El regalo de una nena
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El regalo de una nena
Por Gary Sledge
El regalo de una nena
Un domingo por la tarde en diciembre pasado, Ann Sutton estaba supervisando a un esforzado grupo de cocineros en su cocina. Su hijo Mickey sacaba una bandeja de tortas. Su hija JaKeilla y su novio, Frank, metían y sacaban galletitas del horno. En medio de todos estaba su hija menor, Kinzie, un torbellino de siete años que no paraba de mordisquear galletas y de dar instrucciones desde la mesa cubierta con manteles individuales verdes y rojos.
Con una madre asistente social y un padre asistente juvenil, sus hijos habían heredado de sus padres el compromiso de servicio y sabían que no debían dar por sentado nunca su buena suerte en Navidad. Los ingresos promedio por hogar en el pueblo de Kentucky, en los Estados Unidos, donde vivían eran bajos, y la conversación en las cenas familiares solía girar en torno a familias vecinas necesitadas. Muchos de los clientes de Ann habían perdido su trabajo cuando la industria de casas flotantes de la zona se hundió. Muchos otros no se habían recuperado del revés de la industria minera.
Como sabía cuánto les gustaban a sus hijos los regalos de Navidad, Ann siempre intentaba buscar ayuda para una o dos de las familias necesitadas. Este año, Kinzie estaba feliz de que Papá Noel fuera a hacer una visita especial a una madre de 22 años llamada Ashley, quien trabajaba en una fábrica y se hacía cargo sola de su bebé de 12 meses, Evan, y de su hermano de 12 años, Kenny.
A media tarde de ese alegre domingo, sonó el teléfono. Un representante de una organización local llamaba para decir que la ayuda que Ann había solicitado para Ashley no había podido ser atendida. No habría Papá Noel, ni regalos; nada. Ann vio la alegría desvanecerse de los rostros de sus hijos con la noticia. La verborrea de Kinzie se apagó. Sin decir palabra, se bajó de la silla deslizándose y se fue corriendo a su cuarto. En la silenciosa cocina, dejó de respirarse un ambiente navideño.
Kinzie volvió con una expresión llena de determinación. Había abierto su hucha y estaba contando las monedas y los billetes de dólar arrugados, uno por uno, sobre la mesa de la cocina: 3,30. Todo lo que tenía. “Mamá —le dijo a Ann—. Sé que no es mucho. Pero a lo mejor, con esto podemos comprar un regalo al bebé”.
En ese momento, todos se pusieron a buscar en sus bolsillos y monederos. Mickey y Frank juntaron billetes de poco valor y puñados de monedas. JaKeilla se fue corriendo a su cuarto y vació su hucha con forma de Mago de Hoz. Aumentar la cantidad de Kinzie se convirtió en un juego y todo el mundo empezó a buscar monedas. Los gritos de alegría de Kinzie llenaron toda la casa.
Según se acumulaba el dinero sobre la mesa de la cocina, Frank empezó a guardar las monedas en sobres de papel. Cuando acabó la búsqueda, tenían una montaña de billetes y una pila ordenada de monedas. En total: 130 dólares.
Al día siguiente, en el desayuno, Ann contó a sus compañeros de trabajo el último proyecto de su hija. Para su sorpresa, los miembros del personal empezaron a abrir sus monederos y a vaciar sus bolsillos para agregar más dinero a la iniciativa de Kinzie. La generosidad era contagiosa. A lo largo del día, los colegas de Ann fueron dejando contribuciones. Cada vez que llegaba un poco de dinero, Ann llamaba a casa. Y con cada noticia de su madre, Kinzie gritaba por el teléfono y se ponía a bailar de alegría como una loca.
Al final del día, la historia del regalo de Kinzie se extendió más allá de la oficina de Ann. Recibió una llamada de un donante anónimo. Si una nena de siete años podía dar todo lo que tenía, dijo, él podría al menos multiplicar esa cantidad por 100. Contribuyó con 300 dólares. Por tanto, en total habían reunido 500 dólares, suficiente para celebrar la Navidad de tres personas.
Esa tarde, Kinzie fue con su madre y con su hermana a gastar el dinero. Compraron pantalones, camisas, pijamas y cosas básicas para la casa. Compraron también un par de lindas botas para un niño de 12 años, una bufanda para Ashley y montones de juguetes para el bebé. Incluso tuvieron bastante para comprar comida para la cena de Navidad.
El día de Nochebuena, Ann fue con el auto bajo una intensa lluvia hasta la pequeña vivienda que habitaba la familia, y puso la parte trasera de su coche mirando a la puerta. Cuando Ashley la abrió, se encontró a Ann bajo el paraguas y escuchó sorprendida cómo la felicitaba por la Navidad. Después, empezó a descargar los regalos del coche, dándoselos a Ashley uno por uno.
Ashley empezó a reírse sin poder creerlo, pero los regalos seguían llegando. Ann dejó el paraguas y Ashley se le unió bajo la lluvia, pasándole los regalos a Kenny. “Por favor, ¿los puedo abrir esta noche?”, imploró. Al poco tiempo, las dos mujeres estaban caladas hasta los huesos, y la sorpresa había dado paso a algo más profundo, un tipo de alegría que casi las hizo llorar.
Al reflexionar sobre la generosidad de la niña pequeña, Ashley dijo que esperaba que algún día ella pudiera hacer algo parecido por alguien más necesitado. “Kinzie podía haber usado ese dinero para sí misma, pero lo regaló”, dijo Ashley. “Me gustaría mucho que mi hijo se convirtiera en un nene así”.
La mujer del ómnibus 64 volvían de visitar el museo de Pedralbes, en Barcelona, un día del pasado mes de enero. Voluntaria de un grupo de jubilados, Montse Ventura regresaba junto a su grupo en el ómnibus 64 sin dejar de hablar.
Una mujer no le sacaba los ojos de encima, hasta que se le acercó y le pidió hablar con ella aparte. La mujer se disculpó por la intromisión y le dijo que la había estado observando y le recomendaba hacerse unos estudios. Sacó un papel y anotó dos cosas, tras decirle que aún estaba a tiempo. La desconocida le contó que había tenido dos casos en su consulta con los mismos signos que Montse: labio inferior, nariz, manos, pies...
Montse estaba tan sorprendida que no le preguntó su nombre y la desconocida se bajó en la siguiente parada.
Cuando esta mujer de 55 años, ex maestra, viuda y madre de dos hijas acudió un mes después a una revisión ginecológica, pidió que le incluyeran los dos estudios que la desconocida le había anotado en el papel. La revisión estaba bien, excepto los dos valores pedidos por la desconocida.
Una resonancia magnética localizó un pequeño tumor de 7 milímetros en una glándula, una zona repleta de nervios y cercana a la carótida. Le recomendaron operarse cuanto antes, ya que podía sufrir una hemorragia en el cerebro o ceguera.
Montse tenía dudas, porque su hija menor se casaba en septiembre y la operación se iba a realizar en junio. Pero finalmente decidió ope- rarse, y todo salió bien. Montse pudo acudir a la boda de su hija.
El pasado mes de octubre, Montse envió una carta al diario La Vanguardia, con el fin de encontrar a su particular ángel de la guarda y poder darle las gracias.
Pocas horas después, dio con la mujer que probablemente le salvó la vida. Se trata de una endocrinóloga de Barcelona, María Gloria P.B., de 60 años, quien se mostró bastante sorprendida por el revuelo causado.
Esta experta vio claro en Montse los signos de acromegalia, una rara enfermedad que causa la presencia de un tumor en la hipófisis, lo que genera una fabricación excesiva de la hormona del crecimiento, y en consecuencia, el agrandamiento exagerado de tejidos, como nariz, labio inferior, cejas, manos, pies...
Por fin las dos mujeres pudieron hablar por teléfono. Y tienen pensado encontrarse para tomar un café cuando pasen unos días.
El regalo de una nena
Un domingo por la tarde en diciembre pasado, Ann Sutton estaba supervisando a un esforzado grupo de cocineros en su cocina. Su hijo Mickey sacaba una bandeja de tortas. Su hija JaKeilla y su novio, Frank, metían y sacaban galletitas del horno. En medio de todos estaba su hija menor, Kinzie, un torbellino de siete años que no paraba de mordisquear galletas y de dar instrucciones desde la mesa cubierta con manteles individuales verdes y rojos.
Con una madre asistente social y un padre asistente juvenil, sus hijos habían heredado de sus padres el compromiso de servicio y sabían que no debían dar por sentado nunca su buena suerte en Navidad. Los ingresos promedio por hogar en el pueblo de Kentucky, en los Estados Unidos, donde vivían eran bajos, y la conversación en las cenas familiares solía girar en torno a familias vecinas necesitadas. Muchos de los clientes de Ann habían perdido su trabajo cuando la industria de casas flotantes de la zona se hundió. Muchos otros no se habían recuperado del revés de la industria minera.
Como sabía cuánto les gustaban a sus hijos los regalos de Navidad, Ann siempre intentaba buscar ayuda para una o dos de las familias necesitadas. Este año, Kinzie estaba feliz de que Papá Noel fuera a hacer una visita especial a una madre de 22 años llamada Ashley, quien trabajaba en una fábrica y se hacía cargo sola de su bebé de 12 meses, Evan, y de su hermano de 12 años, Kenny.
A media tarde de ese alegre domingo, sonó el teléfono. Un representante de una organización local llamaba para decir que la ayuda que Ann había solicitado para Ashley no había podido ser atendida. No habría Papá Noel, ni regalos; nada. Ann vio la alegría desvanecerse de los rostros de sus hijos con la noticia. La verborrea de Kinzie se apagó. Sin decir palabra, se bajó de la silla deslizándose y se fue corriendo a su cuarto. En la silenciosa cocina, dejó de respirarse un ambiente navideño.
Kinzie volvió con una expresión llena de determinación. Había abierto su hucha y estaba contando las monedas y los billetes de dólar arrugados, uno por uno, sobre la mesa de la cocina: 3,30. Todo lo que tenía. “Mamá —le dijo a Ann—. Sé que no es mucho. Pero a lo mejor, con esto podemos comprar un regalo al bebé”.
En ese momento, todos se pusieron a buscar en sus bolsillos y monederos. Mickey y Frank juntaron billetes de poco valor y puñados de monedas. JaKeilla se fue corriendo a su cuarto y vació su hucha con forma de Mago de Hoz. Aumentar la cantidad de Kinzie se convirtió en un juego y todo el mundo empezó a buscar monedas. Los gritos de alegría de Kinzie llenaron toda la casa.
Según se acumulaba el dinero sobre la mesa de la cocina, Frank empezó a guardar las monedas en sobres de papel. Cuando acabó la búsqueda, tenían una montaña de billetes y una pila ordenada de monedas. En total: 130 dólares.
Al día siguiente, en el desayuno, Ann contó a sus compañeros de trabajo el último proyecto de su hija. Para su sorpresa, los miembros del personal empezaron a abrir sus monederos y a vaciar sus bolsillos para agregar más dinero a la iniciativa de Kinzie. La generosidad era contagiosa. A lo largo del día, los colegas de Ann fueron dejando contribuciones. Cada vez que llegaba un poco de dinero, Ann llamaba a casa. Y con cada noticia de su madre, Kinzie gritaba por el teléfono y se ponía a bailar de alegría como una loca.
Al final del día, la historia del regalo de Kinzie se extendió más allá de la oficina de Ann. Recibió una llamada de un donante anónimo. Si una nena de siete años podía dar todo lo que tenía, dijo, él podría al menos multiplicar esa cantidad por 100. Contribuyó con 300 dólares. Por tanto, en total habían reunido 500 dólares, suficiente para celebrar la Navidad de tres personas.
Esa tarde, Kinzie fue con su madre y con su hermana a gastar el dinero. Compraron pantalones, camisas, pijamas y cosas básicas para la casa. Compraron también un par de lindas botas para un niño de 12 años, una bufanda para Ashley y montones de juguetes para el bebé. Incluso tuvieron bastante para comprar comida para la cena de Navidad.
El día de Nochebuena, Ann fue con el auto bajo una intensa lluvia hasta la pequeña vivienda que habitaba la familia, y puso la parte trasera de su coche mirando a la puerta. Cuando Ashley la abrió, se encontró a Ann bajo el paraguas y escuchó sorprendida cómo la felicitaba por la Navidad. Después, empezó a descargar los regalos del coche, dándoselos a Ashley uno por uno.
Ashley empezó a reírse sin poder creerlo, pero los regalos seguían llegando. Ann dejó el paraguas y Ashley se le unió bajo la lluvia, pasándole los regalos a Kenny. “Por favor, ¿los puedo abrir esta noche?”, imploró. Al poco tiempo, las dos mujeres estaban caladas hasta los huesos, y la sorpresa había dado paso a algo más profundo, un tipo de alegría que casi las hizo llorar.
Al reflexionar sobre la generosidad de la niña pequeña, Ashley dijo que esperaba que algún día ella pudiera hacer algo parecido por alguien más necesitado. “Kinzie podía haber usado ese dinero para sí misma, pero lo regaló”, dijo Ashley. “Me gustaría mucho que mi hijo se convirtiera en un nene así”.
La mujer del ómnibus 64 volvían de visitar el museo de Pedralbes, en Barcelona, un día del pasado mes de enero. Voluntaria de un grupo de jubilados, Montse Ventura regresaba junto a su grupo en el ómnibus 64 sin dejar de hablar.
Una mujer no le sacaba los ojos de encima, hasta que se le acercó y le pidió hablar con ella aparte. La mujer se disculpó por la intromisión y le dijo que la había estado observando y le recomendaba hacerse unos estudios. Sacó un papel y anotó dos cosas, tras decirle que aún estaba a tiempo. La desconocida le contó que había tenido dos casos en su consulta con los mismos signos que Montse: labio inferior, nariz, manos, pies...
Montse estaba tan sorprendida que no le preguntó su nombre y la desconocida se bajó en la siguiente parada.
Cuando esta mujer de 55 años, ex maestra, viuda y madre de dos hijas acudió un mes después a una revisión ginecológica, pidió que le incluyeran los dos estudios que la desconocida le había anotado en el papel. La revisión estaba bien, excepto los dos valores pedidos por la desconocida.
Una resonancia magnética localizó un pequeño tumor de 7 milímetros en una glándula, una zona repleta de nervios y cercana a la carótida. Le recomendaron operarse cuanto antes, ya que podía sufrir una hemorragia en el cerebro o ceguera.
Montse tenía dudas, porque su hija menor se casaba en septiembre y la operación se iba a realizar en junio. Pero finalmente decidió ope- rarse, y todo salió bien. Montse pudo acudir a la boda de su hija.
El pasado mes de octubre, Montse envió una carta al diario La Vanguardia, con el fin de encontrar a su particular ángel de la guarda y poder darle las gracias.
Pocas horas después, dio con la mujer que probablemente le salvó la vida. Se trata de una endocrinóloga de Barcelona, María Gloria P.B., de 60 años, quien se mostró bastante sorprendida por el revuelo causado.
Esta experta vio claro en Montse los signos de acromegalia, una rara enfermedad que causa la presencia de un tumor en la hipófisis, lo que genera una fabricación excesiva de la hormona del crecimiento, y en consecuencia, el agrandamiento exagerado de tejidos, como nariz, labio inferior, cejas, manos, pies...
Por fin las dos mujeres pudieron hablar por teléfono. Y tienen pensado encontrarse para tomar un café cuando pasen unos días.
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