EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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LA PEREZA

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Mensaje por Armando Lopez Jue Ago 27, 2020 2:53 am

LA PEREZA


La pereza dicen que es don de los inmortales: en efecto, en esa serena y olímpica quietud de los perezosos de pura raza, hay algo que les da cierta semejanza con los dioses.
El trabajo aseguran que santifica al hombre: de aquí sin duda el adagio popular que dice: «A Dios rogando y con el mazo dando». Yo tengo, no obstante, mis ideas particulares sobre este punto. Creo, en efecto, que se puede recitar una jaculatoria, mientras se echan los bofes golpeando un yunque; pero la verdadera oración, esa oración sin palabras que nos pone en contacto con el Ser Supremo, por medio de la idea mística, no puede existir sin tener á la pereza por base.

La pereza, pues, no sólo ennoblece al hombre porque le da cierta semejanza con los privilegiados seres que gozan de la inmortalidad, sino que, después de tanto como contra ella se declama, es seguramente uno de los mejores caminos para irse al cielo.

La pereza es una deidad á que rinden culto infinitos adoradores; pero su religión es una religión silenciosa y práctica: sus sacerdotes la predican con el ejemplo; la naturaleza misma en sus días de sol y suave temperatura, contribuye á propagarla y extenderla con una persuasión irresistible.

Es cosa sabida que la bienaventuranza de los justos es una felicidad inmensa, que no acertamos á comprender ni á definir de una manera satisfactoria. La inteligencia del hombre, embotada por su contacto con la materia, no concibe lo puramento espiritual, y esto ha sido causa de que cada uno se represente el cielo, no tal como es, sino tal como quisiera que fuese.

Yo lo sueño con la quietud absoluta, como primer elemento de goce: el vacío alrededor, el alma despojada de dos de sus tres facultades: la voluntad y la memoria, y el entendimiento, esto es, el espíritu reconcentrado en sí mismo, gozando en contemplarse y en sentirse.

Esta es la razón por qué no estoy conforme con el poeta que ha dicho:

¡Heureux les morís, éternels paresseux!
Esa pereza eterna del cadáver, cómodamente tendido sobre la tierra blanda y removida de la sepultura, no me disgusta del todo; sería tal vez mi bello ideal, si en la muerte pudiera tener la conciencia de mi reposo. ¿Será que el alma desasida de la materia vendrá á cernerse sobre la tumba, gozándose en la tranquilidad del cuerpo que la ha alojado en el mundo?

Si fuera así, decididamente me hacía partidario del tan repetido y manoseado «reposo de la tumba», tema favorito de los poetas elegiacos y llorones, y aspiración constante de las almas superiores y o comprendidas. Pero... ¡la muerte!

«¿Quién sabe lo que hay detrás de la muerte?» — pregunta Hamlet en su famoso monólogo, sin que nadie le haya contestado todavía. Volvamos, pues, á la pereza de la vida, que es lo más positivo.

La mejor prueba de que la pereza es una aspiración instintiva del hombre, y uno de sus mayores bienes, es que, tal como está organizado este pícaro mundo, no puede practicarse, ó al menos su práctica es tan peligrosa, que siempre ofrece por perspectiva el hospital. Y que el mundo, tal como le conocemos hoy, es la antítesis completa del paraíso de nuestros primeros padres, también es cosa que por lo evidente no necesita demostración. Sin embargo, el cielo, la luz, el aire, los bosques, los ríos, las flores, las montañas, la creación, en fin, todo nos dice que subsiste la pereza. ¿Dónde está la variación? El hombre ha comido la fruta prohibida; ha deseado saber; ya no tiene derecho á ser perezoso.

— ¡Trabaja, muévete, agítate para comer! Esto es tan horrible, como si nos dijeran: — ¡Da á esa bomba, suda, afánate para coger el aire que has de respirar!

¡Cuántas veces, pensando en el bien perdido por la falta de nuestros primeros padres, he dicho en el fondo de mi alma, parodiando á Don Quijote en su célebre discurso sobre la edad de oro: —Dichosa edad, y dichosos tiempos aquellos en que el hombre no conocía el tiempo, porque no conocía la muerte, é inmóvil y tranquilo gozaba de la voluptuosidad de la pereza en toda la plenitud de sus facultades! —Caímos del trono en que Dios nos había sentado; ya no somos los señores de la creación; sino una parte de ella, una rueda de la gran máquina, más ó menos importante, pero rueda al fin, condenada, por lo tanto, á voltear y á engranarnos con otras, gimiendo y rechinando, y queriéndonos resistir contra nuestro inexorable destino. Algunas veces la pereza, esa deidad celeste, primera amiga del hombre feliz, pasa á nuestro lado y nos envuelve en la suave atmósfera de languidez que la rodea, y se sienta con nosotros y nos habla ese idioma divino de la trasmisión de las ideas por el fluido, en el que no se necesitan aun tomarse el trabajo de remover los labios para articular palabras. Yo la he visto muchas veces flotar sobre mí, y arrancarme al mundo de la actividad, en que tan mal me encuentro. Mas su paso por la tierra es siempre ligerísimo; nos trae el perfume de la bienaventuranza, para hacernos sentir mejor su ausencia. ¡Qué casta, qué misteriosa, qué llena de dulce pudor es siempre la pereza del hombre!

Ved la actividad, corriendo por el mundo, como una bacante desmelenada, dando una forma material y grosera á sus ideas y sus ensueños; ved e mercado público cotizándolos, vendiéndolos á precio de oro. Santas ilusiones, sensaciones purísimas, fantasías locas, ideas extrañas, todos los misterios hijos del espíritu, son, apenas nacen, cogidos por la materia, su estúpido consocio, y expuestas desnudas, temblorosas y avergonzadas á los ojos de la multitud ignorante.

Yo quisiera pensar para mí, y gozar con mis alegrías, y llorar con mis dolores, adormido en los brazos de la pereza, y no tener necesidad de divertir á nadie con la relación de mis pensamientos y mis sensaciones más secretas y escondidas.

Vamos de una eternidad de reposo pasado á otra eternidad futura por un punto, que no otra cosa es la vida: ¡á qué agitarnos en él con la ilusión de que hacemos algo agitándonos!

Yo he visto con el microscopio una gota de agua, en ella esos insectos apenas perceptibles, cuya existencia es tan breve, que en una hora viven cinco ó seis generaciones, y he dicho, al mirarlos moverse: —¿Si creerá ese bichejo que hace alguna cosa?— Para afanarnos en el mundo, sería menester que nos pusiesen una montera que nos tapara el cielo, de modo que la comparación con su inmensidad no hiciera tan sensible nuestra pequeñez. Yo quiero ser consecuente con mi pasado y mi futuro probables, y atravesar ese puente de la vida, echado sobre dos eternidades, lo más tranquilamente posible. Yo quiero... pero quiero tantas cosas, que sólo con enumerarlas podría hacer un artículo largo como de aquí á mañana, y no es este seguramente mi propósito.

Aún me acuerdo que en una ocasión, sentado en una eminencia, desde la que se dilataba ante mis ojos un inmenso y reposado horizonte, llena mi alma de una voluptuosidad tranquila y suave, inmóvil como las rocas que se alzaban á mi alrededor, y de las cuales creía yo ser una, una que pensaba y sentía, como yo creo que sentirán y acaso pensarán todas las cosas de la tierra, comprendí de tal modo el placer de la quietud y la inmovilidad perpetua, la suprema pereza tal y tan acabada como la soñamos los perezosos, que resolví escribirle una oda y cantar sus placeres, desconocidos por la inquieta multitud.

Ya estaba decidido; pero al ir á moverme para hacerlo, pensé, y pensé muy bien, que el mejor himno á la pereza es el que no se ha escrito ni se escribirá nunca. El hombre capaz de intentarlo se pondría en contradicción con sus ideas. Y no lo escribí. En este instante me acuerdo de lo que pensé ese día: pensaba extenderme en elogio de la pereza, á fin de hacer prosélitos para su religión. ¿Pero cómo he de convencer con la palabra, si la desvirtuó con el ejemplo? ¿Cómo ensalzar la pereza trabajando? Imposible.

La mejor prueba de mi firmeza en las creencias que profeso, es poner aquí punto y acostarme. ¡Lástima que no escriba esto sentado ya en la cama! ¡No tendría más que recostar la cabeza, abrir la mano y dejar caer la pluma!

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