RONCESVALLES.
EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Cuentos de Grandes Consagrados y Otros :: Cuentos y Leyendas de Bécquer
Página 1 de 1.
RONCESVALLES.
RONCESVALLES.
Acorta distancia del pueblo de Roncesvalles hay una cruz de piedra, que antiguamente era conocida con el nombre de Cruz de los Peregrinos. Alguna mano piadosa la elevó allí, sin duda con objeto de que sirviese de punto de reposo á los que, llena el alma de fe, venían á visitar su célebre santuario desde los más apartados rincones de la Península.
Cuando llegué á este sitio, después de haber cruzado á pie las intrincadas sendas que conducen desde Burguete á Roncesvalles, serpenteando á lo largo inmensos bosques de hayas, el día tocaba á la mitad, y el sol, que hasta aquel momento se había mantenido oculto, comenzaba á rasgar las nubes brillando á intervalos por entre sueltos jirones.
La verde y tupida hierba que tapizaba el suelo, la fresca sombra de los árboles, el murmullo de las aguas corrientes, el magnífico horizonte que se desplegaba ante mis ojos, la hora del día y el cansancio del camino, todo parecía combinarse para hacerme comprender mejor la previsora solicitud de los que en siglos remotos habían colocado tan delicioso lugar de descanso al término de un penoso viaje.
Me senté al pie de la cruz, respiré á pleno pulmón el aire puro y sutil de la montaña, lleno de perfumes silvestres y de átomos de vida, dejé resbalar un momento la incierta mirada por los dilatados horizontes de verdura y de luz que desde allí se descubren, saqué un cigarro de la cartera de viaje, lo encendí, y después de encendido comencé á arrojar al aire bocanadas de humo.
En este momento me asaltó una idea extraña. He aquí, dije, hablando conmigo mismo, el punto donde el piadoso romero, vestido de un burdo sayal y apoyado en su tosco bordón, se prosternaba poseído de hondo respeto á la vista del santuario, como los peregrinos del Oriente se prosternan aún en la cima del monte que domina la ciudad santa: las ideas guerreras y religiosas, el sentimiento de la gloria nacional y de la fe, despertándose al eco de un nombre que ha consagrado la tradición, llenaban de piadoso recogimiento su alma, prepa rándola á penetrar con el entusiasmo del creyente en este maravilloso mundo de la leyenda, donde cada roca debía hablarle de un prodigio de valor ó de una aparición divina. Nada ha cambiado aquí de cuanto le impresionaba. Allí está la llanura, teatro de la sangrienta jornada, cuya memoria, prolongándose de siglo en siglo, ha hecho famoso el nombre de estos lugares: allí el santuario, cuya vetusta torre descuella airosa por cima de los puntiagudos tejados de pizarra de la población; á un lado y otro se descubren las gigantescas rocas de las cuales cada una lleva aún el nombre de un héroe legendario: el Pirineo, con las ásperas vertientes, sus peñascosas faldas cubiertas de bosques de abetos seculares y sus dentelladas crestas vestidas de eternas nieves, se alza hoy como ayer, sirviendo de magnífico fondo al cuadro. Este es el Roncesvalles de las caballerescas crónicas; este es el Roncesvalles de las maravillosas tradiciones, este, en fin, el Roncesvalles de nuestros poetas de romancero. ¿En qué consiste, pues, que, á pesar de todo, al descubrirlo hoy la imaginacion se esfuerza en vano por considerar en torno suyo esa atmósfera de entusiasmo y de fe que le daba todo su prestigio? ¿Por qué me fatigo evocando recuerdos de los tiempos pasados para tratar de sentir una impresión grande y profunda, mientras mis miradas vagan, á pesar mío, de un punto á otro, dis traídas é indiferentes? Nada ha cambiado aquí de cuanto nos rodea, es verdad; pero hemos cambiado nosotros: he cambiado yo, que no vengo en alas de la fe vestido de un tosco sayal y pidiendo de puerta en puerta el pan de la peregrinación, á prosternarme en el dintel del santuario, ó á recoger con respeto el polvo de la llanura, testigo del sangriento combate, sino que, guiado por la fama, y de la manera más cómoda posible, llego hasta este último confín de la Península á satisfacer una curiosidad de artista ó un capricho de desocupado.
La crítica histórica, esa incrédula hija del espíritu de nuestra época, nos ha infiltrado desde niños su petulante osadía, nos ha enseñado á sonreimos de compasión al oir el relato de esas tradiciones, que eran el brillante cimiento de nuestros anales patrios, y desnudando uno por uno á nuestros héroes nacionales de las espléndidas galas con que los vistiera la fantasía popular, empañando con su hálito de duda la brillante aureola que ceñía sus sienes y derribándolos del pedestal en que los colocó la leyenda, nos ha mostrado su descarnada armazón, semejante á un maniquí risible. Ella nos ha truncado la historia, nos niega á Bernardo del Carpió, nos disputa al Cid, hasta ha puesto en cuestión á Jesús... Pero, ¿ha conseguido del todo su objeto? No lo sé. Por lo pronto ha conseguido que aquí donde nuestros mayores se sentían em bargados de una profunda emoción, donde se exaltaba su fantasía, donde se elevaba su espíritu y vibraban sacudidas por el entusiasmo todas las fibras del sentimiento, nosotros nos sentemos indiferentes, encendamos un cigarro y entornando los soñolientos ojos, nos entretengamos en arrojar bocanadas de humo al aire.
Esto diciendo, ó mejor dicho pensando, arrojé la punta del que había encendido y que ya comenzaba á quemarme los dedos, sacudí las hojarascas y la tierra que al tomar el suelo por asiento se habían adherido á los faldones de mi levita, y un paso tras otro emprendí el camino de la población.
II.
Roncesvalles tiene un aspecto original. Sus casas de forma irregular y pintoresca, con cubiertas de pizarra puntiagudas, con pisos volados al exterior, torcidas escaleras que rodean los muros y dan paso á las galerías altas, barandales, postes y cobertizos por donde se enredan, suben y caen las plantas trepadoras en largos festones de verdura, ofrecen, agrupándose en torno á la colegiata un conjunto de líneas y de color sumamente extraño y pintoresco.
La colegiata es, si no el único, el monumento más notable de la población. Sin embargo, antes de penetrar en ella, visité la fuente que llaman de la Virgen, manantial de agua fresca y purísima que brota á corta distancia del porche del templo, al pie de unos paredones derruidos y musgosos que fueron parte del primitivo santuario. Acerca de esta fuente y de la fundación de la antiquísima capilla, entre cuyas ruinas se encuentra, refiere la tradición una de esas leyendas extraordinarias con que la piedad de nuestros padres se complacía en envolver el misterioso origen de sus más veneradas imágenes.
La fundación de la colegiata es debida á Don Sancho el Fuerte, y su antigua fábrica conserva, a pesar de las modificaciones que ha sufrido con el trascurso de los tiempos, el severo y sencillo carácter de las construcciones de su época. En una de las naves se encuentra la capilla de San Pedro, muestra pura del estilo á que pertenece la iglesia, y que parece haber servido de tipo á la llamada Barbazana de la catedral de Pamplona. En el altar mayor se venera la milagrosa imagen de la Virgen, que da nombre al santuario, la cual es de plata, y se descubre al fulgor que penetra por las redondas rosetas del templo, sentada sobre un trono del mismo precioso metal, enriquecido de brillante pedrería.
Anchas y oscuras losas sepulcrales señalan en el pavimento el sitio donde duermen el eterno sueño de la muerte los religiosos y guerreros que buscaron este lugar para su última morada. Recorriendo las sombrías naves de la iglesia y oyendo las pisadas que repite el eco, prolongándolas por las subterráneas bóvedas, antiguo panteón de los canónigos, se recuerda el bellísimo verso en que dice Víctor Hugo:
Los sepulcros son las raíces del altar.
En el presbiterio, en una urna de jaspes, sobre la cual se ven sus estatuas, yacen juntos el fundador D. Sancho el Fuerte, de Navarra, y su mujer doña Clemencia. A un lado y otro del lucillo cuelgan aún dos trozos de la cadena que el valiente rey ganó en la batalla de las Navas de Tolosa.
La sacristía, que es de construcción moderna, guarda algunas antigüedades y pinturas de verdadero mérito. Entre las primeras, son notables varios efectos pertenecientes al pontifical del arzobispo de Reims, aquel famoso Turpín, por cuenta del cual Ariosto relató tantos absurdos en su célebre poema. Tampoco dejan de ser notables las mazas que la tradición asegura haber pertenecido á Roldan, y de las cuales la una es de hierro y la otra de bronce. En otro tiempo se conservaban igualmente cálices de forma extraña y curiosa, que acusaban la remota época á que pertenecían, y hoy mismo pueden examinarse algunos relicarios dignos de estima. Los cuadros que merecen atención especial son, un tríptico pintado sobre tabla, que parece pertenecer á la escuela holandesa, y representa la Crucifixión en el centro, la predicación de Jesús á un lado, y el beso de Judas al otro, y una Sacra Familia, de escuela italiana, que recuerda el estilo de Julio Romano.
También merece visitarse el archivo donde se custodia el magnífico evangelario, sobre el cual prestaban juramento los reyes de Navarra al ceñirse la corona. Esta obra de arte, pues tal calificativo merece, es de plata sobredorada, con adornos de pedrería, y tiene en una de las caras un Crucifijo, y en la otra la imagen del Salvador, sentado sobre un trono, en medio de los cuatro evangelistas.
La Real Casa y Colegiata de Nuestra Señora de Roncesvalles está colocada bajo la inmediata protección de la silla apostólica, y es patronato de la Corona, que en las vacantes nombra el prior. Este, que en otras épocas pertenecía de derecho al Real Consejo de S. M., se intitula, ignoramos por qué privilegios, gran abad de Colonia, y tiene uso de pontificales, con jurisdicción cuasi nullins, en el territorio que comprende su dominio. En su cualidad de iglesia recepticia, el capítulo no cuenta con número fijo de canónigos, eligiendo sólo los que pueda mantener de sus rentas. En la actualidad, aunque pueden ser hasta doce, sólo existen seis. Así al prior como á los canónigos de este santuario, les distingue una particularidad de su traje. Sobre la ropa talar oscura llevan una cruz de terciopelo verde, en forma de espada, y al cuello una gran medalla de oro, ambas insignias de la orden militar de Roncesvalles, á que pertenecen, la cual tuvo mesnada y pendón, levantó tropas y se hizo cargo de la defensa del castillo de Seguín, histórica fortaleza que aún se mantenía en pie á fines del siglo XV.
Cuando después de haber examinado minuciosamente hasta los más oscuros rincones del templo, penetré en el Claustro, por entre cuyas derruidas arcadas sube serpenteando la hiedra hasta coronar con un festón de hojas las extrañas figuras de los capiteles, y cuyo anchuroso patio cubren las altas y silenciosas hierbas que ondean calladas al soplo de la brisa de la tarde, sentí que una emoción profunda, y hasta entonces desconocida, agitaba mi espíritu.
Por el fondo de la iglesia atravesaba en aquel momento uno de los religiosos con su luenga capa oscura, ornada con la histórica cruz verde. Sea prestigio de la imaginación, sea efecto del fantás tico cuadro en que la vi destacarse, aquella figura me trajo á la memoria no sé qué recuerdos confusos de siglos y de gentes que han pasado; generaciones de las que sólo he visto un trasunto en las severas estatuas que duermen inmóviles sobre las losas de sus tumbas; pero que entonces me pareció verlas levantarse como evocadas por un conjuro para poblar aquellas ruinas.
La atmósfera de la tradición que aún se respira allí en átomos impalpables, comenzaba á embriagar mi alma, cada vez más dispuesta á sentir sin razonar, á creer sin discutir.
III.
Al caer la tarde salí de la población, con el objeto de dar una vuelta por los contornos y recorrer la reducida llanura y los estrechos desfiladeros, teatro de la famosa rota de los franceses.
Aún me durába la impresión recibida en el claustro del santuario; aún sentía abiertos los poros del alma y dispuesta la fantasía á exaltarse y á dar crédito á todo lo más extraordinario y maravilloso.
La historia crítica me había hablado en otra ocasión, desvaneciendo una multitud de errores que, á propósito de este hecho de armas, corre entre el vulgo. A su soplo se había desbaratado en mi imaginación todo el fabuloso cielo de Carlo-Magno, y la Tabla Redonda con sus Doce Pares, Bernardo y Marsilio, Durandarte y Roldan, se habían desvanecido como fantasmas fingidos por la niebla, ante la luz del análisis filosófico. Pero en aquel momento, ¿qué me importaba ya de la historia, si la historia era para mí el pueblo, que relata aún esta jornada con vivísimos colores y detalles sorprendentes; el romancero nacional, cuyos versos pintan las escenas con una verdad y una valentía asombrosas?
Blasonando está el francés
contra el ejército hispano,
por ver que cubren sus gentes
sierra, monte, campo y llano.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Van los Doce de la fama
con el viejo Carlo-Magno,
haciendo alarde de reinos
que en poco tiempo han ganado;
los estandartes despliegan
de flores de lis bordados,
diciendo que han de añadirles
un castillo y un león bravo.
En el mismo punto en que este romance vino á mi memoria, se ofrecieron á mis ojos las ásperas cumbres que según la tradición ocupaba el ejército francés. El dentellado y fantástico perfil de aquellas crestas, parece que fingen destacarse entre las nubes que el viento arremolina á su alrededor, grupos de soldados armados de largas picas, estandartes que tremolan, cascos bruñidos donde llamea el sol y cuyas cimeras forman un bosque de plumas.
De una parte está Carlo-Magno con su brillante cohorte de héroes, que ha engrandecido la leyenda; de la otra los vascones y los árabes, sus aliados en esta jornada. Roldan en lo alto del monte amenazando caer sobre las huestes de sus enemigos como una avalancha; Bernardo en la llanura, esperando á pie firme su embate. Roldan tiene lleno el mundo con la fama de sus proezas; Bernardo es casi un guerrero desconocido fuera de los límites de su país.
Doña Alda, la esposa del guerrero francés, ve esta escena tal como yo me la representaba entonces en la imaginación.
Un sueño soñé, doncellas,
que me ha dado gran pesar;
que me veía en un monte
en un desierto lugar.
Bajo los montes muy alto
un azor vide volar,
tras del viene una aguililla
que lo afincaba muy mal.
En efecto: trábase la lucha y el choque de las armas, la estruendosa vocería de los combatientes y el agudo clamor de las trompetas ensordecen los montes vecinos, cuyas enormes cuencas repercuten de una en otra este rumor, como durante la tempestad repercuten el trueno.
El sol comienza á trasponer las colinas que limitan la llanura por la parte del ocaso y aún dura la refriega; pero ya la fortuna inclina la balanza en contra del Emperador; unos tras otros, once de sus más ilustres capitanes han sucumbido; solo sobrevive Roldan en el lastimoso estado en que le pinta el poeta:
Apartado del camino,
por un valle muy cerrado
vi venir un caballero
en un herido caballo;
de la sangre que le corre
deja un lastimoso rastro.
La noche cierra por último; Roldan espira al abrigo de la peña que aún conserva su nombre; Carlo-Magno huye con los restos de su derrotado ejército, mientras que aquellas banderas con flores de lis, á las que debían añadirles un castillo y un león, son arrastradas por los vencedores entre el polvo, el cieno y la sangre del campo de batalla.
Al reconstruir en la mente este fantástico cuadro, al ver con los ojos de mi imaginación cubiertos de cadáveres la llanura y los estrechos desfiladeros que se ofrecían á mis ojos, no pude menos de exclamar con el pueblo, repitiendo su romance favorito, cuyos versos brotaron espontáneamente de mis labios:
¡Mala la hubisteis, franceses,
en esa de Roncesvalles!
Don Carlos perdió la honra,
murieron los Doce Pares.
Y en el momento en que esto decía, me hubiera yo á mi vez reído del que osase poner en duda el más insignificante detalle de esta epopeya magnífica.
¿Qué extraño es, pues, si de tal modo impresionan los sitios que guardan la memoria de las tradiciones, que los habitantes de aquellas comarcas, cuando la tempestad rueda por la falda del Pirineo y ensordece los angostos valles, crean ver en los jirones de niebla que flotan sobre los precipicios, ejércitos de blancos fantasmas que combaten, y piensen oir en el zumbido del viento y el fragor del trueno, el eco de la encantada trompa de Roldan que aún pide socorro en su agonía?
Gustavo A. Bécquer
Acorta distancia del pueblo de Roncesvalles hay una cruz de piedra, que antiguamente era conocida con el nombre de Cruz de los Peregrinos. Alguna mano piadosa la elevó allí, sin duda con objeto de que sirviese de punto de reposo á los que, llena el alma de fe, venían á visitar su célebre santuario desde los más apartados rincones de la Península.
Cuando llegué á este sitio, después de haber cruzado á pie las intrincadas sendas que conducen desde Burguete á Roncesvalles, serpenteando á lo largo inmensos bosques de hayas, el día tocaba á la mitad, y el sol, que hasta aquel momento se había mantenido oculto, comenzaba á rasgar las nubes brillando á intervalos por entre sueltos jirones.
La verde y tupida hierba que tapizaba el suelo, la fresca sombra de los árboles, el murmullo de las aguas corrientes, el magnífico horizonte que se desplegaba ante mis ojos, la hora del día y el cansancio del camino, todo parecía combinarse para hacerme comprender mejor la previsora solicitud de los que en siglos remotos habían colocado tan delicioso lugar de descanso al término de un penoso viaje.
Me senté al pie de la cruz, respiré á pleno pulmón el aire puro y sutil de la montaña, lleno de perfumes silvestres y de átomos de vida, dejé resbalar un momento la incierta mirada por los dilatados horizontes de verdura y de luz que desde allí se descubren, saqué un cigarro de la cartera de viaje, lo encendí, y después de encendido comencé á arrojar al aire bocanadas de humo.
En este momento me asaltó una idea extraña. He aquí, dije, hablando conmigo mismo, el punto donde el piadoso romero, vestido de un burdo sayal y apoyado en su tosco bordón, se prosternaba poseído de hondo respeto á la vista del santuario, como los peregrinos del Oriente se prosternan aún en la cima del monte que domina la ciudad santa: las ideas guerreras y religiosas, el sentimiento de la gloria nacional y de la fe, despertándose al eco de un nombre que ha consagrado la tradición, llenaban de piadoso recogimiento su alma, prepa rándola á penetrar con el entusiasmo del creyente en este maravilloso mundo de la leyenda, donde cada roca debía hablarle de un prodigio de valor ó de una aparición divina. Nada ha cambiado aquí de cuanto le impresionaba. Allí está la llanura, teatro de la sangrienta jornada, cuya memoria, prolongándose de siglo en siglo, ha hecho famoso el nombre de estos lugares: allí el santuario, cuya vetusta torre descuella airosa por cima de los puntiagudos tejados de pizarra de la población; á un lado y otro se descubren las gigantescas rocas de las cuales cada una lleva aún el nombre de un héroe legendario: el Pirineo, con las ásperas vertientes, sus peñascosas faldas cubiertas de bosques de abetos seculares y sus dentelladas crestas vestidas de eternas nieves, se alza hoy como ayer, sirviendo de magnífico fondo al cuadro. Este es el Roncesvalles de las caballerescas crónicas; este es el Roncesvalles de las maravillosas tradiciones, este, en fin, el Roncesvalles de nuestros poetas de romancero. ¿En qué consiste, pues, que, á pesar de todo, al descubrirlo hoy la imaginacion se esfuerza en vano por considerar en torno suyo esa atmósfera de entusiasmo y de fe que le daba todo su prestigio? ¿Por qué me fatigo evocando recuerdos de los tiempos pasados para tratar de sentir una impresión grande y profunda, mientras mis miradas vagan, á pesar mío, de un punto á otro, dis traídas é indiferentes? Nada ha cambiado aquí de cuanto nos rodea, es verdad; pero hemos cambiado nosotros: he cambiado yo, que no vengo en alas de la fe vestido de un tosco sayal y pidiendo de puerta en puerta el pan de la peregrinación, á prosternarme en el dintel del santuario, ó á recoger con respeto el polvo de la llanura, testigo del sangriento combate, sino que, guiado por la fama, y de la manera más cómoda posible, llego hasta este último confín de la Península á satisfacer una curiosidad de artista ó un capricho de desocupado.
La crítica histórica, esa incrédula hija del espíritu de nuestra época, nos ha infiltrado desde niños su petulante osadía, nos ha enseñado á sonreimos de compasión al oir el relato de esas tradiciones, que eran el brillante cimiento de nuestros anales patrios, y desnudando uno por uno á nuestros héroes nacionales de las espléndidas galas con que los vistiera la fantasía popular, empañando con su hálito de duda la brillante aureola que ceñía sus sienes y derribándolos del pedestal en que los colocó la leyenda, nos ha mostrado su descarnada armazón, semejante á un maniquí risible. Ella nos ha truncado la historia, nos niega á Bernardo del Carpió, nos disputa al Cid, hasta ha puesto en cuestión á Jesús... Pero, ¿ha conseguido del todo su objeto? No lo sé. Por lo pronto ha conseguido que aquí donde nuestros mayores se sentían em bargados de una profunda emoción, donde se exaltaba su fantasía, donde se elevaba su espíritu y vibraban sacudidas por el entusiasmo todas las fibras del sentimiento, nosotros nos sentemos indiferentes, encendamos un cigarro y entornando los soñolientos ojos, nos entretengamos en arrojar bocanadas de humo al aire.
Esto diciendo, ó mejor dicho pensando, arrojé la punta del que había encendido y que ya comenzaba á quemarme los dedos, sacudí las hojarascas y la tierra que al tomar el suelo por asiento se habían adherido á los faldones de mi levita, y un paso tras otro emprendí el camino de la población.
II.
Roncesvalles tiene un aspecto original. Sus casas de forma irregular y pintoresca, con cubiertas de pizarra puntiagudas, con pisos volados al exterior, torcidas escaleras que rodean los muros y dan paso á las galerías altas, barandales, postes y cobertizos por donde se enredan, suben y caen las plantas trepadoras en largos festones de verdura, ofrecen, agrupándose en torno á la colegiata un conjunto de líneas y de color sumamente extraño y pintoresco.
La colegiata es, si no el único, el monumento más notable de la población. Sin embargo, antes de penetrar en ella, visité la fuente que llaman de la Virgen, manantial de agua fresca y purísima que brota á corta distancia del porche del templo, al pie de unos paredones derruidos y musgosos que fueron parte del primitivo santuario. Acerca de esta fuente y de la fundación de la antiquísima capilla, entre cuyas ruinas se encuentra, refiere la tradición una de esas leyendas extraordinarias con que la piedad de nuestros padres se complacía en envolver el misterioso origen de sus más veneradas imágenes.
La fundación de la colegiata es debida á Don Sancho el Fuerte, y su antigua fábrica conserva, a pesar de las modificaciones que ha sufrido con el trascurso de los tiempos, el severo y sencillo carácter de las construcciones de su época. En una de las naves se encuentra la capilla de San Pedro, muestra pura del estilo á que pertenece la iglesia, y que parece haber servido de tipo á la llamada Barbazana de la catedral de Pamplona. En el altar mayor se venera la milagrosa imagen de la Virgen, que da nombre al santuario, la cual es de plata, y se descubre al fulgor que penetra por las redondas rosetas del templo, sentada sobre un trono del mismo precioso metal, enriquecido de brillante pedrería.
Anchas y oscuras losas sepulcrales señalan en el pavimento el sitio donde duermen el eterno sueño de la muerte los religiosos y guerreros que buscaron este lugar para su última morada. Recorriendo las sombrías naves de la iglesia y oyendo las pisadas que repite el eco, prolongándolas por las subterráneas bóvedas, antiguo panteón de los canónigos, se recuerda el bellísimo verso en que dice Víctor Hugo:
Los sepulcros son las raíces del altar.
En el presbiterio, en una urna de jaspes, sobre la cual se ven sus estatuas, yacen juntos el fundador D. Sancho el Fuerte, de Navarra, y su mujer doña Clemencia. A un lado y otro del lucillo cuelgan aún dos trozos de la cadena que el valiente rey ganó en la batalla de las Navas de Tolosa.
La sacristía, que es de construcción moderna, guarda algunas antigüedades y pinturas de verdadero mérito. Entre las primeras, son notables varios efectos pertenecientes al pontifical del arzobispo de Reims, aquel famoso Turpín, por cuenta del cual Ariosto relató tantos absurdos en su célebre poema. Tampoco dejan de ser notables las mazas que la tradición asegura haber pertenecido á Roldan, y de las cuales la una es de hierro y la otra de bronce. En otro tiempo se conservaban igualmente cálices de forma extraña y curiosa, que acusaban la remota época á que pertenecían, y hoy mismo pueden examinarse algunos relicarios dignos de estima. Los cuadros que merecen atención especial son, un tríptico pintado sobre tabla, que parece pertenecer á la escuela holandesa, y representa la Crucifixión en el centro, la predicación de Jesús á un lado, y el beso de Judas al otro, y una Sacra Familia, de escuela italiana, que recuerda el estilo de Julio Romano.
También merece visitarse el archivo donde se custodia el magnífico evangelario, sobre el cual prestaban juramento los reyes de Navarra al ceñirse la corona. Esta obra de arte, pues tal calificativo merece, es de plata sobredorada, con adornos de pedrería, y tiene en una de las caras un Crucifijo, y en la otra la imagen del Salvador, sentado sobre un trono, en medio de los cuatro evangelistas.
La Real Casa y Colegiata de Nuestra Señora de Roncesvalles está colocada bajo la inmediata protección de la silla apostólica, y es patronato de la Corona, que en las vacantes nombra el prior. Este, que en otras épocas pertenecía de derecho al Real Consejo de S. M., se intitula, ignoramos por qué privilegios, gran abad de Colonia, y tiene uso de pontificales, con jurisdicción cuasi nullins, en el territorio que comprende su dominio. En su cualidad de iglesia recepticia, el capítulo no cuenta con número fijo de canónigos, eligiendo sólo los que pueda mantener de sus rentas. En la actualidad, aunque pueden ser hasta doce, sólo existen seis. Así al prior como á los canónigos de este santuario, les distingue una particularidad de su traje. Sobre la ropa talar oscura llevan una cruz de terciopelo verde, en forma de espada, y al cuello una gran medalla de oro, ambas insignias de la orden militar de Roncesvalles, á que pertenecen, la cual tuvo mesnada y pendón, levantó tropas y se hizo cargo de la defensa del castillo de Seguín, histórica fortaleza que aún se mantenía en pie á fines del siglo XV.
Cuando después de haber examinado minuciosamente hasta los más oscuros rincones del templo, penetré en el Claustro, por entre cuyas derruidas arcadas sube serpenteando la hiedra hasta coronar con un festón de hojas las extrañas figuras de los capiteles, y cuyo anchuroso patio cubren las altas y silenciosas hierbas que ondean calladas al soplo de la brisa de la tarde, sentí que una emoción profunda, y hasta entonces desconocida, agitaba mi espíritu.
Por el fondo de la iglesia atravesaba en aquel momento uno de los religiosos con su luenga capa oscura, ornada con la histórica cruz verde. Sea prestigio de la imaginación, sea efecto del fantás tico cuadro en que la vi destacarse, aquella figura me trajo á la memoria no sé qué recuerdos confusos de siglos y de gentes que han pasado; generaciones de las que sólo he visto un trasunto en las severas estatuas que duermen inmóviles sobre las losas de sus tumbas; pero que entonces me pareció verlas levantarse como evocadas por un conjuro para poblar aquellas ruinas.
La atmósfera de la tradición que aún se respira allí en átomos impalpables, comenzaba á embriagar mi alma, cada vez más dispuesta á sentir sin razonar, á creer sin discutir.
III.
Al caer la tarde salí de la población, con el objeto de dar una vuelta por los contornos y recorrer la reducida llanura y los estrechos desfiladeros, teatro de la famosa rota de los franceses.
Aún me durába la impresión recibida en el claustro del santuario; aún sentía abiertos los poros del alma y dispuesta la fantasía á exaltarse y á dar crédito á todo lo más extraordinario y maravilloso.
La historia crítica me había hablado en otra ocasión, desvaneciendo una multitud de errores que, á propósito de este hecho de armas, corre entre el vulgo. A su soplo se había desbaratado en mi imaginación todo el fabuloso cielo de Carlo-Magno, y la Tabla Redonda con sus Doce Pares, Bernardo y Marsilio, Durandarte y Roldan, se habían desvanecido como fantasmas fingidos por la niebla, ante la luz del análisis filosófico. Pero en aquel momento, ¿qué me importaba ya de la historia, si la historia era para mí el pueblo, que relata aún esta jornada con vivísimos colores y detalles sorprendentes; el romancero nacional, cuyos versos pintan las escenas con una verdad y una valentía asombrosas?
Blasonando está el francés
contra el ejército hispano,
por ver que cubren sus gentes
sierra, monte, campo y llano.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Van los Doce de la fama
con el viejo Carlo-Magno,
haciendo alarde de reinos
que en poco tiempo han ganado;
los estandartes despliegan
de flores de lis bordados,
diciendo que han de añadirles
un castillo y un león bravo.
En el mismo punto en que este romance vino á mi memoria, se ofrecieron á mis ojos las ásperas cumbres que según la tradición ocupaba el ejército francés. El dentellado y fantástico perfil de aquellas crestas, parece que fingen destacarse entre las nubes que el viento arremolina á su alrededor, grupos de soldados armados de largas picas, estandartes que tremolan, cascos bruñidos donde llamea el sol y cuyas cimeras forman un bosque de plumas.
De una parte está Carlo-Magno con su brillante cohorte de héroes, que ha engrandecido la leyenda; de la otra los vascones y los árabes, sus aliados en esta jornada. Roldan en lo alto del monte amenazando caer sobre las huestes de sus enemigos como una avalancha; Bernardo en la llanura, esperando á pie firme su embate. Roldan tiene lleno el mundo con la fama de sus proezas; Bernardo es casi un guerrero desconocido fuera de los límites de su país.
Doña Alda, la esposa del guerrero francés, ve esta escena tal como yo me la representaba entonces en la imaginación.
Un sueño soñé, doncellas,
que me ha dado gran pesar;
que me veía en un monte
en un desierto lugar.
Bajo los montes muy alto
un azor vide volar,
tras del viene una aguililla
que lo afincaba muy mal.
En efecto: trábase la lucha y el choque de las armas, la estruendosa vocería de los combatientes y el agudo clamor de las trompetas ensordecen los montes vecinos, cuyas enormes cuencas repercuten de una en otra este rumor, como durante la tempestad repercuten el trueno.
El sol comienza á trasponer las colinas que limitan la llanura por la parte del ocaso y aún dura la refriega; pero ya la fortuna inclina la balanza en contra del Emperador; unos tras otros, once de sus más ilustres capitanes han sucumbido; solo sobrevive Roldan en el lastimoso estado en que le pinta el poeta:
Apartado del camino,
por un valle muy cerrado
vi venir un caballero
en un herido caballo;
de la sangre que le corre
deja un lastimoso rastro.
La noche cierra por último; Roldan espira al abrigo de la peña que aún conserva su nombre; Carlo-Magno huye con los restos de su derrotado ejército, mientras que aquellas banderas con flores de lis, á las que debían añadirles un castillo y un león, son arrastradas por los vencedores entre el polvo, el cieno y la sangre del campo de batalla.
Al reconstruir en la mente este fantástico cuadro, al ver con los ojos de mi imaginación cubiertos de cadáveres la llanura y los estrechos desfiladeros que se ofrecían á mis ojos, no pude menos de exclamar con el pueblo, repitiendo su romance favorito, cuyos versos brotaron espontáneamente de mis labios:
¡Mala la hubisteis, franceses,
en esa de Roncesvalles!
Don Carlos perdió la honra,
murieron los Doce Pares.
Y en el momento en que esto decía, me hubiera yo á mi vez reído del que osase poner en duda el más insignificante detalle de esta epopeya magnífica.
¿Qué extraño es, pues, si de tal modo impresionan los sitios que guardan la memoria de las tradiciones, que los habitantes de aquellas comarcas, cuando la tempestad rueda por la falda del Pirineo y ensordece los angostos valles, crean ver en los jirones de niebla que flotan sobre los precipicios, ejércitos de blancos fantasmas que combaten, y piensen oir en el zumbido del viento y el fragor del trueno, el eco de la encantada trompa de Roldan que aún pide socorro en su agonía?
Gustavo A. Bécquer
Armando Lopez- Moderador General
- Cantidad de envíos : 5727
Puntos : 60662
Fecha de inscripción : 07/01/2012
EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Cuentos de Grandes Consagrados y Otros :: Cuentos y Leyendas de Bécquer
Página 1 de 1.
Permisos de este foro:
No puedes responder a temas en este foro.