Pinocho en el País de los Juguetes
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Pinocho en el País de los Juguetes
Pinocho en el País de los Juguetes
Escrito por: Carlo Collodi
Desde el mes último, Pinocho vivía con el Hada Azul, entre mimos y caricias. En el desayuno unos pastelitos de frutillas servían para anunciar la torta de frambuesas del almuerzo... La casa estaba llena de ese olor delicioso que da el horno encendido cuando la mamá está en la cocina, atareada para que todo salga bien.
Pinocho tenía muchos amigos y uno de ellos era el Palomo. Por eso cuando golpeó la ventana con el pico, el Hada lo saludó con una de sus lindas sonrisas. Pinocho le palmeó el lomo: –¡Mi querido Palomo! ¡Hace tiempo que no te veo! ¿Qué noticias me traes? –Pues una que te ha de gustar... Tu papá Gepetto sabe que estás dispuesto a ir al colegio mientras vives con el Hada. Dice que no te olvides de usar una bufanda los lunes, una camiseta los martes, una bolsa de agua caliente los jueves y una tricota los sábados...
–Dile a mi papá que no me olvidaré de nada de eso... Incluso los demás días me abrigaré también si hace frío... Y tú, llévale esto de nuestra parte –exclamó Pinocho, colocándole a Palomo debajo de las alas, bien sujeto, un pastel recién cocinado. Palomo tomó un poco de agua, otro poco de pan con leche y se marchó tan feliz como había venido, dispuesto a tranquilizar a Gepetto sobre el comportamiento de su hijo. Cuando aquel se convirtió en un puntito entre las nubes, el Hada Azul le dijo a Pinocho:
–Si mañana vas a empezar a ir a la escuela, bien podríamos hacer hoy una fiesta para que todos tus amigos conozcan la noticia. Ve a invitarlos pero regresa antes del anochecer... –Te prometo estar de vuelta dentro de una hora –dijo el muñeco. Y se fue a todo correr a invitar a sus amigos a la fiesta.
Algunos no sabían si decir sí o no, pero cuando se enteraron de que los bollitos tendrían manteca por arriba y por debajo, asintieron: “Enseguida estaremos allí”. El mejor amigo de Pinocho se llamaba Fosforito y con él se divertía el muñeco más que con cualquier otro. Pronto salió a buscarlo a su casa, pero no lo halló; fue por segunda vez y tampoco lo halló. Insistió por tercera vez, pero en vano.
Entonces recordó que en alguna oportunidad habían jugado en la casa de unos campesinos.
Allí finalmente lo encontró. –¿Qué haces aquí? Te ando buscando para festejar. Muy pronto me convertiré en un niño de verdad si empiezo a ir a la escuela. Así me prometió el Hada... ¡Hoy haremos una fiesta para celebrarlo! ¡Habrá bollitos con doble porción de manteca! –Lo lamento, pero festejarás sin mí... Estoy esperando que llegue la noche para partir –respondió Fosforito que, como su nombre lo indicaba, era alto y rubio como un fósforo.
–¿Cómo partir? ¿Adónde? –¡Al país más hermoso del mundo! ¡Una verdadera maravilla! ¡Al País de los juguetes! ¿Por qué no vienes tú también? –¡Pero yo no puedo! ¡Les prometí al Hada y a mi papá que estudiaría! –¡Haces mal, Pinocho! ¿Sabes cómo es el País de los Juguetes? Allá no hay escuelas ni maestros. Tampoco hay libros, ni campanas, ni porteros. El jueves es feriado, y la semana está formada por seis jueves y un domingo.
¡Con decirte que las vacaciones comienzan el 1º de enero y terminan el 31 de diciembre! ¡Eso es lo que se llama un país civilizado! Pinocho escuchaba con la boca abierta como un paraguas. Para rematar su exposición, añadió Fosforito: –Quédate aquí.... Dentro de un rato vendrá el coche a buscarme... –¿El coche? ¿Y con quién te irás? ¿Solo? –¡Pero... cómo solo! ¡Seremos más de cien muchachos! ¡Dormiremos toda la noche y el resto del tiempo jugaremos y nos divertiremos! ¿Vienes o no vienes? Pinocho, a decir verdad, estaba bastante convencido. Musitó: –Pero... ¿y el Hada? ¿Qué va a decir? –Nada... Rezongará un poquito, pero después se calmará –añadió Fosforito.
Mientras tanto, había anochecido y de pronto se vio una lucecita que se movía. Se oyeron sonidos de campanillas y un toque de corneta, tan leve y ahogado, que parecía el zumbido de un mosquito. –¡Ahí vienen! –gritó Fosforito– ¿Te decides, sí o no? –¿Pero de verdad que hay seis jueves y un domingo allí? ¿Y que no hay escuelas ni maestros? –Pero sí... por supuesto... Además, ya el Hada debe haber advertido que no regresas...
–Bueno... mañana le explicaré... –dijo Pinocho, ya casi sin remordimientos. ¡Por fin llegó el coche y sin hacer el menor ruido, porque llevaba las ruedas envueltas con pedazos de trapo! Tiraban del coche veinticuatro burritos, todos del mismo tamaño pero de distintos colores: rubios, oscuros, pelirrojos...
¡Y lo más curioso de ese conjunto era que los burritos, en vez de herraduras, usaban zapatos! Adentro había un montón de chicos más apeñuscados que las sardinas en su lata, pero Pinocho y Fosforito treparon de un salto, porque la sola idea de llegar pronto los entusiasmaba. Los muchachos, a medida que avanzaba el coche, se fueron quedando dormidos, pero Pinocho no podía cerrar los ojos. –A lo mejor todavía puedo volver... ¡Tengo tantos planes para mañana! –alcanzó a pensar. Pero el cochero, un caballero muy afable, inició una alegre canción y Pinocho se durmió soñando con ese país donde la palabra “aritmética” era desconocida. Al amanecer llegaron al País de los Juguetes.
¿Quieren por un momento trasladarse hasta sus calles? Pero escuchen: este país no se parecía a ningún otro del mundo porque su población estaba totalmente compuesta por niños. Si alguien tenía catorce años ya parecía un viejo... Por todas partes había grupos de niños riéndose a carcajadas. Unos jugaban a la rayuela, otros a la pelota. Unos andaban en patines, otros en caballitos de madera: más allá giraban algunos a la gallina ciega y otros organizaban carreras, mientras los de este lado marchaban con las manos en la tierra y los pies en alto... Unos, vestidos de payasos, hacían pruebas con pelotas de colores; otros, disfrazados de militares, llevaban unas condecoraciones formidables. Algunos recitaban, otros cantaban... Y ¿saben una cosa? ¡Todos reían tanto y gritaban tanto y recitaban tanto que había que ponerse algodones en los oídos para no quedarse sordos! Y por el camino de enfrente, una pandilla exhibía unos cartelones que decían: “Biban losju Jetes” y “Abajo larin Mética”, en vez de “Vivan los Juguetes” y “Abajo la Aritmética”.
No bien habían llegado, ya Pinocho se había hecho amigo de la mitad de los niños y Fosforito de la otra mitad; se disfrazaron de indios, de cowboys, anduvieron en bicicleta... En medio de tanta fiesta y tanta diversión, las horas, los días y las semanas pasaban como relámpagos. A veces, como un sueño, cruzaba por la mente de Pinocho el recuerdo del Hada y de su papá y enseguida se decía a sí mismo: –Mañana sin falta, vuelvo. Pero “mañana” no existe en el País de los Juguetes. Todo es hoy, rabiosamente hoy, con calesitas, barcos en las fuentes y mil cosas que hacer. Por eso aquella mañana, Pinocho tuvo una sorpresa... Pero esto merece un párrafo aparte... “Cuál fue esa sorpresa”, dirán ustedes. La sorpresa fue que, cuando quiso rascarse la cabeza, tropezó con sus orejas, que le habían crecido como dos manubrios de bicicleta.
De inmediato fue a mirarse en un espejo ¡y vio que sus orejas se habían transformado en unas lindas y sedosas orejas de burro, solo que las orejas de burro nunca son, en realidad, demasiado lindas! –Seguramente esto es lo que se llama la enfermedad de los burros... Y eso les sucede a los chicos cuando se olvidan de los libros y de ir al colegio... Tarde o temprano terminan en burros. ¡Iré a verlo a Fosforito y se lo contaré! ¡A lo mejor podemos hacer algo para irnos de aquí sin que progrese la enfermedad y nos convirtamos en burros del todo! –reflexionó muy afligido Pinocho.
Entonces se dio cuenta de algo. Que así, con esas orejotas de burro, nadie, absolutamente nadie, podría mirarlo sin reírse. –¡Ya sé! ¡Me pondré un gran bonete de algodón, de modo que me llegue hasta la nariz y me tape las orejas! Así arreglado, se fue en busca de Fosforito. Llamó a su puerta. –¿Quién es? –preguntó Fosforito desde adentro. –Soy yo –contestó Pinocho. –Espera un poco y te abriré.
Media hora después se abrió la puerta. ¡Figúrense cómo se quedaría Pinocho al ver a su amigo con un alto gorro de algodón metido hasta las orejas! –¿Cómo estás, querido Fosforito? –Espléndidamente bien, como un ratón dentro de un queso parmesano. –Me alegro... Pero ¿por qué te has puesto en la cabeza ese bonete de algodón? –Me lo recetó el médico porque me lastimé en esta rodilla. Y tú, querido Pinocho, ¿por qué llevas ese gorro de algodón metido hasta la nariz?
–Me lo recetó el médico porque me lastimé el pie. Ambos amigos se miraron un poco tristes. Pero tomaron de nuevo coraje. –¿Serías capaz de mostrarme tus orejas, Pinocho? –¿Serías capaz de mostrarme tus orejas, Fosforito? –¿Y qué te parece si nos las mostramos los dos al mismo tiempo? La idea les pareció buena a ambos y contando ¡uno, dos, tres!, se sacaron el gorro. ¡Entonces aparecieron las tremendas orejotas de burro! Verse y empezar a reírse fue todo uno. ¡Pinocho se reía de Fosforito y Fosforito se reía de Pinocho, y los dos se reían de verse tan absurdos! Hasta que, de pronto, en vez de las carcajadas, se oyó un sonoro, un rotundo ¡Hi-hooo! ¡Ho-hooo! –¿Y eso? ¿No oíste un rebuzno? –preguntó Pinocho. Pero se tapó la boca porque casi se le escapa un “¡Hi-hooo!” fenomenal. –No, me parece que no oí nada –mintió Fosforito, aguantándose la garganta que quería hacer docenas de “¡Hi-hooo!”, como hacen los burros que se respetan. Resonaron entonces dos golpes en la puerta. Era el conductor del coche que tenía que decirles algo importante. –¡Hola, muchachos! ¡Los felicito por esas orejas! –dijo con un buen humor del que no participaban los chicos. Y como ellos siguieron callados, ahogando sus “¡Hi-hooo!”, añadió el conductor: –Además, han rebuznado muy bien, los escuché. Ya es hora, pues, de que los lleve al mercado y los venda a alguien que quiera dos lindos burritos. –¿Qué? ¿Nos convertiremos en burros del todo? ¿No podremos evitarlo? –se alarmaron Pinocho y Fosforito. –Pero no serán capaces de hacerme eso... Yo los divertí por un tiempo, ahora tendrán que devolverme el dinero que invertí para educarlos y hacer que se reciban de burros.
¿Acaso alguno de ustedes se acuerda de cuál es la letra “o”? Pinocho y Fosforito movieron tristemente la cabeza. No solo no recordaban la “o”, sino ni siquiera cómo se escribía “cero”. –Además, ahora que se convertirán en burros, comerán paja seca, un manjar muy delicioso. Fosforito y Pinocho no supieron qué decir de este futuro; muy a su pesar, fueron llevados por el hombre del coche hasta la feria y allí un señor con galera les miró los dientes, les midió las orejas, y exclamó encantado: –¡Estos dos burritos me parecen simpatiquísimos. ¡Vendrán muy bien en mi espectáculo del circo! ¡Además, me gusta que sean un poco burritos y un poco niños! ¡Así el número será más sorprendente! Haciendo mucho esfuerzo para no ponerse en cuatro patas, porque eso de comenzar a ser burro parece que tiene sus consecuencias y solo concluye siendo burro del todo, los chicos fueron conducidos hasta una carpa roja. –¡La semana que viene los presentaré como una función nueva! Aquí tienen paja limpia y una manta para taparse –dijo el señor de la galera.
Pinocho y Fosforito estaban muy preocupados porque actuar en un circo acaso fuera una gran cosa, pero a lo mejor se convertían en burros hechos y derechos, y así la cosa no valía. –Tengo una idea... Si empezamos a estudiar esta misma noche, tal vez logremos recuperar nuestra risa y nuestras orejas... Y, al ver que somos dos niños, el dueño tendrá que soltarnos –propuso Pinocho. –¡Ahora comprendo aquello de los burritos que tenían zapatos de niños! –recordó Fosforito, aludiendo a los asnos que tiraban del coche que los condujo al País de los Juguetes. Esa noche no durmieron porque, en un rincón del pajar, encontraron un montón de libros viejos, que sin duda habían ido a parar allí por casualidad y porque nadie los leía. –¡Pero nosotros sí los leeremos! –prometió Pinocho.
Lo primero que hicieron fue aprender a firmar y luego de escribir “pinoxxxo” y “fosforrithgo”, a las seis horas sabían escribir bien sus nombres, la tabla del uno y la del dos. Al día siguiente, se despertaron temprano y continuaron sus estudios y tenían tantas ganas de saber, que casi no comieron por aprender algo de historia y de geografía. Cuando llegó el dueño les dijo, al verlos tan quietos: –Muy bien, muchachos, descansen porque los presentaré la semana próxima. Así engordarán y tendrán más fuerzas. El número será simple: trotarán alrededor de la pista y cuando yo les pida: ¡Salten!, ustedes saltarán por un aro y caerán en una pileta. ¡Es un espectáculo que divierte mucho a la gente! Ante esas perspectivas, Pinocho y Fosforito siguieron estudiando.
De mañana, de tarde, de noche, solo se oía la voz de Pinocho que repetía: –Dos por uno, dos; cinco por cuatro, veinte. El norte queda arriba, abajo el sur, el este para ahí, el oeste para el otro lado. Una isla es un pedazo de tierra rodeada de agua... La mañana del séptimo día, Fosforito le dijo a Pinocho: –Oye, Pinocho. Te noto muy raro... tus orejas... ¡tus orejas se han achicado! ¡Son como las de un chico cualquiera!
–¡Y las tuyas, también! Se abrazaron y se rieron los dos amigos y por primera vez desde hacía semanas, ningún “¡Hi-hooo!” se escapó de sus gargantas. Además, sus piernas se enderezaron y, decididamente, ninguno tenía ganas de caminar en cuatro patas, como hacen los asnos. En ese momento, entró el dueño del circo. –¡Hola, chicos! ¿No vieron por aquí a dos muchachos parecidos a ustedes, pero con orejas de burro y unos rebuznos divertidísimos? ¡Hoy tengo que presentarlos en público! Pinocho y Fosforito negaron con la cabeza.
Estaban tan limpios y tan bien peinados, que no se parecían en nada a los dos burritos que habían llegado allí unos días antes. –¡Siempre me pasa lo mismo! ¡En cuanto pueden, se escapan! –se quejó el señor de la galera. –Nosotros podemos ayudarlo a limpiar el circo y a cobrar las entradas, si quiere –propusieron los chicos, que querían agradecer lo bien que los había tratado ese hombre. En efecto, barrieron, limpiaron, encendieron las luces, ayudaron a los payasos y tocaron el tambor a la entrada para llamar la atención de los chicos del pueblo. Al anochecer, el dueño se acercó a felicitarlos. Y les dijo: –Ustedes podrían ser mis ayudantes. Necesito alguien que haga lo que ustedes hicieron. Pero Pinocho, muy serio, respondió: –Fosforito y yo tenemos que irnos de inmediato. ¡En casa nos esperan! ¡Hace tiempo que no saben de nosotros!
–Además, muy pronto llegarán los exámenes... y tenemos que pasar de grado –concluyó Fosforito. Por eso, en cuanto pudieron, el muñeco y el chico colocaron en un paquete los regalos que les dio el señor de la galera. ¿Ven esos dos muchachos que corren muy apurados para llegar enseguida a su casa? ¿Esos a los que la Luna ilumina con cariño? ¡Uno se llama Pinocho y regresa a la casa del Hada Azul! ¡El otro es Fosforito! ¡De hoy en adelante, no volverán a escribir “sapatiya”, sino “zapatilla”.
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