EL PREDISTIGITADOR SE VA DEL CIRCO
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EL PREDISTIGITADOR SE VA DEL CIRCO
Escrito por: Yalí
La carpa del circo estaba llena de luces y de música. Sonaban los platillos, chim-chim, y el bombo, bom-bom, y los payasos rodaban por la pista y los acróbatas se columpiaban en las alturas o se descolgaban de los trapecios. El domador mandaba a los leones: –¡Salten...! ¡Arriba, abajo...! ¡Hop! –y los leones saltaban. También saltaban los tigres, porque el circo traía tigres. Y traía camellos, y jirafas, y osos amaestrados. Y un mono que tocaba el tambor, y diez elefantes que bailaban, asiéndose unos a otros de la cola. Los chicos de la platea aplaudían a los perros amaestrados. Y no sabían si les gustaban más los equilibristas o los payasos de nariz colorada. Eso, hasta que aparecía el prestidigitador. Sí, porque el prestidigitador, y solo el prestidigitador, era el preferido de los chicos.
El prestidigitador golpeaba su sombrero con una varita, así, pim... pam... ¡y del sombrero salía una bandada de palomas blancas...! Lo golpeaba otra vez, pim... pam..., y del sombrero salían banderas y banderas que se agitaban solas. Y lo golpeaba por tercera vez, y sacaba, hasta cansarse, montones y montones de conejos blancos y orejudos. Después, con su varita, golpeaba una tetera. Los chicos decían: “¿Saldrá té...?”. ¡Pero qué iba a salir té! ¡Del pico de la tetera brotaban fuegos artificiales! A veces, bueno, porque otras veces salían pañuelos que volaban por todo el circo, como si fuesen mariposas. Los chicos aplaudían hasta dolerles las manos, y pensaban: ¡Qué lindo ser prestidigitador! Pero el prestidigitador no pensaba así, ni muchísimo menos. Cada noche, cuando terminaba la función, decía: –¡Uff, estoy cansado de sacar conejos de mi sombrero...!
Una vez le dijo al caballo de trapo, que trabajaba en la pista con los payasos: –Mira, caballo de trapo, estoy aburrido de estar aquí. Mañana me voy a buscar otro empleo. El caballo de trapo sacudió la cola y exclamó: –¡Yo también estoy cansado del circo! ¡Vámonos! Y se fueron. El caballo de trapo encontró trabajo casi enseguida. Como tenía dentro dos muchachos que lo hacían andar, y uno sabía escribir a máquina y el otro atender el teléfono, le fue fácil emplearse en una oficina, en el centro de la ciudad.
Pero el prestidigitador no sabía escribir a máquina. Y no lo querían en ninguna oficina. Así que caminó y caminó por las calles del centro y por las calles de los barrios, hasta que al fin vio en la puerta de una fábrica, un cartel que decía: SE NECESITA APRENDIZ DE SOMBRERERO El prestidigitador entró corriendo en la sombrerería, pidió trabajo al sombrerero y el sombrerero se lo dio.
El prestidigitador se puso un delantal, buscó después las tijeras, las hormas, el fieltro marrón y el fieltro azul, y al mediodía tenía ya terminado un sombrero, dos, cinco, diez, veinte sombreros, o más. El sombrerero estaba loco de contento con su ayudante. Tomó los sombreros y los puso en la vidriera de la sombrerería y se sentó a esperar que llegaran los compradores. Al poco rato llegó un comprador y después cinco y diez y veinte más, y se llevaron todos los sombreros que había confeccionado el prestidigitador. Se los llevaron bien encasquetados en sus cabezas. Y cada cual iba más orgulloso que el otro, luciendo su sombrero nuevo... Hasta que el primer comprador, andando y andando por la calle, se cruzó con una señora y quiso quitarse el sombrero para saludarla... Entonces... ¡del sombrero salieron palomas y más palomas, y salieron conejos blancos y orejudos...! ¡Y hasta salió un chanchito, que se escapó corriendo por la calle...! Sí, eso le pasó al primer comprador, y más tarde le pasó lo mismo al segundo, y al tercero, y al cuarto, y a todos los demás. Y cuando todos, furiosos, fueron a quejarse al sombrerero, el sombrerero le dijo enojadísimo al prestidigitador:
–¡Vete pronto de aquí! ¡Si no, nadie querrá comprarme ni medio sombrero más! El prestidigitador se fue, pero no demasiado triste, porque ya estaba un poco cansado de ser sombrerero. Y anduvo, anduvo, por una calle con árboles, y después por otra pelada... Hasta que, al fin, se detuvo frente a una confitería y pensó: –Me gustaría trabajar aquí. ¡Sería rico probar las tortas de crema! Y entró corriendo en la confitería, y pidió un empleo al confitero. Y el confitero se lo dio. El prestidigitador se puso un delantal, pero no fue a servir el té a la gente que estaba sentada en las mesitas. ¡No! El prestidigitador fue pasando el dedo por encima de las tortas de crema y así, una por una, las fue probando todas.
Cuando el confitero lo descubrió, le gritó bastante fastidiado: –¡Basta de probar tortas! Toma esa bandeja y sirve el té. El prestidigitador tomó la bandeja, se acercó a una mesita e inclinó la tetera. Pero del pico de la tetera... ¡qué iba a salir té! ¡Salieron pañuelos de todos los colores, que volaron por la confitería como mariposas.
Y después salieron fuegos artificiales y estrellitas brillantes. Los chicos que estaban en la confitería aplaudían y pedían: –¡Más...! ¡Más...! ¡Otra vez...! Pero las personas mayores rezongaban: –¡Queremos té con leche, con medialunas, no pañuelos voladores con estrellitas! El confitero escuchó a las personas mayores y le dijo al prestidigitador:
–Mejor que se vaya usted de mi confitería. El prestidigitador dejó la confitería un poco triste. Le gustaba estar allí, cerquita de las tortas de crema. Pero, ya en la calle, anduvo un poco por allí cerca primero, y bastante más lejos después, y se alegró de nuevo. Ya estaba contento otra vez, cuando se vio frente a una vieja panadería. El panadero descansaba sentado a la puerta y el prestidigitador le dijo:–¿Necesita usted un ayudante, panadero? –Sí –le dijo el panadero–. Pasa y amásame los panes. El prestidigitador entró corriendo en la panadería, se puso un gorro blanco, mezcló agua, sal y harina, y amasó un pan y otro pan. Hizo panes redondos, panes largos, panes grandes y panes chicos.
Después metió los panes en el horno y los coció. La gente acudió a buscar panes, vio los panes del prestidigitador y los compró. Y cuando la gente cortó los panes, descubrió dentro... ¡muñequitas de porcelana, como en las tortas de reyes; anillos de oro, como en las tortas de boda; y huevos de chocolate, como en las tortas de pascua...! Todos corrían a la panadería y compraban panes y más panes... Y el panadero no cabía en sí de gozo y satisfacción con su ayudante.
–¡Quédate para siempre! –le dijo. El prestidigitador se quedó una semana, después otra... después un mes... ¡Hasta dos meses se quedó en la panadería...! Pero cuando pasaron dos meses, comprendió que, aunque le gustaba mucho ser panadero, le gustaba más ser prestidigitador. Entonces, una mañana le dijo al dueño de la panadería: –Me vuelvo al circo. Ya no quiero hacer más panes. Ni redondos, ni largos, ni chicos, ni grandes. El prestidigitador tomó por una calle angosta y después por una avenida ancha, y cuando llegó al centro de la ciudad, vio, junto a un edificio lleno de oficinas, al caballo de trapo. Y el caballo de trapo galopó hacia él. –Regreso al circo contigo –le dijo el caballo al prestidigitador–. ¡Estoy harto de escribir a máquina y de atender teléfonos!
Así, volvieron al circo el caballo de trapo y el prestidigitador. ¡Y cómo se alegraron los perros amaestrados cuando los vieron! ¡Y los malabaristas y el domador! ¡Y los leones y los monos y los elefantes, y el oso amaestrado! ¡Pero más se alegraron los chicos de la platea! El prestidigitador estaba tan contento, que en la primera función golpeó su sombrero con la varita, pim... pam..., y sacó una locomotora de verdad, con cinco coches-dormitorio y un coche comedor, y el furgón, todavía, de cola...! El caballo de trapo también estaba contento. Tanto, que en la primera función bailó y bailó y bailó. Bailó tanto, tanto, que se le descosió un costado y tuvieron que ponerle precipitadamente un remiendo de tela a cuadritos. Pero le quedaba bien.
Pablo Martin- Poeta especial
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