Por fin vamos a volver a vernos
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Por fin vamos a volver a vernos
Por fin vamos a volver a vernos después de tres años, pensaba mientras iba en el avión. Tenía más de 20 horas para recordar que la primera vez que te vi mis ojos no dejaban de perseguirte, que la primera vez que te oí no podía escuchar otra cosa y que la primera vez que te besé ni yo mismo sabía que podía besar tan bien. Me enamoré hasta de tu nombre: Anastasia.
Londres fue cómplice de nuestra aventura. Podíamos pasar todo un día caminando por la ciudad machucando el inglés para entendernos. Nuestras citas eran en la misma estación de tren, Wall Street, que quedaba cerca de la escuela. Yo aprovechaba para pedirte disculpas por llegar siempre una hora tarde. Nunca entendiste que la impuntualidad es algo muy venezolano.
Allí iba yo, emocionado, pensando en la vez que fuimos a Escocia y no conocimos nada porque decidimos quedarnos encerrados conociéndonos a nosotros mismos. Ese invierno fue muy caliente, lo único que no te quité fue la bufanda, por si te daba gripe, tú sabes… Se nos pasaron los meses más que perfeccionando el inglés. Tú aprendías español y yo trataba de aprender ruso. Te expliqué lo que significaba: “No es pelúo ese idioma, es peluísimo”. Lo único que aprendí en ruso es que “te amo” se dice “ya tebia liubliu”. No me importaba nada más.
El día que tuve que regresar a mi país te prometí que volveríamos a vernos. Fue una tortura pasar tanto tiempo escribiéndote mails, hablándote por Messenger, viéndote por Skype y escondiéndole las facturas de CANTV a mi papá. El día que me llamaste y me dijiste “¡Vente a Rusia ya!”, no lo dudé, no me dio tiempo. Compré mi pasaje inmediatamente y arreglé mis maletas, ni siquiera me acordé del cupo CADIVI (eso tampoco lo has entendido, lo sé).
La cosa es que estaba en el aire esperando llegar a Moscú para luego subirme a otro avión que me llevaría a Krasnodar, que es como decir Tucupita aquí en Venezuela. Durante el vuelo imaginaba nuestro reencuentro, hasta estaba preparando un discurso, eran muchas mis interrogantes: ¿Qué tan fuerte iba a abrazarte? ¿Qué tan largo iba a besarte? ¿Qué era lo primero que debía decirte? Por cierto, tampoco sabía en qué momento darte el boleto adicional que llevaba para que regresaras conmigo a Venezuela.
S7 se llamaba la aerolínea que me llevaría a Krasnodar, yo era el único pasajero de pelo negro, y el más oscuro; nadie hablaba español y una sola azafata medio hablaba inglés. Fue en ese momento que decidí llamarte, antes de despegar: “Anastasia, en dos horas estoy allá contigo”. Tu respuesta fue: “No te puedo buscar, me caso el sábado”. Era miércoles, y colgaste. Me quedé tan frío como cualquier otro ruso. Pensé: “Esto tiene que ser una broma” y volví a llamarte. Me dijiste que ibas a buscarme, respiré. Salí del aeropuerto y ahí estabas, hermosa, toda una princesa, causabas el mismo efecto en mí que la primera vez. Me acerqué y no hubo abrazo, no hubo “hola” o “privet”, como se dice en ruso. Lo que salió de tu boca fue: “Te voy a dejar en un hotel y mañana te regresas a Venezuela, que aquí no tienes nada que hacer”. Me acompañaste hasta la habitación y antes de que abriera la puerta te fuiste. Esa fue la última vez que te vi.
Ahí me quedé yo, viendo el techo y pensando que mi mamá tenía razón cuando me dijo: “Kenny, ¿qué vas a ir a buscar tú tan lejos por allá?”
Aún te recuerdo, no con odio; no me alegré cuando me escribiste, un año después, que te habías divorciado; disculpa por no responderte ese mail. Confieso que hasta ahora no te he llorado, es más, si quieres puedes venir a Venezuela para que veas que no hay rencores. Yo te estaré esperando. Dile al taxista que te deje en el centro de Caracas. Procura llegar de noche, que es más interesante.
Ya tebia liubliu.
(Kenny Cerna)
Londres fue cómplice de nuestra aventura. Podíamos pasar todo un día caminando por la ciudad machucando el inglés para entendernos. Nuestras citas eran en la misma estación de tren, Wall Street, que quedaba cerca de la escuela. Yo aprovechaba para pedirte disculpas por llegar siempre una hora tarde. Nunca entendiste que la impuntualidad es algo muy venezolano.
Allí iba yo, emocionado, pensando en la vez que fuimos a Escocia y no conocimos nada porque decidimos quedarnos encerrados conociéndonos a nosotros mismos. Ese invierno fue muy caliente, lo único que no te quité fue la bufanda, por si te daba gripe, tú sabes… Se nos pasaron los meses más que perfeccionando el inglés. Tú aprendías español y yo trataba de aprender ruso. Te expliqué lo que significaba: “No es pelúo ese idioma, es peluísimo”. Lo único que aprendí en ruso es que “te amo” se dice “ya tebia liubliu”. No me importaba nada más.
El día que tuve que regresar a mi país te prometí que volveríamos a vernos. Fue una tortura pasar tanto tiempo escribiéndote mails, hablándote por Messenger, viéndote por Skype y escondiéndole las facturas de CANTV a mi papá. El día que me llamaste y me dijiste “¡Vente a Rusia ya!”, no lo dudé, no me dio tiempo. Compré mi pasaje inmediatamente y arreglé mis maletas, ni siquiera me acordé del cupo CADIVI (eso tampoco lo has entendido, lo sé).
La cosa es que estaba en el aire esperando llegar a Moscú para luego subirme a otro avión que me llevaría a Krasnodar, que es como decir Tucupita aquí en Venezuela. Durante el vuelo imaginaba nuestro reencuentro, hasta estaba preparando un discurso, eran muchas mis interrogantes: ¿Qué tan fuerte iba a abrazarte? ¿Qué tan largo iba a besarte? ¿Qué era lo primero que debía decirte? Por cierto, tampoco sabía en qué momento darte el boleto adicional que llevaba para que regresaras conmigo a Venezuela.
S7 se llamaba la aerolínea que me llevaría a Krasnodar, yo era el único pasajero de pelo negro, y el más oscuro; nadie hablaba español y una sola azafata medio hablaba inglés. Fue en ese momento que decidí llamarte, antes de despegar: “Anastasia, en dos horas estoy allá contigo”. Tu respuesta fue: “No te puedo buscar, me caso el sábado”. Era miércoles, y colgaste. Me quedé tan frío como cualquier otro ruso. Pensé: “Esto tiene que ser una broma” y volví a llamarte. Me dijiste que ibas a buscarme, respiré. Salí del aeropuerto y ahí estabas, hermosa, toda una princesa, causabas el mismo efecto en mí que la primera vez. Me acerqué y no hubo abrazo, no hubo “hola” o “privet”, como se dice en ruso. Lo que salió de tu boca fue: “Te voy a dejar en un hotel y mañana te regresas a Venezuela, que aquí no tienes nada que hacer”. Me acompañaste hasta la habitación y antes de que abriera la puerta te fuiste. Esa fue la última vez que te vi.
Ahí me quedé yo, viendo el techo y pensando que mi mamá tenía razón cuando me dijo: “Kenny, ¿qué vas a ir a buscar tú tan lejos por allá?”
Aún te recuerdo, no con odio; no me alegré cuando me escribiste, un año después, que te habías divorciado; disculpa por no responderte ese mail. Confieso que hasta ahora no te he llorado, es más, si quieres puedes venir a Venezuela para que veas que no hay rencores. Yo te estaré esperando. Dile al taxista que te deje en el centro de Caracas. Procura llegar de noche, que es más interesante.
Ya tebia liubliu.
(Kenny Cerna)
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