MEMORIAS DE UNA PULGA - CAPÍTULO III
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EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Poemas Eróticos - Sensuales :: Ensayos y Clásicos del Erotismo
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MEMORIAS DE UNA PULGA - CAPÍTULO III
MEMORIAS DE UNA PULGA - CAPÍTULO III
NO CREO QUE EN NINGUNA OTRA OCASIÓN haya tenido que sonrojarme con mayor motivo que en esta oportunidad. Y es que hasta una pulga tenía que sentirse avergonzada ante la proterva visión de lo que acabo de dejar registrado. Una muchacha tan joven, de apariencia tan inocente, y sin embargo, de inclinaciones y deseos tan lascivos. Una persona de frescura y belleza infinitas; una mente de llameante sensualidad convertida por el accidental curso de los acontecimientos en un activo volcán de lujuria. Muy bien hubiera podido exclamar con el poeta de la antigüedad: ‘¡Oh, Moisés!", o como el más práctico descendiente del patriarca: "¡Por las barbas del profeta!" No es necesario hablar del cambio que se produjo en Bella después de las experiencias relatadas. Eran del todo evidentes en su porte y su conducta. Lo que pasó con su juvenil amante, lamas me he preocupado por averiguarlo, pero me inclino a creer que el padre Ambrosio no permanecía al margen de esos gustos irregulares que tan ampliamente le han sido atribuidos a su orden, y que también el muchacho se vio inducido poco a poco, al igual que su joven amiga, a darle satisfacción a los insensatos deseos del sacerdote. Pero volvamos a mis observaciones directas en lo que concierne a la linda Bella. Si bien a una pulga no le es posible sonrojarse, sí puede observar, y me impuse la obligación de encomendar a la pluma y a la tinta la descripción de todos los pasajes amatorios que consideré pudieran tener interés para los buscadores de la verdad. Podemos escribir —por lo menos puede hacerlo esta pulga, pues de otro modo estas páginas no estarían bajo los ojos del lector— y eso basta. Transcurrieron varios días antes de que Bella encontrara la oportunidad de volver a visitar a su clerical admirador, pero al fin se presentó la ocasión, y ni qué decir tiene que ella la aprovechó de inmediato. Había encontrado el medio de hacerle saber a Ambrosio que se proponía visitarlo, y en consecuencia el astuto individuo pudo disponer de antemano las cosas para recibir a su linda huésped como la vez anterior. Tan pronto como Bella se encontró a solas con su seductor se arrojó en sus brazos, y apresando su gran humanidad contra su frágil cuerpo le prodigó las más tiernas caricias. Ambrosio no se hizo rogar para devolver todo el calor de su abrazo, y así sucedió que la pareja se encontró de inmediato entregada a un intercambio de cálidos besos, y reclinada, cara a cara, sobre el cofre acojinado a que aludimos anteriormente. Pero Bella no iba a conformarse con besos solamente; deseaba algo más sólido, por experiencia sabía que el padre podía proporcionárselo. Ambrosio no estaba menos excitado. Su sangre afluía rápidamente, sus negros ojos llameaban por efecto de una lujuria incontrolable, y la protuberancia que podía observarse en su hábito denunciaba a las claras el estado de sus sentidos. Bella advirtió la situación: ni sus miradas ansiosas, ni su evidente erección, que el padre no se preocupaba por disimular, podían escapársele. Pero pensó en avivar mayormente su deseo, antes que en apaciguarlo. Sin embargo, pronto demostró Ambrosio que no requería incentivos mayores, y deliberadamente exhibió su arma, bárbaramente dilatada en forma tal, que su sola vista despertó deseos frenéticos en Bella. En cualquiera otra ocasión Ambrosio hubiera sido mucho más prudente en darse gusto, pero en esta oportunidad sus alborotados sentidos habían superado su capacidad de controlar el deseo de regodearse lo antes posible en los juveniles encantos que se le ofrecían. Estaba ya sobre su cuerpo. Su gran humanidad cubría por completo el cuerpo de ella. Su miembro en erección se clavaba en el vientre de Bella, cuyas ropas estaban recogidas hasta la cintura. Con una mano temblorosa llegó Ambrosio al centro de la hendidura objeto de su deseo; ansiosamente llevó la punta caliente y carmesí hacia los abiertos y húmedos labios. Empujó, luchó por entrar.., y lo consiguió. La inmensa máquina entró con paso lento pero firme. La cabeza y parte del miembro ya estaban dentro. Unas cuantas firmes y decididas embestidas completaron la conjunción, y Bella recibió en toda su longitud el inmenso y excitado miembro de Ambrosio. El estuprador yacía jadeante sobre ella, en completa posesión de sus más íntimos encantos. Bella, dentro de cuyo vientre se había acomodado aquella vigorosa masa, sentía al máximo los efectos del intruso, cálido y palpitante. Entretanto Ambrosio había comenzado a moverse hacia atrás y hacia adelante. Bella trenzó sus blancos brazos en torno a su cuello, y enroscó sus lindas piernas enfundadas en seda sobre sus espaldas, presa de la mayor lujuria. —¡Qué delicia! —murmuró Bella, besando arrolladoramente sus gruesos labios—. Empujad más.., todavía más. ¡Oh, cómo me forzáis a abrirme, y cuán largo es! ¡Cuán cálido. cuan.., oh... oh! Y soltó un chorro de su almacén, en respuesta a las embestidas del hombre, al mismo tiempo que su cabeza caía hacia atrás y su boca se abría en el espasmo del coito. El sacerdote se contuvo e hizo una breve pausa. Los latidos de su enorme miembro anunciaban suficientemente el estado en que el mismo se encontraba, y quería prolongar su placer hasta el máximo. Bella comprimió el terrible dardo introducido hasta lo más intimo de su persona, y sintió crecer y endurecerse todavía más, en tanto que su enrojecida cabeza presionaba su juvenil matriz. Casi inmediatamente después su pesado amante, incapaz de controlarse por más tiempo, sucumbió a la intensidad de las sensaciones, y dejó escapar el torrente de su viscoso líquido. —¡Oh, viene de vos! —gritó la excitada muchacha—. Lo siento a chorros. ¡Oh, dadme ....... más! ¡Derramadlo en mi interior.., empujad más, no me compadezcáis. . .! ¡Oh, otro chorro! ¡Empujad! -Desgarradme si queréis, pero dadme toda vuestra leche! Antes hablé de la cantidad de semen que el padre Ambrosio era capaz de derramar, pero en esta ocasión se excedió a sí mismo. Había estado almacenado por espacio de una semana, y Bella recibía en aquellos momentos una corriente tan tremenda, que aquella descarga parecía más bien emitida por una jeringa, que la eyaculación de los órganos genitales de un hombre. Al fin Ambrosio desmontó de su cabalgadura, y cuando Bella se puso de pie nuevamente sintió deslizarse una corriente de líquido pegajoso que descendía por sus rollizos muslos. Apenas se había separado el padre Ambrosio cuando se abrió la puerta que conducía a la iglesia, y aparecieron en el portal otros dos sacerdotes. El disimulo resultaba imposible. —Ambrosio —exclamó el de más edad de los dos, un hombre que andaría entre los treinta y los cuarenta años—. Esto va en contra de las normas y privilegios de nuestra orden, que disponen que toda clase de juegos han de practicarse en común. —Tomadla entonces —refunfuñó el aludido—. Todavía no es demasiado tarde. Iba a comunicaros lo que había conseguido cuando... —. . . cuando la deliciosa tentación de esta rosa fue demasiado fuerte para ti, amigo nuestro —interrumpió el otro, apoderándose de la atónita Bella al tiempo que hablaba, e introduciendo su enorme mano debajo de sus vestimentas para tentar los suaves muslos de ella. —Lo he visto todo al través del ojo de la cerradura —susurró el bruto a su oído—. No tienes nada qué temer; únicamente queremos hacer lo mismo contigo. Bella recordó las condiciones en que se le había ofrecido consuelo en la iglesia, y supuso que ello formaba parte de sus nuevas obligaciones. Por lo tanto permaneció en los brazos del recién llegado sin oponer resistencia. En el ínterin su compañero había pasado su fuerte brazo en torno a la cintura de Bella, y cubría de besos las mejillas de ésta. Ambrosio lo contemplaba todo estupefacto y confundido. Así fue como la jovencita se encontró entre dos fuegos, por no decir nada de la desbordante pasión de su posesor original. En vano miraba a uno y después a otro en demanda de respiro, o de algún medio de escapar del predicamento en que se encontraba. A pesar de que estaba completamente resignada al papel al que la había reducido el astuto padre Ambrosio, se sentía en aquellos momentos invadida por un poderoso sentimiento de debilidad y de miedo hacia los nuevos asaltantes. Bella no leía en la mirada de los nuevos intrusos más que deseo rabioso, en tanto que la impasibilidad de Ambrosio la hacía perder cualquier esperanza de que el mismo fuera a ofrecer la menor resistencia. Entre los dos hombres la tenían emparedada, y en tanto que el que habló primero deslizaba su mano hasta su rosada vulva, el otro no perdió tiempo en posesionarse de los redondeados cachetes de sus nalgas. Entrambos, a Bella le era imposible resistir. —Aguardad un momento —dijo al cabo Ambrosio—. Sí tenéis prisa por poseerla cuando menos desnudadla sin estropear su vestimenta, como al parecer pretendéis hacerlo. —Desnúdate, Bella —siguió diciendo—. Según parece, todos tenemos que compartirte, de manera que disponte a ser instrumento voluntario de nuestros deseos comunes. En nuestro convento se encuentran otros cofrades no menos exigentes que yo, y tu tarea no será en modo alguno una sinecura, así que será mejor que recuerdes en todo momento los privilegios que estás destinada a cumplir, y te dispongas a aliviar a estos santos varones de los apremiantes deseos que ahora ya sabes cómo suavizar. Así planteado el asunto, no quedaba alternativa. Bella quedó de píe, desnuda ante los tres vigorosos sacerdotes, y levantó un murmullo general de admiración cuando en aquel estado se adelantó hacía ellos. Tan pronto como el que había llevado la voz cantante de los recién llegados —el cual, evidentemente, parecía ser el Superior de los tres— advirtió la hermosa desnudez que estaba ante su ardiente mirada, sin dudarlo un instante abrió su sotana para poner en libertad un largo y anchuroso miembro, tomó en sus brazos a la muchacha, la puso de espaldas sobre el gran cofre acojinado, brincó sobre ella, se colocó entre sus lindos muslos, y apuntando rápidamente la cabeza de su rabioso campeón hacia el suave orificio de ella, empujó hacia adelante para hundirlo por completo hasta los testículos. Bella dejó escapar un pequeño grito de éxtasis al sentirse empalada por aquella nueva y poderosa arma. Para el hombre la posesión entera de la hermosa muchacha suponía un momento extático, y la sensación de que su erecto pene estaba totalmente enterrado en el cuerpo de ella le producía una emoción inefable. No creyó poder penetrar tan rápidamente en sus jóvenes partes, pues no había tomado en cuenta la lubricación producida por el flujo de semen que ya había recibido. El Superior, no obstante, no le dio oportunidad de reflexionar, pues dióse a atacar con tanta energía, que sus poderosas embestidas desde largo produjeron pleno efecto en su cálido temperamento, y provocaron casi de inmediato la dulce emisión. Esto fue demasiado para el disoluto sacerdote. Ya firmemente encajado en la estrecha hendidura, que te quedaba tan ajustada como un guante, tan luego como sintió la cálida emisión dejó escapar un fuerte gruñido y descargó con furia. Bella disfrutó el torrente de lujuria de aquel hombre, y abriendo las piernas cuanto pudo lo recibió en lo más hondo de sus entrañas, permitiéndole que saciara su lujuria arrojando las descargas de su impetuosa naturaleza. Los sentimientos lascivos más fuertes de Bella se reavivaron con este segundo y firme ataque contra su persona, y su excitable naturaleza recibió con exquisito agrado la abundancia de líquido que el membrudo campeón había derramado en su interior. Pero, por salaz que fuera, la jovencita se sentía exhausta por esta continua corriente, y por ello recibió con desmayo al segundo de los intrusos que se disponía a ocupar el puesto recién abandonado por el superior. Pero Bella quedó atónita ante las proporciones del falo que el sacerdote ofrecía ante ella. Aún no había acabado de quitarse la ropa, y ya surgía de su parte delantera un erecto miembro ante cuyo tamaño hasta el padre Ambrosio tenía que ceder el paso.
De entre los rizos de rojo pelo emergía la blanca columna de carne, coronada por una brillante cabeza colorada, cuyo orificio parecía constreñido para evitar una prematura expulsión de jugos. Dos grandes y peludas bolas colgaban de su base, y completaban un cuadro a la vista del cual comenzó a hervir de nuevo la sangre de Bella, cuyo juvenil espíritu se aprestó a librar un nuevo y desproporcionado combate. —¡Oh, padrecito ¡ ¿Cómo podré jamás albergar tamaña cosa dentro de mi personita? —Preguntó acongojada—. ¿Cómo me será posible soportarlo una vez que esté dentro de mí? Temo que me va a dañar terriblemente. —Tendré mucho cuidado, hija mía. Iré despacio. Ahora estás bien preparada por los jugos de los santos varones que tuvieron la buena fortuna de precederme. Bella tentó el gigantesco pene. El sacerdote era endiabladamente feo, bajo y obeso, pero sus espaldas parecían las de un Hércules. La muchacha estaba poseída por una especie de locura erótica. La fealdad de aquel hombre sólo servía para acentuar su deseo sensual. Sus manos no bastaban para abarcar todo el grosor del miembro. Sin embargo, no lo soltaba; lo presionaba y le dispensaba inconscientemente caricias que incrementaban su rigidez. Parecía una barra de acero entre sus suaves manos. Un momento después el tercer asaltante estaba encima de ella, y la joven, casi tan excitada como el padre, luchaba por empalarse con aquella terrible arma. Durante algunos minutos la proeza pareció imposible, no obstante la buena lubricación que ella había recibido con las anteriores inundaciones de su vaina. Al cabo, con una furiosa embestida, introdujo la enorme cabeza y Bella lanzó un grito de dolor. Otra arremetida y otra más; el infeliz bruto, ciego a todo lo que no fuera darse satisfacción, seguía penetrando. Bella gritaba de angustia, y hacía esfuerzos sobrehumanos por deshacerse del salvaje atacante. Otra arremetida, otro grito de la víctima, y el sacerdote penetró hasta lo más profundo en su interior. Bella se había desmayado. Los dos espectadores de este monstruoso acto de corrupción parecieron en un principio estar prestos a intervenir, pero al propio tiempo daban la impresión de experimentar un cruel placer al presenciar aquel espectáculo. Y ciertamente así era, como lo evidenciaron después sus lascivos movimientos y el interés que pusieron en observar el más minucioso de los detalles. Correré un velo sobre las escenas de lujuria que siguieron, sobre los estremecimientos de aquel salvaje a medida que, seguro de estar en posesión de la persona de la joven y bella muchacha, prolongó lentamente su gocé hasta que su enorme y férvida descarga puso fin a aquel éxtasis, y cedió el paso a un intervalo para devolver la vida a la pobre muchacha. El fornido padre había descargado por dos veces en su interior antes de retirar su largo y vaporoso miembro, y el volumen de semen expelido fue tal, que cayó con ruido acompasado hasta formar un charco sobre el suelo de madera. Cuando por fin Bella se recobró lo bastante para poder moverse, pudo hacerse el lavado que los abundantes derrames en sus delicadas partes hacían del todo necesario.
ANÓNIMO
NO CREO QUE EN NINGUNA OTRA OCASIÓN haya tenido que sonrojarme con mayor motivo que en esta oportunidad. Y es que hasta una pulga tenía que sentirse avergonzada ante la proterva visión de lo que acabo de dejar registrado. Una muchacha tan joven, de apariencia tan inocente, y sin embargo, de inclinaciones y deseos tan lascivos. Una persona de frescura y belleza infinitas; una mente de llameante sensualidad convertida por el accidental curso de los acontecimientos en un activo volcán de lujuria. Muy bien hubiera podido exclamar con el poeta de la antigüedad: ‘¡Oh, Moisés!", o como el más práctico descendiente del patriarca: "¡Por las barbas del profeta!" No es necesario hablar del cambio que se produjo en Bella después de las experiencias relatadas. Eran del todo evidentes en su porte y su conducta. Lo que pasó con su juvenil amante, lamas me he preocupado por averiguarlo, pero me inclino a creer que el padre Ambrosio no permanecía al margen de esos gustos irregulares que tan ampliamente le han sido atribuidos a su orden, y que también el muchacho se vio inducido poco a poco, al igual que su joven amiga, a darle satisfacción a los insensatos deseos del sacerdote. Pero volvamos a mis observaciones directas en lo que concierne a la linda Bella. Si bien a una pulga no le es posible sonrojarse, sí puede observar, y me impuse la obligación de encomendar a la pluma y a la tinta la descripción de todos los pasajes amatorios que consideré pudieran tener interés para los buscadores de la verdad. Podemos escribir —por lo menos puede hacerlo esta pulga, pues de otro modo estas páginas no estarían bajo los ojos del lector— y eso basta. Transcurrieron varios días antes de que Bella encontrara la oportunidad de volver a visitar a su clerical admirador, pero al fin se presentó la ocasión, y ni qué decir tiene que ella la aprovechó de inmediato. Había encontrado el medio de hacerle saber a Ambrosio que se proponía visitarlo, y en consecuencia el astuto individuo pudo disponer de antemano las cosas para recibir a su linda huésped como la vez anterior. Tan pronto como Bella se encontró a solas con su seductor se arrojó en sus brazos, y apresando su gran humanidad contra su frágil cuerpo le prodigó las más tiernas caricias. Ambrosio no se hizo rogar para devolver todo el calor de su abrazo, y así sucedió que la pareja se encontró de inmediato entregada a un intercambio de cálidos besos, y reclinada, cara a cara, sobre el cofre acojinado a que aludimos anteriormente. Pero Bella no iba a conformarse con besos solamente; deseaba algo más sólido, por experiencia sabía que el padre podía proporcionárselo. Ambrosio no estaba menos excitado. Su sangre afluía rápidamente, sus negros ojos llameaban por efecto de una lujuria incontrolable, y la protuberancia que podía observarse en su hábito denunciaba a las claras el estado de sus sentidos. Bella advirtió la situación: ni sus miradas ansiosas, ni su evidente erección, que el padre no se preocupaba por disimular, podían escapársele. Pero pensó en avivar mayormente su deseo, antes que en apaciguarlo. Sin embargo, pronto demostró Ambrosio que no requería incentivos mayores, y deliberadamente exhibió su arma, bárbaramente dilatada en forma tal, que su sola vista despertó deseos frenéticos en Bella. En cualquiera otra ocasión Ambrosio hubiera sido mucho más prudente en darse gusto, pero en esta oportunidad sus alborotados sentidos habían superado su capacidad de controlar el deseo de regodearse lo antes posible en los juveniles encantos que se le ofrecían. Estaba ya sobre su cuerpo. Su gran humanidad cubría por completo el cuerpo de ella. Su miembro en erección se clavaba en el vientre de Bella, cuyas ropas estaban recogidas hasta la cintura. Con una mano temblorosa llegó Ambrosio al centro de la hendidura objeto de su deseo; ansiosamente llevó la punta caliente y carmesí hacia los abiertos y húmedos labios. Empujó, luchó por entrar.., y lo consiguió. La inmensa máquina entró con paso lento pero firme. La cabeza y parte del miembro ya estaban dentro. Unas cuantas firmes y decididas embestidas completaron la conjunción, y Bella recibió en toda su longitud el inmenso y excitado miembro de Ambrosio. El estuprador yacía jadeante sobre ella, en completa posesión de sus más íntimos encantos. Bella, dentro de cuyo vientre se había acomodado aquella vigorosa masa, sentía al máximo los efectos del intruso, cálido y palpitante. Entretanto Ambrosio había comenzado a moverse hacia atrás y hacia adelante. Bella trenzó sus blancos brazos en torno a su cuello, y enroscó sus lindas piernas enfundadas en seda sobre sus espaldas, presa de la mayor lujuria. —¡Qué delicia! —murmuró Bella, besando arrolladoramente sus gruesos labios—. Empujad más.., todavía más. ¡Oh, cómo me forzáis a abrirme, y cuán largo es! ¡Cuán cálido. cuan.., oh... oh! Y soltó un chorro de su almacén, en respuesta a las embestidas del hombre, al mismo tiempo que su cabeza caía hacia atrás y su boca se abría en el espasmo del coito. El sacerdote se contuvo e hizo una breve pausa. Los latidos de su enorme miembro anunciaban suficientemente el estado en que el mismo se encontraba, y quería prolongar su placer hasta el máximo. Bella comprimió el terrible dardo introducido hasta lo más intimo de su persona, y sintió crecer y endurecerse todavía más, en tanto que su enrojecida cabeza presionaba su juvenil matriz. Casi inmediatamente después su pesado amante, incapaz de controlarse por más tiempo, sucumbió a la intensidad de las sensaciones, y dejó escapar el torrente de su viscoso líquido. —¡Oh, viene de vos! —gritó la excitada muchacha—. Lo siento a chorros. ¡Oh, dadme ....... más! ¡Derramadlo en mi interior.., empujad más, no me compadezcáis. . .! ¡Oh, otro chorro! ¡Empujad! -Desgarradme si queréis, pero dadme toda vuestra leche! Antes hablé de la cantidad de semen que el padre Ambrosio era capaz de derramar, pero en esta ocasión se excedió a sí mismo. Había estado almacenado por espacio de una semana, y Bella recibía en aquellos momentos una corriente tan tremenda, que aquella descarga parecía más bien emitida por una jeringa, que la eyaculación de los órganos genitales de un hombre. Al fin Ambrosio desmontó de su cabalgadura, y cuando Bella se puso de pie nuevamente sintió deslizarse una corriente de líquido pegajoso que descendía por sus rollizos muslos. Apenas se había separado el padre Ambrosio cuando se abrió la puerta que conducía a la iglesia, y aparecieron en el portal otros dos sacerdotes. El disimulo resultaba imposible. —Ambrosio —exclamó el de más edad de los dos, un hombre que andaría entre los treinta y los cuarenta años—. Esto va en contra de las normas y privilegios de nuestra orden, que disponen que toda clase de juegos han de practicarse en común. —Tomadla entonces —refunfuñó el aludido—. Todavía no es demasiado tarde. Iba a comunicaros lo que había conseguido cuando... —. . . cuando la deliciosa tentación de esta rosa fue demasiado fuerte para ti, amigo nuestro —interrumpió el otro, apoderándose de la atónita Bella al tiempo que hablaba, e introduciendo su enorme mano debajo de sus vestimentas para tentar los suaves muslos de ella. —Lo he visto todo al través del ojo de la cerradura —susurró el bruto a su oído—. No tienes nada qué temer; únicamente queremos hacer lo mismo contigo. Bella recordó las condiciones en que se le había ofrecido consuelo en la iglesia, y supuso que ello formaba parte de sus nuevas obligaciones. Por lo tanto permaneció en los brazos del recién llegado sin oponer resistencia. En el ínterin su compañero había pasado su fuerte brazo en torno a la cintura de Bella, y cubría de besos las mejillas de ésta. Ambrosio lo contemplaba todo estupefacto y confundido. Así fue como la jovencita se encontró entre dos fuegos, por no decir nada de la desbordante pasión de su posesor original. En vano miraba a uno y después a otro en demanda de respiro, o de algún medio de escapar del predicamento en que se encontraba. A pesar de que estaba completamente resignada al papel al que la había reducido el astuto padre Ambrosio, se sentía en aquellos momentos invadida por un poderoso sentimiento de debilidad y de miedo hacia los nuevos asaltantes. Bella no leía en la mirada de los nuevos intrusos más que deseo rabioso, en tanto que la impasibilidad de Ambrosio la hacía perder cualquier esperanza de que el mismo fuera a ofrecer la menor resistencia. Entre los dos hombres la tenían emparedada, y en tanto que el que habló primero deslizaba su mano hasta su rosada vulva, el otro no perdió tiempo en posesionarse de los redondeados cachetes de sus nalgas. Entrambos, a Bella le era imposible resistir. —Aguardad un momento —dijo al cabo Ambrosio—. Sí tenéis prisa por poseerla cuando menos desnudadla sin estropear su vestimenta, como al parecer pretendéis hacerlo. —Desnúdate, Bella —siguió diciendo—. Según parece, todos tenemos que compartirte, de manera que disponte a ser instrumento voluntario de nuestros deseos comunes. En nuestro convento se encuentran otros cofrades no menos exigentes que yo, y tu tarea no será en modo alguno una sinecura, así que será mejor que recuerdes en todo momento los privilegios que estás destinada a cumplir, y te dispongas a aliviar a estos santos varones de los apremiantes deseos que ahora ya sabes cómo suavizar. Así planteado el asunto, no quedaba alternativa. Bella quedó de píe, desnuda ante los tres vigorosos sacerdotes, y levantó un murmullo general de admiración cuando en aquel estado se adelantó hacía ellos. Tan pronto como el que había llevado la voz cantante de los recién llegados —el cual, evidentemente, parecía ser el Superior de los tres— advirtió la hermosa desnudez que estaba ante su ardiente mirada, sin dudarlo un instante abrió su sotana para poner en libertad un largo y anchuroso miembro, tomó en sus brazos a la muchacha, la puso de espaldas sobre el gran cofre acojinado, brincó sobre ella, se colocó entre sus lindos muslos, y apuntando rápidamente la cabeza de su rabioso campeón hacia el suave orificio de ella, empujó hacia adelante para hundirlo por completo hasta los testículos. Bella dejó escapar un pequeño grito de éxtasis al sentirse empalada por aquella nueva y poderosa arma. Para el hombre la posesión entera de la hermosa muchacha suponía un momento extático, y la sensación de que su erecto pene estaba totalmente enterrado en el cuerpo de ella le producía una emoción inefable. No creyó poder penetrar tan rápidamente en sus jóvenes partes, pues no había tomado en cuenta la lubricación producida por el flujo de semen que ya había recibido. El Superior, no obstante, no le dio oportunidad de reflexionar, pues dióse a atacar con tanta energía, que sus poderosas embestidas desde largo produjeron pleno efecto en su cálido temperamento, y provocaron casi de inmediato la dulce emisión. Esto fue demasiado para el disoluto sacerdote. Ya firmemente encajado en la estrecha hendidura, que te quedaba tan ajustada como un guante, tan luego como sintió la cálida emisión dejó escapar un fuerte gruñido y descargó con furia. Bella disfrutó el torrente de lujuria de aquel hombre, y abriendo las piernas cuanto pudo lo recibió en lo más hondo de sus entrañas, permitiéndole que saciara su lujuria arrojando las descargas de su impetuosa naturaleza. Los sentimientos lascivos más fuertes de Bella se reavivaron con este segundo y firme ataque contra su persona, y su excitable naturaleza recibió con exquisito agrado la abundancia de líquido que el membrudo campeón había derramado en su interior. Pero, por salaz que fuera, la jovencita se sentía exhausta por esta continua corriente, y por ello recibió con desmayo al segundo de los intrusos que se disponía a ocupar el puesto recién abandonado por el superior. Pero Bella quedó atónita ante las proporciones del falo que el sacerdote ofrecía ante ella. Aún no había acabado de quitarse la ropa, y ya surgía de su parte delantera un erecto miembro ante cuyo tamaño hasta el padre Ambrosio tenía que ceder el paso.
De entre los rizos de rojo pelo emergía la blanca columna de carne, coronada por una brillante cabeza colorada, cuyo orificio parecía constreñido para evitar una prematura expulsión de jugos. Dos grandes y peludas bolas colgaban de su base, y completaban un cuadro a la vista del cual comenzó a hervir de nuevo la sangre de Bella, cuyo juvenil espíritu se aprestó a librar un nuevo y desproporcionado combate. —¡Oh, padrecito ¡ ¿Cómo podré jamás albergar tamaña cosa dentro de mi personita? —Preguntó acongojada—. ¿Cómo me será posible soportarlo una vez que esté dentro de mí? Temo que me va a dañar terriblemente. —Tendré mucho cuidado, hija mía. Iré despacio. Ahora estás bien preparada por los jugos de los santos varones que tuvieron la buena fortuna de precederme. Bella tentó el gigantesco pene. El sacerdote era endiabladamente feo, bajo y obeso, pero sus espaldas parecían las de un Hércules. La muchacha estaba poseída por una especie de locura erótica. La fealdad de aquel hombre sólo servía para acentuar su deseo sensual. Sus manos no bastaban para abarcar todo el grosor del miembro. Sin embargo, no lo soltaba; lo presionaba y le dispensaba inconscientemente caricias que incrementaban su rigidez. Parecía una barra de acero entre sus suaves manos. Un momento después el tercer asaltante estaba encima de ella, y la joven, casi tan excitada como el padre, luchaba por empalarse con aquella terrible arma. Durante algunos minutos la proeza pareció imposible, no obstante la buena lubricación que ella había recibido con las anteriores inundaciones de su vaina. Al cabo, con una furiosa embestida, introdujo la enorme cabeza y Bella lanzó un grito de dolor. Otra arremetida y otra más; el infeliz bruto, ciego a todo lo que no fuera darse satisfacción, seguía penetrando. Bella gritaba de angustia, y hacía esfuerzos sobrehumanos por deshacerse del salvaje atacante. Otra arremetida, otro grito de la víctima, y el sacerdote penetró hasta lo más profundo en su interior. Bella se había desmayado. Los dos espectadores de este monstruoso acto de corrupción parecieron en un principio estar prestos a intervenir, pero al propio tiempo daban la impresión de experimentar un cruel placer al presenciar aquel espectáculo. Y ciertamente así era, como lo evidenciaron después sus lascivos movimientos y el interés que pusieron en observar el más minucioso de los detalles. Correré un velo sobre las escenas de lujuria que siguieron, sobre los estremecimientos de aquel salvaje a medida que, seguro de estar en posesión de la persona de la joven y bella muchacha, prolongó lentamente su gocé hasta que su enorme y férvida descarga puso fin a aquel éxtasis, y cedió el paso a un intervalo para devolver la vida a la pobre muchacha. El fornido padre había descargado por dos veces en su interior antes de retirar su largo y vaporoso miembro, y el volumen de semen expelido fue tal, que cayó con ruido acompasado hasta formar un charco sobre el suelo de madera. Cuando por fin Bella se recobró lo bastante para poder moverse, pudo hacerse el lavado que los abundantes derrames en sus delicadas partes hacían del todo necesario.
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Karla Benitez- Moderadora
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