Círculo de semejantes
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Círculo de semejantes
Círculo de semejantes
Despertó con los primeros rayos del sol. Sintió, como cada otoño, el frío olor de las hojas marchitas que pronto caerían. Su primera visión fueron las mariposas revoloteando afuera de su dormitorio... Por un momento se alegró, pero cuando una necesidad de andar, de caminar, sin saber a dónde, lo invadió, la tristeza lo llevó a salir de su guarida.
Sus pasos se escucharon sobre la hojarasca. Poco a poco se descubrió entre la densidad del extenso bosque, huyendo de algún extraviado recuerdo, de algún remordimiento que lo atormentaba sin dejarlo descansar un solo minuto.
Su camino era largo; sólo tenía que encontrar a otros como él: era lo único de lo que estaba seguro. La empresa le parecía imposible de cumplir, pero prosiguió. La luz se colaba entre los las ramas de los viejos árboles e innumerables animales se cruzaban en el sendero, débilmente marcado por años de paseos y caminatas.
Su instinto lo llevó a la orilla de un precipicio. Allí había otros como él, vigilándolo, husmeando los alrededores, como si descubriendo algún secreto allí oculto mitigaran alguna pena. Cuando se percató de la presencia de sus entristecidos semejantes, volvió la cabeza y se dirigió al pequeño grupo.
Se sometió a las reglas de los otros: no hablar, no verse a las caras, sólo dirigirse a cierto sitio, a cierto lugar que no comprendía. Tampoco entendía la sensación de hambre y sed que le invadía el cuerpo, pero los acompañó.
Fueron hasta uno de los claros del bosque. Tenebroso, un vaho de mal olor llenaba el ambiente: los árboles caídos daban al sitio un aire de misterio; pero en los rostros de los que se reunían se reflejaba la más profunda indiferencia. A nada le prestaban interés, mucho menos a los otros que pronto se unirían al círculo de semejantes, si la semejanza puede abarcar la incomunicación.
De pronto algo se apoderó de los reunidos: sus ojos se inyectaron en sangre y sus cuerpos crecieron, aparentemente, ante los ojos de él, que sufría la misma transformación. El dolor que los dominaba era insoportable, y aullidos se esparcieron por el viento; sollozos de angustia y soledad; gritos de tristeza y miedo; pero había algo más: su hambre y su sed, que los orillaron a caminar, juntos, hasta el inicio del bosque. Más allá se encontraba la ciudad, con sus luces de atardecer comenzando a brillar a través de los colores del aire viciado, tan distinto al del bosque. Pero tenían hambre, tenían sed, y debían saciarla; no importaba a qué costo, pero debían hacerlo. Quien se cruzara en su camino caería bajo sus dientes, ávidos de alimento.
Una nube de ellos cayó, al anochecer, sobre la ciudad. Nadie la esperaba. "¡Langostas!, ¡langostas!", gritaban embravecidos los hombres. Sólo se pudo escuchar el constante aleteo, langostas acabando con los plantíos en las afueras de la urbe; vegetal contra hierro, avanzaron hasta los interiores de la metrópoli, y la sangre de los hombres les sirvió para mitigar su sed.
Cientos de ojos lo veían a los suyos, pero él no reparaba en la existencia de los hombres. Sentía ardiendo en su cerebro el nacer de un remordimiento, pero intentaba no prestarle atención. La consigna era avanzar, destruir, comer, beber, saciar el hambre de siglos que encerraba en sus últimas energías. La distancia que separaba su conciencia de la de los hombres era menor, y podía escucharlos gritar y sufrir y llorar y aullar de dolor y de miedo, y de angustia y de soledad. Pronto, una nube negra le invadiría el rostro; lo último que sintió fue su cuerpo caer pesadamente sobre el concreto sucio de alguna banqueta.
Después, el sueño lo dominaba...
Nunca comprendió cómo había llegado hasta la gran ciudad. De hecho, no recordaba nada el otoño siguiente cuando despertó, en su guarida, con las alas nuevamente crecidas y la felicidad a cuestas, en sus ojos, viendo pajarillos de brillantes alas describiendo círculos con su vuelo...
Sólo cuando tuvo necesidad de caminar, de andar sin saber a dónde, cuando algún remordimiento desconocido vino a su mente, volvió a sentir tristeza en su alma de langosta.
Autor: desconocido
Despertó con los primeros rayos del sol. Sintió, como cada otoño, el frío olor de las hojas marchitas que pronto caerían. Su primera visión fueron las mariposas revoloteando afuera de su dormitorio... Por un momento se alegró, pero cuando una necesidad de andar, de caminar, sin saber a dónde, lo invadió, la tristeza lo llevó a salir de su guarida.
Sus pasos se escucharon sobre la hojarasca. Poco a poco se descubrió entre la densidad del extenso bosque, huyendo de algún extraviado recuerdo, de algún remordimiento que lo atormentaba sin dejarlo descansar un solo minuto.
Su camino era largo; sólo tenía que encontrar a otros como él: era lo único de lo que estaba seguro. La empresa le parecía imposible de cumplir, pero prosiguió. La luz se colaba entre los las ramas de los viejos árboles e innumerables animales se cruzaban en el sendero, débilmente marcado por años de paseos y caminatas.
Su instinto lo llevó a la orilla de un precipicio. Allí había otros como él, vigilándolo, husmeando los alrededores, como si descubriendo algún secreto allí oculto mitigaran alguna pena. Cuando se percató de la presencia de sus entristecidos semejantes, volvió la cabeza y se dirigió al pequeño grupo.
Se sometió a las reglas de los otros: no hablar, no verse a las caras, sólo dirigirse a cierto sitio, a cierto lugar que no comprendía. Tampoco entendía la sensación de hambre y sed que le invadía el cuerpo, pero los acompañó.
Fueron hasta uno de los claros del bosque. Tenebroso, un vaho de mal olor llenaba el ambiente: los árboles caídos daban al sitio un aire de misterio; pero en los rostros de los que se reunían se reflejaba la más profunda indiferencia. A nada le prestaban interés, mucho menos a los otros que pronto se unirían al círculo de semejantes, si la semejanza puede abarcar la incomunicación.
De pronto algo se apoderó de los reunidos: sus ojos se inyectaron en sangre y sus cuerpos crecieron, aparentemente, ante los ojos de él, que sufría la misma transformación. El dolor que los dominaba era insoportable, y aullidos se esparcieron por el viento; sollozos de angustia y soledad; gritos de tristeza y miedo; pero había algo más: su hambre y su sed, que los orillaron a caminar, juntos, hasta el inicio del bosque. Más allá se encontraba la ciudad, con sus luces de atardecer comenzando a brillar a través de los colores del aire viciado, tan distinto al del bosque. Pero tenían hambre, tenían sed, y debían saciarla; no importaba a qué costo, pero debían hacerlo. Quien se cruzara en su camino caería bajo sus dientes, ávidos de alimento.
Una nube de ellos cayó, al anochecer, sobre la ciudad. Nadie la esperaba. "¡Langostas!, ¡langostas!", gritaban embravecidos los hombres. Sólo se pudo escuchar el constante aleteo, langostas acabando con los plantíos en las afueras de la urbe; vegetal contra hierro, avanzaron hasta los interiores de la metrópoli, y la sangre de los hombres les sirvió para mitigar su sed.
Cientos de ojos lo veían a los suyos, pero él no reparaba en la existencia de los hombres. Sentía ardiendo en su cerebro el nacer de un remordimiento, pero intentaba no prestarle atención. La consigna era avanzar, destruir, comer, beber, saciar el hambre de siglos que encerraba en sus últimas energías. La distancia que separaba su conciencia de la de los hombres era menor, y podía escucharlos gritar y sufrir y llorar y aullar de dolor y de miedo, y de angustia y de soledad. Pronto, una nube negra le invadiría el rostro; lo último que sintió fue su cuerpo caer pesadamente sobre el concreto sucio de alguna banqueta.
Después, el sueño lo dominaba...
Nunca comprendió cómo había llegado hasta la gran ciudad. De hecho, no recordaba nada el otoño siguiente cuando despertó, en su guarida, con las alas nuevamente crecidas y la felicidad a cuestas, en sus ojos, viendo pajarillos de brillantes alas describiendo círculos con su vuelo...
Sólo cuando tuvo necesidad de caminar, de andar sin saber a dónde, cuando algún remordimiento desconocido vino a su mente, volvió a sentir tristeza en su alma de langosta.
Autor: desconocido
Ruben- Poeta especial
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Armando Lopez- Moderador General
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