El miedo de Antón Chéjov
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El miedo de Antón Chéjov
EL MIEDO
Tres veces en mi vida he tenido miedo.
El primer miedo que me hizo estremecer y me puso los pelos de punta obedeció a una causa insignificante, pero extraordinaria.
Para pasar el rato fuí un día a la estación a recoger los periódicos.
Era una tarde caliente del mes de julio, silenciosa y calma como las hay en medio del verano; a veces se suceden así sin interrupción una y dos semanas, y acaban repentinamente con una tormenta y un soberbio chaparrón.
El sol había desaparecido y todo estaba envuelto en una sombra gris. El aire, inmóvil, hallábase impregnado del perfume penetrante de las flores y de las hierbas campestres.
Yo iba en un carro ordinario. Detrás, colocada la cabeza en un saco de avena, dormía dulcemente el hijo del jardinero Pachka, niño de ocho años, que venía conmigo por si fuera necesario cuidar del caballo.
Ibamos por el estrecho camino vecinal que se escondía como una serpiente en medio del trigo. Iniciábase el crepúsculo. La raya luminosa del poniente era velada por una nube estrecha, que semejaba un hombre envuelto en una manta... Anduve uno, dos, tres kilómetros, y en el fondo claro del crepúsculo destacáronse unos tilos altos y delgados; detrás de ellos se veía el río, y como por encantamiento apareció delante de mí un hermoso cuadro. Hube de parar el caballo, porque la vertiente era escarpada. Estábamos en la cúspide del monte. Abajo, en el espacio lleno de crepúsculo, se encontraba el pueblo, guardado por hileras de tilos y cercado por el río... Sus casas, la torre de la iglesia, los árboles, se reflejaban en la superficie del agua, lo cual aumentaba el aspecto fantástico del paisaje. Todo dormía.
Desperté a Pachka, a fin de impedirle que se cayera del carro, y empecé a bajar lentamente.
—¿Hemos llegado a Lucovo?—preguntó Pachka, incorporándose perezosamente.
—Sí; ten las riendas.
Cogí el caballo del ramal para detenerlo en la bajada y observé. Al primer vistazo fuí sorprendido por una circunstancia extraordinaria: en lo alto de la torre, a través de una ventanilla, brillaba una lucecita. Esta luz parecía la de una lamparita, y ora se apagaba, ora resplandecía con mayor fuerza.
Su procedencia me era completamente incomprensible. No podía arder tras las ventanas, porque en el campanario no había habitantes ni lamparitas; lo sabía perfectamente; allí no se encontraban sino vigas, telarañas y polvo; además, era imposible llegar allí, porque la entrada estaba clavada. Me figuré que la lucecita podía ser el reflejo de alguna otra exterior; pero en vano trataba de encontrarla. Todo el inmenso espacio estaba obscuro, menos aquel único punto luminoso. Tampoco había luna; el pálido rayo del poniente no podía reflejarse en el campanario, porque este último se orientaba del lado opuesto. Todas estas reflexiones llenaban mi cabeza, mientras yo guiaba el caballo; al llegar abajo tomé asiento en el coche y miré otra vez en dirección de la torre. La luz centelleaba como antes.
—¡Qué raro!—pensé, haciendo diferentes suposiciones—, ¡qué extraordinario!
Y poquito a poco sentí cómo una angustia se apoderaba de mí. Al principio pensé que era el disgusto de no encontrar la explicación de un fenómeno raro; pero luego, cuando volví la cabeza, comprendí que era el miedo... Agarré a Pachka y una sensación de soledad y de terror apoderóse completamente de mi alma. Parecíame estar solo en un abismo obscuro y que la torre me observaba con su único ojo encarnado.
—¡Pachka!—exclamé cerrando los ojos.
—¿Qué?
—¡Pachka! ¿Qué brilla arriba en el campanario?
Pachka miró a la torre por encima de mi hombro, bostezó y dijo tranquilamente:
—¡Quién sabe!
Este pequeño coloquio con el niño me calmó; pero no por largo rato. Pachka, al notar mi inquietud, fijó nuevamente sus grandes ojos en la lucecita, me miró a mí y exclamó:
—Tengo miedo...
Entonces, sin darme cuenta de mis actos, estreché al niño contra mi pecho y di un latigazo al caballo
—¡Qué tontería!—pensaba interiormente—. Esta aparición me turba porque no me la explico; todo lo incomprensible inspira miedo.
Así trataba de tranquilizarme; pero a pesar de esto no paraba de fustigar al caballo.
Al llegar a la estación, me entretuve una hora en charlar con el jefe de la misma, leí dos o tres periódicos; pero el malestar no me abandonaba. Al regreso, ya no vi la lucecita; pero las casas, los tilos y el monte me parecían animados.
A estas horas todavía no he podido averiguar la procedencia de aquella luz.
* * *
La segunda vez que me sentí presa de terror fué igualmente por una causa insignificante... Volvía de una cita amorosa...; era la una de la noche..., hora en que la Naturaleza está sumergida en el más profundo y dulce sueño, el sueño que precede a la madrugada. Sin embargo, esta vez la Naturaleza no dormía y la noche no se podía llamar tranquila. Los ruiseñores trinaban; los grillos lanzaban sus estridencias; otros insectos producían ruidos misteriosos. Una ligera niebla se extendía a ras del suelo, y por delante de la luna pasaban, corriendo, una nube tras otra. La Naturaleza no dormía, como temerosa de perder estos momentos encantadores.
Caminaba por una estrecha vereda, al lado del terraplén de la vía férrea. Los rayos de la luna deslizábanse por los rieles cubiertos de rocío. Las sombras de las nubes corrían por el terraplén. A lo lejos brillaba la luz verde del guarda.
—Todo está en orden...—pensé mirándola.
Lo propio que en mi alma. Volvía de una cita, no tenía para qué apresurarme, no tenía sueño, la juventud rebosaba en mí.
Ignoro lo que yo experimentaba; lo que sé decir es que me hallaba bien.
Caminé así cerca de un kilómetro, cuando escuché detrás de mí un ruido semejante al murmullo de un gran arroyo. Se acercaba a cada instante, crecía, aumentaba en intensidad. Me volví; detrás aparecía la silueta negra del bosque que acababa de atravesar. El terraplén torcía a la derecha y trazaba un bonito semicírculo, yendo a perderse en la arboleda. Me detuve asombrado y esperé. Inmediatamente una desmesurada forma obscura se mostró en la curva de la vía, abalanzóse hacia mí y siguió adelante con una velocidad vertiginosa. Antes que transcurriese medio minuto la forma desapareció...
Era un vagón de mercancías. El mismo, de por sí, no tenía nada de extraordinario; pero su aparición sin locomotora me dejó perplejo. ¿De dónde venía y qué fuerzas lo empujaban con aquella velocidad?
Si yo fuera supersticioso, hubiese creído que eran brujas y diablos dirigiéndose hacia el sabaot, y hubiese continuado tranquilamente mi camino; pero esta aparición me dejó turbado; no sabía si creer lo que mis ojos veían y me perdía en mil suposiciones, como la mosca en una telaraña...
Una sensación de soledad se apoderó de mi corazón. El vasto espacio se me antojaba de mal agüero. La noche perdió para mí su encanto; millares de ojos observaban mis movimientos; los ruidos extraños y las aves nocturnas parecíanme existir tan sólo para angustiarme. Sin darme cuenta aceleré los pasos, y luego me eché a correr con toda la velocidad de que era capaz, y al punto escuché el llanto lastimoso de los alambres telegráficos, que no había notado antes.
—¿Qué ocurre?—pensaba, tratando de tranquilizarme—. Es cobardía, estupidez...
Pero el terror era más fuerte que la razón. Detuve mis pasos al llegar a la luz verde, al lado de la casa del guarda, cuya figura distinguí en el terraplén.
—¿Has visto?—le interrogué jadeante.
—¿A quién? ¿Qué tienes?
—¿Ha pasado por aquí un vagón?
—Ha pasado...—replicó apáticamente el aldeano—; se desprendió del tren de mercancías. A veinte kilómetros hay un declive... Los vagones suben tirados de la máquina... Por lo visto, las cadenas eran viejas y se rompieron, y volvió atrás... Trabajo les va a costar cogerlo...
El fenómeno estaba aclarado y el misterio se desvaneció igual que el miedo... Proseguí mi camino sin otras aventuras.
* * *
El tercer susto lo pasé una vez, en primavera, volviendo de caza. Obscurecía. El camino atravesaba un bosque. El suelo estaba impregnado de agua después de una lluvia torrencial. El poniente rojo atravesaba el follaje y pintaba de color rosa los troncos blancos de los árboles. Encontrábame cansadísimo, apenas podía con mi alma.
Faltaban aun cinco o seis kilómetros para llegar a mi casa, cuando repentinamente percibí delante mí un gran perro negro. Al cruzarnos, el perro miróme fijamente a la cara y siguió corriendo.
—¡Qué hermoso animal!—pensé—. ¿De quién será?
Volví la cabeza. El perro estaba parado a unos diez pasos y me contemplaba sin apartar los ojos. Nos quedamos así algunos momentos observándonos mutuamente; en fin, el perro, halagado por mi atención, acercóse a mí meneando el rabo...
Yo seguí mi camino; el perro detrás.
—¿De quién será? ¿Cómo ha venido a parar al bosque?
Yo conocía a todos los propietarios de la comarca, y sabía que ninguno de ellos poseía un perro semejante. ¿Cómo había venido a parar a este bosque, a un camino por donde no pasaba nadie y que sólo utilizaban los leñadores? Me repetí que no podía haberse extraviado, porque no era un camino para personas poseedoras de perros de lujo.
Sentéme en un tronco a descansar, y entretanto examinaba a mi compañero, que se había echado frente a mí y clavaba su vista en mi rostro... Miróme largo rato sin pestañear. No sé si bajo el influjo del silencio que me rodeaba, o por el cansancio que me deprimía, sentí un malestar extraño ante la mirada fija de aquel perro para mí desconocido. Me acordé de Fausto y de su bull-dog, y de que las personas nerviosas suelen tener alucinaciones a consecuencia de una gran fatiga. Me levanté bruscamente y proseguí rápido mi ruta. El perro detrás...
—¡Vete!—le grité.
Mi voz debió ser del agrado del animal, porque al oírme dió un salto alegre y echóse a correr delante de mi.
—¡Vete!—le grité nuevamente.
El perro volvió la cabeza, miróme otra vez y, satisfecho, meneó el rabo.
Era evidente que no me temía. Lo más natural era que yo lo acariciase; pero el recuerdo del bull-dog de Eausto no me abandonaba, y un sentimiento me torturaba. Entre tanto, obscureció del todo; mi turbación aumentó, y cuando el perro se acercó y me tocó con su rabo cerré cobardemente los ojos, repitiéndose la misma historia que en otro tiempo se había verificado con la lucecita del campanario y con el vagón de mercancías: perdí la cabeza y eché a correr...
En casa encontré un huésped, un antiguo amigo; después de saludarnos contóme que el cochero se equivocó de camino y le hizo atravesar un bosque, en el cual hubo de extraviársele su hermoso perro.
Tres veces en mi vida he tenido miedo.
El primer miedo que me hizo estremecer y me puso los pelos de punta obedeció a una causa insignificante, pero extraordinaria.
Para pasar el rato fuí un día a la estación a recoger los periódicos.
Era una tarde caliente del mes de julio, silenciosa y calma como las hay en medio del verano; a veces se suceden así sin interrupción una y dos semanas, y acaban repentinamente con una tormenta y un soberbio chaparrón.
El sol había desaparecido y todo estaba envuelto en una sombra gris. El aire, inmóvil, hallábase impregnado del perfume penetrante de las flores y de las hierbas campestres.
Yo iba en un carro ordinario. Detrás, colocada la cabeza en un saco de avena, dormía dulcemente el hijo del jardinero Pachka, niño de ocho años, que venía conmigo por si fuera necesario cuidar del caballo.
Ibamos por el estrecho camino vecinal que se escondía como una serpiente en medio del trigo. Iniciábase el crepúsculo. La raya luminosa del poniente era velada por una nube estrecha, que semejaba un hombre envuelto en una manta... Anduve uno, dos, tres kilómetros, y en el fondo claro del crepúsculo destacáronse unos tilos altos y delgados; detrás de ellos se veía el río, y como por encantamiento apareció delante de mí un hermoso cuadro. Hube de parar el caballo, porque la vertiente era escarpada. Estábamos en la cúspide del monte. Abajo, en el espacio lleno de crepúsculo, se encontraba el pueblo, guardado por hileras de tilos y cercado por el río... Sus casas, la torre de la iglesia, los árboles, se reflejaban en la superficie del agua, lo cual aumentaba el aspecto fantástico del paisaje. Todo dormía.
Desperté a Pachka, a fin de impedirle que se cayera del carro, y empecé a bajar lentamente.
—¿Hemos llegado a Lucovo?—preguntó Pachka, incorporándose perezosamente.
—Sí; ten las riendas.
Cogí el caballo del ramal para detenerlo en la bajada y observé. Al primer vistazo fuí sorprendido por una circunstancia extraordinaria: en lo alto de la torre, a través de una ventanilla, brillaba una lucecita. Esta luz parecía la de una lamparita, y ora se apagaba, ora resplandecía con mayor fuerza.
Su procedencia me era completamente incomprensible. No podía arder tras las ventanas, porque en el campanario no había habitantes ni lamparitas; lo sabía perfectamente; allí no se encontraban sino vigas, telarañas y polvo; además, era imposible llegar allí, porque la entrada estaba clavada. Me figuré que la lucecita podía ser el reflejo de alguna otra exterior; pero en vano trataba de encontrarla. Todo el inmenso espacio estaba obscuro, menos aquel único punto luminoso. Tampoco había luna; el pálido rayo del poniente no podía reflejarse en el campanario, porque este último se orientaba del lado opuesto. Todas estas reflexiones llenaban mi cabeza, mientras yo guiaba el caballo; al llegar abajo tomé asiento en el coche y miré otra vez en dirección de la torre. La luz centelleaba como antes.
—¡Qué raro!—pensé, haciendo diferentes suposiciones—, ¡qué extraordinario!
Y poquito a poco sentí cómo una angustia se apoderaba de mí. Al principio pensé que era el disgusto de no encontrar la explicación de un fenómeno raro; pero luego, cuando volví la cabeza, comprendí que era el miedo... Agarré a Pachka y una sensación de soledad y de terror apoderóse completamente de mi alma. Parecíame estar solo en un abismo obscuro y que la torre me observaba con su único ojo encarnado.
—¡Pachka!—exclamé cerrando los ojos.
—¿Qué?
—¡Pachka! ¿Qué brilla arriba en el campanario?
Pachka miró a la torre por encima de mi hombro, bostezó y dijo tranquilamente:
—¡Quién sabe!
Este pequeño coloquio con el niño me calmó; pero no por largo rato. Pachka, al notar mi inquietud, fijó nuevamente sus grandes ojos en la lucecita, me miró a mí y exclamó:
—Tengo miedo...
Entonces, sin darme cuenta de mis actos, estreché al niño contra mi pecho y di un latigazo al caballo
—¡Qué tontería!—pensaba interiormente—. Esta aparición me turba porque no me la explico; todo lo incomprensible inspira miedo.
Así trataba de tranquilizarme; pero a pesar de esto no paraba de fustigar al caballo.
Al llegar a la estación, me entretuve una hora en charlar con el jefe de la misma, leí dos o tres periódicos; pero el malestar no me abandonaba. Al regreso, ya no vi la lucecita; pero las casas, los tilos y el monte me parecían animados.
A estas horas todavía no he podido averiguar la procedencia de aquella luz.
* * *
La segunda vez que me sentí presa de terror fué igualmente por una causa insignificante... Volvía de una cita amorosa...; era la una de la noche..., hora en que la Naturaleza está sumergida en el más profundo y dulce sueño, el sueño que precede a la madrugada. Sin embargo, esta vez la Naturaleza no dormía y la noche no se podía llamar tranquila. Los ruiseñores trinaban; los grillos lanzaban sus estridencias; otros insectos producían ruidos misteriosos. Una ligera niebla se extendía a ras del suelo, y por delante de la luna pasaban, corriendo, una nube tras otra. La Naturaleza no dormía, como temerosa de perder estos momentos encantadores.
Caminaba por una estrecha vereda, al lado del terraplén de la vía férrea. Los rayos de la luna deslizábanse por los rieles cubiertos de rocío. Las sombras de las nubes corrían por el terraplén. A lo lejos brillaba la luz verde del guarda.
—Todo está en orden...—pensé mirándola.
Lo propio que en mi alma. Volvía de una cita, no tenía para qué apresurarme, no tenía sueño, la juventud rebosaba en mí.
Ignoro lo que yo experimentaba; lo que sé decir es que me hallaba bien.
Caminé así cerca de un kilómetro, cuando escuché detrás de mí un ruido semejante al murmullo de un gran arroyo. Se acercaba a cada instante, crecía, aumentaba en intensidad. Me volví; detrás aparecía la silueta negra del bosque que acababa de atravesar. El terraplén torcía a la derecha y trazaba un bonito semicírculo, yendo a perderse en la arboleda. Me detuve asombrado y esperé. Inmediatamente una desmesurada forma obscura se mostró en la curva de la vía, abalanzóse hacia mí y siguió adelante con una velocidad vertiginosa. Antes que transcurriese medio minuto la forma desapareció...
Era un vagón de mercancías. El mismo, de por sí, no tenía nada de extraordinario; pero su aparición sin locomotora me dejó perplejo. ¿De dónde venía y qué fuerzas lo empujaban con aquella velocidad?
Si yo fuera supersticioso, hubiese creído que eran brujas y diablos dirigiéndose hacia el sabaot, y hubiese continuado tranquilamente mi camino; pero esta aparición me dejó turbado; no sabía si creer lo que mis ojos veían y me perdía en mil suposiciones, como la mosca en una telaraña...
Una sensación de soledad se apoderó de mi corazón. El vasto espacio se me antojaba de mal agüero. La noche perdió para mí su encanto; millares de ojos observaban mis movimientos; los ruidos extraños y las aves nocturnas parecíanme existir tan sólo para angustiarme. Sin darme cuenta aceleré los pasos, y luego me eché a correr con toda la velocidad de que era capaz, y al punto escuché el llanto lastimoso de los alambres telegráficos, que no había notado antes.
—¿Qué ocurre?—pensaba, tratando de tranquilizarme—. Es cobardía, estupidez...
Pero el terror era más fuerte que la razón. Detuve mis pasos al llegar a la luz verde, al lado de la casa del guarda, cuya figura distinguí en el terraplén.
—¿Has visto?—le interrogué jadeante.
—¿A quién? ¿Qué tienes?
—¿Ha pasado por aquí un vagón?
—Ha pasado...—replicó apáticamente el aldeano—; se desprendió del tren de mercancías. A veinte kilómetros hay un declive... Los vagones suben tirados de la máquina... Por lo visto, las cadenas eran viejas y se rompieron, y volvió atrás... Trabajo les va a costar cogerlo...
El fenómeno estaba aclarado y el misterio se desvaneció igual que el miedo... Proseguí mi camino sin otras aventuras.
* * *
El tercer susto lo pasé una vez, en primavera, volviendo de caza. Obscurecía. El camino atravesaba un bosque. El suelo estaba impregnado de agua después de una lluvia torrencial. El poniente rojo atravesaba el follaje y pintaba de color rosa los troncos blancos de los árboles. Encontrábame cansadísimo, apenas podía con mi alma.
Faltaban aun cinco o seis kilómetros para llegar a mi casa, cuando repentinamente percibí delante mí un gran perro negro. Al cruzarnos, el perro miróme fijamente a la cara y siguió corriendo.
—¡Qué hermoso animal!—pensé—. ¿De quién será?
Volví la cabeza. El perro estaba parado a unos diez pasos y me contemplaba sin apartar los ojos. Nos quedamos así algunos momentos observándonos mutuamente; en fin, el perro, halagado por mi atención, acercóse a mí meneando el rabo...
Yo seguí mi camino; el perro detrás.
—¿De quién será? ¿Cómo ha venido a parar al bosque?
Yo conocía a todos los propietarios de la comarca, y sabía que ninguno de ellos poseía un perro semejante. ¿Cómo había venido a parar a este bosque, a un camino por donde no pasaba nadie y que sólo utilizaban los leñadores? Me repetí que no podía haberse extraviado, porque no era un camino para personas poseedoras de perros de lujo.
Sentéme en un tronco a descansar, y entretanto examinaba a mi compañero, que se había echado frente a mí y clavaba su vista en mi rostro... Miróme largo rato sin pestañear. No sé si bajo el influjo del silencio que me rodeaba, o por el cansancio que me deprimía, sentí un malestar extraño ante la mirada fija de aquel perro para mí desconocido. Me acordé de Fausto y de su bull-dog, y de que las personas nerviosas suelen tener alucinaciones a consecuencia de una gran fatiga. Me levanté bruscamente y proseguí rápido mi ruta. El perro detrás...
—¡Vete!—le grité.
Mi voz debió ser del agrado del animal, porque al oírme dió un salto alegre y echóse a correr delante de mi.
—¡Vete!—le grité nuevamente.
El perro volvió la cabeza, miróme otra vez y, satisfecho, meneó el rabo.
Era evidente que no me temía. Lo más natural era que yo lo acariciase; pero el recuerdo del bull-dog de Eausto no me abandonaba, y un sentimiento me torturaba. Entre tanto, obscureció del todo; mi turbación aumentó, y cuando el perro se acercó y me tocó con su rabo cerré cobardemente los ojos, repitiéndose la misma historia que en otro tiempo se había verificado con la lucecita del campanario y con el vagón de mercancías: perdí la cabeza y eché a correr...
En casa encontré un huésped, un antiguo amigo; después de saludarnos contóme que el cochero se equivocó de camino y le hizo atravesar un bosque, en el cual hubo de extraviársele su hermoso perro.
Pablo Martin- Poeta especial
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Armando Lopez- Moderador General
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