La vida de Rubén Darío XLIV
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La vida de Rubén Darío XLIV
La vida de Rubén Darío
XLIV
de Rubén Darío
Tres amigos médicos tuve, que fueron alternativamente los salvadores de mi salud. Fue el uno el doctor Francisco Sicardi, el novelista y poeta originalísimo, cuya obra extraordinaria y desigual tiene cosas tan grandes que pasan los límites de la simple literatura. Su Libro Extraño es de lo más inusitado y peregrino que haya producido una pluma en lengua castellana. El otro médico, era Martín Reibel, el fraternal e incomparable Hipócrates de los poetas, a quien Eduardo Talero, entre otros, debe la vida, y yo más de una vez el afianzamiento del más sacudido y atormentado de los organismos. El otro era Prudencio Plaza, con quien fui a pasar una temporada a la isla de Martín García, cuando él era médico de aquel lazareto. Pasamos allí horas plácidas; nos perfeccionábamos en el tiro del máuser; leíamos el Quijote, nos confiábamos las ilusiones de nuestros mutuos porvenires. Pero no olvidaré jamás la llegada de los cadáveres de enfermos sospechosos de alguna contagiosa enfermedad; ni una autopsia que vi hacer desde lejos, del cuerpo largo y bronceado de un hindú, pues era la primera vez, la primera y la única, que he visto ejecutar el horrible y sabio descuartizamiento. De Martín García envié a La Nación algunas correspondencias informativas firmadas con un pseudónimo.
Hice después un viaje a Bahía Blanca, en compañía del amigo Rouquaud. No era, por cierto, Bahía Blanca el emporio que es ahora; sin embargo, ya se hablaba mucho del futuro colosal que debería llegar para esa espléndida región argentina.
De Bahía Blanca partí para una estancia del doctor Argerich, y allí fue mi primera visita a la Pampa inmensa y poética. Poética, sí, para quien sepa comprender el vaho de arte que flota sobre ese inconmensurable océano de tierra, sobre todo en los crepúsculos vespertinos y en los amaneceres. Allí supe lo que era el mate matinal, junto al fogón, en compañía de los gauchos, rudos y primitivos, pero también poéticos. Allí nemrodicé, con excelente puntería, contra martinetas, avestruces, tordos y pechirrojos, y aun fáciles y poco avisadas vizcachas. Allí atisbé, con las botas dentro del agua, bandadas de patos, y perseguí a ese espía escandaloso del aire que se llama el teru-teru; allí anduve a caballo varios días, desde los amaneceres hasta los atardeceres; allí adquirí fuerzas y renové mi sangre, y fortifiqué mis nervios, y pasé, quizás, entre gentes sencillas y nada literarias, los más tranquilos días de mi existencia.
XLIV
de Rubén Darío
Tres amigos médicos tuve, que fueron alternativamente los salvadores de mi salud. Fue el uno el doctor Francisco Sicardi, el novelista y poeta originalísimo, cuya obra extraordinaria y desigual tiene cosas tan grandes que pasan los límites de la simple literatura. Su Libro Extraño es de lo más inusitado y peregrino que haya producido una pluma en lengua castellana. El otro médico, era Martín Reibel, el fraternal e incomparable Hipócrates de los poetas, a quien Eduardo Talero, entre otros, debe la vida, y yo más de una vez el afianzamiento del más sacudido y atormentado de los organismos. El otro era Prudencio Plaza, con quien fui a pasar una temporada a la isla de Martín García, cuando él era médico de aquel lazareto. Pasamos allí horas plácidas; nos perfeccionábamos en el tiro del máuser; leíamos el Quijote, nos confiábamos las ilusiones de nuestros mutuos porvenires. Pero no olvidaré jamás la llegada de los cadáveres de enfermos sospechosos de alguna contagiosa enfermedad; ni una autopsia que vi hacer desde lejos, del cuerpo largo y bronceado de un hindú, pues era la primera vez, la primera y la única, que he visto ejecutar el horrible y sabio descuartizamiento. De Martín García envié a La Nación algunas correspondencias informativas firmadas con un pseudónimo.
Hice después un viaje a Bahía Blanca, en compañía del amigo Rouquaud. No era, por cierto, Bahía Blanca el emporio que es ahora; sin embargo, ya se hablaba mucho del futuro colosal que debería llegar para esa espléndida región argentina.
De Bahía Blanca partí para una estancia del doctor Argerich, y allí fue mi primera visita a la Pampa inmensa y poética. Poética, sí, para quien sepa comprender el vaho de arte que flota sobre ese inconmensurable océano de tierra, sobre todo en los crepúsculos vespertinos y en los amaneceres. Allí supe lo que era el mate matinal, junto al fogón, en compañía de los gauchos, rudos y primitivos, pero también poéticos. Allí nemrodicé, con excelente puntería, contra martinetas, avestruces, tordos y pechirrojos, y aun fáciles y poco avisadas vizcachas. Allí atisbé, con las botas dentro del agua, bandadas de patos, y perseguí a ese espía escandaloso del aire que se llama el teru-teru; allí anduve a caballo varios días, desde los amaneceres hasta los atardeceres; allí adquirí fuerzas y renové mi sangre, y fortifiqué mis nervios, y pasé, quizás, entre gentes sencillas y nada literarias, los más tranquilos días de mi existencia.
Jossie- Poeta especial
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Melancolía- Escritora
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sabra- Admin
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