La vida de Rubén Darío VI
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La vida de Rubén Darío VI
La vida de Rubén Darío
VI
de Rubén Darío
Por influencia de mi tía Rita, comencé a frecuentar la casa de los Padres Jesuitas, en la iglesia de la Recolección. Debo decir que desde niño se me infundió una gran religiosidad, religiosidad que llegaba a veces hasta la superstición. Cuando tronaba la tormenta y se ponía el cielo negro, en aquellas tempestades únicas, como no he visto en parte alguna, sacaba mi tía abuela palmas benditas y hacía coronas para todos los de la casa; y todos coronados de palmas rezábamos en coro el trisagio y otras oraciones. Señaladas devociones eran para mí temerosas. Por ejemplo, al acercarse la fiesta de la Santa Cruz. Porque ¡oh, Dios de los dioses!, martirio como aquél, para mis pocos años, no os lo podéis imaginar. Llegado ese día, todos nos poníamos delante de las imágenes; y la buena abuela dirigía el rezo, un rezo que concluía, después de varias jaculatorias, con estas palabras:
«Vete de aquí Satanás
que en mí parte no tendrás
porque el día de la Cruz
dije mil veces: Jesús».
Pues el caso es que teníamos, en efecto, que decir mil veces la palabra Jesús, y aquello era inacabable. «¡Jesús!, ¡Jesús!, ¡Jesús!» hasta mil; y a veces se perdía la cuenta y había que volver a empezar.
Los jesuitas me halagaron; pero nunca me sugestionaron para entrar en la Compañía, seguramente, viendo que yo no tenía vocación para ello. Había entre ellos hombres eminentes, un padre Köenig, austriaco, famoso como astrónomo; un padre Arubla, bello e insinuante orador; un padre Valenzuela, célebre en Colombia como poeta y otros cuantos. Entré en lo que se llamaba la Congregación de Jesús, y usé en las ceremonias la cinta azul y la medalla de los congregantes. Por aquel entonces hubo un grave escándalo. Los jesuitas ponían en el altar mayor de la iglesia, en la fiesta de San Luis Gonzaga, un buzón, en el cual podían echar sus cartas todos los que quisieran pedir algo o tener correspondencia con San Luis y con la Virgen Santísima. Sacaban las cartas y las quemaban delante del público; pero se decía que no sin haberlas visto antes. Así eran dueños de muchos secretos de familia, y aumentaban su influjo por estas y otras razones. El gobierno decretó su expulsión, no sin que antes hubiese yo asistido con ellos a los ejercicios de San Ignacio de Loyola, ejercicios que me encantaban y que por mí hubieran podido prolongarse indefinidamente por las sabrosas vituallas y el exquisito chocolate que los reverendos nos daban.
VI
de Rubén Darío
Por influencia de mi tía Rita, comencé a frecuentar la casa de los Padres Jesuitas, en la iglesia de la Recolección. Debo decir que desde niño se me infundió una gran religiosidad, religiosidad que llegaba a veces hasta la superstición. Cuando tronaba la tormenta y se ponía el cielo negro, en aquellas tempestades únicas, como no he visto en parte alguna, sacaba mi tía abuela palmas benditas y hacía coronas para todos los de la casa; y todos coronados de palmas rezábamos en coro el trisagio y otras oraciones. Señaladas devociones eran para mí temerosas. Por ejemplo, al acercarse la fiesta de la Santa Cruz. Porque ¡oh, Dios de los dioses!, martirio como aquél, para mis pocos años, no os lo podéis imaginar. Llegado ese día, todos nos poníamos delante de las imágenes; y la buena abuela dirigía el rezo, un rezo que concluía, después de varias jaculatorias, con estas palabras:
«Vete de aquí Satanás
que en mí parte no tendrás
porque el día de la Cruz
dije mil veces: Jesús».
Pues el caso es que teníamos, en efecto, que decir mil veces la palabra Jesús, y aquello era inacabable. «¡Jesús!, ¡Jesús!, ¡Jesús!» hasta mil; y a veces se perdía la cuenta y había que volver a empezar.
Los jesuitas me halagaron; pero nunca me sugestionaron para entrar en la Compañía, seguramente, viendo que yo no tenía vocación para ello. Había entre ellos hombres eminentes, un padre Köenig, austriaco, famoso como astrónomo; un padre Arubla, bello e insinuante orador; un padre Valenzuela, célebre en Colombia como poeta y otros cuantos. Entré en lo que se llamaba la Congregación de Jesús, y usé en las ceremonias la cinta azul y la medalla de los congregantes. Por aquel entonces hubo un grave escándalo. Los jesuitas ponían en el altar mayor de la iglesia, en la fiesta de San Luis Gonzaga, un buzón, en el cual podían echar sus cartas todos los que quisieran pedir algo o tener correspondencia con San Luis y con la Virgen Santísima. Sacaban las cartas y las quemaban delante del público; pero se decía que no sin haberlas visto antes. Así eran dueños de muchos secretos de familia, y aumentaban su influjo por estas y otras razones. El gobierno decretó su expulsión, no sin que antes hubiese yo asistido con ellos a los ejercicios de San Ignacio de Loyola, ejercicios que me encantaban y que por mí hubieran podido prolongarse indefinidamente por las sabrosas vituallas y el exquisito chocolate que los reverendos nos daban.
Jossie- Poeta especial
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