LA CARTA
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LA CARTA
La carta
Matilde:
Cuando empieces a leer estas líneas, yo ya estaré lejos de la ciudad. Créeme: me resultó muy difícil tomar esta decisión. Las últimas tres noches me las he pasado en vela, pensando únicamente en las posibles consecuencias del acto que pronto llevaré a cabo. Hoy ya estoy preparado para asumirlas, sean las que fueren. Así pues, es hora de darte una explicación; una explicación que yo no espero que aceptes, ni mucho menos, pero que sin duda mereces.
Durante más de treinta años vivimos juntos. Y no puedo reprocharte nada, absolutamente nada. Al contrario: siempre fuiste una persona buena, comprensiva, amorosa, que ante todo buscó que la armonía reinara en nuestro hogar.
Y yo era inmensamente feliz a tu lado. Te lo dije cientos, miles de veces, ¿recuerdas? Cuando nació Sergio, pensé que no había nada más que pedirle a la vida, pues tenía todo lo que un hombre como yo podía desear: una esposa y un hijo.
Sí, eso había deseado con toda mi alma, y eso me fue concedido. ¿De qué podía quejarme? ¿De las enfermedades que de cuando en cuando nos golpeaban? ¿De mi modesto trabajo? ¿De la constante falta de dinero? ¿De la rutina cotidiana? De nada, ciertamente. El solo hecho de tenerlos a ustedes dos me infundía fuerzas para aceptar la realidad de las cosas y encarar cualquier problema que me(nos) saliera al paso.
Con el correr de los años -tú lo sabes mejor que nadie-, mi enjundia y mi vitalidad disminuyeron. Entonces me dio por pensar con más frecuencia en la muerte, pero también aprendí a vivir sin tantas prisas, sin tantos sobresaltos, con cierta misteriosa serenidad que yo desconocía.
Por supuesto, a lo largo de estas tres décadas hubo no pocos tragos amargos, muy amargos, y, también, desencuentros, dolorosos malentendidos entre tú y yo. Sin embargo, gracias a la buena voluntad que ambos supimos mostrar en el momento oportuno, logramos superarlos y olvidarnos de ellos.
Así fue, a grandes rasgos, la vida que compartí contigo.
Hace unos meses conocí a una mujer. No voy a cometer la imprudencia de hablarte en detalle de nuestra relación. Sólo te diré que el hombre que esperaba pasar el resto de sus días junto a ti, ha experimentado un cambio que no atina a explicarse bien a bien.
Tengo miedo de que lo que estoy viviendo no sea más que un espejismo, de que todo se derrumbe tarde o temprano y yo quede en tinieblas. Pero, por otra parte, me siento en paz conmigo mismo porque he decidido serle fiel a mi corazón, y esto -deberás admitirlo- no cualquiera lo hace.
Más adelante me comunicaré con Sergio. Por lo que se refiere al dinero que hay en el banco, es todo tuyo (en el cajón de mi buró está la tarjeta). Lo único que me llevo es un poco de ropa.
Ojalá que algún día puedas perdonarme.
S.
Soltó el bolígrafo y fijó la vista en la ventana. Luego se quitó los anteojos, puso los codos sobre el escritorio y entrelazó las manos, como si se dispusiera a rezar.
Así permaneció varios minutos, hasta que sintió que unos dedos se posaban en su hombro izquierdo y lo sacudían suavemente.
-Sergio... -oyó que alguien le decía desde muy lejos.
Entonces volteó y vio a su esposa parada detrás de él.
Luego empezó a pasear la mirada por aquellas palabras manuscritas con una caligrafía minúscula pero perfectamente legible. Al cabo de unos segundos interrumpió la lectura para ir a sentarse en la cama. Después continuó leyendo como lo había hecho desde un principio: con avidez.
El hombre se quedó quieto, como petrificado en su sitio. Sólo se dedicó a observar a su esposa con un gesto de indolencia que lo hacía parecer más viejo de lo que era en realidad.
Cuando la mujer terminó de leer la carta, él se levantó de la silla, dio unos pasos y se detuvo junto a la puerta.
Roberto Gutiérrez Alcalá
Matilde:
Cuando empieces a leer estas líneas, yo ya estaré lejos de la ciudad. Créeme: me resultó muy difícil tomar esta decisión. Las últimas tres noches me las he pasado en vela, pensando únicamente en las posibles consecuencias del acto que pronto llevaré a cabo. Hoy ya estoy preparado para asumirlas, sean las que fueren. Así pues, es hora de darte una explicación; una explicación que yo no espero que aceptes, ni mucho menos, pero que sin duda mereces.
Durante más de treinta años vivimos juntos. Y no puedo reprocharte nada, absolutamente nada. Al contrario: siempre fuiste una persona buena, comprensiva, amorosa, que ante todo buscó que la armonía reinara en nuestro hogar.
Y yo era inmensamente feliz a tu lado. Te lo dije cientos, miles de veces, ¿recuerdas? Cuando nació Sergio, pensé que no había nada más que pedirle a la vida, pues tenía todo lo que un hombre como yo podía desear: una esposa y un hijo.
Sí, eso había deseado con toda mi alma, y eso me fue concedido. ¿De qué podía quejarme? ¿De las enfermedades que de cuando en cuando nos golpeaban? ¿De mi modesto trabajo? ¿De la constante falta de dinero? ¿De la rutina cotidiana? De nada, ciertamente. El solo hecho de tenerlos a ustedes dos me infundía fuerzas para aceptar la realidad de las cosas y encarar cualquier problema que me(nos) saliera al paso.
Con el correr de los años -tú lo sabes mejor que nadie-, mi enjundia y mi vitalidad disminuyeron. Entonces me dio por pensar con más frecuencia en la muerte, pero también aprendí a vivir sin tantas prisas, sin tantos sobresaltos, con cierta misteriosa serenidad que yo desconocía.
Por supuesto, a lo largo de estas tres décadas hubo no pocos tragos amargos, muy amargos, y, también, desencuentros, dolorosos malentendidos entre tú y yo. Sin embargo, gracias a la buena voluntad que ambos supimos mostrar en el momento oportuno, logramos superarlos y olvidarnos de ellos.
Así fue, a grandes rasgos, la vida que compartí contigo.
Hace unos meses conocí a una mujer. No voy a cometer la imprudencia de hablarte en detalle de nuestra relación. Sólo te diré que el hombre que esperaba pasar el resto de sus días junto a ti, ha experimentado un cambio que no atina a explicarse bien a bien.
Tengo miedo de que lo que estoy viviendo no sea más que un espejismo, de que todo se derrumbe tarde o temprano y yo quede en tinieblas. Pero, por otra parte, me siento en paz conmigo mismo porque he decidido serle fiel a mi corazón, y esto -deberás admitirlo- no cualquiera lo hace.
Más adelante me comunicaré con Sergio. Por lo que se refiere al dinero que hay en el banco, es todo tuyo (en el cajón de mi buró está la tarjeta). Lo único que me llevo es un poco de ropa.
Ojalá que algún día puedas perdonarme.
S.
Soltó el bolígrafo y fijó la vista en la ventana. Luego se quitó los anteojos, puso los codos sobre el escritorio y entrelazó las manos, como si se dispusiera a rezar.
Así permaneció varios minutos, hasta que sintió que unos dedos se posaban en su hombro izquierdo y lo sacudían suavemente.
-Sergio... -oyó que alguien le decía desde muy lejos.
Entonces volteó y vio a su esposa parada detrás de él.
Luego empezó a pasear la mirada por aquellas palabras manuscritas con una caligrafía minúscula pero perfectamente legible. Al cabo de unos segundos interrumpió la lectura para ir a sentarse en la cama. Después continuó leyendo como lo había hecho desde un principio: con avidez.
El hombre se quedó quieto, como petrificado en su sitio. Sólo se dedicó a observar a su esposa con un gesto de indolencia que lo hacía parecer más viejo de lo que era en realidad.
Cuando la mujer terminó de leer la carta, él se levantó de la silla, dio unos pasos y se detuvo junto a la puerta.
Roberto Gutiérrez Alcalá
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