Un acontecimiento de Antón Chéjov
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EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Cuentos de Grandes Consagrados y Otros :: Cuentos de Antón Chéjov
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Un acontecimiento de Antón Chéjov
Gricha, un muchachuelo de siete años, no se apartaba de la puerta de la cocina, y espiaba por la cerradura. En la cocina sucedía algo extraordinario; al menos, tal era la opinión de Gricha, que no había visto nunca cosas semejantes. He aquí lo que pasaba.
Junto a la gran mesa en que se picaba la carne y se cortaba la cebolla, hallábase sentado un rollizo y alto «mujik», en traje de cochero, rojo, con una barba muy larga. Su frente estaba cubierta de sudor. Bebía té, no directamente en la taza, sino en un platillo sostenido con los cinco dedos de su mano derecha. Mordía el azúcar, y hacía, al morderlo, un ruido que escalofriaba a Gricha.
Frente a él, sentada en una silla, se hallaba la vieja nodriza Stepanovna. Bebía también té. La expresión de su rostro era grave y solemne. La cocinera Pelageya trasteaba junto al hornillo, y estaba, visiblemente, muy confusa. Por lo menos, hacía todo lo posible por ocultar su rostro, en extremo encarnado, según los atisbos de Gricha.
En su turbación, ya cogía los cuchillos, ya los platos haciendo ruido, y no podía estarse quieta ni sabía qué hacer de toda su persona. Evitaba mirar a la mesa, y si le dirigían una pregunta, respondía con voz severa y brusca, sin volver siquiera la cabeza.
—¡Pero tome usted un vasito de «vodka»—decía la vieja nodriza al cochero—. Sólo toma usted té.
Había colocado ante él una botella de «vodka» y un vasito, poniendo una cara muy maliciosa.
—Se lo agradezco a usted; no bebo nunca—respondió el cochero.
—¡Qué cosa más rara! Todos los cocheros beben... Además, usted es soltero y no tiene nada de particular que, de vez en cuando, se beba un vasito. ¡Se lo ruego!
El cochero, con disimulo, lanzó una mirada a la botella; luego a la cara maliciosa de la nodriza, y se dijo:
—Te veo venir, vieja bruja; quieres saber si soy bebedor. No, vieja, no caeré en tu trampa.
—Gracias, gracias, no bebo. Con mi oficio sería peligroso beber. Un obrero cualquiera puede permitírselo, pues está siempre en su taller, mientras que nosotros los cocheros estamos casi siempre ante el público. Además es preciso tener cuidado del caballo, que se puede escapar cuando se halla uno en la taberna. Por otra parte, estando uno borracho puede caerse del pescante. No; a nosotros los cocheros no nos conviene la bebida. Debemos guardarnos de beber.
—Diga usted, Danilo Semenich, ¿cuánto gana usted al día?
—Según. A veces gano hasta tres rublos, y hay días en que no gano nada. Hay buenos y malos días... En fin; en estos tiempos, nuestro oficio no vale nada. Los cocheros son demasiado numerosos, el heno cuesta caro, y los clientes, por su parte, prefieren tomar el tranvía a tomar un coche.. No se pueden hacer grandes negocios con clientes así. Pero, en fin, yo no me quejo; a Dios gracias, estoy alimentado, vestido, y tengo cuanto necesito.
Dirigiéndole una mirada a la cocinera, añadió:
—Hasta podría hacer feliz a otra persona... si no me rechazara.
Gricha no oyó la continuación del diálogo, porque, en aquel momento, apareció su mamá y lo echó.
—¡Vete a tu cuarto! No tienes nada que hacer aquí.
Obedeció. Cuando estuvo en su cuarto, abrió un libro de estampas; pero no podía leer: todo lo que acababa de ver y de oír le había dejado perplejo.
Había oído a mamá decir a papá que la cocinera se casaba. ¡Era una cosa tan extraña! No acertaba a explicarse por qué se casaba, ni por qué se casa la gente, en general. Papá, se había casado con mamá; la prima Vera, con Pablo Andreyevich. Aun concebía que existiese quien pudiera casarse con papá o con Pablo Andreyevich, que vestían muy bien, llevaban siempre las botas brillantes, y tenían gruesas cadenas de oro. Pero casarse con aquel terrible cochero que tenía la nariz roja, que iba mal vestido, y que estaba siempre sudando, ¡qué extraña idea! Era algo de todo punto incomprensible. ¿Y por qué la vieja nodriza Stepanovna tenía tal empeño en que la pobre cocinera se casara con aquel monstruo?
Cuando el cochero se marchó, la cocinera entró en el comedor y se puso a arreglarlo. Su turbación no la había aun abandonado, y su rostro seguía rojo. Aunque tenía la escoba en la mano, no barría casi, y era indudable que trataba de prolongar su estancia en el comedor indefinidamente. La mamá de Gricha estaba allí, y no decía nada a la cocinera, la cual bien se veía que estaba esperando sus preguntas. Al fin, la cocinera, no pudiendo ya contenerse, comenzó a hablar.
—¡Se ha ido!— dijo.
—Sí. Parece un buen hombre—respondió la madre de Gricha sin levantar los ojos de su bordado—, un hombre sobrio, serio.
—¡No me casaré, palabra! —exclamó de repente la cocinera, con el rostro más rojo aún—. ¡No quiero! ¡No quiero!
—¡No digas tonterías! Tú no eres ya una niña. Es un paso muy grave. Se debe reflexionar antes de darlo. Dímelo francamente: ¿te gusta?
Gricha, al principio de la conversación, se había deslizado en el comedor, y, sin moverse de un rincón, escuchaba con gran interés.
—¿Lo sé yo acaso?
—¡Qué bestia es!,— pensó Gricha—. Debía decir claramente que no le gusta!
—Dímelo, no tengas vergüenza. ¡Déjate de dengues!
—Cuando yo le digo a usted, señora, que no lo sé... Además, es un hombre ya entrado en años.
En aquel instante penetró la vieja nodriza.
—¡Tonterías!—protestó—. No tiene aún cuarenta años. Aparte de eso, no es un joven lo que tú necesitas; no se puede nunca tener confianza en los jóvenes... No hables más y cásate con él!
—¡No quiero!—exclamó la cocinera una vez más.
—¡Dios mío, qué estúpida eres! ¿Qué es lo que necesitas? ¿Un príncipe? Debías estar contenta. Ya es hora de que olvides a los carteros y a los criados que te hacen la corte; esos nunca te hablarán de casarse...
—¿Es la primera vez que has visto a ese cochero?—preguntó mamá.
—¡Naturalmente! ¿Dónde iba a haber visto a ese diablo? Lo ha traído Stepanovna...
Durante el almuerzo, cuando la cocinera estaba sirviendo a la mesa, todos la miraban sonriendo, y la hacían rabiar con alusiones a su cochero. Ella se ruborizaba, y hallábase en extremo confusa.
—Debe de ser una vergüenza eso de casarse—pensaba Gricha.
El almuerzo estaba muy mal preparado; la carne, muy mal asada. Luego, la cocinera dejaba caer a cada instante platos y cuchillos. No obstante, todos comprendian su estado de ánimo, y nadie la hacía reproches. Unicamente, con motivo de haber roto algo la pobre mujer, el papá de Gricha apartó con violencia su plato, y dijo a mamá:
—¡Es en tí una verdadera manía el afán de casar a la gente! Más valía que la dejases arreglárselas ella sola.
Después del almuerzo, la cocina se llenó de cocineras y criadas de la vecindad. Hasta muy entrada la noche se oyeron allí murmullos misteriosos; las domésticas de todo el barrio estaban ya enteradas, no se sabe cómo, de que la cocinera quería casarse.
Habiéndose despertado a cosa de las doce, Gricha oyó a la vieja nodriza y a la cocinera hablar en voz baja del otro lado del tabique. La cocinera, tan pronto lloraba como prorrumpía en risitas, mientras la vieja Stepanovna hablaba con un tono grave y convincente. Cuando Gricha se durmió de nuevo, vió en su sueño a un monstruo de roja nariz y luenga barba llevarse a la pobre cocinera por la chimenea.
Al día siguiente, todo había recobrado su calma; la vida de la cocina seguía su curso, como si el cochero no existiese ya. Unicamente, a veces, la vieja nodriza se ponía el chal nuevo, y, con expresión grave y solemne, se marchaba por una o dos horas, probablemente a conferenciar. La cocinera no volvió a verse con el cochero, y cuando le hablaban de él se ponía como un tomate, y exclamaba:
—¡Que el diablo se lo lleve! ¡No quiero ni que me lo nombren!
Una tarde, la madre de Gricha entró en la cocina, y le dijo a la cocinera:
—Escucha: tú puedes, como es natural, casarte con quien te dé la gana; pero te prevengo que tu marido no podrá vivir aquí. Ya sabes que a mí no me gusta que haya nadie en la cocina. Y tampoco quiero que te vayas de noche.
—Pero, señora, ¿para qué me dice usted eso? A mí no me importa ese hombre. Por mi parte, puede reventar.
Un domingo por la mañana, como mirase Gricha al interior de la cocina, se quedó con la boca abierta.
La cocina estaba llena de visitas. Se encontraban allí todas las cocineras y criadas de la vecindad, el portero, un suboficial, y un muchacho a quien Gricha conocía por el nombre de Filka. El tal Filka iba siempre sucio, harapiento, y ahora estaba lavado y peinado, y sostenía con ambas manos un icono. En medio de la cocina hallábase la cocinera Pelageya, vestida con un flamante traje blanco, y adornados los cabellos con una flor. A su lado se veía al cochero. Los nuevos esposos estaban encarnados y sudando a mares.
—Bueno; me parece que es tiempo—dijo el suboficial, después de un largo silencio.
Pelageya empezó a hacer pucheros, y prorrumpió, al fin, en sollozos. El suboficial tomó de la mesa un gran pan, se colocó junto a la vieja Stepanovna, y procedió a las bendiciones. El cochero se acercó a él, le saludó humildemente, y le besó la mano. Pelageya siguió, de un modo automático, su ejemplo. Al cabo, la puerta se abrió, se llenó la cocina de nubes de vapor, y todo el mundo se dirigió con gran algazara al patio.
—¡Pobre infeiiz!— pensaba Grícha, oyendo los sollozos de Pelageya—. ¿Adónde la llevan? ¿Por qué ni papá ni mamá hacen nada para protegerla?
Terminada la ceremonia de la boda, todos los invitados volvieron a la cocina. Hasta las nueve de la noche tocaron el acordeón y cantaron. La mamá de Gricha no hacia más que lamentarse de que la vieja Stepanovna oliese a «vodka», y de que nadie se cuidase del «samovar». Pelageya se hallaba ausente, y cuando Gricha se acostó no había vuelto todavía.
—¡Pobre infeliz!—pensaba Gricha, al dormirse—. Probablemente estará ahora llorando en algún rinconcito. El monstruo del cochero acaso le pegue.
A la mañana siguiente, Pelageya encontrábase ya en la cocina. También estuvo allí unos instantes el cochero. Le dió las gracias a la madre de Gricha, y dirigiéndole una mirada severa a Pelageya, dijo:
—Tenga usted la bondad, señora, de vigilarla... Sea usted para ella como una madre.
—Y usted también, Stepanovna—añadió encarándose con la vieja nodriza—, vigílela... Que no haga tonterías.
Luego, volviéndose hacia la madre de Gricha, dijo:
—¿Haría usted el favor de darme cinco rublos a cuenta del sueldo de Pelageya? Mi coche necesita una reparación.
Esto era un nuevo enigma para Gricha. Pelageya había sido hasta entonces completamente libre; no había tenido que dar cuenta a nadie de su conducta, y ahora aquel extraño, llegado no se sabía de dónde, tenia derecho a intervenir en sus acciones y a quedarse con su dinero... ¡Hay cosas extrañas en el mundo!
Sintió una gran lástima de Pelageya, aquella victima de la injusticia humana. Cogiendo del aparador la manzana más grande, se deslizó hasta la cocina, puso la manzana en la mano de Pelageya, y echó a correr, conmovidísimo.
Junto a la gran mesa en que se picaba la carne y se cortaba la cebolla, hallábase sentado un rollizo y alto «mujik», en traje de cochero, rojo, con una barba muy larga. Su frente estaba cubierta de sudor. Bebía té, no directamente en la taza, sino en un platillo sostenido con los cinco dedos de su mano derecha. Mordía el azúcar, y hacía, al morderlo, un ruido que escalofriaba a Gricha.
Frente a él, sentada en una silla, se hallaba la vieja nodriza Stepanovna. Bebía también té. La expresión de su rostro era grave y solemne. La cocinera Pelageya trasteaba junto al hornillo, y estaba, visiblemente, muy confusa. Por lo menos, hacía todo lo posible por ocultar su rostro, en extremo encarnado, según los atisbos de Gricha.
En su turbación, ya cogía los cuchillos, ya los platos haciendo ruido, y no podía estarse quieta ni sabía qué hacer de toda su persona. Evitaba mirar a la mesa, y si le dirigían una pregunta, respondía con voz severa y brusca, sin volver siquiera la cabeza.
—¡Pero tome usted un vasito de «vodka»—decía la vieja nodriza al cochero—. Sólo toma usted té.
Había colocado ante él una botella de «vodka» y un vasito, poniendo una cara muy maliciosa.
—Se lo agradezco a usted; no bebo nunca—respondió el cochero.
—¡Qué cosa más rara! Todos los cocheros beben... Además, usted es soltero y no tiene nada de particular que, de vez en cuando, se beba un vasito. ¡Se lo ruego!
El cochero, con disimulo, lanzó una mirada a la botella; luego a la cara maliciosa de la nodriza, y se dijo:
—Te veo venir, vieja bruja; quieres saber si soy bebedor. No, vieja, no caeré en tu trampa.
—Gracias, gracias, no bebo. Con mi oficio sería peligroso beber. Un obrero cualquiera puede permitírselo, pues está siempre en su taller, mientras que nosotros los cocheros estamos casi siempre ante el público. Además es preciso tener cuidado del caballo, que se puede escapar cuando se halla uno en la taberna. Por otra parte, estando uno borracho puede caerse del pescante. No; a nosotros los cocheros no nos conviene la bebida. Debemos guardarnos de beber.
—Diga usted, Danilo Semenich, ¿cuánto gana usted al día?
—Según. A veces gano hasta tres rublos, y hay días en que no gano nada. Hay buenos y malos días... En fin; en estos tiempos, nuestro oficio no vale nada. Los cocheros son demasiado numerosos, el heno cuesta caro, y los clientes, por su parte, prefieren tomar el tranvía a tomar un coche.. No se pueden hacer grandes negocios con clientes así. Pero, en fin, yo no me quejo; a Dios gracias, estoy alimentado, vestido, y tengo cuanto necesito.
Dirigiéndole una mirada a la cocinera, añadió:
—Hasta podría hacer feliz a otra persona... si no me rechazara.
Gricha no oyó la continuación del diálogo, porque, en aquel momento, apareció su mamá y lo echó.
—¡Vete a tu cuarto! No tienes nada que hacer aquí.
Obedeció. Cuando estuvo en su cuarto, abrió un libro de estampas; pero no podía leer: todo lo que acababa de ver y de oír le había dejado perplejo.
Había oído a mamá decir a papá que la cocinera se casaba. ¡Era una cosa tan extraña! No acertaba a explicarse por qué se casaba, ni por qué se casa la gente, en general. Papá, se había casado con mamá; la prima Vera, con Pablo Andreyevich. Aun concebía que existiese quien pudiera casarse con papá o con Pablo Andreyevich, que vestían muy bien, llevaban siempre las botas brillantes, y tenían gruesas cadenas de oro. Pero casarse con aquel terrible cochero que tenía la nariz roja, que iba mal vestido, y que estaba siempre sudando, ¡qué extraña idea! Era algo de todo punto incomprensible. ¿Y por qué la vieja nodriza Stepanovna tenía tal empeño en que la pobre cocinera se casara con aquel monstruo?
Cuando el cochero se marchó, la cocinera entró en el comedor y se puso a arreglarlo. Su turbación no la había aun abandonado, y su rostro seguía rojo. Aunque tenía la escoba en la mano, no barría casi, y era indudable que trataba de prolongar su estancia en el comedor indefinidamente. La mamá de Gricha estaba allí, y no decía nada a la cocinera, la cual bien se veía que estaba esperando sus preguntas. Al fin, la cocinera, no pudiendo ya contenerse, comenzó a hablar.
—¡Se ha ido!— dijo.
—Sí. Parece un buen hombre—respondió la madre de Gricha sin levantar los ojos de su bordado—, un hombre sobrio, serio.
—¡No me casaré, palabra! —exclamó de repente la cocinera, con el rostro más rojo aún—. ¡No quiero! ¡No quiero!
—¡No digas tonterías! Tú no eres ya una niña. Es un paso muy grave. Se debe reflexionar antes de darlo. Dímelo francamente: ¿te gusta?
Gricha, al principio de la conversación, se había deslizado en el comedor, y, sin moverse de un rincón, escuchaba con gran interés.
—¿Lo sé yo acaso?
—¡Qué bestia es!,— pensó Gricha—. Debía decir claramente que no le gusta!
—Dímelo, no tengas vergüenza. ¡Déjate de dengues!
—Cuando yo le digo a usted, señora, que no lo sé... Además, es un hombre ya entrado en años.
En aquel instante penetró la vieja nodriza.
—¡Tonterías!—protestó—. No tiene aún cuarenta años. Aparte de eso, no es un joven lo que tú necesitas; no se puede nunca tener confianza en los jóvenes... No hables más y cásate con él!
—¡No quiero!—exclamó la cocinera una vez más.
—¡Dios mío, qué estúpida eres! ¿Qué es lo que necesitas? ¿Un príncipe? Debías estar contenta. Ya es hora de que olvides a los carteros y a los criados que te hacen la corte; esos nunca te hablarán de casarse...
—¿Es la primera vez que has visto a ese cochero?—preguntó mamá.
—¡Naturalmente! ¿Dónde iba a haber visto a ese diablo? Lo ha traído Stepanovna...
Durante el almuerzo, cuando la cocinera estaba sirviendo a la mesa, todos la miraban sonriendo, y la hacían rabiar con alusiones a su cochero. Ella se ruborizaba, y hallábase en extremo confusa.
—Debe de ser una vergüenza eso de casarse—pensaba Gricha.
El almuerzo estaba muy mal preparado; la carne, muy mal asada. Luego, la cocinera dejaba caer a cada instante platos y cuchillos. No obstante, todos comprendian su estado de ánimo, y nadie la hacía reproches. Unicamente, con motivo de haber roto algo la pobre mujer, el papá de Gricha apartó con violencia su plato, y dijo a mamá:
—¡Es en tí una verdadera manía el afán de casar a la gente! Más valía que la dejases arreglárselas ella sola.
Después del almuerzo, la cocina se llenó de cocineras y criadas de la vecindad. Hasta muy entrada la noche se oyeron allí murmullos misteriosos; las domésticas de todo el barrio estaban ya enteradas, no se sabe cómo, de que la cocinera quería casarse.
Habiéndose despertado a cosa de las doce, Gricha oyó a la vieja nodriza y a la cocinera hablar en voz baja del otro lado del tabique. La cocinera, tan pronto lloraba como prorrumpía en risitas, mientras la vieja Stepanovna hablaba con un tono grave y convincente. Cuando Gricha se durmió de nuevo, vió en su sueño a un monstruo de roja nariz y luenga barba llevarse a la pobre cocinera por la chimenea.
Al día siguiente, todo había recobrado su calma; la vida de la cocina seguía su curso, como si el cochero no existiese ya. Unicamente, a veces, la vieja nodriza se ponía el chal nuevo, y, con expresión grave y solemne, se marchaba por una o dos horas, probablemente a conferenciar. La cocinera no volvió a verse con el cochero, y cuando le hablaban de él se ponía como un tomate, y exclamaba:
—¡Que el diablo se lo lleve! ¡No quiero ni que me lo nombren!
Una tarde, la madre de Gricha entró en la cocina, y le dijo a la cocinera:
—Escucha: tú puedes, como es natural, casarte con quien te dé la gana; pero te prevengo que tu marido no podrá vivir aquí. Ya sabes que a mí no me gusta que haya nadie en la cocina. Y tampoco quiero que te vayas de noche.
—Pero, señora, ¿para qué me dice usted eso? A mí no me importa ese hombre. Por mi parte, puede reventar.
Un domingo por la mañana, como mirase Gricha al interior de la cocina, se quedó con la boca abierta.
La cocina estaba llena de visitas. Se encontraban allí todas las cocineras y criadas de la vecindad, el portero, un suboficial, y un muchacho a quien Gricha conocía por el nombre de Filka. El tal Filka iba siempre sucio, harapiento, y ahora estaba lavado y peinado, y sostenía con ambas manos un icono. En medio de la cocina hallábase la cocinera Pelageya, vestida con un flamante traje blanco, y adornados los cabellos con una flor. A su lado se veía al cochero. Los nuevos esposos estaban encarnados y sudando a mares.
—Bueno; me parece que es tiempo—dijo el suboficial, después de un largo silencio.
Pelageya empezó a hacer pucheros, y prorrumpió, al fin, en sollozos. El suboficial tomó de la mesa un gran pan, se colocó junto a la vieja Stepanovna, y procedió a las bendiciones. El cochero se acercó a él, le saludó humildemente, y le besó la mano. Pelageya siguió, de un modo automático, su ejemplo. Al cabo, la puerta se abrió, se llenó la cocina de nubes de vapor, y todo el mundo se dirigió con gran algazara al patio.
—¡Pobre infeiiz!— pensaba Grícha, oyendo los sollozos de Pelageya—. ¿Adónde la llevan? ¿Por qué ni papá ni mamá hacen nada para protegerla?
Terminada la ceremonia de la boda, todos los invitados volvieron a la cocina. Hasta las nueve de la noche tocaron el acordeón y cantaron. La mamá de Gricha no hacia más que lamentarse de que la vieja Stepanovna oliese a «vodka», y de que nadie se cuidase del «samovar». Pelageya se hallaba ausente, y cuando Gricha se acostó no había vuelto todavía.
—¡Pobre infeliz!—pensaba Gricha, al dormirse—. Probablemente estará ahora llorando en algún rinconcito. El monstruo del cochero acaso le pegue.
A la mañana siguiente, Pelageya encontrábase ya en la cocina. También estuvo allí unos instantes el cochero. Le dió las gracias a la madre de Gricha, y dirigiéndole una mirada severa a Pelageya, dijo:
—Tenga usted la bondad, señora, de vigilarla... Sea usted para ella como una madre.
—Y usted también, Stepanovna—añadió encarándose con la vieja nodriza—, vigílela... Que no haga tonterías.
Luego, volviéndose hacia la madre de Gricha, dijo:
—¿Haría usted el favor de darme cinco rublos a cuenta del sueldo de Pelageya? Mi coche necesita una reparación.
Esto era un nuevo enigma para Gricha. Pelageya había sido hasta entonces completamente libre; no había tenido que dar cuenta a nadie de su conducta, y ahora aquel extraño, llegado no se sabía de dónde, tenia derecho a intervenir en sus acciones y a quedarse con su dinero... ¡Hay cosas extrañas en el mundo!
Sintió una gran lástima de Pelageya, aquella victima de la injusticia humana. Cogiendo del aparador la manzana más grande, se deslizó hasta la cocina, puso la manzana en la mano de Pelageya, y echó a correr, conmovidísimo.
Enry- Cantidad de envíos : 493
Puntos : 41555
Fecha de inscripción : 23/11/2013
El enmascarado de Antón Chéjov
Había baile de máscaras en el club.
Dieron las doce de la noche. Algunos intelectuales no disfrazados estaban sentados en la biblioteca, alrededor de una gran mesa, leyendo la prensa. Muchos de ellos parecían dormidos sobre los periódicos. En la biblioteca reinaba un silencio profundo.
Del gran salón llegaban los sonidos de la música. Pasaban por el corredor, de vez en cuando, criados con bandejas y botellas.
—¡Aquí estaremos mejor!—tronó, de pronto, tras la puerta de la biblioteca, una voz muy sonora—. ¡Venid, hijas mías, no tengáis miedo!
La puerta se abrió, y un hombre ancho de espaldas en extremo, hizo su aparición. Su rostro estaba oculto bajo un antifaz. Iba vestido de cochero y tocado con un sombrero de plumas de pavo.
Aparecieron tras él dos señoras, también enmascaradas, y un mozo con una bandeja. Sobre la bandeja se veían una gran botella de licor, algunas botellas de vino tinto y cuatro vasos.
—¡Aquí estaremos muy bien! —dijo el enmascarado—. Pon la bandeja en la mesa. Siéntense ustedes, señoras, se lo suplico. Estarán ustedes como en su casa.
Luego, dirigiéndose a los intelectuales sentados en torno de la mesa, añadió:
—Ustedes, señores, por su parte, hágannos un poco de sitio. ¿Y sobre todo, nada de cumplidos!
Con un movimiento brusco tiró al suelo varios periódicos.
—¡Eh! Pon aquí la bandeja. Señores lectores, ruego a ustedes que se aparten un poco. No es este el momento de leer los periódicos ni de dedicarse a la política. ¡Pero dense ustedes prisa!
—¡Le ruego a usted que no haga ruido!—dijo un intelectual, mirando al hombre enmascarado por encima de sus lentes—. Esto es la biblioteca y no el «bufet».
Se ha equivocado usted de puerta.
—¡Calla! ¿Usted piensa que no se puede beber aquí? ¿Quiere usted decirme por qué? La mesa se me antoja bastante fuerte... En fin, no tengo tiempo de discutir.
Dejen ustedes sus periódicos y hagan sitio. Ya han leído ustedes bastante. Son ustedes demasiado sabios y pueden enfermar de la vista si leen con exceso! ¡Sobre todo, no quiero que sigan ustedes leyendo!
El mozo dejó la bandeja en la mesa y, con la servilleta al brazo, esperó en pie junto a la puerta.
Las damas empezaron a beber.
—¡Y pensar que hay gente tan sabia que prefiere la Prensa al buen vino!— dijo el enmascarado, llenando su vaso—. O lo que sucede, señores, ¿es que ustedes no tienen dinero para beber? ¡Tendría muchísima gracia! Hasta empiezo a dudar que entiendan lo que están leyendo. ¡Eh, usted, señor de los lentes! ¿Quiere usted decirme qué ha sacado en limpio de su lectura? Me apuesto cualquier cosa a que no ha entendido una palabra. Muchacho, sería mejor que bebieses con nosotros. ¡No te las eches más de sabio!
Se levantó y, bruscamente, le quitó el periódico al hombre de los lentes, que palideció, se puso luego colorado y miró con asombro a los demás intelectuales.
Estos le miraron a su vez.
—Olvida usted, señor— protestó el intelectual—, que está en la biblioteca y no en la taberna, y le suplico se conduzca más decentemente. De lo contrario, acabaremos mal. Sin duda ignora usted quién soy. Soy el banquero Gestiakov.
—Me importa un comino que seas Gestiakov. En cuanto a tu periódico, ¡mira!
Estrujó el periódico y lo hizo pedazos.
—¡Señores, esto no puede permitirse!—balbuceó Gestiakov estupefacto—. Es tan extraño... tan escandaloso...
—¡Dios mío, se ha enfadado!— dijo riendo el enmascarado—. Me da miedo, ¡palabra! Estoy temblando de pies a cabeza.
Luego, ya en serio, continuó:
—Escúchenme ustedes, señores. No tengo tiempo ni gana de discutir. Quiero quedarme solo con estas señoras, y les ruego a ustedes que salgan de aquí inmediatamente. ¡Largo! ¡Señor Gestiakov, ahí tiene usted la puerta, y buen viaje! ¡Al diablo! Si no sale usted en el acto, le enseñaré a obedecer. ¡Tú, Belebujin, también! ¡Largo, largo!
—¡Cómo! Es inconcebible—protestó el tesorero del ayuntamiento, Belebujin, congestionado y encogiéndose de hombros—. Aquí ocurren cosas divertidas. Cualquier impertinente entra como Pedro por su casa, y arma un escándalo...
—¡Te atreves a calificarme de impertinente—tronó furioso el enmascarado, dando en la mesa un puñetazo tan violento, que hizo saltar los vasos sobre la bandeja—. ¡Te rompo la crisma si te atreves a tratarme así! ¡Qué marrano! ¡Salgan ustedes en seguida o voy a perder la paciencia! ¡Salgan todos! ¡No quiero que quede aquí ningún canalla!
—¡Ahora veremos!—dijo Gestiakov, tan excitado, que sus lentes se empañaron de sudor. —Voy a enseñarle a usted a ser cortés. ¡Que venga el gerente del club!
Momentos después entró el gerente, un hombrecillo grueso, jadeante, con una cintita azul en el ojal de la solapa.
—Le ruego a usted salga de aquí— dijo encarándose con el intruso—. Si quiere usted beber váyase al buffet.
—¿Y quién eres tú?—preguntó el enmascarado—. ¡Dios mío, qué miedo me das!
—Le ruego a usted que no siga tuteándome. ¡Salga de aquí, salga!
—Oye, muchacho: te doy un minuto para hacer salir a estos caballeros. Molestan a estas señoras y no quiero verlas cohibidas. ¿Entiendes?
—Este individuo se cree sin duda en una cuadra—dijo Gestiakov—. ¡Que venga Estrat Spiridonich!
—¡Estrat Spiridonich! ¡Estrat Spiridonich!—se oyó gritar por todas partes.
No tardó en aparecer Estrat Spiridonich, con su uniforme de policía.
—¡Le ruego que salga de aquí!—exclamó con voz ronca y mirada terrible.
—¡Dios mío, eres tremendo!— contestó riéndose el enmascarado—. Me has dado un susto... Sólo con ver tus ojos, hay para morirse de miedo, ¡ja, ja, ja!
—¡Cállate!—rugió Estrat Spiridonich con toda la fuerza de sus pulmones—. Sal en seguida, si no quieres que llame a los agentes.
El escándalo, en la biblioteca, había llegado al colmo. Estrat Spiridonich gritaba, rojo como un cangrejo, y pateaba. Gestiakov, Belebujin, el gerente del club y los demás intelectuales gritaban también. Pero a todas las voces se sobreponía la voz de bajo, formidable, del enmascarado.
Los bailes del salón cesaron, y el público corrió a la biblioteca, atraído por la batahola.
Estrat Spiridonich llamó a cuantos agentes de policía se hallaban en el club, y comenzó a instruir un proceso verbal.
—¡Dios mío, qué va a ser de mi ahora!—decía, burlándase, con tono quejumbroso, el enmascarado—. ¡Qué desgraciado soy! Me he perdido para siempre. ¡Ja, ja, ja! Bueno, ¿se ha terminado el proceso verbal? ¿Lo han firmado todos? ¡Entonces, mirad! A la una, a las dos y a las tres...
El enmascarado se levanta, se yergue en toda su estatura y se quita el antifaz. Luego se echa a reír y, satisfecho del efecto producido en la concurrencia, se deja caer en el sillón, lleno de regocijo.
El efecto, verdaderamente, había sido formidables los intelectuales se miraban unos a otros, confusos y pálidos. Estrat Spiridonich tenía una expresión lamentable y estúpida. Todos habían reconocido en el enmascarado al multimillonario local, el célebre fabricante Piatigorov, famoso por sus buenas obras, sus escándalos y sus extravagancias.
Un silencio violento reinó. Nadie se atrevía a decir nada.
—Bueno, ¿qué?—exclamó Piatigorov—. ¿Quieren ustedes ahora irse, si o no?
Los intelectuales, sin decir esta boca es mía, salieron de puntillas de la biblioteca. Piatigorov se levantó, y, groseramente, cerró la puerta tras ellos.
—¡Tú ya sabías que era Piatigorov!—le decía momentos después, con dureza, al criado, sacudiéndole por los hombros Estrat Spiridonich—. ¿Por qué no me has dicho nada?
—El señor Piatigorov me había prohibido decirle.
—Va verás, canalla, yo te enseñaré a guardar secretos. Y ustedes, señores intelectuales, ¿no se avergüenzan? ¡Por una tontería ponerse a protestar: a alborotar! Era, no obstante, tan sencillo marcharse por un cuarto de hora... Todos nos hubiéramos ahorrado disgustos.
Los intelectuales andaban de un lado para otro, confusos y tristes, sintiéndose culpables y no atreviéndose a hablar alto. Sus mujeres y sus hijas, enteradas del enojo de Piatigorov, no se atrevían a bailar.
Hacia las dos de la mañana Piatigorov salió de la biblioteca: Estaba borracho y se tambaleaba. Entró en el gran salón y se sentó junto a la orquesta. Arrullado por la música, se durmió y empezó a roncar.
—¡No toquéis!— les decían por señas los concurrentes a los músicos—. ¡Chist!... Egor Nilich está durmiendo.
—¿Me permitirá usted que le acompañe a su casa?—preguntó Belebujin inclinándose sobre el millonario.
Piatigorov hizo una mueca con los labios, como si quisiera librarse de una mosca que le molestase.
—¿Me permite usted acompañarle a su casa?—repitió Belebujin—. Voy a hacer que venga su coche de usted.
—¿Qué?... ¿Qué quieres?
—Tendré mucho gusto en acompañarle a usted a su casa. Es hora de irse a la cama.
—Bueno. Vamos...
Belebujin, satisfechísimo, hizo grandes esfuerzos para levantar a Piatigorov. Los demás miembros del club le ayudaron, poniendo en ello sumo celo.. Al cabo, merced a los esfuerzos comunes, se pudo dar cima a la empresa y conducir a su carruaje al millonario.
—¡Es asombroso cómo ha embromado usted a todo el club!—dijo Gestiakov sosteniendo a Piatigorov con el brazo—. Es usted un admirable actor, un verdadero talento. No salgo de mi asombro! ¡Lo que nos hemos reído! No olvidaré nunca este encantador episodio, ¡ja, ja, ja! Bravo, Egor Nilich, ha estado usted muy bien...
Dieron las doce de la noche. Algunos intelectuales no disfrazados estaban sentados en la biblioteca, alrededor de una gran mesa, leyendo la prensa. Muchos de ellos parecían dormidos sobre los periódicos. En la biblioteca reinaba un silencio profundo.
Del gran salón llegaban los sonidos de la música. Pasaban por el corredor, de vez en cuando, criados con bandejas y botellas.
—¡Aquí estaremos mejor!—tronó, de pronto, tras la puerta de la biblioteca, una voz muy sonora—. ¡Venid, hijas mías, no tengáis miedo!
La puerta se abrió, y un hombre ancho de espaldas en extremo, hizo su aparición. Su rostro estaba oculto bajo un antifaz. Iba vestido de cochero y tocado con un sombrero de plumas de pavo.
Aparecieron tras él dos señoras, también enmascaradas, y un mozo con una bandeja. Sobre la bandeja se veían una gran botella de licor, algunas botellas de vino tinto y cuatro vasos.
—¡Aquí estaremos muy bien! —dijo el enmascarado—. Pon la bandeja en la mesa. Siéntense ustedes, señoras, se lo suplico. Estarán ustedes como en su casa.
Luego, dirigiéndose a los intelectuales sentados en torno de la mesa, añadió:
—Ustedes, señores, por su parte, hágannos un poco de sitio. ¿Y sobre todo, nada de cumplidos!
Con un movimiento brusco tiró al suelo varios periódicos.
—¡Eh! Pon aquí la bandeja. Señores lectores, ruego a ustedes que se aparten un poco. No es este el momento de leer los periódicos ni de dedicarse a la política. ¡Pero dense ustedes prisa!
—¡Le ruego a usted que no haga ruido!—dijo un intelectual, mirando al hombre enmascarado por encima de sus lentes—. Esto es la biblioteca y no el «bufet».
Se ha equivocado usted de puerta.
—¡Calla! ¿Usted piensa que no se puede beber aquí? ¿Quiere usted decirme por qué? La mesa se me antoja bastante fuerte... En fin, no tengo tiempo de discutir.
Dejen ustedes sus periódicos y hagan sitio. Ya han leído ustedes bastante. Son ustedes demasiado sabios y pueden enfermar de la vista si leen con exceso! ¡Sobre todo, no quiero que sigan ustedes leyendo!
El mozo dejó la bandeja en la mesa y, con la servilleta al brazo, esperó en pie junto a la puerta.
Las damas empezaron a beber.
—¡Y pensar que hay gente tan sabia que prefiere la Prensa al buen vino!— dijo el enmascarado, llenando su vaso—. O lo que sucede, señores, ¿es que ustedes no tienen dinero para beber? ¡Tendría muchísima gracia! Hasta empiezo a dudar que entiendan lo que están leyendo. ¡Eh, usted, señor de los lentes! ¿Quiere usted decirme qué ha sacado en limpio de su lectura? Me apuesto cualquier cosa a que no ha entendido una palabra. Muchacho, sería mejor que bebieses con nosotros. ¡No te las eches más de sabio!
Se levantó y, bruscamente, le quitó el periódico al hombre de los lentes, que palideció, se puso luego colorado y miró con asombro a los demás intelectuales.
Estos le miraron a su vez.
—Olvida usted, señor— protestó el intelectual—, que está en la biblioteca y no en la taberna, y le suplico se conduzca más decentemente. De lo contrario, acabaremos mal. Sin duda ignora usted quién soy. Soy el banquero Gestiakov.
—Me importa un comino que seas Gestiakov. En cuanto a tu periódico, ¡mira!
Estrujó el periódico y lo hizo pedazos.
—¡Señores, esto no puede permitirse!—balbuceó Gestiakov estupefacto—. Es tan extraño... tan escandaloso...
—¡Dios mío, se ha enfadado!— dijo riendo el enmascarado—. Me da miedo, ¡palabra! Estoy temblando de pies a cabeza.
Luego, ya en serio, continuó:
—Escúchenme ustedes, señores. No tengo tiempo ni gana de discutir. Quiero quedarme solo con estas señoras, y les ruego a ustedes que salgan de aquí inmediatamente. ¡Largo! ¡Señor Gestiakov, ahí tiene usted la puerta, y buen viaje! ¡Al diablo! Si no sale usted en el acto, le enseñaré a obedecer. ¡Tú, Belebujin, también! ¡Largo, largo!
—¡Cómo! Es inconcebible—protestó el tesorero del ayuntamiento, Belebujin, congestionado y encogiéndose de hombros—. Aquí ocurren cosas divertidas. Cualquier impertinente entra como Pedro por su casa, y arma un escándalo...
—¡Te atreves a calificarme de impertinente—tronó furioso el enmascarado, dando en la mesa un puñetazo tan violento, que hizo saltar los vasos sobre la bandeja—. ¡Te rompo la crisma si te atreves a tratarme así! ¡Qué marrano! ¡Salgan ustedes en seguida o voy a perder la paciencia! ¡Salgan todos! ¡No quiero que quede aquí ningún canalla!
—¡Ahora veremos!—dijo Gestiakov, tan excitado, que sus lentes se empañaron de sudor. —Voy a enseñarle a usted a ser cortés. ¡Que venga el gerente del club!
Momentos después entró el gerente, un hombrecillo grueso, jadeante, con una cintita azul en el ojal de la solapa.
—Le ruego a usted salga de aquí— dijo encarándose con el intruso—. Si quiere usted beber váyase al buffet.
—¿Y quién eres tú?—preguntó el enmascarado—. ¡Dios mío, qué miedo me das!
—Le ruego a usted que no siga tuteándome. ¡Salga de aquí, salga!
—Oye, muchacho: te doy un minuto para hacer salir a estos caballeros. Molestan a estas señoras y no quiero verlas cohibidas. ¿Entiendes?
—Este individuo se cree sin duda en una cuadra—dijo Gestiakov—. ¡Que venga Estrat Spiridonich!
—¡Estrat Spiridonich! ¡Estrat Spiridonich!—se oyó gritar por todas partes.
No tardó en aparecer Estrat Spiridonich, con su uniforme de policía.
—¡Le ruego que salga de aquí!—exclamó con voz ronca y mirada terrible.
—¡Dios mío, eres tremendo!— contestó riéndose el enmascarado—. Me has dado un susto... Sólo con ver tus ojos, hay para morirse de miedo, ¡ja, ja, ja!
—¡Cállate!—rugió Estrat Spiridonich con toda la fuerza de sus pulmones—. Sal en seguida, si no quieres que llame a los agentes.
El escándalo, en la biblioteca, había llegado al colmo. Estrat Spiridonich gritaba, rojo como un cangrejo, y pateaba. Gestiakov, Belebujin, el gerente del club y los demás intelectuales gritaban también. Pero a todas las voces se sobreponía la voz de bajo, formidable, del enmascarado.
Los bailes del salón cesaron, y el público corrió a la biblioteca, atraído por la batahola.
Estrat Spiridonich llamó a cuantos agentes de policía se hallaban en el club, y comenzó a instruir un proceso verbal.
—¡Dios mío, qué va a ser de mi ahora!—decía, burlándase, con tono quejumbroso, el enmascarado—. ¡Qué desgraciado soy! Me he perdido para siempre. ¡Ja, ja, ja! Bueno, ¿se ha terminado el proceso verbal? ¿Lo han firmado todos? ¡Entonces, mirad! A la una, a las dos y a las tres...
El enmascarado se levanta, se yergue en toda su estatura y se quita el antifaz. Luego se echa a reír y, satisfecho del efecto producido en la concurrencia, se deja caer en el sillón, lleno de regocijo.
El efecto, verdaderamente, había sido formidables los intelectuales se miraban unos a otros, confusos y pálidos. Estrat Spiridonich tenía una expresión lamentable y estúpida. Todos habían reconocido en el enmascarado al multimillonario local, el célebre fabricante Piatigorov, famoso por sus buenas obras, sus escándalos y sus extravagancias.
Un silencio violento reinó. Nadie se atrevía a decir nada.
—Bueno, ¿qué?—exclamó Piatigorov—. ¿Quieren ustedes ahora irse, si o no?
Los intelectuales, sin decir esta boca es mía, salieron de puntillas de la biblioteca. Piatigorov se levantó, y, groseramente, cerró la puerta tras ellos.
—¡Tú ya sabías que era Piatigorov!—le decía momentos después, con dureza, al criado, sacudiéndole por los hombros Estrat Spiridonich—. ¿Por qué no me has dicho nada?
—El señor Piatigorov me había prohibido decirle.
—Va verás, canalla, yo te enseñaré a guardar secretos. Y ustedes, señores intelectuales, ¿no se avergüenzan? ¡Por una tontería ponerse a protestar: a alborotar! Era, no obstante, tan sencillo marcharse por un cuarto de hora... Todos nos hubiéramos ahorrado disgustos.
Los intelectuales andaban de un lado para otro, confusos y tristes, sintiéndose culpables y no atreviéndose a hablar alto. Sus mujeres y sus hijas, enteradas del enojo de Piatigorov, no se atrevían a bailar.
Hacia las dos de la mañana Piatigorov salió de la biblioteca: Estaba borracho y se tambaleaba. Entró en el gran salón y se sentó junto a la orquesta. Arrullado por la música, se durmió y empezó a roncar.
—¡No toquéis!— les decían por señas los concurrentes a los músicos—. ¡Chist!... Egor Nilich está durmiendo.
—¿Me permitirá usted que le acompañe a su casa?—preguntó Belebujin inclinándose sobre el millonario.
Piatigorov hizo una mueca con los labios, como si quisiera librarse de una mosca que le molestase.
—¿Me permite usted acompañarle a su casa?—repitió Belebujin—. Voy a hacer que venga su coche de usted.
—¿Qué?... ¿Qué quieres?
—Tendré mucho gusto en acompañarle a usted a su casa. Es hora de irse a la cama.
—Bueno. Vamos...
Belebujin, satisfechísimo, hizo grandes esfuerzos para levantar a Piatigorov. Los demás miembros del club le ayudaron, poniendo en ello sumo celo.. Al cabo, merced a los esfuerzos comunes, se pudo dar cima a la empresa y conducir a su carruaje al millonario.
—¡Es asombroso cómo ha embromado usted a todo el club!—dijo Gestiakov sosteniendo a Piatigorov con el brazo—. Es usted un admirable actor, un verdadero talento. No salgo de mi asombro! ¡Lo que nos hemos reído! No olvidaré nunca este encantador episodio, ¡ja, ja, ja! Bravo, Egor Nilich, ha estado usted muy bien...
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