En la estación
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EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Poesía Lírica-Canciones-Romances-Sonetos :: Siglo de Oro de la Poesía
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En la estación
Fragmento L
Cancionero
de Francesco Petrarca
En la estación que más presto declina
el sol del cielo y nuestro día llega
a aquel que al otro lado quizá espera,
viéndose sola en apartada vega,
la exhausta viejecilla peregrina
aprieta el paso y más, más se acelera;
y así, sin compañera,
al fin de su jornada
quizás es consolada
de algún breve reposo, en el que olvida
la pena de la senda recorrida.
Mas, ay, que en mí la pena que el día trae,
se muestra más crecida
después que por marchar el sol decae.
Cuando el sol mueve el inflamado carro
por dar sitio a la noche en que descuelga
la sombra entre los montes fría y lenta,
el labrador avaro el útil cuelga,
y con letrilla y son rudo y bizarro
todo cuidado de su pecho ahuyenta;
y a la mesa presenta
vianda pobre y compota,
igual a esa bellota
que el mundo ensalza hoy huyendo ahora.
Quien quiere hallar contento algo edulcora;
más nunca tuve yo, no diré alegre,
sino tranquila un hora,
que en el curso del sol no se denegre.
Cuando el pastor al fin ve que desmaya
el gran planeta a su nocturno nido,
y oscurece las tierras del Oriente;
se pone en pie, y a su cayado asido,
dejando manantiales, hierba y haya,
conduce su rebaño suavemente;
y, lejos de la gente,
en tienda o cueva, cama
con verde tallo enrama;
y allí duerme sin cuita y sin querella.
¡Ay, crudo Amor! ¿Por qué haces que mi estrella
siga del animal que me destruye
aliento y paso y huella,
si no lo ates, cuando escapa y huye.
Y hasta forzados hay que en la ensenada
los miembros echan cuando el sol se esconde
al duro leño, el hábito desecho.
Mas yo, aunque en mitad del mar se ahonde,
y deje a sus espaldas a Granada,
y a España, y a Marruecos, y al Estrecho,
y todo humano pecho,
y mundo, y animales
descansen de sus males,
no pongo fin a mi obstinado engaño;
y pésame que crezca siempre el daño,
que, yendo siempre a más sin que atempere,
casi al décimo año,
no acierto aún a saber quién me libere.
Y, porque hablando tiemplo un poco el fuego,
de noche al buey lo veo desuncido
volver de la campaña y monte arado.
Y, en cambio, ¿quién me quita a mí el gemido?
¿cuándo, pues? ¿cuándo el yugo al que me plego?
¿por qué siempre llorar me tiene ahogado?
Que quise, ay desgraciado,
el día que admirara
las formas de su cara,
esculpirla en el pensamiento en parte,
del cual ningún poder ni ningún arte
podrán sacar, hasta que presa sea
de por quien todo parte.
Y no sé aún cuánto dicen de ella crea.
Canción, si noche y día
acompañar mis bríos
te ha vuelto de los míos,
no te querrás mostrar en ningún caso,
y harás a la lisonja afecto escaso:
te bastará pensar de cerro en cerro
como al fuego me abraso
de este peñasco vivo al que me aferro.
Cancionero
de Francesco Petrarca
En la estación que más presto declina
el sol del cielo y nuestro día llega
a aquel que al otro lado quizá espera,
viéndose sola en apartada vega,
la exhausta viejecilla peregrina
aprieta el paso y más, más se acelera;
y así, sin compañera,
al fin de su jornada
quizás es consolada
de algún breve reposo, en el que olvida
la pena de la senda recorrida.
Mas, ay, que en mí la pena que el día trae,
se muestra más crecida
después que por marchar el sol decae.
Cuando el sol mueve el inflamado carro
por dar sitio a la noche en que descuelga
la sombra entre los montes fría y lenta,
el labrador avaro el útil cuelga,
y con letrilla y son rudo y bizarro
todo cuidado de su pecho ahuyenta;
y a la mesa presenta
vianda pobre y compota,
igual a esa bellota
que el mundo ensalza hoy huyendo ahora.
Quien quiere hallar contento algo edulcora;
más nunca tuve yo, no diré alegre,
sino tranquila un hora,
que en el curso del sol no se denegre.
Cuando el pastor al fin ve que desmaya
el gran planeta a su nocturno nido,
y oscurece las tierras del Oriente;
se pone en pie, y a su cayado asido,
dejando manantiales, hierba y haya,
conduce su rebaño suavemente;
y, lejos de la gente,
en tienda o cueva, cama
con verde tallo enrama;
y allí duerme sin cuita y sin querella.
¡Ay, crudo Amor! ¿Por qué haces que mi estrella
siga del animal que me destruye
aliento y paso y huella,
si no lo ates, cuando escapa y huye.
Y hasta forzados hay que en la ensenada
los miembros echan cuando el sol se esconde
al duro leño, el hábito desecho.
Mas yo, aunque en mitad del mar se ahonde,
y deje a sus espaldas a Granada,
y a España, y a Marruecos, y al Estrecho,
y todo humano pecho,
y mundo, y animales
descansen de sus males,
no pongo fin a mi obstinado engaño;
y pésame que crezca siempre el daño,
que, yendo siempre a más sin que atempere,
casi al décimo año,
no acierto aún a saber quién me libere.
Y, porque hablando tiemplo un poco el fuego,
de noche al buey lo veo desuncido
volver de la campaña y monte arado.
Y, en cambio, ¿quién me quita a mí el gemido?
¿cuándo, pues? ¿cuándo el yugo al que me plego?
¿por qué siempre llorar me tiene ahogado?
Que quise, ay desgraciado,
el día que admirara
las formas de su cara,
esculpirla en el pensamiento en parte,
del cual ningún poder ni ningún arte
podrán sacar, hasta que presa sea
de por quien todo parte.
Y no sé aún cuánto dicen de ella crea.
Canción, si noche y día
acompañar mis bríos
te ha vuelto de los míos,
no te querrás mostrar en ningún caso,
y harás a la lisonja afecto escaso:
te bastará pensar de cerro en cerro
como al fuego me abraso
de este peñasco vivo al que me aferro.
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