EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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Escrito en el día de los muertos. Jan Neruda

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Mensaje por Rosko Jue Mayo 02, 2019 6:54 am

Escrito en el día de los muertos.
Psáno o letošních Dušičkách, Jan Neruda (1834-1891)

Yo no sé cuántas veces habrá de visitar el cementerio de Kosir en el Día de los Muertos; lo que es esta vez, llegó trabajosamente —las piernas no le responden mucho, aparentemente—. Aparte de eso, actuó igual que todos los años. Su silueta solemne y maciza bajó a eso de las once desde el carricoche que la había transportado; tras ella, el conductor sacó de adentro unas coronas de flores dentro de un envoltorio hecho con un pañuelo blanco, y por último descendió una niña de aproximadamente cinco años, bien arropada. Hará quince años que la señorita María viene en este día flanqueada por una niña de cinco años que escoge en el vecindario.

—¡Muy bien, querida! Mira cuántas personas hay. ¡Cuántas luces y flores! Continúa, sin temor. ¡Adelante! Yo voy atrás de ti.

Muy turbada, la niña comenzó a caminar. Tras ella iba la señorita María dándole aliento pero sin decirle para dónde tenía que dirigirse. Anduvieron de tal forma un poco, y en eso súbitamente la señorita María dijo:

—¡Aguarda!

De una de las cruces metálicas sacó una corona mustia, ajada por el viento, y la reemplazó por otra fresca, hecha con flores artificiales rojas y blancas. Luego se sostuvo en un ramal de la cruz con la mano libre y empezó a orar, sin ponerse de hinojos, porque eso le resultaba ya demasiado difícil. Miró primero el pasto y la parda tierra de la sepultura, pero a continuación alzó la cabeza y sus ojos celestes de mirada limpia, que ornamentaban su ancho rostro simpático, parecieron ver algo en la lontananza. Los ojos fueron inundándosele en lágrimas; se le estremeció la boca; los labios que musitaban plegarias se estrujaron y por fin un raudal de lágrimas bajó por sus carrillos.

La niña la observaba extrañada, pero la señorita no podía ver ni oír nada. Pero después de un momento se recobró, aparentemente con mucha dificultad; exhaló un prolongado suspiro, sonrió tristemente a la niña y le dijo con voz tenue y un poco áspera:

—¡Bien! ¡Adelante, angelito, adelante! Adonde te parezca, yo voy atrás de ti.

Siguieron caminando un poco de una parte para otra, adonde se le ocurría a la niña hasta que súbitamente dijo de nuevo:

—¡Aguarda!

Fue hacia otra sepultura. Representó otra vez la escena anterior, creo que sin demorarse ni un minuto más que antes. Guardó luego la segunda corona mustia dentro del pañuelo, al lado de la primera, tomó la mano de su diminuta acompañante y le dijo:

—¿Frío, no? Volvamos, para que no te haga mal. Te agrada ir en coche, ¿no?

Regresaron despacio hasta el carruaje; acomodaron adentro antes que nada las coronas; después se instaló la niña y, por último y trabajosamente, la señorita. El carruaje se puso en movimiento y el caballo, antes de empezar a trotar, soportó dos o tres fustazos. Esta representación, que ahora se reiteraba, fue igual a la que se ha repetido hasta ahora todos los años.

Si aún fuera un escritor novel, posiblemente apuntaría a esta altura: el lector se estará preguntando a quienes pertenecen esas sepulturas. Pero sé bien que jamás un lector pregunta nada. El escritor debe forzarlo para que acepte lo que hace, lo cual es un tanto dificultoso. La señorita María era inabordable y extremadamente reservada en lo que respecta a su vida y nunca molestaba a nadie —ni a sus mayores amistades— con sus cuentos.

Desde pequeña tenía, y sigue haciéndolo, una sola amiga, la señorita Luisa, que en sus mocedades fue muy bonita y que ahora es la viuda un poco marchita del señor Nocar, un sargento de carabineros. A la tarde se verían ambas en lo de la señora Mocar. Este hecho no es muy usual, ya que la señorita frecuenta muy poco a su amiga en la calle Vlaska; por lo común deja muy excepcionalmente su habitación en la planta baja de una mansión que se encuentra al comienzo de la subida de San Juan; prácticamente se puede afirmar que la única salida que hace es para escuchar misa los domingos, muy temprano, en San Nicolás. Su impresionante físico le hace muy difícil caminar; por eso su amiga no quiere que se incomode y la visita ella todos los días. Una franca amistad de años liga a ambas en forma prácticamente indisoluble.

Pero en esta ocasión la señorita María se hallaría excesivamente acongojada si estuviera sola en casa. Esta se le semejaría aun más hueca y sola que los restantes días, y es por eso que busca amparo en lo de su amiga. Y para la señora de Nocar es una jornada festiva. Jamás hace el café con un desvelo tan grande como hoy; jamás se afana de tal manera porque las tortas queden bien y su masa sea tierna. Hasta toda su charla tiene hoy un dejo majestuoso y festivo. No conversan en exceso, pero lo que dicen, aunque intrascendente, posee profundo significado. Cada tanto aparecen algunas lágrimas y los abrazos son más asiduos que otras veces. Por último, al cabo de un buen rato de permanecer sentadas juntas, se arriba al tópico anual de esa charla.

—¡Qué vamos a hacerle! —dice la señora de Nocar—. El Señor nos ha deparado un destino casi idéntico. Tuve un buen esposo, muy considerado conmigo, y a los dos años de casados se marchó al más allá sin dejarme al menos un niño para mi consuelo. Vivo sola desde ese momento, y ya no sé decir qué resulta peor: si jamás conocer a un hombre o si conocer a uno y perderlo.

—Sabes bien que siempre me he conformado con la voluntad del Señor —le responde al cabo, en tono ceremonioso, la señorita María—. Yo ya sabía qué me deparaba el destino; lo había visto en sueños. Cuando tenía veinte años soñé que había ido a bailar. Ya sabes que jamás había ido yo a un baile. Andábamos al ritmo de la música, una pareja tras la otra; era un lugar muy bien iluminado. Sin embargo —¡qué raro!— el salón de baile era como un altillo enorme y en vez de cielorraso se veían las tejas.

»De improviso, las parejas que nos precedían comenzaron a bajar la escalera; yo iba atrás de todo con un danzarín del que no puedo recordar qué cara tenia. Arriba quedamos unas pocas parejas; entonces miré alrededor y vi acercarse a la Muerte por detrás. Tenía un manto verde aterciopelado, pluma blanca en el sombrero y espada al cinto. Yo me apuré también para bajar ¡as escaleras, pero vi que no quedaba nadie. ¡Ni mi compañero de baile!

»Entonces la Muerte me tomó la mano y me llevó a la rastra. Luego estuve viviendo en un castillo y la Muerte me hacía de esposo. Me trataba muy amablemente, me quería; pero a mí no me gustaba. Estábamos rodeados de un lujo imposible de describir: ahí todo eran cristales, oros y terciopelos, pero no le sacaba el gusto a nada. Constantemente soñaba con regresar al mundo y el sirviente —que también era una especie de Muerte— me traía información de lo que allí ocurría. Mi esposo se condolió de mi afán por volver a la vida.

»Me di cuenta de eso y a mi vez me condolí de mi esposo. A partir de ese memento conocí que jamás me iba a casar, y que la Muerte era mi prometido. Luisa, tú sabes que los sueños los manda Dios; ¿no es cierto que una muerte doble ha apartado mi vida de la del resto de la gente?

En ese momento la señora de Nocar comienza a llorar, aunque ya ha escuchado ese sueño mil veces, y las lágrimas de la amiga son una especie de perfumado bálsamo sobre el alma sufriente de la señorita.

La verdad es que es extraño que la señorita no se haya casado. No tenía padres, era dueña de sus actos y de una buena casa de dos plantas al comienzo de la subida de San Juan. No era fea, por otra parte, cosa que aún ahora puede notarse. Era flexible y alta como es poco frecuente en una dama; tenía bellos ojos celestes; su rostro, pese a ser algo ancho, tenía rasgos muy regulares y bonitos. Lo único que la desmerecía era ser algo entrada en carnes desde pequeña, hecho que le costó el apodo de "la gorda María".

Por su corpulencia era un tanto perezosa; de niña no iba a jugar con otros pequeños y ya adulta no iba de visitas y todo su paseo se reducía a una vueltita por las murallas de la ciudad. No debe pensarse, por ello, que los vecinos de la Malá Strana se hubieran preocupado porque la señorita María no hubiera contraído matrimonio. La sociedad de la Malá Strana tiene las cosas bien establecidas: la señorita María figuraba como una anciana solterona y a ninguno le pasaba por la cabeza que pudiera ser de diferente manera. Y cuando en ocasiones las mujeres, de manera imprevista y curiosas como usualmente son, trataban el tema ante ella, la señorita respondía sonriendo sosegadamente:

—Me parece que soltera también puedo servir a Dios, ¿no?

Y si se le hablaba de ello a la señora de Nocar, encogía los hombros un poco huesudos y respondía:

—¡Es ella que no ha querido! Se habría podido casar un montón de veces, y bien casada, la pura verdad. Yo sé de dos casos (se trataba de hombres excelentes) en que no quiso saber nada.

Yo, en mi carácter de historiador del barrio de la Malá Strana, sé positivamente que ambos eran unos farristas que no valían un ápice, puesto que no eran otros que el tendero Cibulka y el grabador Rechner, de los cuales siempre que se los mencionaba se afirmaba: ¡Qué personajes! No pretendo que fueran malas personas —¡por favor!— sino que eran mediocres, que su existencia era un desbarajuste, nada estable, y que no tenían seso.

De la semana, Rechner jamás comenzaba su labor antes de llegar el jueves, y para la tarde del sábado ya había parado. Hubiera podido ganar mucho, porque trabajaba muy bien, según siempre decía el señor Hermann, que era su compatriota, igual que mi madre, pero no le gustaba precisamente trabajar. El tendero Cibulka se lo pasaba en la taberna o en la galería de su negocio porque apenas se metía tras el mostrador, de inmediato lo acometía un sueño poderoso, y se la pasaba a los bufidos. Decían que hablaba francés muy bien, pero no cuidaba el negocio y el empleado hacía todo a su antojo.

Cibulka y Rechner se la pasaban haciéndose compañía y si en alguno de ambos aparecía un pensamiento elevado, el otro se lo expulsaba inmediatamente. La verdad es que tampoco tenían camaradas más virtuosos para departir. En el rostro rasurado del diminuto Rechner, de mentón puntiagudo, había inevitablemente una esbozada sonrisa, como cuando el sol atraviesa las nubes alumbrando la tierra. Su frente elevada, con cabellos tirados hacia atrás, era siempre calma y rondaba sus labios blanquecinos la inefable sonrisa.

Movía todo el tiempo el cuerpo, enfundado en un traje amarillo (su color favorito), y a cada rato encogía los hombros. Su compañero Cibuika, que eternamente vestía de negro, se revelaba más sosegado, pero esto solamente cuando se lo llegaba a conocer bien. Era flaco como Rechner, pero un poco más alto. Su pequeña cabeza remataba en una frente en forma casi de rectángulo. Bajo sus pobladas cejas le fulguraban como ascuas los ojos. Llevaba el cabello negro echado hacia adelante de manera que le cubría las sienes, y un mostacho negro, larguísimo, tapándole la boca; cuando sonreía los dientes relucían como la nieve bajo el mostacho. Su rostro tenía un no sé qué simultáneamente salvaje y bondadoso. Cibulka siempre sofocaba la risa hasta no poderse contener; entonces estallaba en risotadas, pero se sosegaba rápidamente.

Ambos se comunicaban con la vista, y así ya sabían qué habían querido decir, con todos los comentarios incluidos. Pero era extraño que alguno se sentara a su mesa porque sus salidas eran para esos buenos vecinos excesivamente audaces y brutales: no se los comprendía y se consideraba que su charla era una especie de prolongada blasfemia. Por su parte, Cibulka y Rechner no se trataban de vincular con la gente de más copete de la Malá Strana. De noche se quedaban cien veces con los mesones de Staré Mesto.

Iban juntos por toda la ciudad e incluso el apartado barrio Frantisek era escenario de sus paseos. Si a la noche muy tarde se sentía en las calles de la Malá Strana una carcajada jovial, era cosa segura que se trataba de Cibulka y Rechner de regreso a su domicilio.

Ambos tenían más o menos los mismos años que la señorita María. Habían ido todos a la escuela de la parroquia de San Nicolás, y desde entonces no se habían interesado ellos por ella ni ella por ellos. Se veían solamente de pasada, en la calle, y entre los tres no hacían más que intercambiar algún saludo a la ligera, tampoco demasiado amable.

Pero un día la señorita María recibió de manos de un mensajero una carta escrita con perfecta letra. Le tembló el pulso al leer y la carta se le cayó. Decía lo siguiente:


Estimada señorita; de mí mayor consideración:

Es seguro que habrá usted de extrañarse de que sea un servidor, justamente un servidor, quien se dirija a usted. Mas ha de extrañarle aun más el contenido de ésta. Nunca me he animado a dirigirme a usted; pero, para evitar circunloquios innecesarios: ¡la amo a usted! Hace mucho que la amo. Analizando mi corazón, he llegado a la conclusión de que, de ser para mí posible la dicha, no hallaré ésta sí no es a su lado. ¡Señorita Maria! Es posible que usted se extrañe y me diga que no. Es posible que las habladurías también hayan enturbiado mi reputación ante usted, y no tendrá más que menosprecio para mi persona. Lo único que puedo es pedirle la deferencia de que no actúe apresuradamente y medite bien antes de emitir su última palabra. Sólo puedo decirle que hallaría usted en mí un esposo que no pensaría más que en hacer su dicha. Le suplico otra vez: medítelo bien. Aguardo su veredicto en cuatro semanas; ni antes ni después. Desde ya, le suplico sepa perdonar por haberla incomodado.

A sus pies, aguardando noticias suyas:
Vilém Cibulka


A la señorita María la retumbaba la cabeza. Andaba por la treintena y se topaba de improvise con su primera declaración amorosa. ¡Era la primera! Espontáneamente jamás habría pensado en el amor, y jamás le habían hablado de amor hasta ese momento tampoco. Le quemaba la cabeza; se le agolpaba la sangre en las sienes; estaba sin aliento. No podía meditar con calma. Entre la niebla que obscurecía sus ojos entreveía a veces una figura: el rostro obscuro de Cibulka. Levantó finalmente la carta del piso y la releyó, sin parar de estremecerse. ¡Qué bella carta! ¡Qué dulce!

Fue incapaz de contenerse: debía mostrarle la carta a su amiga, que ya era la viuda de Nocar. Le mostró la carta sin hablar.

—¡Mira! —decía la señora de Nocar.

Su rostro evidenciaba gran desconcierto.

—¿Qué harás?

—Yo no sé, Luisa.

—Y bien, tiempo tienes suficiente como para meditar. Discúlpame por decir esto: ya conoces cómo son los hombres y que hay muchos que lo único que quieren es dinero, pero, en última instancia, ¿por qué no podría ser cierto que te ame en serio? ¿Sabes tú qué es lo que voy a hacer? Voy a averiguar bien qué pasa.

La señorita María se quedaba en silencio.

—Cibuika es buen mozo: tiene ojos retintos, mostacho también negro y dientes blancos como azúcar. En una palabra, es muy buen mozo.

Y la señora de Nocar se tendió hacia su amiga y le dio un caluroso abrazo.

La señorita María se puso colorada como una amapola. Pero exactamente a la semana, cuando volvía de misa halló otra carta. Y con estupor en aumento leyó:


Estimada señorita:

No se enoje porque me haya animado a escribirle. Pero ocurre lo siguiente. Me quiero casar y preciso tener una buena dueña de casa; pero no tengo vinculaciones porque mi trabajo no me permite distracciones y estoy convencido de que usted es la mujer indicada. No se enoje, yo soy un buen hombre y no tendrá desilusiones conmigo; tengo suficiente para vivir, conozco mi trabajo y, Dios mediante, usted no pasaría privaciones. Cumplí treinta y un años; usted me conoce a mí y yo la conozco a usted; sé que usted está en buena posición; pero eso no es ningún obstáculo y viene bien. Lo único que quiero agregar es que mi casa no puede andar demasiado sin una dueña, así que no puedo aguardar demasiado, y le suplico tenga a bien responderme cuanto más en quince días, ya que de otro modo tengo que probar en otra dirección. Yo no soy romántico y no conozco lindas palabras, pero sé amar, y hasta dentro de quince días quedo su seguro servidor.

Juan Rechner, grabador.


—Escribe francamente, como persona sencilla —dijo esa tarde la señora de Nocar—. Puedes escoger ahora. ¿Qué vas a hacer?

—¿Qué voy a hacer? —se dijo a sí misma la señorita María, como en un ensueño.

—¿Prefieres a alguno? Con sinceridad, ¿cuál te agrada más?

—Vilém —respondió la señorita María en un susurro, ruborizándose al máximo.

Cibuika se había convertido simplemente en Vilém; Rechner no tenía oportunidad. Así que dispusieron que la señora de Nocar prepararía un borrador de carta para Rechner, y que luego la copiaría la señorita María.

Transcurrida menos de una semana, la señorita María fue otra vez a lo de su amiga, ya que le había llegado otra carta. Su rostro estaba exultante. La carta decía:


Estimada señorita:

Le suplico que no se enoje: todo está bien y yo no hice nada malo. Si me hubiera enterado antes de que había otro pretendiente y que era mi estimado amigo Cibuika, no hubiera abierto la boca; pero él no me había contado y yo no sabía palabra. Lo he puesto al tanto, y me retiro por propia voluntad, ya que él la ama; espero que no se ha de burlar usted de mí porque eso estaría mal y yo también puedo ser feliz en otro lado. Con todo, es una pena, pero no importa y recuerde que quedo su seguro servidor.

Juan Rechner, grabador.


—Bien —le dijo la señora de Nocar—. Terminaron tus problemas.

—¡A Dios gracias!

La señorita María se quedó sola, pero ahora esa soledad le resultaba muy grata. Su imaginación se dirigió al futuro, y era tan fascinante que volvía una y otra vez sobre lo mismo sin hartarse. Y así se integró todo un panorama de su existencia, con una ventura sin término.

Pero al otro día la señora de Nocar halló mal a la señorita María. Yacía en el diván, demudada y con los ojos rojos por haber llorado mucho. La amiga, atemorizada, no pudo decir nada. La señorita María se puso a llorar de nuevo y al rato indicó en silencio la mesa. Allí se encontraba otra carta. La señora de Nocar temió algo muy malo. Así era, la carta era muy grave.


Estimada señorita; de mi mayor consideración:

¿Así que no ha de existir la dicha para mí? El sueño se esfumó, tengo la frente abrasada y mi cabeza gira. Pero no quiero ir más allá en una senda plagada de esperanzas truncas; no me quiero interponer en la senda de mi más caro, de mi mejor amigo. ¡Mi pobre amigo, tanto como yo! Cierto es que aún no ha decidido usted; pero ¿cuál podrá ser esa decisión? Yo sería incapaz de ser feliz contemplando la desesperación de mi querido amigo. Y a pesar de que me ofertara usted el cáliz colmado con todos los placeres de la vida, yo no podría tomarlo. Me he resuelto: renuncio por completo. Solamente le suplicaré algo: que no me recuerde, al menos que no lo haga en son de mofa.

Afectuosamente, Vilém Cibulka.


—¡Qué gracioso! —La señora de Nocar estalló en risas.

La señorita María la contemplaba inquisitivamente, bastante inquieta.

—¡Claro! —La señora de Nocar permaneció meditabunda—. Son personas de gran rectitud, los dos, es evidente. ¡Lo que pasa, mi querida María, es que tú no conoces nada sobre los hombres! Esa rectitud no dura; los hombres súbitamente desechan la rectitud y se ponen a pensar exclusivamente en ellos. Descuida, María: ¡ya se van a decidir! Rechner aparentaba ser un sujeto muy práctico, pero Cibuika... salta a la vista: ¡ese te ama locamente! ¡Es seguro que va a aparecer de nuevo!

Los ojos de la señorita María se pusieron repentinamente soñadores. Confió en lo que le decía su amiga, y ésta confió en la verdad incuestionable de lo que ella misma afirmada. Eran un par de corazones inocentes, tiernos; no se les cruzó una sombra de suspicacia. Posiblemente se hubieran apesadumbrado solamente de imaginar que todo no era más que chiste pesado, de pésimo estilo.

—Tú aguarda. Ya va a aparecer, ¡ya se va a decidir! —la alentó la señora de Nocar cuando se dijeron adiós.

La señorita María aguardó, y sus sueños de antes reaparecieron. Lo cierto es que no le causaron la misma fascinación que entonces; en vez de eso tenían ahora algo triste, pero por eso mismo le parecieron más queridos.

La señorita María aguardó, aguardó... se fueron pasando así los meses.

Algunas veces, en sus habituales caminatas por las murallas, vio a ambos amigos que continuaban juntos. Tal vez cuando ellos le eran indiferentes, no había reparado mayormente en esos encuentros, pero luego le dio la impresión de que ocurrían demasiado asiduamente. —¡Es que te siguen, vas a ver que sí!—, comentaba la señora de Nocar. En los primeros tiempos, la señorita María bajaba la mirada al toparse con ellos. Más adelante se animó a mirarlos. La dejaban pasar en medio de ambos; cada uno la saludaba con gran amabilidad y a continuación clavaban la vista en el piso como si se hubieran apenado súbitamente. ¿Acaso alguna vez percibieron la cándida pregunta impresa en los ojos celestes de la señorita?

De lo que sí estoy totalmente convencido es de que ella nunca se percató de que se mordían los labios para contener la risa.

Transcurrió un año entero.

En el medio, la señora de Nocar vino con extrañas novedades que transmitió, un poco abochornada, a la señorita: que esos dos eran bastante livianos; que todo el mundo los consideraba unos farristas y que iban a terminar malamente. Eso era lo que todos decían. Cada una de estas novedades implicó una crisis nerviosa para la señorita María. ¿Acaso era ella la culpable de eso? La amiga no sabía qué decirle. Y su pudor femenino le impidió a la señorita dar por sí misma un paso decisivo. Pero se quedó con la impresión de que estaba haciendo una cosa inconveniente manteniendo su mutismo. Tras otro mal año, sepultaron a Rechner. Murió de tuberculosis. La señorita María se sentía estremecida. Rechner, tan práctico como la señora de Nocar decía, ¡agotado por la tristeza!

La señora de Nocar recobró el valor y le aseguraba:

—Ya está todo listo. Cibulka va a aguardar un poco y después aparecerá.

Y estrechaba a la señorita María, que se estremecía por la emoción. Y Cibulka no demoró mucho. A los cuatro meses también se encontraba en el cementerio de Kosir. Lo había derribado una pulmonía. Ya hace dieciséis años que ambos yacen en ese lugar.

Por nada del mundo la señorita María se resolvería a ir primera a una tumba que a otra en el Día de los Muertos. Por tal motivo quien decide es una niña inocente de cinco años, y a la sepultura a la que ésta va primero es donde la señorita deja la primera corona.

La señorita ha comprado, a perpetuidad, otra sepultura además de las de Cibulka y Rechner. La gente piensa que la señorita María tiene el capricho de comprar sepulturas sin interés para ella. En esa tercera sepultura yace la señora Magdalena Topfer. Es cierto que era una mujer sabia y que se dicen un montón de cosas de ella. Cuando fue el entierro del señor Veis y la señora Toepfer vio a la esposa del cerero Hirt pasando por encima de la sepultura vecina, auguró que la mujer alumbraría un bebé muerto.

Y así fue. Cuando la señora Toepfer fue de visita a lo de su vecina, la guantera, y la vio limpiando zanahorias, auguró que le nacería un hijo pecoso. Y la hija de la guantera, Marina, tiene los cabellos color ladrillo y tiene tal cantidad de pecas que asusta.

Pero como se ha dicho antes, esa dama tenía sin cuidado a la señorita María. Lo que pasa es que la sepultura de la señora Toepfer está a una distancia casi igual de donde yacen Cibulka y Rechner. Agraviaría la sagacidad de los lectores ponerse a explicar qué motivos tuvo la señorita María para adquirir esa sepultura, donde habrá de soñar su sueño eterno.

Jan Neruda (1834-1891)

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Mensaje por Roana Varela Mar Mayo 03, 2022 10:29 pm

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Gracias por el aporte al foro, no solo los poetas agradecen tu participación, sino tambien los lectores.Saludos
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Mensaje por sabra Lun Ago 07, 2023 6:22 pm

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Interesante y creativo aporte. Buen escrito compartes en este especial espacio.
Cariños.

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