Capitán De Veinte Años
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Capitán De Veinte Años
Capitán De Veinte Años
Capitán de veinte años,
recién salido del gimnasio
donde la línea de las barras y de las cuerdas
impone sobre el alboroto de los árboles
su limpia geometría al aire libre.
Capitán de veinte años,
virgen como el acero,
y ágil como el viento
que mide el campo
pisando sobre los tallos
donde se columpia la luz.
Llévame en tu nave ligera,
en la menuda armazón
de lienzo y de mimbres
que posa sobre la tierra dando saltos
como las garzas cuando huyen
a lo largo del río.
Llévame en tu nave ligera,
¡oh, Capitán!
Vástago de una raza nacida
de las cenizas del mundo, y del cadáver
de todos los dioses sacrificados por el hombre.
Tu alma florece en la pulpa de tus labios
roja y carnal como el sexo de la nueva alegría.
Tu conciencia es un tejido orgánico
labrado con tu sangre como el pétalo de las flores.
Tienes la fe en el músculo,
y transportas las montañas con un solo grito salvaje.
Capitán de veinte años
llévame en tu nave ligera.
Imberbe Noé de la edad de hierro,
fabricaste tu barca no con maderas incorruptibles,
sino con un poco de aire y de fuego,
y la echaste al espacio, confiado
en el equilibrio de todas las fuerzas sagradas.
Y he aquí que tu nave se mece
del mismo hilo que sostiene los astros.
Desnudo estás de tus vestiduras mortales,
¡oh, Capitán!
Cubre tu cuerpo de ártico ropaje
que destila aceite como la piel de las bestias marinas
y –símbolo de tu fidelidad a las alturas–
del sordo casquete que te oprime la cabeza
se desprenden dos orejas de galgo.
Capitán de veinte años,
llévame en tu nave ligera.
Como se remontan los pájaros
con el solo equipaje de sus plumas,
y llevando una hoja
con la última rama en que se posaron,
así vas a las rutas aéreas
con tu cuerpo alargado en el ímpetu del arranque,
y un último reflejo del verdor terrestre
en tus ojos estrangulados ya por la furia del viento
que te arrebata en su torbellino como a los dioses
¡Oh, Capitán!
Ni el flanco de las naves
pintadas con los colores de la esperanza o de la ira
por los alegres obreros del agua;
ni las caderas de una mujer ejercitada en el salto
mejor que en las lides del amor antiguo;
ni los ijares de los felinos en celo;
ni la curva de los horizontes celestes,
nada iguala a tu divina máquina provista
de su múltiple corazón resonante,
ávido de la gloria del cielo
y conquistador impetuoso de las zonas azules.
Capitán de veinte años,
llévame en tu nave ligera.
Volaremos por la mañana
como las primeras voces de los hombres.
Mi corazón, prisionero de la tierra
igual que las raíces de los árboles,
batirá sobre mi vida con más fragor que tu hélice,
¡oh, Capitán!
recibiendo las convulsiones metálicas de tu nave flotante
como recibió las primeras palabras de amor, en la
noche extinta,
bajo la vibración de los luceros románticos
o en la bermeja alegría de los soles que maduran la
hierba.
Sí, volaremos por la mañana
purificados en la luz que renueva la conciencia del
mundo,
y sólo una nubecilla del mísero polvo originario
dará testimonio de nuestro rapto celeste,
ante los caminos de la tierra
y ante las montañas distantes.
Y habremos entrado en la vorágine azul, en el éter
que nos traspasará como la luz a las nubes.
Y ya no habrá ni tiempo ni límite
para nuestra alegría, y todas las cosas
serán conocidas en su unidad desde el reino del sol.
Y tal vez… (Oh Capitán, sólo mi madre, sólo ella,
pudo entrever esta esperanza bajo la fidelidad de la
lumbre
que aclaraba conjuntamente sus manos y mi sueño)
tal vez caigamos en el mar como la luz de todas las
tardes,
roto el último cielo que alcanzó la hélice divina,
conocido el último espacio a donde penetró la
audacia de fuego,
violado con el ruido de las alas mecánicas
el cósmico silencio en que se mueven los formas
que son puras, bienaventuradas y eternas.
Capitán de veinte años
llévame en tu nave ligera.
Rafael Maya
Capitán de veinte años,
recién salido del gimnasio
donde la línea de las barras y de las cuerdas
impone sobre el alboroto de los árboles
su limpia geometría al aire libre.
Capitán de veinte años,
virgen como el acero,
y ágil como el viento
que mide el campo
pisando sobre los tallos
donde se columpia la luz.
Llévame en tu nave ligera,
en la menuda armazón
de lienzo y de mimbres
que posa sobre la tierra dando saltos
como las garzas cuando huyen
a lo largo del río.
Llévame en tu nave ligera,
¡oh, Capitán!
Vástago de una raza nacida
de las cenizas del mundo, y del cadáver
de todos los dioses sacrificados por el hombre.
Tu alma florece en la pulpa de tus labios
roja y carnal como el sexo de la nueva alegría.
Tu conciencia es un tejido orgánico
labrado con tu sangre como el pétalo de las flores.
Tienes la fe en el músculo,
y transportas las montañas con un solo grito salvaje.
Capitán de veinte años
llévame en tu nave ligera.
Imberbe Noé de la edad de hierro,
fabricaste tu barca no con maderas incorruptibles,
sino con un poco de aire y de fuego,
y la echaste al espacio, confiado
en el equilibrio de todas las fuerzas sagradas.
Y he aquí que tu nave se mece
del mismo hilo que sostiene los astros.
Desnudo estás de tus vestiduras mortales,
¡oh, Capitán!
Cubre tu cuerpo de ártico ropaje
que destila aceite como la piel de las bestias marinas
y –símbolo de tu fidelidad a las alturas–
del sordo casquete que te oprime la cabeza
se desprenden dos orejas de galgo.
Capitán de veinte años,
llévame en tu nave ligera.
Como se remontan los pájaros
con el solo equipaje de sus plumas,
y llevando una hoja
con la última rama en que se posaron,
así vas a las rutas aéreas
con tu cuerpo alargado en el ímpetu del arranque,
y un último reflejo del verdor terrestre
en tus ojos estrangulados ya por la furia del viento
que te arrebata en su torbellino como a los dioses
¡Oh, Capitán!
Ni el flanco de las naves
pintadas con los colores de la esperanza o de la ira
por los alegres obreros del agua;
ni las caderas de una mujer ejercitada en el salto
mejor que en las lides del amor antiguo;
ni los ijares de los felinos en celo;
ni la curva de los horizontes celestes,
nada iguala a tu divina máquina provista
de su múltiple corazón resonante,
ávido de la gloria del cielo
y conquistador impetuoso de las zonas azules.
Capitán de veinte años,
llévame en tu nave ligera.
Volaremos por la mañana
como las primeras voces de los hombres.
Mi corazón, prisionero de la tierra
igual que las raíces de los árboles,
batirá sobre mi vida con más fragor que tu hélice,
¡oh, Capitán!
recibiendo las convulsiones metálicas de tu nave flotante
como recibió las primeras palabras de amor, en la
noche extinta,
bajo la vibración de los luceros románticos
o en la bermeja alegría de los soles que maduran la
hierba.
Sí, volaremos por la mañana
purificados en la luz que renueva la conciencia del
mundo,
y sólo una nubecilla del mísero polvo originario
dará testimonio de nuestro rapto celeste,
ante los caminos de la tierra
y ante las montañas distantes.
Y habremos entrado en la vorágine azul, en el éter
que nos traspasará como la luz a las nubes.
Y ya no habrá ni tiempo ni límite
para nuestra alegría, y todas las cosas
serán conocidas en su unidad desde el reino del sol.
Y tal vez… (Oh Capitán, sólo mi madre, sólo ella,
pudo entrever esta esperanza bajo la fidelidad de la
lumbre
que aclaraba conjuntamente sus manos y mi sueño)
tal vez caigamos en el mar como la luz de todas las
tardes,
roto el último cielo que alcanzó la hélice divina,
conocido el último espacio a donde penetró la
audacia de fuego,
violado con el ruido de las alas mecánicas
el cósmico silencio en que se mueven los formas
que son puras, bienaventuradas y eternas.
Capitán de veinte años
llévame en tu nave ligera.
Rafael Maya
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