La vida de Rubén Darío XXIII
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EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Grandes Poetas y Escritores Consagrados :: Ruben Darío. Prosas Profanas
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La vida de Rubén Darío XXIII
La vida de Rubén Darío
XXIII
de Rubén Darío
No puedo rememorar por cuál motivo dejó de publicarse mi diario, y tuve que partir a establecerme en Costa Rica. En San José pasé una vida grata, aunque de lucha. La madre de mi esposa era de origen costarriqueño y tenía allí alguna familia. San José es una ciudad encantadora entre las de la América Central. Sus mujeres son las más lindas de todas las de las cinco repúblicas. Su sociedad una de las más europeizadas y norteamericanizadas. Colaboré en varios periódicos, uno de ellos dirigido por el poeta Pío Víquez, otro por el cojo Quiroz, hombre temible en política, chispeante y popular, intimé allí con el Ministro español Arellano y cuando nació mi primogénito, como he referido, su esposa, Margarita Foxá, fue la madrina.
Un día vi salir de un hotel, acompañado de una mujer muy blanca y de cuerpo fino, española, a un gran negro elegante. Era Antonio Maceo. Iba con él otro negro, llamado Bembeta, famoso también en la guerra cubana.
Tuve amigos buenos como el hoy general Lesmes Jiménez, cuya familia era uno de los más fuertes sostenes de la política católica. Conocí en el Club principal de San José a personas como Rafael Iglesias, verboso, vibrante, decidido; Ricardo Jiménez y Cleto González Víquez, pertenecientes a lo que llamaremos nobleza costarriqueña letrados doctos, hombres gentiles, intachables caballeros, ambos verdaderos intelectuales. Todos después han sido presidentes de la República. Conocí allí también a Tomás Regalado, manco como don Ramón del Valle Inclán, pero maravilloso tirador de revólver con el brazo que le quedaba; hombre generoso, aunque desorbitado cuando le poseía el demonio de las botellas, y que fue años más tarde presidente, también, de la República de El Salvador. Sobre el general Regalado cuéntanse anécdotas interesantes que llenarían un libro.
Después del nacimiento de mi hijo, la vida se me hizo bastante difícil en Costa Rica y partí solo, de retorno a Guatemala, para ver si encontraba allí manera de arreglarme una situación. En ello estaba, cuando recibí por telégrafo la noticia de que el gobierno de Nicaragua, a la sazón presidido por el doctor Roberto Sacasa, me había nombrado miembro de la Delegación que enviaba Nicaragua a España con motivo de las fiestas del centenario de Colón. No había tiempo para nada; era preciso partir inmediatamente. Así es que escribí a mi mujer y me embarqué a juntarme con mi compañero de Delegación, don Fulgencio Mayorca, en Panamá. En el puerto de Colón tomamos pasaje en un vapor español de la compañía Trasatlántica, si mal no recuerdo el León XIII; y salimos con rumbo a Santander.
Se me pierden en la memoria los incidentes de a bordo, pero sí tengo presente que iban unas señoras primas del escritor francés Edmond About; que iba también el delegado por el Ecuador, don Leónidas Pallarés artista, poeta de discreción y amigo excelente; uno de los delegados de Colombia, Isaac Arias Argaez, llamado el «chato» Arias, bogotano delicioso, ocurrente, buen narrador de anécdotas y cantador de pasillos, y que, nombrado cónsul en Málaga se quedé allí, hasta hoy, y es el hombre más popular y más querido en aquella encantadora ciudad andaluza.
En Cuba se embarcó Texifonte Gallego, que había sido secretario de ya no recuerdo qué Capitán General. Texifonte, buen parlante, de grandes dotes para la vida, hizo carrera. ¡Ya lo creo que hizo carrera! Hacíamos la travesía lo más gratamente posible, con cuantas ocurrencias imaginábamos y al amor de los espirituosos vinos de España. Nos ocurrió un curioso incidente. Estábamos en pleno Océano, una mañanita, y el sirviente de mi camarote llegó a despertarme: -«Señorito, si quiere usted ver un náufrago que hemos encontrado, levántese pronto». Me levanté. La cubierta estaba llena de gente, y todos miraban a un punto lejano donde se veía una embarcación y en ella un hombre de pie. El momento era emocionante. El vapor se fue acercando poco a poco para recoger al probable náufrago, cuando de pronto, y ya el sol salido, se oyó que aquel hombre con una gran voz preguntó en inglés: -«¿En qué latitud y longitud estamos?». El capitán le contestó también en inglés, dándole los datos que pedía, y le preguntó quién era y qué había pasado. -«Soy, le dijo, el capitán Andrews de los Estados Unidos, y voy por cuenta de la casa del jabón Sapolio, siguiendo en este barquichuelo el itinerario de Cristóbal Colón al revés. Hágame el favor de avisar cuando lleguen a España al cónsul de los Estados Unidos que me han encontrado aquí». -«¿Necesita usted algo?», le dijo el capitán de nuestro vapor. Por toda contestación, el yankee sacó del interior del barquichuelo dos latas de conservas que tiró sobre la cubierta del León XIII, puso su vela y se despidió de nosotros. Algunos días después de nuestra llegada a España Mr. Andrews arribaba al puerto de Palos, en donde era recibido en triunfo. Luego, buen yankee, exhibió su barca cobrando la entrada y se juntó bastantes pesetas.
XXIII
de Rubén Darío
No puedo rememorar por cuál motivo dejó de publicarse mi diario, y tuve que partir a establecerme en Costa Rica. En San José pasé una vida grata, aunque de lucha. La madre de mi esposa era de origen costarriqueño y tenía allí alguna familia. San José es una ciudad encantadora entre las de la América Central. Sus mujeres son las más lindas de todas las de las cinco repúblicas. Su sociedad una de las más europeizadas y norteamericanizadas. Colaboré en varios periódicos, uno de ellos dirigido por el poeta Pío Víquez, otro por el cojo Quiroz, hombre temible en política, chispeante y popular, intimé allí con el Ministro español Arellano y cuando nació mi primogénito, como he referido, su esposa, Margarita Foxá, fue la madrina.
Un día vi salir de un hotel, acompañado de una mujer muy blanca y de cuerpo fino, española, a un gran negro elegante. Era Antonio Maceo. Iba con él otro negro, llamado Bembeta, famoso también en la guerra cubana.
Tuve amigos buenos como el hoy general Lesmes Jiménez, cuya familia era uno de los más fuertes sostenes de la política católica. Conocí en el Club principal de San José a personas como Rafael Iglesias, verboso, vibrante, decidido; Ricardo Jiménez y Cleto González Víquez, pertenecientes a lo que llamaremos nobleza costarriqueña letrados doctos, hombres gentiles, intachables caballeros, ambos verdaderos intelectuales. Todos después han sido presidentes de la República. Conocí allí también a Tomás Regalado, manco como don Ramón del Valle Inclán, pero maravilloso tirador de revólver con el brazo que le quedaba; hombre generoso, aunque desorbitado cuando le poseía el demonio de las botellas, y que fue años más tarde presidente, también, de la República de El Salvador. Sobre el general Regalado cuéntanse anécdotas interesantes que llenarían un libro.
Después del nacimiento de mi hijo, la vida se me hizo bastante difícil en Costa Rica y partí solo, de retorno a Guatemala, para ver si encontraba allí manera de arreglarme una situación. En ello estaba, cuando recibí por telégrafo la noticia de que el gobierno de Nicaragua, a la sazón presidido por el doctor Roberto Sacasa, me había nombrado miembro de la Delegación que enviaba Nicaragua a España con motivo de las fiestas del centenario de Colón. No había tiempo para nada; era preciso partir inmediatamente. Así es que escribí a mi mujer y me embarqué a juntarme con mi compañero de Delegación, don Fulgencio Mayorca, en Panamá. En el puerto de Colón tomamos pasaje en un vapor español de la compañía Trasatlántica, si mal no recuerdo el León XIII; y salimos con rumbo a Santander.
Se me pierden en la memoria los incidentes de a bordo, pero sí tengo presente que iban unas señoras primas del escritor francés Edmond About; que iba también el delegado por el Ecuador, don Leónidas Pallarés artista, poeta de discreción y amigo excelente; uno de los delegados de Colombia, Isaac Arias Argaez, llamado el «chato» Arias, bogotano delicioso, ocurrente, buen narrador de anécdotas y cantador de pasillos, y que, nombrado cónsul en Málaga se quedé allí, hasta hoy, y es el hombre más popular y más querido en aquella encantadora ciudad andaluza.
En Cuba se embarcó Texifonte Gallego, que había sido secretario de ya no recuerdo qué Capitán General. Texifonte, buen parlante, de grandes dotes para la vida, hizo carrera. ¡Ya lo creo que hizo carrera! Hacíamos la travesía lo más gratamente posible, con cuantas ocurrencias imaginábamos y al amor de los espirituosos vinos de España. Nos ocurrió un curioso incidente. Estábamos en pleno Océano, una mañanita, y el sirviente de mi camarote llegó a despertarme: -«Señorito, si quiere usted ver un náufrago que hemos encontrado, levántese pronto». Me levanté. La cubierta estaba llena de gente, y todos miraban a un punto lejano donde se veía una embarcación y en ella un hombre de pie. El momento era emocionante. El vapor se fue acercando poco a poco para recoger al probable náufrago, cuando de pronto, y ya el sol salido, se oyó que aquel hombre con una gran voz preguntó en inglés: -«¿En qué latitud y longitud estamos?». El capitán le contestó también en inglés, dándole los datos que pedía, y le preguntó quién era y qué había pasado. -«Soy, le dijo, el capitán Andrews de los Estados Unidos, y voy por cuenta de la casa del jabón Sapolio, siguiendo en este barquichuelo el itinerario de Cristóbal Colón al revés. Hágame el favor de avisar cuando lleguen a España al cónsul de los Estados Unidos que me han encontrado aquí». -«¿Necesita usted algo?», le dijo el capitán de nuestro vapor. Por toda contestación, el yankee sacó del interior del barquichuelo dos latas de conservas que tiró sobre la cubierta del León XIII, puso su vela y se despidió de nosotros. Algunos días después de nuestra llegada a España Mr. Andrews arribaba al puerto de Palos, en donde era recibido en triunfo. Luego, buen yankee, exhibió su barca cobrando la entrada y se juntó bastantes pesetas.
Jossie- Poeta especial
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