LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
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EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Poemas Eróticos - Sensuales :: Ensayos y Clásicos del Erotismo
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LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
Recuerdo del primer mensaje :
Capítulo I
Bucarest es una bella ciudad donde parece que vienen a mezclarse Oriente y Occidente. Si solamente tenemos en cuenta la situación geográfica estamos aún en Europa, pero estamos ya en Asia si nos referimos a ciertas costumbres del país, a los turcos, a los servios y a las otras razas macedonias, pintorescos especímenes de las cuales se distinguen en todas las calles. Sin embargo es un país latino: los soldados romanos que colonizaron el país tenían, sin duda, el pensamiento constantemente puesto en Roma, entonces capital del mundo y árbitro de la elegancia. Esta nostalgia occidental se ha transmitido a sus descendientes: los rumanos piensan insistentemente en una ciudad donde el lujo es natural, donde la vida es alegre. Pero Roma ha perdido su esplendor, la reina de las ciudades ha cedido su corona a París, ¡y qué hay de extraordinario entonces en que, por un fenómeno atávico, el pensamiento de los rumanos esté puesto sin cesar en París, que ha reemplazado tan adecuadamente a Roma a la cabeza del Universo!
Lo mismo que los otros rumanos, el hermoso príncipe Vibescu soñaba en París, la Ciudad-Luz, donde las mujeres, bellas todas ellas, son también de muslo fácil. Cuando estaba aún en el colegio de Bucarest, le bastaba pensar en una parisina, en la parisina, para conseguir una erección y verse obligado a masturbarse lenta y beatíficamente. Más tarde, había descargado en muchos coños y culos de deliciosas rumanas. Pero, lo sabía perfectamente, le hacía falta una parisina.
Capítulo I
Bucarest es una bella ciudad donde parece que vienen a mezclarse Oriente y Occidente. Si solamente tenemos en cuenta la situación geográfica estamos aún en Europa, pero estamos ya en Asia si nos referimos a ciertas costumbres del país, a los turcos, a los servios y a las otras razas macedonias, pintorescos especímenes de las cuales se distinguen en todas las calles. Sin embargo es un país latino: los soldados romanos que colonizaron el país tenían, sin duda, el pensamiento constantemente puesto en Roma, entonces capital del mundo y árbitro de la elegancia. Esta nostalgia occidental se ha transmitido a sus descendientes: los rumanos piensan insistentemente en una ciudad donde el lujo es natural, donde la vida es alegre. Pero Roma ha perdido su esplendor, la reina de las ciudades ha cedido su corona a París, ¡y qué hay de extraordinario entonces en que, por un fenómeno atávico, el pensamiento de los rumanos esté puesto sin cesar en París, que ha reemplazado tan adecuadamente a Roma a la cabeza del Universo!
Lo mismo que los otros rumanos, el hermoso príncipe Vibescu soñaba en París, la Ciudad-Luz, donde las mujeres, bellas todas ellas, son también de muslo fácil. Cuando estaba aún en el colegio de Bucarest, le bastaba pensar en una parisina, en la parisina, para conseguir una erección y verse obligado a masturbarse lenta y beatíficamente. Más tarde, había descargado en muchos coños y culos de deliciosas rumanas. Pero, lo sabía perfectamente, le hacía falta una parisina.
Galius- Moderador General
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
–Puerco caporal –le gritó– si quieres conservar entera la piel, no te preocupes de la de esta puta.
El tártaro, sin contestar, examinó como un experto el instrumento de tortura compuesto de tiras de cuero a las que habían enganchado limadura de hierro.
La mujer lloraba y pedía gracia en alemán. Su blanco y rosado cuerpo temblaba. Mony la obligó a arrodillarse, luego, de un puntapié, la forzó a levantar el culazo. El tártaro agitó primero el knut en el aire, luego, levantando el brazo hasta muy arriba, iba a golpear, cuando la desgraciada kellnerina, que temblaba con todos sus miembros, dejó escapar un sonoro pedo que hizo reír a todos los asistentes y el knut cayó. Mony, con una verga en la mano, le cruzó el rostro diciéndole:
–Idiota, te he dicho que golpees, y no que rías.
A continuación, le entregó la verga ordenándole que primero fustigara con ella a la alemana para irla acostumbrando. El tártaro empezó a golpear con regularidad. Su miembro colocado detrás del culazo de la víctima se había endurecido, pero, a pesar de su concupiscencia, su brazo caía rítmicamente, la verga era muy flexible, los golpes silbaban en el aire, luego caían secamente sobre la piel tensa que se iba rayando.
El tártaro era un artista y los golpes que daba se unían para formar un dibujo caligráfico.
En la base de la espalda, encima de las nalgas, la palabra puta apareció claramente al cabo de poco tiempo.
El tártaro, sin contestar, examinó como un experto el instrumento de tortura compuesto de tiras de cuero a las que habían enganchado limadura de hierro.
La mujer lloraba y pedía gracia en alemán. Su blanco y rosado cuerpo temblaba. Mony la obligó a arrodillarse, luego, de un puntapié, la forzó a levantar el culazo. El tártaro agitó primero el knut en el aire, luego, levantando el brazo hasta muy arriba, iba a golpear, cuando la desgraciada kellnerina, que temblaba con todos sus miembros, dejó escapar un sonoro pedo que hizo reír a todos los asistentes y el knut cayó. Mony, con una verga en la mano, le cruzó el rostro diciéndole:
–Idiota, te he dicho que golpees, y no que rías.
A continuación, le entregó la verga ordenándole que primero fustigara con ella a la alemana para irla acostumbrando. El tártaro empezó a golpear con regularidad. Su miembro colocado detrás del culazo de la víctima se había endurecido, pero, a pesar de su concupiscencia, su brazo caía rítmicamente, la verga era muy flexible, los golpes silbaban en el aire, luego caían secamente sobre la piel tensa que se iba rayando.
El tártaro era un artista y los golpes que daba se unían para formar un dibujo caligráfico.
En la base de la espalda, encima de las nalgas, la palabra puta apareció claramente al cabo de poco tiempo.
Galius- Moderador General
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
Se aplaudió calurosamente mientras los gritos de la alemana se hacían cada vez más roncos. Su culo se agitaba por un instante a cada vergajazo, luego se levantaba; las apretadas nalgas se iban separando; entonces se vislumbraba el ojo del culo y debajo, el coño, abierto y húmedo.
Poco a poco, pareció acostumbrarse a los golpes. A cada chasqueo de la verga, la espalda se levantaba débilmente, el culo se entreabría y el coño bostezaba de satisfacción como si un goce imprevisto se apoderara de ella.
Pronto perdió el equilibrio, como sofocada por el goce, y Mony, en ese momento, detuvo la mano del tártaro.
Le devolvió el knut y el hombre, muy excitado, loco de deseo, empezó a azotar la espalda de la alemana con esta cruel arma. Cada golpe dejaba varias marcas sangrantes y profundas pues, en vez de levantar el knut después de haberlo abatido, el tártaro lo atraía hacia él de manera que las limaduras adheridas a las tiras arrastraban trozos de piel y de carne, que enseguida caían por todas partes, manchando con gotitas sangrientas los uniformes de la soldadesca.
La alemana ya no sentía el dolor, se ondulaba, se retorcía y silbaba de gozo. Su cara estaba encarnada, babeaba y, cuando Mony ordenó parar al tártaro, las marcas de la palabra puta habían desaparecido, pues la espalda no era más que una llaga.
El tártaro permaneció erguido, empuñando el ensangrentado knut; parecía pedir un gesto de aprobación, pero Mony le miró con aire despreciativo: “Habías empezado bien, pero has acabado mal. Esta obra es detestable. Has golpeado como un ignorante. Soldados, llevaros a esa mujer y traedme a una de sus compañeras a la tienda de ahí al lado: está vacía. Voy a tenérmelas con este miserable tártaro”.
Poco a poco, pareció acostumbrarse a los golpes. A cada chasqueo de la verga, la espalda se levantaba débilmente, el culo se entreabría y el coño bostezaba de satisfacción como si un goce imprevisto se apoderara de ella.
Pronto perdió el equilibrio, como sofocada por el goce, y Mony, en ese momento, detuvo la mano del tártaro.
Le devolvió el knut y el hombre, muy excitado, loco de deseo, empezó a azotar la espalda de la alemana con esta cruel arma. Cada golpe dejaba varias marcas sangrantes y profundas pues, en vez de levantar el knut después de haberlo abatido, el tártaro lo atraía hacia él de manera que las limaduras adheridas a las tiras arrastraban trozos de piel y de carne, que enseguida caían por todas partes, manchando con gotitas sangrientas los uniformes de la soldadesca.
La alemana ya no sentía el dolor, se ondulaba, se retorcía y silbaba de gozo. Su cara estaba encarnada, babeaba y, cuando Mony ordenó parar al tártaro, las marcas de la palabra puta habían desaparecido, pues la espalda no era más que una llaga.
El tártaro permaneció erguido, empuñando el ensangrentado knut; parecía pedir un gesto de aprobación, pero Mony le miró con aire despreciativo: “Habías empezado bien, pero has acabado mal. Esta obra es detestable. Has golpeado como un ignorante. Soldados, llevaros a esa mujer y traedme a una de sus compañeras a la tienda de ahí al lado: está vacía. Voy a tenérmelas con este miserable tártaro”.
Galius- Moderador General
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
Despachó a los soldados, algunos de los cuales se llevaron a la alemana, y el príncipe entró en la tienda con su condenado.
Con todas sus fuerzas, empezó a azotarlo con las dos vergas. El tártaro, excitado por el espectáculo que acababa de presenciar y cuyo protagonista era él mismo, no retuvo demasiado tiempo el esperma que bullía en sus testículos. Bajo los golpes de Mony, su miembro se irguió y el semen que saltó fue a estrellarse contra la lona de la tienda.
En este momento, trajeron a otra mujer. Estaba en camisón pues la habían sorprendido en la cama. Su rostro expresaba estupefacción y un profundo terror. Era muda y su gaznate dejaba escapar unos sonidos inarticulados y roncos.
Era una bella muchacha, originaria de Suecia. Hija del jefe de la cantina, se había casado con un danés, socio de su padre. Había dado a luz cuatro meses antes y amamantaba ella misma a su hijo. Debía tener veinticuatro años. Sus senos repletos de leche –pues era una buena ama de cría– abombaban el camisón.
Sólo verla, Mony despidió a los soldados que la habían traído y le levantó el camisón. Los gruesos muslos de la sueca parecían fustes de columna y aguantaban un soberbio edificio; su pelo era dorado y estaba graciosamente rizado. Mony ordenó al tártaro que la azotara mientras él la masturbaba con la boca. Los golpes llovían sobre los brazos de la bella muda, pero abajo la boca del príncipe recogía el licor amoroso que destilaba ese coño boreal.
A continuación se tendió desnudo en la cama, después de haber quitado el camisón a la mujer que estaba enardecida. Ella se colocó encima suyo y el miembro entró profundamente entre los muslos de una deslumbrante blancura. Su culo macizo y firme se agitaba cadenciosamente. El príncipe tomó un seno en la boca y empezó a mamar una leche deliciosa.
Con todas sus fuerzas, empezó a azotarlo con las dos vergas. El tártaro, excitado por el espectáculo que acababa de presenciar y cuyo protagonista era él mismo, no retuvo demasiado tiempo el esperma que bullía en sus testículos. Bajo los golpes de Mony, su miembro se irguió y el semen que saltó fue a estrellarse contra la lona de la tienda.
En este momento, trajeron a otra mujer. Estaba en camisón pues la habían sorprendido en la cama. Su rostro expresaba estupefacción y un profundo terror. Era muda y su gaznate dejaba escapar unos sonidos inarticulados y roncos.
Era una bella muchacha, originaria de Suecia. Hija del jefe de la cantina, se había casado con un danés, socio de su padre. Había dado a luz cuatro meses antes y amamantaba ella misma a su hijo. Debía tener veinticuatro años. Sus senos repletos de leche –pues era una buena ama de cría– abombaban el camisón.
Sólo verla, Mony despidió a los soldados que la habían traído y le levantó el camisón. Los gruesos muslos de la sueca parecían fustes de columna y aguantaban un soberbio edificio; su pelo era dorado y estaba graciosamente rizado. Mony ordenó al tártaro que la azotara mientras él la masturbaba con la boca. Los golpes llovían sobre los brazos de la bella muda, pero abajo la boca del príncipe recogía el licor amoroso que destilaba ese coño boreal.
A continuación se tendió desnudo en la cama, después de haber quitado el camisón a la mujer que estaba enardecida. Ella se colocó encima suyo y el miembro entró profundamente entre los muslos de una deslumbrante blancura. Su culo macizo y firme se agitaba cadenciosamente. El príncipe tomó un seno en la boca y empezó a mamar una leche deliciosa.
Galius- Moderador General
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
El tártaro no estaba inactivo, sino que, haciendo silbar la verga, aplicaba rudos golpes en el mapamundi de la muda, con lo que activaba sus goces. Golpeaba como un poseído, rayando ese culo sublime, marcando sin ningún respeto los bellos hombros blancos y carnosos, dejando surcos en la espalda. Mony, que ya había trabajado mucho, tardó en llegar al éxtasis y la muda, excitada por la verga, gozó una quincena de veces, mientras él lo hacía una vez.
Entonces, se levantó y, viendo la bella erección del tártaro, le ordenó que ensartara como los perros a la bella ama de cría que aún no parecía saciada, y él mismo, tomando el knut, ensangrentó la espalda del soldado, que gozaba lanzando gritos terribles.
El tártaro no abandonaba su puesto. Soportando estoicamente los golpes propinados por el terrible knut, laboraba sin descanso en el reducto amoroso donde se había alojado. Allí depositó por cinco veces su ardiente oferta. Luego quedó inmóvil encima de la mujer, agitada todavía por estremecimientos voluptuosos.
Pero el príncipe le insultó, había'encendido un cigarrillo y quemó en diversos lugares los hombros del tártaro. A continuación le colocó una cerilla encendida sobre los testículos y la quemadura tuvo el don de reanimar al infatigable miembro. El tártaro volvió a partir rumbo a una nueva descarga. Mony tomó el knut de nuevo y golpeó con todas sus fuerzas sobre los cuerpos unidos del tártaro y de la muda; la sangre manaba, los golpes llovían, haciendo clac. Mony blasfemaba en francés, en rumano y en ruso. El tártaro gozaba terriblemente, pero una sombra de odio hacia Mony pasó por sus ojos. Conocía el lenguaje de los mudos y, pasando su mano por delante del rostro de su compañera, le hizo unos signos que ella comprendió de maravilla.
Hacia el final de la cópula, Mony tuvo un nuevo capricho: aplicó su encendido cigarrillo sobre la punta del seno húmedo de la muda. Una gotita de leche que coronaba el estirado pezón, apagó el cigarrillo, pero la mujer lanzó un rugido de terror mientras descargaba.
Entonces, se levantó y, viendo la bella erección del tártaro, le ordenó que ensartara como los perros a la bella ama de cría que aún no parecía saciada, y él mismo, tomando el knut, ensangrentó la espalda del soldado, que gozaba lanzando gritos terribles.
El tártaro no abandonaba su puesto. Soportando estoicamente los golpes propinados por el terrible knut, laboraba sin descanso en el reducto amoroso donde se había alojado. Allí depositó por cinco veces su ardiente oferta. Luego quedó inmóvil encima de la mujer, agitada todavía por estremecimientos voluptuosos.
Pero el príncipe le insultó, había'encendido un cigarrillo y quemó en diversos lugares los hombros del tártaro. A continuación le colocó una cerilla encendida sobre los testículos y la quemadura tuvo el don de reanimar al infatigable miembro. El tártaro volvió a partir rumbo a una nueva descarga. Mony tomó el knut de nuevo y golpeó con todas sus fuerzas sobre los cuerpos unidos del tártaro y de la muda; la sangre manaba, los golpes llovían, haciendo clac. Mony blasfemaba en francés, en rumano y en ruso. El tártaro gozaba terriblemente, pero una sombra de odio hacia Mony pasó por sus ojos. Conocía el lenguaje de los mudos y, pasando su mano por delante del rostro de su compañera, le hizo unos signos que ella comprendió de maravilla.
Hacia el final de la cópula, Mony tuvo un nuevo capricho: aplicó su encendido cigarrillo sobre la punta del seno húmedo de la muda. Una gotita de leche que coronaba el estirado pezón, apagó el cigarrillo, pero la mujer lanzó un rugido de terror mientras descargaba.
Galius- Moderador General
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
Hizo un signo al tártaro que desencoñó inmediatamente. Los dos se precipitaron sobre Mony y lo desarmaron. La mujer empuñó una verga y el tártaro, el knut. La mirada encendida por la ira, animados por la esperanza de vengarse, empezaron a azotar cruelmente al oficial que les había hecho sufrir. Fue inútil que Mony gritara y se debatiera, los golpes no perdonaron ningún rincón de su cuerpo. Sin embargo, el tártaro, temiendo que su venganza sobre un oficial tuviera consecuencias funestas, arrojó pronto su knut, contentándose, como la mujer, con una simple verga. Mony saltaba bajo la fustigación y la mujer se encarnizaba especialmente sobre el vientre, los testículos y el miembro del príncipe.
Mientras tanto, el danés, esposo de la muda, se había dado cuenta de su desaparición pues su hijita reclamaba el pecho de la madre. Tomó a la criatura en brazos y salió en busca de su mujer.
Un soldado le indicó la tienda donde estaba sin decirle lo que hacía allí. Loco de celos, el danés echó a correr, levantó la lona y penetró en la tienda. El espectáculo era poco común: su mujer, ensangrentada y desnuda, en compañía de un tártaro ensangrentado y desnudo, azotaba a un joven.
El knut estaba tirado en tierra; el danés dejó a su hija en el suelo, empuñó el knut y golpeó con todas sus fuerzas a su mujer y al tártaro, que cayeron al suelo aullando de dolor.
Bajo los golpes, el miembro de Mony se había enderezado, tenía una enorme erección, contemplando esta escena conyugal.
La niñita lloraba en el suelo. Mony se apoderó de ella y, desfajándola, besó su culito rosado y su rajita gordezuela y lisa, luego colocándola sobre su miembro y tapándole la boca con una mano, la violó; su verga desgarró las carnes infantiles. Mony no tardó en gozar. Descargaba cuando el padre y la madre, dándose cuenta demasiado tarde de este crimen, se abalanzaron encima suyo.
Mientras tanto, el danés, esposo de la muda, se había dado cuenta de su desaparición pues su hijita reclamaba el pecho de la madre. Tomó a la criatura en brazos y salió en busca de su mujer.
Un soldado le indicó la tienda donde estaba sin decirle lo que hacía allí. Loco de celos, el danés echó a correr, levantó la lona y penetró en la tienda. El espectáculo era poco común: su mujer, ensangrentada y desnuda, en compañía de un tártaro ensangrentado y desnudo, azotaba a un joven.
El knut estaba tirado en tierra; el danés dejó a su hija en el suelo, empuñó el knut y golpeó con todas sus fuerzas a su mujer y al tártaro, que cayeron al suelo aullando de dolor.
Bajo los golpes, el miembro de Mony se había enderezado, tenía una enorme erección, contemplando esta escena conyugal.
La niñita lloraba en el suelo. Mony se apoderó de ella y, desfajándola, besó su culito rosado y su rajita gordezuela y lisa, luego colocándola sobre su miembro y tapándole la boca con una mano, la violó; su verga desgarró las carnes infantiles. Mony no tardó en gozar. Descargaba cuando el padre y la madre, dándose cuenta demasiado tarde de este crimen, se abalanzaron encima suyo.
Galius- Moderador General
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
La madre se apoderó de la niña. El tártaro se vistió deprisa y se eclipsó; pero el danés, con los ojos inyectados en sangre, levantó el knut. Iba a asestar un golpe mortal a la cabeza de Mony, cuando vio en tierra el uniforme de oficial. Su brazo descendió, pues sabía que un oficial ruso es sagrado, puede violar, robar, pero el mercachifle que ose ponerle una mano encima será colgado inmediatamente.
Mony comprendió todo lo que pasaba por la cabeza del danés. Se aprovechó de ello, se levantó y empuñó su revólver con rapidez. Con aire despreciativo ordenó al danés que se bajara los pantalones. Luego, apuntándole con el revólver, le ordenó que enculara a su hija. Las súplicas del danés fueron inútiles, tuvo que introducir su mezquino miembro en el tierno culo de la desmayada criatura.
Mientras tanto, Mony, armado con una verga y empuñando su revólver con la mano izquierda, hacía llover los golpes sobre la espalda de la muda, que sollozaba y se retorcía de dolor. La verga caía sobre una carne hinchada por los golpes precedentes, y el dolor que sufría la pobre mujer constituía un horrible espectáculo. Mony lo soportó con admirable valentía y su brazo se mantuvo firme hasta el momento en que el desgraciado padre hubo descargado en el culo de su hijita.
Entonces Mony se vistió, y ordenó a la danesa que hiciera lo mismo. Luego ayudó amablemente a la pareja a reanimar a la niña.
–Madre sin entrañas –dijo a la muda– su hija quiere mamar, ¿no lo ve?
El danés hizo señas a su mujer quien, castamente, desnudó su seno y dio de mamar a la criatura.
Mony comprendió todo lo que pasaba por la cabeza del danés. Se aprovechó de ello, se levantó y empuñó su revólver con rapidez. Con aire despreciativo ordenó al danés que se bajara los pantalones. Luego, apuntándole con el revólver, le ordenó que enculara a su hija. Las súplicas del danés fueron inútiles, tuvo que introducir su mezquino miembro en el tierno culo de la desmayada criatura.
Mientras tanto, Mony, armado con una verga y empuñando su revólver con la mano izquierda, hacía llover los golpes sobre la espalda de la muda, que sollozaba y se retorcía de dolor. La verga caía sobre una carne hinchada por los golpes precedentes, y el dolor que sufría la pobre mujer constituía un horrible espectáculo. Mony lo soportó con admirable valentía y su brazo se mantuvo firme hasta el momento en que el desgraciado padre hubo descargado en el culo de su hijita.
Entonces Mony se vistió, y ordenó a la danesa que hiciera lo mismo. Luego ayudó amablemente a la pareja a reanimar a la niña.
–Madre sin entrañas –dijo a la muda– su hija quiere mamar, ¿no lo ve?
El danés hizo señas a su mujer quien, castamente, desnudó su seno y dio de mamar a la criatura.
Galius- Moderador General
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
–En cuanto a usted –dijo Mony al danés- tenga cuidado, ha violado a su hija delante de mí. Puedo perderle. Vaya en paz. De ahora en adelante su suerte depende de mi buena voluntad. Si es discreto, le protegeré, pero si cuenta lo que ha pasado aquí, será colgado.
El danés besó la mano del despierto oficial vertiendo lágrimas de agradecimiento y se llevó consigo rápidamente a su mujer y a su hija. Mony se dirigió hacia la tienda de Fedor.
Los durmientes se habían despertado y, después de lavarse, se vistieron.
Durante todo el día, se prepararon para la batalla, que comenzó hacia el atardecer. Mony, Cornaboeux y las dos mujeres se encerraron en la tienda de Fedor, que había ido a combatir en primera línea. Inmediatamente se oyeron los primeros cañonazos y los camilleros, transportando heridos, empezaron a llegar.
La tienda fue acondicionada como botiquín. Cornaboeux y las dos mujeres fueron utilizados para recoger a los moribundos. Mony se quedó solo con tres heridos rusos que deliraban.
Entonces llegó una dama de la Cruz Roja, vestida con un gracioso sobretodo de hilo crudo, y el brazal en el brazo derecho.
Era una hermosísima muchacha de la nobleza polaca. Tenía una voz tan dulce como la de los ángeles y, al oírla, los heridos volvían hacia ella sus ojos moribundos, creyendo ver a la Virgen.
Con su voz suave daba secamente órdenes a Mony. Este obedecía como un niño, asombrado de la energía de esta preciosa muchacha y del extraño fulgor que brotaba a veces de sus ojos verdes.
El danés besó la mano del despierto oficial vertiendo lágrimas de agradecimiento y se llevó consigo rápidamente a su mujer y a su hija. Mony se dirigió hacia la tienda de Fedor.
Los durmientes se habían despertado y, después de lavarse, se vistieron.
Durante todo el día, se prepararon para la batalla, que comenzó hacia el atardecer. Mony, Cornaboeux y las dos mujeres se encerraron en la tienda de Fedor, que había ido a combatir en primera línea. Inmediatamente se oyeron los primeros cañonazos y los camilleros, transportando heridos, empezaron a llegar.
La tienda fue acondicionada como botiquín. Cornaboeux y las dos mujeres fueron utilizados para recoger a los moribundos. Mony se quedó solo con tres heridos rusos que deliraban.
Entonces llegó una dama de la Cruz Roja, vestida con un gracioso sobretodo de hilo crudo, y el brazal en el brazo derecho.
Era una hermosísima muchacha de la nobleza polaca. Tenía una voz tan dulce como la de los ángeles y, al oírla, los heridos volvían hacia ella sus ojos moribundos, creyendo ver a la Virgen.
Con su voz suave daba secamente órdenes a Mony. Este obedecía como un niño, asombrado de la energía de esta preciosa muchacha y del extraño fulgor que brotaba a veces de sus ojos verdes.
Galius- Moderador General
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
De vez en cuando, su rostro seráfico se tornaba duro y una nube de vicios imperdonables parecía obscurecer su rostro. Se diría que la inocencia de esta mujer tenía intermitencias criminales. Mony la observó; se dio cuenta muy pronto de que sus dedos se entretenían más de lo necesario en las heridas.
Trajeron un herido cuya visión era horrible. Su cara estaba ensangrentada y su pecho abierto. La enfermera le curó con voluptuosidad. Había metido su mano derecha en el abierto agujero y parecía gozar del contacto con la carne palpitante.
De repente, la ávida mujer levantó los ojos y vio ante ella, al otro lado de la camilla, a Mony que la miraba sonriendo desdeñosamente.
Se ruborizó, pero él la tranquilizó:
–Calmaos, no temáis nada, comprendo mejor que nadie la voluptuosidad que debéis experimentar. Yo mismo tengo manos impuras. Gozad de estos heridos, pero no rehuséis mis besos.
En silencio ella bajó los ojos. Mony se colocó inmediatamente a su espalda. Le levantó las faldas y descubrió un culo maravilloso cuyas nalgas estaban tan apretadas que parecían haber jurado no separarse nunca.
Ella desgarraba febrilmente, y con una sonrisa angélica en los labios, la terrible herida del moribundo. Se inclinó para permitir que Mony gozara plenamente del espectáculo de su culo.
Trajeron un herido cuya visión era horrible. Su cara estaba ensangrentada y su pecho abierto. La enfermera le curó con voluptuosidad. Había metido su mano derecha en el abierto agujero y parecía gozar del contacto con la carne palpitante.
De repente, la ávida mujer levantó los ojos y vio ante ella, al otro lado de la camilla, a Mony que la miraba sonriendo desdeñosamente.
Se ruborizó, pero él la tranquilizó:
–Calmaos, no temáis nada, comprendo mejor que nadie la voluptuosidad que debéis experimentar. Yo mismo tengo manos impuras. Gozad de estos heridos, pero no rehuséis mis besos.
En silencio ella bajó los ojos. Mony se colocó inmediatamente a su espalda. Le levantó las faldas y descubrió un culo maravilloso cuyas nalgas estaban tan apretadas que parecían haber jurado no separarse nunca.
Ella desgarraba febrilmente, y con una sonrisa angélica en los labios, la terrible herida del moribundo. Se inclinó para permitir que Mony gozara plenamente del espectáculo de su culo.
Galius- Moderador General
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
El le introdujo entonces su dardo entre los labios satinados del coño, a la manera de los perros, y con la mano derecha, le acariciaba las nalgas, mientras que con la izquierda debajo de las enaguas, buscaba el clítoris. La enfermera gozaba silenciosamente, crispando sus manos en la herida del moribundo, que gemía horriblemente. Expiró en el momento en que Mony descargaba. La enfermera le desalojó inmediatamente y, bajando los pantalones al muerto cuyo miembro estaba duro como el hierro, se lo hundió en el coño, gozando siempre silenciosamente y con el rostro más angelical que nunca.
Mony golpeó entonces ese culazo que se meneaba y cuyos labios del coño vomitaban y engullían rápidamente la cadavérica columna. Su verga recuperó pronto su primitiva rigidez y, colocándose detrás de la enfermera que estaba gozando, la enculó como un poseso.
Seguidamente, arreglaron sus ropas. Trajeron a un bello joven cuyos brazos y piernas habían sido arrancadas por la metralla. Ese tronco humano poseía todavía un hermoso miembro cuya firmeza era ideal. La enfermera, inmediatamente que quedó sola con Mony, se sentó sobre la verga del tronco que agonizaba y, durante esta desmelenada cabalgada, chupó el miembro de Mony, que descargó rápidamente como un carmelita. El hombre-tronco no estaba muerto; sangraba copiosamente por los muñones de los cuatro miembros. La ávida mujer le mamó la verga y le hizo morir bajo la horrible caricia. El esperma que resultó de esta chupada, ella se lo confesó a Mony, estaba casi frío, y ella parecía tan excitada que Mony, que se sentía agotado, le rogó que se desabrochara. Le chupó los pechos, luego ella se arrodilló y trató de reanimar la verga principesca masturbándola entre sus senos.
–¡Desgraciada!–exclamó Mony–, mujer cruel a quien Dios ha encomendado la misión de rematar a los heridos, ¿quién eres tú? ¿quién eres tú?
Mony golpeó entonces ese culazo que se meneaba y cuyos labios del coño vomitaban y engullían rápidamente la cadavérica columna. Su verga recuperó pronto su primitiva rigidez y, colocándose detrás de la enfermera que estaba gozando, la enculó como un poseso.
Seguidamente, arreglaron sus ropas. Trajeron a un bello joven cuyos brazos y piernas habían sido arrancadas por la metralla. Ese tronco humano poseía todavía un hermoso miembro cuya firmeza era ideal. La enfermera, inmediatamente que quedó sola con Mony, se sentó sobre la verga del tronco que agonizaba y, durante esta desmelenada cabalgada, chupó el miembro de Mony, que descargó rápidamente como un carmelita. El hombre-tronco no estaba muerto; sangraba copiosamente por los muñones de los cuatro miembros. La ávida mujer le mamó la verga y le hizo morir bajo la horrible caricia. El esperma que resultó de esta chupada, ella se lo confesó a Mony, estaba casi frío, y ella parecía tan excitada que Mony, que se sentía agotado, le rogó que se desabrochara. Le chupó los pechos, luego ella se arrodilló y trató de reanimar la verga principesca masturbándola entre sus senos.
–¡Desgraciada!–exclamó Mony–, mujer cruel a quien Dios ha encomendado la misión de rematar a los heridos, ¿quién eres tú? ¿quién eres tú?
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
–Soy –dijo– la hija de Juan Morneski, el príncipe revolucionario que el infame Gurko envió a morir a Tobolsk.
Para vengarme y para vengar a Polonia, mi patria, remato a los soldados rusos. Quisiera matar a Kuropatkin y deseo el fin de los Romanoff.
Mi hermano, que es también mi amante, y que me desvirgó en Varsovia durante un pro-grom, por miedo de que mi virginidad no fuera presa de un cosaco, comparte los mismos sentimientos que yo. Ha extraviado el regimiento que manda y ha ido a ahogarlo al lago Baikal. Me había comunicado sus intenciones antes de su marcha.
Es así como nosotros, polacos, nos vengamos de la tiranía moscovita.
Estos afanes patrióticos han afectado mis sentidos, y mis pasiones más nobles se han doblegado ante las de la crueldad. Soy cruel, mira, como Temerlán, Atila e Iván el Terrible. Antes era tan piadosa como una santa. Hoy, Mesalina y Catalina a mi lado no serían más que tiernas ovejitas.
Mony no dejó de estremecerse al oír la declaración de esta puta exquisita. Quiso lamerle el culo en honor de Polonia a cualquier precio, y le contó cómo había participado indirectamente en la conspiración que costó la vida en Belgrado a Alejandro Obrenovitch.
Ella le escuchó con admiración.
–Ojalá pueda ver un día –exclamó– al Zar defenestrado.
Para vengarme y para vengar a Polonia, mi patria, remato a los soldados rusos. Quisiera matar a Kuropatkin y deseo el fin de los Romanoff.
Mi hermano, que es también mi amante, y que me desvirgó en Varsovia durante un pro-grom, por miedo de que mi virginidad no fuera presa de un cosaco, comparte los mismos sentimientos que yo. Ha extraviado el regimiento que manda y ha ido a ahogarlo al lago Baikal. Me había comunicado sus intenciones antes de su marcha.
Es así como nosotros, polacos, nos vengamos de la tiranía moscovita.
Estos afanes patrióticos han afectado mis sentidos, y mis pasiones más nobles se han doblegado ante las de la crueldad. Soy cruel, mira, como Temerlán, Atila e Iván el Terrible. Antes era tan piadosa como una santa. Hoy, Mesalina y Catalina a mi lado no serían más que tiernas ovejitas.
Mony no dejó de estremecerse al oír la declaración de esta puta exquisita. Quiso lamerle el culo en honor de Polonia a cualquier precio, y le contó cómo había participado indirectamente en la conspiración que costó la vida en Belgrado a Alejandro Obrenovitch.
Ella le escuchó con admiración.
–Ojalá pueda ver un día –exclamó– al Zar defenestrado.
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
Mony, que era un oficial leal, protestó contra esta defenestración y manifestó su acatamiento a la legítima autocracia: “Os admiro –dijo a la polaca– pero si fuera el Zar, destruiría en bloque a todos los polacos. Esos borrachínes ineptos no paran de fabricar bombas y hacen inhabitable el planeta. Incluso en París, esos sádicos personajes, que aparecen tanto en la Audiencia como en la Salpétriére, turban la existencia de los pacíficos ciudadanos.
–Es cierto –dijo la polaca– que mis compatriotas son gente de pocas bromas, pero que les devuelvan su patria, que les dejen hablar su idioma, y Polonia volverá a ser el país del honor caballeresco, del lujo y de las mujeres bonitas.
–¡Tienes razón! –exclamó Mony y, echando a la enfermera encima de una camilla, la trabajó perezosamente y mientras copulaban, charlaban de temas galantes y remotos. Parecía un decamerón que estaba rodeado de apestados.
–Mujer encantadora –decía Mony– cambiemos nuestra fe con nuestras almas.
–Sí –decía ella– nos casaremos después de la guerra y llenaremos el mundo con el eco de nuestras crueldades.
–De acuerdo –dijo Mony– pero que sean crueldades legales.
–Quizás tengas razón –dijo la enfermera-no hay nada tan dulce como cumplir lo permitido.
En esto, entraron en trance, se estrecharon, se mordieron y gozaron profundamente.
En este momento, oyeron un gran griterío, el ejército ruso, derrotado, huía desordenadamente ante las tropas japonesas.
Se oían los gritos horribles de los heridos, el fragor de la artillería, el rodar siniestro de los furgones y las detonaciones de los fusiles.
La tienda fue bruscamente abierta y un grupo de japoneses la invadió. Mony y la enfermera apenas tuvieron tiempo de componer sus vestidos.
Un oficial japonés se adelantó hacia el príncipe Vibescu.
–¡Sois mi prisionero! –le dijo, pero, de un pistoletazo, Mony le dejó tieso, muerto; luego, ante los estupefactos japoneses, rompió su espada en las rodillas.
Entonces se adelantó otro oficial japonés, los soldados rodearon a Mony que aceptó su cautiverio y, cuando salió de la tienda en compañía del diminuto oficial nipón, vio a lo lejos, en la llanura, a los fugitivos rezagados que intentaban penosamente unirse al ejército ruso en retirada.
–Es cierto –dijo la polaca– que mis compatriotas son gente de pocas bromas, pero que les devuelvan su patria, que les dejen hablar su idioma, y Polonia volverá a ser el país del honor caballeresco, del lujo y de las mujeres bonitas.
–¡Tienes razón! –exclamó Mony y, echando a la enfermera encima de una camilla, la trabajó perezosamente y mientras copulaban, charlaban de temas galantes y remotos. Parecía un decamerón que estaba rodeado de apestados.
–Mujer encantadora –decía Mony– cambiemos nuestra fe con nuestras almas.
–Sí –decía ella– nos casaremos después de la guerra y llenaremos el mundo con el eco de nuestras crueldades.
–De acuerdo –dijo Mony– pero que sean crueldades legales.
–Quizás tengas razón –dijo la enfermera-no hay nada tan dulce como cumplir lo permitido.
En esto, entraron en trance, se estrecharon, se mordieron y gozaron profundamente.
En este momento, oyeron un gran griterío, el ejército ruso, derrotado, huía desordenadamente ante las tropas japonesas.
Se oían los gritos horribles de los heridos, el fragor de la artillería, el rodar siniestro de los furgones y las detonaciones de los fusiles.
La tienda fue bruscamente abierta y un grupo de japoneses la invadió. Mony y la enfermera apenas tuvieron tiempo de componer sus vestidos.
Un oficial japonés se adelantó hacia el príncipe Vibescu.
–¡Sois mi prisionero! –le dijo, pero, de un pistoletazo, Mony le dejó tieso, muerto; luego, ante los estupefactos japoneses, rompió su espada en las rodillas.
Entonces se adelantó otro oficial japonés, los soldados rodearon a Mony que aceptó su cautiverio y, cuando salió de la tienda en compañía del diminuto oficial nipón, vio a lo lejos, en la llanura, a los fugitivos rezagados que intentaban penosamente unirse al ejército ruso en retirada.
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Capítulo VIII-Las once mil vergas
Capítulo VIII-Las once mil vergas
Prisionero bajo palabra, Mony quedó libre para ir y venir dentro del campamento japonés. Buscó en vano a Cornaboeux. En sus idas y venidas observó que era vigilado por el oficial que le había hecho prisionero. Quiso hacerse amigo suyo y lo consiguió. Era un sintoísta bastante sibarita que le contaba cosas admirables sobre la mujer que había dejado en el Japón.
–Es risueña y encantadora –decía– y la adoro como adoro a Trinidad Ameno-Mino-Kanussi-No-Kami. Es fecunda como Issagui e Isanami, creadores de la tierra y generadores de los hombres, y bella como Amaterassu, hija de los dioses y del mismo sol. Esperándome, piensa en mí y hace vibrar las trece cuerdas de su kô-tô de madera de Polonia imperial o toca el siô de diecisiete tubos.
–Y vos –preguntó Mony–, ¿nunca habéis tenido ganas de fornicar desde que estáis en el frente?
–Yo –dijo el oficial– cuando el deseo me apremia, ¡me masturbo contempladno grabados obscenos! Y extendió ante Mony unos libritos llenos de grabados en madera de una obscenidad sorprendente. Uno de esos libros mostraba a las mujeres haciendo el amor con toda clase de animales: gatos, pájaros, tigres, perros, peces, e incluso pulpos repugnantes que enlazaban con sus tentáculos llenos de ventosas los cuerpos de histéricas japonesitas.
“Todos nuestros oficiales y todos nuestros soldados –dijo el oficial– tienen libros de este tipo. Pueden prescindir de las mujeres y masturbarse contemplando estos dibujos priápicos.” Mony iba a visitar a menudo a los heridos rusos. Allí encontraba a la enfermera polaca que le había dado clases de crueldad en la tienda de Fedor.
Prisionero bajo palabra, Mony quedó libre para ir y venir dentro del campamento japonés. Buscó en vano a Cornaboeux. En sus idas y venidas observó que era vigilado por el oficial que le había hecho prisionero. Quiso hacerse amigo suyo y lo consiguió. Era un sintoísta bastante sibarita que le contaba cosas admirables sobre la mujer que había dejado en el Japón.
–Es risueña y encantadora –decía– y la adoro como adoro a Trinidad Ameno-Mino-Kanussi-No-Kami. Es fecunda como Issagui e Isanami, creadores de la tierra y generadores de los hombres, y bella como Amaterassu, hija de los dioses y del mismo sol. Esperándome, piensa en mí y hace vibrar las trece cuerdas de su kô-tô de madera de Polonia imperial o toca el siô de diecisiete tubos.
–Y vos –preguntó Mony–, ¿nunca habéis tenido ganas de fornicar desde que estáis en el frente?
–Yo –dijo el oficial– cuando el deseo me apremia, ¡me masturbo contempladno grabados obscenos! Y extendió ante Mony unos libritos llenos de grabados en madera de una obscenidad sorprendente. Uno de esos libros mostraba a las mujeres haciendo el amor con toda clase de animales: gatos, pájaros, tigres, perros, peces, e incluso pulpos repugnantes que enlazaban con sus tentáculos llenos de ventosas los cuerpos de histéricas japonesitas.
“Todos nuestros oficiales y todos nuestros soldados –dijo el oficial– tienen libros de este tipo. Pueden prescindir de las mujeres y masturbarse contemplando estos dibujos priápicos.” Mony iba a visitar a menudo a los heridos rusos. Allí encontraba a la enfermera polaca que le había dado clases de crueldad en la tienda de Fedor.
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
Entre los heridos se encontraba un capitán originario de Arkangel. Su herida no era' de extrema gravedad y Mony charlaba a menudo con él, sentado en la cabecera de su cama.
Un día, el herido, que se llamaba Katache, tendió a Mony una carta rogándole que la leyera. La carta decía que la mujer de Katache le engañaba con un tratante en pieles.
–La adoro –dijo el capitán–, amo a esta mujer más que a mí mismo y sufro terriblemente al saberla de otro, pero soy feliz, horriblemente feliz.
–¿Cómo conciliáis estos dos sentimientos? –preguntó Mony–, son contradictorios.
–Se confunden en mí –dijo Katache– no concibo en absoluto la voluptuosidad sin el dolor.
–¿Sois masoquista, pues? –preguntó Mony, vivamente interesado.
–¡Si le llamáis así! –asintió el oficial–, el masoquismo, por otra parte, está plenamente de acuerdo con los principios de la religión cristiana. Mirad, ya que os interesáis por mí, voy a contaros mi vida.
–De acuerdo –dijo Mony con diligencia–, pero bebed antes esta limonada para refrescaros la garganta.
El capitán Katache empezó así:
–Nací en 1874 en Arkangel y, desde mi más tierna edad, experimentaba una alegría amarga cada vez que me castigaban. Todas las desgracias que se abatieron sobre nuestra familia desarrollaron esta facultad de gozar con los infortunios y la agudizaron.
Un día, el herido, que se llamaba Katache, tendió a Mony una carta rogándole que la leyera. La carta decía que la mujer de Katache le engañaba con un tratante en pieles.
–La adoro –dijo el capitán–, amo a esta mujer más que a mí mismo y sufro terriblemente al saberla de otro, pero soy feliz, horriblemente feliz.
–¿Cómo conciliáis estos dos sentimientos? –preguntó Mony–, son contradictorios.
–Se confunden en mí –dijo Katache– no concibo en absoluto la voluptuosidad sin el dolor.
–¿Sois masoquista, pues? –preguntó Mony, vivamente interesado.
–¡Si le llamáis así! –asintió el oficial–, el masoquismo, por otra parte, está plenamente de acuerdo con los principios de la religión cristiana. Mirad, ya que os interesáis por mí, voy a contaros mi vida.
–De acuerdo –dijo Mony con diligencia–, pero bebed antes esta limonada para refrescaros la garganta.
El capitán Katache empezó así:
–Nací en 1874 en Arkangel y, desde mi más tierna edad, experimentaba una alegría amarga cada vez que me castigaban. Todas las desgracias que se abatieron sobre nuestra familia desarrollaron esta facultad de gozar con los infortunios y la agudizaron.
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
Esto seguramente procedía de un exceso de cariño. Asesinaron a mi padre y recuerdo que contando quince años en aquel momento, a causa de esa muerte experimenté mi primer éxtasis. La conmoción y el espanto me hicieron eyacular. Mi madre se volvió loca y, cuando iba a visitarla al asilo, me masturbaba mientras la oía contar extravagancias inmundas, pues creía haberse convertido en water, señor, y describía los imaginarios culos que defecaban en ella. El día que se figuró que estaba completamente llena, fue preciso encerrarla. Se volvió peligrosa y pedía a voces que vinieran los poceros para vaciarla. Yo la escuchaba con pesar. Ella me reconocía.
Hijo mío –decía– ya no quieres a tu madre, te vas a otros lavabos. Siéntate encima mío y caga a gusto.
¿Dónde se puede cagar mejor que en el seno de su madre ?
Además, hijo mío, no lo olvides, la hoya está llena. Ayer un comerciante de cerveza que vino a cagar en mí tenía cólico. Estoy desbordada, ya no puedo más. Es absolutamente imprescindible hacer venir a los poceros.
Creedlo, señor, estaba profundamente asqueado y también apenado, pues adoraba a mi madre, pero al mismo tiempo sentía un placer indecible al oír estas palabras inmundas. Sí, señor, gozaba y me masturbaba.
Me alistaron en el ejército y gracias a mis influencias pude permanecer en el norte. Frecuentaba a la familia de un pastor protestante establecido en Arkangel; era un inglés y tenía una hija tan maravillosa que mis descripciones no la mostrarían ni la mitad de lo bella que era en realidad. Un día estábamos bailando en una fiesta familiar y, después del vals, Florence colocó, como por azar, su mano entre mis muslos preguntándome:
Hijo mío –decía– ya no quieres a tu madre, te vas a otros lavabos. Siéntate encima mío y caga a gusto.
¿Dónde se puede cagar mejor que en el seno de su madre ?
Además, hijo mío, no lo olvides, la hoya está llena. Ayer un comerciante de cerveza que vino a cagar en mí tenía cólico. Estoy desbordada, ya no puedo más. Es absolutamente imprescindible hacer venir a los poceros.
Creedlo, señor, estaba profundamente asqueado y también apenado, pues adoraba a mi madre, pero al mismo tiempo sentía un placer indecible al oír estas palabras inmundas. Sí, señor, gozaba y me masturbaba.
Me alistaron en el ejército y gracias a mis influencias pude permanecer en el norte. Frecuentaba a la familia de un pastor protestante establecido en Arkangel; era un inglés y tenía una hija tan maravillosa que mis descripciones no la mostrarían ni la mitad de lo bella que era en realidad. Un día estábamos bailando en una fiesta familiar y, después del vals, Florence colocó, como por azar, su mano entre mis muslos preguntándome:
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
–¿La tiene dura?
Se dio cuenta de que yo estaba en un estado de erección terrible; pero sonrió diciéndome:
–Yo también estoy completamente mojada, pero no es en su honor. He gozado por Dyre.
Y se fue zalameramente hacia Dyre Kissird, que era un viajante noruego. Bromearon un instante, luego, como la orquesta había atacado una danza, partieron abrazados mirándose amorosamente. Yo sufría el martirio. Los celos me mordían el corazón. Y si Florénce era deseable, la deseé aún más cuando supe que ella no me amaba. Descargué viéndola bailar con mi rival. Me los imaginaba uno en brazos del otro y tuve que girarme para que nadie viera mis lágrimas.
Entonces, empujado por el demonio de la concupiscencia y de los celos, me juré que debía hacerla mi esposa. Es extraña, esta Florénce, habla cuatro lenguas: francés, alemán, ruso e inglés, pero en realidad, no conoce ninguna y la jerga que emplea tiene un sabor de salvajismo. Yo mismo hablo muy bien el francés y conozco a fondo la literatura francesa, especialmente a los poetas de finales del siglo XIX. Hacía versos que llamaba simbolistas para Florénce, que reflejaban simplemente mi tristeza.
Se dio cuenta de que yo estaba en un estado de erección terrible; pero sonrió diciéndome:
–Yo también estoy completamente mojada, pero no es en su honor. He gozado por Dyre.
Y se fue zalameramente hacia Dyre Kissird, que era un viajante noruego. Bromearon un instante, luego, como la orquesta había atacado una danza, partieron abrazados mirándose amorosamente. Yo sufría el martirio. Los celos me mordían el corazón. Y si Florénce era deseable, la deseé aún más cuando supe que ella no me amaba. Descargué viéndola bailar con mi rival. Me los imaginaba uno en brazos del otro y tuve que girarme para que nadie viera mis lágrimas.
Entonces, empujado por el demonio de la concupiscencia y de los celos, me juré que debía hacerla mi esposa. Es extraña, esta Florénce, habla cuatro lenguas: francés, alemán, ruso e inglés, pero en realidad, no conoce ninguna y la jerga que emplea tiene un sabor de salvajismo. Yo mismo hablo muy bien el francés y conozco a fondo la literatura francesa, especialmente a los poetas de finales del siglo XIX. Hacía versos que llamaba simbolistas para Florénce, que reflejaban simplemente mi tristeza.
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
La anémona ha florecido en el nombre de Arkangel
Cuando los ángeles lloran por tener angeleces.
Y el nombre de Florénce ha suspirado concluir
Los juramentos vertiginosos en los peldaños de la escalera.
Voces blancas cantando en el nombre de Arkangel
Han modulado a menudo nanas a Florénce
Cuyas flores, de retorno, cubren con profunda ansiedad
Los techos y las paredes que rezuman con el deshielo.
¡Oh Florénce! ¡Oh Arkangel!
La una: bahía de laureles, pero la otra: hierba angélica
Las mujeres, por turno, se apoyan en los pretiles.
Y llenan los pozos negros con flores y reliquias
¡Dos reliquias de arcángel y de flores de Arkangel!
Cuando los ángeles lloran por tener angeleces.
Y el nombre de Florénce ha suspirado concluir
Los juramentos vertiginosos en los peldaños de la escalera.
Voces blancas cantando en el nombre de Arkangel
Han modulado a menudo nanas a Florénce
Cuyas flores, de retorno, cubren con profunda ansiedad
Los techos y las paredes que rezuman con el deshielo.
¡Oh Florénce! ¡Oh Arkangel!
La una: bahía de laureles, pero la otra: hierba angélica
Las mujeres, por turno, se apoyan en los pretiles.
Y llenan los pozos negros con flores y reliquias
¡Dos reliquias de arcángel y de flores de Arkangel!
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
La vida de cuartel en el norte de Rusia está llena de diversiones en época de paz. La caza y las obligaciones mundanas se reparten la vida del militar. La caza tenía muy pocos atractivos para mí y mis ocupaciones mundanas quedan resumidas en estas pocas palabras: conseguir a Florénce a quien amo y que no me ama. Fue una dura labor. Sufrí mil veces la muerte, pues Florénce me detestaba cada vez más, se burlaba de mí y flirteaba con cazadores de osos polares, con comerciantes escandinavos e, incluso, un día que una miserable compañía francesa de opereta llegó a nuestras lejanas brumas para hacer varias actuaciones, sorprendí a Florence, durante una aurora boreal, patinando cogida de la mano del tenor, un chivo repugnante, nacido en Carcassonne.
Pero yo era rico, señor, y mis solicitudes no dejaban indiferente al padre de Florence, con la que me casé por fin.
Partimos hacia Francia y, en el camino, ella no permitió que la besara siquiera. Llegamos a Niza en febrero, durante el carnaval.
Alquilamos una villa y, un día en que había guerra de flores, Florence me comunicó que había decidido perder su virginidad aquella misma noche. Creí que mi amor iba a ser recompensado. ¡Ay! empezaba mi calvario voluptuoso.
Florence añadió que no era yo el escogido para cumplir esa función.
“Es usted demasiado ridículo –dijo– y no sabría hacerlo. Quiero un francés, los franceses son galantes y expertos en el amor. Yo misma escogeré a mi ensanchador durante la fiesta.”
Habituado a la obediencia, incliné la cabeza. Fuimos a la batalla de flores. Un joven con acento nizardo o monegasco miró a Florence. Ella volvió la cabeza sonriendo. Yo sufría más de lo que se sufre en cualquiera de los círculos del infierno de Dante.
Pero yo era rico, señor, y mis solicitudes no dejaban indiferente al padre de Florence, con la que me casé por fin.
Partimos hacia Francia y, en el camino, ella no permitió que la besara siquiera. Llegamos a Niza en febrero, durante el carnaval.
Alquilamos una villa y, un día en que había guerra de flores, Florence me comunicó que había decidido perder su virginidad aquella misma noche. Creí que mi amor iba a ser recompensado. ¡Ay! empezaba mi calvario voluptuoso.
Florence añadió que no era yo el escogido para cumplir esa función.
“Es usted demasiado ridículo –dijo– y no sabría hacerlo. Quiero un francés, los franceses son galantes y expertos en el amor. Yo misma escogeré a mi ensanchador durante la fiesta.”
Habituado a la obediencia, incliné la cabeza. Fuimos a la batalla de flores. Un joven con acento nizardo o monegasco miró a Florence. Ella volvió la cabeza sonriendo. Yo sufría más de lo que se sufre en cualquiera de los círculos del infierno de Dante.
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
Durante la batalla de flores, lo volvimos a ver. Estaba solo en un coche adornado con profusión de flores exóticas. Nosotros estábamos en un Victoria que le volvía loco a uno, pues Florence había querido que estuviera enteramente adornado con nardos.
Cuando el coche del joven cruzaba junto al nuestro, arrojaba flores a Florence que le miraba amorosamente mientras le arrojaba manojos de nardos.
Una vez, excitada, arrojó muy fuerte un ramillete cuyos tallos y flores, blandos y viscosos, dejaron una mancha sobre el traje de franela del guapo. Inmediatamente Florence se disculpó y, apeándose sin ceremonias, subió al coche del joven.
Era un joven nizardo enriquecido en el comercio de aceite de oliva que le había dejado su padre.
Próspero, éste era el nombre del joven, recibió a mi mujer sin ceremonias y, al final de la batalla, su coche tuvo el primer premio y el mío el segundo. La banda tocaba. Vi como mi mujer ondeaba la banderola ganada por mi rival, al que besaba en la boca.
Por la noche, ella exigió cenar conmigo y con Próspero, al que condujo a nuestra villa. La noche era exquisita y yo sufría.
Mi mujer nos hizo entrar a los dos en el dormitorio, yo triste hasta la muerte y Próspero muy asombrado y un poco molesto por su buena fortuna.
Ella me señaló un sillón diciendo:
–Va a asistir a una clase de voluptuosidad, trate de aprovechar.
Luego pidió a Próspero que la desnudara: él lo hizo con una cierta gracia.
Cuando el coche del joven cruzaba junto al nuestro, arrojaba flores a Florence que le miraba amorosamente mientras le arrojaba manojos de nardos.
Una vez, excitada, arrojó muy fuerte un ramillete cuyos tallos y flores, blandos y viscosos, dejaron una mancha sobre el traje de franela del guapo. Inmediatamente Florence se disculpó y, apeándose sin ceremonias, subió al coche del joven.
Era un joven nizardo enriquecido en el comercio de aceite de oliva que le había dejado su padre.
Próspero, éste era el nombre del joven, recibió a mi mujer sin ceremonias y, al final de la batalla, su coche tuvo el primer premio y el mío el segundo. La banda tocaba. Vi como mi mujer ondeaba la banderola ganada por mi rival, al que besaba en la boca.
Por la noche, ella exigió cenar conmigo y con Próspero, al que condujo a nuestra villa. La noche era exquisita y yo sufría.
Mi mujer nos hizo entrar a los dos en el dormitorio, yo triste hasta la muerte y Próspero muy asombrado y un poco molesto por su buena fortuna.
Ella me señaló un sillón diciendo:
–Va a asistir a una clase de voluptuosidad, trate de aprovechar.
Luego pidió a Próspero que la desnudara: él lo hizo con una cierta gracia.
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
Florence era encantadora. Su carne firme, y más llena de lo que parecía, palpitaba bajo la mano del nizardo. El se desnudó también y su miembro estaba erecto. Me di cuenta con alegría que no era más grande que el mío. Era incluso más pequeño y delgado. Era en suma una auténtica verga de virgo. Los dos eran encantadores; ella, bien peinada, con los ojos chispeantes de deseo, rosada en su camisón de encajes.
Próspero le chupó los pechos, que destacaban como arrullado ras palomas y, pasando la mano bajo el camisón, la masturbó un poquito mientras ella se entretenía mamando el miembro que dejaba escapar de vez en cuando y que entonces iba a restallar contra el vientre del joven. Yo lloraba en mi sillón. De golpe, Próspero tomó a mi mujer en brazos y le levantó el camisón por detrás; su bonito culo regordete apareció lleno de hoyuelos.
Próspero le dio una azotaina mientras ella reía; sobre este trasero las rosas se mezclaron con los lises. Al poco ella se puso seria y dijo:
–Tómame.
El la llevó a la cama y oí el grito de dolor que lanzó mi mujer, cuando el himen desgarrado dejó paso libre al miembro de su vencedor.
Ya no me hacían el menor caso. Yo sollozaba, gozando de mi dolor a pesar de todo; sin poder aguantarme, saqué rápidamente mi miembro y me masturbé en su honor.
Ellos fornicaron una decena de veces. Luego mi mujer, como si se diera cuenta de mi presencia, me dijo:
–Ven a ver, mi querido marido, el buen trabajo que ha hecho Próspero.
Próspero le chupó los pechos, que destacaban como arrullado ras palomas y, pasando la mano bajo el camisón, la masturbó un poquito mientras ella se entretenía mamando el miembro que dejaba escapar de vez en cuando y que entonces iba a restallar contra el vientre del joven. Yo lloraba en mi sillón. De golpe, Próspero tomó a mi mujer en brazos y le levantó el camisón por detrás; su bonito culo regordete apareció lleno de hoyuelos.
Próspero le dio una azotaina mientras ella reía; sobre este trasero las rosas se mezclaron con los lises. Al poco ella se puso seria y dijo:
–Tómame.
El la llevó a la cama y oí el grito de dolor que lanzó mi mujer, cuando el himen desgarrado dejó paso libre al miembro de su vencedor.
Ya no me hacían el menor caso. Yo sollozaba, gozando de mi dolor a pesar de todo; sin poder aguantarme, saqué rápidamente mi miembro y me masturbé en su honor.
Ellos fornicaron una decena de veces. Luego mi mujer, como si se diera cuenta de mi presencia, me dijo:
–Ven a ver, mi querido marido, el buen trabajo que ha hecho Próspero.
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
Me acerqué a la cama, el miembro al aire, y viendo que mi verga era más grande que la de Próspero, le despreció. Me másturbó diciendo:
–Próspero, su verga no vale nada, pues la de mi marido, que es un idiota, es más grande que la suya. Usted me ha engañado. Mi marido me vengará. André –ese era yo– azota a este hombre hasta que sangre.
Me arrojé sobre él y, empuñando un látigo para perros que estaba encima de la mesita de noche, le fustigué con toda la fuerza que me daban mis celos. Le azoté mucho rato. Yo era el más fuerte y al final mi mujer tuvo piedad de él. Le hizo vestirse y le despachó con un adiós definitivo.
Cuando se hubo marchado, creí que se habían acabado mis desgracias. ¡Ay! me dijo:
–André, déme su verga.
Me másturbó, pero no permitió que la tocara. Enseguida, llamó a su perro, un bello danés, que másturbó un instante. Cuando su miembro puntiagudo estuvo erecto, hizo montar al perro encima suyo, ordenándome que ayudara a la bestia cuya lengua colgaba y que jadeaba de voluptuosidad. Sufría tanto que me desmayé al eyacular. Cuando volví en mí, Florence me llamaba a gritos. El pene del perro, una vez dentro, ya no quería salir. Los dos, mi mujer y el animal, hacía media hora que se forzaban infructuosamente, sin conseguir desengancharse. Una nudosidad retenía el miembro de! danés dentro de la estrecha vagina de mi mujer. Utilicé agua fría y rápidamente les devolví la libertad. Desde ese día mi mujer perdió las ganas de hacer el amor con perros. Para recompensar mis servicios, me másturbó y luego me envió a acostar a mi habitación.
–Próspero, su verga no vale nada, pues la de mi marido, que es un idiota, es más grande que la suya. Usted me ha engañado. Mi marido me vengará. André –ese era yo– azota a este hombre hasta que sangre.
Me arrojé sobre él y, empuñando un látigo para perros que estaba encima de la mesita de noche, le fustigué con toda la fuerza que me daban mis celos. Le azoté mucho rato. Yo era el más fuerte y al final mi mujer tuvo piedad de él. Le hizo vestirse y le despachó con un adiós definitivo.
Cuando se hubo marchado, creí que se habían acabado mis desgracias. ¡Ay! me dijo:
–André, déme su verga.
Me másturbó, pero no permitió que la tocara. Enseguida, llamó a su perro, un bello danés, que másturbó un instante. Cuando su miembro puntiagudo estuvo erecto, hizo montar al perro encima suyo, ordenándome que ayudara a la bestia cuya lengua colgaba y que jadeaba de voluptuosidad. Sufría tanto que me desmayé al eyacular. Cuando volví en mí, Florence me llamaba a gritos. El pene del perro, una vez dentro, ya no quería salir. Los dos, mi mujer y el animal, hacía media hora que se forzaban infructuosamente, sin conseguir desengancharse. Una nudosidad retenía el miembro de! danés dentro de la estrecha vagina de mi mujer. Utilicé agua fría y rápidamente les devolví la libertad. Desde ese día mi mujer perdió las ganas de hacer el amor con perros. Para recompensar mis servicios, me másturbó y luego me envió a acostar a mi habitación.
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
El día siguiente por la noche, supliqué a mi mujer que me dejara cumplir mis deberes de esposo.
–Te adoro –le decía– nadie te ama como yo, soy tu esclavo. Haz lo que quieras de mí.
Estaba desnuda y deliciosa. Sus cabellos estaban extendidos sobre la cama, las fresas de sus senos me atraían y yo lloraba. Me sacó el miembro y lentamente, a pequeñas sacudidas, me masturbó. Luego llamó, y una doncella que había contratado en Niza acudió en camisón, pues ya se había acostado. Mi mujer me hizo sentar otra vez en el sillón, y asistí a los retozos de dos tríbadas que gozaron enfebrecidamente, resoplando, babeando. Se lamieron como gatitas, se masturbaron la una con el muslo de la otra, y yo veía el culo de la joven Ninette, grande y firme, alzarse encima de mi mujer cuyos ojos nadaban en voluptuosidad.
Quise acercarme a ellas, pero Florence y Ninette se burlaron de mí y me masturbaron, luego se hundieron de nuevo en sus voluptuosidades contra natura.
El día siguiente, mi mujer no llamó a Ninette, pero un oficial de cazadores alpinos vino a hacerme sufrir. Su miembro era enorme y negruzco. Era grosero, me insultaba y me golpeaba.
Cuando hubo fornicado con mi mujer, me ordenó acercarme a la cama y, cogiendo la correa del perro, me cruzó el rostro. ¡Ay! una risotada de mi mujer me volvió a producir esa áspera voluptuosidad que ya había experimentado en otras ocasiones.
Me dejé desnudar por el cruel soldado que tenía necesidad de azotar a alguien para excitarse.
–Te adoro –le decía– nadie te ama como yo, soy tu esclavo. Haz lo que quieras de mí.
Estaba desnuda y deliciosa. Sus cabellos estaban extendidos sobre la cama, las fresas de sus senos me atraían y yo lloraba. Me sacó el miembro y lentamente, a pequeñas sacudidas, me masturbó. Luego llamó, y una doncella que había contratado en Niza acudió en camisón, pues ya se había acostado. Mi mujer me hizo sentar otra vez en el sillón, y asistí a los retozos de dos tríbadas que gozaron enfebrecidamente, resoplando, babeando. Se lamieron como gatitas, se masturbaron la una con el muslo de la otra, y yo veía el culo de la joven Ninette, grande y firme, alzarse encima de mi mujer cuyos ojos nadaban en voluptuosidad.
Quise acercarme a ellas, pero Florence y Ninette se burlaron de mí y me masturbaron, luego se hundieron de nuevo en sus voluptuosidades contra natura.
El día siguiente, mi mujer no llamó a Ninette, pero un oficial de cazadores alpinos vino a hacerme sufrir. Su miembro era enorme y negruzco. Era grosero, me insultaba y me golpeaba.
Cuando hubo fornicado con mi mujer, me ordenó acercarme a la cama y, cogiendo la correa del perro, me cruzó el rostro. ¡Ay! una risotada de mi mujer me volvió a producir esa áspera voluptuosidad que ya había experimentado en otras ocasiones.
Me dejé desnudar por el cruel soldado que tenía necesidad de azotar a alguien para excitarse.
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
Cuando quedé desnudo, el alpino me insultó, me llamó: cornudo, cabrón, animal con cuernos y, alzando la correa, la abatió sobre mi trasero; los primeros golpes fueron crueles. Pero vi que mi mujer gozaba con mi sufrimiento, su placer se transmitió a mi persona. Yo mismo gozaba sufriendo.
Cada golpe caía sobre las nalgas como una voluptuosidad algo violenta. El primer escozor quedaba convertido inmediatamente en caricia exquisita y mi miembro se endurecía. Al poco rato los golpes me habían arrancado la piel, y la sangre que brotaba de mis nalgas me enardecía de una manera extraña. Aumentó mucho mis goces.
El dedo de mi mujer se agitaba en el musgo que adornaba su bonito coño. Con la otra mano, masturbaba a mi verdugo. Inesperadamente, los golpes se hicieron más rápidos y sentí que el momento de mi espasmo se aproximaba. Mi cerebro se entusiasmó; los mártires con que se honra la iglesia deben tener momentos como éste.
Me levanté, ensangrentado y con el miembro erecto, y me abalancé sobre mi mujer.
Ni ella ni su amante pudieron impedírmelo. Caí en los brazos de mi esposa y sólo tocar con mi miembro los pelos adorados de su coño, descargué lanzando horribles alaridos.
Pero inmediatamente el alpino me arrancó de mi puesto; mi mujer, encarnada por la rabia, dijo que era preciso castigarme.
Tomó unos alfileres y me los hundió en la carne, uno a uno, con voluptuosidad. Yo lanzaba unos gritos de dolor terribles. Cualquiera hubiera tenido piedad de mí. Pero mi indigna mujer se acostó en la roja cama y, con las piernas abiertas, estiró a su amante por su enorme verga de asno, luego, separando los pelos y los labios del coño, se hundió el miembro hasta los testículos, mientras que su amante le mordía los senos y yo rodaba por el suelo como un loco, clavándome aún más esas dolorosas agujas.
Cada golpe caía sobre las nalgas como una voluptuosidad algo violenta. El primer escozor quedaba convertido inmediatamente en caricia exquisita y mi miembro se endurecía. Al poco rato los golpes me habían arrancado la piel, y la sangre que brotaba de mis nalgas me enardecía de una manera extraña. Aumentó mucho mis goces.
El dedo de mi mujer se agitaba en el musgo que adornaba su bonito coño. Con la otra mano, masturbaba a mi verdugo. Inesperadamente, los golpes se hicieron más rápidos y sentí que el momento de mi espasmo se aproximaba. Mi cerebro se entusiasmó; los mártires con que se honra la iglesia deben tener momentos como éste.
Me levanté, ensangrentado y con el miembro erecto, y me abalancé sobre mi mujer.
Ni ella ni su amante pudieron impedírmelo. Caí en los brazos de mi esposa y sólo tocar con mi miembro los pelos adorados de su coño, descargué lanzando horribles alaridos.
Pero inmediatamente el alpino me arrancó de mi puesto; mi mujer, encarnada por la rabia, dijo que era preciso castigarme.
Tomó unos alfileres y me los hundió en la carne, uno a uno, con voluptuosidad. Yo lanzaba unos gritos de dolor terribles. Cualquiera hubiera tenido piedad de mí. Pero mi indigna mujer se acostó en la roja cama y, con las piernas abiertas, estiró a su amante por su enorme verga de asno, luego, separando los pelos y los labios del coño, se hundió el miembro hasta los testículos, mientras que su amante le mordía los senos y yo rodaba por el suelo como un loco, clavándome aún más esas dolorosas agujas.
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
Me desperté en brazos de la bella Ninette, que, inclinada sobre mí, me arrancaba los alfileres. Oí como mi mujer, en la habitación de al lado, gritaba y blasfemaba mientras gozaba en brazos del oficial. El dolor que me producían las agujas que me arrancaba Ninette y el que me causaban los goces de mi mujer me produjeron una erección atroz. Ninette, ya lo he dicho, estaba inclinada sobre mí, la agarré por la barba del coño y noté que la grieta estaba húmeda debajo de mi dedo.
Pero por desgracia la puerta se abrió en este momento y entró un horrible botcha, es decir, un peón de albañil piamontés.
Era el amante de Ninette, y se enfureció. Levantó las faldas a su querida y empezó a pegarle delante de mí. Luego desabrochó su cinturón de cuero y la azotó con él. Ella gritaba.
–No he hecho el amor con mi señor.
–Por eso –dijo el albañil, que la agarraba por los pelos del culo.
Ninette se defendía en vano. Su macizo culo moreno se estremecía bajo los golpes de la correa que silbaba y cortaba el aire como una serpiente que se abalanza sobre una presa. Al poco rato tuvo el trasero al rojo. Esos castigos debían gustarle, pues se giró y, agarrando a su amante por la bragueta, le bajó los pantalones y sacó una verga y unos testículos que debían pesar al menos tres kilos y medio en total.
El puerco la tenía tan dura como un cerdo. Se acostó sobre Ninette que cruzó sus piernas finas y vigorosas sobre la espalda del obrero. Vi como el enorme miembro entraba en un coño peludo que lo tragó como una pastilla y lo vomitó como un pistón. Tardaron mucho en llegar al espasmo y sus gritos se mezclaban con los de mi mujer.
Pero por desgracia la puerta se abrió en este momento y entró un horrible botcha, es decir, un peón de albañil piamontés.
Era el amante de Ninette, y se enfureció. Levantó las faldas a su querida y empezó a pegarle delante de mí. Luego desabrochó su cinturón de cuero y la azotó con él. Ella gritaba.
–No he hecho el amor con mi señor.
–Por eso –dijo el albañil, que la agarraba por los pelos del culo.
Ninette se defendía en vano. Su macizo culo moreno se estremecía bajo los golpes de la correa que silbaba y cortaba el aire como una serpiente que se abalanza sobre una presa. Al poco rato tuvo el trasero al rojo. Esos castigos debían gustarle, pues se giró y, agarrando a su amante por la bragueta, le bajó los pantalones y sacó una verga y unos testículos que debían pesar al menos tres kilos y medio en total.
El puerco la tenía tan dura como un cerdo. Se acostó sobre Ninette que cruzó sus piernas finas y vigorosas sobre la espalda del obrero. Vi como el enorme miembro entraba en un coño peludo que lo tragó como una pastilla y lo vomitó como un pistón. Tardaron mucho en llegar al espasmo y sus gritos se mezclaban con los de mi mujer.
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
Cuando hubieron acabado, el botcha, que era pelirrojo, se levantó y, viendo que me mas-turbaba, me insultó y, volviendo a empuñar la correa, me fustigó por todas partes. La correa me hacía un daño terrible, pues ya estaba muy débil y no tenía suficientes fuerzas para sentir la voluptuosidad. La hebilla me entraba cruelmente en las carnes. Yo gritaba:
–¡Piedad!
Pero en este momento, mi mujer entró con su amante y, como un organillo tocaba un vals bajo nuestras ventanas, las dos parejas descompuestas empezaron a bailar encima de mi cuerpo, aplastándome los testículos, la nariz y haciéndome sangrar por todas partes.
Caí enfermo. Fui vengado pues el botcha cayó de un andamio partiéndose el cráneo y el oficial alpino, habiendo insultado a uno de sus compañeros, fue muerto en duelo por éste.
Una orden de Su Majestad me llamó para el servicio en Extremo Oriente y abandoné a mi mujer que sigue engañándome...
Así fue como Katache terminó su relato. Había inflamado a Mony y a la enfermera polaca, que había entrado hacia el final de la historia y la escuchaba, estremeciéndose de voluptuosidad contenida.
El príncipe y la enfermera se abalanzaron sobre el desgraciado herido, le destaparon y, agarrando las astas de las banderas rusas que habían sido capturadas en la última batalla y yacían desparramadas en el suelo, empezaron a golpear al desgraciado cuyo trasero se estremecía a cada golpe. Deliraba:
–¡Oh! mi querida Florence, ¿es tu mano divina la que me golpea? Me provocas una erección... Cada golpe me hace gozar... No te olvides de masturbarme... ¡Oh! es bueno. Golpeas demasiado fuerte en los hombros... ¡Oh! este golpe me ha hecho sangrar... Mi sangre se derrama para ti... mi esposa... mi tórtola... mi mosquita querida...
–¡Piedad!
Pero en este momento, mi mujer entró con su amante y, como un organillo tocaba un vals bajo nuestras ventanas, las dos parejas descompuestas empezaron a bailar encima de mi cuerpo, aplastándome los testículos, la nariz y haciéndome sangrar por todas partes.
Caí enfermo. Fui vengado pues el botcha cayó de un andamio partiéndose el cráneo y el oficial alpino, habiendo insultado a uno de sus compañeros, fue muerto en duelo por éste.
Una orden de Su Majestad me llamó para el servicio en Extremo Oriente y abandoné a mi mujer que sigue engañándome...
Así fue como Katache terminó su relato. Había inflamado a Mony y a la enfermera polaca, que había entrado hacia el final de la historia y la escuchaba, estremeciéndose de voluptuosidad contenida.
El príncipe y la enfermera se abalanzaron sobre el desgraciado herido, le destaparon y, agarrando las astas de las banderas rusas que habían sido capturadas en la última batalla y yacían desparramadas en el suelo, empezaron a golpear al desgraciado cuyo trasero se estremecía a cada golpe. Deliraba:
–¡Oh! mi querida Florence, ¿es tu mano divina la que me golpea? Me provocas una erección... Cada golpe me hace gozar... No te olvides de masturbarme... ¡Oh! es bueno. Golpeas demasiado fuerte en los hombros... ¡Oh! este golpe me ha hecho sangrar... Mi sangre se derrama para ti... mi esposa... mi tórtola... mi mosquita querida...
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
La puta de la enfermera pegaba como nunca se ha pegado. El culo del desgraciado se alzaba, lívido y manchado de sangre pálida en varias zonas. El corazón de Mony se hizo un nudo, reconoció su crueldad, su furor se volvió contra la indigna enfermera. Le levantó las faldas y empezó a golpearla. Ella cayó al suelo, meneando sus ancas de puerca que un lunar hacía destacar aún más.
El golpeó con todas sus fuerzas, dejando brotar la sangre de la carne satinada.
Ella se giró, gritando como una poseída. Entonces el bastón de Mony se abatió sobre el vientre, haciendo un ruido sordo.
Tuvo una idea genial y, cogiendo del suelo el otro bastón, el que había soltado la enfermedad, empezó a tocar el tambor sobre el vientre desnudo de la polaca. Los ras seguían a los fias con rapidez vertiginosa y ni el pequeño Bara, de gloriosa memoria, redobló tan bien el toque de carga en el puente de Arcóle.
Al final, el vientre estalló; Mony seguía golpeando y, fuera de la enfermería, los soldados japoneses se reunían creyendo que tocaban generala. Las cornetas tocaron alerta en todo el campamento. Todos los regimientos estaban formados, y bien les fue, pues los rusos acababan de iniciar la ofensiva y avanzaban hacia el campamento japonés. Sin los redobles del príncipe Mony Vibescu, el campamento japonés habría caído. Esta fue además la victoria decisiva de los nipones. Debida a un rumano sádico.
De improviso, varios enfermeros trayendo heridos entraron en la sala. Vieron al príncipe apaleando el vientre abierto de la polaca Vieron al herido ensangrentado y desnudo sobre la cama.
Se abalanzaron sobre el príncipe, le ataron y se lo llevaron.
Un consejo de guerra le condenó a muerte por flagelación y nada pudo ablandar a los jueces japoneses. Una solicitud de gracia al Mikado no obtuvo ningún éxito.
El príncipe Vibescu tomó valientemente sus disposiciones y se preparó a morir como un verdadero hospodar hereditario de Rumania.
El golpeó con todas sus fuerzas, dejando brotar la sangre de la carne satinada.
Ella se giró, gritando como una poseída. Entonces el bastón de Mony se abatió sobre el vientre, haciendo un ruido sordo.
Tuvo una idea genial y, cogiendo del suelo el otro bastón, el que había soltado la enfermedad, empezó a tocar el tambor sobre el vientre desnudo de la polaca. Los ras seguían a los fias con rapidez vertiginosa y ni el pequeño Bara, de gloriosa memoria, redobló tan bien el toque de carga en el puente de Arcóle.
Al final, el vientre estalló; Mony seguía golpeando y, fuera de la enfermería, los soldados japoneses se reunían creyendo que tocaban generala. Las cornetas tocaron alerta en todo el campamento. Todos los regimientos estaban formados, y bien les fue, pues los rusos acababan de iniciar la ofensiva y avanzaban hacia el campamento japonés. Sin los redobles del príncipe Mony Vibescu, el campamento japonés habría caído. Esta fue además la victoria decisiva de los nipones. Debida a un rumano sádico.
De improviso, varios enfermeros trayendo heridos entraron en la sala. Vieron al príncipe apaleando el vientre abierto de la polaca Vieron al herido ensangrentado y desnudo sobre la cama.
Se abalanzaron sobre el príncipe, le ataron y se lo llevaron.
Un consejo de guerra le condenó a muerte por flagelación y nada pudo ablandar a los jueces japoneses. Una solicitud de gracia al Mikado no obtuvo ningún éxito.
El príncipe Vibescu tomó valientemente sus disposiciones y se preparó a morir como un verdadero hospodar hereditario de Rumania.
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Capítulo IX-Las once mil vergas
Capítulo IX-Las once mil vergas
Llegó el día de la ejecución, el príncipe Vibescu se confesó, comulgó, hizo su testamento y escribió a sus padres. Poco después introdujeron a una niñita de doce años en su celda. Se sorprendió, pero viendo que les dejaban solos, empezó a sobarla.
Era encantadora y le contó en rumano que era de Bucarest y había sido capturada por los japoneses en la retaguardia del ejército ruso donde sus padres se dedicaban al comercio.
Le habían preguntado si quería ser desvirgada por un condenado a muerte rumano y ella había aceptado.
Mony le levantó las faldas y le chupó su coño regordete donde aún no había pelo, luego le dio una suave azotaina mientras ella le masturbaba. Luego puso la cabeza de su miembro entre las piernas infantiles de la pequeña rumana, pero no podía entrar. Ella le secundaba con todas sus fuerzas, pegando culadas y ofreciendo al príncipe para que los besara sus pechitos redondos como mandarinas. En un ataque de furor erótico él consiguió que su miembro penetrara por fin en la niñita, destrozando por fin esta virginidad, derramando sangre inocente.
Entonces Mony se levantó y, como no tenía nada que esperar de la justicia humana, estranguló a la niña tras hundirle los ojos, mientras ella lanzaba gritos espantosos. Los soldados japoneses entraron entonces y le hicieron salir. Un heraldo leyó la sentencia en el patio de la prisión, que era una antigua pagoda china de maravillosa arquitectura.
Llegó el día de la ejecución, el príncipe Vibescu se confesó, comulgó, hizo su testamento y escribió a sus padres. Poco después introdujeron a una niñita de doce años en su celda. Se sorprendió, pero viendo que les dejaban solos, empezó a sobarla.
Era encantadora y le contó en rumano que era de Bucarest y había sido capturada por los japoneses en la retaguardia del ejército ruso donde sus padres se dedicaban al comercio.
Le habían preguntado si quería ser desvirgada por un condenado a muerte rumano y ella había aceptado.
Mony le levantó las faldas y le chupó su coño regordete donde aún no había pelo, luego le dio una suave azotaina mientras ella le masturbaba. Luego puso la cabeza de su miembro entre las piernas infantiles de la pequeña rumana, pero no podía entrar. Ella le secundaba con todas sus fuerzas, pegando culadas y ofreciendo al príncipe para que los besara sus pechitos redondos como mandarinas. En un ataque de furor erótico él consiguió que su miembro penetrara por fin en la niñita, destrozando por fin esta virginidad, derramando sangre inocente.
Entonces Mony se levantó y, como no tenía nada que esperar de la justicia humana, estranguló a la niña tras hundirle los ojos, mientras ella lanzaba gritos espantosos. Los soldados japoneses entraron entonces y le hicieron salir. Un heraldo leyó la sentencia en el patio de la prisión, que era una antigua pagoda china de maravillosa arquitectura.
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
La sentencia era breve: el condenado debía recibir un vergajazo por parte de cada hombre que componía el ejército japonés acampado en ese lugar. Este ejército constaba de once mil unidades.
Y mientras el heraldo leía, el príncipe rememoró su agitada vida. Las mujeres de Bucarest, el vice-cónsul de Servia, París, el asesinato en el coche-cama, la japonesita de Port-Arthur, todo esto se confundía en su memoria.
Un hecho se precisó. Se acordó del bulevar Malesherbes; Culculine con un vestido primaveral trotaba hacia la Madeleine y él, Mony, le decía:
–Si no hago el amor veinte veces seguidas, que las once mil vírgenes u once mil vergas me castiguen.
No había fornicado veinte veces seguidas, y había llegado el día en que once mil vergas iban a castigarle.
Había llegado hasta aquí en su sueño cuando los soldados le zarandearon y le condujeron ante sus verdugos.
Los once mil japoneses estaban alineados en dos filas, cara a cara. Cada hombre empuñaba una baqueta flexible. Desnudaron a Mony, luego tuvo que andar por ese cruel camino ribeteado de verdugos. Los primeros golpes solamente le hicieron estremecerse. Caían sobre una piel satinada y dejaban marcas rojo obscuro. Soportó estoicamente los mil primeros golpes, luego cayó bañado en sangre, con el miembro erecto.
Y mientras el heraldo leía, el príncipe rememoró su agitada vida. Las mujeres de Bucarest, el vice-cónsul de Servia, París, el asesinato en el coche-cama, la japonesita de Port-Arthur, todo esto se confundía en su memoria.
Un hecho se precisó. Se acordó del bulevar Malesherbes; Culculine con un vestido primaveral trotaba hacia la Madeleine y él, Mony, le decía:
–Si no hago el amor veinte veces seguidas, que las once mil vírgenes u once mil vergas me castiguen.
No había fornicado veinte veces seguidas, y había llegado el día en que once mil vergas iban a castigarle.
Había llegado hasta aquí en su sueño cuando los soldados le zarandearon y le condujeron ante sus verdugos.
Los once mil japoneses estaban alineados en dos filas, cara a cara. Cada hombre empuñaba una baqueta flexible. Desnudaron a Mony, luego tuvo que andar por ese cruel camino ribeteado de verdugos. Los primeros golpes solamente le hicieron estremecerse. Caían sobre una piel satinada y dejaban marcas rojo obscuro. Soportó estoicamente los mil primeros golpes, luego cayó bañado en sangre, con el miembro erecto.
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
Entonces le colocaron encima de una camilla y el lúgubre desfile, marcado por los secos golpes de las baquetas que golpeaban sobre una carne hinchada y sangrante continuó. Al poco rato su miembro ya no pudo retener por más tiempo el chorro espermático y, levantándose varias veces, escupió su líquido blancuzco a la cara de los soldados que pegaron con más fuerza sobre este pingajo humano.
Al diezmilésimo golpe, Mony entregó su alma. El sol estaba radiante. Los trinos de los pájaros manchues hacían más alegre la rozagante mañana. La sentencia se ejecutó y los últimos soldados dieron su baquetazo sobre un pingajo informe, una especie de carne de salchicha donde ya no se distinguía nada, salvo el rostro que había sido cuidadosamente respetado y donde los ojos vidriosos completamente abiertos parecían contemplar la majestad divina en el más allá.
En ese momento un convoy de prisioneros rusos pasó cerca del lugar de la ejecución. Lo hicieron parar para impresionar a los moscovitas.
Pero resonó un grito seguido de otros dos. Tres prisioneros se lanzaron y, como no estaban atados, se precipitaron sobre el cuerpo del torturado que acababa de recibir el undécimo mil vergajazo. Se postraron de rodillas y besaron con devoción, llorando a lágrima viva, la cabeza ensangrentada de Mony.
Los soldados japoneses, estupefactos por un momento, se dieron cuenta inmediatamente de que si uno de los prisioneros era un hombre, un coloso incluso, los otros dos eran unas bellas mujeres disfrazadas de soldado. Eran, en efecto, Cornaboeux, Culculine y Alexine, que habían sido capturados tras el desastre del ejército ruso.
Al diezmilésimo golpe, Mony entregó su alma. El sol estaba radiante. Los trinos de los pájaros manchues hacían más alegre la rozagante mañana. La sentencia se ejecutó y los últimos soldados dieron su baquetazo sobre un pingajo informe, una especie de carne de salchicha donde ya no se distinguía nada, salvo el rostro que había sido cuidadosamente respetado y donde los ojos vidriosos completamente abiertos parecían contemplar la majestad divina en el más allá.
En ese momento un convoy de prisioneros rusos pasó cerca del lugar de la ejecución. Lo hicieron parar para impresionar a los moscovitas.
Pero resonó un grito seguido de otros dos. Tres prisioneros se lanzaron y, como no estaban atados, se precipitaron sobre el cuerpo del torturado que acababa de recibir el undécimo mil vergajazo. Se postraron de rodillas y besaron con devoción, llorando a lágrima viva, la cabeza ensangrentada de Mony.
Los soldados japoneses, estupefactos por un momento, se dieron cuenta inmediatamente de que si uno de los prisioneros era un hombre, un coloso incluso, los otros dos eran unas bellas mujeres disfrazadas de soldado. Eran, en efecto, Cornaboeux, Culculine y Alexine, que habían sido capturados tras el desastre del ejército ruso.
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
Primero los japoneses respetaron su dolor, luego, atraídos por las dos mujeres, empezaron a sobarlas. Dejaron a Cornaboeux arrodillado junto al cadáver de su señor y les quitaron los pantalones a Culculine y a Alexine que se debatieron en vano.
Sus bellos culos blancos y bulliciosos de parisina aparecieron enseguida ante los ojos maravillados de los soldados. Estos empezaron a fustigar suavemente y sin rabia estos encantadores traseros que se meneaban como lunas borrachas y, cuando las bonitas muchachas intentaban levantarse, se vislumbraban debajo los pelos de sus gatos que contemplaban a la tropa con la boca abierta.
Los golpes cortaban el aire y, cayendo de lleno, pero no demasiado fuerte, marcaban por un instante los culos carnosos y firmes de las parisinas, pero inmediatamente se borraban las marcas para volver a aparecer en el lugar donde la verga acababa de golpear de nuevo.
Cuando estuvieron convenientemente excitadas, dos oficiales japoneses las condujeron a una tienda y, en ella, copularon una decena de veces como corresponde a hombres hambrientos por una larga abstinencia.
Estos oficiales japoneses eran caballeros de grandes familias. Habían hecho espionaje en Francia y conocían París. Culculine y Alexine no tuvieron grandes dificultades para hacerles prometer que les entregarían el cuerpo del principe Vibescu, que hicieron pasar por su primo, al tiempo que se presentaban como hermanas.
Entre los prisioneros había un periodista francés, corresponsal de un periódico de provincias. Antes de la guerra, era escultor, y no sin algún mérito, y se llamaba Genmolay. Culculine le buscó para rogarle que esculpiera un monumento digno de la memoria del príncipe Vibescu.
Sus bellos culos blancos y bulliciosos de parisina aparecieron enseguida ante los ojos maravillados de los soldados. Estos empezaron a fustigar suavemente y sin rabia estos encantadores traseros que se meneaban como lunas borrachas y, cuando las bonitas muchachas intentaban levantarse, se vislumbraban debajo los pelos de sus gatos que contemplaban a la tropa con la boca abierta.
Los golpes cortaban el aire y, cayendo de lleno, pero no demasiado fuerte, marcaban por un instante los culos carnosos y firmes de las parisinas, pero inmediatamente se borraban las marcas para volver a aparecer en el lugar donde la verga acababa de golpear de nuevo.
Cuando estuvieron convenientemente excitadas, dos oficiales japoneses las condujeron a una tienda y, en ella, copularon una decena de veces como corresponde a hombres hambrientos por una larga abstinencia.
Estos oficiales japoneses eran caballeros de grandes familias. Habían hecho espionaje en Francia y conocían París. Culculine y Alexine no tuvieron grandes dificultades para hacerles prometer que les entregarían el cuerpo del principe Vibescu, que hicieron pasar por su primo, al tiempo que se presentaban como hermanas.
Entre los prisioneros había un periodista francés, corresponsal de un periódico de provincias. Antes de la guerra, era escultor, y no sin algún mérito, y se llamaba Genmolay. Culculine le buscó para rogarle que esculpiera un monumento digno de la memoria del príncipe Vibescu.
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Re: LAS ONCE MIL VERGAS DE GUILLAUME APOLLINAIRE
El látigo era la única pasión de Genmolay. Sólo pidió a Culculine que se dejara azotar. Ella aceptó y se presentó, a la hora indicada, con Alexine y Cornaboeux. Las dos mujeres y los dos hombres se desnudaron. Alexine y Culculine se tendieron en la cama, cabeza abajo y con el culo al aire, y los dos robustos franceses, armados con vergas, empezaron a golpearlas de manera que la mayor parte de los golpes cayera sobre las rayas culeras o sobre los conos que, a causa de la posición, sobresalían admirablemente. Ellos golpeaban, excitándose mutuamente. Las dos mujeres sufrían el martirio, pero la idea de que sus sufrimientos procurarían una sepultura conveniente a Mony las sostuvo hasta el final de esta singular prueba.
Al poco rato Genmolay y Cornaboeux se sentaron y se hicieron chupar sus grandes miembros llenos de sustancia, mientras que con las vergas no paraban de azotar los trémulos traseros de las dos bonitas muchachas.
Al día siguiente, Genmolay puso manos a la obra. Pronto acabó un sorprendente monumento funerario. La estatua ecuestre del príncipe Mony lo coronaba.
En el pedestal, unos bajorrelieves representaban las gestas más sonadas del príncipe. Por un lado se le veía abandonando en globo el Port-Arthur sitiado, y por el otro, estaba representado como protector de las artes, que acababa de estudiar en París.
El viajero que recorre la campiña manchú, entre Mukden y Dalny, ve súbitamente, no lejos de un campo de batalla sembrado aún de osamentas, una monumental tumba de mármol blanco. Los chinos que trabajan por sus alrededores la respetan y la madre manchú, respondiendo a las preguntas de su hijo, le dijo:
–Es un caballero gigante que protegió a Manchuria contra los diablos occidentales y contra los del Oriente.
Pero, generalmente, el viajero se dirige más fácilmente al guardagujas del transmanchuriano. Este guardia es un japonés de ojos oblicuos, vestido como un empleado de Correos. El responde modestamente:
–Es un tambor-mayor nipón que decidió la victoria de Mukden.
Pero si, interesado por informarse exactamente, el viajero se acerca a la estatua, permanece pensativo largo rato tras haber leído estos versos grabados sobre el pedestal:
Aquí yace el príncipe Vibescu De las once mil vergas único amante Desvirgar once mil vírgenes Es preferible, ¡oh caminante!
FIN
Al poco rato Genmolay y Cornaboeux se sentaron y se hicieron chupar sus grandes miembros llenos de sustancia, mientras que con las vergas no paraban de azotar los trémulos traseros de las dos bonitas muchachas.
Al día siguiente, Genmolay puso manos a la obra. Pronto acabó un sorprendente monumento funerario. La estatua ecuestre del príncipe Mony lo coronaba.
En el pedestal, unos bajorrelieves representaban las gestas más sonadas del príncipe. Por un lado se le veía abandonando en globo el Port-Arthur sitiado, y por el otro, estaba representado como protector de las artes, que acababa de estudiar en París.
El viajero que recorre la campiña manchú, entre Mukden y Dalny, ve súbitamente, no lejos de un campo de batalla sembrado aún de osamentas, una monumental tumba de mármol blanco. Los chinos que trabajan por sus alrededores la respetan y la madre manchú, respondiendo a las preguntas de su hijo, le dijo:
–Es un caballero gigante que protegió a Manchuria contra los diablos occidentales y contra los del Oriente.
Pero, generalmente, el viajero se dirige más fácilmente al guardagujas del transmanchuriano. Este guardia es un japonés de ojos oblicuos, vestido como un empleado de Correos. El responde modestamente:
–Es un tambor-mayor nipón que decidió la victoria de Mukden.
Pero si, interesado por informarse exactamente, el viajero se acerca a la estatua, permanece pensativo largo rato tras haber leído estos versos grabados sobre el pedestal:
Aquí yace el príncipe Vibescu De las once mil vergas único amante Desvirgar once mil vírgenes Es preferible, ¡oh caminante!
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