EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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EL ESPIRITU CONSERVADOR

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Mensaje por Estrella Jue Feb 19, 2015 12:08 am



CAPÍTULO I
DEL LIBRO EL HOMBRE MEDIOCRE DE JOSÉ INGENIEROS-

EL ESPIRITU CONSERVADOR

Todo lo que existe es necesario. Cada hombre posee un valor de contraste, si no lo tiene de afirmación; es un detalle necesario en la infinita evolución del proto-hombre al super-hombre. Sin la sombra ignoraríamos el valor de la luz. La infamia nos induce a respetar la virtud; la miel no sería dulce si el acíbar no enseñara a paladear la amargura; admiramos el vuelo del águila porque conocemos el arrastramiento de la oruga; encanta más el gorjeo del ruiseñor cuando se ha escuchado el silbido de la serpiente. El mediocre representa un progreso, comparado con el imbécil, aunque ocupa su rango si lo comparamos con el genio: sus idiosincrasias sociales son relativas al medio y al momento en que actúa. De otra manera, si fuera intrínsecamente inútil, no existiría: la selección natural habríale exterminado. Es necesario para la sociedad, como las palabras lo son para el estilo. Pero no bastaría, para crearlo, alinear todos los vocablos que yacen en el diccionario; el estilo comienza donde aparece la originalidad individual.
Todos los hombres de personalidad firme y de mente creadora, sea cual fuere su escuela filosófica o su credo literario, son hostiles a la mediocridad. Toda creación es un esfuerzo original; la historia conserva el nombre de pocos iniciadores y olvida a innúmeros secuaces que los imitan. Los visionarios de verdades nuevas, los apóstoles de moral, los innovadores de belleza -desde Renán y Hugo hasta Guyau y Flaubert-, la miran como un obstáculo con que el pasado obstruye el advenimiento de su labor renovadora.
Ante la moral social, sin embargo, los mediocres encuentran una justificación, como todo lo que existe por necesidad. El eterno contraste de las fuerzas que pujan en las sociedades humanas, se traduce por la lucha entre dos grandes actitudes, que agitan la mentalidad colectiva: el espíritu conservador o rutinario y el espíritu original o de rebeldía.
Bellas páginas le consagró Dorado. Cree imposible dividir la humanidad en dos categorías de hombres, los unos rebeldes en todo y los otros en todo rutinarios; si así fuera, no sabría decirse cuáles interpretan mejor la vida. No es factible un vivir inmóvil de gentes todas conservadoras, ni lo es un inestable ajetreo de rebeldes e insumisos, para quienes nada existente sea bueno y ningún sendero digno de seguirse. Es verosímil que ambas fuerzas sean igualmente imprescindibles. Obligados a elegir, ¿daríamos preferencia a una actitud conservadora? La originalidad necesita un contrapeso robusto que prevenga sus excesos; habría ligereza en fustigar a los hombres metódicos y de paso tardío, si ellos constituyeran los tejidos sociales más resistentes, soporte de los otros. Lo mismo que en los organismos, los distintos elementos sociales se sirven mutuamente de sostén; en vez de mirarse como enemigos debieran considerarse cooperadores de una, obra única, pero complicada. Si en el mundo no hubiera más que rebeldes, no podría marchar; tornárase imposible la rebeldía si faltara contra quien rebelarse. Y, sin los innovadores, ¿quién empujaría el carro de la vida sobre el que van aquéllos tan satisfechos? En vez de combatirse, ambas partes debieran entender que ninguna tendría motivo de existir como la otra no existiese. El conservador sagaz puede bendecir al revolucionario, tanto como éste a él. He aquí una nueva base para la tolerancia: cada hombre necesita de su enemigo.
Si tuvieran igual razón de ser los imitadores y los originales, como arguye el pensador español, su justificación estaría hecha. Ser mediocre no es una culpa; siéndolo, su conducta es legítima. ¿Aciertan los que sacan a su vida el mayor jugo y procuran pasar lo mejor posible sus cortos días sobre la tierra, sin consagrar una hora a su propio perfeccionamiento moral, sin preocuparse de sus prójimos ni de las generaciones posteriores? ¿Es pecado obrar de ese modo? ¿Pecan, tal vez, los que piensan en sí y viven para los demás: los abnegados y los altruistas, los que sacrifican sus goces y fuerzas en beneficio ajeno, renunciando a sus comodidades y aun a su vida, como suele ocurrir? Por indefectible que sea pensar en el mañana y dedicarle cierta parte de nuestros esfuerzos, es imposible dejar de vivir en el presente, pensando en él, siquiera en parte. Antes que las generaciones venideras están las actuales; otrora fueron futuras y para ellas trabajaron las pasadas.
Este razonamiento, aunque un tanto sanchesco, sería respetable, si colocáramos el problema en el terreno abstracto del hombre extrasocial, es decir, fuera de toda sanción presente y futura. Evidentemente, cada hombre es como es y no podría ser de otra manera; haciendo abstracción de toda moralidad, tendría tan poca culpa de su delito el asesino como de su creación el genio. El original y el rutinario, el holgazán y el laborioso, el malo y el bueno, el generoso y el avaro, todos lo son a pesar suyo; no lo serían si el equilibrio entre su temperamento y la sociedad lo impidiesen.
¿Por qué, entonces, la humanidad admira a los santos, a los genios y a los héroes, a todos los que inventan, enseñan o plasman, a los que piensan en el porvenir, lo encarnan en un ideal o forjan un imperio, a Sócrates y a Crislo, a Aristóteles y a Bacon, a César y a Washington? Los aplaude, porque toda la sociedad tiene, implícita, una moral, una tabla propia de valores que aplica para juzgar a cada uno de sus componentes, no ya según las conveniencias individuales, sino según su utilidad social. En cada pueblo y en cada época la medida de lo excelso está en los ideales de perfección que se denominan genio, heroísmo y santidad.
La imitación conservadora debe, pues, ser juzgada por su función de resistencia, destinada a contener el impulso creador de los hombres superiores y las tendencias destructivas de los sujetos antisociales. En el prolegómeno de su ensayo sobre el genio y el talento, Nordau hace su elogio irónico; para toda mente elevada el filisteo es la bestia negra y en esa hostilidad ve una evidente ingratitud. Le parece útil; con un poco de benevolencia llegaría a concederle esa relativa belleza de las cosas perfectamente adaptadas a su objeto. Es el fondo de perspectiva en el paisaje social. De su exigüidad estética depende todo el relieve adquirido por las figuras que ocupan el primer plano. Los ideales de los hombres superiores permanecerían en estado de quimeras si no fueren recogidos y realizados por filisteos, desprovistos de iniciativas personales, que viven esperando -con encantadora ausencia de ideas propias -los impulsos y las sugestiones de los cerebros luminosos. Es verdad que el rutinario no cede fácilmente a las instigaciones de los originales; pero, su misma inercia es garantía de que sólo recoge las ideas de probada conveniencia para el bienestar social. Su gran culpa consiste en que se le encuentra sin necesidad de buscarlo; su número es inmenso. A pesar de todo, es necesario; constituye el público de esta comedia humana en que los hombres superiores avanzan hasta las candilejas, buscando su aplauso y su sanción. Nordau llega hasta decir con fina ironía: "Cada vez que algunos hombres de genio se encuentren reunidos en torno de una mesa de cervecería, su primer brindis, en virtud del derecho y de la moral, debiera ser para el filisteo".
Es tan exagerado ese criterio irónico que proclama su conspicuidad, como el criterio estético que lo relega a la más baja esfera mental, confundiéndolo con el hombre inferior. Individualmente considerado a través del lente moral estético, es una entidad negativa; pero tomados los mediocres en su conjunto, puede reconocérseles funciones de lastre, indispensables para el equilibrio de la sociedad.
Merecen esa justicia. ¿La continuidad de la vida social sería posible sin esa compacta masa de hombres puramente imitativos, capaces de conservar los hábitos rutinarios que la sociedad les transfunde mediante la educación? El mediocre no inventa nada, no crea, no empuja, no rompe, no engendra; pero, en cambio, custodia celosamente la armazón de automatismos, prejuicios y dogmas acumulados durante siglos, defendiendo ese capital común contra la asechanza de los inadaptables. Su rencor a los creadores compénsase por su resistencia a los destructores. Los hombres sin ideales desempeñan en la historia humana el mismo papel que la herencia en la evolución biológica: conservan y transmiten las variaciones útiles para la continuidad del grupo social. Constituyen una fuerza destinada a contrastar el poder disolvente de los inferiores y a contener las anticipaciones atrevidas de los visionarios. La cohesión del conjunto los necesita, como un mosaico bizantino al cemento que lo sostiene. Pero -hay que decirlo- el cemento no es el mosaico.
Su acción sería nula sin el esfuerzo fecundo de los originales, que inventan lo imitado después por ellos. Sin los mediocres no habría estabilidad en las sociedades; pero sin los superiores no puede concebirse el progreso, pues la civilización sería inexplicable en una raza constituida por hombres sin iniciativa. Evolucionar es variar; solamente se varía mediante la invención. Los hombres imitativos limítanse a atesorar las conquistas de los originales; la utilidad del rutinario está subordinada a la existencia del idealista, como la fortuna de los libreros estriba en el ingenio de los escritores. El "alma social" es una empresa anónima que explota las creaciones de las mejores "almas individuales", resumiendo las experiencias adquiridas y enseñadas por los innovadores.
Son la minoría, éstos; pero son levaduras de mayorías venideras. Las rutinas defendidas hoy por los mediocres son simples glosas colectivas de ideales, concebidos ayer por hombres originales. El grueso del rebaño social va ocupando, a paso de tortuga, las posiciones atrevidamente conquistadas mucho antes por sus centinelas perdidos en la distancia; y éstos ya están muy lejos cuando la masa cree asentar el paso a su retaguardia. Lo que ayer fue ideal contra una rutina, será mañana rutina, a su vez, contra otro ideal. Indefinidamente, porque la perfectibilidad es indefinida.
Si los hábitos resumen la experiencia pasada de pueblos y de hombres, dándoles unidad, los ideales orientan su experiencia venidera y marcan su probable destino. Los idealistas y los rutinarios son factores igualmente indispensables, aunque los unos recelen de los otros. Se complementan en la evolución social, magüer se miren con oblicuidad. Si los primeros hacen más para el porvenir, los segundos interpretan mejor el pasado. La evolución de una sociedad, espoleada por el afán de perfección y contenida por tradiciones difícilmente removibles, detendríase para siempre sin el uno y sufriría sobresaltos bruscos sin las otras.
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Mensaje por Estrella Jue Feb 19, 2015 12:37 am