SÓCRATES
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SÓCRATES
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Sócrates. Se ha roto el molde de los que amaban la virtud por sí misma, como un Confucio, un Pitágoras, un Tales, un Sócrates? En tiempo de estos hombres había infinitos devotos á sus pagodas y á sus divinidades; hombres afectados del temor al Cerbero y á las furias, que corrían tras las iniciaciones, las romerías y los misterios, y que se arruinaban con las ofrendas de ovejas negras. En todos tiempos ha habido muchos miserables, de los que dice Lucrecio:
Qui quocumque tamen miserere venere, parenting, Et negras inactive precludes, et manibu divis Inferias mittunt; multóque in rebus acerbis Acriús advertunt ánimos ad religionem.
Las maceraciones estaban en boga; y los sacerdotes de Cibeles se hacían castrar para guardar la continencia. ¿En qué consiste que entre todos estos mártires de la superstición no cuente la antigüedad ni un solo hombre grande, ni un solo sabio? Consiste en que el temor nunca ha podido formar la virtud. Los hombres grandes han sido los entusiastas del bien moral; la sabiduría era su pasión dominante; y estos hombres eran sabios como Alejandro fué guerrero, Homero poeta y Apeles pintor; por una fuerza y una naturaleza superiores: y tal vez es esto todo lo que se debe entender por el demonio de Sócrates.
Saliendo un día dos ciudadanos de Atenas de la capilla de Mercurio, vieron á Sócrates en la plaza pública; y uno de ellos dijo á su compañero: ¿No es ese el malvado que dice que se puede ser virtuoso sin ir todos los días á ofrecer carneros y gansos? Si, contestó el otro, ese es el sabio que no tiene religión; ese ateo que dice que no hay más que un solo dios. Entonces se acercó á ellos Sócrates con su aire sencillo, su demonio y su ironía, que tanto ha exaltado á Madama Dacier. Amigos, les dijo, hacedme el favor de escucharme dos palabritas: ¿Cómo llamaríais vosotros á un hombre que hace oración á la divinidad, que la adora, que trata de parecerse á ella cuanto es posible á la debilidad humana, y que hace todo el bien de que es capaz? Un alma religiosísima, respondieron ambos. Muy bien, luego se puede adorar al Ser supremo y tener macha religión. Convenimos en eso, dijeron los dos Atenienses. Pero ¿creéis, continuó Sócrates, que cuando el divino arquitecto del mundo colocó todos esos globos que ruedan sobre nuestras cabezas, cuando dió el movimiento y la vida á tantos seres diferentes, se sirvió del brazo de Hércules, ó de la lira de Apolo, ó de la flauta de Pan? No es probable, dijeron los otros. Pues si no es verosímil que no se sirvió del auxilio de otro para construir todo lo que vemos: tampoco es creíble que lo conserve por nadie mas que por si mismo. Si Neptuno fuera el señor absoluto del mar, Juno del aire, Eolo de los vientos, Ceres de las cosechas, y uno quisiese la calma, cuando el otro deseara el viento y la lluvia, es bien claro que no existiría el orden de la naturaleza en el estado en que existe. Luego me confesaréis que es indispensable que todo dependa del que lo ha hecho todo. Vosotros concedéis cuatro caballos blancos al sol, y dos caballos negros á la luna: ¿no vale más que el día y la noche sean el efecto del movimiento que imprimió á los astros el señor de los astros, que no que sean producidos por seis caballos? Los dos ciudadanos se miraron uno á otro y no contestaron una sola palabra; y Sócrates concluyó probándoles que se podía tener cosechas sin dar su dinero á los sacerdotes de Céres; ir á cazar sin colgar en la capilla de Diana imagencitas de plata; que Pomona no daba los frutos; que Neptuno no daba los caballos; y que era preciso dar gracias por todo al soberano que lo ha hecho todo.
Su discurso era de la mas exacta lógica. Xenofonte, su discípulo, hombre que conocía al mundo, y que después ofreció, su sacrificio al viento en la retirada de los diez mil, sacó á Sócrates por el brazo, y le dijo: Tu discurso es admirable, y has hablado mucho mejor que un oráculo; pero te has perdido: uno de esos honrados hombres á quien hablabas, es un carnicero que vende carneros y gansos para los sacrificios; y el otro un platero que gana mucho haciendo diosecitos de plata y de cobre para las mujeres: estos van á acusarte de impío, porque quieres disminuir su tráfico: ambos depondrán contra tí ante Melito y Anito tus enemigos, que han jurado tu pérdida: cuidado con la cicuta. Tu demonio familiar hubiera debido, advertirte que no dijeras á un carnicero y á un platero lo que no debías decir mas que á Platón y á Xenofonte.
Algún tiempo después los enemigos de Sócrates lo hicieron condenar por el consejo de los quinientos; y hubo dos cientos veinte votos en su favor. Esto hace presumir que había dos cientos veinte filósofos en aquel tribunal; pero también hace ver que en toda compañía el número de los filósofos es el mas corto.
Sócrates bebió, pues, la cicuta por haber hablado en favor de la unidad de Dios; y en seguida los Atenienses dedicaron una capilla a Sócrates, al mismo que había declamado contra las capillas dedicadas á los seres inferiores.
Autor: Voltaire
Armando Lopez- Moderador General
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