreza demostraron;
mas es pretender lucirlo
después del conde gallardo,
exceso del amor propio,
cuyos esfuerzos son vanos.
Ser en punto mediodía
las campanas avisaron
de Santa Cruz en la torre.
En su carroza a palacio
retiráronse los reyes,
tras ellos los cortesanos,
y aquel inmenso gentío,
la plaza desocupando,
se apiñó en arcos y puertas,
haciendo un todo compacto,
que por las primeras calles
rompió, que luego en pedazos
por otras más dividiose,
después en grupos, que al cabo
reducidos a familias,
muy pronto se dispersaron.
Tal vez así se desagua
un artificial pantano,
cuando se abren las compuertas
del malecón, y apretados
torrentes por ellas salen,
que luego en arroyos varios
se dividen, y se pierden
finalmente por los campos.
Ángel de Saavedra
Arjona Dalila Rosa- Cantidad de envíos : 1230
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Roana Varela- Moderadora
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Re: Los toros
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