Sueños sobre ruedas
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El domingo 23 de junio de 2013, en un salón de eventos de la Alcaldía de San Jacinto (Bolívar) se indemnizaban a 35 víctimas del conflicto armado de la región de Montes de María. A pocos kilómetros de allí, el Presidente de la República, Juan Manuel Santos, reafirmaba su compromiso con la paz delante de más de 10 mil sobrevivientes del conflicto armado, principalmente mujeres que ignoraban que ese era el Día Internacional de las Viudas, estado civil al que muchas de ellas fueron empujadas por la violencia inhumana. De vuelta al salón, en un rincón, José Gregorio Mercado Mercado, otro sobreviviente, imaginaba cómo se vería su negocio en Carmen de Bolívar después de invertirle parte de la indemnización que estaba a punto de recibir.
De mano en mano pasaban las cartas de dignificación, o mejor, pasaban ese papel que es el prólogo a los anhelos y a las esperanzas hechos realidad, con el que la Unidad para las Víctimas le reconocía su condición de sobreviviente. Cuando la recibió, enrolló su sueño y, con la dignidad restablecida y en espera de su carta cheque, contó una historia que comenzó muy lejos de allí, en el tiempo y en la distancia.
Caía la noche, hace 25 años, sobre los techos de Flor del Monte, corregimiento del municipio de Ovejas (Sucre), cuando las balas empezaron a entrar en estampida y a estampillarse por las paredes de la casa donde pernoctaba tranquila la familia Mercado Mercado. Luego de ese vómito metálico, unos hombres encapuchados arruinaron todo cuanto encontraban alrededor.
Desde la cama, don Miguel Antonio Mercado sintió temor de que su familia fuera masacrada, pues en el fondo él sabía que su liderazgo al frente de una organización de campesinos de Sucre podía ser la causa por la que aquella horda estaba taladrando, no solo las paredes, sino la tranquilidad de los últimos días de marzo de 1988.
–No disparen más –gritaba Miguel Antonio, mientras daba lo que sospechaba que serían sus últimos pasos. Caminó descalzo unos metros con los pies arrastrándose en la tierra, la misma que le había dado vida, que lo había acogido y que esa noche, desamparada e impotente, veía cómo la despojaban de uno de sus hijos. Sobre la enramada de aquel techo artesanal, el plomo vertía su velo de espanto y la luna sudaba de miedo.
Doña Digna Isabel, su esposa, compartía el mismo miedo y la misma sospecha, mientras abrazaba a sus pequeñas hijas, Biodis y Glemis.
José Gregorio, que por entonces tenía 18 años, rasgaba –con desespero– el cojín que forraba los brazos de su silla de ruedas.
Aquella noche terminó la lucha de este campesino. Don Miguel Antonio no pudo ver el proceso de pacificación que germinó años después, en abril de 1993, cuando, según archivos históricos, se logró la desmovilización del movimiento Corriente de Renovación Socialista (CRS).
La muerte también le impidió ver cómo a mediados de la década del 90, la Embajada de Alemania en Colombia lideró un proceso de acompañamiento a los campesinos para poner en marcha proyectos productivos que por años han sido el sustento de buena parte de la comunidad.
A las 10 de la mañana del siguiente día encontraron el cuerpo de don Miguel Antonio complemente lacerado. Había sido atado de pies y manos y tirado en el platón de una camioneta hasta llegar al sitio escogido por los hombres para asesinarlo, no sin antes torturarlo y cercenarle el cuello.
“Fue horrible. Uno no se imagina que a una persona le hagan semejante cosa. Esa noche, como casi nunca me había ocurrido a pesar de mi enfermedad, me sentí impotente”, cuenta
José Gregorio, quien es consciente de que algunas cosas en la vida son decisión de Dios y hay que aceptarlas, pero que otras, son una aberración de la humanidad.
José Gregorio padece poliomielitis desde que tenía 20 meses de nacido. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) esta enfermedad es muy contagiosa y es causada por un virus que invade el sistema nervioso y puede causar parálisis en cuestión de horas. El virus entra en el organismo por la boca y se multiplica en el intestino.
La OMS estima que en 1988, el mismo año en que fue asesinado el padre de Jose Gregorio, los pacientes de polio eran 350 mil en el mundo. En el 2012 esta cifra bajó a 223. Y en este año, solo considera endémicos a tres países: Afganistán, Nigeria y el Pakistán.
Pero ningún diagnóstico y ningún estudio le han quitado un segundo de vitalidad a José Gregorio, nacido en un municipio cuyo nombre lleva el espíritu de un gran hombre: San Francisco de Asís de Ovejas. Quizás por eso –irremediablemente– él también es un hombre con “corazón de lis y alma de querube”.
“En la infancia tuve pues algunas limitaciones, pero ni modo, había que seguir pa´delante. Recuerdo que yo tenía 14 años cuando al pueblo –más exactamente al corregimiento Flor del Monte– llegó una monja y fue ella quien me regaló la primera silla de ruedas de las tres que he tenido, pues he dañado dos”, expresa con la mirada altiva y serena.
Al entrar el año 1990, doña Digna Isabel cerró para siempre la puerta de su casa en Flor del Monte y se fue con sus tres hijos hacia Carmen de Bolívar. Allí empezó una nueva etapa en la vida de esta familia –ya sin don Miguel Antonio–. Por un lado, la relación entre los hermanos se fortaleció y por otro, desbarató para siempre momentos que solo se vivían integralmente con el padre.
“Nosotros –añade– hemos sido muy unidos con mis hermanas y mi mamá. Además, tengo unas tías con las que me la llevo bien, pero sí se notan muchos vacíos a veces, sobre todo en las navidades. Antes pasábamos esas fechas muy unidos, ahora como que cada uno está por su lado; mis hermanas tienen sus esposos… ya tengo sobrinos”.
Su madre, después de vencer al miedo, muy digna, eso sí, se atrevió a hacer la declaración. “Eso fue ya hace 10 años, y vea, con paciencia se han dado las cosas. Ella, al comienzo tuvo miedo, pero cuando se supo que esos señores ya no estaban lo hizo. En la declaración nos incluyó a todos”, recuerda.
José Gregorio hace parte de las 259.338 víctimas registradas en el departamento de Sucre y de las 1.411 que en Ovejas han sido víctimas por el homicidio de algún familiar.
Mientras narra su historia, no deja de mover su silla de lado a lado. Sabe que sobre ella ruedan sus sueños y que hoy la vida le está dando una nueva oportunidad para seguir adelante con sus proyectos, aunque el dinero de la indemnización no signifique todo para él. Hay otras cosas que le fortalecen el alma.
“Estas acciones del gobierno son buenas porque hay mucha gente desprotegida, que quedó en el aire. Con la muerte de mi papá las cosas que pensábamos hacer se vinieron al piso, ya que él hacía todos los trabajos en compañía de mi mamá”, recuerda.
Es domingo y no tiene afán de ir a abrir el negocio, su pequeño local en el barrio El Prado, de Carmen de Bolívar, así que se relaja. Vuelve a desenrollar la carta de dignificación y escucha que llaman a más víctimas para entregarle la carta cheque.
“Hace tres años abrí el negocio con el dinero que mi mamá recibió de la ayuda humanitaria. No es muy grande, pero ahí la paso y me gano la vida. Estoy convencido de que con la plata que me llega de la indemnización le meteré otros computadores a ver si mejoro los ingresos”, afirma.
Su discapacidad no le impide abrir cada día el negocio y sacar un letrero que anuncia la venta de cedés, servicio de fotocopiadora, papelería, impresiones, minutos, entre otros productos y servicios. “Yo hago muchas cosas. Soy una persona que aprendo fácil. Por ejemplo, hago mantenimiento a celulares”, asegura. Tampoco ha sido impedimento para desarrollar sus dones artísticos:
“Hay ratos en que me da por pintar. Hago unos cuadros bonitos, pero no lo tomo en serio. Es más bien como un pasatiempo. Una vez me dio por hacer hamacas, de esas artesanales bonitas y grandes, pero las vendí y nunca más hice otras”, expresa.
Los ocho años que don Miguel Antonio llevaba conviviendo con su familia, después de haberse alejado por más de un lustro, fueron suficientes para que José Gregorio heredara de su padre el gusto por la música popular, sobre todo por Darío Gómez, verdadera razón por la cual suele pasar horas escuchando al ‘rey del despecho’, muy lejana de los desamores que sus canciones sugieren.
“Ese tema me trae recuerdos de la infancia. Cuando lo escucho recuerdo a mi papá. Él era fanático de esa canción, sobre todo de una parte que dice:
“Yo no quiero aceptarme su olvido
Porque solo nací para amarla
Y no sé cuánto voy a quererla
Ni hasta cuando me dure esta traga”
Canta en voz baja ese estribillo, porque en el resto del salón siguen llamando a las víctimas para recibir su carta cheque.
La polio nunca lo ha detenido, mucho menos la muerte de su padre, y hoy, aunque no ejerce los estudios hechos, se siente tranquilo por haber logrado terminar el bachillerato y un par de grados superiores. “Terminé el bachillerato en el Carmen y me metí a estudiar Administración de Empresas y Tecnología en Operación y Mantenimiento de Computadores, pero no sé porque no hago nada de eso”, señala.
Las únicas limitaciones que tiene José Gregorio para moverse son algunos huecos que hay en las calles y las escaleras altas que tiene la casa donde vive actualmente con su madre y unas tías, barreras por las que debe acudir a otras personas, en especial cuando se va a bañar, pero no precisamente para que le ayuden en la ducha.
“Como no hay agua del grifo entonces me ayudan a traer agua en baldes, pero yo solito hago mis cosas. Yo me baño solo y me visto solo”, comenta.
La vida le arrebató a su padre hace 25 años. Hoy, con 43, sueña tener una familia, ya que su parálisis no es total y no le afecta sus deseos reproductivos. “Quiero tener dos hijos; yo no me puedo quedar atrás porque mis hermanas ya tienen sus familias”, agrega.
Por fin sale del paquete su nombre. Va hasta la mesa. El saludo de los funcionarios de la Unidad para las Víctimas es efusivo. Toma su carta cheque. Ya casi termina la jornada y debe irse. Se devuelve y dice: “No le dije lo más importante, me gusta todo lo que sean fritos y soy adicto al jugo de mango”.
Por: @StivensParra
Oficina Asesora de Comunicaciones
Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas
El domingo 23 de junio de 2013, en un salón de eventos de la Alcaldía de San Jacinto (Bolívar) se indemnizaban a 35 víctimas del conflicto armado de la región de Montes de María. A pocos kilómetros de allí, el Presidente de la República, Juan Manuel Santos, reafirmaba su compromiso con la paz delante de más de 10 mil sobrevivientes del conflicto armado, principalmente mujeres que ignoraban que ese era el Día Internacional de las Viudas, estado civil al que muchas de ellas fueron empujadas por la violencia inhumana. De vuelta al salón, en un rincón, José Gregorio Mercado Mercado, otro sobreviviente, imaginaba cómo se vería su negocio en Carmen de Bolívar después de invertirle parte de la indemnización que estaba a punto de recibir.
De mano en mano pasaban las cartas de dignificación, o mejor, pasaban ese papel que es el prólogo a los anhelos y a las esperanzas hechos realidad, con el que la Unidad para las Víctimas le reconocía su condición de sobreviviente. Cuando la recibió, enrolló su sueño y, con la dignidad restablecida y en espera de su carta cheque, contó una historia que comenzó muy lejos de allí, en el tiempo y en la distancia.
Caía la noche, hace 25 años, sobre los techos de Flor del Monte, corregimiento del municipio de Ovejas (Sucre), cuando las balas empezaron a entrar en estampida y a estampillarse por las paredes de la casa donde pernoctaba tranquila la familia Mercado Mercado. Luego de ese vómito metálico, unos hombres encapuchados arruinaron todo cuanto encontraban alrededor.
Desde la cama, don Miguel Antonio Mercado sintió temor de que su familia fuera masacrada, pues en el fondo él sabía que su liderazgo al frente de una organización de campesinos de Sucre podía ser la causa por la que aquella horda estaba taladrando, no solo las paredes, sino la tranquilidad de los últimos días de marzo de 1988.
–No disparen más –gritaba Miguel Antonio, mientras daba lo que sospechaba que serían sus últimos pasos. Caminó descalzo unos metros con los pies arrastrándose en la tierra, la misma que le había dado vida, que lo había acogido y que esa noche, desamparada e impotente, veía cómo la despojaban de uno de sus hijos. Sobre la enramada de aquel techo artesanal, el plomo vertía su velo de espanto y la luna sudaba de miedo.
Doña Digna Isabel, su esposa, compartía el mismo miedo y la misma sospecha, mientras abrazaba a sus pequeñas hijas, Biodis y Glemis.
José Gregorio, que por entonces tenía 18 años, rasgaba –con desespero– el cojín que forraba los brazos de su silla de ruedas.
Aquella noche terminó la lucha de este campesino. Don Miguel Antonio no pudo ver el proceso de pacificación que germinó años después, en abril de 1993, cuando, según archivos históricos, se logró la desmovilización del movimiento Corriente de Renovación Socialista (CRS).
La muerte también le impidió ver cómo a mediados de la década del 90, la Embajada de Alemania en Colombia lideró un proceso de acompañamiento a los campesinos para poner en marcha proyectos productivos que por años han sido el sustento de buena parte de la comunidad.
A las 10 de la mañana del siguiente día encontraron el cuerpo de don Miguel Antonio complemente lacerado. Había sido atado de pies y manos y tirado en el platón de una camioneta hasta llegar al sitio escogido por los hombres para asesinarlo, no sin antes torturarlo y cercenarle el cuello.
“Fue horrible. Uno no se imagina que a una persona le hagan semejante cosa. Esa noche, como casi nunca me había ocurrido a pesar de mi enfermedad, me sentí impotente”, cuenta
José Gregorio, quien es consciente de que algunas cosas en la vida son decisión de Dios y hay que aceptarlas, pero que otras, son una aberración de la humanidad.
José Gregorio padece poliomielitis desde que tenía 20 meses de nacido. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) esta enfermedad es muy contagiosa y es causada por un virus que invade el sistema nervioso y puede causar parálisis en cuestión de horas. El virus entra en el organismo por la boca y se multiplica en el intestino.
La OMS estima que en 1988, el mismo año en que fue asesinado el padre de Jose Gregorio, los pacientes de polio eran 350 mil en el mundo. En el 2012 esta cifra bajó a 223. Y en este año, solo considera endémicos a tres países: Afganistán, Nigeria y el Pakistán.
Pero ningún diagnóstico y ningún estudio le han quitado un segundo de vitalidad a José Gregorio, nacido en un municipio cuyo nombre lleva el espíritu de un gran hombre: San Francisco de Asís de Ovejas. Quizás por eso –irremediablemente– él también es un hombre con “corazón de lis y alma de querube”.
“En la infancia tuve pues algunas limitaciones, pero ni modo, había que seguir pa´delante. Recuerdo que yo tenía 14 años cuando al pueblo –más exactamente al corregimiento Flor del Monte– llegó una monja y fue ella quien me regaló la primera silla de ruedas de las tres que he tenido, pues he dañado dos”, expresa con la mirada altiva y serena.
Al entrar el año 1990, doña Digna Isabel cerró para siempre la puerta de su casa en Flor del Monte y se fue con sus tres hijos hacia Carmen de Bolívar. Allí empezó una nueva etapa en la vida de esta familia –ya sin don Miguel Antonio–. Por un lado, la relación entre los hermanos se fortaleció y por otro, desbarató para siempre momentos que solo se vivían integralmente con el padre.
“Nosotros –añade– hemos sido muy unidos con mis hermanas y mi mamá. Además, tengo unas tías con las que me la llevo bien, pero sí se notan muchos vacíos a veces, sobre todo en las navidades. Antes pasábamos esas fechas muy unidos, ahora como que cada uno está por su lado; mis hermanas tienen sus esposos… ya tengo sobrinos”.
Su madre, después de vencer al miedo, muy digna, eso sí, se atrevió a hacer la declaración. “Eso fue ya hace 10 años, y vea, con paciencia se han dado las cosas. Ella, al comienzo tuvo miedo, pero cuando se supo que esos señores ya no estaban lo hizo. En la declaración nos incluyó a todos”, recuerda.
José Gregorio hace parte de las 259.338 víctimas registradas en el departamento de Sucre y de las 1.411 que en Ovejas han sido víctimas por el homicidio de algún familiar.
Mientras narra su historia, no deja de mover su silla de lado a lado. Sabe que sobre ella ruedan sus sueños y que hoy la vida le está dando una nueva oportunidad para seguir adelante con sus proyectos, aunque el dinero de la indemnización no signifique todo para él. Hay otras cosas que le fortalecen el alma.
“Estas acciones del gobierno son buenas porque hay mucha gente desprotegida, que quedó en el aire. Con la muerte de mi papá las cosas que pensábamos hacer se vinieron al piso, ya que él hacía todos los trabajos en compañía de mi mamá”, recuerda.
Es domingo y no tiene afán de ir a abrir el negocio, su pequeño local en el barrio El Prado, de Carmen de Bolívar, así que se relaja. Vuelve a desenrollar la carta de dignificación y escucha que llaman a más víctimas para entregarle la carta cheque.
“Hace tres años abrí el negocio con el dinero que mi mamá recibió de la ayuda humanitaria. No es muy grande, pero ahí la paso y me gano la vida. Estoy convencido de que con la plata que me llega de la indemnización le meteré otros computadores a ver si mejoro los ingresos”, afirma.
Su discapacidad no le impide abrir cada día el negocio y sacar un letrero que anuncia la venta de cedés, servicio de fotocopiadora, papelería, impresiones, minutos, entre otros productos y servicios. “Yo hago muchas cosas. Soy una persona que aprendo fácil. Por ejemplo, hago mantenimiento a celulares”, asegura. Tampoco ha sido impedimento para desarrollar sus dones artísticos:
“Hay ratos en que me da por pintar. Hago unos cuadros bonitos, pero no lo tomo en serio. Es más bien como un pasatiempo. Una vez me dio por hacer hamacas, de esas artesanales bonitas y grandes, pero las vendí y nunca más hice otras”, expresa.
Los ocho años que don Miguel Antonio llevaba conviviendo con su familia, después de haberse alejado por más de un lustro, fueron suficientes para que José Gregorio heredara de su padre el gusto por la música popular, sobre todo por Darío Gómez, verdadera razón por la cual suele pasar horas escuchando al ‘rey del despecho’, muy lejana de los desamores que sus canciones sugieren.
“Ese tema me trae recuerdos de la infancia. Cuando lo escucho recuerdo a mi papá. Él era fanático de esa canción, sobre todo de una parte que dice:
“Yo no quiero aceptarme su olvido
Porque solo nací para amarla
Y no sé cuánto voy a quererla
Ni hasta cuando me dure esta traga”
Canta en voz baja ese estribillo, porque en el resto del salón siguen llamando a las víctimas para recibir su carta cheque.
La polio nunca lo ha detenido, mucho menos la muerte de su padre, y hoy, aunque no ejerce los estudios hechos, se siente tranquilo por haber logrado terminar el bachillerato y un par de grados superiores. “Terminé el bachillerato en el Carmen y me metí a estudiar Administración de Empresas y Tecnología en Operación y Mantenimiento de Computadores, pero no sé porque no hago nada de eso”, señala.
Las únicas limitaciones que tiene José Gregorio para moverse son algunos huecos que hay en las calles y las escaleras altas que tiene la casa donde vive actualmente con su madre y unas tías, barreras por las que debe acudir a otras personas, en especial cuando se va a bañar, pero no precisamente para que le ayuden en la ducha.
“Como no hay agua del grifo entonces me ayudan a traer agua en baldes, pero yo solito hago mis cosas. Yo me baño solo y me visto solo”, comenta.
La vida le arrebató a su padre hace 25 años. Hoy, con 43, sueña tener una familia, ya que su parálisis no es total y no le afecta sus deseos reproductivos. “Quiero tener dos hijos; yo no me puedo quedar atrás porque mis hermanas ya tienen sus familias”, agrega.
Por fin sale del paquete su nombre. Va hasta la mesa. El saludo de los funcionarios de la Unidad para las Víctimas es efusivo. Toma su carta cheque. Ya casi termina la jornada y debe irse. Se devuelve y dice: “No le dije lo más importante, me gusta todo lo que sean fritos y soy adicto al jugo de mango”.
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