El corazón revelador
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EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Cuentos de Grandes Consagrados y Otros :: Edgar Allan Poe
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El corazón revelador
El corazón revelador
de Edgar Allan Poe
(The Tale–Tell Heart, 1843)
ES verdad, soy nervioso, exageradamente nervioso, lo he sido siempre y lo seguiré siendo; pero, ¿por qué decís que estoy loco? La enfermedad ha agudizado mis sentidos, mas no los ha destruido ni embotado. Sobre todo era el oído el que tenía más sensible. He oído cuanto pasaba en el cielo y en la tierra. He oído muchas cosas del infierno. ¿Cómo, entonces, puedo estar loco? ¡Prestad atención! y observad con qué serenidad, con qué calma puedo contaros toda la historia.
Es imposible decir cómo entró la idea por primera vez en mi cerebro; pero una vez concebida, me acosó día y noche. Móvil, no lo había. Pasión, no la sentía. Yo quería al viejo. Nunca me hizo daño. Nunca me insultó. Yo no deseaba su dinero. Creo que era su ojo. ¡Sí, eso era! Su ojo era como el de un buitre –un ojo azul pálido, cubierto por una nube–. Cada vez que me miraba se me helaba la sangre; así que, poco a poco –muy gradualmente–, concebí la idea de quitarle la vida al viejo, librándome de su ojo para siempre.
Ahora viene lo más importante. Vosotros pensáis que estoy loco. Los locos no saben nada de nada. Pero me tendríais que haber visto. Tendríais que haber visto con qué sabiduría procedí –con cuánta cautela, con cuánta precaución–, con qué disimulo llevé a cabo mi obra. Nunca me mostré más amable con el viejo que durante toda la semana que precedió a mi crimen y cada noche, hacia las doce, giraba el picaporte de su puerta y la abría –¡cuán suavemente!–. Y entonces, cuando la había abierto lo suficiente como para que cupiera mi cabeza introducía una linterna sorda, totalmente cerrada, cerrada, de manera que no se filtrara ninguna luz, y entonces asomaba la cabeza. ¡Os hubierais reído al ver la habilidad con que lo hacía! La movía lentamente –muy, muy lentamente–, para no perturbar el sueño del viejo. Tardaba hasta una hora en introducir toda mi cabeza por la rendija, de manera que pudiera verle tendido en su cama. ¿Hubiera un loco actuado con mayor sensatez? Y entonces, con mi cabeza ya dentro de la habitación, abría mi linterna con cuidado –con sumo cuidado–, cuidado (porque los goznes chirriaban). La abría sólo lo justo para que un único y delgado rayo de luz se proyectase sobre el ojo de buitre. Eso lo estuve haciendo durante siete largas noches –siempre a medianoche– pero siempre encontraba cerrado el ojo y me resultaba imposible llevar a cabo mi propósito, porque lo que me molestaba no era el viejo, sino su Maldito Ojo. Y cada mañana, al amanecer, entraba con naturalidad en su cuarto y me ponía a hablarle animosamente llamándole por su nombre, en un tono cordial, y preguntándole cómo había pasado la noche. No me negaréis que tendría que haber sido un viejo extraordinariamente perspicaz para sospechar que todas las noches, justo a las doce, yo me ponía a observarle mientras dormía.
La octava noche fui más cuidadoso que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve más deprisa de lo que se movía mi mano. Nunca hasta aquella noche había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas podía contener mi sensación de triunfo. ¡Pensar que yo estaba allí, abriendo la puerta, poco a poco, y que él era completamente ajeno a mis actos y a mis propósitos! La idea hizo que se me escapara una risita, y puede que se oyera, porque de repente se removió en su cama, sobresaltado. Tal vez penséis que entonces me eché atrás. Nada de eso. Su habitación estaba tan negra como la pez, inmersa en las tinieblas, (pues las contraventanas estaban completamente cerradas por miedo a los ladrones), así que yo sabía que él no podía ver cómo abría la puerta y seguí empujándola cada vez un poco más, un poquito más...
Ya tenía la cabeza dentro y me disponía a abrir la linterna cuando mi dedo pulgar resbaló sobre el cierre y el viejo se incorporó de un salto en su lecho, gritando «¿Quién anda ahí?».
Me quedé completamente inmóvil y callado. Durante una hora no moví un solo músculo ni en todo ese tiempo le oí que volviera a acostarse. Seguía sentado en la cama, al acecho, exactamente como había hecho yo noche tras noche, escuchando los compases de la muerte.
De pronto oí un débil gemido y supe que era un gemido de terror mortal, no un gemido de dolor ni de pesar –oh, no–, sino el sonido sordo y ahogado que se escapa de un alma abrumada por el espanto. Yo conocía muy bien ese sonido. Muchas noches, precisamente a las doce, mientras todo el mundo dormía, irrumpía en mi propio pecho acentuando con su horrísono eco, el terror que me embargaba. Sabía muy bien lo que era aquello, os lo repito. Sabía lo que sentía el viejo y le compadecía, aunque en el fondo de mi corazón me estuviera riendo. Sabía que seguía allí, acostado pero despierto, desde que oyó el primer ruido que le hizo revolverse en la cama. Desde entonces, el miedo le atenazaba por momentos. Había intentado convencerse de que todo eran imaginaciones suyas, pero sin resultado. Se decía a sí mismo: «no es más que el viento que sopla por la chimenea», «es sólo un ratón correreando por el suelo» o «seguramente un grillo que canta". Sí, procuraba calmarse con esas explicaciones, pero era en vano. Completamente en vano, porque la Muerte, cada vez más cercana, acechaba a su víctima envolviéndola con su negra sombra. Y era la siniestra influencia de aquella sombra invisible lo que hacía que sintiera –sin verla ni oírla– que sintiera, digo, la presencia de mi cabeza en su habitación.
Después de haber esperado largo rato, con toda paciencia, sin que le oyera volver a acostarse, me decidí a abrir una pequeña –una pequeñísima– ranura en la linterna. Así lo hice. Ya podéis imaginar con cuánto, con cuantísimo cuidado, hasta que al fin un rayo, un único y pálido rayo, semejante a una telaraña, salió por la ranura y fue a caer justo sobre el ojo de buitre.
El ojo estaba abierto –completamente abierto– y conforme lo miraba, me iba enfureciendo más y más. Podía verlo con entera nitidez, todo él de un azul turbio, cubierto por aquella asquerosa nube que me helaba los huesos hasta la médula; pero no podía ver ni la cara ni el cuerpo del viejo, pues, como por instinto, dirigía el rayo justamente hacia aquel maldito punto.
¿No os he dicho que sin razón alguna juzgáis locura lo que no es sino una mayor agudeza de los sentidos? Entonces, como os digo, llegó hasta mis oídos un rumor grave, sordo, acelerado, como el de un reloj envuelto en algodón. Ese sonido tampoco me era desconocido. Era el latido del corazón del viejo. Eso incrementó mi ira como el redoble del tambor enardece al soldado.
Pero incluso entonces me dominé y permanecí quieto. Apenas respiraba. Sujeté la linterna sin moverla un ápice. Intenté mantener el rayo de luz sobre el ojo. Al mismo tiempo, aumentaba el infernal tamborileo del corazón. Se hacía cada vez más y más rápido, más y más fuerte. El terror del viejo debía ser excepcional. Ese latido se hacía cada vez más fuerte, repito ¡cada vez más fuerte! ¿Os dáis cuenta? Ya os he dicho que soy nervioso; y es la verdad. Pues bien, en aquella hora mortal de la noche, en medio del pavoroso silencio de aquel vetusto caserón, ese ruido tan singular provocó en mí un terror incontrolable. Durante algunos minutos me contuve y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido era cada vez más y más fuerte! Creí que el corazón le iba a estallar. Y entonces, una nueva inquietud se apoderó de mí. ¡Los vecinos iban a oír aquel ruido! ¡La hora del viejo había llegado! Dando un gran alarido, abrí del todo la linterna e irrumpí en la habitación. El viejo lanzó un grito, sólo uno. En un instante, lo tiré al suelo y le eché encima la pesada cama. Sonreí alegremente al ver al fin completada mi obra. Pero durante algunos minutos su corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. No obstante, eso no me inquietó porque el ruido no podía oírse a través de las paredes. Por fin cesó. El viejo estaba muerto. Levanté la cama y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto y bien muerto. Puse mi mano sobre su corazón y la mantuve así por unos minutos. No latía. Estaba bien muerto. Su ojo ya no volvería a atormentarme.
Si seguís creyendo que estoy loco, dejaréis de hacerlo en cuanto os cuente las sabias precauciones que tomé para esconder el cadáver. Avanzaba la noche y trabajé con rapidez, pero en silencio. Para empezar, despedacé el cadáver. Le corté la cabeza, los brazos y las piernas.
Luego, arranqué tres tablas del piso y escondí todo bajo el entarimado. Volví a colocar las tablas con tanta habilidad, con tanta destreza, que ningún ojo humano –ni siquiera el suyo– hubiera sido capaz de percibir nada anormal. Nada había que lavar, ninguna mancha, ningún rastro de sangre ni de nada. En esto puse el mayor cuidado. Un cubo fue suficiente. ¡Ja, ja, ja!
Cuando hube concluido estos menesteres eran las cuatro y todo seguía tan oscuro como a medianoche. Mientras sonaban las cuatro campanadas llamaron a la puerta de la calle. Bajé a abrir con el ánimo tranquilo. ¿Qué podía temer ahora? Entraron tres hombres que se presentaron cortésmente como agentes de policía. Un vecino había oído un grito durante la noche, lo que le hizo sospechar que se había cometido algún acto de violencia. Se informó a la comisaría y ellos (los agentes) tenían orden de practicar un registro.
Sonreí –¿qué podía temer?–. Recibí amablemente a aquellos caballeros. El grito –les dije– lo había lanzado yo en sueños. El viejo –añadí– estaba fuera, de viaje. Acompañé a mis visitantes por toda la casa. Les insté a que buscaran, a que buscaran bien. Por último, les conduje a su alcoba. Les mostré sus pertenencias, seguras, intactas. Llevado por mi entusiasta confianza, coloqué unas sillas en la habitación y les rogué que descansaran allí de sus deberes, mientras yo, con la desbordada audacia de mi triunfo absoluto, colocaba mi propia silla sobre el punto exacto bajo el que yacía el cadáver de la víctima.
Los agentes estaban satisfechos. Mi actitud les había convencido. Yo me encontraba especialmente a gusto. Se sentaron y hablaron de cosas corrientes, a las que yo respondía jovialmente. Pero al poco rato me di cuenta de que me estaba poniendo pálido y empecé a desear que se marcharan. Me dolía la cabeza y tenía la impresión de que me zumbaban los oídos; pero ellos continuaban sentados y hablando. El zumbido se hizo más perceptible. Continuaba y se hacía más perceptible; hablé muy deprisa para librarme de aquella sensación pero el zumbido persistía y se hacía cada vez más nítido, hasta que al fin me di cuenta de que aquel ruido no venía de mis oídos.
Sin duda, me puse entonces muy pálido; pero seguí hablando con mayor fluidez y en un tono más alto. No obstante, el ruido no dejaba de aumentar. ¿Qué podía hacer yo? Era un sonido grave, sordo, acelerado, parecido al de un reloj envuelto en algodón. Yo respiraba con dificultad y, sin embargo, los policías no oyeron nada. Hablé más deprisa, con más vehemencia, pero el ruido aumentaba sin cesar. Me puse en pie y hablé de cosas sin importancia, en voz alta y gesticulando violentamente, pero el ruido aumentaba sin cesar. ¿Por qué no se querían marchar? Deambulé de un lado a otro, pisando fuertemente el suelo, como si sus comentarios me irritaran, pero el ruido aumentaba sin cesar. ¡Oh Dios! ¿Qué podía hacer yo? ¡Rabié, maldije, juré! Movía la silla en la que estaba sentado, raspando con ella el entarimado, pero el ruido lo dominaba todo y aumentaba sin cesar. ¡Cada vez sonaba más fuerte, más fuerte, más fuerte! Y aquellos hombres seguían hablando y sonriendo amablemente. ¿Cómo era posible que no lo oyeran? ¡Oh Dios Todopoderoso! ¡No, no! ¡Lo oían! ¡Sospechaban! ¡Lo sabían! ¡Se estaban divirtiendo con mi terror! Eso es lo que yo creía y sigo creyendo. ¡Pero cualquier cosa era mejor que aquella agonía! ¡Cualquier cosa era más tolerable que aquel escarnio! No podía soportar por más tiempo sus hipócritas sonrisas. Sentí que tenía que gritar o morir y entonces, ¡otra vez! ¡escuchad! ¡más fuerte! ¡más fuerte! ¡más fuerte!
–¡Miserables! –exclamé–, ¡no disimuléis más! ¡Confieso mi crimen! ¡Aquí, aquí, ¡levantad las tablas!, ¡aquí, aquí! ¿Es el latido de su asqueroso corazón?
de Edgar Allan Poe
(The Tale–Tell Heart, 1843)
ES verdad, soy nervioso, exageradamente nervioso, lo he sido siempre y lo seguiré siendo; pero, ¿por qué decís que estoy loco? La enfermedad ha agudizado mis sentidos, mas no los ha destruido ni embotado. Sobre todo era el oído el que tenía más sensible. He oído cuanto pasaba en el cielo y en la tierra. He oído muchas cosas del infierno. ¿Cómo, entonces, puedo estar loco? ¡Prestad atención! y observad con qué serenidad, con qué calma puedo contaros toda la historia.
Es imposible decir cómo entró la idea por primera vez en mi cerebro; pero una vez concebida, me acosó día y noche. Móvil, no lo había. Pasión, no la sentía. Yo quería al viejo. Nunca me hizo daño. Nunca me insultó. Yo no deseaba su dinero. Creo que era su ojo. ¡Sí, eso era! Su ojo era como el de un buitre –un ojo azul pálido, cubierto por una nube–. Cada vez que me miraba se me helaba la sangre; así que, poco a poco –muy gradualmente–, concebí la idea de quitarle la vida al viejo, librándome de su ojo para siempre.
Ahora viene lo más importante. Vosotros pensáis que estoy loco. Los locos no saben nada de nada. Pero me tendríais que haber visto. Tendríais que haber visto con qué sabiduría procedí –con cuánta cautela, con cuánta precaución–, con qué disimulo llevé a cabo mi obra. Nunca me mostré más amable con el viejo que durante toda la semana que precedió a mi crimen y cada noche, hacia las doce, giraba el picaporte de su puerta y la abría –¡cuán suavemente!–. Y entonces, cuando la había abierto lo suficiente como para que cupiera mi cabeza introducía una linterna sorda, totalmente cerrada, cerrada, de manera que no se filtrara ninguna luz, y entonces asomaba la cabeza. ¡Os hubierais reído al ver la habilidad con que lo hacía! La movía lentamente –muy, muy lentamente–, para no perturbar el sueño del viejo. Tardaba hasta una hora en introducir toda mi cabeza por la rendija, de manera que pudiera verle tendido en su cama. ¿Hubiera un loco actuado con mayor sensatez? Y entonces, con mi cabeza ya dentro de la habitación, abría mi linterna con cuidado –con sumo cuidado–, cuidado (porque los goznes chirriaban). La abría sólo lo justo para que un único y delgado rayo de luz se proyectase sobre el ojo de buitre. Eso lo estuve haciendo durante siete largas noches –siempre a medianoche– pero siempre encontraba cerrado el ojo y me resultaba imposible llevar a cabo mi propósito, porque lo que me molestaba no era el viejo, sino su Maldito Ojo. Y cada mañana, al amanecer, entraba con naturalidad en su cuarto y me ponía a hablarle animosamente llamándole por su nombre, en un tono cordial, y preguntándole cómo había pasado la noche. No me negaréis que tendría que haber sido un viejo extraordinariamente perspicaz para sospechar que todas las noches, justo a las doce, yo me ponía a observarle mientras dormía.
La octava noche fui más cuidadoso que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve más deprisa de lo que se movía mi mano. Nunca hasta aquella noche había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas podía contener mi sensación de triunfo. ¡Pensar que yo estaba allí, abriendo la puerta, poco a poco, y que él era completamente ajeno a mis actos y a mis propósitos! La idea hizo que se me escapara una risita, y puede que se oyera, porque de repente se removió en su cama, sobresaltado. Tal vez penséis que entonces me eché atrás. Nada de eso. Su habitación estaba tan negra como la pez, inmersa en las tinieblas, (pues las contraventanas estaban completamente cerradas por miedo a los ladrones), así que yo sabía que él no podía ver cómo abría la puerta y seguí empujándola cada vez un poco más, un poquito más...
Ya tenía la cabeza dentro y me disponía a abrir la linterna cuando mi dedo pulgar resbaló sobre el cierre y el viejo se incorporó de un salto en su lecho, gritando «¿Quién anda ahí?».
Me quedé completamente inmóvil y callado. Durante una hora no moví un solo músculo ni en todo ese tiempo le oí que volviera a acostarse. Seguía sentado en la cama, al acecho, exactamente como había hecho yo noche tras noche, escuchando los compases de la muerte.
De pronto oí un débil gemido y supe que era un gemido de terror mortal, no un gemido de dolor ni de pesar –oh, no–, sino el sonido sordo y ahogado que se escapa de un alma abrumada por el espanto. Yo conocía muy bien ese sonido. Muchas noches, precisamente a las doce, mientras todo el mundo dormía, irrumpía en mi propio pecho acentuando con su horrísono eco, el terror que me embargaba. Sabía muy bien lo que era aquello, os lo repito. Sabía lo que sentía el viejo y le compadecía, aunque en el fondo de mi corazón me estuviera riendo. Sabía que seguía allí, acostado pero despierto, desde que oyó el primer ruido que le hizo revolverse en la cama. Desde entonces, el miedo le atenazaba por momentos. Había intentado convencerse de que todo eran imaginaciones suyas, pero sin resultado. Se decía a sí mismo: «no es más que el viento que sopla por la chimenea», «es sólo un ratón correreando por el suelo» o «seguramente un grillo que canta". Sí, procuraba calmarse con esas explicaciones, pero era en vano. Completamente en vano, porque la Muerte, cada vez más cercana, acechaba a su víctima envolviéndola con su negra sombra. Y era la siniestra influencia de aquella sombra invisible lo que hacía que sintiera –sin verla ni oírla– que sintiera, digo, la presencia de mi cabeza en su habitación.
Después de haber esperado largo rato, con toda paciencia, sin que le oyera volver a acostarse, me decidí a abrir una pequeña –una pequeñísima– ranura en la linterna. Así lo hice. Ya podéis imaginar con cuánto, con cuantísimo cuidado, hasta que al fin un rayo, un único y pálido rayo, semejante a una telaraña, salió por la ranura y fue a caer justo sobre el ojo de buitre.
El ojo estaba abierto –completamente abierto– y conforme lo miraba, me iba enfureciendo más y más. Podía verlo con entera nitidez, todo él de un azul turbio, cubierto por aquella asquerosa nube que me helaba los huesos hasta la médula; pero no podía ver ni la cara ni el cuerpo del viejo, pues, como por instinto, dirigía el rayo justamente hacia aquel maldito punto.
¿No os he dicho que sin razón alguna juzgáis locura lo que no es sino una mayor agudeza de los sentidos? Entonces, como os digo, llegó hasta mis oídos un rumor grave, sordo, acelerado, como el de un reloj envuelto en algodón. Ese sonido tampoco me era desconocido. Era el latido del corazón del viejo. Eso incrementó mi ira como el redoble del tambor enardece al soldado.
Pero incluso entonces me dominé y permanecí quieto. Apenas respiraba. Sujeté la linterna sin moverla un ápice. Intenté mantener el rayo de luz sobre el ojo. Al mismo tiempo, aumentaba el infernal tamborileo del corazón. Se hacía cada vez más y más rápido, más y más fuerte. El terror del viejo debía ser excepcional. Ese latido se hacía cada vez más fuerte, repito ¡cada vez más fuerte! ¿Os dáis cuenta? Ya os he dicho que soy nervioso; y es la verdad. Pues bien, en aquella hora mortal de la noche, en medio del pavoroso silencio de aquel vetusto caserón, ese ruido tan singular provocó en mí un terror incontrolable. Durante algunos minutos me contuve y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido era cada vez más y más fuerte! Creí que el corazón le iba a estallar. Y entonces, una nueva inquietud se apoderó de mí. ¡Los vecinos iban a oír aquel ruido! ¡La hora del viejo había llegado! Dando un gran alarido, abrí del todo la linterna e irrumpí en la habitación. El viejo lanzó un grito, sólo uno. En un instante, lo tiré al suelo y le eché encima la pesada cama. Sonreí alegremente al ver al fin completada mi obra. Pero durante algunos minutos su corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. No obstante, eso no me inquietó porque el ruido no podía oírse a través de las paredes. Por fin cesó. El viejo estaba muerto. Levanté la cama y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto y bien muerto. Puse mi mano sobre su corazón y la mantuve así por unos minutos. No latía. Estaba bien muerto. Su ojo ya no volvería a atormentarme.
Si seguís creyendo que estoy loco, dejaréis de hacerlo en cuanto os cuente las sabias precauciones que tomé para esconder el cadáver. Avanzaba la noche y trabajé con rapidez, pero en silencio. Para empezar, despedacé el cadáver. Le corté la cabeza, los brazos y las piernas.
Luego, arranqué tres tablas del piso y escondí todo bajo el entarimado. Volví a colocar las tablas con tanta habilidad, con tanta destreza, que ningún ojo humano –ni siquiera el suyo– hubiera sido capaz de percibir nada anormal. Nada había que lavar, ninguna mancha, ningún rastro de sangre ni de nada. En esto puse el mayor cuidado. Un cubo fue suficiente. ¡Ja, ja, ja!
Cuando hube concluido estos menesteres eran las cuatro y todo seguía tan oscuro como a medianoche. Mientras sonaban las cuatro campanadas llamaron a la puerta de la calle. Bajé a abrir con el ánimo tranquilo. ¿Qué podía temer ahora? Entraron tres hombres que se presentaron cortésmente como agentes de policía. Un vecino había oído un grito durante la noche, lo que le hizo sospechar que se había cometido algún acto de violencia. Se informó a la comisaría y ellos (los agentes) tenían orden de practicar un registro.
Sonreí –¿qué podía temer?–. Recibí amablemente a aquellos caballeros. El grito –les dije– lo había lanzado yo en sueños. El viejo –añadí– estaba fuera, de viaje. Acompañé a mis visitantes por toda la casa. Les insté a que buscaran, a que buscaran bien. Por último, les conduje a su alcoba. Les mostré sus pertenencias, seguras, intactas. Llevado por mi entusiasta confianza, coloqué unas sillas en la habitación y les rogué que descansaran allí de sus deberes, mientras yo, con la desbordada audacia de mi triunfo absoluto, colocaba mi propia silla sobre el punto exacto bajo el que yacía el cadáver de la víctima.
Los agentes estaban satisfechos. Mi actitud les había convencido. Yo me encontraba especialmente a gusto. Se sentaron y hablaron de cosas corrientes, a las que yo respondía jovialmente. Pero al poco rato me di cuenta de que me estaba poniendo pálido y empecé a desear que se marcharan. Me dolía la cabeza y tenía la impresión de que me zumbaban los oídos; pero ellos continuaban sentados y hablando. El zumbido se hizo más perceptible. Continuaba y se hacía más perceptible; hablé muy deprisa para librarme de aquella sensación pero el zumbido persistía y se hacía cada vez más nítido, hasta que al fin me di cuenta de que aquel ruido no venía de mis oídos.
Sin duda, me puse entonces muy pálido; pero seguí hablando con mayor fluidez y en un tono más alto. No obstante, el ruido no dejaba de aumentar. ¿Qué podía hacer yo? Era un sonido grave, sordo, acelerado, parecido al de un reloj envuelto en algodón. Yo respiraba con dificultad y, sin embargo, los policías no oyeron nada. Hablé más deprisa, con más vehemencia, pero el ruido aumentaba sin cesar. Me puse en pie y hablé de cosas sin importancia, en voz alta y gesticulando violentamente, pero el ruido aumentaba sin cesar. ¿Por qué no se querían marchar? Deambulé de un lado a otro, pisando fuertemente el suelo, como si sus comentarios me irritaran, pero el ruido aumentaba sin cesar. ¡Oh Dios! ¿Qué podía hacer yo? ¡Rabié, maldije, juré! Movía la silla en la que estaba sentado, raspando con ella el entarimado, pero el ruido lo dominaba todo y aumentaba sin cesar. ¡Cada vez sonaba más fuerte, más fuerte, más fuerte! Y aquellos hombres seguían hablando y sonriendo amablemente. ¿Cómo era posible que no lo oyeran? ¡Oh Dios Todopoderoso! ¡No, no! ¡Lo oían! ¡Sospechaban! ¡Lo sabían! ¡Se estaban divirtiendo con mi terror! Eso es lo que yo creía y sigo creyendo. ¡Pero cualquier cosa era mejor que aquella agonía! ¡Cualquier cosa era más tolerable que aquel escarnio! No podía soportar por más tiempo sus hipócritas sonrisas. Sentí que tenía que gritar o morir y entonces, ¡otra vez! ¡escuchad! ¡más fuerte! ¡más fuerte! ¡más fuerte!
–¡Miserables! –exclamé–, ¡no disimuléis más! ¡Confieso mi crimen! ¡Aquí, aquí, ¡levantad las tablas!, ¡aquí, aquí! ¿Es el latido de su asqueroso corazón?
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