El ratón azul
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El ratón azul
El ratón azul
Adaptado por: Aurelio Queirolo
En el jardín de la casa de la tía Emilia, una señora gorda que siempre usaba un gran sombrero lleno de plumas, vivía un ratoncito azul. La tía Emilia no le tenía miedo, porque a ella le gustaban mucho los colores y, entonces, cada vez que veía al ratoncito azul, en vez de subirse a una silla y gritar, se ponía a exclamar: –¡Oh, qué precioso ratoncito azul! Lo que al ratón le dio, al principio, mucha vergüenza, y después, cuando ya lo había oído decir ciento setenta y cinco veces, a razón de quince veces por día y en forma continuada, le dio mucho cansancio. El ratoncito no podía asomar su nariz fuera de la cueva, porque la tía Emilia comenzaba a decir ininterrumpidamente:
–¡OHQUEHERMOSORRATONCITOAZUL! ¡OHQUEPRECIOSORRATONCITOAZUL! ¡OHQUEHERMOSORRATONCITOAZUL! ¡OHQUEPRECIOSORRATONCITOAZUL! Así que un día, por fin, el precioso-hermoso ratoncito azul decidió marcharse de aquel jardín. Pero, además, decidió irse porque se sentía muy solo.
Una tarde, cuando el sol estaba cayendo y antes de que hiciera ¡pum! en el horizonte, el ratoncito azul hizo un paquetito con todo lo que tenía en su cueva (un pedacito de queso, cinco semillitas de zapallo, ocho granitos de trigo, una preciosa semillita de sandía y un yo-yo) y se marchó. Cuando pasaba con su varita al hombro y el atadito sostenido en ella, oyó que a su espalda decía la tía Emilia: –¡OHQUEPRECIOSORRATONCITOAZULCON PAQUETITORROJO! –y lo repetía, y lo repetía, como solía hacerlo.
El ratoncito caminó y caminó, hasta que encontró en otro jardín una cuevita. Llamó desde la puerta y, como no le contestaron, decidió entrar para ver si le daban alojamiento. La cueva era de ratones, pero los dueños no estaban en aquel momento, así que se sentó a esperar, mientras examinaba los objetos que había a su alrededor. Se veía que no eran muy hacendosos y sí muy comilones, porque estaba todo lleno de agujeros.
En eso sintió ruido y se adelantó para presentarse: –Buenas tardes, soy el ratoncito azul y vengo a buscar alojamiento. ¿No tendrían ustedes lugar en esta cueva? –¡Ah, no, de ninguna manera! –dijo un ratón gordo con una gran cadena de reloj que le cruzaba la barriga–. No damos nunca alojamiento a ratones que no conocemos, y mucho menos a ratones azules. ¿No ve usted que nosotros somos todos ratones normales? Todos somos grises. ¡Qué atrevimiento ser un ratoncito azul!
Entonces, el ratoncito azul salió de la cueva con la cabeza levantada. No dijo nada, pero cuando estuvo fuera dejó escapar una lágrima gorda, que se hizo una bolita y comenzó a rodar. El ratoncito entonces se olvidó de su pena y comenzó a jugar con la lágrima. Después de uno de los golpes que le dio, la lágrima cayó en un pocito más chico que el de la cuevita donde había entrado hacía un momento y el ratoncito azul la siguió.
Al entrar vio algo que lo dejó mudo de asombro: en una camita, muy bien arreglada, estaba durmiendo un ratoncito, pero que no era un ratoncito gris, ni siquiera un ratoncito azul, sino que era un ratoncito rojo. El ratoncito tenía toda su cuevita pintada de rojo y eran rojas la colcha de su cama y las cortinas, y también el mantel de la mesa.
El ratoncito azul se puso a mirar todo y, de pronto, descuidado, tiró un florero. El ratoncito rojo se despertó y el ratoncito azul corrió a esconderse pero, como todo estaba pintado de rojo, al ratoncito rojo no le costó mucho encontrarlo, porque el azul resaltaba contra el rojo de la habitación como una mancha de tinta.
–¿De qué te escondes? –le preguntó el ratoncito rojo al azul, que estaba muy asustado. –¡Oh, perdóname! No quise despertarte. Ya me voy.
–¿Tienes mucha prisa? Porque, si no, puedes quedarte un ratito a hacerme compañía. –Bueno, no tengo mucha prisa –contestó el azul–. No tengo tanta prisa, no tengo casi prisa, la verdad es que no tengo ninguna prisa, absolutamente ninguna prisa. –¿No tienes que volver a tu casa? –No. Me fui de mi casa porque estaba muy solito y, como soy muy raro, nadie quiere saber nada conmigo.
–¿Qué, eres muy raro? –dijo el ratoncito rojo–. Yo no te veo nada de raro. –Pero, como soy azul... –¿Y eso qué tiene? Yo soy rojo, y tengo muchos amigos de color amarillo, y verde, y naranja, y de todos los colores. –¿Cómo puede ser eso? Casi todos los ratones son grises... –Casi todos –respondió el rojo–, pero no TODOS, y que haya muchos de un color no quiere decir que sean ni todos ni los mejores. Te llevaré a visitar al ratoncito amarillo y vas a ver qué bien se lleva contigo.
Así, pues, se pusieron en camino para llegar adonde vivía el ratoncito amarillo. Cuando iban caminando, el ratoncito rojo le preguntó al azul: –¿Así que no tienes casa adonde ir? –No –le respondió el azul. –Entonces, tengo una idea. Yo también quiero dejar mi casita porque está muy cerca de la casa de los ratoncitos grises y ellos
siempre me muestran su desprecio porque yo soy un ratoncito rojo. Quisiera ir a un lugar donde todos nos sintiéramos iguales. –¿Así que tú también te sientes raro? –No, ya te expliqué que somos distintos, nada más. Pero ellos, los grises, a todos los que no somos iguales, exactamente iguales a ellos, nos tratan con mucho desprecio. Quieren que nos volvamos grises o nos vayamos.
–¿Y por qué hacen eso? –preguntó el ratoncito azul. –No he podido averiguarlo. Vamos a preguntárselo al ratoncito amarillo, que es el más viejo y debe saberlo. Cuando llegaron a la cueva del ratoncito amarillo, estaba él desgranando una flor de girasol para su comida de aquel día. Quitaba granito por granito del centro, cuidando de no destruir los pétalos.
Después que se saludaron y presentaron, el ratoncito amarillo mostró mucha alegría de ver al ratoncito azul. –¡Hacía muchos años que no veía un ratón azul por aquí! –exclamó–. ¡Qué suerte que hayas llegado! –¿Cómo que haya llegado? ¿Usted me esperaba? –Claro, eras el único que faltaba. –¿Que yo faltaba? ¿Para qué? –Para que podamos irnos, todos juntos, a un lugar donde estemos tranquilos los ratoncitos de distintos colores. –Sobre eso queríamos preguntarle –interrumpió el rojo–.
¿Por qué los ratones grises no nos quieren y nos desprecian a los de otros colores? ¿Por qué no nos dejan vivir tranquilamente y se ríen de nosotros? –¡Ah, es una historia muy vieja! –repuso el amarillo–. Ocurrió cuando yo era muy chiquito y ustedes no habían nacido aún. Antes, todos los ratones eran de colores y la gente los quería mucho y les daba de comer en las azoteas y patios, porque les gustaba ver cómo al moverse se combinaban los más hermosos colores. Los ratones, entonces, no robaban comida. Pero un día uno de ellos, que era muy glotón y nunca se conformaba con lo que le daban, entró en una despensa y robó un gran pedazo de queso. Entonces un ratón blanco –los ratones blancos eran los que más habían estudiado y sabían más– le dijo que no comiera de aquel queso porque, siempre que se roba algo y se come lo robado, se pierde el color que se tiene y uno se vuelve gris.
El ratoncito ladrón no le hizo caso al ratoncito blanco y empezó a comer. Y convidó a todos los compañeros de la cueva. Los ratoncitos blancos no aceptaron, claro, porque sabían mucho, pero los demás aceptaron muy contentos y se dieron un gran festín. Cuando terminaron, quedaron muy satisfechos y se rieron mucho de los ratones blancos, que habían sido tan tontos que no habían querido comer, y hasta los echaron de sus cuevas.
Pero de pronto, los ratones que habían comido el queso robado, vieron que empezaban a cambiar de color. Todos: los rojos, amarillos, azules, anaranjados, verdes, todos empezaron a desteñirse y a ponerse grises. Se asustaron mucho, pero después que se les pasó el susto, decidieron que el color anterior no les gustaba y que total... ¡así eran más lindos...! Al día siguiente, cuando fueron al patio a comer su comida diaria, los dueños de la casa no los reconocieron, y se asustaron de ellos y les cerraron las puertas sin darles nada, pensando que eran unos animales muy feos que habían venido de otro lugar, y ellos no sabían si eran o no peligrosos. Así, pues, los ratoncitos se vieron obligados a seguir robando y por eso es que las señoras les tienen tanto miedo, porque cuando ven un ratoncito gris, piensan que es un ladrón y gritan mucho, y se asustan de lo que ellas gritan.
–¿Y entonces, nosotros, cómo es que tenemos colores? –preguntó el ratoncito azul. –Porque hubo unos pocos que no quisieron aceptar del queso robado y no participaron en el festín, y se quedaron en la cueva, pero cuando echaron a los ratoncitos blancos, ellos también se fueron. –¿Y dónde están ahora? –preguntó el rojo. –Algunos –contestó el amarillo–, muy poquitos, se quedaron por los bosques y ellos solos hicieron sus cuevitas. Nunca se dejan ver. Otros se fueron y, nadando, nadando, pasaron a una isla, donde viven muy contentos. –¿Nosotros podemos ir a reunirnos con ellos? –preguntaron a dúo el ratón azul y el rojo.
–Sí, podemos y vamos a hacerlo, si ustedes quieren. –¿Cómo se llega a esa isla? –preguntó entusiasmado el azul.
–Hay que caminar hasta el horizonte y esperar a que llueva. Después hay que aguardar a que pare de llover, porque entonces los ratoncitos de colores se reúnen en la orilla de la isla y miran hacia aquí, a ver si llega algún nuevo compañero que quiere reunirse con ellos. Si hay alguien esperando para cruzar hasta la isla, donde ellos viven, entre todos forman un puente muy bonito, de todos los colores, y hacen cruzar a los recién llegados. Por eso muchas veces se ve en el cielo un gran arco de colores. Son los ratoncitos que están ayudando a pasar a los nuevos compañeros. –¿Cuándo podemos ir a reunirnos con ellos? –preguntó impaciente el ratoncito azul. –Cuando ustedes quieran. Yo los guiaré –respondió el amarillo. –Vamos, vamos –exclamaron juntos los otros dos. Y así, después de hacer su equipaje el ratoncito rojo y recoger el suyo el ratoncito azul, pasaron a buscar al amarillo y se fueron caminando, caminando, hasta llegar al horizonte.
A lo mejor ya llegaron, o estarán por llegar. Eso podremos saberlo la próxima vez que llueva. Si después que pare la lluvia, cuando salga otra vez el sol, ven ustedes en el cielo un gran arco de colores, es que son los ratoncitos de esta historia que están pasando para llegar a la isla y reunirse con sus compañeros. Y si encuentran un ratoncito de color, no se olviden, díganle enseguida dónde están los demás. A los blancos no, porque los ratoncitos blancos siguen aprendiendo y trabajando en los laboratorios, para ver si pueden hacer que los grises vuelvan a tener su color de antes.
Pablo Martin- Poeta especial
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Armando Lopez- Moderador General
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