Elegía a mi perro y a mí
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Elegía a mi perro y a mí
Elegía a mi perro y a mí
Los perros mueren antes que los hombres.
¿Por qué?, le preguntaba.
Él quería decírmelo,
pero tenía el alma amordazada.
Sobre mi sombra negra:
era mi sombra blanca.
Sus dedos, grises como
guijarros blandos, daban
a sus pisadas breve
tenuidad de hojarasca.
Últimamente, me asustaba el sueño
de mi perro, ni insectos ni pisadas
le cortaban el sueño.
Yo le llamaba.
Entreabría sus párpados, pesados
ya como lápidas,
y mostraba sus ojos, exhaustos de preguntas
a la mano en caricia o a la tralla.
Cuánto frío de arcano en la pregunta
de su hocico en mi carne descuidada.
(Era el escalofrío de no tener respuesta
ni para dar a un perro, sobre nada).
Qué salto cruel el suyo
desde la viva gracia
hasta la pestilencia de una muerte
inmunda —perro muerto— ya en palabra.
Y qué abdicación mía.
Desde el trono en sus ojos que soñaban
sangre de Dios mi deleznable lodo,
retorno al fin a mi insignificancia.
Yo era apenas el sueño de mi perro
—perro sin amo ya—. Y amo de nada.
Pedro Lezcano
Los perros mueren antes que los hombres.
¿Por qué?, le preguntaba.
Él quería decírmelo,
pero tenía el alma amordazada.
Sobre mi sombra negra:
era mi sombra blanca.
Sus dedos, grises como
guijarros blandos, daban
a sus pisadas breve
tenuidad de hojarasca.
Últimamente, me asustaba el sueño
de mi perro, ni insectos ni pisadas
le cortaban el sueño.
Yo le llamaba.
Entreabría sus párpados, pesados
ya como lápidas,
y mostraba sus ojos, exhaustos de preguntas
a la mano en caricia o a la tralla.
Cuánto frío de arcano en la pregunta
de su hocico en mi carne descuidada.
(Era el escalofrío de no tener respuesta
ni para dar a un perro, sobre nada).
Qué salto cruel el suyo
desde la viva gracia
hasta la pestilencia de una muerte
inmunda —perro muerto— ya en palabra.
Y qué abdicación mía.
Desde el trono en sus ojos que soñaban
sangre de Dios mi deleznable lodo,
retorno al fin a mi insignificancia.
Yo era apenas el sueño de mi perro
—perro sin amo ya—. Y amo de nada.
Pedro Lezcano
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