Otra Navidad.
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EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Biblioteca Virtual-Cultura General :: Poemas y Cuentos de Navidad
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Otra Navidad.
Otra Navidad.
Los dos eran jóvenes. Él trabajaba en su país de origen como obrero artesano, aunque aquí estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de poder llevar un jornal a casa, con el que mantenerse ambos.
Ella no trabajaba en esos momentos, porque su avanzado embarazo no se lo permitía, pero había estado haciéndolo hasta sólo unos días antes, pidiendo por caridad una limosna en alguna esquina, y vendiendo pañuelos de papel en los cruces de los semáforos.
Llegaron aquí hace unos meses, emigrando desde su tierra, después de sortear mil y un inconvenientes, trabas y barreras en las fronteras por las que atravesaron, hasta lograr a duras penas, instalarse en una ciudad escogida al azar.
No hallaron posada donde cobijarse en las noches de intenso frío y heladas; nadie les daba alojamiento; eran extranjeros venidos desde un país muy lejano.
Así estuvieron errando por la ciudad; ella preñada y él tiritando, hasta que alguien los vio, se compadeció y les dijo:
- “Veniros conmigo, que os daré alojamiento en un sitio humilde, pero bajo un techo”
Y los llevó un poblado de chabolas a las afueras de esa gran ciudad, donde él vivía, y en el que toda cosa o casa que se pareciera en algo a un hogar, estaba hecha con maderas atadas con alambres, plásticos, cartones y restos de otros materiales buscados en los cercanos vertederos de basuras. Sobre un viejo y mugriento colchón dormían.
El frío era intenso, y a pesar de ello, hasta el día antes del parto ella y su marido habían estado buscando algún trabajo más digno para subsistir: pero nada encontraron, a parte de la venta de los pañuelos.
Vagaron por el centro de la ciudad, toda ella engalanada con árboles de Navidad, guirnaldas de alegres tonalidades, mensajes de paz, amor y bienestar, alegres y parpadeantes luces de bellos colores en hermosos y llamativos escaparates de los grandes almacenes, rebosantes de dulces navideños y suculentas comidas; langostas, cordero, multitud de carnes, pescados, mariscos, y preciados regalos; joyas, relojes de oro, abrigos de pieles, confortables ropas y toda una gama de artículos que a veces sobran a la gente de un mundo rico, derrochador y consumista.
Pasaron de la alegría a la tristeza cuando abandonaron el bullicioso mundo del centro y se fueron a su “confortable hogar” del extrarradio urbano.
Allí le sobrevino a la mujer el parto en esa noche navideña que ellos no celebraban por ser de otra confesión religiosa a la nuestra.
No tenían adonde ir, ni a quién recurrir en demanda de ayuda y atención para asistir el nacimiento de aquél pobre niño que venía al mundo en esa noche tan fría.
Sólo estuvieron presentes los vecinos y vecinas de al lado, que fueron alertados por alguien que apareció por allí en esos momentos anunciando que venía al mundo un nuevo niño, y por los gritos de la joven madre.
Después, acudió más gente humilde a ver al niño recién nacido.
Cuando el hijo hubo venido al mundo, la pobre parturienta lo lavó con la ayuda de unas mujeres que llevaron un poco de agua caliente, y después de vestirlo con algunos trapos que pillaron más a mano, y que hicieron de improvisados pañales, lo pusieron en una cuna hecha con los trozos de un cajón de madera, en cuyo fondo echaron algo de paja traída de un pesebre cercano sobre la que colocaron una humilde sábana donde depositaron al niño, tapándolo para protegerlo del frío de la noche.
Un vecino de chabola que buscaba cartones con un borriquillo, llevó una buena carga de leña para que hicieran un fuego con el que calentar la choza, a la madre y al niño, y para hervir la leche ordeñada a la vaca de otro de los habitantes del poblado, que la llevó allí prestada para que tuvieran alimento durante los días posteriores al parto.
Unos hombre justos y honorables que parecían ser los más viejos de aquél lugar, comprendieron la pobreza de aquellos padres, y compadecidos, en unas cajas de cartón, reunieron algunos presentes y regalos; pan caliente, aceite, algo de vino, un pollo, miel, una caja de mantecados y otras viandas, así como un bote de perfume para el niño, y humildes ropas que llevaron hasta la chabola.
En esos momentos en que los hombres dentro del refugio le ofrecían a la pareja y al niño los obsequios, atravesando veloz el universo de la gran ciudad, se desprendió un meteorito de larga y luminosa cola blanca que en la oscuridad de la noche, desde el Oriente al Occidente cruzó el cielo como una estrella fugaz; el padre, inclinado miraba a la esposa y al hijo con la visión borrosa por las lágrimas, mientras que la madre, con el niño en los brazos, y como era costumbre en su tierra, al ver correr a la estrella pidió un deseo: trabajo para ellos, y salud para su niño.
EL LOCO DEL CERRO
Los dos eran jóvenes. Él trabajaba en su país de origen como obrero artesano, aunque aquí estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de poder llevar un jornal a casa, con el que mantenerse ambos.
Ella no trabajaba en esos momentos, porque su avanzado embarazo no se lo permitía, pero había estado haciéndolo hasta sólo unos días antes, pidiendo por caridad una limosna en alguna esquina, y vendiendo pañuelos de papel en los cruces de los semáforos.
Llegaron aquí hace unos meses, emigrando desde su tierra, después de sortear mil y un inconvenientes, trabas y barreras en las fronteras por las que atravesaron, hasta lograr a duras penas, instalarse en una ciudad escogida al azar.
No hallaron posada donde cobijarse en las noches de intenso frío y heladas; nadie les daba alojamiento; eran extranjeros venidos desde un país muy lejano.
Así estuvieron errando por la ciudad; ella preñada y él tiritando, hasta que alguien los vio, se compadeció y les dijo:
- “Veniros conmigo, que os daré alojamiento en un sitio humilde, pero bajo un techo”
Y los llevó un poblado de chabolas a las afueras de esa gran ciudad, donde él vivía, y en el que toda cosa o casa que se pareciera en algo a un hogar, estaba hecha con maderas atadas con alambres, plásticos, cartones y restos de otros materiales buscados en los cercanos vertederos de basuras. Sobre un viejo y mugriento colchón dormían.
El frío era intenso, y a pesar de ello, hasta el día antes del parto ella y su marido habían estado buscando algún trabajo más digno para subsistir: pero nada encontraron, a parte de la venta de los pañuelos.
Vagaron por el centro de la ciudad, toda ella engalanada con árboles de Navidad, guirnaldas de alegres tonalidades, mensajes de paz, amor y bienestar, alegres y parpadeantes luces de bellos colores en hermosos y llamativos escaparates de los grandes almacenes, rebosantes de dulces navideños y suculentas comidas; langostas, cordero, multitud de carnes, pescados, mariscos, y preciados regalos; joyas, relojes de oro, abrigos de pieles, confortables ropas y toda una gama de artículos que a veces sobran a la gente de un mundo rico, derrochador y consumista.
Pasaron de la alegría a la tristeza cuando abandonaron el bullicioso mundo del centro y se fueron a su “confortable hogar” del extrarradio urbano.
Allí le sobrevino a la mujer el parto en esa noche navideña que ellos no celebraban por ser de otra confesión religiosa a la nuestra.
No tenían adonde ir, ni a quién recurrir en demanda de ayuda y atención para asistir el nacimiento de aquél pobre niño que venía al mundo en esa noche tan fría.
Sólo estuvieron presentes los vecinos y vecinas de al lado, que fueron alertados por alguien que apareció por allí en esos momentos anunciando que venía al mundo un nuevo niño, y por los gritos de la joven madre.
Después, acudió más gente humilde a ver al niño recién nacido.
Cuando el hijo hubo venido al mundo, la pobre parturienta lo lavó con la ayuda de unas mujeres que llevaron un poco de agua caliente, y después de vestirlo con algunos trapos que pillaron más a mano, y que hicieron de improvisados pañales, lo pusieron en una cuna hecha con los trozos de un cajón de madera, en cuyo fondo echaron algo de paja traída de un pesebre cercano sobre la que colocaron una humilde sábana donde depositaron al niño, tapándolo para protegerlo del frío de la noche.
Un vecino de chabola que buscaba cartones con un borriquillo, llevó una buena carga de leña para que hicieran un fuego con el que calentar la choza, a la madre y al niño, y para hervir la leche ordeñada a la vaca de otro de los habitantes del poblado, que la llevó allí prestada para que tuvieran alimento durante los días posteriores al parto.
Unos hombre justos y honorables que parecían ser los más viejos de aquél lugar, comprendieron la pobreza de aquellos padres, y compadecidos, en unas cajas de cartón, reunieron algunos presentes y regalos; pan caliente, aceite, algo de vino, un pollo, miel, una caja de mantecados y otras viandas, así como un bote de perfume para el niño, y humildes ropas que llevaron hasta la chabola.
En esos momentos en que los hombres dentro del refugio le ofrecían a la pareja y al niño los obsequios, atravesando veloz el universo de la gran ciudad, se desprendió un meteorito de larga y luminosa cola blanca que en la oscuridad de la noche, desde el Oriente al Occidente cruzó el cielo como una estrella fugaz; el padre, inclinado miraba a la esposa y al hijo con la visión borrosa por las lágrimas, mientras que la madre, con el niño en los brazos, y como era costumbre en su tierra, al ver correr a la estrella pidió un deseo: trabajo para ellos, y salud para su niño.
EL LOCO DEL CERRO
Estrella- Cantidad de envíos : 2057
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Juraría que toco el piano cuando escribo poesía lo curioso es... que no sé tocar el piano. Eurídice Canova
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