John y el milagro de la Navidad
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EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Biblioteca Virtual-Cultura General :: Poemas y Cuentos de Navidad
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John y el milagro de la Navidad
John y el milagro de la Navidad
John era un niño de nueve años que vivía con sus padres en Murcia. Era hijo único. Era el niño mimado de la casa. Era el único nieto. Era, era… ¡lo era todo!
El joven siempre estaba sonriente y sus ojos brillaban al unísono con la luna. A John le encantaba imaginar y siempre que podía se evaporaba en mundos fantásticos, ya que su vida no le permitía hacer realidad sus sueños: contaba con una enfermedad muy grave que no le dejaba vislumbrar más allá del horizonte.
La leucemia es una enfermedad muy dura que no se cura si no es gracias a un donante de médula, pero para eso tienes que ser compatible cien por cien y por ahora no habían encontrado a nadie que lo fuera, aunque los médicos habían hecho pruebas a toda la familia. Una mañana veraniega de julio, concretamente el día cuatro de dicho mes, los abuelos maternos del niño llegaron a Murcia con la intención de llevarse al pequeño al campo, para que respirase aire puro.
Allí, en la lejanía de un pueblo abandonado, estaba la granja de los Estanislao. Una granja poblada de cabras, vacas, gallinas con sus respectivos gallos, cerdos, caballos, burros, ocas, y muchos perros y gatos. El gran guardián de la granja era Londis, un estupendo perro pastor que contaba con cierta mezcla de lobo.
A pesar de llevar sangre de animal salvaje era un perro muy fiel y nada agresivo. Eso sí, si alguien intentaba acercarse con el fin de robar algún animal Londis enseñaba sus dientes con fiereza. John marchó con sus abuelos y sus padres a la granja con el fin de pasar unos días al aire libre, aunque tendrían que mantener contacto con los médicos del hospital donde trataban al joven por si aparecía algún donante que le devolviese la vida que tanto le faltaba.
El aire puro y el calorcito le vinieron muy bien a John ya que su tez, pálida por la enfermedad, cambió radicalmente gracias a ellos. El joven pronto hizo buenas migas con Londis, y el perro nunca se separaba de su vera. La casita donde habitaban los abuelos era muy acogedora.
Tan sólo contaba con una planta, pero aún así el espacio entre la cocina, las habitaciones, el salón…estaba muy bien definido. Nada faltaba, nada sobraba. Toda la casa era de madera silvestre, construida especialmente por el abuelo del niño. El salón estaba estupendamente alumbrado gracias a la gran chimenea de ascuas humeantes. Justo allí, en un rincón del salón, se mecía un gran sofá en el que John pasaba la mayoría del tiempo, ya que su enfermedad no le dejaba estar mucho de pie porque se mareaba continuamente. Las paredes estaban empapeladas con miles de cuadros, en los que figuraban recuerdos preciosos, de esos que obligatoriamente tienen que estar retratados.
El mejor de todos era aquél en que la madre de John y sus padres se abrazaban sonrientes a pesar de que parecía, por sus vestiduras, que hacía mucho frío. Y es que no siempre hacía calor en la granja, el invierno era muy crudo. Días después, cuando John estuvo un poco más fuerte tras el viaje, el abuelo lo llevó a una llanura donde se asentaban los animales. Como John no podía andar su abuelo, a pesar de los años, lo llevó a volandas sin pensárselo.
Primero fueron a ver los caballos, que relinchaban de emoción al advertir que alguien se les acercaba. John quedó estupefacto al ver los ágiles movimientos de los caballos y por un momento soñó que cabalgaba por un gran campo de trigo verde junto con Mario, el gran semental.
Seguidamente, el abuelo le llevó junto a los burros.
— ¡John! ¿Ves estos burros? Son los únicos que quedan por las cercanías, porque están en peligro de extinción- dijo el abuelo mientras sentaba al joven en el verde del prado.
—Vaya- dijo el joven, anonadado- Abuelo, ¿crees que algún día podré montar en un caballo, o en un burro…?
— ¿Quién te impide que lo hagas ahora mismo?- dijo el abuelo con una sonrisa agradable y tierna mientras montaba una silla en el regazo de un burro, al que llamaba Cariñoso.
—… Creo que la enfermedad, abuelo. Los médicos dicen que estoy muy débil.
— Pamplinas de médicos, ¡no les hagas caso! Si quieres montar, monta. Si quieres soñar, sueña- dijo el abuelo, mientras se disponía a poner al joven sobre la montadura.
— ¡Gracias, abuelo, por estos momentos!
El abuelo no contestó al agradecimiento de forma verbal, pero si le hizo una mueca simpática. John se sentía libre. Libre como un delfín mular. Libre como una mariposa. Libre como una hoja caída de un árbol. Simplemente libre de la enfermedad. Tras dar un buen paseo John estaba fatigado, así que el abuelo lo desmontó y lo llevó hacia una hamaca larga, que se sujetaba gracias a dos cipreses enormes.
Durante un buen rato el abuelo le contó la historia de aquellos cipreses, y John escuchó con atención. Poco después volvieron a casa con el fin de llevarse algo al estómago porque con aquel paseo les había entrado hambre. Hacía mucho tiempo que John no comía decentemente, porque casi tenía ganas a causa de la enfermedad, pero aquel día se puso morado con los quesos curados del abuelo, con la leche recién ordeñada de las vacas y las cabras, las cuajadas, el pan recién horneado, el jamón y los chorizos caseros.
Los padres del John quedaron estupefactos con la mejora del joven y decidieron que aquel sitio era el mejor para vivir, así que allí permanecieron una temporada. Ver así a su hijo les hacía muy felices.
Llegó la navidad con una gran nevada en el exterior, y la casa se llenó de adornos decorativos que John puso con la ayuda de su abuelo.
—John, ahora te toca a ti poner el ángel en el abeto, es la tradición-le dijo el abuelo.
—De acuerdo, abuelo- dijo John mientras el abuelo le aupaba con el fin de que llegase a la cima de aquel árbol azulado.
Ese momento fue muy emocionante y al abuelo se le cayó alguna que otra lagrimilla, al igual que a los padres y a la abuela del joven, que dejó por un momento de hacer la cena para ver a su nieto coronar el abeto con el ángel.
Tras este momento cenaron junto a la chimenea humeante, sin prisas. Justo cuando terminaban de cenar vislumbraron por la ventana pequeños copos de nieve que caían desde un cielo rosado. John no se lo pensó y decidió salir con el abuelo a la intemperie, con el fin de sentir la nieve caer en sus rostros.
Sus padres estuvieron un poco reticentes, pero la ilusión del joven pudo con ellos. John se desperezó con los copos y por un momento su mundo se paró, para quedarse impreso en su memoria como una gran bola de adorno, de esas que volteas y ves caer la nieve sobre una ciudad, aunque en este caso caía sobre la granja de los abuelos.
Tras un rato de diversión, John volvió a casa y su abuela le proporcionó una manta con el fin de taparle para que no cogiese un resfriado, y antes de dormir la mamá del joven le dio un buen baño caliente en aquella bañera antigua que tantos recuerdos le traía de su propia niñez.
Después del baño John se metió en la cama con cierta emoción en su corazón, que palpitaba ansioso tras ese día lleno de sorpresas. Pero, antes de que el niño cerrase sus ojitos, la abuela se acercó a él, le dio un beso en la frente y le contó un cuento fantástico, de esos que tanto le gustaban a John, pero antes de que pudiera terminarlo ya se había quedado dormido.
Aquella noche algo maravilloso ocurrió en la granja, sin que nadie viera nada, aunque sí pudieron sentir algo especial en su interior. Un ángel bajó desde el cielo, se acercó a John, lo besó y le acarició con sus alas mientras el joven soñaba con mundos fantásticos.
La granja se iluminó durante varios minutos con una luz celestial, y los animales también lo sintieron y se alborotaron por completo.
Aquel ángel tenía una misión: conseguir evaporar la enfermedad de John. Así lo hizo, y así consiguió que el resto de la vida de John tuviera un significado simbólico, un significado que solo él entendió.
Silvia Ochoa, escritora española..... Dedicado a los niños/as que sufren leucemia.
John era un niño de nueve años que vivía con sus padres en Murcia. Era hijo único. Era el niño mimado de la casa. Era el único nieto. Era, era… ¡lo era todo!
El joven siempre estaba sonriente y sus ojos brillaban al unísono con la luna. A John le encantaba imaginar y siempre que podía se evaporaba en mundos fantásticos, ya que su vida no le permitía hacer realidad sus sueños: contaba con una enfermedad muy grave que no le dejaba vislumbrar más allá del horizonte.
La leucemia es una enfermedad muy dura que no se cura si no es gracias a un donante de médula, pero para eso tienes que ser compatible cien por cien y por ahora no habían encontrado a nadie que lo fuera, aunque los médicos habían hecho pruebas a toda la familia. Una mañana veraniega de julio, concretamente el día cuatro de dicho mes, los abuelos maternos del niño llegaron a Murcia con la intención de llevarse al pequeño al campo, para que respirase aire puro.
Allí, en la lejanía de un pueblo abandonado, estaba la granja de los Estanislao. Una granja poblada de cabras, vacas, gallinas con sus respectivos gallos, cerdos, caballos, burros, ocas, y muchos perros y gatos. El gran guardián de la granja era Londis, un estupendo perro pastor que contaba con cierta mezcla de lobo.
A pesar de llevar sangre de animal salvaje era un perro muy fiel y nada agresivo. Eso sí, si alguien intentaba acercarse con el fin de robar algún animal Londis enseñaba sus dientes con fiereza. John marchó con sus abuelos y sus padres a la granja con el fin de pasar unos días al aire libre, aunque tendrían que mantener contacto con los médicos del hospital donde trataban al joven por si aparecía algún donante que le devolviese la vida que tanto le faltaba.
El aire puro y el calorcito le vinieron muy bien a John ya que su tez, pálida por la enfermedad, cambió radicalmente gracias a ellos. El joven pronto hizo buenas migas con Londis, y el perro nunca se separaba de su vera. La casita donde habitaban los abuelos era muy acogedora.
Tan sólo contaba con una planta, pero aún así el espacio entre la cocina, las habitaciones, el salón…estaba muy bien definido. Nada faltaba, nada sobraba. Toda la casa era de madera silvestre, construida especialmente por el abuelo del niño. El salón estaba estupendamente alumbrado gracias a la gran chimenea de ascuas humeantes. Justo allí, en un rincón del salón, se mecía un gran sofá en el que John pasaba la mayoría del tiempo, ya que su enfermedad no le dejaba estar mucho de pie porque se mareaba continuamente. Las paredes estaban empapeladas con miles de cuadros, en los que figuraban recuerdos preciosos, de esos que obligatoriamente tienen que estar retratados.
El mejor de todos era aquél en que la madre de John y sus padres se abrazaban sonrientes a pesar de que parecía, por sus vestiduras, que hacía mucho frío. Y es que no siempre hacía calor en la granja, el invierno era muy crudo. Días después, cuando John estuvo un poco más fuerte tras el viaje, el abuelo lo llevó a una llanura donde se asentaban los animales. Como John no podía andar su abuelo, a pesar de los años, lo llevó a volandas sin pensárselo.
Primero fueron a ver los caballos, que relinchaban de emoción al advertir que alguien se les acercaba. John quedó estupefacto al ver los ágiles movimientos de los caballos y por un momento soñó que cabalgaba por un gran campo de trigo verde junto con Mario, el gran semental.
Seguidamente, el abuelo le llevó junto a los burros.
— ¡John! ¿Ves estos burros? Son los únicos que quedan por las cercanías, porque están en peligro de extinción- dijo el abuelo mientras sentaba al joven en el verde del prado.
—Vaya- dijo el joven, anonadado- Abuelo, ¿crees que algún día podré montar en un caballo, o en un burro…?
— ¿Quién te impide que lo hagas ahora mismo?- dijo el abuelo con una sonrisa agradable y tierna mientras montaba una silla en el regazo de un burro, al que llamaba Cariñoso.
—… Creo que la enfermedad, abuelo. Los médicos dicen que estoy muy débil.
— Pamplinas de médicos, ¡no les hagas caso! Si quieres montar, monta. Si quieres soñar, sueña- dijo el abuelo, mientras se disponía a poner al joven sobre la montadura.
— ¡Gracias, abuelo, por estos momentos!
El abuelo no contestó al agradecimiento de forma verbal, pero si le hizo una mueca simpática. John se sentía libre. Libre como un delfín mular. Libre como una mariposa. Libre como una hoja caída de un árbol. Simplemente libre de la enfermedad. Tras dar un buen paseo John estaba fatigado, así que el abuelo lo desmontó y lo llevó hacia una hamaca larga, que se sujetaba gracias a dos cipreses enormes.
Durante un buen rato el abuelo le contó la historia de aquellos cipreses, y John escuchó con atención. Poco después volvieron a casa con el fin de llevarse algo al estómago porque con aquel paseo les había entrado hambre. Hacía mucho tiempo que John no comía decentemente, porque casi tenía ganas a causa de la enfermedad, pero aquel día se puso morado con los quesos curados del abuelo, con la leche recién ordeñada de las vacas y las cabras, las cuajadas, el pan recién horneado, el jamón y los chorizos caseros.
Los padres del John quedaron estupefactos con la mejora del joven y decidieron que aquel sitio era el mejor para vivir, así que allí permanecieron una temporada. Ver así a su hijo les hacía muy felices.
Llegó la navidad con una gran nevada en el exterior, y la casa se llenó de adornos decorativos que John puso con la ayuda de su abuelo.
—John, ahora te toca a ti poner el ángel en el abeto, es la tradición-le dijo el abuelo.
—De acuerdo, abuelo- dijo John mientras el abuelo le aupaba con el fin de que llegase a la cima de aquel árbol azulado.
Ese momento fue muy emocionante y al abuelo se le cayó alguna que otra lagrimilla, al igual que a los padres y a la abuela del joven, que dejó por un momento de hacer la cena para ver a su nieto coronar el abeto con el ángel.
Tras este momento cenaron junto a la chimenea humeante, sin prisas. Justo cuando terminaban de cenar vislumbraron por la ventana pequeños copos de nieve que caían desde un cielo rosado. John no se lo pensó y decidió salir con el abuelo a la intemperie, con el fin de sentir la nieve caer en sus rostros.
Sus padres estuvieron un poco reticentes, pero la ilusión del joven pudo con ellos. John se desperezó con los copos y por un momento su mundo se paró, para quedarse impreso en su memoria como una gran bola de adorno, de esas que volteas y ves caer la nieve sobre una ciudad, aunque en este caso caía sobre la granja de los abuelos.
Tras un rato de diversión, John volvió a casa y su abuela le proporcionó una manta con el fin de taparle para que no cogiese un resfriado, y antes de dormir la mamá del joven le dio un buen baño caliente en aquella bañera antigua que tantos recuerdos le traía de su propia niñez.
Después del baño John se metió en la cama con cierta emoción en su corazón, que palpitaba ansioso tras ese día lleno de sorpresas. Pero, antes de que el niño cerrase sus ojitos, la abuela se acercó a él, le dio un beso en la frente y le contó un cuento fantástico, de esos que tanto le gustaban a John, pero antes de que pudiera terminarlo ya se había quedado dormido.
Aquella noche algo maravilloso ocurrió en la granja, sin que nadie viera nada, aunque sí pudieron sentir algo especial en su interior. Un ángel bajó desde el cielo, se acercó a John, lo besó y le acarició con sus alas mientras el joven soñaba con mundos fantásticos.
La granja se iluminó durante varios minutos con una luz celestial, y los animales también lo sintieron y se alborotaron por completo.
Aquel ángel tenía una misión: conseguir evaporar la enfermedad de John. Así lo hizo, y así consiguió que el resto de la vida de John tuviera un significado simbólico, un significado que solo él entendió.
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