La agresión
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La agresión
La agresión
De oro, de hierro, de barro
inmensurable coloso,
la frente en las altas nubes,
el pie en los abismos hondos;
de infierno, de cielo y tierra
un incomprensible aborto,
un prodigioso compuesto
de ángel, de hombre y de demonio,
alzó de Francia perdida,
con su brazo portentoso,
para en él tomar asiento,
el despedazado trono.
Ídolo de doce siglos,
y de cien monarcas solio,
que desparecer vio el mundo
terrorizado y absorto,
cuando crímenes, virtudes,
pasiones, furias, enconos,
saber, ignorancia, errores,
héroes, gigantes y monstruos,
de sangre en un mar lo ahogaron,
y bajo un monte de escombros
lo sepultaron y hundieron
con universal trastorno.
Alzose, pues (para tanto
Dios le dio fuerzas a él solo),
y aun juzgó para su mole
pedestal tan grande, poco.
Y desde él mandaba al mundo,
llevando de polo a polo
de tempestades armada
la fuerte mano, a su antojo,
con un millón de soldados
a quienes él daba el soplo
de vida, y con su gran nombre
un talismán prodigioso.
Con un ceño de su frente,
con un volver de su rostro,
desparecían imperios
y se trastornaba el globo.
Este portento, este numen
de bien, de mal, de uno y otro,
tornó al tranquilo Occidente
los asoladores ojos.
Y vio a la fecunda España,
la cosechera del oro,
quemando en su altar inciensos,
por su gloria haciendo votos,
en actitud tan humilde,
de entusiasmo en tal arrobo,
que era poderosa ayuda,
sin poder ser nunca estorbo,
y de amiga bajo el nombre
tan adoradora en todo,
que sangre, riqueza, fama,
juzgaba holocausto corto.
Mas prevaleciendo acaso,
en el pecho del coloso,
la parte aquella de infierno
y la maldad de demonio,
gritó: «Yo no quiero amigos,
porque esclavos quiero solo.
¿Cómo aún está enhiesta España?...
Póngase ante mí de hinojos.
»Bese mi soberbia planta,
hunda la frente en el polvo,
y el palacio de sus reyes
de escabel sirva a mi trono.»
Dijo, y de armas y guerreros
por el Pirene fragoso
torrente tremendo baja
al hispano territorio.
Tal vez la celeste parte
le dio a conocer de pronto
que iba a despertar leones
con armígero alboroto.
Y la otra parte mezquina
de hombre, de tierra y de lodo
le decidió a usar del fraude,
de la perfidia y del dolo.
Enmascaró sus legiones,
dio mentido aspecto al rostro,
vistió de oliva las armas,
llamó tierno amor al odio.
Y cuando en abrazo inicuo
ahogó traidor y alevoso
a los príncipes incautos,
que en él buscaron apoyo,
y del regio Manzanares
en el coronado emporio,
en exterminio el halago,
la oliva tornó en abrojos,
hospitalidad, caricias,
bendiciones y tesoros,
pagando con hierro, muerte,
incendios, estupros, robos,
se derramaron sus huestes
a asegurar el despojo,
a encadenar toda España,
juzgando vencido todo.
Y ya de Sierra Morena
humillan con fiero gozo
la alta cerviz, y registran
con desvanecidos ojos
de Guadalquivir fecundo
los encantados contornos,
a que preparan insanos
la esclavitud y el oprobio.
Y aparecen a lo lejos
tan aterradoras, como
la encapotada tormenta,
que en alas del viento ronco,
de ardientes rayos preñada
anuncia con truenos sordos,
que a asolar viene los campos
y las riquezas de agosto.
He aquí la angustiosa nueva,
y el conjunto que de pronto
causó en la noble Sevilla
tan impensado trastorno.
Ángel de Saavedra
De oro, de hierro, de barro
inmensurable coloso,
la frente en las altas nubes,
el pie en los abismos hondos;
de infierno, de cielo y tierra
un incomprensible aborto,
un prodigioso compuesto
de ángel, de hombre y de demonio,
alzó de Francia perdida,
con su brazo portentoso,
para en él tomar asiento,
el despedazado trono.
Ídolo de doce siglos,
y de cien monarcas solio,
que desparecer vio el mundo
terrorizado y absorto,
cuando crímenes, virtudes,
pasiones, furias, enconos,
saber, ignorancia, errores,
héroes, gigantes y monstruos,
de sangre en un mar lo ahogaron,
y bajo un monte de escombros
lo sepultaron y hundieron
con universal trastorno.
Alzose, pues (para tanto
Dios le dio fuerzas a él solo),
y aun juzgó para su mole
pedestal tan grande, poco.
Y desde él mandaba al mundo,
llevando de polo a polo
de tempestades armada
la fuerte mano, a su antojo,
con un millón de soldados
a quienes él daba el soplo
de vida, y con su gran nombre
un talismán prodigioso.
Con un ceño de su frente,
con un volver de su rostro,
desparecían imperios
y se trastornaba el globo.
Este portento, este numen
de bien, de mal, de uno y otro,
tornó al tranquilo Occidente
los asoladores ojos.
Y vio a la fecunda España,
la cosechera del oro,
quemando en su altar inciensos,
por su gloria haciendo votos,
en actitud tan humilde,
de entusiasmo en tal arrobo,
que era poderosa ayuda,
sin poder ser nunca estorbo,
y de amiga bajo el nombre
tan adoradora en todo,
que sangre, riqueza, fama,
juzgaba holocausto corto.
Mas prevaleciendo acaso,
en el pecho del coloso,
la parte aquella de infierno
y la maldad de demonio,
gritó: «Yo no quiero amigos,
porque esclavos quiero solo.
¿Cómo aún está enhiesta España?...
Póngase ante mí de hinojos.
»Bese mi soberbia planta,
hunda la frente en el polvo,
y el palacio de sus reyes
de escabel sirva a mi trono.»
Dijo, y de armas y guerreros
por el Pirene fragoso
torrente tremendo baja
al hispano territorio.
Tal vez la celeste parte
le dio a conocer de pronto
que iba a despertar leones
con armígero alboroto.
Y la otra parte mezquina
de hombre, de tierra y de lodo
le decidió a usar del fraude,
de la perfidia y del dolo.
Enmascaró sus legiones,
dio mentido aspecto al rostro,
vistió de oliva las armas,
llamó tierno amor al odio.
Y cuando en abrazo inicuo
ahogó traidor y alevoso
a los príncipes incautos,
que en él buscaron apoyo,
y del regio Manzanares
en el coronado emporio,
en exterminio el halago,
la oliva tornó en abrojos,
hospitalidad, caricias,
bendiciones y tesoros,
pagando con hierro, muerte,
incendios, estupros, robos,
se derramaron sus huestes
a asegurar el despojo,
a encadenar toda España,
juzgando vencido todo.
Y ya de Sierra Morena
humillan con fiero gozo
la alta cerviz, y registran
con desvanecidos ojos
de Guadalquivir fecundo
los encantados contornos,
a que preparan insanos
la esclavitud y el oprobio.
Y aparecen a lo lejos
tan aterradoras, como
la encapotada tormenta,
que en alas del viento ronco,
de ardientes rayos preñada
anuncia con truenos sordos,
que a asolar viene los campos
y las riquezas de agosto.
He aquí la angustiosa nueva,
y el conjunto que de pronto
causó en la noble Sevilla
tan impensado trastorno.
Ángel de Saavedra
Arjona Dalila Rosa- Cantidad de envíos : 1230
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Fecha de inscripción : 10/10/2012
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Roana Varela- Moderadora
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Re: La agresión
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sabra- Admin
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